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|   DÍA 10 DE MAYO 
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 * * * Santos Alfio, Filadelfio y Cirino. Eran tres hermanos, nacidos en Vaste (Lecce, Italia), apresados por ser cristianos, torturados con toda clase de suplicios, hasta la muerte, en Lentini (Sicilia), el año 253, durante la persecución del emperador Valeriano. San Cataldo. Nacido en Irlanda o en Escocia a principios del siglo VII, fue monje y después abad del monasterio de Lismore. Lo eligieron obispo de Rachau y, durante una peregrinación a Tierra Santa, murió en Taranto, en la región de Apulia (Italia). San Comgall. Nació en Dal Aride (Irlanda), el año 516, hijo de un militar. Desde muchacho optó por el estudio, se hizo monje y se ordenó de sacerdote. Hacia el año 555 fundó el monasterio de Banghor, en el golfo de Belfast, que se hizo famoso porque albergó a gran cantidad de monjes, se convirtió en un centro acreditado de estudios, fue foco de evangelización en el Continente, tuvo una gran influencia en la vida monástica. En él, la piedad y el estudio se nutrían de una liturgia modélica. Murió el año 602. Santos Cuarto y Quinto. Fueron martirizados en Roma a principios del siglo IV. San Dioscórides. Sufrió el martirio en Mira de Licia (en la actual Turquía) en una fecha desconocida de la antigüedad cristiana. San Gordiano. Fue martirizado en Roma hacia el año 300 y lo sepultaron en vía Latina, en la cripta donde se veneraban desde hacía tiempo las reliquias de san Epímaco, mártir. San Guillermo de Pontoise. Sacerdote inglés que pasó al Continente y se estableció en Pontoise, cerca de París en Francia, donde ejerció el ministerio de párroco, resplandeciendo por su entrega a las almas y por su fervor religioso. Murió el año 1195. San Job. Se trata del santo Job, personaje modélico del Antiguo Testamento, varón de admirable paciencia en el país de Hus. Es el protagonista del libro de Job, que narra su historia. Era un hombre rico, casado, con diez hijos, criados, tierras y ganado. Era temeroso de Dios, que lo probó con la muerte de sus hijos, su ruina y la pérdida de su salud. No maldijo a Dios ni se rebeló contra él, sino que acató su suerte. Superadas todas las pruebas con paciencia, el Señor lo devolvió a su antiguo estado, dándole salud, hijos y prosperidad. Murió muy anciano. Santa Solongia (o Solangia). Era una pastorcita de los alrededores de Bourges, en Aquitania (Francia), y de ella se enamoró un hijo del conde de Poitou. Ella lo rechazó alegando que se había consagrado del todo a Dios, y él, despechado, la degolló. Esto sucedía en un año incierto del siglo IX, y el pueblo la consideró en seguida como mártir de la castidad. Beata Beatriz d'Este. Nació en Este (Padua, Italia) el año 1200, hija del marqués d'Este. A los seis años quedó huérfana y una tía suya le dio una educación esmerada y profundamente cristiana. A los 14 años, venciendo la oposición de su familia, ingresó en el monasterio de monjas benedictinas de Solarola, cerca de Padua. En 1221 la enviaron con un grupo de religiosas a fundar el monasterio de Gemmola, donde fue ejemplo de vida austera, virtuosa y edificante, y donde murió en 1226. Beato Enrique Rebusquini. Nació en Gravedona (Como, Italia) el año 1860. A los 24 años, superada la oposición de su familia, entró en el seminario de Como, del que pasó a Roma a estudiar. Sufrió una crisis depresiva y tuvo que volver a su familia. La superó y desde entonces se propuso dedicarse a los más necesitados. A los 27 años ingresó en los Camilos, y el obispo de Mantua, el futuro san Pío X, lo ordenó de sacerdote. Se dedicó a la formación de sus religiosos y después lo nombraron capellán de enfermos, a los que sirvió con sencillez en sus dolencias primero en Verona y luego en Cremona, donde murió el año 1938. Beato Nicolás Albergati. Nació en Bolonia (Italia) el año 1375. A los 18 años entró en la Cartuja de Bolonia, de la que lo eligieron más tarde prior. En 1417 fue elegido obispo de la ciudad. Promovió la formación religiosa de las clases populares. El Papa lo envió como Legado Pontificio a las naciones europeas, en las que fue artífice y mensajero de paz entre los pueblos, y animador del Concilio Ecuménico de Ferrara-Florencia (1438-1442), que buscaba la unidad de la Iglesia y la reconciliación de griegos y latinos. Ayudó mucho a la Iglesia con su empeño pastoral y con sus misiones apostólicas. Murió en Siena el año 1443. 
 PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico : Dijo Jesús a sus discípulos: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros» (Jn 15,16-17). Pensamiento franciscano : San Francisco decía a sus sacerdotes: «Oídme, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es digno, porque llevó al Señor en su santísimo seno; si el Bautista se estremeció y no se atrevía a tocar la cabeza santa de Dios; si el sepulcro, en el que yació por algún tiempo, es venerado, ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, toma en su corazón y en su boca y da a los demás para que lo tomen, al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado!» (CtaO 21-22). Orar con la Iglesia : Jesucristo resucitado, el sumo sacerdote de la nueva Alianza, presenta al Padre nuestras peticiones. A él nos unimos con toda confianza. -Por la Iglesia: para que no le falten nunca santos sacerdotes y personas consagradas, que anuncien el Evangelio y atiendan con celo y caridad a las necesidades de los hermanos. -Por los sacerdotes: para que, a ejemplo del Buen Pastor, sepan servir con humildad y cariño a todos y buscar su verdadero bien. -Por los gobernantes y cuantos ejercen el servicio de la autoridad: para que busquen el bien común, la solidaridad y la paz. -Por todos los creyentes cristianos: para que colaboremos con nuestros pastores en el anuncio del Evangelio y en el servicio de la caridad. Oración: Escúchanos, Señor, Dios de bondad, y haz que nosotros, tus hijos, gocemos en plenitud de los bienes que nos ofrece el sumo Sacerdote, Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén. * * * SAN JUAN DE
ÁVILA Juan de Ávila es un hombre pobre y modesto, por elección propia. Ni siquiera se sostiene por la inserción en los cuadros operativos del ordenamiento canónico; no es párroco, no es religioso; es un sencillo sacerdote, de poca salud y de fortuna muy reducida tras las primeras experiencias de su ministerio: sufre pronto la prueba más amarga que puede ser infligida a un apóstol fiel y fervoroso; la de un proceso, con la consiguiente detención, bajo sospecha de herejía, como entonces era corriente. Él no tuvo siquiera la fortuna de poderse sostener abrazando un ideal grande y fascinante; quería partir como misionero hacia las tierras americanas, hacia las «Indias» occidentales, entonces recientemente descubiertas; pero no obtuvo el correspondiente permiso. Sin embargo, Juan no duda. Tiene la conciencia de su vocación. Tiene fe en su elección sacerdotal. Una introspección psicológica de su biografía nos llevaría a descubrir en esta certeza de su «identidad» sacerdotal la fuente de su celo impertérrito, de su fecundidad apostólica, de su sabiduría de preclaro reformador de la vida eclesiástica y de delicado director de conciencia. San Juan de Ávila enseña, al menos esto, y, sobre todo esto, al clero de nuestro tiempo, que no dude de su ser: sacerdote de Cristo, ministro de la Iglesia, guía de los hermanos. Su palabra de predicador se hizo poderosa y resonó con aires renovadores. San Juan de Ávila puede ser todavía hoy maestro de predicación, tanto más digno de ser escuchado e imitado cuanto menos indulgente con los artificios oratorios y literarios de su época, y cuanto más impuesto de sabiduría bebida en las fuentes bíblicas y patrísticas. Su personalidad se manifiesta y engrandece en el ministerio de la predicación. Y algo aparentemente contrario a tal esfuerzo de palabra pública y exterior, Ávila conoció el ejercicio de la palabra personal e interior, propia del ministerio del sacramento de la penitencia y de la dirección espiritual. Y acaso todavía más en este ministerio paciente y silencioso, extremadamente delicado y prudente, su personalidad se destacó sobre la del orador. El nombre de Juan de Ávila está unido a su obra más significativa, la célebre obra Audi, filia, que es libro de magisterio interior, pleno de religiosidad, de experiencia cristiana, de bondad humana. Y, después, la acción. Una acción diversa e incansable: correspondencia, animación de grupos espirituales, de sacerdotes especialmente, conversión de almas grandes, como Luis de Granada, su discípulo y su biógrafo, y como los futuros santos, Juan de Dios y Francisco de Borja, amistad con los espíritus grandes de su tiempo, como San Ignacio y como Santa Teresa, fundación de colegios para el clero y la juventud. Una gran figura, en verdad. Pero donde nuestra atención querría detenerse particularmente es en la figura de reformador o, mejor, de innovador, que es reconocida a San Juan de Ávila. Habiendo vivido en el período de transición, lleno de problemas, de discusiones y de controversias que precede al Concilio de Trento, e incluso durante y después del largo y grande Concilio, el Santo no podía eximirse de tomar una postura frente a este gran acontecimiento. No pudo participar personalmente en él a causa de su precaria salud; pero es suyo un memorial, bien conocido, titulado: Reformación del estado eclesiástico (1551) (seguido de un apéndice: Lo que se debe avisar a los obispos), que el arzobispo de Granada, Pedro Guerrero, hará suyo en el Concilio de Trento, con aplauso general. Del mismo modo, otros escritos, como: Causas y remedios de las herejías (Memorial segundo, 1561), demuestran con qué intensidad y cuáles designios Juan de Ávila participó en el histórico acontecimiento; del mismo claro diagnóstico de la gravedad de los males que afligían a la Iglesia en aquel tiempo se trasluce la lealtad, el amor y la esperanza. Y, cuando se dirige al Papa y a los pastores de la Iglesia, ¡qué sinceridad evangélica y devoción filial, qué fidelidad y confianza a la tradición intrínseca y original de la Iglesia, y qué importancia primordial reservada a la verdadera fe para curar los males y preparar la renovación de la Iglesia misma! * * * EL SACERDOTE DEBE SER
SANTO No sé otra cosa más eficaz con que a vuestras mercedes persuada lo que les conviene hacer que con traerles a la memoria la alteza del beneficio que Dios nos ha hecho en llamarnos para la alteza del oficio sacerdotal. Y si elegir sacerdotes entonces era gran beneficio, ¿qué será en el nuevo Testamento, en el cual los sacerdotes de él somos como sol en comparación de noche y como verdad en comparación de figura? Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hecho semejables a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre, y semejables al portal de Belén y pesebre donde fue reclinado, y a la cruz donde murió, y al sepulcro donde fue sepultado. Y todas estas son cosas santas, por haberlas Cristo tocado; y de lejanas tierras van a las ver, y derraman de devoción muchas lágrimas, y mudan sus vidas movidos por la gran santidad de aquellos lugares. ¿Por qué los sacerdotes no son santos, pues es lugar donde Dios viene glorioso, inmortal, inefable, como no vino en los otros lugares? Y el sacerdote le trae con las palabras de la consagración, y no lo trajeron los otros lugares, sacando a la Virgen. Relicarios somos de Dios, casa de Dios y, a modo de decir, criadores de Dios; a los cuales nombres conviene gran santidad. Esto, padres, es ser sacerdotes: que amansen a Dios cuando estuviere, ¡ay!, enojado con su pueblo; que tengan experiencia que Dios oye sus oraciones y les da lo que piden, y tengan tanta familiaridad con él; que tengan virtudes más que de hombres y pongan admiración a los que los vieren: hombres celestiales o ángeles terrenales; y aun, si pudiere ser, mejor que ellos, pues tienen oficio más alto que ellos. * * * EN ORACIÓN CON
FRANCISCO DE ASÍS Antífona del Oficio de la Pasión (OfP Ant) Otro pasaje de los escritos de San Francisco, una antífona que acompaña a los salmos compuestos por él para cantar los diversos misterios de Cristo, combina una mirada contemplativa con una oración de súplica a la María santísima:  Santa Virgen María, Si todas las generaciones la llaman bienaventurada (Lc 1,48), es porque no existe en el mundo entero ninguna mujer parecida a ella, ninguna que la sobrepase o iguale. Entre los hijos de mujer no hay nadie más grande que Juan el Bautista (Mt 11,11), pero ninguna mujer ha alcanzado la dignidad única de María. De ahí el grito de admiración que Francisco justifica situando, una vez más, a la Virgen en el interior del misterio trinitario, pero de una forma más explícita que en el Saludo a la bienaventurada Virgen María. María es hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial. Siempre aparece esta presencia central del Padre celestial, contemplado en su grandeza real y soberana. Esta grandeza real del Padre pertenece también a María; en tanto que como hija es también la heredera. Sin embargo, su elevación no borra la distancia entre Dios y la criatura; la hija no olvida que siempre es la humilde esclava, sobre la que Dios se ha inclinado. Su relación con el santísimo Señor Jesucristo queda caracterizada mediante una única palabra de una densidad de contenido único: madre. Ninguna criatura del mundo se encuentra, en referencia a Dios, en una relación parental; sólo una mujer, María, es llamada, con toda verdad, Madre de Dios. Un ser masculino, Jesús, es a la vez Hijo de Dios («de la misma naturaleza que el Padre...») e hijo de María; pero, porque es a un tiempo Dios y hombre, escapa a la pura condición humana. En el orden puramente humano es, pues, una mujer la que ocupa el primer lugar; sólo ella se sitúa ante a Dios en una relación parental. Tal es la profundidad de la maternidad divina contenida en esta simple palabra, madre de Jesús. En lo que se refiere a la relación con el Espíritu, Francisco recurre a una imagen francamente innovadora: es el primer autor espiritual (¿teólogo?) en la historia que llama explícitamente a María esposa del Espíritu Santo. El tema del esposo y de la esposa para expresar las relaciones de Israel con Dios ha sido utilizado por los profetas de la Antigua Alianza (Oseas, Isaías, Jeremías), y el Cantar de los Cantares le presta toda una orquestación. El mismo Jesús se presenta (Mc 1,19) y es reconocido como esposo de su Iglesia (Ap 19,7). Nunca, ni en la Biblia ni en la Tradición teológica antes de Francisco, se ha llamado al Espíritu esposo. Si Francisco utiliza esta expresión, no por distracción, sino conscientemente, es porque corresponde a alguna experiencia espiritual vivida. Describiendo en su Carta a todos los fieles la cima suprema de la vida cristiana, atribuye al Espíritu la inhabitación trinitaria que en el Evangelio de Juan (14,23) es el acontecimiento del Padre y del Hijo: y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada (2CtaF 48). Y según el mismo escrito es también el Espíritu quien transforma el alma en esposa uniéndola a Jesucristo (2CtaF 51). De la misma manera, en una breve nota redactada por Francisco para Clara y sus hermanas, aplica exactamente los mismos títulos: os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial y os habéis desposado con el Espíritu Santo (FVCl). La expresión: María esposa del Espíritu Santo, significa, pues, para Francisco, la presencia en ella del Espíritu, que la cubre con su sombra (Lc 1,35) y la establece en una estrecha relación de amor y de dependencia respecto del Padre y del Hijo. Reposando sobre ella, el Espíritu no se la reserva celosamente; por el contrario, la hace entrar en el espacio infinito de la comunión trinitaria. Ahí se encuentra el fundamento de su incomparable dignidad. Dignidad que, según Francisco, se extiende igualmente a todos aquellos y aquellas que como María se entregan al Padre y al Espíritu. La contemplación gratuita se termina con una súplica: que María, encontrándose sumergida en el misterio, no olvide a los pobres, que somos nosotros, y nos proteja en tantas necesidades. Se presenta ante su santísimo Hijo amado, Señor y Maestro, como la primera de todos los intercesores, precediendo a los ángeles y a su jefe Miguel y a todos los santos, para hablarle en favor nuestro. Aquí se encuentra la piedad simple y confiada de Francisco y también su sentido de la comunión de los santos. [Cf. T. Matura, En oración con Francisco de Asís, Ed. Franciscana Aránzazu, Oñati 1995, pp. 89-91] 
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