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| DÍA 27 DE MARZO
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* * * Beata Panacea de Muzzi. Nació en Quarona, en el Piamonte italiano, el año 1368, y murió allí mismo en 1383. Siendo aún pequeña quedó huérfana de madre. El padre contrajo nuevas nupcias con una mujer que desde el principio vio con malos ojos a la pequeña y la maltrató cuanto pudo. Finalmente, un día, mientras Panacea estaba orando en la iglesia, su madrastra la asesinó. Tenía quince años de edad.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: Decía san Pablo a los Corintios: -El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1 Cor 13,4-7). Pensamiento franciscano: Dice y repite san Francisco: «La regla y vida de los Hermanos Menores es ésta, a saber, guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin propio y en castidad». «La regla y vida de los hermanos es ésta, a saber, vivir en obediencia, en castidad y sin propio, y seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1; 1 R 1,2). Orar con la Iglesia: Oremos al Señor, nuestro Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. -Para que la Iglesia sea a los ojos del mundo signo de esperanza, acogiendo, animando y consolando a todos. -Para que todos los cristianos anunciemos a Cristo, que es la resurrección y la vida. -Para que los que viven en condiciones penosas: los pobres, los enfermos, los abandonados, los drogadictos y cuantos sufren, sientan la cercanía y la amistad de Jesús. -Para que todos los creyentes dejemos en manos del Señor los juicios y aprendamos de Cristo a ser compasivos y misericordiosos. Oración: Dios todopoderoso y eterno, ayúdanos a llevar una vida según tu voluntad, para que podamos dar en abundancia frutos de buenas obras en nombre de tu Hijo predilecto. Que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. * * * JESÚS, VERDADERO
HOMBRE Y VERDADERO DIOS Queridos hermanos y hermanas: En nuestro itinerario cuaresmal hemos llegado al quinto domingo, caracterizado por el evangelio de la resurrección de Lázaro (cf. Jn 11,1-45). Se trata del último gran "signo" realizado por Jesús, después del cual los sumos sacerdotes reunieron al sanedrín y deliberaron matarlo; y decidieron matar incluso a Lázaro, que era la prueba viva de la divinidad de Cristo, Señor de la vida y de la muerte. En realidad, esta página evangélica muestra a Jesús como verdadero hombre y verdadero Dios. Ante todo, el evangelista insiste en su amistad con Lázaro y con sus hermanas Marta y María. Subraya que «Jesús los amaba» (Jn 11,5), y por eso quiso realizar ese gran prodigio. «Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo» (Jn 11,11), así les habló a los discípulos, expresando con la metáfora del sueño el punto de vista de Dios sobre la muerte física: Dios la considera precisamente como un sueño, del que se puede despertar. Jesús demostró un poder absoluto sobre esta muerte: se ve cuando devuelve la vida al joven hijo de la viuda de Naím (cf. Lc 7,11-17) y a la niña de doce años (cf. Mc 5,35-43). Precisamente de ella dijo: «La niña no ha muerto; está dormida» (Mc 5,39), provocando la burla de los presentes. Pero, en verdad, es precisamente así: la muerte del cuerpo es un sueño del que Dios nos puede despertar en cualquier momento. Este señorío sobre la muerte no impidió a Jesús experimentar una sincera compasión por el dolor de la separación. Al ver llorar a Marta y María y a cuantos habían acudido a consolarlas, también Jesús «se conmovió profundamente, se turbó» y, por último, «lloró» (Jn 11,33.35). El corazón de Cristo es divino-humano: en él Dios y hombre se encontraron perfectamente, sin separación y sin confusión. Él es la imagen, más aún, la encarnación de Dios, que es amor, misericordia, ternura paterna y materna, del Dios que es Vida. Por eso declaró solemnemente a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre». Y añadió: "¿Crees esto?"» (Jn 11,25-26). Una pregunta que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros; una pregunta que ciertamente nos supera, que supera nuestra capacidad de comprender, y nos pide abandonarnos a él, como él se abandonó al Padre. La respuesta de Marta es ejemplar: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11,27). ¡Sí, oh Señor! También nosotros creemos, a pesar de nuestras dudas y de nuestras oscuridades; creemos en ti, porque tú tienes palabras de vida eterna; queremos creer en ti, que nos das una esperanza fiable de vida más allá de la vida, de vida auténtica y plena en tu reino de luz y de paz. Encomendemos esta oración a María santísima. Que su intercesión fortalezca nuestra fe y nuestra esperanza en Jesús, especialmente en los momentos de mayor prueba y dificultad. * * * SI CRECIÓ EL
PECADO, ¿Dónde podrá hallar nuestra debilidad un descanso seguro y tranquilo, sino en las llagas del Salvador? En ellas habito con seguridad, sabiendo que él puede salvarme. Grita el mundo, me oprime el cuerpo, el diablo me pone asechanzas, pero yo no caigo, porque estoy cimentado sobre piedra firme. Si cometo un gran pecado, me remorderá mi conciencia, pero no perderé la paz, porque me acordaré de las llagas del Señor. Él, en efecto, fue traspasado por nuestras rebeliones. ¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo? Por esto, si me acuerdo de que tengo a mano un remedio tan poderoso y eficaz, ya no me atemoriza ninguna dolencia, por maligna que sea. Por esto, no tenía razón aquel que dijo: Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es que él no podía atribuirse ni llamar suyos los méritos de Cristo, porque no era miembro del cuerpo cuya cabeza es el Señor. Pero yo tomo de las entrañas del Señor lo que me falta, pues sus entrañas rebosan misericordia. Agujerearon sus manos y pies y atravesaron su costado con una lanza; y, a través de estas hendiduras, puedo libar miel silvestre y aceite de rocas de pedernal, es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor. Sus designios eran designios de paz, y yo lo ignoraba. Porque, ¿quién conoció la mente del Señor?, ¿quién fue su consejero? Pero el clavo penetrante se ha convertido para mí en una llave que me ha abierto el conocimiento de la voluntad del Señor. ¿Por qué no he de mirar a través de esta hendidura? Tanto el clavo como la llaga proclaman que en verdad Dios está en Cristo reconciliando al mundo consigo. Un hierro atravesó su alma, hasta cerca del corazón, de modo que ya no es incapaz de compadecerse de mis debilidades. Las heridas que su cuerpo recibió nos dejan ver los secretos de su corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la entrañable misericordia de nuestro Dios, por la que nos ha visitado el sol que nace de lo alto. ¿Qué dificultad hay en admitir que tus llagas nos dejan ver tus entrañas? No podría hallarse otro medio más claro que estas tus llagas para comprender que tú, Señor, eres bueno y clemente, y rico en misericordia. Nadie tiene una misericordia más grande que el que da su vida por los sentenciados a muerte y a la condenación. Luego mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos. Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado, más desbordante fue la gracia. Y, si la misericordia del Señor dura siempre, yo también cantaré eternamente las misericordias del Señor. ¿Cantaré acaso mi propia justicia? Señor, narraré tu justicia, tuya entera. Sin embargo, ella es también mía, pues tú has sido constituido mi justicia de parte de Dios. * * * ¡FRANCISCO,
ENSÉÑANOS A ORAR! Para renovarnos en el espíritu y en la vida de oración, según las directrices del Concilio (PC 2,2b), debemos conocer y recobrar el espíritu y la vida de oración de nuestro santo Fundador y adaptarlos a nuestro tiempo. Debemos acercarnos a él, como los primeros hermanos, y pedirle que nos enseñe a orar, que nos introduzca en el secreto de su espíritu y de su vida de oración (1 Cel 45). Tal secreto se desvela en la que fue la vuelta decisiva y determinante de su itinerario de conversión: el encuentro con Cristo en el camino de Espoleto, que significó para Francisco algo así como la visión de Damasco para Pablo (TC 5-6). Allí Francisco fue atrapado por Cristo, que se le presentó como «el Señor» por antonomasia y le provocó un vuelco radical de todos sus proyectos. La conversión de san Francisco tuvo desde luego un desarrollo gradual; pero el punto de partida, que se identificó con el punto de llegada, el medio principal y el fin supremo, fue indiscutiblemente el amor a Cristo. Jesús arrolló literalmente al joven Francisco, se posesionó de todos sus sentidos, de todas sus fibras, se adueñó de todas las palpitaciones de su corazón en todos los momentos de su vida. La clave de la espiritualidad del Serafín de Asís se encuentra en el célebre testimonio de Celano: «Los hermanos que vivieron en su compañía saben lo muy duradera y continua que era su conversación acerca de Jesús, y cuán agradable y suave, cuán tierna y llena de amor. Su boca hablaba de la abundancia de su corazón, y volcaba al exterior aquel torrente de encendida caridad que lo abrasaba en su interior. Estaba íntimamente unido con Jesús: a Jesús llevaba siempre en el corazón, a Jesús en los labios, a Jesús en los oídos, a Jesús en los ojos, a Jesús en las manos, a Jesús en todos los miembros de su cuerpo» (1 Cel 115). San Francisco podía afirmar con toda verdad a una con san Pablo: «Ya no vivo yo, vive en mí Cristo» (Gál 2,20). Una vez que se ha encontrado con Él, el Señor, Francisco se despoja de todo para ser pobre como Él. Acepta 1a humillación, el desprecio, la convivencia con los marginados, los mendigos, los rechazados por la sociedad, los leprosos..., para ser como Él. Macera al hombre viejo, para que viva en él el Hombre nuevo. Abraza y besa al leproso, superando la repugnancia irresistible de la naturaleza, porque sabe que abraza y besa a Aquel que se presentó como un leproso por amor a nosotros. San Francisco siguió, imitó, reprodujo al vivo a Jesucristo, y quiso que ésta fuese la norma fundamental y la regla suprema de su Fraternidad. Cuanto se diga sobre la oración sólo puede ser viable dentro de esta perspectiva: un compromiso operativo y coherente de modelarse sobre Cristo, compromiso de conversión continua, radical, transformante, tensa en profundidad hacia la persona viva del Señor Jesús. Es necesario dejar bien sentado que la oración y la vida constituyen una unidad indivisible, que la una depende de la otra, que la una autentica a la otra. La separación entre oración y vida es principio de crisis de la oración; para resolverla, se precisa unificarlas y unificarlas en Cristo. Una recuperación del valor de la oración que se limitase únicamente a la oración sería, no sólo unilateral, sino además inevitablemente estéril. La auténtica oración se reconoce por los frutos de vida. Pretender recuperar el valor de la oración sin comprometerse seriamente en la conversión de la vida es utópico. La vida cristiana, la ascesis, hay que plantearla desde la teología paulina del Cuerpo Místico y desde la tensión joánica del permanecer en Cristo, descrita en la alegoría de la vid y los sarmientos. Las virtudes han de ser presentadas, se ha de estimular a adquirirlas, como aspectos de la conformidad con Cristo, movimientos dinámicos hacia la asimilación de Cristo, modos de expresar el amor a Cristo. Precisamente, como las vio y las practicó Francisco de Asís. [Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 19 (1978) 24-26]
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