DIRECTORIO FRANCISCANO
Año Cristiano Franciscano

DÍA 29 DE FEBRERO
[En los años que no son bisiestos,
la memoria de estos santos y beatos
se celebra el 28 de febrero]

 

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SAN AUGUSTO CHAPDELAINE. Nació en La Rochelle (Francia) en 1814. Estudió en el seminario diocesano y, en 1843, recibió la ordenación sacerdotal. Deseoso de ser misionero, en 1851 ingresó en la Sociedad de Misiones Extrajeras de París. Al año siguiente embarcó hacia la misión de Guangxi (China), a la que llegó en febrero de 1854, después de prepararse y de superar muchas dificultades. En seguida recorrió todo el territorio en un contexto de mucha inseguridad. Creció el número de neófitos. Estuvo encarcelado por una falsa acusación; probada su inocencia, el mandarín lo dejó en libertad. Llegó un nuevo mandarín, muy hostil a los cristianos, y su anterior denunciante lo acusó ahora de ser un extranjero que difundía una religión perversa. El P. Chapdelaine, advertido del peligro, no quiso huir, para evitar problemas a sus cristianos. Detuvieron al misionero y a otros cristianos. No pudieron hacerle renunciar a su fe. Le dieron trescientos latigazos, lo encerraron en una pequeña jaula y, ya muerto, lo decapitaron y arrojaron su cuerpo a los perros. Esto sucedía el 29 de febrero de 1856 en Xilinxian, provincia de Guangxi. Fue canonizado el año 2000.

BEATA ANTONIA DE FLORENCIA. Nació en Florencia el año 1401, de una familia de clase media, muy piadosa. Joven aún contrajo matrimonio, del que tuvo un hijo; enviudó, se casó de nuevo y por segunda vez quedó viuda. Cuando el hijo pudo valerse pos sí mismo, ella ingresó en el monasterio de Terciarias franciscanas fundado en Florencia por la beata Angelina de Marsciano. Más tarde pasó como abadesa al monasterio de Foligno y después al de L'Aquila, donde, asesorada por san Juan de Capistrano, que estaba promoviendo la Observancia, fundó en 1447 el monasterio del Corpus Domini bajo la Regla propia de santa Clara; del mismo fue abadesa hasta su muerte. Para sus hermanas y para las jóvenes de su tiempo, fue modelo de austeridad y pobreza, de oración y alabanza a Dios, de fortaleza y paciencia a la hora de afrontar contrariedades y sufrir una penosa enfermedad. Murió en L'Aquila (Abruzzo, Italia) el 29 de febrero de 1472.

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San Hilario, papa. Era originario de Cerdeña. San León Magno lo envió al concilio de Éfeso el año 449. En el 461 le sucedió en la cátedra de san Pedro. Prosiguió con firmeza la defensa de la ortodoxia y de la disciplina eclesiástica. Escribió cartas confirmando los dogmas proclamados en los concilios de Nicea, Éfeso y Constantinopla, y poniendo de relieve el primado de la Sede Romana. Murió en Roma el 29 de febrero del 468.

San Osvaldo. Hijo de padres daneses, se hizo monje benedictino en Fluery (Francia) y, ordenado de sacerdote, volvió a Inglaterra el año 959. Dos años después fue nombrado obispo de Worcester, y al mismo tiempo fue arzobispo de York. Fue un maestro afable, elegante y docto. Fundó y reformó monasterios, introduciendo en muchos de ellos la Regla de San Benito. Murió el 29 de febrero del 992, después de haber lavado los pies a doce pobres y haber compartido con ellos la mesa.

PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN

Pensamiento bíblico:

Dijo Jesús a sus discípulos: -No todo el que me dice «Señor, Señor» entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Aquel día muchos dirán: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros? Yo entonces les declararé: Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados (Mt 7,21-23).

Pensamiento franciscano:

En su Saludo a las Virtudes, dice san Francisco: «¡Salve, reina sabiduría!, el Señor te salve con tu hermana la santa pura sencillez. ¡Señora santa pobreza!, el Señor te salve con tu hermana la santa humildad. ¡Señora santa caridad!, el Señor te salve con tu hermana la santa obediencia. ¡Santísimas virtudes!, a todas os salve el Señor, de quien venís y procedéis. El que tiene una y no ofende a las otras, las tiene todas. Y el que ofende a una, no tiene ninguna y a todas ofende» (SalVir 1-4 y 6-7).

Orar con la Iglesia:

Oremos a Dios Padre, seguros de que escuchará las súplicas de sus hijos.

-Haz, Señor, que los que confían sólo en sí mismos, se sientan indigentes y vuelvan a ti.

-Ten compasión de los publicanos y pecadores de nuestros días, tú que no desprecias un corazón contrito y humillado.

-Manifiéstate a los que se esfuerzan por conocerte, tú que te revelas y enalteces a los pobres y humildes de corazón.

-Concede a la Iglesia y a sus hijos el don de la conversión y la penitencia, tú que borras las culpas de los que se acogen a tu misericordia.

Oración: Escucha, Señor, nuestra oración y ten compasión de nosotros, pecadores. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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ORACIÓN, LIMOSNA, AYUNO
De la Homilía de S. S. Benedicto XVI
en la misa del Miércoles de Ceniza, 25 de febrero de 2009

¿Cómo realizar la vocación bautismal?, ¿cómo vencer en la lucha entre la carne y el espíritu, entre el bien y el mal, una lucha que marca nuestra existencia? En el pasaje evangélico de hoy (Mt 6,1ss), el Señor nos indica tres medios útiles: la oración, la limosna y el ayuno. Al respecto, en la experiencia y en los escritos de san Pablo encontramos también referencias útiles.

Con respecto a la oración, Pablo exhorta a «perseverar» y a «velar en ella, dando gracias» (Rom 12,12; Col 4,2), a «orar sin interrupción» (1 Tes 5,17). Jesús está en el fondo de nuestro corazón. La relación con Dios está presente, permanece presente aunque estemos hablando, aunque estemos realizando nuestros deberes profesionales. Por eso, en la oración, está presente en nuestro corazón la relación con Dios, que se convierte progresivamente también en oración explícita.

Por lo que atañe a la limosna, ciertamente son importantes las páginas dedicadas a la gran colecta en favor de los hermanos pobres (cf. 2 Cor 8-9), pero conviene subrayar que para él la caridad es la cumbre de la vida del creyente, el «vínculo de la perfección»: «Por encima de todo esto -escribe a los Colosenses- revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3,14).

Del ayuno no habla expresamente, pero a menudo exhorta a la sobriedad, como característica de quienes están llamados a vivir en espera vigilante del Señor (cf. 1 Tes 5, 6-8; Tito 2,12). También es interesante su alusión a la "carrera" espiritual, que requiere templanza: «Los atletas se privan de todo -escribe a los Corintios-; y eso por una corona corruptible; nosotros, en cambio, por una incorruptible» (1 Cor 9,25). El cristiano debe ser disciplinado para encontrar el camino y llegar realmente al Señor.

Así pues, esta es la vocación de los cristianos: resucitados con Cristo, han pasado por la muerte, y su vida ya está escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3,1-2). Para vivir esta "nueva" existencia en Dios es indispensable alimentarse de la Palabra de Dios. Para estar realmente unidos a Dios, debemos vivir en su presencia, estar en diálogo con él. Jesús lo dice claramente cuando responde a la primera de las tres tentaciones en el desierto, citando el Deuteronomio: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4; cf. Dt 8,3).

San Pablo recomienda: «La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría; cantad agradecidos a Dios en vuestro corazón con salmos, himnos y cánticos inspirados» (Col 3,16). También en esto el Apóstol es, ante todo, testigo: sus cartas son la prueba elocuente de que vivía en diálogo permanente con la Palabra de Dios: pensamiento, acción, oración, teología, predicación, exhortación, todo en él era fruto de la Palabra, recibida desde su juventud en la fe judía, plenamente revelada a sus ojos por el encuentro con Cristo muerto y resucitado, predicada el resto de su vida durante su "carrera misionera".

A él le fue revelado que Dios pronunció en Jesucristo su Palabra definitiva, él mismo, Palabra de salvación que coincide con el misterio pascual, el don de sí en la cruz que luego se transforma en resurrección, porque el amor es más fuerte que la muerte. Así san Pablo pudo concluir: «En cuanto a mí, ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo!» (Gál 6,14). En san Pablo la Palabra se hizo vida, y su único motivo de gloria era Cristo crucificado y resucitado.

Queridos hermanos y hermanas, mientras nos disponemos a recibir la ceniza en nuestra cabeza como signo de conversión y penitencia, abramos nuestro corazón a la acción vivificadora de la Palabra de Dios. La Cuaresma, que se caracteriza por una escucha más frecuente de esta Palabra, por una oración más intensa, por un estilo de vida austero y penitencial, ha de ser estímulo a la conversión y al amor sincero a los hermanos, especialmente a los más pobres y necesitados. Que nos acompañe el apóstol san Pablo y nos guíe María, atenta Virgen de la escucha y humilde esclava del Señor. Así renovados en el espíritu, podremos llegar a celebrar con alegría la Pascua.

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LA ORACIÓN LLAMA, EL AYUNO INTERCEDE,
LA MISERICORDIA RECIBE

Del sermón 43 de san Pedro Crisólogo

Tres son, hermanos, los resortes que hacen que la fe se mantenga firme, la devoción sea constante, y la virtud permanente. Estos tres resortes son: la oración, el ayuno y la misericordia. Porque la oración llama, el ayuno intercede, la misericordia recibe. Oración, misericordia y ayuno constituyen una sola y única cosa, y se vitalizan recíprocamente.

El ayuno, en efecto, es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Que nadie trate de dividirlos, pues no pueden separarse. Quien posee uno solo de los tres, si al mismo tiempo no posee los otros, no posee ninguno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le suplica.

Que el que ayuna entienda bien lo que es el ayuno; que preste atención al hambriento quien quiere que Dios preste atención a su hambre; que se compadezca quien espera misericordia; que tenga piedad quien la busca; que responda quien desea que Dios le responda a él. Es un indigno suplicante quien pide para sí lo que niega a otro.

Díctate a ti mismo la norma de la misericordia, de acuerdo con la manera, la cantidad y la rapidez con que quieres que tengan misericordia contigo. Compadécete tan pronto como quisieras que los otros se compadezcan de ti.

En consecuencia, la oración, la misericordia y el ayuno deben ser como un único intercesor en favor nuestro ante Dios, una única llamada, una única y triple petición.

Recobremos con ayunos lo que perdimos por el desprecio; inmolemos nuestras almas con ayunos, porque no hay nada mejor que podamos ofrecer a Dios, de acuerdo con lo que el profeta dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado: un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias. Hombre, ofrece a Dios tu alma, y ofrece la oblación del ayuno, para que sea una hostia pura, un sacrificio santo, una víctima viviente, provechosa para ti y acepta a Dios. Quien no dé esto a Dios no tendrá excusa, porque no hay nadie que no se posea a sí mismo para darse.

Mas, para que estas ofrendas sean aceptadas, tiene que venir después la misericordia; el ayuno no germina si la misericordia no lo riega, el ayuno se torna infructuoso si la misericordia no lo fecundiza: lo que es la lluvia para la tierra, eso mismo es la misericordia para el ayuno. Por más que perfeccione su corazón, purifique su carne, desarraigue los vicios y siembre las virtudes, como no produzca caudales de misericordia, el que ayuna no cosechará fruto alguno.

Tú que ayunas, piensa que tu campo queda en ayunas si ayuna tu misericordia; lo que siembras en misericordia, eso mismo rebosará en tu granero. Para que no pierdas a fuerza de guardar, recoge a fuerza de repartir; al dar al pobre, te haces limosna a ti mismo: porque lo que dejes de dar a otro no lo tendrás tampoco para ti.

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HACIA DIOS POR LA PENITENCIA (X)
por Kajetan Esser, OFM

Orientaciones prácticas (II)

No podemos olvidar que aun cuando hiciéramos lo que exige la vida de penitencia, ante Dios no somos sino siervos inútiles. No en vano recalca repetidas veces Francisco que hemos de ser salvos «por sola su misericordia» y «por sola su gracia». No podemos hacer de la ascética un sistema autónomo que impida las relaciones entre el amor misericordioso de Dios y los hombres. Esto aparece con particular claridad en la idea que en este contexto juega, según Francisco, un papel considerable: la «discretio», la discreción.

«Manda [Francisco a sus hermanos] que siempre se ofrezca a Dios un sacrificio condimentado con sal y les llama la atención para que cada uno sepa medir sus fuerzas en su entrega a Dios. Enseña que es el mismo pecado negar sin discreción al cuerpo lo que necesita y darle por gula lo superfluo» (2 Cel 22). «Les enseñó a guardar la discreción, como reguladora que es de las virtudes; pero no la discreción que sugiere la carne, sino la que enseñó Cristo, cuya vida sacratísima consta que es un preclaro ejemplo de perfección» (LM 5,7).

En los últimos días de su vida hará la siguiente recomendación: «Hay que atender con discreción al hermano cuerpo para que no provoque tempestades de flojera» (2 Cel 129). Si examinamos el sentido de la palabra discrecióna través de los escritos del santo, veremos que significa propiamente docilidad a la gracia divina. Por la discreción el hombre busca únicamente descubrir lo que se ha de hacer bajo la dirección de Cristo. Nada tiene, pues, que ver con una prudente moderación o tal vez con una actitud indulgente, sino que es un concepto eminentemente cristiano, íntimamente ligado a la imitación de Cristo: «seguir sin resistencia alguna a Cristo el Señor» (2 Cel 211). En la terminología de Francisco es una palabra próxima a la de pietas y misericordia: «Aunque animaba con todo su empeño a los hermanos a llevar una vida austera, sin embargo no era partidario de una severidad intransigente que no se reviste de entrañas de misericordia ni está sazonada con la sal de la discreción» (LM 5,7). Y el mismo Francisco dice: «Donde hay misericordia y discreción no hay superfluidad ni endurecimiento» (Adm 27,6).

Tiene, pues, razón Celano al llamarle pastor piadoso que con sus reiterados avisos moderaba el rigor de tanta penitencia en sus hermanos (2 Cel 21). El biógrafo resumirá todo su pensamiento en una frase lapidaria: «Riguroso consigo, indulgente con los otros, discreto con todos» (1 Cel 83). A la piedad y la discreción corresponde velar para que las acciones humanas concretas, que el hombre realiza, coincidan con la voluntad divina: «con la bendición del Señor», «como el Señor les inspirare», «como el Señor les diere a entender», «por inspiración divina», «según la gracia que el Señor les diere». Estas y otras expresiones parecidas, tan frecuentemente empleadas por Francisco cuando habla de penitencias y mortificaciones, aluden a la discreción franciscana, apoyada en el mandamiento de Cristo: «Sed misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre» (Lc 6,36).

El problema fundamental es siempre el mismo: en la vida cristiana la iniciativa la tiene Dios y no la voluntad humana ávida de ascetismo; ésta procura únicamente obedecerse uno a sí mismo, incluso en el ámbito de la vida religiosa. Sólo manteniendo los criterios que acabamos de mencionar se logra que la penitencia y abnegación conserven su función de servicio y auténtica glorificación de Dios.

Está claro, pues, que todos los esfuerzos de Francisco en materia de penitencia se encaminan a subrayar y garantizar la primacía de Dios con relación al obrar del hombre. La ascética de san Francisco está libre de toda obstinación puramente humana y de todo gesto aparatoso propio de una renuncia afectada. Lo único que él busca es que Dios pueda actuar soberanamente sin obstáculo en la vida del hombre. Francisco se empeñó también en poner de relieve la primacía de Dios en las valoraciones que hace el hombre: «Sólo Dios es bueno, y por lo tanto a Él le pertenece todo bien». La ascética de san Francisco está exenta de toda presunción humana. A lo que aspira siempre es a que Dios sea el supremo bien en todo. Sólo busca que «el amor de aquel que tanto nos ha amado sea correspondido con un amor semejante». Donde el amor de Dios puede darse plenamente a un hombre, para revelarse después a través de él libremente y sin obstáculos a todos los demás, allí está ya presente el Reino de Dios.

[K. Esser, Temas espirituales. Oñate 1980, pp. 69-72]

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