DIRECTORIO FRANCISCANO
La Virgen María, Madre de Dios

María y la vida espiritual franciscana

por León Amorós, o.f.m.

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Nuestro Seráfico Padre es uno de esos hombres insignes previstos y predestinados en la mente divina para las grandes gestas de la gloria de Dios, y Asís el lugar preordenado por el Señor para irradiar su acción bienhechora sobre inmensa muchedumbre de almas.

En fuerza de la asociación inseparable que existe entre Jesucristo y su Santísima Madre por virtud del misterio de la Encarnación, toda acción divina, allí donde obre, ha de ir siempre acompañada de la cooperación de la Santísima Virgen, que será más o menos manifiesta a nuestros humanos ojos, pero realísima y hondamente radicada en este principio teológico, rector de la presente economía de la gracia.

La pasmosa vida sobrenatural de Francisco, tan rica en divinas experiencias como favorecida en dones celestiales, que le habían de constituir el gran cantor de las divinas alabanzas en el acordado concierto de la creación y aptísimo al par que docilísimo instrumento, manejado por manos divinas, para irradiar poderosas corrientes de vida sobrenatural, debió tener, y tuvo, según el principio enunciado, una vida mariana abundante y opulenta, radicada en lo más íntimo de su espíritu, con sabrosísimas experiencias de la presencia de la Virgen Santísima en su alma. Y el nacimiento de su obra, de prolongado y profundo apostolado, había de tener también como cuna la ciudad de Asís y cabe al santuario de la Santísima Virgen de los Angeles, madre y maestra de aquella pequeña grey, origen y principio de la Orden Seráfica.

La Orden Franciscana es, en los planes de Dios, una pieza de excepcional importancia en la contextura de la historia de la Iglesia. Los hechos así lo han demostrado y siguen demostrándolo. Forzoso era, que, siguiendo la ley natural, también estuviera presente la Virgen Santísima en el origen y ulterior proceso y actividad de esta grande obra.

N. S. Padre, en quien, según venimos diciendo, los divinos carismas con tanta prodigalidad habían de darse cita, debió tener una vida mariana intensa, porque también fue muy subida su vida divina interior, y porque era el fundador de una grande obra de irradiación de los dones divinos. Aunque los testimonios de la vida mariana del Santo Padre que han llegado a nosotros no son muy abundantes, son, sin embargo, muy significativos y elocuentes en orden a esta espiritualidad.

Dice San Buenaventura: «Nunca he leído de santo alguno que no haya profesado especial devoción a la gloriosa Virgen» (1). Y de San Francisco, el Santo Doctor no solamente leyó su vida, sino que fue escritor de sus gestas. Como biógrafo, pues, del Seráfico Padre, cuyas fuentes de información fueron los propios compañeros del Santo Padre, pudo sondear muy bien las interioridades del espíritu del Pobrecillo, para descubrir allí los principios rectores de toda su esplendorosa vida espiritual. Naturalmente, éstos no podían ser más que Jesús y María.

Es principio teológico inconcuso, como luego veremos, que la acción de la Santísima Virgen en el proceso de toda vida cristiana a partir del santo Bautismo, y aun antes de él por la vocación a la fe, es realísima y honda, como colaboradora que es del mismo principio fontal de donde dimanan todos los dones divinos, que es Jesucristo. Esta actuación, real en todas las almas, puede ser más o menos consciente en el sujeto que la recibe y, consiguientemente, con manifestaciones más o menos explícitas, en el desarrollo normal de la vida espiritual del cristiano.

Nuestro Santo Padre, predestinado por el Señor para fundar la Orden que, con el transcurso del tiempo había de vivir, sentir y defender la gran prerrogativa de la Virgen Santísima, su Concepción Inmaculada, forzoso era que la vida mariana fuera en él intensa y plenamente consciente.


Cimabue: La Virgen en majestad (Basílica de Asís)

Nos dice su biógrafo San Buenaventura en la Leyenda Mayor: «Su amor para con la bienaventurada Madre de Cristo, la Purísima Virgen María, era realmente indecible, pues nacía en su corazón al considerar que Ella había convertido en hermano nuestro al mismo Rey y Señor de la gloria, y que por Ella habíamos merecido la divina misericordia» (LM 9,3). Magnífico testimonio de contenido profundamente teológico de la vida mariana del Seráfico Padre: la asociación de la Santísima Virgen al misterio de la Encarnación y Redención, y su cooperación como causa meritoria de la misma.

Este «amor realmente indecible» del Santo Padre, de que nos habla San Buenaventura, tiene su magnífica y esplendorosa manifestación en el bellísimo Saludo que el Pobrecillo dirige a la celestial Reina, el cual se halla en sus opúsculos o escritos (SalVM).

Si bien la vida cristiana es sustancialmente una, tanto en los individuos como en las instituciones, sin embargo su fecundidad divina es tal que, sin menoscabo de esta unidad, produce una variadísima floración de celestiales matices por los cuales no es difícil reconocer en ellos los rasgos peculiares de la fisonomía moral de Jesucristo y, consiguientemente también, de su Madre, que da personalidad sobrenatural al individuo o la institución que se nutre de esta vida.

El rasgo divino que San Francisco reproduce de la fisonomía de Jesús y de su Madre, es la virtud de la pobreza evangélica, que lleva en sí contenidas, como las premisas contienen las consecuencias, la humildad, la sencillez evangélica, la infancia espiritual, el desapego a todo lo terreno.

Es el propio San Buenaventura quien nos presenta este matiz divino de la vida del Seráfico Padre: «Frecuentemente -dice- se ponía a meditar, sin poder contener las lágrimas, en la pobreza de Cristo y de su Madre Santísima, y después de haberla estudiado en ellos, aseguraba ser la pobreza la reina de todas las virtudes, pues tanto había resplandecido y tanto había sido amada por el Rey de los reyes y por su Madre la Reina de los Cielos» (LM 7,1).

Lo mismo dicen otras fuentes biográficas: 2 Cel 83, 85, 200; TC 15; LP 51. Y el propio San Francisco, en la Carta dirigida a todos los fieles, dice: «Este Verbo del Padre..., siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 4-5; [Jamás habla Francisco -señala el P. Iriarte- de la pobreza de Jesús sin que asocie a ella el recuerdo de la pobreza de la Virgen, su Madre: 1 R 9,5; UltVol 1]).

Estos caracteres de la vida divina de Francisco no podían menos que pasar a su obra. Así que la Orden por él fundada había de estar asentada sobre la virtud de la pobreza evangélica, y mecida su cuna al calor de la Santísima Virgen.

Quiso la divina Providencia que fuera esta pobrísima cuna la iglesita dedicada a Santa María de los Angeles.

Que el Seráfico Padre tuviera perfecto conocimiento de la acción poderosa y decisiva de la Santísima Virgen en los principios de la Orden Franciscana, lo atestigua San Buenaventura: «Francisco -dice-, pastor amantísimo de aquella pequeña grey, siguiendo los impulsos de la divina gracia, condujo a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula; siendo su fin al obrar de este modo, el que así como en aquel lugar y por los méritos de la bienaventurada Virgen María había tenido principio la Orden de los Frailes Menores, así también allí mismo recibiese, con los auxilios de la bendita Madre de Dios, sus primeros progresos y aumentos en la virtud» (LM 4,5). Lo mismo refieren otras fuentes biográficas: 1 Cel 21-23 y 106; 2 Cel 18-19; EP 83.

Profundamente radicadas ya en la devoción dulcísima de la Santísima Virgen la vida sobrenatural de Francisco y la de los doce primeros discípulos suyos, fundamentos sobre los que había de sentarse la gran obra que él fundara, la Orden Seráfica logrará ya desde su origen la plena conciencia del espíritu vital mariano que habría de ser su principio rector con el transcurso del tiempo. Quedaba, pues, plenamente vinculada la Orden Franciscana a la acción vivificadora de la Santísima Virgen. Como consecuencia lógica de este estado de cosas, y como coronamiento de esta obra, procedía ahora una declaración del Santo Fundador poniendo la Orden bajo el amparo y plena tutela de María Santísima, dedicándola a su gloria; o sea, hablando en términos modernos, consagrando la Orden a la Santísima Virgen María. Que el Santo Padre cerrara su obra con este broche de oro nos lo dice el Seráfico Doctor con estas lacónicas palabras: «En María, después de Cristo, tenía Francisco puesta toda su confianza; por lo cual la constituyó abogada suya y de sus religiosos, y a honor suyo ayunaba devotamente desde la fiesta de los Apóstoles San Pedro y San Pablo hasta el día de la Asunción» (LM 9,3).

Y si queremos ahondar más en el conocimiento de la influencia poderosa de la oración de Francisco en el Corazón maternal de María, no sólo en favor de sus religiosos, sino también de todos los fieles, cuya salud espiritual tanto conmovía el celo por las almas del Seráfico Padre, recordemos la tierna y conmovedora escena del origen de la Indulgencia de la Porciúncula, en cuya capilla se instituye el primer Jubileo Mariano en la historia de la Iglesia, por el cual queda convertida esta bendita capilla en potentísimo centro de irradiación de toda suerte de dones celestiales que, dimanando de Jesús y pasando todos ellos por María, han santificado y siguen santificando a tantas almas.

Espiritualidad mariana de San Buenaventura

Suele decirse de San Buenaventura que es el segundo fundador de la Orden Seráfica. Título ciertamente bien merecido, porque él fue quien dio cuerpo y figura a la herencia que recibiera de sus antecesores, indecisa y vacilante después de la muerte del Seráfico Padre, en su constitución jurídica y en su orientación doctrinal. Fue la mano certera del Doctor Seráfico la que supo plasmar y dar estabilidad a esta persona moral que es la Orden Franciscana.

Pero también el Santo Doctor, el príncipe de los místicos, como le llama León XIII, había de actuar dando nuevo impulso y energía a la orientación espiritual que la Orden recibiera de su Santo Fundador.

Ciñéndonos a lo que nos atañe, el espíritu vital mariano, infundido por el Seráfico Patriarca en la Orden, debía actuar como savia vivificadora en los escritos espirituales de San Buenaventura, que con el transcurso del tiempo habían de ser el aliento que había de nutrir la vida divina de nuestros Santos.

Que el Santo Doctor haya dado a sus escritos una influencia eficaz y decisiva de la acción de la Virgen Santísima en el proceso y desarrollo de la vida divina en las almas, es cosa clara. Establece primeramente el Santo Doctor la ley general, profundamente teológica, que rige en la actual economía de la gracia, el orden con que ésta se difunde a partir del principio fontal de ella, siguiendo esa misteriosa cadena cuyo último eslabón es la Virgen beatísima, por cuyas manos necesariamente ha de pasar todo bien celestial en las almas. Dice el Santo Doctor: «La bienaventurada Virgen es llamada fuente por la manera como se originan los bienes. Estos se originan principalmente de Dios, luego por Cristo, derivándose después a la bienaventurada Virgen, por cuya razón es llamada fuente, y, por último, a cualquier otra persona a quien se comunica algún bien» (2).

Para San Buenaventura es tal la conexión interna entre la vida sobrenatural y la Santísima Virgen, que aquélla necesita como condición indispensable de su desarrollo estar hondamente radicada en la Virgen benditísima. «La Virgen Madre -dice el Santo Doctor- santifica a los que echan raíces en ella por el amor y devoción, alcanzándoles de su Hijo la santidad»; y precisamente a raíz de este pasaje es cuando advierte San Buenaventura que no conoce santidad alguna sin la Virgen: «Nunca he leído -dice- de santo alguno que no haya profesado especial devoción a la gloriosa Virgen» (3).

Siendo Jesucristo acabado ejemplar y dechado perfecto de toda santidad, a Él debe tender todo anhelo y esfuerzo de santificación en las almas. Precisa, pues, caminar hacia Jesús. La Virgen Santísima es el camino que a Él nos conduce y por eso suele decirse: Ad Jesum per Mariam, a Jesús por María.

Esta función de conductora de las almas a Jesús, por la cual quedan éstas indisolublemente vinculadas a la Santísima Virgen, no escapa a San Buenaventura: «... incurriendo en la hipocresía de Herodes -dice-, se desvía de la dirección de la Virgen, radiante estrella, cuyo oficio es conducir a Cristo» (4).

Es clásica la división de la vida espiritual en las tres etapas de vía purgativa, iluminativa y unitiva o perfecta. Para llegar a la meta, posible en este mundo, de la perfección cristiana, es forzoso que el alma pase por estas tres penosas y dolorosas fases, donde la acción potente de la gracia paulatinamente va sobrenaturalizando el alma en sus más hondas aficiones. Según el principio general de la cooperación directa e inmediata de la Virgen Santísima en esta obra de la santificación de las almas, es igualmente forzoso e ineludible que la Santísima Virgen tenga colaboración juntamente con Jesús en estos procesos de la vida divina en las almas.

San Buenaventura, maestro indiscutible en los caminos de la vida espiritual, describe admirablemente la naturaleza y modos de estos tres estados de que acabamos de hablar. No escapa a su perspicacia, como teólogo insigne, esta acción directa e inmediata de la Santísima Virgen en estos tres estados de la vida del espíritu. Con harta frecuencia encontramos esta idea en sus escritos, que llega a constituir como un principio rector de sus tratados espirituales. «Ella, en efecto -dice-, es purificadora, iluminadora y perfectiva... Es la estrella del mar que purifica, ilumina y perfecciona a los que navegan por el mar de este mundo» (5). Y en otra parte, aún con mayor firmeza, insiste sobre el mismo punto: «Porque eres estrella del mar, ruega por nosotros para que seamos iluminados; porque eres mar amargo, exento de podredumbre, ruega por nosotros para que seamos purificados; porque eres Señora, ruega por nosotros, desprovistos de perfección, para que seamos perfeccionados. Necesitamos estas tres cosas para que la palabra divina sea eficaz en nosotros, ya que ella se dirige a iluminar nuestro entendimiento, a purificar nuestro afecto y perfeccionar nuestras obras. Y no podemos conseguir esto sin la intervención de la Virgen» (6).

Según el principio teológico que venimos enunciando, la Virgen Santísima coopera de una manera directa e inmediata a la aplicación de la gracia a las almas, o sea a la redención subjetiva. Pero ésta tiene su modo ordinario y normal de obrar por medio de los Sacramentos, canales auténticos por donde fluye la gracia, fruto legítimo de los méritos ganados en el Calvario por el grupo redentor, Jesús y María. Pero cada Sacramento lleva consigo su propia gracia, la gracia sacramental, la vis sacramenti, fuente y raíz de toda vida cristiana.

Es lógico que el Santo Doctor lleve las premisas, en lo que vamos diciendo, hasta las últimas consecuencias al fijar su atención en la acción de la Santísima Virgen en este proceso profundamente vital de la actuación de los sacramentos en las almas. Sírvanos como ejemplo este bellísimo pasaje donde presenta a la Virgen en su actuación en la gracia sacramental o virtud del sacramento de la Eucaristía. «Sin su patrocinio -dice- no se comunica la virtud de este Sacramento. Y por eso, así como por medio de Ella se nos dio este santísimo Cuerpo, así también se ha de ofrecer por sus manos y recibir de sus manos, bajo las especies sacramentales, lo que nació de su virginal seno y fue donado a nosotros» (7).

Pasa por su pluma la acción de la Virgen en su cooperación con las almas en cada una de las virtudes. Como maestro de espiritualidad franciscana, centra su atención en la acción de la Virgen Santísima en las grandes virtudes franciscanas: la pobreza, la sencillez evangélica, la caridad en su doble orientación, divina y humana. Más aún, lo que constituye la esencia del estado religioso, los tres votos, tiene su consistencia gracias a la ayuda de María. «Los tres votos -dice- conducen al hombre al desierto de la Religión, como por un camino de tres días, a saber: de la continencia, pobreza y obediencia, gracias a la ayuda de la Virgen María, que fue pobrísima, humildísima y castísima. Ella va delante y prepara el camino hasta introducir en la tierra de promisión...; con el auxilio de la Virgen se hace fácil lo que antes parecía difícil» (8).

Y como remate de toda esta síntesis del pensamiento de San Buenaventura acerca de la acción de la Virgen Santísima en la vida sobrenatural de las almas, todavía nos queda por decir lo que la Santísima Virgen obra en el momento de coronar la vida cristiana con el logro de la gloria, a cuyo trance no debe andar ajena su actuación. «Llegaron al sepulcro salido ya el sol (Mc 16,2). Por la llegada al sepulcro -dice- se significa la consumación final de los méritos, en la cual la bienaventurada Virgen se manifiesta perfectamente ayudando a los Santos para que entren en la gloria» (9).

La vida espiritual mariana en nuestros santos

En el orden intelectual hay en la Orden Franciscana una orientación doctrinal filosófico-teológica que, partiendo de las experiencias místicas de la gran virtud de la caridad y amor divino del Seráfico Padre en sus celestiales transportes, sigue una dirección homogénea, cristalizando en argumentos teológicos a través de los grandes maestros de nuestra Seráfica Orden, constituyendo ese fondo doctrinal que se conoce en la Historia de la Filosofía con el nombre de la Escuela Franciscana. Según vamos viendo, en este cuerpo de doctrina ocupa un lugar eminente la mariología franciscana, que toma su origen en el Seráfico Padre, adquiere cuerpo doctrinal en San Buenaventura, y queda finalmente como personificada por sus inmediatos antecesores, y continuada y defendida por todos sus sucesores, hasta culminar en la esplendorosa definición dogmática de Pío IX.

Y así como la santidad de los alumnos que pertenecen a una Orden religiosa toma, en no pequeñas dosis, las modalidades del contenido doctrinal que caracteriza a esta Orden, nuestra seráfica Religión eminentemente mariana desde su origen, debía dejar esta impronta en la vida espiritual de nuestros Santos. Su orientación, francamente mariana, lógicamente debía llegar a este resultado, ya que los escritos de nuestros maestros eran el alimento espiritual de que se nutrían nuestros religiosos.

Si, al decir de San Buenaventura, no hay santo alguno cuyo espíritu no esté orientado a la Santísima Virgen, en una Orden eminentemente mariana como la nuestra, el espíritu de sus Santos debe manifestar siempre estos caracteres inconfundibles de vida mariana en su santidad. Toda nuestra numerosa y variada hagiografía rezuma de esta suavísima devoción a María. Por citar sólo algunos ejemplos, baste indicar a San Juan José de la Cruz, cuya vida interior está toda ella radicada en la entrega a la Santísima Virgen, y para todos los asuntos que se le confían es Ella su consejera en quien deposita toda su confianza, expirando en su regazo.

Santa Coleta de Corbeya, cuya familiaridad con la Virgen es pasmosa. A ella confía su Reforma de religiosas y religiosos, y por intercesión especial de la Virgen, en su misterio de la Concepción Inmaculada, le asegura el feliz logro de su Reforma.

Santa Catalina de Bolonia, cuyo nacimiento es preanunciado por la Santísima Virgen. Como reflejo de la intensidad de la vida mariana de esta alma, son muchas las manifestaciones de su admirable trato con la Virgen Santísima.

B. Juan Righi de Fabriano, que pasaba largas horas en profunda meditación a los pies de la Virgen, entendiéndose a maravilla y fundiéndose los dos corazones de Madre e hijo.

San Salvador de Horta, en cuyo espíritu caló tan hondo la vida mariana, que de él se ha podido escribir: los numerosos y sonados milagros obrados por él no eran ni más ni menos que el fruto de su oración y filial confianza en la Santísima Virgen.

Y modernamente tenemos a la M. María de los Angeles Sorazu cuya vida admirable y rica en experiencias místicas, la podemos definir como fruto legítimo de una profunda y consciente acción recíproca de esta alma y la Virgen Santísima, cuyas maravillosas manifestaciones de vida mariana forman la contextura sobrenatural de esta dichosa alma.

La piadosa devoción de la Esclavitud Mariana, propagada por San Luis María Griñón de Montfort, tiene su origen en nuestra Orden como brote natural de esa pujanza de vida mariana que siempre ha animado al gran árbol franciscano. Nacida en el convento de Santa Ursula de los Concepcionistas de Alcalá de Henares, en 1575, se constituyó en cofradía en 1595, con la aprobación de sus Constituciones, con la exposición de la idea esclavista, por el P. Pedro de Mendoza, Comisario General de los Franciscanos en España, en 1608, y aparición de la interesante obra Exhortación a la devoción de la Virgen Madre de Dios, del P. Melchor de Cetina, O. F. M., en 1618. Este escrito, inspirado todo él en la mariología de San Buenaventura, a quien llama el P. Cetina «gran devoto y Capellán de la Virgen Madre de Dios», es notable principalmente por la exposición que hace de todo cuanto se refiere a la teología de la Esclavitud Mariana.

¡Cuántos Esclavos de la Virgen Santísima ha habido desde estas fechas, y cuántos han vivido como Esclavos antes de estas fechas en la Orden Franciscana!; porque, si bien antes de este tiempo no se conocía este nombre, existía, sin embargo, todo un sistema esclavista de espiritualidad mariana, tanto en la vida de innumerables religiosos y religiosas que la vivían intensamente en la evolución de todos los procesos de su espíritu, como en los escritos mariológicos de nuestros tratadistas, sobre todo San Buenaventura, de cuyos escritos extrae el P. Cetina todas las ideas fundamentales de su teología esclavista mariana.

La espiritualidad mariana en la dirección de las almas

Antes de indicar las normas de la dirección espiritual de las almas en función de la espiritualidad mariana, es conveniente que digamos algo de los fundamentos donde estriba la acción de la Santísima Virgen como formadora de la santidad de las almas.

Cosa conocida es que el fundamento y raíz de donde dimanan todos los privilegios de la Santísima Virgen es su asociación al misterio de la Encarnación por su maternidad divina. Quiso el Señor que esta asociación fuera tan honda y estrecha, que la Madre siguiera en todo, juntamente con el Hijo, las gestas de este gran Misterio con todas las consecuencias que de él se derivan.

Según esto, el Hijo y la Madre integran en la obra de la creación el grupo glorificador de Dios en nombre de la misma y, después del pecado, el grupo restaurador de la gloria de Dios por la redención de las almas.

Ciñéndonos ahora a este segundo momento de la obra de Dios, que es la Redención, Jesucristo nos recupera este atuendo divino, que es la vestidura de la gracia, con el precio y méritos de su sangre derramada en el sacrificio de la cruz. Asociada estuvo en este momento de la adquisición de las gracias su Santísima Madre, no solamente con su cooperación mediata e indirecta, por lo que Ella aportó a este gran misterio con su consentimiento a la Maternidad y a la Redención, sino también de una manera inmediata y directa con su propia compasión y méritos propios que, juntamente con los de su Hijo, pesaban real y verdaderamente en la balanza divina como precio, que en plenitud de justicia, se ofrecía a Dios por nuestro rescate.

Ciertamente, esta aportación de la Virgen no era necesaria ni igualmente principal con la de su Hijo, sino de libre voluntad del Señor que así le plugo, y secundaria y subordinada a la de su Hijo, pero real, directa, efectiva e inmediata. Si Jesucristo es Redentor, puede decirse con plenitud de justicia, que la Santísima Virgen es redentora con Él. Es ésta legítima consecuencia de todo cuanto venimos diciendo. Es, pues, muy acertado y verdadero el título de Corredentora con que la Teología Católica saluda a la bienaventurada Virgen María.

La Redención tiene una segunda parte: la aplicación de los frutos de la misma a las almas. Si la primera, que hemos considerado ahora, se llama objetiva en atención al logro del objeto que en ella se persigue, esta segunda se llama subjetiva en consideración a los sujetos o individuos a quienes se aplican los frutos de la primera. Sin la segunda, la primera no nos sería de ningún provecho.

En este segundo momento de la Redención, siguen obrando Jesús y María con la misma unión, íntima y apretada, que en la primera. Como propietarios y dueños que son de las gracias que adquirieron con sus penalidades y méritos mancomunados en la Redención objetiva, son Ellos los que los han de distribuir y aplicar ahora en las almas, cuya acción conjunta en este orden debe extenderse en el tiempo, en el espacio y a todas las almas y con el mismo orden de subordinación de que hemos hablado antes.

La Santísima Virgen, pues, como mediadora universal, obra de una manera directa e indirecta en la aplicación de cada una de las gracias a cada una de las almas en todas las fases del proceso espiritual en que puedan encontrarse éstas. Según los principios que hemos enunciado, estas gracias, por voluntad libérrima del Señor, no tienen otro camino para llegar y obrar en las almas sino por la Virgen Santísima en su colaboración subordinada a Jesús, ya sea por medio de los Sacramentos, canales auténticos de los frutos de la redención, ya sea por los otros innumerables modos extrasacramentales con que la gracia se difunde en las almas. La santidad, en todas las formas y etapas en que se le considere, no es más que el fruto de la operación de las gracias por Jesús y María con la cooperación libre de la voluntad humana, espoleada también por la misma gracia divina.

Limitándonos ahora a lo que venimos tratando en orden a la Santísima Virgen, ésta es por voluntad del Señor un factor de primer plano en la santificación de las almas, desde el primer momento de la vocación a la fe hasta el término de ella por la entrada en la gloria. Que nosotros tengamos conciencia de ello o que no la tengamos, la acción de la Santísima Virgen en nuestras almas es siempre honda, directa e inmediata. No olvidemos, pues, según esto, que, cuanto más intensa y conscientemente centremos nuestra atención en esta actuación santificadora de la Santísima Virgen en nuestro ser sobrenatural con una devoción sentida y vivida, más y mejor dispondremos nuestro espíritu para que esta presencia misteriosa de la Virgen en nuestra alma sea más eficaz y rápida en sus efectos de santificación.

Conocemos en las vidas de los santos, en qué manera y frecuencia les ha dado el Señor a conocer y saborear los divinos efectos de su presencia en ellos; hechos conocidos y catalogados por la teología mística.

La presencia íntima y admirable de la Santísima Virgen en las almas tiene también sus maravillosas y sabrosísimas experiencias; hechos todavía no suficientemente estudiados y catalogados por no estar explorada esta parte de la teología mariana con el cuidado y detención que sería de desear. Encontramos en la hagiografía cristiana relaciones de la presencia mariana en las almas que serían capaces de desconcertar a más de un teólogo poco avisado. Basta leer, por ejemplo, ciertos pasajes de María de los Angeles Sorazu, o bien de María Antonieta Geuser (Consummata), por no citar otras. Es de advertir que estas almas siempre distinguen la diferencia de matiz de naturaleza y profundidad de acción de Jesús y María en lo más hondo de su ser sobrenatural. Pero conocer, experimentar y saborear la acción de ambos en nosotros, es cosa que va necesariamente encuadrada en la vida sobrenatural de las almas. Nuestras relaciones con el Señor están bien grabadas en nuestro ser consciente. Nuestras relaciones con la Santísima Virgen deben estarlo más. La floración de cristianas virtudes que brotan de la acción de estos dos principios en nosotros está condicionada a nuestra aprehensión espiritual de los mismos, ciertamente y en primer término por fe, bien instruida y vivida en nosotros.

Siendo, pues, fundamentalísima para el normal desarrollo de la vida cristiana la devoción consciente y bien definida de la Virgen Santísima, como única norma y dirección espiritual de vida mariana para las almas, yo daría ésta: el director espiritual debe instruir a las almas que él dirige, en lo referente a la función de la Santísima Virgen en la obra de nuestra santificación. Debe despertar en ellas un estado de consciencia habitual de esta maravillosa acción continua e inmediata de la Virgen en nuestro proceso sobrenatural. Tratará de formar en el alma un convencimiento tal de esta transfusión de vida mariana a la nuestra, que la ponga en tensión continua hacia tan buena Madre. No cabe duda que esto creará en el alma un estado habitual de docilidad a las mociones de la gracia, que se manifestará pronto en la abundante copia de virtudes cristianas que la conducirá hasta las etapas más subidas de la perfección.

Por su parte, debe el alma corresponder con un acendrado amor filial operativo y eficaz como tributo obligado al singular afecto que tan buena Madre le dispensa; una devoción suavísima, plenamente consciente y operante, que pueda en todas las vicisitudes de su existencia cobijarse siempre al amparo y protección de Ella, conductora obligada de nuestras almas a Jesús.


1) Obras de San Buenaventura, «De Purificatione B. M. Virginis», Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1947, Tomo IV, p. 663.

2) «De Assumptione B. M. Virginis», BAC, IV, 881.

3) «De Purificatione B. M. Virginis», BAC, IV, 663.

4) Obras de San Buenaventura, «In Epiphania Domini», Madrid, BAC, 1946, Tomo II, p. 405.

5) «De Purificatione B. M. Virginis», BAC, IV, 639.

6) «De Purificatione B. M. Virginis», BAC, IV, 657-659.

7) «De Sanctissimo Corpore Christi», BAC, II, 517.

8) «De Nativitate B. M. V.», BAC, IV, 947.

9) «De Nativitate B. M. V.», BAC, IV, 927.

[León Amorós, O.F.M.,
María y la vida espiritual franciscana, en Estudios Mariológicos. Memoria del Congreso Mariano Nacional de Zaragoza 1954.
Zaragoza 1956, pp. 844-855]

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