DIRECTORIO
FRANCISCANO |
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LOS FRANCISCANOS: |
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I. EL SANTO SEPULCRO: El corazón de Jerusalén para un cristiano es el Santo Sepulcro: en este lugar se manifiesta de un modo especial la presencia salvadora de Dios, su amor por todos los hombres. Es el «centro y ombligo del mundo», el lugar santo por antonomasia, porque es el lugar del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo Señor, nuestro Salvador. El Credo Niceno-constantinopolitano, símbolo de nuestra fe, después de decir que Cristo «fue crucificado por nuestra causa» y que ello tuvo lugar «en tiempos de Poncio Pilato», señala tres aspectos de este Misterio: «Padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras». La Liturgia celebra estos tres momentos en tres días diversos: Viernes Santo, Sábado Santo y Domingo de Resurrección. Es lo que se llama el «Triduo Pascual». La primitiva comunidad de Jerusalén los conmemoró en tres lugares distintos, englobados hoy dentro de la Basílica: el Calvario, lugar de la pasión; la Gruta de Adán, lugar que recuerda el descenso de Cristo al reino de los muertos; el Sepulcro Vacío, lugar de la victoria de Cristo sobre la muerte con su resurrección gloriosa y signo tangible de la esperanza cristiana. Sólo en el Santo Sepulcro el hecho salvífico se concretiza en el tiempo y en el espacio. En cualquier lugar del mundo la Liturgia proclama: «Hoy ha resucitado Cristo»; sólo en Jerusalén podemos cantar: «En este Calvario Cristo fue crucificado» o «resucitó Cristo de este Sepulcro». 1. LA ATRACCIÓN DEL SANTO SEPULCRO El Santo Sepulcro es como un imán que atrae al cristiano, hoy y siempre. Es la atracción que sintieron las mujeres y los discípulos del Señor en la mañana de Pascua; lo que movía a los judeocristianos a conservar y venerar el Gólgota y el Sepulcro Vacío, impulsando a los cristianos, libres ya de las persecuciones, a venir a Jerusalén para venerar la Verdadera Cruz y la Tumba del Señor, recién descubiertas; lo que impulsaba a toda la cristiandad occidental, en tiempo de las Cruzadas, a liberar el Sepulcro glorioso de Cristo y que para ellos constituye una emoción incontenible cuando entran al Santo Sepulcro, llorando, mientras cantaban el Te Deum. Sin duda, fue el objetivo que guió a san Francisco para encontrarse con el Sultán y obtener así el permiso para él y para sus hijos de visitar y servir para siempre en el Calvario y en el Sepulcro del Señor. El Santo Sepulcro ha impulsado a tantos cristianos, hombres y mujeres, a dejar su patria, quizás para siempre, para poder ver y tocar las piedras del Calvario y del Sepulcro y adorar al Salvador. La venerada Tumba sigue atrayendo a los creyentes hacia «las raíces de su fe y de la Iglesia», según las palabras de Juan Pablo II, peregrino en Tierra Santa. Al Santo Sepulcro se viene con el corazón abierto al amor. La teología representa el sufrimiento del Purgatorio como el amor que se retrasa en la posesión de la Persona amada, que es Cristo, y es este sufrimiento el que purifica el alma del creyente. Este amor que se demora se ve en relación con el Santo Sepulcro. El camino del cristiano hacia la Tumba Vacía de Cristo ha estado siempre unido al dolor; no ha sido fácil llegar al objeto del deseo, a ver, tocar, besar «el lugar donde Jesús estaba» (Mt 28,6). Pero nada ha quitado al cristiano la fe en el Sepulcro del Señor. Ni Adriano al construir encima los templos paganos en el 135, ni los persas al arruinar el Santo Sepulcro en el 614. Ni siquiera el Califa Hakem, al destruirlo completamente en 1009, ni el propio Saladino y los demás sultanes musulmanes que lo han usado como medio para enriquecerse. 2. EL CAMINO
FRANCISCANO En la historia que va desde las Cruzadas hasta la total dominación musulmana de Jerusalén se coloca otra "historia": la presencia franciscana en Tierra Santa. Juan Pablo II, en la Carta que anuncia su peregrinación a Tierra Santa, habla en primer lugar de los problemas existentes en el siglo XIII y de las peregrinaciones, que a veces no tenían un carácter pacífico y que «concordaban poco con la imagen del Crucificado». A continuación añade el Papa, presentando el significado de la misión de los franciscanos:
Mientras las armas cruzadas se habían mostrado impotentes, los hijos de san Francisco tomaban pacíficamente posesión de los Santos Lugares, y durante largos siglos, a precio de sufrimientos indecibles, montaron en ellos guardia, hasta nuestros días, en nombre del mundo católico. a) Francisco desea el contacto directo con Cristo Jesucristo no es sólo el Hijo de Dios, sino también el modelo al que deben imitar los hombres: conociéndolo, el hombre sabe quién es él y cómo comportarse en la vida. Ahora bien, Jesús no es un ser abstracto; es una persona viva y concreta. Francisco de Asís es un enamorado de esa Persona. Todos sus escritos transpiran infinito amor e inmensa ternura hacia Jesucristo, a quien quiere conocer e imitar al máximo en su vida. El Santo tenía a «Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos; Jesús presente siempre en todos sus miembros" (1 Cel 115). El mismo Celano afirma que «conservaba tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y el amor de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84). Según san Buenaventura su oración era el «Padre Nuestro» y también «Te adoramos, Cristo, en todas las iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (LM 4,3). Francisco predicaba siempre «la cruz de Cristo». b) Tierra Santa, centro de la espiritualidad de Francisco Aunque no lo sabemos con certeza, es probable que san Francisco haya visitado el Santo Sepulcro, como relatan antiguas crónicas franciscanas, según las cuales, en su encuentro con el Sultán, en 1219, éste le dio todas las facilidades para poder visitar el Santo Sepulcro: «El Sultán... dio orden que él y todos sus frailes pudieran ir libremente a visitar el Santo Sepulcro, sin pagar ningún tributo». Dicen además que Francisco vuelve a Italia después de haber estado en Jerusalén: «Visitado el Sepulcro de Cristo, volvió apresuradamente a la tierra de los Cristianos» (Ángel Clareno, Crónica de las siete tribulaciones, II, 1). No visitar el Santo Sepulcro estaría en contradicción con el espíritu del Santo. Francisco tenía necesidad de sentir en su corazón las mismas emociones y las mismas vibraciones que había sentido y experimentado Cristo. No es inimaginable sospechar que Francisco, en su deseo de imitar radicalmente a Cristo hasta el martirio, quisiera terminar su vida en la misma Tierra en la que el Hijo de Dios había consumado su sacrificio de amor. Se comprende también así que los recuerdos de Tierra Santa quedaran impresos en su corazón y se convirtiesen en experiencia de vida. Es el caso de la evocación que hizo en Greccio del nacimiento de Dios, el «Rey pobre» y tierno como un niño, en Belén. La impresión de las llagas en La Verna es la imitación de la crucifixión de Cristo en el Calvario, y el Cántico de las Criaturas es el himno al mundo renovado por la resurrección de Cristo y que ahora ha sido reconciliado con Dios gracias a la Redención de Cristo. Greccio y La Verna, Belén y Jerusalén forman en Francisco una unidad inseparable: la imitación radical de Cristo. La vida de san Francisco no se entiende fuera de Cristo y de Tierra Santa, como afirma Benedicto XVI:
Enamorándose de Cristo halló Francisco el rosto de Dios-Amor, de quien se hizo apasionado cantor, como un auténtico «juglar de Dios». c) Abrir a todos los hombres el camino hacia Cristo Y, como consecuencia de lo anterior, toda la acción misionera de Francisco y de sus frailes consistirá en que los otros hombres, aun los musulmanes, puedan ver también a Cristo que se ha hecho hombre por nuestro amor, y puedan encontrarlo recorriendo las "memorias" que atestiguan su paso por esta Tierra que, por eso, es Santa. La finalidad de la peregrinación a Tierra Santa es, pues, encontrarse con Cristo y su Evangelio en los lugares donde se ha manifestado. ¿Cómo fue posible todo esto? Quizás Francisco, en Jerusalén, preguntó al Señor, ante las puertas del Santo Sepulcro -una cerrada y la otra tapiada-, lo mismo que le había preguntado unos años antes al Cristo de San Damián en Asís: «Señor, ¿Qué quieres que haga?». Y el Señor le habría dado la misma respuesta: «Repara mi Iglesia que, como ves, amenaza ruina» (2 Cel 10s). Se trataba de la Iglesia de Cristo. Es lo que sucedía en Tierra Santa: el Pueblo de Dios que el Señor redimió con su Sangre, aquí en el Calvario, ha desaparecido; los Santuarios, memorias de la presencia de Cristo y raíces de la fe cristiana, no existen; hasta faltan las campanas del Santo Sepulcro, «esa voz de Dios» que vivifica las piedras. La misión de los franciscanos de Tierra Santa será recuperar y reparar lo que estaba en ruinas. II. CUSTODIAR EL SANTO SEPULCRO Juan Pablo II, al recordar el 650º aniversario de la Bula Gratias agimus, por la que el papa Clemente VI confió la custodia de los Lugares, que recuerdan los misterios de la Redención, a los hijos de san Francisco, que ya se encontraban allí desde los tiempos de su Fundador y Padre, resume así su misión en Tierra Santa: «Desde entonces los Franciscanos no han interrumpido su benéfica presencia, a pesar de no pocas dificultades, empeñándose generosamente por la conservación de las antiguas memorias, erigiendo nuevos Santuarios, la animación litúrgica y la acogida de los peregrinos». «Los hijos de san Francisco -había dicho antes Pablo VI- se han quedado en la Tierra de Jesús para custodiar, restaurar y proteger los Santos Lugares cristianos» (Nobis in animo). «Han hecho así un servicio a toda la cristiandad, al custodiar ese patrimonio inestimable, común a todos los cristianos», recordaba Juan XXIII. Ha sido una historia larga y difícil, con final feliz. A finales del siglo XIII termina la aventura cruzada, que quiso conquistar, por la fuerza, el Santo Sepulcro. Comienza ahí la labor misionera de los franciscanos, apoyada en su carisma de «Paz y Bien». 1. LOS FRANCISCANOS
RECIBEN LA MISIÓN El primer paso consistirá en recuperar los Santos Lugares de nuestra Redención, las "memorias" del paso del Señor por esta Tierra. Este proceso se consolida hacia el 1350, cuando los hijos de san Francisco están ya presentes en estos cuatro Santos Lugares y los únicos que había: Santo Sepulcro, Cenáculo, Natividad de Belén y Tumba de la Virgen. Ello fue posible gracias a las ayudas, políticas y económicas, de los Reyes de Nápoles y de Aragón. El primer Santuario servido por los franciscanos, en nombre de la Iglesia católica, de un modo definitivo, es la Basílica del Santo Sepulcro. Estaban ya antes, pero lo estarán de un modo estable en el 1327 por la intervención de Jaime II de Aragón. Su situación en el Santo Sepulcro se afianzó gracias a las gestiones de los Reyes de Nápoles, en 1333, quienes, pagando ingentes sumas de dinero, obtienen del Sultán al Malik no sólo el Cenáculo -y se los dan a los franciscanos in perpetuum-, sino, sobre todo, consiguen para los frailes la facultad de morar continuamente en el Santo Sepulcro y celebrar las misas y los oficios divinos. Las bulas Gratias Agimus y Nuper carissimae del Papa Clemente VI, del 1342, por las que confiaba la custodia de los Santos Lugares a los franciscanos, dan un valor jurídico e institucional a la Custodia de Tierra Santa. A principios del siglo XIV, los franciscanos oficiaban sólo en la actual Capilla de la Aparición. A finales de ese siglo celebran la Eucaristía en la Tumba del Señor y en el Calvario. Durante siglos, los franciscanos no sólo eran los guardianes del Santo Sepulcro, sino también eran los únicos que podían celebrar dentro de la Tumba Vacía de nuestro Señor. Esta situación cambió radicalmente después del incendio y posterior reparación del Santo Sepulcro realizada por los griegos en los primeros años del siglo XIX: los griegos ortodoxos conseguirán la facultad de celebrar la Eucaristía en el Tumba del Señor el 9 de enero de 1818 -28 de diciembre del calendario Juliano- y los armenios sólo en 1821, con sendos firmanes del Sultán. La propiedad incontestable del Santo Sepulcro por los franciscanos se puede ver en las reparaciones que hacen de la Basílica. Recordemos, por su valor simbólico, la que realizó el Custodio P. Bonifacio de Ragusa: en 1555 restaura algunas partes de la Basílica y renueva por completo el Edículo. El 9 de diciembre de 1554, como él dice, la roca-lecho sobre la cual yació el cuerpo de Nuestro Señor fue descubierta. Lo cuenta así en el Liber de perenni cultu Terrae Sanctae (1577):
Estaba ante sus ojos y su corazón el objeto de su amor: la piedra donde reposó el Cuerpo sin vida de Cristo. No era un dominio sobre el Sepulcro: era un acto de amor y de devoción. 2. LA DIFÍCIL
MISIÓN DE CONSERVAR Conservar los Lugares de nuestra Redención, en especial el Santo Sepulcro, no fue una misión fácil para los franciscanos. Tuvieron que combatir en muchos frentes y recurrir a muchos apoyos. Por una parte estaban los musulmanes, mamelucos primero y otomanos después, que querían aprovecharse de la situación para sacar dinero y cuya voracidad nunca se satisfacía con los caudales provenientes de los católicos, especialmente los que venían de España y su Imperio. Tenían además muchas dificultades legales. Sí, los dueños de los Santuarios eran los franciscanos, pues los habían comprado, los cuidaban y oficiaban en ellos; pero los amos eran siempre los venales gobiernos musulmanes, que se servían de los Santuarios para sacar dinero a los cristianos. Los Santuarios son del Sultán, el cual los concede a quien le place. Los apoyos políticos juegan un papel importante en esta disputa de las Iglesias. Si hasta bien entrado el siglo XVI Nápoles, Aragón, Castilla ayudan mucho a los franciscanos, después de la batalla de Lepanto (1573), España queda prácticamente al margen de la política en Oriente Medio y su influencia en Tierra Santa será nula. Francia y Venecia serán más activas, pero faltará esa relación que había existido en los siglos anteriores entre los franciscanos y los reyes cristianos. Los hijos de san Francisco se encuentran sin un respaldo internacional. A ello hay que añadir -como reacción a lo anterior- el acercamiento más estrecho entre Rusia y el Imperio Otomano, con lo cual los intereses de los católicos quedaban muy al margen. Hay dificultades para los franciscanos provenientes de la misma Iglesia, cuando otras instituciones católicas intentan romper ese trato de favor que la Santa Sede había dado a la Custodia franciscana sobre los Santos Lugares; todo terminó con la llamada «Sentencia de Mantua» (1420), en la que la Iglesia da la razón a los franciscanos. Finalmente, están las otras iglesias cristianas, especialmente la greco-ortodoxa, quienes, especialmente a partir del 1757, lograron eliminar el casi monopolio que tenían los franciscanos sobre el Santo Sepulcro y cambiarlo a su favor. Todo lo que los hijos de san Francisco habían logrado recuperar y conservar durante siglos se perdió en una noche. La catástrofe tuvo lugar la víspera del Domingo de Ramos, el 2 de abril de 1757. Las cosas se complicaron aún más con el "misterioso" incendio del Santo Sepulcro el 12 de octubre de 1808 que destruyó casi todo el Santo Sepulcro. Se desplomó la cúpula de la Basílica, aunque permaneció incólume el interior de la Tumba de Cristo, lo cual fue considerado por todos como un milagro. Sufrió mucho el Calvario, pues se quemaron el altar de la Crucifixión y el de la Dolorosa; la estatua de la Virgen Dolorosa fue salvada gracias al coraje del sacristán franciscano Fr. Manuel Sabater, quien pasó, abrazado con ella, en medio de las llamas. Después de la expulsión del Cenáculo en 1551, la pérdida de gran parte del Sepulcro, de Belén y la Tumba de la Virgen, fue el golpe más duro en la historia, siempre difícil, de la conservación de los Santos Lugares por parte de los hijos de san Francisco. La situación quedó cristalizada en lo que se llama "Statu quo", con el firmán del Sultán Abdul Majid del 1852, en el que se bloquean todas las peticiones de los franciscanos y las cosas deben estar «en el estado en que están», es decir, como están ahora, sin cambiarse. «Los hijos de san Francisco -según palabras de Juan Pablo II- han interpretado de un modo genuinamente evangélico el legítimo deseo cristiano de custodiar los lugares donde están nuestras raíces cristianas». La Iglesia Católica ha perdido gran parte del Santo Sepulcro por el que los hijos de san Francisco habían servido y sufrido tanto en los últimos siglos. Y, lo que es peor, las naciones cristianas, que durante siglos habían trabajado con tantos sufrimientos, pero también con tanto amor, por venerar el centro de la fe, que es el Santo Sepulcro, habían perdido completamente el interés por las raíces del cristianismo.
3. SERVICIO GENEROSO DE
LOS FRANCISCANOS El Papa, en 1342, insiste al General de la Orden que mande al Santo Sepulcro «frailes idóneos y devotos (tomados) de toda la Orden». Los frailes no venían de vacaciones. Era una misión difícil. No tenían muchas posibilidades económicas y además daban alojamiento gratuito a los peregrinos. Y, sobre todo, tenían que pagar a los musulmanes, a pesar de que éstos recibían grandes beneficios por el servicio desinteresado de los hijos de san Francisco. No obstante la colaboración económica de los Reyes cristianos, sobre todo del Reino de España, las ayudas nunca han sido suficientes. a) La vida de los franciscanos en el Santo Sepulcro Ha sido una vida dura. Muchas veces en la historia el franciscano se ha limitado a «estar aquí», a «no abandonar» ese campo maravilloso iluminado por la presencia de Cristo, «a ser simplemente testigos» de la historia de la revelación, «a prestar un servicio» a Dios y a la Iglesia, a cumplir «con desvelo la misión que les había sido confiada», como recordaba Juan XXIII. Chateaubriand, en su peregrinación de 1806, describe la vida de los franciscanos con palabras emocionadas:
El servicio al Santo Sepulcro ha significado para los frailes que viven allí -día y noche- estar «voluntariamente sepultados» en un lugar estrecho y malsano. Habitaban en los fríos y húmedos sótanos del Patriarcado, vivían y dormían (poco, según las crónicas, por el ruido increíble) debajo de las viviendas de las familias musulmanas y estaban sometidos al clamor de la mezquita. Durante siglos, los frailes, encerrados dentro de la Basílica, no han tenido un claustro en donde poder pasear, ni una ventana por donde ver la ciudad, ni un jardín o una terraza en donde respirar un poco de aire. Era tan difícil la vida en el Santo Sepulcro que los superiores tenían que cambiar a los frailes que estaban dentro de la Basílica cada cuatro meses para evitar muertes seguras. En 1869, el Emperador de Austria, Francisco José, obtuvo del Sultán un pequeño terreno para poder agrandar el espacio del convento de los franciscanos y hacer una terraza, desde la cual los frailes podían ver, finalmente, el cielo y respirar un poco de aire puro. Es famosa la exclamación del Emperador: «¡Si mis condenados a la cárcel más dura están mejor que los franciscanos en el Santo Sepulcro!». No se puede sufrir en el servicio del Señor y ser felices, si no se cree y si no se ama. Por todo esto, los cronistas franciscanos, como Francesco Suriano, consideran que el privilegio de estar al servicio del Santo Sepulcro es un don de la Providencia Divina y una gracia que ha concedido el Espíritu Santo a los franciscanos, por la intercesión y por los méritos del Padre san Francisco, por haber estado tan enamorado de la Pasión de Cristo que aconteció en este Lugar. De ahí el deber de los frailes de ser dignos de tan inmensa gracia concedida por el Señor. b) Servir al Santo
Sepulcro Los franciscanos han convivido y conviven con los hermanos separados en el Santo Sepulcro y en otros lugares sujetos al Statu quo, donde no sólo se vive juntos, sino que también se comparten los mismos lugares y aun los mismos altares y otros objetos. Saber convivir, es un testimonio cristiano. La convivencia entre los franciscanos y los hermanos separados, en especial los griegos-ortodoxos que son los más reacios al diálogo, está marcada diariamente por gestos de amistad y de buena vecindad, que son un claro síntoma de confianza. A veces esa convivencia diaria entra en el terreno de lo existencial, quizás dramático, pero no por eso exento de cariño y de ternura. La unidad significa sobre todo «un solo corazón». ¿Qué mayor unidad que compartir todo lo que se tiene, hasta el mismo altar del Sepulcro? La presencia de comunidades cristianas en el Santo Sepulcro ha variado según los siglos. A mitad del siglo XIV había 10 iglesias: griegos, armenios, jacobitas, cristianos de la India, etíopes, cristianos de Nubia, latinos, es decir, frailes menores, cristianos de la Cintura (considerados por algunos autores, como los cristianos indígenas) y nestorianos. Como se ve, los únicos católicos eran los franciscanos. No todas las comunidades residían en el Santo Sepulcro. Esta situación continuará, más o menos, hasta mediados del siglo XVIII, en el que quedarán sólo las cinco actuales, tres principales: griegos ortodoxos, latinos católicos (franciscanos) y armenios ortodoxos, y dos comunidades menores, en cuanto no tienen los mismos derechos que los anteriores: coptos y sirios. Los derechos de las cinco comunidades, tanto en lo que se refiere a los lugares como a los horarios durante el año y en las fiestas principales, han sido codificados y han permanecido inamovibles desde el 1852. El Statu quo establece cómo, cuándo y dónde todas las comunidades residentes comparten la hora y los espacios para las oraciones. Este código regula no sólo las principales celebraciones del calendario litúrgico sino también los sucesos diarios, semanales, mensuales y anuales. Evidentemente, la presencia de tantas comunidades comportaba, y comporta, muchas limitaciones para todos, incluidos los franciscanos, y más de una vez tensiones no fáciles de superar. Hasta finales del siglo XVI ha habido en general buena armonía entre las comunidades presentes en el Santo Sepulcro, las cuales encontraron la manera de vivir juntos y en paz. Las tensiones más fuertes vendrán a partir del 1630, y llegarán a su ápice en el 1757, con el asalto a la Basílica por parte de los griegos ortodoxos y con el incendio del Santo Sepulcro, ocurrido en 1808. Gracias a Dios, y a la colaboración de todos, hoy la situación ecuménica, a pesar de algunos actos deplorables, es mucho más fraterna. Una prueba evidente de esto es la restauración del Santo Sepulcro por las tres comunidades mayores, la Custodia Franciscana de Tierra Santa, el Patriarcado Griego Ortodoxo y el Patriarcado Armenio Ortodoxo. El 4 de enero de 1964 el Papa Pablo VI visitó el lugar y habló acerca del proyecto de restauración con el Patriarca Griego ortodoxo Benedictos:
El 2 de enero de 1997 la Iglesia del Santo Sepulcro "respiró" vida nuevamente. III. ANIMAR LITÚRGICAMENTE EL SANTO SEPULCRO La Liturgia, en especial la Eucaristía, es el medio privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con Aquel que Él ha enviado, Jesucristo, por medio del Espíritu. La Liturgia es, sobre todo, pascual, porque está centrada en el Santo Sepulcro, lugar de la Muerte y Resurrección de Cristo. Es por eso que la presencia de los franciscanos en el Santo Sepulcro está íntimamente unida a la Liturgia: las celebraciones cotidianas de la Eucaristía en el Calvario y en la Tumba Vacía del Señor; el canto del Oficio Divino, la Procesión de todos los días. Una vida litúrgica intensa, todos los días y a todas las horas, a veces en soledad como sucede todas las noches aún actualmente, en latín y con las melodías del canto gregoriano, apoyados y animados por el órgano. Ha habido siglos en que los franciscanos no pudieron expresarse sino a través del lenguaje de la oración y de la celebración. Apenas había cristianos locales y los peregrinos eran escasos. Pero ellos cumplían la finalidad fundamental de su presencia en el Santo Sepulcro, según las bulas del Papa Clemente VI, del 21 de noviembre de 1342: morar de continuo bajo el techo del Sepulcro «y celebrar solemnemente en él la liturgia de las misas y los otros oficios divino». 1. LITURGIA Y PIEDAD POPULAR Aún en la soledad y en las dificultades, brilla el entusiasmo y la pasión de los hijos de san Francisco. La historia ha sido pródiga en estos momentos de dificultad, que no han asustado nunca a los «frailes de la cuerda». De hecho, aun en los años últimos tan duros -con guerras, "intifadas" y otros peligros-, los franciscanos, a veces solos o con algunas religiosas, sobre todo, y con pocos peregrinos, han seguido celebrando la Eucaristía en los Lugares de nuestra Redención. Siempre han sido conscientes de que esta Tierra, que es memoria viviente de la Historia de la Salvación, sólo puede ser interpretada, experimentada y vivida, a través de la Liturgia, ya que ella misma no es otra cosa que «una Tierra hecha Liturgia». El tiempo y el lugar se aúnan formando un todo en la Eucaristía celebrada en el Santo Sepulcro: "hoy" y "aquí" Cristo ha resucitado. Sólo así ha sido posible dulcificar esa experiencia durísima de la vida en el Santo Sepulcro. La fidelidad de los franciscanos -¡todos los días desde hace muchos siglos se hace la procesión en el Santo Sepulcro!- es un signo de amor a Aquel que tanto nos amó y ha sido la causa por la cual los hijos de san Francisco han podido conservar y vivificar los Lugares sagrados, en especial el Santo Sepulcro. Los Papas, por eso, han alabado el empeño generoso de los franciscanos en la «animación litúrgica» en los Santuarios, donde han promovido «culto perenne en nombre de la Iglesia Católica», dice Pío XII. A pesar de las dificultades enormes, sobre todo para la adaptación de la liturgia romana a causa de las leyes del Statu quo. Conscientes de que la vida del cristiano es una vida en el Espíritu y que, como dice el Concilio, «la participación en la sagrada liturgia no abarca toda la vida espiritual», los franciscanos, además de la Liturgia, han creado otras actividades de tipo de piedad popular: la procesión cotidiana en el Santo Sepulcro, el Vía Crucis por las calles de Jerusalén, las peregrinaciones a los Santuarios de Tierra Santa, especialmente las que se realizan al Santo Sepulcro. El aspecto bíblico y la actualización histórico-salvífica hace que los ejercicios de piedad de Tierra Santa no degeneren en un «fácil pietismo», sino que se conviertan en testimonio de fe de la comunidad y en celebraciones del pueblo de Dios en camino hacia la Jerusalén celestial, siguiendo los pasos de Jesús por la Jerusalén terrena. Son por ello también un buen ejemplo de anuncio misionero, cuyas influencias se pueden ver en todo el mundo cristiano. 2. EL VÍA CRUCIS Y
LA PROCESIÓN COTIDIANA Hay dos ejercicios de piedad que marcan la vida del Santo Sepulcro. El primero es el Vía Crucis por las calles de Jerusalén, realizado cada viernes a las tres de la tarde y que concluye en el Santo Sepulcro. El Vía Crucis nunca puede estar pasado de moda, pues no es otra cosa que el camino de seguimiento a Jesús, del acompañamiento de Dios que comparte los sufrimientos de los hombres: «El que no lleve su cruz -dice Jesús- y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,27). En la Ciudad Santa se hace además por los mismos lugares por donde Él pasó: "aquí" Jesús fue condenado, "aquí" cargó con su Cruz, "aquí" se encuentra con su Madre y con las mujeres de Jerusalén, "aquí" cayó una y otra vez, "aquí" fue crucificado y "aquí" murió en la Cruz: cada piedra, cada escalera, cada calle de Jerusalén nos habla de Jesús que lleva su Cruz y muere en ella por nosotros y por nuestra salvación. El Vía Crucis nos adentra en la Pasión y nos conduce a la Pascua, pues en Jerusalén termina ante el Sepulcro Vacío del Señor, en la XVª estación, con las palabras llenas de esperanza del ángel a las mujeres: «¡Ha resucitado! Venid a ver el lugar donde lo colocaron». El Vía Crucis es el camino de nuestra esperanza, pues «de este Sepulcro» resucitó el Señor y por tanto forma parte del programa de un peregrino y de la vida de Jerusalén. El segundo ejercicio de piedad es la procesión cotidiana en el Santo Sepulcro, que comenzaba antiguamente, y ahora, en el altar del Santísimo para poner en relación el Sepulcro con el Cenáculo. Se quería así, y se quiere, imitar al máximo el itinerario de Cristo desde el Cenáculo hasta el Calvario. La procesión recorre, cantando el himno correspondiente, los altares de la «Prisión de Cristo», de la «Flagelación», de la «División de las Vestiduras», de la «Invención de la Cruz» y de Santa Elena. Llegados al Calvario, se canta el himno Vexilla Regis. La procesión llega aquí a su vértice teológico y emotivo, exaltando con el canto del himno el valor de la cruz en todos sus aspectos. Junto a la cruz de Jesús estaba su Madre, la Virgen Dolorosa: en el Gólgota el Stabat Mater colma de emoción el corazón de los devotos peregrinos. El punto culminante de la procesión -después de haber meditado todo lo concerniente a la sepultura de Cristo en la estación colocada en la «Piedra de la Unción»- tiene lugar en «el Glorioso Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo», en donde se canta con júbilo el triunfo de Cristo sobre la muerte. Aún hoy, aquí comienza a tocar el órgano para resaltar la gloria del resucitado. Todo termina con el alegre anuncio del ángel a las mujeres: «No tengáis miedo. No está aquí. ¡Ha resucitado!». La proclamación de la Resurrección gloriosa es el preludio del anuncio a María Magdalena primero y a María, su Madre, después, que se conmemora en las dos últimas estaciones. En la última se pone de manifiesto la alegría y la felicidad de María al ver a su Hijo resucitado, pues, aunque el Evangelio no dice nada sobre esto, la fe cristiana afirma que Cristo, después de su resurrección, se apareció en primer lugar a su Madre. IV. ENCONTRAR A CRISTO,
MUERTO Y RESUCITADO, La labor de los franciscanos en Tierra Santa y, en especial, en el Santo Sepulcro, además de conservar la propiedad y el uso de la Basílica, ha sido la de celebrar el culto cristiano en los Santuarios, dar un fundamento bíblico-arqueológico a los Santos Lugares a través de la ilustración de Tierra Santa, las excavaciones arqueológicas, llevadas a cabo por el Estudio Bíblico Franciscano, y a atender a los cristianos locales con la creación de parroquias, escuelas, centros sociales. A ello hay que añadir la acogida de los peregrinos para que los cristianos, de todas las naciones, puedan encontrar aquí las raíces de su fe. Lo decía el Papa Juan XXIII en el 1960:
Para Juan Pablo II el trabajo bien hecho de los franciscanos se manifiesta también en la «acogida de los peregrinos», «dando a los fieles de estos lugares, y a cuantos a ellos se dirigen en devota peregrinación, un testimonio de amor y adhesión a Cristo, Redentor del hombre». 1. LOS FRANCISCANOS Y LOS PEREGRINOS Han sido inmensas las dificultades para peregrinar a Tierra Santa. El peregrino que iba a Jerusalén, desarmado, entraba prácticamente en una zona de guerra, teniendo que sortear muchos peligros. Era un camino lleno de obstáculos, que se asemejaba desde el principio a la Vía Dolorosa. La fe de los peregrinos era tal que nada ni nadie les impedía llegar hasta el corazón de Jerusalén, hasta el Calvario y el Sepulcro Glorioso de Cristo. Tenían que superar los impedimentos puestos por las mismas autoridades eclesiásticas, por las autoridades civiles musulmanas y las dificultades del ambiente musulmán de Jerusalén. Los franciscanos ilustraban a los peregrinos en la religión, cultura, mentalidad y otros aspectos de la vida de los musulmanes de Jerusalén. Les inculcaban el respeto a la religión musulmana, la necesidad de que el peregrino fuese un hombre de paz, pues aquí no se viene a hacer la guerra, sino a encontrar a Cristo. Les pedían ser respetuosos con los demás, pero muy cuidadosos con sus cosas. Y no ser ingenuos. Los franciscanos eran "todo" para el peregrino católico: guías e intérpretes, operadores pastorales y directores espirituales, intermediarios entre los peregrinos y las autoridades musulmanas; eran los representantes del Papa y estaban al servicio, también con la ayuda económica, del peregrino. Participaban de sus buenas y malas aventuras. Lo canta en una coplilla Messer Dolcibene de Firenze que, en 1349, visitó el Santo Sepulcro: «Por la noche entré en compañía de un fraile / y gané tantísimos palos / y fray Valentín era mi compañero / que tuvo parte conmigo en la ganancia». Sobre todo, los frailes dan a los peregrinos consejos prácticos para hacer una buena peregrinación: no era el momento de hacer polémica; es el momento de la oración y del silencio para escuchar la voz del Señor. El peregrino viene a imitar a Jesús, por eso tiene que comportarse con la humildad del Maestro y seguirlo hasta el Calvario, si el Señor se lo pide. 2. EL SANTO SEPULCRO: Como había sucedido a lo largo del primer milenio del cristianismo, también en estos largos siglos de la presencia franciscana, que conforman el segundo milenio, el Santo Sepulcro ha sido y será la realización del sueño del peregrino que camina hacia Jerusalén. El piadoso peregrino, después de su largo y difícil viaje, quiere "ver y tocar" las huellas de Cristo, plasmadas en el Calvario y en el Sepulcro Vacío del Salvador; quiere adorar a Dios que se ha entregado por nosotros, que ha derramado hasta su última gota de sangre en su Pasión y que se muestra glorioso en su Resurrección: por nosotros, por nuestro amor y por nuestra salvación. a) Dificultades para entrar en la Basílica del Santo Sepulcro Nunca le ha sido fácil llegar al Sepulcro de nuestro Señor. Si en el primer milenio las destrucciones y las construcciones de la Basílica se subsiguen, en el segundo milenio, y muy especialmente después de la conquista de Jerusalén por Saladino, en el 1187, se puede definir como la lucha, no armada pero constante, de cómo entrar y permanecer dentro de la Basílica y poder así adorar al Señor muerto y resucitado por nosotros. Y aquí entran en la historia los hijos de san Francisco. Saladino, en efecto, convirtió el Santo Sepulcro en una mina de oro para los musulmanes y en una fuerza política, pues para entrar en la Basílica había que pagar el tributo a los musulmanes encargados de la puerta. Como es evidente, el hecho de pagar a los musulmanes para visitar el centro de su fe no gustaba a los cristianos, que lo aceptaban con paciencia y resignación, a pesar del trato vejatorio que recibían, y a veces con una pizca de desilusión: «Pagué de nuevo a Mahoma -escribió Chateaubriand cuando entró por segunda vez en la Basílica del Santo Sepulcro, en 1806-, el derecho de adorar a Jesucristo». El precio a pagar varía según las épocas y era, además, diverso según el tipo de cristianos. Hasta pasada la mitad del siglo XIX, precisamente en 1832, y gracias a la benevolencia de Muhammad Alí de Egipto, no fue eliminado este impuesto vejatorio para los cristianos, aunque no entró en vigor sino a partir del 1860. Actualmente las tres comunidades pagan, aunque sea poco, pero es un modo concreto de decir que la puerta de la Basílica del Santo Sepulcro sigue siendo propiedad de los musulmanes y que son ellos quienes la abren y la cierran todos los días. b) El encuentro del peregrino con Cristo crucificado y resucitado Según los relatos, la estancia del peregrino en el Santo Sepulcro, hasta que ha sido liberalizada la entrada, se desarrollaba más o menos así. Los peregrinos, guiados por el Custodio, hacían el ingreso solemne en la Basílica. Besaban primero la Piedra de la Unción, se dirigían después hasta la Tumba de Cristo y allí eran recibidos oficialmente con palabras de bienvenida al lugar más sagrado para un cristiano, por parte del Custodio o su representante, quien ponía de manifiesto el significado profundo de la muerte y resurrección de Cristo para todos los hombres. Es lo que se hace hoy cuando hay "ingreso solemne" en el Santo Sepulcro. Comenzaba después la procesión solemne, como se hace actualmente todas las tardes, con las mismas 14 estaciones, y se ha hecho durante siglos, aunque sólo estuvieran los frailes que moraban dentro del Santo Sepulcro, como sucede también hoy más de una vez. Terminada la procesión solemne, los peregrinos practicaban sus devociones recorriendo personalmente los lugares anteriores, pues quedaban encerrados toda la noche dentro de la Basílica; los guías franciscanos explicaban con más calma a los peregrinos todos los lugares-memoria de la Basílica para que pudieran revivir mejor este momento fundamental de sus vidas. Aprovechaban también para confesarse. A medianoche los sacerdotes peregrinos celebraban la Santa Misa, unos en el Calvario y otros en el Santo Sepulcro. Por la mañana, a la aurora, el Custodio de Tierra Santa celebraba la Misa en Tumba Vacía de Cristo. Todos los peregrinos comulgaban en esta Misa. Era el momento del encuentro personal con Cristo crucificado, muerto y resucitado, el encuentro con el Calvario y el Sepulcro Vacío de Cristo, el encuentro con la Virgen Dolorosa, Madre de Jesús y Madre nuestra por decisión de su propio Hijo. Las gracias, las experiencias místicas, los sentimientos de cada peregrino están registrados sólo en sus almas y en sus corazones. A partir del 1860, cuando el peregrino puede entrar, libremente y sin pagar, todas las veces que quiera, ha desaparecido un poco esa tensión que se veía en los peregrinos antiguos. Ha quedado sin embargo el deseo de estar a solas con el Señor en el Calvario o delante del Sepulcro Vacío de Cristo. Es lo que hacen tantos peregrinos que pasan una noche encerrados en la Basílica, adorando y meditando el misterio del amor de Dios: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3,16). Es un deseo al que los franciscanos atienden gustosos. El contacto directo con el Santo Sepulcro es más evidente en los fieles sencillos para quienes ver, tocar, rezar, besar el Sepulcro Vacío constituye el ápice de su peregrinación. Y a veces, nuestros sacristanes se las ven y se las desean para arrancarlos de la Tumba. La fe crece con la luz que da la certeza de que Cristo ha muerto "aquí" por nuestro amor y "aquí" ha resucitado para darnos una vida nueva. c) La nostalgia del peregrino por el Santo Sepulcro Los judíos desterrados en Babilonia recuerdan con nostalgia Jerusalén: «Si me olvidare de ti, Jerusalén..." (Sal 137,5-6). Los antiguos peregrinos, terminada la peregrinación y recibida la bendición del sacerdote, volvían a sus casas. En esos momentos comenzaba la nostalgia de la Casa del Señor, «la nostalgia de Sión». Y consideraban bienaventurados a los que viven permanentemente en Jerusalén y en el Templo del Señor, cantando sus alabanzas. Son sentimientos que se ven en los peregrinos cristianos y manifiestan sobre todo la alegría, el consuelo corporal y espiritual que sentían en esos momentos: no se acordaban ya de las penalidades del viaje ni de lo que habían tenido que pagar; tampoco les parecían largas las horas pasadas encerrados en la Basílica: «¡Qué hermosa cautividad! ¡Qué clausura más deseable! ¡Qué feliz prisión!», exclamaba el dominico Félix Fabri en 1483. Como fruto de su peregrinación, el peregrino llevaba a su país reliquias o cualquier recuerdo del Santo Sepulcro. A veces, era tanta la pasión y el deseo de tener ese recuerdo, que, si no podía conseguirlo por medios pacíficos, intentaba arrancar con otros medios cualquier fragmento de piedra o de otro material para llevárselo consigo. Al menos el peregrino se lleva los objetos religiosos comprados (cruces, rosarios, etc.) que haya «tocado el Santo Sepulcro», pues el mismo contacto con el Lugar Sagrado «impregnaba» el objeto de la virtud del Lugar. ¡Era tanta la atracción de ese Lugar Santo! Algunos deseaban más: ¡Quedarse para siempre a vivir en Jerusalén, al servicio de los Santos Lugares! Lo habían hecho los cristianos en tiempos de los bizantinos y de los cruzados, cuando Jerusalén era una ciudad cristiana. Más difícil era hacerlo en una Jerusalén islamizada, pero muchos lo intentaron. Fue el caso de san Ignacio de Loyola, aunque no lo logró. Su ejemplo ha sido seguido con mayor éxito por tantos otros que sí han conseguido ese deseo de vivir junto al Sepulcro Glorioso de nuestro Salvador. Porque el cristiano, como el antiguo peregrino israelita, encuentra la felicidad junto a Dios, en su Templo Santo, y puede decir, con el salmista: «Una cosa he pedido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida, para gustar la dulzura del Señor y cuidar de su Templo» (Sal 26,4). d) Peregrinar hoy al Santo Sepulcro Jerusalén y los peregrinos seguirán siendo un reto para los franciscanos y para los cristianos de Tierra Santa, ya que, como ha sucedido en la historia y se ha visto recientemente, las circunstancias políticas, la violencia y la falta de seguridad para los peregrinos condicionan fuertemente su afluencia. Por eso los Papas siguen animando a los hijos de san Francisco a que continúen su labor en favor de los peregrinos, dándoles, como decía Juan Pablo II, «un testimonio de amor y adhesión a Cristo, Redentor del hombre». Esta será la misión de los hijos de san Francisco: seguir siendo «los guardianes de las fuentes de la salvación». Ello será posible si están «tan enamorados». El camino al Sepulcro seguirá siendo también hoy un reto para los peregrinos cristianos. El peregrino tendrá que superar muchas dificultades, sobre todo la desazón por el abandono en que los hombres han dejado el Lugar tan santo; el "escándalo" por la confusión existente en el Santo Sepulcro y por la división de los cristianos: las cinco comunidades que están haciendo sus celebraciones cantando al mismo tiempo. ¿Éstos son los cristianos? ¿Qué hacen, se pelean o adoran al Señor? ¿No ha muerto Jesús para derribar el muro de separación, que es la enemistad, y formar así, por medio de la cruz, un solo Cuerpo, una comunión de hermanos unidos en Cristo (cf. Ef 2,14-16)? No importa. Al Santo Sepulcro se viene cantando, con los labios y con el corazón, como dice el salmista: «Que alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor» (Salmo 122,1). Porque se ha llegado a «la Iglesia de la Resurrección», la meta del «santo viaje». A pesar de las dificultades, todos los cristianos quieren adorar al Señor en el Santo Sepulcro, el corazón del mundo cristiano, lo que de verdad conmueve a su alma. Al Santo Sepulcro se viene con el corazón rebosante de amor. V. EL SANTO SEPULCRO: Los Santos Lugares no son únicamente piedras, vestigios del pasado. Ante todo, son las huellas del paso de Dios por este mundo, piedras preciosísimas que han escuchado la voz y que han bebido la sangre del Salvador. Captar la voz que surge de ellas, comprender su mensaje, ha sido, desde siempre, la labor de los hijos de san Francisco en Tierra Santa. Su misión ha consistido en vivificar esas piedras, hacer que hablen al corazón y a la mente de todos, que sean «piedras amadas», porque cada una de ellas son testigos de Cristo. En Tierra Santa, decía Pablo VI, el cristiano expresa «su amor al Dios hecho niño en Belén, al divino adolescente y trabajador en Nazaret, al divino maestro y taumaturgo a través de toda la región, al divino crucificado en el Calvario, al Redentor resucitado del sepulcro que se encuentra en el Templo de la Resurrección» (Nobis in animo). Esto es lo que se ha llamado «la gracia de los Santos Lugares»: «aquí el Verbo se hizo Carne", decimos en Nazaret; o en Belén: «aquí de la Virgen María nació Jesús»; «en este Calvario murió el Señor» o «de este Sepulcro resucitó el Señor», cantamos en la Basílica del Santo Sepulcro. Estas piedras nos transmiten la alegría pascual que brota de las palabras del Ángel a las mujeres: «Vosotras no temáis, pues sé que buscáis a Jesús, el Crucificado; no está aquí, ha resucitado, como había dicho. Venid, ved el lugar donde estaba» (Mt 28,5-6). Este anuncio pascual es la luz y la felicidad que iluminan y alegran la vida del hombre, es el verdadero grito de liberación para los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Sin la presencia de los franciscanos, su heroico esfuerzo y el precio de su sangre, la Iglesia católica estaría excluida de casi todos los Santos Lugares. Algunos se habrían convertido en establos o en mezquitas; otros, propiedad exclusiva de las iglesias separadas. Un católico se vería en la imposibilidad de celebrar los misterios divinos en los lugares en donde Dios se ha manifestado, se sentiría como un extraño en la casa de Cristo. Gracias a los hijos de san Francisco todo está dispuesto para encontrarse con Cristo y su Gracia, para experimentar su amor indecible manifestado sobre todo en la Cruz al morir por nosotros, para hacer nuestra la esperanza que Él nos trajo con su resurrección.
[Este trabajo, con el título: Peregrinación al Santo Sepulcro, se publicó primero en la revista de vida consagrada Tabor n.º 7 (abril de 2009) 128-152. Para nuestra versión informática, el autor, P. Artemio Vítores, ha cambiado el título del trabajo, ha corregido un poco el texto y ha introducido algunas modificaciones] |
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