DIRECTORIO FRANCISCANO

Santa Clara de Asís


LA MISIÓN ECLESIAL DE LAS DAMAS POBRES

por María Victoria Triviño, OSC

 

Clara Favarone quería seguir a Jesucristo con tanta verdad y fidelidad como puede soñar un corazón de mujer. El hermano Francisco apareció en el horizonte de su vida como una estrella, Clara le vio y dijo: «El Hijo de Dios se ha hecho para nosotras Camino, y nuestro padre Francisco, verdadero amante e imitador suyo, nos lo ha mostrado» (TestCl 5).

La Hermana Clara de Asís, fue la primera mujer que vivió la aventura franciscana. En la ermita de San Damián estrenó una forma de vida nueva, con las hermanas que Dios le dio. «La Forma de Vida de la orden las Hermanas Pobres, instituida por el bienaventurado Francisco, es esta: Vivir el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en obediencia, sin propio y en castidad» (RCl 1,1-2). Eran las Hermanas Menores. Las llamadas a edificar la Iglesia con el testimonio esplendoroso de su vida santa.

Entre los escritos franciscanos que mencionan a Clara, hay algunos recogidos en la aurora del franciscanismo y tienen valor de testimonio. Fray Tomás de Celano, fraile culto, buen latinista y escritor, recibió el encargo de escribir la Leyenda para la Canonización del hermano Francisco. Era el año 1228. Por fidelidad a la vida y obra del santo, el biógrafo, más de una vez, interpretó desde dentro lo que había visto y oído, dando una visión teológica. En este contexto describe con elegante pluma, lo que entendió ser la misión eclesial de las Damas Pobres.

En el capítulo VIII de la Vida Primera de san Francisco, nos lleva el biógrafo a contemplar «la primera obra que emprendió el bienaventurado Francisco» antes de que Dios le diera hermanos. Fue la reconstrucción de la ermita de San Damián, símbolo de la Iglesia herida por las herejías, la codicia y la decadencia moral. Luego, deja al joven albañil -que mejor traza tenía para tañer la vihuela que para colocar ladrillos-, para extenderse en la presentación del complemento de su obra:

«Este es el lugar bendito y santo en el que felizmente nació la gloriosa Religión y la eminentísima Orden de las señoras pobres y santas vírgenes por obra del bienaventurado Francisco, unos seis años después de su conversión. Fue aquí donde la señora Clara, originaria de Asís, como piedra preciosísima y fortísima, se constituyó en fundamento de las restantes piedras superpuestas. Cuando, después de iniciada la Orden de los hermanos, ella, por los consejos del Santo, se convirtió al Señor, sirvió para el progreso de muchos y como ejemplo a incontables. Noble por la sangre, más noble por la gracia. Virgen en su carne, en su espíritu castísima. Joven por los años, madura en el alma. Firme en el propósito y ardentísima en deseos del divino amor. Adornada de sabiduría y singular en la humildad: Clara de nombre; más clara por su vida; clarísima por su virtud.

»Sobre ella se levantó también el noble edificio de preciosísimas perlas, cuya alabanza no proviene de los hombres, sino de Dios, ya que ni la estrechez de nuestro entendimiento lo puede comprender ni podemos expresarlo en pocas palabras» (1Cel 18-19).

Bajo el mismo simbolismo, en el capítulo XV, tratará Celano del templo del Espíritu Santo levantado por los hermanos menores. Los rasgos evangélicos de su forma de vida aparecen como piedras preciosas, piedras vivas que entran en la construcción de un edificio espiritual (1Cel 36).

Se percibe el transfondo bíblico de estas palabras en 1Re 7,9-10; 1Pe 2,5; Ap 21,19ss y sobre todo 1Cor 3,10-13: «Yo, como buen arquitecto, puse el cimiento, y otro construye encima. ¡Mire cada cual cómo construye! Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo. Y si uno construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego». Al comparar a Clara con una piedra preciosa, de fundamento, no se contradice el biógrafo con el texto paulino, que él mismo cita anteriormente: «Nadie puede poner otro fundamento sino el que ya está puesto, que es Jesucristo» (1Cel 18). Las piedras preciosas de la muralla son como un revestimiento de transparencia.

P. Subercaseaux: Francisco repara San Damián

EDIFICAR CON PIEDRAS PRECIOSAS

Aquí el material elegido para la edificación es el cristal de roca. Decían los antiguos cristianos que el fiel es como si estuviera relleno de cristal de roca, pura transparencia de la iluminación del Espíritu. Este es el sentido de la piedra, no ya preciosa, sino preciosísima.

Arte y ciencia requiere el encargo de edificar. Se pide de la obra que sea fuerte, útil y bella. Piedra de fundamento, preciosísima y fortísima, se llama a Clara. Y se dice que sobre ella se alza el edificio de preciosas piedras. La calidad de estos símbolos en el contexto de edificación, evoca el recuerdo de la nueva Jerusalén: «El material de la muralla es jaspe y la ciudad es de oro puro, semejante al vidrio puro. Las piedras en que se asienta la muralla de la ciudad están adornadas de toda clase de piedras preciosas». La ciudad de transparencia esplendorosa, era la novia: «Ven, que te voy a enseñar a la novia, a la Esposa del Cordero» (Ap 21,9).

Existe una estrecha relación entre la piedra y el alma. Las piedras destinadas al templo se hacen símbolo de la presencia divina. Si sobre ellas se ejerce una acción humana, se envilecen. Por el contrario el influjo de la actividad espiritual, celeste, las ennoblece. Así, el paso de la piedra bruta a la tallada por Dios, no por el hombre, significa el paso del alma de la oscuridad a la luz.

Las piedras preciosas son símbolo de la transformación de lo opaco en traslúcido, o del paso de las tinieblas a la luz. La nueva Jerusalén, con la base de la muralla revestida de pedrería, significa que este universo nuestro se ha de transformar radicalmente, hasta ser transparente a la luz de Dios.

Colocar «piedra sobre piedra» o no quedar «piedra sobre piedra», se refiere a la construcción, o destrucción, del edificio.

A través del lenguaje simbólico, Celano, nos está informando de cómo se realiza la llamada a edificar la Iglesia. Lo que cuenta es transparentar, espejar, vivir a Jesucristo pobre. Los hermanos menores irán a predicar la penitencia, con la palabra y el testimonio de su vida pobre y humilde, gozosa y paciente hasta dar la vida. Las hermanas menores serían como el revestimiento esplendoroso, por la vida santa.

En el Testamento, Clara expresa esta misión eclesial con más sencillez. Llamadas a ser como un espejo de la gloria de Dios, cada hermana debe ser espejo para sus hermanas, y mostrarle exteriormente el amor que interiormente le tiene, y todas las hermanas de la fraternidad deben ser espejo para las de otros monasterios (cf. TestCl 18ss). Y todas han de serlo para todas las gentes del mundo. Es, pues, como un juego de espejos.

LOS SIETE REVERBEROS DE LAS GEMAS

¿Cómo se levanta la edificación? La hermana Clara, nunca diseñó grados, escalas, ni métodos. Sólo exhortó al amor apasionado hacia Jesucristo. A mirarle, contemplación amorosa, hasta transformarse en icono de la divinidad (cf. 3CtaCl 13). Insistió en adherirse a la Virgen pobrecilla, para aprender de ella a vivir el misterio de Cristo como esposa, hermana y madre. Exhorta a seguir el camino de la sencillez, humildad y pobreza que nos enseñó Francisco, a abrazarse a Cristo pobre como virgen pobre (cf. 4CtaCl 18).

Es verdad que Clara habla de la fe, de la humildad, de la caridad, de la virginidad, de la pobreza… No se sabe hasta que punto está hablando de virtudes o de bienaventuranzas. Diríase que Clara todo lo reduce a mirada amorosa, fidelidad apasionada, amor y abrazo. Sin embargo el fraile observador, desde fuera, dice lo que ve. Dice siete reverberos de las piedras preciosas.

El siete es un número, presente en la Biblia, que significa la totalidad en un determinado orden. Los siete días de la semana serían el símbolo de la totalidad del tiempo, y siete moradas del espacio; los siete arcángeles de la totalidad del orden angélico; las siete notas musicales regularían las vibraciones sonoras; y siete virtudes darían la totalidad de la evolución espiritual.

Con las siete virtudes que enumera fray Tomás no establece una progresión ascendente o descendente. Lo previene, ya desde el primer punto, al decir de la caridad que está «antes de nada y por encima de todo». Se trata de una proporción armoniosa que revela un estilo de vida evangélica, no de una jerarquía. Las siete gracias, facetas, o reverberos…, ¿quién puede saber lo que exactamente había en el pensamiento del admirado escritor?, son: la caridad, la humildad, la virginidad, la pobreza, la mortificación, la paciencia, la contemplación.

SANTA UNIDAD

«Antes de nada y por encima de todo, resplandece en ellas la virtud de la mutua y continua caridad, que de tal modo coaduna las voluntades de todas, que conviviendo cuarenta o cincuenta en un lugar, el mismo querer forma en ellas, tan diversas, una sola alma» (LCl 19).

Base y corona, verdadero eje, es la santa unidad. Viene la primera, quizá por ser la más deseada, llamativa, visible y admirable. Es la que nos hace propiamente espejos de la Trinidad porque «El Padre es amor, el Hijo es gracia y el Espíritu Santo es comunión» (De la liturgia de la Santísima Trinidad. Ant. 2 del Of. de Lectura).

En una sociedad selectiva a causa de los tres niveles sociales superpuestos e irreconciliables del feudalismo, frente a la vida monástica que fomentaba ante todo la humildad, las hermanas menores aparecen como un modelo diferente de identidad. Es la mujer atenta a la amistad, abierta a la acogida entrañable, y creadora de Paz y Bien desde una vida interior intensa y apasionada.

En las cartas dirigidas a Clara, se percibe el efecto de su acogida. En las cartas escritas por ella se transparenta la ternura de su amistad. Así escribía Clara a la princesa Inés de Bohemia, que se había hecho también hermana menor:

«Sumergida en esta contemplación, no te olvides de tu pobre madre, pues sábete que yo llevo grabado indeleblemente tu feliz recuerdo en los pliegues de mi corazón, y te tengo por mi más amada, entre todas.

»¿Qué más? Calle la lengua de carne, en esto del amor que te profeso; lo está diciendo y expresando la lengua del espíritu. Sí, oh hija bendita: pues de ningún modo mi lengua de carne podría expresar más plenamente el amor que te tengo, ha dicho esto que he escrito, balbuciendo…» (4CtaCl 33-36).

Y así escribía el Cardenal Hugolino, Legado Apostólico en Toscana, destilando añoranza de su pluma después de una visita a Clara:

«A la queridísima hermana en Cristo y madre de su salvación, la señora Clara, servidora de Cristo. Hugolino, obispo de Ostia, indigno y pecador, se encomienda todo cuanto él es y pueda ser.

»Carísima hermana en Cristo: desde que la precisión de regresar me privó de vuestros santos coloquios y me arrancó de aquel gozar de los bienes celestiales, se apoderó de mi tal amargura de corazón… que si no hallo a los pies de Jesús el consuelo de la habitual piedad, temo caer siempre en tales angustias, que quizá desfallezca mi espíritu… Y con razón, pues me falta aquella alegría gloriosa que sentí cuando hablaba con vosotras del Cuerpo de Cristo, con motivo de la Pascua que celebré contigo y con las demás siervas de Cristo. Como, después que el Señor fue arrebatado a los discípulos y clavado en la cruz, la tristeza de estos fue inmensa, así quedé yo desolado por vuestra ausencia» (Omaechevarría, BAC 1999, 358-359).

Nunca ambicionaron las Hermanas pobrecillas llegar a ofrecer el cobijo de grandes hospederías, ni solemnes Liturgias… En su simplicidad y pobreza, lo suyo era la acogida, el don de las palabras olorosas que son espíritu y son vida, la compasión y la intercesión poderosa sobre las necesidades de cuerpo y alma.

Clara, la amable y entrañable hermana Clara, se reviste de energía para exigir a todas sus hermanas, presentes y futuras, ante todo, la unidad del mutuo amor:

«Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a que se guarden las hermanas de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia y preocupación de este mundo, difamación y murmuración, disensión y división. Por el contrario, muéstrense siempre celosas por mantener entre todas la unidad del mutuo amor, que es vínculo de perfección…» (RCl 10,6-7).

¿Cómo podrían ser espejos de la Gloria-Amor, si la unidad del mutuo amor no resplandecía con fuerza en la fraternidad?

Mas, el edificio se alzaba en colaboración. Hermanas y Hermanos Menores compartían y se estimulaban, con la palabra y el ejemplo, en un mismo espíritu. El mismo fray Tomás de Celano, escribe más adelante refiriéndose a los Menores:

«De hecho, sobre el fundamento de la constancia se erigió la noble construcción de la caridad, en que las piedras vivas, reunidas de todas partes del mundo, formaron el templo del Espíritu Santo. ¡En qué fuego tan grande ardían los nuevos discípulos de Cristo! ¡Qué inmenso amor el que ellos tenían al piadoso grupo! Cuando se hallaban juntos en algún lugar o cuando, como sucede, topaban unos con otros de camino, allí era de ver el amor espiritual que brotaba en ellos y cómo difundían un afecto verdadero, superior a todo otro amor. Amor que se manifestaba en castos abrazos, en tiernos afectos, en el ósculo santo, en la conversación agradable, en la risa modesta, en el rostro festivo, en el ojo sencillo, en la actitud humilde, en la lengua benigna, en la respuesta serena; eran concordes en el ideal, diligentes en el servicio, infatigables en las obras» (1Cel 38).

El testimonio tiene sabor de evangelio. Hermanos y hermanas tenían un solo querer y un alma sola. Y resplandecía en ellos la piedra preciosa de la caridad embelleciendo la muralla de la nueva Jerusalén, la novia del Cordero, la Iglesia santa.

La Iglesia cantaría a Clara como:

«Amorosa al amonestar,
moderada en corregir,
mesurada en mandar,
pronta a la compasión...
ardor de caridad...
comunión de vida familiar...» (BulCan 10).

LA GEMA DE LA HUMILDAD

«En segundo lugar, brilla en cada una la gema de la humildad, que tan bien les guarda los dones y bienes recibidos de lo alto, que se hacen merecedoras de las demás virtudes» (1Cel 19).

Así veía el biógrafo la humildad en los Menores:

«Y, en verdad, menores quienes, sometidos a todos, buscaban siempre el último puesto y trataban de emplearse en oficios que llevaran alguna apariencia de deshonra, a fin de merecer, fundamentados así en la verdadera humildad, que en ellos se levantara en orden perfecto el edificio espiritual de todas las virtudes» (1Cel 38).

Este impulso a abrazarse con las tareas más despreciadas entonces, por reservadas a los siervos, estaba ciertamente entre las Menores. He aquí alguno de los testimonios que dieron de Clara:

«Fue maravillosa en la humildad, y tanto se menospreciaba a sí misma, que ejecutaba los trabajos más viles. Hasta limpiaba los bacines de las enfermas... Y fue de tanta humildad que lavaba los pies a las hermanas. Además servía el agua para que las hermanas se lavasen las manos, y por la noche las cubría para protegerlas del frío» (Proc 2,1.3).

Mas, lo que aparecía por fuera, era el perfume de una actitud interior. Para Clara la humildad era Jesucristo: «Míralo hecho despreciable por ti, y síguelo, hecha tu despreciable por él en este mundo» (2CtaCl 19); es fidelidad esponsal: «… el mismo Rey se acompañará de ti en su tálamo celestial… (porque) estimando en poco la oferta de matrimonio del emperador, te has echo émula de la santísima pobreza, y con el espíritu de una gran humildad y de una caridad ardorosísima, has seguido las huellas de Aquel que merecidamente te ha tomado por esposa» (2CtaCl 5-7).

Gema valiosa, la humildad, se talla compartiendo el yugo y siguiendo de cerca las huellas de Aquel que dice: «Aprended de mi que soy manso y humilde…» (Mt 11,29). Hallaréis la paz.

Y la Iglesia Madre proclamó a Clara:

«Ella dispuso en la heredad de la Iglesia
un huerto de humildad…
Guía de humildes…
Vaso de humildad» (BulCan 9-10).

EL LIRIO DE LA VIRGINIDAD

Dibujo Franciscano: San Damián «En tercer lugar, el lirio de la virginidad y de la castidad en tal modo derrama su fragancia sobre todas, que, olvidadas de todo pensamiento terreno, sólo anhelan meditar en las cosas celestiales; y de esta fragancia nace en sus corazones tan elevado amor del esposo eterno, que la plenitud de este sagrado afecto les hace olvidar toda costumbre de la vida pasada» (1Cel 19).

Hubo algo en la joven Clara Favarone que llamó poderosamente la atención de las gentes que la conocieron, el brillo del carisma de la virginidad. Ese algo que hace a la persona amable y al mismo tiempo, infunde respeto: «Permaneció virgen desde su nacimiento» (Proc 7,2). «Fue virgen desde la infancia y permaneció virgen elegida por el Señor» (Proc 3,2). «Fue virgen y permaneció siempre virgen» (Proc 12,1; 9,5; 18,1; 1,2). «Virgen purísima, virgen de alma y cuerpo» (Proc 17,2). Y por fin, Juan Ventura, el mozo de armas de su casa, dijo: «Quería permanecer virgen y en pobreza» (Proc 19,2).

¡El perfume de un amor apasionado hacia Jesucristo! La virginidad. Por guardarla intacta, los hermanos eran implacables. Escribió fray Tomás: «… tal era el rigor en reprimir los incentivos de la carne, que no temían arrojarse desnudos sobre el hielo, ni revolcarse sobre zarzas hasta quedar tintos de sangre» (1Cel 40), tal como se leía de los anacoretas del desierto.

Observamos que entre muchos cristianos la virginidad se ha devaluado. Es como si sus oídos se hubieran entorpecido y no percibieran el rumor de la brisa cuando trae ¡la voz del Amado! Han olvidado la suavidad del más puro apasionamiento por Jesucristo. Han olvidado que la Virginidad cristiana es el testimonio vivo de la fe en el Reino.

La Virginidad, como el Martirio, son fuerza y decoro de la Iglesia. Integridad por el Reino de los Cielos. La vida entera -cuerpo y alma- como un perfume derramado a los pies del Señor, es una proclamación de que ¡Dios existe! Se vive como amor indiviso, soledad sonora, toque que enamora, búsqueda de la dulzura escondida en la luz de su mirada, en la dulzura de su Palabra, en el perfume de su Cruz y Resurrección.

En las Liturgias de la Iglesia primitiva se reservaba un lugar, próximo al presbiterio, para ¡las vírgenes! ¡Cuántos cristianos han perdido la sensibilidad hacia la Virginidad cristiana, incluso en algunos de nuestros grupos, atraídos tan sólo por las excelencias del matrimonio! Son dos vocaciones complementarias, las dos son necesarias, las dos deben admirarse y confirmarse mutuamente. El matrimonio es un sacramento, la Virginidad pertenece al orden de los carismas, de la santidad de la Iglesia. Si los cristianos se olvidan de estas cosas, luego, no deberían extrañar ni lamentar que sus hijos se vayan, fascinados, tras los ascetas de otras religiones.

¡La virginidad consagrada! ¡Quién pudiera cantar el cántico que merece su hermosura! Clara de Asís escribía así a la princesa Inés de Bohemia, hecha hermana menor:

«Dichosa tú, pues se te concede participar en estas Bodas, y adherirte con todas las fuerzas del corazón a Aquel cuya hermosura admiran sin cesar todos los bienaventurados del cielo. Aquel cuyo amor aficiona, cuya contemplación nutre, cuya benignidad llena, cuya suavidad colma. Su recuerdo ilumina suavemente; a su perfume revivirán los muertos; su vista gloriosa hará felices a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial, porque Él es esplendor de la eterna gloria, reflejo de la luz perpetua y espejo sin mancha. Tu, oh reina, esposa de Jesucristo, mira diariamente este espejo…» (4CtaCl 9,15).

La figura de la hermana Clara se levanta como un lirio con su cáliz dirigido únicamente al cielo, manifestando la espiritualidad y la humanidad de una mujer virgen.

«A nuestro siglo se apareció en Clara,
un claro espejo de conducta;
en el jardín celeste ella hace presente
el delicado lirio de la virginidad;
gracias a ella palpamos en la tierra
la asistencia de los auxilios divinos» (BulCan 3).

ALTÍSIMA POBREZA

«En cuarto lugar, en tal grado se hallan todas investidas del título de la altísima pobreza, que apenas o nunca se avienen a satisfacer, en lo tocante a comida y vestido, lo que es de extrema necesidad» (1Cel 19).

Con frecuencia, al referirse a la pobreza de Clara, se habla del título o diploma. Sin duda es una alusión al Privilegio de la altísima Pobreza. Las gentes de la Edad Media eran muy aficionadas a solicitar del Pontífice cartas de privilegio. Un día la hermana Clara creyó que también ella debía acudir a la benevolencia del Papa…

Esta fue la razón. El canon XIII del Concilio Lateranense IV había prohibido la aprobación de reglas nuevas en la Iglesia, para evitar confusión. Las formas nuevas de vida religiosa debían escoger entre las Reglas ya aprobadas. El hermano Francisco contaba con una aprobación oral del Papa Inocencio III. Con esto no podían prestar un apoyo jurídico a las hermanas y, sin embargo, las fundaciones se sucedían rápidamente. El Cardenal Hugolino, con el intento de consolidarlas jurídicamente, les dio la Regla de San Benito el año 1216 y unas Constituciones, llamadas Hugolinas, el año 1219.

Así se abría una doble línea: la carismática con la Forma de Vida y escritos dados por el hermano Francisco; y la jurídica con los documentos recibidos de la Curia romana. La preocupación de Clara fue creciente. Aquellas reglas no salvaguardaban, ni siquiera indicaban, lo propiamente franciscano. Por eso, se apresuró a solicitar una carta de privilegio. Pidió, al gran Papa Inocencio III, el privilegio de ser pobre. Que nadie le presionara a recibir rentas y posesiones. El Papa Inocencio accedió sorprendido y hasta divertido, prestándose él mismo a redactar el documento, seguro de que los secretarios no hallarían en la curia un formulario que sirviese para petición tan nueva.

Elevado a la sede de Pedro el Cardenal Hugolino, con el nombre de Gregorio IX, Clara volvió a pedir que se le renovase su carta de privilegio. El Papa firmó de nuevo aquella concesión y el pergamino se guarda todavía entre las reliquias en el Protomonasterio de las Clarisas de Asís.

A pesar de todo, un día en que el Papa Gregorio visitó San Damián, él mismo intentó persuadir a Clara para que aceptase unas posesiones. Se avecinaban tiempos de carestía y el Papa quería prevenir su necesidad. La hermana Clara serena y persuasiva, recordó al Papa que habían prometido la altísima pobreza de Jesucristo y no podían aceptar su regalo. Insistió el Papa: «Si temes por el voto, yo puedo dispensarte». Entonces la intrépida Clara suplicó inquebrantable: «Señor Papa, perdonadme mis pecados, pero no me dispenséis de seguir a Jesucristo» (cf. Proc 1,13: LCl 14).

No descansó Clara hasta elaborar su propia forma de vida:

«Sea esta vuestra porción (la altísima pobreza), la que conduce a la tierra de los vivientes. Adheridas enteramente a ella, hermanas amadísimas, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo y de su santísima Madre, jamás queráis tener ninguna otra cosa bajo el cielo» (RCl 8,5-6).

Nada poseer, por sí ni por interpuesta persona «a no ser aquella porción de tierra exigida por la necesidad en razón del decoro y del aislamiento del monasterio» (RCl 6,14). Vestir con ropas viles, por amor al Señor que nació en un pesebre y fue envuelto en pobrísimos pañales por su Madre pobrecilla (cf. RCl 2,25).

Es lo mismo que practicaban los Menores:

«Eran "seguidores de la altísima pobreza", pues nada poseían ni amaban nada; por esta razón nada temían perder. Estaban contentos con una sola túnica, remendada a veces por dentro y por fuera; no buscaban en ella elegancia, sino que, despreciando toda gala, ostentaban vileza, para dar así a entender que estaban crucificados para el mundo…» (1Cel 39).

Mucho tuvo que sufrir y luchar Clara, hasta ver aprobada su Forma de Vida, fue su pasión y su gloria. El día antes de morir la aprobó el Papa Inocencio IV. En la Bula Solet Annuere, se daba a esta Regla un título especial: «Regla de la altísima pobreza y de la santa unidad». Era la primera regla que aprobaba la Iglesia, elaborada por una mujer.

«Aquí fue diplomada Clara
con el privilegio de la suma pobreza;
en el cielo se le compensa
con una lista de inestimables riquezas» (BulCan 3).

PIEDRAS TALLADAS POR LA PENITENCIA

Dibujo Franciscano: San Damián «En quinto lugar, han conseguido la gracia especial de la mortificación y del silencio, en tal grado, que no necesitan hacerse violencia para reprimir las inclinaciones de la carne ni para refrenar su lengua; algunas de ellas han llegado a perder la costumbre de conversar, hasta el extremo de que, cuando se ven precisadas a hablar, apenas si lo pueden hacer con corrección» (1Cel 20).

Con todo el arrojo y generosidad de sus años jóvenes, inició Clara su vida penitencial. Tan dura fue consigo misma en los ayunos, vigilias y cilicios (por cilicio debe entenderse una prenda muy áspera al tacto), que el hermano Francisco tuvo que acudir con solicitud a su cuidado. A causa de los primeros excesos perdió pronto la salud y, años más tarde, hacia el 1238, Clara escribía a Inés de Bohemia recomendándole prudencia:

«Mas nuestra carne no es de bronce, ni nuestra fortaleza es de piedra; sino que somos por naturaleza frágiles, y fáciles a toda flaqueza corporal. Digo esto porque he oído que te has propuesto un indiscreto rigor en la abstinencia, por encima de tus fuerzas. Carísima, te ruego y suplico en el Señor que desistas de él sabia y discretamente, y así, conservando la vida, podrás alabar al Señor y ofrecerle un obsequio espiritual y tu sacrificio condimentado con la sal de la prudencia» (3CtaCl 38-41).

En cuanto al silencio, es preciso interpretar la intención del biógrafo. Clara, igual que Francisco, jamás quiso que las hermanas se hablasen por señas. Prescribió el silencio desde Completas hasta Tercia. Durante el día podían hablar siempre en voz sumisa lo necesario. Podían, incluso, acudir a otra hermana para su consuelo espiritual:

«Y exponga confiadamente una a otra su necesidad, porque si la madre nutre y quiere a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada una querer y nutrir a su hermana espiritual?» (RCl 8,15-16).

Clara no introdujo en la fraternidad un silencio monástico. Más que el silencio se recomienda las palabras olorosas del Señor que son espíritu y son vida. Sin embargo no hay que olvidar que el silencio -¡y este era su valor medieval!- en la Biblia, es el vestíbulo de la manifestación divina: «Cuando el Cordero abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo como una media hora» (Ap 8,1). Este intenso silencio no responde a la guarda de una norma. No existe aquí la norma ni la falta. Es algo que acontece, que presagia los momentos fuertes de presencia divina en la fraternidad.

En este mismo sentido se hablará del silencio en los menores:

«Tan animosamente despreciaban lo terreno, que apenas consentían en aceptar lo necesario para la vida, y, habituados a negarse toda comodidad, no se asustaban ante las más ásperas privaciones… Apenas si hablaban cuando era necesario, y de su boca nunca salía palabra chocarrera ni ociosa…» (1Cel 41).

La mortificación, la privación, aparecen aquí como una elección. Tan saciados de las cosas de Dios, tenían en poco las que el mundo aprecia.

«Cuando ella, en el angosto
reclusorio de la soledad,
maceraba el alabastro de su cuerpo,
la Iglesia quedaba toda colmada
de los aromas de su santidad».
«Discreta en sus silencios,
sensata en el hablar» (BulCan 4 y 10).

DULZURA ESCONDIDA

«En sexto lugar, en todo esto vienen tan maravillosamente adornadas de la virtud de la paciencia, que ninguna tribulación o molestia puede abatir su ánimo, ni aún inmutarlo» (1Cel 20).

En la vida de Clara y sus hermanas no faltaron las lágrimas. Dejó constancia de ello en su Testamento, con acentos que pasaron a la Regla.

«Y viendo el bienaventurado Padre que no nos arredraba la pobreza, el trabajo, la tribulación, la afrenta, el desprecio del mundo, antes al contrario, que considerábamos todas esas cosas como grandes delicias, movido a piedad, nos redactó la forma de vida…» (RCl 6,2).

Hubo dolor. Era la prueba del fuego que acreditaba la edificación firme, útil y bella. Había que demostrar que su amor estaba para bodas con Jesucristo pobre y crucificado. Francisco las «examinó» conforme al ejemplo de los santos y de sus hermanos, los Menores. En verdad que ellos no lo tuvieron más fácil y sin embargo:

«De tal modo estaban revestidos de la virtud de la paciencia, que más querían morar donde sufriesen persecución en su carne que allí donde, conocida y alabada su virtud, pudieran ser aliviados por las atenciones de la gente. Y así, muchas veces padecían afrentas y oprobios, fueron desnudados, azotados, maniatados y encarcelados, sin que buscasen la protección de nadie; y tan virílmente lo sobrellevaban, que de su boca no salían sino cánticos de alabanza y gratitud» (1Cel 40).

Las hermanas superaron bien el examen. Su amor a Jesucristo transformó lo amargo en dulzura de alma y cuerpo.

Nacida en el orden de los mílites, Clara recibió una educación recia, forjaron en ella la virtud cardinal de la fortaleza, hecha fidelidad, serenidad, valor. Sobre ella brilló la paciencia de modo admirable alcanzando pronto, como uno de sus rasgos característicos, la bienaventuranza de la mansedumbre o de la dulzura.

El secreto de su dulzura estaba escondido en el rostro del Cristo crucificado:

«¡Mira!… observa, considera, contempla, con el anhelo de imitarle, a tu Esposo, el más bello de los hijos de los hombres, hecho por tu salvación el más vil de los varones: despreciado, golpeado y azotado de mil formas en todo su cuerpo, muriendo entre atroces angustias en la cruz» (2CtaCl 19-20).

Clara mostró la dulzura evangélica «lavando los pies» a sus hermanas. «Dijo -sor Pacífica- que Clara era humilde, benigna, cariñosa, y tenía compasión de las enfermas; y mientras tuvo salud, las servía y les lavaba los pies...» (Proc 1,12). Igualmente a las hermanas cuando regresaban de la ciudad, se apresuraba a lavarles los pies (Proc 2,3; 3,9).

Clara enseñó el camino de la dulzura escondida por la contemplación de Jesucristo:

«Fija tu mente en el espejo de la eternidad… Así experimentarás también tú lo que experimentan los amigos al saborear la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservado desde el principio para sus amadores» (3CtaC 12-14).

Y la Iglesia proclamó a Clara:

«Dulzor de benignidad,
vigor de paciencia,
lazo de paz…
afable en el trato,
apacible en todas sus acciones,
siempre amable y bien recibida» (BulCan 10).

ALTA CONTEMPLACIÓN

«Finalmente, en séptimo lugar, han merecido la más alta contemplación en tal grado, que en ella aprenden cuanto deben hacer u omitir, y se saben dichosas abstraídas en Dios, aplicadas noche y día a las divinas alabanzas y oraciones» (1Cel 20).

Los mismos rasgos destaca el biógrafo al hablar de los frailes Menores:

«Rarísima vez, por no decir nunca, cesaban en las alabanzas a Dios y en la oración. Se examinaban constantemente, repasando cuanto habían hecho, y daban gracias a Dios por el bien obrado, y reparaban con gemidos y lágrimas las ligerezas y negligencias. Se creían abandonados de Dios si no gustaban de continuo la acostumbrada piedad en el espíritu de devoción» (1Cel 40).

He aquí el espíritu de oración que lleva consigo un espíritu de discernimiento. La fraternidad franciscana atendía sobre todo a responder de manera radical a la mentalidad del mundo con el espíritu del Evangelio. Esa autenticidad de vida supone la contemplación incesante del Espejo del Padre, Jesucristo, y una atención a los signos de los tiempos.

La fraternidad franciscana está llamada a avanzar por el discernimiento. Por eso Clara indica que, para ayuda de la Abadesa se elijan algunas «discretas» (RCl 4,23). No se trata de meras «consejeras», personas prudentes y de buen sentido, sino de aquellas hermanas en las cuales las demás reconocen el carisma de discernimiento.

También el hermano Francisco acudió en alguna ocasión delicada en busca del discernimiento de los contemplativos. Habiendo tomado gusto a la contemplación en la soledad del eremitorio, le entraron dudas: ¿Qué hacer, ir a predicar, o retirarse en un eremo para siempre? Entonces Francisco decidió enviar un recado a fray Silvestre y a Clara, para que después de hacer oración con algunas hermanas, le dieran una palabra de discernimiento.

La mujer, en la familia franciscana, era señora, «las señoras pobres». Francisco podía haber dicho: «Orad, que nosotros vamos a discernir». No fue así. Clara y fray Silvestre le dieron la palabra solicitada, después de orar. «Es voluntad del Señor que vayas a predicar». Y el pobrecillo escuchó aquella palabra arrodillado, juntas las manos y calada la capucha de la túnica.

De Francisco se dijo que era algo así como la oración personificada. Clara y sus hermanas, nada desearon más que emular el «cara a cara» del amador de La Verna. Por eso eligieron la vida pobre y retirada polarizada hacia el primado de Dios.

Altísima, inagotable, transformante es la contemplación del Espejo. Y espejo es el Cuerpo del Señor en la Palabra, en la Eucaristía, en el icono del Cristo de San Damián, muerto y vivo, paciente y glorioso, ¡el Cordero Inmaculado! Con pasión la recomienda Clara, ¡la apasionada de Cristo pobre y crucificado!:

«Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia y, transfórmate toda entera por la contemplación en icono de su divinidad» (3CtaCl 12-13).

Clara repitió ¡hasta resplandecer! junto al gran amador estigmatizado en La Verna: «Tú eres caridad, Tú eres humildad. Tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción. Tú eres paciencia, Tú eres la dulzura… Tú eres Santo, Tú eres el Bien, sumo Bien, todo Bien, Señor Dios vivo y verdadero» (AlD).

Dibujo Franciscano: Monjas

CONCLUSIÓN

Madonna Clara de Favarone, santa Clara de Asís, fue fascinada por lo divino desde la primera hora, cuando la juventud aparece como una explosión de vida y hace sentir pequeño el nido de la infancia. Al final de su vida no pidió que le subiesen el sueldo, el alma hecha gratitud le subió a los labios para exclamar: «Te doy gracias, Señor, por haberme creado». Durmió en el Señor el día 11 de agosto de 1253, a los 59 años y ocho meses. Fue glorificada por el Papa Alejandro IV el 1256.

Rasgos de la obra del hermano Francisco, reverberos de la vida de la hermana Clara es lo que hemos recordado en el punto II, siguiendo la pluma de un fraile menor, biógrafo y testigo.

¿Qué nos quiso decir? Ante todo clarificar la misión eclesial que las clarisas tienen en común con los franciscanos. No es tan sólo interceder, que eso es común a toda forma de vida contemplativa, lo suyo es edificar por el testimonio. Un testimonio de vida evangélica que resplandece porque espeja el amor de la Trinidad; que se ve porque espeja a Cristo Siervo. A Dios nadie le ha visto jamás, dice Francisco con San Juan; si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y llega a plenitud (1Jn 4,12). Jesucristo es el Espejo del Padre, la mirada contemplativa le ve por la iluminación del Espíritu Santo. Por eso enseña Clara que la contemplación amorosa transforma en icono de la divinidad. Por Jesús al Padre, en el Espíritu Santo. Este es el dinamismo del espejo.

Fray Tomás de Celano, al presentar los rasgos de la fraternidad femenina franciscana, parece que invita a trascender las actividades externas de edificación de la Iglesia, para llevarnos a los ideales más íntimos y espirituales que adornan la vida y misión. Al centrarse en las virtudes, dones y bienaventuranzas, invita a revisar nuestros centros de interés y nuestros valores.

Podríamos decir, también, que la pobreza, la virginidad, la humildad, la paciencia… en San Damián, son transparencia para percibir el misterio de Dios que habita en nosotros como única riqueza.

Alguien, después de leer la historia de Clara, decía: «¡Clara es un amor!». Eso es, lo había comprendido exactamente. Las personas espejos, piedras esplendorosas de la gloria de Dios. Y Dios es Amor.

A las puertas del siglo XXI la Forma de Vida de santa Clara no se ha agotado, lleva escondida en el alma de su Regla, breve y creativa, la capacidad de estallar en una nueva primavera. Es un reto para la mujer de hoy como lo ha sido a través de ocho siglos.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXII, núm. 66 (1993) 487-502]

 


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