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EL SEGUIMIENTO DE CRISTO
HASTA LA CRUZ, |
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«¡Qué dicha tener un tal hermano!». San Francisco de Asís, al lanzar esta exclamación de alegría, piensa en Cristo, que dio su vida por sus ovejas. Para él, el hecho de que Jesús diera su vida por nosotros es algo «santo y amado, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable» (2CtaF 56). Esta afirmación, sin embargo, parece estar en desacuerdo con una cierta tradición que representa a Francisco lamentándose y derramando lágrimas de compasión sobre los sufrimientos de Cristo; escribe Tomás de Celano: «No puede contener en adelante el llanto; gime lastimeramente la pasión de Cristo, que casi siempre tiene ante los ojos. Al recuerdo de las llagas de Cristo, llena de lamentos los caminos, no admite consuelo» (2 Cel 11). Esta contradicción pide una explicación. * * * Sabemos que en septiembre de 1224 Francisco recibió en el monte Alverna los estigmas de la Pasión de Cristo; éstos, sin embargo, permanecieron ocultos para la inmensa mayoría de personas. Sólo dos años más tarde, el día de la muerte del Santo, fue cuando «más de cincuenta hermanos, además de incontables seglares», pudieron venerarlos (3 Cel 5). A los ojos de todos, escribirá igualmente Celano, parecía «cual si todavía recientemente hubiera sido bajado de la cruz» (1 Cel 112). En Francisco muerto, se creyó estar contemplando a Cristo muerto. Desde entonces, la vida de Francisco fue mirada a través de este fenómeno extraordinario, y sus biógrafos, unas veces con moderación, otras con exceso, se esforzaron por relacionar los acontecimientos de su vida con la Pasión de Cristo. Un ejemplo que muestra esa tendencia: la palabra crux (cruz) se encuentra 4 veces en el Anónimo de Perusa, 10 en la Leyenda de los tres compañeros, 25 en la Vida I de Celano, 24 en la Vida II de Celano, 28 en el Tratado de los milagros y 90 en la Leyenda mayor de san Buenaventura, mientras que el Santo la utiliza sólo 9 veces en sus Escritos. Los biógrafos creyeron discernir signos evidentes de que Francisco estaba destinado a la estigmatización desde el comienzo de su conversión. Así es como el Crucifijo de San Damián fue considerado como el punto de partida de la devoción de Francisco a la Pasión de Cristo. Ahora bien, este Crucifijo, de tipo oriental, no representa en absoluto a un Jesús torturado y sangrante; aunque su costado esté atravesado, Cristo está vivo, con los ojos abiertos, la mirada amigable, la cabeza aureolada; en una palabra, no es un Cristo sufriente sino triunfante. Por otra parte, el objeto de la petición de Francisco no tiene relación alguna con la Pasión. La oración (auténtica) de Francisco expresa únicamente su preocupación del momento: «¡Sumo, glorioso Dios!, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD). Y la respuesta del Crucifijo va en el sentido de la búsqueda de Francisco: «Repara mi casa que amenaza ruina» (TC 13; 2 Cel 10). Y, sin embargo, Celano no duda en afirmar que «desde entonces se le clava en el alma santa la compasión por el Crucificado» (2 Cel 10). San Buenaventura describirá más sistemáticamente aún la andadura espiritual de Francisco en relación con los estigmas que, desde el comienzo de su conversión, Francisco llevaba ya en su corazón (LM 1,6; cf. 2 Cel 10); hablará incluso de siete visiones de la cruz. Pero la mayoría de los críticos ven en ello una exageración. Además, podrían citarse otros ejemplos de deformación, tanto en Tomás de Celano como en Buenaventura. Sea de ello lo que fuere, la corriente se había puesto en marcha y los hermanos la aceptaron sin discusión; por otra parte, no eran ajenos a las escenificaciones de la vida y muerte de Cristo en la Edad Media; incluso influenciaron en la liturgia oficial de la Iglesia y fueron causa y origen de muchos Oficios votivos en honor de las Cinco Llagas, de la Corona de espinas, etc. De ello se sigue que no siempre es fácil descubrir cuál fue la verdadera actitud de Francisco con respecto a la Pasión de Jesús, puesto que todas las biografías, escritas después de la muerte del Santo, han estado más o menos influenciadas por una cierta tradición, llamada franciscana. Es satisfactorio que los trabajos de estos últimos años sobre las fuentes franciscanas hayan permitido ver en ello más claro y destruir un cierto número de prejuicios considerados como postulados. La Pasión está realmente presente en el espíritu y corazón de Francisco, pero menos como acontecimiento exterior que bajo sus aspectos interiores y como testimonio de amor.
I. DESCUBRIMIENTO
PROGRESIVO El joven Francisco no sólo es un colaborador de su padre en el comercio de telas; vive en una época concreta, marcada por conflictos sociales y políticos, a los que no permanece ajeno y en los que participa. Es también el tiempo de las Cruzadas: por todas partes hay caballeros que se preparan y se marchan a defender la causa de Cristo y de la Iglesia. Durante sus viajes a las ferias de Champagne, Francisco ha oído hablar de los famosos condes de Brienne, cuyo castillo se encuentra cerca de Troyes, entonces capital de la Champagne: el conde Erardo, que había muerto en combate frente a San Juan de Acre en 1198; su hijo menor, Juan, cruzado igualmente, que continuaba la lucha en Oriente; su hijo mayor, Gualterio, que guerreaba por el Papa en el sur de Italia. A los ojos de Francisco, Gualterio era el prototipo del caballero: generoso, valiente, el escudo marcado con la cruz de Cristo. El espíritu de Francisco estaba henchido de las grandes gestas de los caballeros, contadas o cantadas por los trovadores. También él soñaba con llegar a ser caballero, tal vez incluso barón o príncipe. Sueña en ello durante la noche y ve armas resplandecientes y escudos, todos marcados con la cruz. Sin embargo, bajo la influencia del Espíritu, renunciará a las glorias de la caballería, pero conservará el alma de la misma: estará al servicio del «Gran Rey». Por otra parte, la palabra «miles» (caballero) tiene fundamentalmente el sentido de «servidor»: alguien cuyo servicio especializado era la acción militar; ¿no hablamos aún hoy de la «milicia» refiriéndonos a quienes prestan el «servicio» militar? Para Francisco, el caballero por excelencia no será ya Gualterio de Brienne, sino Cristo mismo, que está al servicio del Padre, del que cumple la voluntad. Durante el largo período de reflexión y oración de su conversión, Francisco mirará cada vez más a Cristo como el servidor perfecto, que manifiesta su amor profundo y total al Padre -quien quiere la salvación de todos- aceptando vivir la vida de los hombres, soportando el hambre, la sed, el sufrimiento y finalmente la muerte en una cruz, para salvar a los hombres amados del Padre, para salvar a este joven de Asís llamado Francisco, a quien Dios ama. Esta revelación trastorna a Francisco, que querrá vivir como ese Servidor perfecto. También él se volverá hacia los hombres pobres, comenzando por los mendigos, luego los leprosos. Una tradición que se remonta a los Padres de la Iglesia aplicaba a Cristo el texto de Isaías 53,4, según la Vulgata: «Nosotros le tuvimos por un leproso». Francisco conocía este texto, usado con frecuencia en la iconografía y en la piedad de la Edad Media, pero le cambió por completo la perspectiva. El monje Ruperto de Deutz ( 1128) interpretaba este texto diciendo que Jesús había sido crucificado «fuera de la ciudad», al igual que se mantenía a los leprosos en lugar apartado, fuera de los muros de toda ciudad. Francisco, en lugar de considerar a Cristo como un leproso, vio a Cristo en el leproso. Él, pues, fue a los leprosos, les lavó las llagas, los amó y los reverenció, porque todo aquello era Cristo; al igual que retiraba con delicadeza los gusanos del camino, porque su Señor se abajó hasta no ser más que un gusano y no un hombre (Salmo 21,7). Otro elemento importante en el descubrimiento de Cristo paciente fue la «Tau» y su simbolismo. En la primavera de 1210, durante su estancia en Roma, Francisco residió en los Hospitalarios de san Antonio Ermitaño, cerca de Letrán. Estos religiosos llevaban una gran Tau en su hábito. No hay duda que este detalle atrajo la atención de Francisco e influenció, tal vez, su deseo de cortar las túnicas franciscanas en forma de cruz. En 1215, en el Concilio de Letrán, el papa Inocencio III hablará largamente de la Tau y de su significado comentando el capítulo 9 de Ezequiel, y proclamará muy alto: «¡Sed los campeones de la Tau y de la Cruz!» Francisco no será sordo a esta llamada. Citamos aquí algunas líneas del hermoso librito que el P. Damien Vorreux dedicó al simbolismo de la Tau: «La Tau es para él (Francisco) certeza de salvación (a causa de la victoria de Cristo sobre el mal)... La Tau es para él la universalidad de la salvación. Por tu santa Cruz redimiste al mundo: tal es el final de la oración que sus hermanos y él recitaban cada vez que divisaban una cruz (1 Cel 45; Test 5). La Tau es para él el símbolo de conversión permanente y de desapropiación total... La Tau es para él exigencia de misión y de servicio a los demás, porque el Señor se hizo siervo nuestro hasta la muerte. Francisco será también, por lo mismo, siervo de Dios y siervo de sus hermanos... La Tau, finalmente, es para él signo de la bondad y del amor de Dios...».[1] Hombre de su tiempo, Francisco está influenciado por el clima de Cruzada, por el simbolismo de la Tau, por la idea de caballería difundida por las canciones de gesta y los romances, por el sentido del «servicio» y del combate en pro del bien, de los pobres -hasta los leprosos-, del Papa y de la Iglesia. En este contexto es donde Francisco descubre a Cristo-Siervo, que combate hasta la muerte, como un verdadero caballero, por los hombres pecadores y cobardes, por él, Francisco, por los paganos. Descubre así al Cristo que ama a su Padre hasta morir. Este descubrimiento se precisará, se purificará y, sobre todo, será vivido cotidianamente de manera maravillosa, hasta el fin.
II. CONTEMPLACIÓN DE CRISTO PACIENTE Tomás de Celano y san Buenaventura dan muy claramente la impresión de que la visión de Cristo paciente era primordial para Francisco, que ella estuvo en el centro de su vida. ¿Pero hay derecho a disociar su visión de la Pasión de su visión global de Cristo, e incluso de su visión de Dios? Se ha dicho con frecuencia que Francisco era cristocéntrico. Es verdad, pero no de una manera absoluta. Esta afirmación exige matices. Francisco no mira a Cristo en sí mismo, aisladamente; lo ve como mediador, es decir, en relación por una parte con el Padre y, por otra, con los hombres. Su espiritualidad -se olvida a veces- tiene su punto de arranque en el Espíritu Santo y se orienta hacia el Padre por Cristo. Considera la obra de Dios en su conjunto y en ella distingue tres tiempos: la creación, la redención (por la cruz) y la salvación. Los dos primeros tiempos han pasado, el tercero se realiza hoy y mañana. Ahí está la obra del Dios Trino y eso explica la imprecisión aparente del vocabulario de Francisco: para él, la obra de la creación se atribuye a Dios, peno también a Cristo; Dios es llamado tres veces redentor, mientras que Cristo lo es una sola vez; a Dios se le dice salvador seis veces, y a Cristo una sola vez. Sin embargo, en esta obra divina, la intervención de Cristo es capital. Esta intervención está influenciada manifiestamente por la manera como Francisco ha descubierto a Cristo paciente: Cristo es semejante al caballero que se sacrifica por su rey, que hace la voluntad de su soberano, por mucho que cueste realizarla; Cristo combatió hasta el fin, como los valientes caballeros, no con la espada, sino con la Cruz, y fue vencedor. Resulta característico el que Francisco termine el ciclo de sus salmos sobre la Pasión con las palabras «Dominus regnavit a ligno», el Señor reinó desde el madero (OfP 7,9). Resulta de ello que, al considerar la obra divina, Francisco apenas se detiene en los detalles concretos de la Pasión: flagelación, clavos, llagas sangrantes... Ve sobre todo a Cristo que realiza la obra que le ha sido confiada por el Padre. Acosado por todas partes, abandonado de todos, pone su voluntad en la del Padre y realiza así su misión de salvación. Los detalles descriptivos y los desahogos afectivos no le interesan a Francisco; Francisco revive en su oración los estados de alma de Cristo y los repite o los canta al estilo de los trovadores. El P. Laurent Gallant ha probado que el Oficio de la Pasión y las obras poéticas de Francisco están compuestos, al estilo de los trovadores, de estrofas de cuatro versículos cada una.[2] Como los «recitadores» o los «cantores» de la Edad Media, Francisco, en su Oficio de la Pasión, hace hablar a los personajes. En él se ve a Cristo que, como un valiente caballero, se dirige a su Padre y le da cuenta de su combate, de su sufrimiento y de sus lágrimas; pero, como un estribillo, se repite la voluntad de continuar la lucha hasta el fin, de cumplir la voluntad del Padre que lo sostiene y en quien pone toda su confianza. Cristo se dirige también a los hombres y los llama, los invita a unirse a Él, en un mismo combate. Por su parte, Francisco quiere ser como Él: Cristo es el Siervo del Gran Rey; Francisco también lo será, a su lado, con Él, como Él. Francisco incluye su oración en la de Cristo, combate con Él y consigue la victoria con Él. Es su manera de seguir las huellas de Cristo (Adm 6,2), y esta manera será aceptada por Dios en ese mes de septiembre de 1224 en que los estigmas del Salvador se marcarán en sus miembros y significarán el reconocimiento de su combate y de su vida. La manera particular de considerar a Cristo paciente, y su coronación en la estigmatización harán decir de Francisco que es otro Cristo. Es verdad, es otro Cristo; pero no por una imitación exterior de los hechos y ademanes del Cristo terrestre. Él no imita a Jesús, no imita su pobreza, no imita su pasión, al menos exteriormente; si hay imitación, es ante todo una imitación interior. Francisco imita por una unión única con Cristo, por una unión completamente interior, de una tal intensidad que debía desembocar casi normalmente en la estigmatización. Pero antes de llegar ahí, Francisco tuvo que participar en los estados de alma de Cristo, en su combate por Dios; y este combate no es literatura, sino el anuncio de la salvación, la búsqueda del martirio, la solicitud por los pobres y más particularmente por los leprosos, el sufrimiento en su cuerpo y en su alma; es, en una palabra, su caminar en seguimiento de Cristo hasta la Cruz. Sus oraciones, sus cantos de alabanza, sus exhortaciones y admoniciones son los testigos de ello. El que quiera verdaderamente comprender a Francisco y su espiritualidad no tiene que hacer sino leer lentamente, cada día, su Oficio de la Pasión, y dejar penetrar en sí mismo, gota a gota, un poco de la savia ardiente que animaba la vida de Francisco. Entonces, como decía Paul Sabatier, no habrá ya «fórmulas, sino sentimientos, emociones, gérmenes de actividad y de vida».[3] III. LA MARCHA EN
SEGUIMIENTO Habría que repetir aquí toda la vida de Francisco. Detengámonos en dos aspectos particularmente significativos para nuestro propósito: el deseo del martirio y la enfermedad. La idea del martirio obsesionó el espíritu de Francisco desde su conversión. Soñaba con ser un caballero que está siempre dispuesto a dar su vida por una causa justa (Iglesia, Papa, viudas y huérfanos, pobres), y, por tanto, el nuevo caballero estaba dispuesto a dar su vida y a derramar su sangre por la causa del Gran Rey. Tanto antes como después de su conversión, Francisco se adhirió al espíritu de la cruzada. Por eso, el joven convertido deseó pronto ir entre Sarracenos, no con la espada en la mano, sino con el arma de Cristo: la Cruz. En otoño de 1211 ó 1212, se embarca hacia el Oriente, donde Juan de Brienne acaba de subir al trono de Jerusalén; pero la tempestad lanza su barco sobre las costas de Dalmacia y él se ve forzado a regresar a Italia. Un poco más tarde, animado por el mismo deseo del martirio, probablemente en 1213 ó 1214, parte hacia Marruecos, pero la enfermedad lo detiene en España. Sólo en junio de 1219 conseguirá llegar a Oriente, donde, sin embargo, no encontró la muerte gloriosa que él esperaba. Estos hechos, así como un pasaje de la primera Regla (1 R 16,10s), indican que Francisco consideraba el martirio como algo que caía de su peso: él habla de la conducta que hay que observar en las persecuciones y ante el martirio. Por eso, al enterarse de la matanza de cinco de sus hermanos en Marruecos, manifiesta una gran alegría. Santa Clara misma, según las declaraciones hechas en su proceso de canonización, abrigaba en su corazón un deseo semejante y, hacia 1220, la reclusa de San Damián manifestó su intención de marchar también a Marruecos para imitar a los hermanos menores. Para Clara, al igual que para Francisco, el camino que conduce al Padre pasa por la Cruz de Cristo. Jesús nos enseñó el camino que hay que seguir; el hombre no tiene otra cosa que hacer sino seguir las huellas de Cristo bajo la inspiración del Espíritu. Y el Espíritu tiene con frecuencia designios diferentes de los de los hombres; Francisco tenía que conocer otra forma de martirio: la enfermedad. Si al principio de su vida religiosa Francisco descubrió a Cristo en los leprosos y en los pobres, más tarde lo descubrió en los enfermos, sobre todo, al parecer, después de su regreso de Oriente. También aquí la experiencia es maestra de la vida. La Leyenda de Perusa (LP 106) nos dice que Francisco fue siempre de salud delicada, pero que reaccionaba contra sus males y así podía continuar sus actividades. A su regreso de Oriente, Francisco experimenta una situación nueva: su organismo está muy deteriorado; sufre más del estómago, del hígado y del bazo, y había contraído, por añadidura, una grave enfermedad de los ojos (LP 77). Desde entonces se siente dominado por la enfermedad como el mártir está dominado por sus verdugos. Un día en que Francisco se sentía particularmente abrumado por la enfermedad, un compañero le preguntó si no habría preferido el martirio a esa larga enfermedad. Y Francisco le respondió: «Sufrir tan sólo tres días esta enfermedad me resulta mucho más duro que cualquier martirio». Pero había dicho inmediatamente antes estas frases significativas: «Hijo mío, para mí lo más querido, lo más dulce, lo más grato, ha sido siempre, y ahora lo es, que se haga en mí y de mí lo que sea más del agrado de Dios. Sólo deseo estar en todo de acuerdo con su voluntad y obedecer a ella» (1 Cel 107). En estas palabras se encuentra el mismo sentido de la oración de Cristo a su Padre en el Oficio de la Pasión: «Fuiste tú quien me sacó del vientre, mi esperanza desde el pecho de mi madre; desde el seno materno fui lanzado a ti. Desde el seno materno tú eres mi Dios... Tú eres mi Padre santísimo, Rey mío y Dios mío» (OfP 2,4-5.11). «Mi corazón está firme, Dios mío, mi corazón está firme; cantaré y salmodiaré... Porque hasta los cielos se agranda tu misericordia» (OfP 3,8.11). Y en la Carta a los fieles: «Puso su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad; no se haga como yo quiero, sino como quieres tú» (2CtaF 10). Desde entonces la enfermedad tomó un significado nuevo para Francisco, y éste manifestó un respeto muy grande a los enfermos. A un hermano que consideraba a un hombre como falso pobre y falso enfermo, Francisco le explicó: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su madre pobre. Y mira igualmente en los enfermos las enfermedades que él tomó sobre sí por nosotros» (2 Cel 85). La enfermedad queda manifiestamente asemejada a la Pasión de Cristo. En otra parte, Francisco asemeja claramente la enfermedad al martirio. Un día enseñaba que el cuerpo debe tener lo que necesita; pero, si por causa de la pobreza o por mala voluntad de los superiores, el enfermo no tiene todo lo necesario, hay que soportar esto con paciencia, decía él, y «esta necesidad, sobrellevada con paciencia, le será imputada por el Señor como martirio» (2 Cel 129; EP 97). El tema de la paciencia -palabra que viene del latín pati: soportar, sufrir- se repite con frecuencia en la boca y en los Escritos de Francisco, unido a menudo al de la humildad. Hay que «tener humildad y paciencia en la persecución y en la enfermedad» (2 R 10,9). Una vez más el martirio y la enfermedad se encuentran aquí unidos y son considerados como equivalentes. En la Admonición 6, Francisco considera que las persecuciones y las enfermedades son otras tantas pruebas que permiten marchar tras el Buen Pastor que sufrió la Pasión y la Cruz para salvar a sus ovejas. Por eso, el hermano enfermo debe dar gracias al Creador por lo que le sucede, pues el sufrimiento es el camino que conduce a la vida eterna: aceptar la enfermedad es aceptar la voluntad de Dios (1 R 10,3) y, por tanto, seguir a Cristo que, por su Cruz, conduce al Padre. El martirio de la enfermedad encuentra su consumación en la estigmatización. Celano, cuando describe el cuerpo de Francisco muerto, con los estigmas a la vista de todos, habla de las «señales de su martirio» (1 Cel 113). Lo vio certeramente. Como ya hemos dicho, es la culminación de su marcha en seguimiento de Cristo, culminación dolorosa, puesto que el simple tacto del costado le hacía sufrir cruelmente (1 Cel 95; 2 Cel 138). Pero es también la purificación e iluminación de su alma ardiente. Para Francisco es la realización o, mejor, la consumación del itinerario que él mismo indicaba en la oración con que termina la Carta a toda la Orden: «Concédenos hacer lo que sabemos que quieres y querer siempre lo que te agrada, a fin de que, interiormente purgados, iluminados interiormente y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y llegar, por sola tu gracia, a ti, Altísimo» (CtaO 51-52). El Espíritu es quien nos enseña cómo hay que seguir a Cristo, y Cristo nos conduce derecho al Altísimo. Francisco siguió este camino, bajo la inspiración del Espíritu, y se puede decir que la estigmatización es, en cierto modo, la aprobación de su vida penitente. Durante los dos últimos años que aún debía vivir en la tierra, Francisco estaba seguro de haber «acertado» su vida, de haber obrado según la inspiración del Señor. IV. CONCLUSIÓN Llegamos aquí al centro de la espiritualidad de Francisco. Él descubrió y contempló a Cristo, Hijo del Padre, que da su vida por sus ovejas por amor del Padre. Este descubrimiento y esta contemplación impulsaron a Francisco a vivir como Cristo, a vivir la vida de Cristo, no la de los Apóstoles (como querían los Norbertinos, por ejemplo), sino la de Cristo mismo, hasta la Cruz. Para él, «vivir según el Evangelio» no consiste sólo en practicar las prescripciones apostólicas: ir descalzos, no tener más que una túnica, no llevar bolsa, anunciar la Buena Nueva, ofrecer la mejilla a quien nos abofetea... Es todo eso, ciertamente, pero lo prioritario no es la vida apostólica, no es ni siquiera la vida común o fraterna, es vivir bajo la dependencia del Espíritu que nos hace seguir las huellas de Cristo y nos conduce allá donde no queremos (Jn 21,18), es decir, hasta la Cruz: «Ofreced vuestros cuerpos y cargad con su santa cruz» (OfP 7,8). Ahora podemos decir que el episodio de San Damián fue realmente el punto de partida, no de la devoción de Francisco a la Pasión de Cristo, sino de la sumisión de Francisco a la voluntad de su nuevo «Dueño y Señor», el comienzo del «servicio» de Francisco para con su Rey. En este momento fue cuando él comenzó a llevar la Cruz de Cristo. Desde entonces, como se ve en todos sus Escritos y en numerosas palabras suyas recogidas por los biógrafos e incluso en el Cántico de las criaturas, se trata siempre de hacer la voluntad de Dios. Pero esto es mucho más que cumplir unos mandamientos, es un compromiso total, de todo el ser, en el combate de Cristo que reina por la Cruz. NOTAS: [1] D. Vorreux, Un symbole franciscain, le Tau. París, Ed. Franciscaines, 1977, 107-109. [2] Cf. Évangile Aujourd'hui n. 104 (1979) 59-62. [3] P. Sabatier, Opuscules de critique historique, II. París 1914-1919, p. 159. [Jean de Schampheleer, OFM, Selecciones de Franciscanismo, Vol. XIV, núm. 42 (1985) 379-388]. |
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