DIRECTORIO FRANCISCANO
San Francisco de Asís

SAN FRANCISCO DE ASÍS,
FUNDADOR DE LAS ÓRDENES FRANCISCANAS

por Julio Herranz, OFM

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Francisco nació en Asís (Italia) el año 1181/1182. Murió en la Porciúncula (Asís) el 3 de octubre de 1226. Fue canonizado el 16 julio de 1228.

Pocos personajes de la historia del Occidente cristiano han llamado tanto la atención de los estudiosos como San Francisco de Asís, reconocido en los ambientes más diversos -creyentes y no creyentes, cristianos y no cristianos, católicos y protestantes- como una de las personalidades más fascinantes de la historia del cristianismo. Sin embargo, no raras veces, debido en parte al carácter hagiográfico-medieval de las fuentes que se privilegian para su conocimiento, la imagen que de él se tiene y se difunde es superficial, ingenua o unilateral.

«Francisco -escribía hace años el gran historiador Joseph Lortz- es un misterio» y un misterio no puede ser desvelado a la buena, de lo contrario se le destruye. Para que el santo de Asís nos diga su verdad y nos desvele su secreto es necesario acercarse a él con respeto y afecto, liberarlo del estrecho marco de fundador de una orden religiosa, y liberar su vida y su mensaje de lecturas puramente ascéticas o espirituales; y es necesario también renunciar a hacer de él lecturas anecdóticas o románticas, a las que fácilmente conduce a los no iniciados en su conocimiento la aparente sencillez y simplicidad de su mundo interior.

INFANCIA Y JUVENTUD

San Francisco nace en Asís, ciudad de la Umbría italiana, en 1181 ó 1182. Es el primogénito de una familia que pertenece a la nueva clase social en ascenso: los comerciantes, en cuyas manos está la base de la nueva sociedad: el dinero, y lucha para que las estructuras sociopolíticas se adapten a la nueva realidad económica. Nacido en ausencia de su padre, Pedro Bernardone, recibe el nombre de Juan, pero al regreso de éste de Francia -adonde se había trasladado con el fin de adquirir lujosas telas para su negocio familiar-, quiso que se le llamase Francisco, nombre hasta entonces desconocido, con el que pasará a la historia.

Siendo niño fue enviado a la escuela canonical de San Jorge, en su Asís natal, donde aprendió a leer y escribir, y las cuatro reglas de matemáticas, cosa entonces no común, pues el analfabetismo era un hecho generalizado. No parece que fuera mucho más lo que en la escuela aprendiera. Predestinado por su padre para llevar las riendas del rico negocio familiar, en seguida le puso a ayudarle en él, educándole en las artes del comercio, para las que parecía estar bien dotado y dominar con destreza. Su carácter alegre y emprendedor, su fina sensibilidad, cortesía y nobleza de corazón, no menos que sus notables recursos económicos -que administraba con una generosidad, liberalidad y esplendidez superiores a sus mismos recursos-, le granjearon muchos amigos en su juventud; lo que, unido a la necesidad de distinguirse, de sobresalir, y hasta cierta pasión por el poder, propia de su clase social, hizo que se le viera durante algunos años al frente de la juventud de Asís.

Estamos en plena explosión del movimiento comunal. En la primavera de 1198, cuando Francisco contaba con 16 años, los ciudadanos de Asís se sacudieron el dominio del poder imperial, derribando el castillo que domina desde lo alto sobre la ciudad, y dos años más tarde la ciudad se declaró municipio («comune») libre. Al mismo tiempo, la nueva y floreciente burguesía trataba de sacudirse por todos los medios a los viejos señores y noble feudales, que el pueblo de Asís consigue expulsar de su territorio. En sintonía con su generación y su tiempo el joven Francisco vive sueños de libertad, de riqueza, de aventuras guerreras, y de ser armado caballero.

En 1202 Asís se enfrentó con la ciudad vecina de Perusa, refugio de la vieja nobleza asisiense. El ejército popular de Asís fue derrotado, y Francisco, que tomó parte con él en la guerra, fue hecho prisionero, teniendo que permanecer en la cárcel aproximadamente un año, hasta que, pagado el rescate, fue liberado.

La prisión minó su salud y tuvo que guardar cama durante una larga temporada. Fue para él un tiempo de silencio y reflexión. En cuanto recuperó las fuerzas quiso volver a su vida de siempre: pero, sorprendentemente, experimentó que sus antiguos valores se habían desplomado; sentía un vacío que nada parecía poder colmar. Entre tanto, tratando de ocultarse a sí mismo este vacío, decidió unirse a las milicias de Gualterio de Brienne, un ambicioso hombre de armas, que, al frente del ejército pontificio, se preparaba para combatir al ejército imperial en el Sur de Italia. Pero, aunque el deseo de gloria se había apoderado nuevamente de él por un instante, Francisco ya no era el mismo. Por ello, de camino al encuentro con las milicias, una voz interior le interpela y le dice: «¿A quién hay que servir primero, al señor o al siervo?»; y el santo regresa a Asís.

* * *

LA CONVERSIÓN

Poco a poco, en el silencio contemplativo y a través de diversos gestos, como el intercambio de vestidos con un pobre para pedir limosna a las puertas de San Pedro en Roma, fue descubriendo una realidad que aún no había visto o que no se había atrevido a mirar cara a cara: la del hombre como hermano, que se le daba a gustar sobre todo en la enfermedad, la marginación y la pobreza, que la nueva cultura y sociedad urbanas, nacidas del enriquecimiento de los comerciantes y dominadas por el capital, parecían aumentar sin cuento y agudizar la situación de desamparo de quienes las padecían.

Un hecho determinante en este proceso de cambio fue su encuentro con los leprosos. Hasta entonces no había podido soportar su vista ni a dos millas de distancia, pero el encuentro más o menos fortuito con uno de ellos en las cercanías de su Asís natal, le había de marcar profundamente en su proceso de cambio: comenzó a prodigarles sus cuidados y a convivir con ellos, aun a costa de sufrir la incomprensión paterna y el rechazo de muchos de sus conciudadanos. Fue esta experiencia la que él eligió en su Testamento para definir su conversión, y con ella lo comienza:

«El Señor me dio a mí, el hermano Francisco, el comenzar de este modo a hacer penitencia: pues, como estaba en pecado, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos; pero el Señor mismo me llevó entre ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y al separarme de ellos, lo que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo. Y, después de un poco de tiempo, salí del mundo».

Era el año 1205. A continuación el santo pasó un período de búsqueda de algo más de dos años, viviendo como eremita, primero, y como penitente, después. Poco a poco se fue apoderando de él una necesidad imperiosa de soledad, y, en lo profundo de una cueva o en la sombra de una capilla solitaria, desahogaba su inquietud ante Dios, y le pedía que le mostrara su voluntad. La tradición manuscrita nos ha legado una de sus oraciones en este tiempo, que podría figurar entre las mejores oraciones de discernimiento de la tradición cristiana. Postrado ante el Cristo bizantino de la ermita de San Damián, suplica:

«Sumo y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón, y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y veraz mandamiento».

Y, a medida que fue haciéndose sensible a las angustias de los hombres, fue descubriendo la «sublime humildad» y «condescendencia asombrosa» de Dios en la humanidad de Cristo, el Señor, cuyo señorío en nada se le parecía a los señoríos feudales y eclesiásticos. Francisco había entrado de lleno en el corazón de la fe cristiana: Cristo, el Hijo de Dios se hizo hombre, siendo Señor se hizo siervo, siendo rico se hizo pobre por nosotros. Es algo que marcó definitivamente su vida y espiritualidad. Poco a poco fue gestándose en él el deseo de seguir a Cristo en su humildad y pobreza, renunciar a estar por encima de los demás para estar a su lado como hermano y menor.

Un día que oraba en la ermita de San Damián sintió en su espíritu que Cristo, desde la cruz, le llamaba por su nombre y le decía: «Francisco, ¿no ves que mi casa se derrumba? Anda, pues, y repárala». Y creyendo que lo que se le pedía era la restauración de la vieja y ruinosa ermita, puso manos a la obra. Y después de esta ermita vino otra, y luego otra.

En este período de su proceso de búsqueda los biógrafos colocan su renuncia a los bienes paternos. Demandado ante el obispo de Asís por su padre que, desencantado y defraudado por la vida de su hijo -tan poco conforme con sus sueños de rico comerciante-, no podía soportar su vida de mendigo, entre los leprosos, y que dispusiera con esplendidez de los bienes familiares en favor de los pobres y las iglesias abandonadas, Francisco renunció públicamente no sólo a los bienes paternos de que pudiera disponer, sino hasta a sus mismos vestidos, que se quitó y, desnudo, entregó a su padre.

El paso decisivo y clarificación definitiva sobre cuál había de ser su camino tuvo lugar en 1208, cuando, tomando parte en la celebración de la Eucaristía en la iglesita de Santa María de los Ángeles, la ««Porciúncula» -una capilla de campaña por él restaurada, perteneciente al monasterio benedictino de la ciudad-, oyó leer el Evangelio del envío de los setenta y dos discípulos a predicar. «Terminada la misa -escribe el biógrafo Celano-, pidió humildemente al sacerdote que le explicase el Evangelio... Al oír Francisco que los discípulos de Cristo no debían poseer ni oro, ni plata, ni dinero; ni llevar para el camino alforja, ni bolsa, ni pan, ni bastón, ni tener calzado, ni dos túnicas, sino predicar el reino de Dios y la penitencia, al instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: "Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo de mi corazón anhelo poner en práctica"». Acababa de descubrir lo que el Señor esperaba de él: reparar su iglesia mediante el retorno a la pureza del Evangelio, viviendo en el seguimiento de la «pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo», como servidor humilde a quien nadie teme, y anunciando a todos el evangelio de la paz y la fraternidad.

LOS INICIOS DE SU FRATERNIDAD

El Francisco eremita, restaurador de iglesias y al servicio de los leprosos, dejó paso al predicador pauperístico, con lo que su programa venía a coincidir con el de las fuerzas más vivas de la Iglesia, que buscaban la restauración de la «vida apostólica» y el retorno al modelo y praxis de la Iglesia como servidora y testigo, de los primeros siglos cristianos.

No tardaron en llegarle compañeros. Lo que parecía ser un proyecto de vida en solitario hubo de abrirse a los que querían compartir su vida. Su llegada parece que supuso una ulterior clarificación y confirmación de su proyecto evangélico, como testimonian las fuentes biográficas y el mismo Francisco, cuando en su testamento dice:

«Y cuando el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio».

En breve tiempo vio aumentar el número de sus compañeros, con los que dio origen a su fraternidad: una comunidad de hermanos en la que se reunieron los grupos sociales más diversos: sabios doctores y simples iletrados, hombres de la jerarquía eclesiástica y laicos, gentes de la nueva burguesía y viejos nobles, ricos mercaderes y campesinos, reconciliando así una sociedad profundamente desgarrada. Inicialmente se identificaron y autodesignaron como penitentes voluntarios y predicadores itinerantes, viviendo una forma de vida calcada directamente de los textos del radicalismo evangélico del seguimiento de Cristo o «secuela de Cristo» y el Evangelio de la misión. Eran un grupo espontáneo, igualitario, informal, en el que los que llegan parecían tener una única pretensión: vivir el Evangelio como Francisco, y una única norma: la vida de Francisco.

El aumento numérico de los hermanos, la vida de cada día, con el relativo perfilarse de los objetivos comunitarios, hizo que su voluntad de «vivir según la forma del santo Evangelio», se concretara en algunos principios y normas elementales, como delimitación y configuración del ideal al interior del grupo, e instrumento de iniciación para los nuevos llegados. «Escribió entonces para sí y sus hermanos presentes y futuros -dice Tomás de Celano-, con sencillez y pocas palabras, una forma de vida y regla, sirviéndose sobre todo de textos del santo Evangelio, cuya perfección solamente deseaba. Añadió, con todo, algunas pocas cosas más, absolutamente necesarias para poder vivir santamente ("ad conversationis sanctae usum")».

Con esta Regla en sus manos, Francisco y sus primeros doce hermanos se presentaron en Roma, el año 1210, para obtener del papa Inocencio III la aprobación de su Fraternidad y su forma de vida, una aprobación nada fácil, no sólo por la más que probable indefinición de la Regla, sino también porque la fisionomía de su fraternidad se asemejaba demasiado a la de numerosos grupos pauperísticos heréticos, que estaban dando más de un quebradero de cabeza al papa; y ¿cómo olvidar que no cumplían algunos de los más elementales requisitos canónicos?: ¿dónde estaban los bienes muebles e inmuebles que habían de asegurar la vida de la fraternidad? El obispo Guido de Asís les había llamado ya la atención sobre ello, y Francisco, por respuesta, le había dicho:

«Si tuviéramos algunas posesiones necesitaríamos armas para defenderlas, y de ahí nacen las disputas y los pleitos, que suelen impedir de múltiples formas el amor a Dios y al prójimo».

Una cosa es cierta: el grupo que se presentó al papa a pedir su aprobación había hecho una opción decidida de poner en práctica el Evangelio de la misión y el radicalismo evangélico en el seguimiento de la pobreza y humildad de Cristo; una opción de muy probables contornos genéricos, pero que eran muy conscientes de no poder vivir en las estructuras tradicionales de la vida religiosa, poco sensibles a ciertos valores humanos y evangélicos que despuntaban en la nueva cultura y sociedad y en su lectura del Evangelio: la libertad, la igualdad y fraternidad, la pobreza y el servicio, el anuncio evangélico, la inserción en medio de las gentes, la movilidad, etc.

Francisco y sus hermanos se colocaban abiertamente del lado de las nuevas fuerzas e inquietudes eclesiales y sociales, negándose a asimilar su fraternidad a los viejos modelos de la vida monástica y canonical. Al mismo tiempo, sin embargo, tomaban sus distancias frente a estas nuevas fuerzas e inquietudes, que necesitaban también ser evangelizadas: la fraternidad, surgida en torno a él, es una comunidad igualitaria y fraterna, y la libertad es una de las grandes articulaciones de su proyecto de vida; pero, conocedor por propia experiencia del reverso de la nueva sociedad, rechaza de la manera más absoluta el imperio del dinero y el poder, y funda su ideal de vida fraterna no sobre la reivindicación de derechos, sino en la minoridad y el servicio, y en la oblatividad y el calor de la entrega de una madre: «Porque si la madre nutre y ama a su hijo carnal -se lee en el c. 6 de la Regla definitiva-, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno amar y nutrir a su hermano espiritual?». Con los movimientos punteros de reforma eclesial el santo y sus hermanos comparten el nuevo modelo de Iglesia y la opción religiosa por la pobreza; pero, frente a la pobreza de los reformadores, fruto de una polarización en el evangelio de la misión, que es arma de condena y exclusión y conduce al puritanismo y falso orgullo contestado, Francisco une pobreza y minoridad, Evangelio de la misión y bienaventuranzas, búsqueda de un orden nuevo y fraternidad.

Vencidas las lógicas resistencias, Francisco y sus hermanos consiguieron del papa Inocencio III la aprobación oral de su Regla y fraternidad. Poco después de su regreso de Roma se establecieron en Santa María de los Ángeles, que se convierte en la cuna de la Orden de los Hermanos Menores, centro de la vida y lugar de encuentro de la fraternidad, y gozará siempre de una especial predilección por parte del santo, que a él pide ser llevado para morir.

En 1212 Francisco recibe en su fraternidad, en Santa María de los Ángeles, a una joven de 18 años, Clara de Asís, hija de una de las familias nobles que el santo había contribuido a expulsar de Asís: su inspiración evangélica encontraba así acogida y expresión propia en el mundo femenino, y una profunda amistad y complementariedad carismática y espiritual unirá a ambos hasta el fin de sus días. La llegada de Clara, a la que se le unieron en seguida compañeras, parece haber obligado a Francisco a perfilar mayormente su proyecto de vida y a redefinirlo en su aplicación a Clara y sus hermanas, desde los supuestos de la vida monástico-contemplativa y de la presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad del siglo XIII.

La tradición quiere que también en estas fechas, y en el mismo lugar de Santa María de los Ángeles, naciera lo que más tarde se había de conocer como tercera orden franciscana.

* * *

TESTIGO Y PROFETA DEL EVANGELIO DE LA PAZ

Apenas se reunieron en torno a Francisco los primeros hermanos, los envió de dos en dos a anunciar a los hombres la paz y la penitencia, que fueron siempre, junto con la invitación a la alabanza de Dios, el objeto privilegiado de la predicación del santo, que concibe su misión y la de sus hermanos como una gran campaña por la paz, una cruzada de reconciliación, en una sociedad especialmente desgarrada, violenta e insolidaria. Él mismo quiso hacerse presente en el corazón de la violencia y de la guerra como mediador e instrumento de paz: quizá ya en Asís en el pacto firmado entre «mayores» y «menores» en 1210; en la paces firmadas en Gubbio entre el pueblo y algún bandido o un gran señor que tenía sometido y amedrentado al pueblo, y que, por una trasposición legendario-simbólica, podría haberse convertido en lobo; en la reconciliación entre las diversas facciones del pueblo en Arezzo; en Siena, en Perusa, en Bolonia, etc.

Y Francisco no podía permanecer insensible y al margen del gran conflicto que enfrentaba a la cristiandad y al Islam. En 1212, o en el año anterior, el santo quiso llegar hasta Siria llevando el anuncio del Evangelio y dar testimonio de la fe cristiana, pero el mar le devolvió a Italia. En 1213-1214 el santo vino a España con el propósito de llegar hasta Marruecos con idéntico fin, pero una enfermedad le obligó a regresar a Asís.

Entretanto, el papa Inocencio III, que trataba de recuperar Tierra Santa por vías diplomáticas sin conseguirlo, convocó el Concilio Lateranense IV (1215), con el objeto de emprender una reforma de la Iglesia y organizar la quinta cruzada, cuya partida se fijó para 1217. Francisco no enviará jamás a sus frailes como predicadores de la cruzada, y, aunque había enviado antes hermanos a Marruecos y a Siria, el año en que se iniciaba la cruzada prohibió enviar allí misioneros, para impedir el menor equívoco en el Islam. Y no habrá que olvidar otro hecho de especial trascendencia en este mismo sentido: en 1216 el santo había obtenido de Honorio III la indulgencia de la Porciúncula, por la que los pobres peregrinos tenían acceso a las mismas gracias espirituales que los cruzados.

En 1219 Francisco se embarcaba de nuevo con el propósito de ir entre los «sarracenos». En el mes de julio estaba en Acre, la capital del reino latino de Jerusalén, de donde pasó al campamento cruzado en Egipto, y en una tregua durante el asedio de Damieta, venciendo todo tipo de resistencias, pasó al campamento sarraceno y se encontró con el sultán Malek-Al-Kamil, por quien fue favorablemente acogido. Por lo general, los distintos testimonios sobre este encuentro o lo sitúan en un contexto de cruzada, o lo inscriben en el marco de la pasión de un hombre que busca el martirio; sin embargo, tras sus afirmaciones y las incongruencias de su testimonio hay un dato incontestable: ni los intereses de la cruzada, ni la búsqueda del martirio por parte del santo dan razón suficiente de los hechos: según dejan entender algunas fuentes, Francisco quiso parar la guerra y convencer a los jefes del ejército cristiano para que aceptaran las condiciones de paz del sultán; y si Francisco quiere ser martirizado -la pasión por el martirio es un signo de los tiempos en la iglesia de entonces-, no lo es como cruzado, sino como cristiano: su búsqueda del martirio como testimonio de la propia fe es de algún modo su objeción de conciencia, su anticruzada, ante todos aquellos que habían optado por la intolerancia de una guerra santa en uno y otro bando.

Este viaje a Oriente y el encuentro con el sultán debió marcar profundamente al santo y su experiencia espiritual; y así, aparte otras posibles influencias, aun cuando, con toda probabilidad, existía anteriormente un texto sobre la «misión ad gentes» en su Regla -la primera en contemplarla en la historia de la vida religiosa cristiana-, el capítulo 16 de Regla no-bulada parece hacerse eco del viaje de Francisco a Oriente y ser un replanteamiento de su pedagogía misionera. Se lee en dicho lugar:

«Y los hermanos que van [entre sarracenos y otros infieles], pueden vivir espiritualmente entre ellos de dos modos. Uno es, que no promuevan disputas ni controversias, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos. El otro es, que, cuando vean que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios para que crean en Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo».

Los hermanos tendrán que estar también preparados para asumir el rechazo, la persecución e incluso la muerte, que son una posibilidad, pero no algo expresamente buscado y tanto menos provocado: antes que mártires, los hermanos que van entre «sarracenos y otros infieles» han de ser confesores de su fe desde el servicio, el diálogo y la humildad, sabiendo dar razón de su esperanza.

El viaje de Francisco a Oriente y su encuentro con el Sultán, tal vez fue también determinante para él, para hacerle releer sus deseos de martirio: el martirio que buscaba entre los sarracenos lo encontraría en el día a día de su vida entre los hermanos, en la enfermedad, la contradicción e incluso la marginación, si bien sus biógrafos prefieren colocarlo, por su carácter excepcional, en la estigmatización del monte Alverna.

LA LARGA GESTACIÓN DE «LA REGIA Y VIDA»

Sea cual fuere el significado de la aprobación oral de la Regla por Inocencio III, ésta supuso plena libertad de acción para Francisco y sus hermanos, que no se sintieron en modo alguno vinculados a la letra de la misma. La Regla había de hacerse eco de la vida real de la fraternidad y precisar el espíritu animador de la misma, por lo que sus principios genéricos fueron concretándose al ritmo de la vida y de la progresiva definición de los mismos y sus modos de actuación. Los encuentros anuales de todos los hermanos en Santa María de los Ángeles, fueron el instrumento normal para completar y actualizar periódicamente la Regla.

Momentos significativos en su formación son, sin lugar a dudas, los años inmediatamente anteriores y siguientes a 1216. Lo exigían los múltiples cambios acaecidos en la vida de la fraternidad, como el aumento del número de los hermanos y la incorporación a la fraternidad de numerosos letrados (1215), la división de la fraternidad en provincias (1217), el envío de hermanos fuera de Italia y a tierras de misión (1217); y lo exigía también la aplicación a la vida de la orden de los acuerdos del Concilio Lateranense IV (1215) sobre la reforma de la Iglesia.

La etapa final en el desarrollo de la Regla ha de colocarse en los años 1219-1221, y particularmente entre la primavera de 1220 y 1221, en que San Francisco, movido por ciertos desórdenes acaecidos en su orden durante su ausencia en Oriente, y urgido por los ministros, que quieren una regla más orgánica y precisa que garantice el gobierno de los hermanos, puso manos a la obra para revisar la redacción de la regla, que se discutió y aprobó en el capítulo de Pentecostés de 1221, conocido como el «capítulo de las esteras», porque siendo unos cinco mil los hermanos menores que tomaron parte en él, hubieron de cobijarse en refugios hechos con esteras. En dicho capítulo participó por primera vez San Antonio de Padua, y a él asistió también Santo Domingo de Guzmán, como fundador de la orden hermana de los Predicadores.

A conclusión de este proceso nos encontramos con la llamada Regla no bulada o Regla de 1221, que poco tiene, ciertamente, de texto jurídico en sentido estricto: un escrito normativo-espiritual, lleno de lirismo, en el que se deja fuertemente sentir la personalidad y el ideal de Francisco. Destacan en él la voluntad de vivir la pobreza y humildad de Cristo, el ideal evangélico de la fraternidad, la comunión eclesial, la libertad concedida a los hermanos en el discernimiento espiritual, y el modo concreto como han de vivir su vocación religiosa: en una forma de existencia muy próxima a los socialmente pobres, que encuentra en el trabajo los medios de subsistencia y su particular modo de presencia cristiana y anuncio evangélico, siendo menores y sumisos a todos.

En torno a 1221 Francisco daba su sí en su orden, con la Regla para los Eremitorios, a una de sus grandes pasiones y «tentación» constante: la vida de retiro eremítico y contemplativo. Los hermanos que, de manera más o menos estable, quisieran llevar este género de vida podrían hacerlo, siempre que lograran armonizar la contemplación con el resto de las opciones prácticas y prioridades de su proyecto de vida: la fraternidad, la pobreza-minoridad, e incluso la misión-evangelización. El santo propone para ello el alternarse de todos los hermanos en los oficios de Marta y María; integrar el retiro eremítico con la oración y la comida en común, y el diálogo fraterno; pedir la comida como limosna los unos a los otros; y el trabajo de los que hacen de Marta con el que, además de asegurar su presencia evangelizadora entre las gentes, habían de conseguir lo necesario.

En los años inmediatamente siguientes a 1221 continuó el trabajo legislativo de Francisco y sus hermanos, a algunos de los cuales, especialmente los «ministros» (superiores), y tal vez al mismo Francisco, no les pareció, aunque presumiblemente por motivos diversos, que el texto de 1221 respondiera a las necesidades reales de la fraternidad. El santo, ayudado por fray Bonicio, jurista, y fray León, puso manos a la obra de la redacción de un nuevo texto de la Regla, aprobado mediante bula por el papa Honorio III el 29 de noviembre de 1223: un texto ciertamente más breve, mejor estructurado, más «jurídico», pero que, no obstante sus silencios con respecto a la Regla anterior y sus cambios de acento, deja oír continuamente la voz ardiente de Francisco en primera persona, y conserva íntegra la originalidad de su ideal de retorno al Evangelio, la frescura de su inspiración, la radicalidad de su forma de vida en el seguimiento de Cristo Siervo, y la libertad concedida a los hermanos, teniendo como preocupación máxima la docilidad al «Espíritu del Señor» a quien el santo quería que se considerara «el ministro general de la orden».

* * *

«EN MEDIO DE UNA NOCHE CERRADA»

En la primavera o verano de 1220, San Francisco regresó de Oriente, apremiado por diversos desórdenes que, en su ausencia, surgieron en su orden, particularmente el multiplicarse de los hermanos que vivían al margen de la obediencia, y los cambios que los vicarios del santo habían introducido en la vida de la orden y en su regla asimilándolas a las antiguas órdenes y reglas monásticas. Todo ello nacía de la necesidad de poner un poco de orden en un grupo que había crecido vertiginosamente, hasta alcanzar en 1221 el número aproximado de tres mil hermanos, y de una cierta «anarquía» -fruto del protagonismo concedido por la regla al discernimiento en la vida de cada hermano, de las relaciones horizontales, de la prioridad de las «estructuras psicoafectivas» y la propia responsabilidad e incondicionalidad, sobre las estructuras de tipo organizativo y jurídico-, como nacía también, y en no menor medida, de la insuficiente asimilación e identificación con el ideal y proyecto de vida de Francisco, alimentado por la falta de la institucionalización de un período de formación inicial.

El santo consiguió del papa Honorio III, que le diera, en la persona del cardenal Hugolino -el futuro Gregorio IX-, un «cardenal protector y corrector» de su fraternidad, bajo cuyo aliento e inspiración se llevaron a cabo una serie de reformas y se anularon los cambios introducidos en ausencia de Francisco. Poco después Francisco renunciaba al gobierno de su fraternidad, dejándolo en manos de uno de los compañeros de primera hora, Pedro Catáneo. Los motivos aducidos para su renuncia fueron, según los biógrafos, su quebrantada salud -que, siempre delicada, se había visto diezmada con ocasión de su viaje a Oriente-, y su voluntad de permanecer en su condición de menor: los problemas de su fraternidad exigían una autoridad competente, capaz de gobernar, de corregir abusos y tomar medidas de fuerza, y ése, aunque pudiera ser necesario, no era su camino. Prefirió seguir al frente de su fraternidad como guía y líder carismático, con su autoridad moral y espiritual, defendiendo su ideal y la originalidad de su inspiración y personificando de manera ejemplar la forma de vida franciscana, al tiempo que acometía la tarea de una nueva redacción de la Regla.

Hecha y aprobada la Regla definitiva, Francisco le dejó a ella todo el protagonismo en la definición de la forma de vida y como norma y juicio sobre la vida concreta de su fraternidad. Ésta siguió creciendo vertiginosamente, al tiempo que tenía que afrontar nuevas situaciones, algunas de las cuales, como la creciente clericalización y el progresivo establecimiento en casas y lugares fijos, que exigían acierto y discernimiento para poder asumirlas desde la «forma del santo Evangelio». El hecho llegó a turbar a Francisco cuando se dio cuenta de que la actitud tomada por algunos de los hermanos ante las nuevas situaciones, ponía en peligro la originalidad de su inspiración: que vivir en el seno de la Iglesia, en medio del mundo, un proyecto de radicalidad evangélica, en la oración, la pobreza-minoridad, la fraternidad y el anuncio del Evangelio, era la principal misión y servicio eclesial de su fraternidad, y, por ello, no podía subordinarse la radicalidad de la forma de vida a los múltiples servicios concretos, apostólicos o de caridad, que, con casi ilimitada libertad, podían llevar a cabo los hermanos según su regla.

En el relato de la Verdadera alegría San Francisco nos ha dejado un testimonio vivo del drama que entonces le atenazaba interiormente. En esta página de sus escritos encontramos el lenguaje simbólico de la experiencia humana y espiritual del santo «en medio de la noche cerrada -como la llama él en este relato- de la crisis de sus últimos años, y la reafirmación de su ideal evangélico: porque la verdadera alegría no está en el éxito apostólico de la orden o en la santidad de su fundador; no está en la influencia sociopolítica o en el prestigio institucional por el alto nivel cultural de sus miembros -la entrada en la orden de los reyes de Francia y de Inglaterra, y de los maestros de la Universidad de París-, sino en permanecer imperturbablemente fiel a la propia condición de hermano y menor.

Poco a poco se fue abriendo paso en la vida de Francisco una profunda crisis espiritual. En el fondo de todo había un serio cuestionamiento sobre el sentido de su vida y su obra, y sobre su fidelidad. Ahora que los hermanos se hallaban divididos en la interpretación de su ideal y misión -unos y otros movidos por un sincero deseo de servir a la causa del Evangelio y a Iglesia-, ¿dónde estaba la voluntad de Dios?; al defender su postura, ¿no estaría él defendiendo su obra y no la de Dios? Y Dios parecía callar. La crisis se hizo tan aguda, que el santo llegó a dudar de su salvación. Pero Dios le guiaba en medio de la noche: era ésta la hora de su máxima desapropiación, la hora de la victoria de la fe confiada.

EN LAS CUMBRES DE LA EXPERIENCIA DEL ESPÍRITU

Diezmado por sus múltiples enfermedades y forzado tal vez por su drama interior, Francisco dio rienda suelta en sus últimos años a su veta de contemplativo, viviendo vida eremítica en el retiro de los eremitorios, que sólo ocasionalmente abandona para llevar a cabo breves campañas de predicación popular. Merecen destacarse dos hechos de especial importancia en esta época de su vida, como expresión concreta de las cimas de madurez alcanzadas en su experiencia espiritual de seguimiento e identificación con «la pobreza y humildad» de Cristo.

El primero es la celebración de la Navidad en el eremitorio de Greccio, en diciembre de 1223, con un belén viviente, porque, según refiere Celano, deseaba celebrar la memoria del Niño nacido en Belén contemplando de alguna manera con sus ojos «lo que sufrió en su invalidez de Niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado entre el buey y la mula». El hecho, aunque cuenta con algunos precedentes históricos, ha sido tradicionalmente considerado como el origen de los belenes navideños.

El segundo es la estigmatización en el monte Alverna, en septiembre de 1224. Se trata de un «mimo» más, esta vez hecho carne en su carne, de la sublime condescendencia amorosa y humildad de Dios en su pasión, y una expresión singular de su identificación con Cristo Siervo. Deseando ardientemente gustar de alguna manera los sentimientos de Cristo en su pasión, contemplando al Traspasado, él mismo se vio llagado en pies, manos y costado. Hasta nosotros ha llegado la oración que, a manera de Tedeum, brotó entonces de su corazón, escrita para su compañero y amigo el hermano León, turbado por una tentación: las Alabanzas al Dios Altísimo. Se trata de una de sus oraciones más originales, y en la que se refleja toda la densidad afectiva y teologal de la experiencia contemplativa del santo. A León tentado no responde Francisco con exorcismos o invocaciones contra Satán, sino con un canto a Dios, con el lenguaje y la sintaxis de los místicos, en el que Dios lo llena todo, y no hay posibilidad alguna de vuelta sobre uno mismo:

«Tú eres el bien,
el todo bien, el sumo bien,
Señor Dios vivo y verdadero.
Tú eres el amor, la caridad,
tú eres la sabiduría,
tú eres la humildad,
tú eres la paciencia...
tú eres el descanso,
tú eres el gozo,
tú eres nuestra esperanza y alegría,
tú eres la justicia,
tú eres la templanza,
tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción...»

* * *

MUERTE Y GLORIFICACIÓN

Durante los tres últimos años de su vida, y no obstante los cuidados que le prodigaron los que le acompañaban y el esfuerzo de los médicos, la enfermedad -a la que se le añadieron los dolores de los estigmas- fue compañera inseparable de San Francisco.

En los primeros meses de 1225, antes de emprender viaje a Rieti, donde los hermanos quisieron que se sometiera a cuidados médicos especializados, Francisco pasó a San Damián para despedirse de Clara y sus hermanas. Un ataque de conjuntivitis tracomatosa lo retuvo allí varios meses, encerrado en una choza, para verse libre de la luz. Fue en San Damián donde se abrió paso la luz en el horizonte de su espíritu, en medio de su crisis espiritual. Sin duda que no fue ajena a ello la hermana Clara, quien hizo comprender a Francisco que la paz del corazón, que brota de la entrega confiada a Dios, es la forma suprema de la pobreza. Y una noche de acerbísimos dolores y de ratones, el cielo se abrió y se le hizo certeza la que fue una de las convicciones más firmes de su vida: la absoluta gratuidad del amor de Dios, que «por su sola misericordia nos salvará». Compuso entonces, en una explosión de júbilo y entusiasmo, la primera parte de su Cántico de las criaturas.

Poco después, antes de salir de Rieti o a su regreso a Asís, añadió a su Cántico la estrofa sobre la paz:

«Loado seas, mi Señor, por los que perdonan por tu amor,
y sufren enfermedad y tribulación.
Bienaventurados aquellos que las sufren en paz,
pues por ti, Altísimo, coronados serán».

Las fuentes biográficas dejan constancia de las circunstancias. Se originó una grave discordia entre el obispo Guido y el alcalde de Asís. El motivo era una nueva guerra con Perusa, en la que Asís tomó partido contra el parecer del obispo. Uno y otro recurrieron a la fuerza: el obispo excomulgando al alcalde, y éste imponiendo a los ciudadanos el boicot al obispo. Francisco, desde el lecho de su enfermedad, organizó un singular acto de pacificación: añadió unos versos a su Cántico y mandó a sus hermanos a cantarlos, en su nombre, en la plaza, después de haber pasado invitación a ambas autoridades. Y hubo reconciliación.

Estando en el Valle de Rieti, uno de los médicos aconsejó la cauterización para aliviar los dolores de su conjuntivitis tracomatosa, que le había dejado ya casi completamente ciego. Y Francisco se sometió a ella, no sin antes pedir al «hermano fuego» que fuera indulgente con él. La intervención, que supuso al santo un sufrimiento inimaginable, no tuvo ningún éxito.

En la primavera de 1226, en un nuevo intento por aliviarle el sufrimiento de sus múltiples enfermedades, le llevaron a Siena a un médico de la corte pontificia. Las molestias del viaje agravaron su estado, haciendo pensar que su final era inminente, por lo que Francisco dictó entonces una especie de testamento para sus hermanos, como memorial de su voluntad y sus intenciones:

«Como a causa de la debilidad y el dolor de la enfermedad, no me encuentro con fuerzas para hablar, declaro brevemente mi voluntad a mis hermanos con estas tres palabras: que, en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, se amen siempre mutuamente; que amen siempre a nuestra señora la santa pobreza y la observen; y que vivan siempre fíeles y sujetos a los prelados y a todos los clérigos de la santa madre Iglesia».

Restablecido un poco, se emprendió el camino de regreso a Asís. Después de una breve estancia en el palacio del obispo Guido, el santo -que como tal era ya generalmente considerado por sus conciudadanos- pidió ser trasladado a Santa María de los Ángeles. Días más tarde, conocedor de la proximidad de su muerte, añadió a su Cántico de las criaturas la última estrofa: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal... »; la última estrofa para la última hermana en abrazar, más hermana si cabe que el resto de las criaturas, pues nunca Dios Padre estuvo tan cerca.

Pocos días antes de su muerte dictó su testamento definitivo, el último gesto del santo por traducir su magisterio espiritual y ejemplar en un texto que pudiera sobrevivir a su muerte. Y en la serenidad del atardecer del 3 de octubre, después de abrazar de nuevo a la pobreza haciéndose colocar sobre la desnuda tierra, y bendecir y exhortar a la fidelidad en su camino evangélico a todos sus hermanos -que ya eran unos cinco mil, distribuidos por los más diversos lugares de la vieja Europa y el Norte de África-, se durmió en el Señor. Al día siguiente tuvo lugar el traslado de su cuerpo a la iglesia de San Jorge, dentro de los muros de la ciudad, donde fue sepultado. Clara y sus hermanas pudieron darle su último adiós a su paso por San Damián.

El 16 de julio de 1228, el papa Gregorio IX procedía a la canonización del santo en Asís, y con la bula Mira circa nos, fechada en Perusa el 19 del mismo mes y año, ordenaba a toda la Iglesia que celebrara «devotamente y con toda solemnidad» la fiesta del santo el 4 de octubre de cada año. Desde 1337 la orden franciscana celebra también el 17 de septiembre la fiesta de «la impresión de las llagas de San Francisco», instituida por el papa Benedicto XII e introducida en el Martirologio Romano por San Pío V; y hasta la reciente reforma del calendario litúrgico, celebraba también anualmente la traslación del cuerpo del santo, el 25 de mayo de 1230, a la basílica que lleva su nombre en Asís, construida con tal fin.

En seguida su culto se extendió por todo el orbe católico, debido tanto a la santidad de Francisco, como a la difusión de su orden, llegando a ser durante siglos uno de los santos más conocidos y venerados. A ello contribuyeron también de manera determinante la literatura y el arte. La difusión de su culto dio origen a que numerosos grupos, pueblos y ciudades -a los que en ocasiones da incluso nombre- lo consideraran su patrono. El 16 de septiembre de 1916, Benedicto XV lo declaró patrono de la Acción Católica italiana, y Pío XII, con la bula Licet commissa del 18 de junio de 1939, patrón de Italia.

Con la bula Inter sanctos, del 13 de noviembre de 1979, el papa Juan Pablo II declaraba al santo patrono de los ecologistas; y el mismo papa, el 27 de octubre de 1986, convocaba en Asís, en torno a la figura de San Francisco, a los líderes de todas las grandes religiones de la tierra, para orar por la paz, dando con ello origen a la jornada por la Paz «en el espíritu de Asís», que desde entonces se celebra anualmente en la misma fecha.

ESCRITOS DE SAN FRANCISCO

De San Francisco de Asís ha llegado hasta nosotros un significativo número de escritos, que durante siglos permanecieron en la sombra, incluso para muchos cristianos cultos, historiadores y teólogos, mientras se transmitía del santo una imagen hagiográfico-legendaria que hacía de él un modelo de ascesis y santidad individuales, absolutamente excepcional y por ello inimitable. Afortunadamente, hoy estos escritos han conseguido la importancia que se merecen, considerándose la fuente primera para conocer la manera de ver la vida evangélica del santo, su proyecto de vida, y su experiencia humana y religiosa, en los que ellos nos introducen directamente, sin la mediación interpretativa e incluso de parte de sus biógrafos. Este reconocimiento de la importancia de sus escritos cuenta con el aval del propio santo, a quien la conciencia de la autenticidad y originalidad evangélica de su inspiración y de su misión profética, le lleva a pedir que se conserven, traigan frecuentemente a la memoria, se hagan copias de ellos y se distribuyan.

Los escritos de San Francisco pertenecen a géneros literarios diversos: junto a textos legislativos pueden verse escritos testamentarios, oraciones, cartas y exhortaciones espirituales; hay textos en prosa y textos poéticos, entre los cuales se encuentran el Cántico de las criaturas y la Exhortación cantada a Santa Clara y sus hermanas, que en su origen pertenecían también al género musical, cultivado particularmente por el santo. Por otra parte, estos escritos no son en modo alguno una obra orgánica y estructurada, sino, «opúsculos» de carácter, oportunidad y orientación muy diversos, si bien cabe estructurarlos en cinco bloques: oraciones, cartas, avisos espirituales, textos legislativos y últimas voluntades.

Son diez los textos de Francisco considerados como escritos-oración. En ellos vibra sin igual el secreto de este hombre singular, enajenado y seducido por Dios, que, con un constante y prolongado balbuceo de términos trata de cantar y celebrar al «Altísimo, omnipotente y buen Señor»; y en ellos se deja sentir en directo toda la hondura de la experiencia espiritual del santo, de quien el biógrafo Celano pudo decir que «estaba hecho todo él no ya sólo orante sino oración». Merecen destacarse la Oración ante el Cristo de San Damián, que las fuentes franciscanas ponen en boca del santo al inicio de su conversión; el Cántico de las criaturas, el texto más conocido de todos los del santo; las Alabanzas al Dios altísimo y la Bendición al hermano León, surgidas ambas del corazón de Francisco en el marco de su estigmatización en el monte Alverna.

Sus cartas constituyen un conjunto que nos acerca a la personalidad humana y espiritual de Francisco de Asís como Hermano Menor, ministro y guía de su fraternidad, maestro espiritual, y «vir cathólicus et totus apostólicus», como le celebra la liturgia. En razón de sus destinatarios y contenido cabe clasificarlas en varios grupos. Están por una parte las Cartas a los clérigos, la Carta a las autoridades de los pueblos, y las Cartas a los custodios, todas ellas circulares, con idéntica motivación y objetivo: la participación de Francisco en la «cruzada eucarística» del papa Honorio III. Un segundo grupo lo forman la Carta a un ministro -considerada como una de las obras maestras del realismo cristiano de todos los tiempos-, la Carta a toda la orden y la Carta al hermano Antonio (San Antonio de Padua), cartas que el santo escribe en su condición de ministro y guía espiritual de su fraternidad. Un tercer bloque estaría formado por la Carta a los fieles en su doble redacción, considerada por algunos la «norma de vida» que, según los primeros biógrafos, habría dado San Francisco a los penitentes acogidos bajo su guía e inspiración -al origen de la Tercera Orden Franciscana-, mientras que otros defienden el destino universal de la carta, y con ello de la propuesta de vida evangélica que en ella hace el santo. Finalmente, como expresión de la correspondencia íntima y de amistad de Francisco, está la Carta al hermano León, de la que se conserva el original autógrafo.

El conjunto de los avisos espirituales lo forman las llamadas Admoniciones y la Verdadera alegría. Las Admoniciones son consideradas generalmente «reportationes» de los sermones y exhortaciones de Francisco, pronunciadas en ocasiones y circunstancias diversas. Nos introducen en su experiencia de discernimiento en el camino del espíritu y de los dinamismos de la vida cristiana, siendo un verdadero tratado maestro. Por su parte, la Verdadera alegría -una de las páginas más bellas e impresionantes no sólo de los escritos de Francisco de Asís, sino de toda la literatura cristiana- nos introduce en la experiencia humana y espiritual del santo en medio de la crisis de sus últimos años, su sentimiento real de marginación y la afirmación imperturbable de su condición de hermano, la reafirmación de su ideal de vida y la aceptación condescendiente -en la desapropiación total y la verdadera paz del espíritu- de la dura realidad que se impone y a la que el ideal ha de pagar siempre un precio de frustración.

El bloque de sus escritos legislativos lo componen la Forma de vida para santa Clara, la Regla para los eremitorios, la Regla no-bulada, la Regla bulada, y las Normas sobre el ayuno a Santa Clara. Estos textos van considerados justamente como textos legislativos, en cuanto traducen en concreta forma de vida y norma la llamada hecha por el Espíritu a Francisco de Asís a «vivir según la forma del santo Evangelio». Distan mucho, sin embargo, de ser textos estrictamente jurídicos: su secreto está en colocarse de manera equidistante entre el legalismo -que sofoca la inspiración, ahoga la vida, y reduce indebidamente la radicalidad evangélica-, y la pura exhortación espiritual, que se reduce a proponer y reclamar meras actitudes interiores y modos de sentir.

El primer texto escrito de sus últimas recomendaciones es la Exhortación cantada a Clara y sus hermanas, que el santo habría compuesto estando en San Damián en los días en los que compuso la primera parte del Cántico de las criaturas. Le sigue en el tiempo el Testamento de Siena -citado más arriba-, así llamado por haberlo dictado Francisco estando en Siena, adonde le habían llevado en la primavera de 1226, para asegurarle asistencia médica. El más importante de los escritos en los que San Francisco dejó sus últimas voluntades es el conocido sencillamente como Testamento, la última y definitiva expresión de su voluntad para sus hermanos, escrito bajo dictado del santo a las puertas mismas de su muerte, en los últimos días del mes de septiembre de 1226, o en los primerísimos del mes de octubre. En idénticas circunstancias habría visto también la luz la Última voluntad para Clara y sus hermanas, y otro tanto cabe decir de la Bendición al hermano Bernardo, que se inscribe en el marco de los numerosos gestos simbólicos del santo en sus últimos días, con los que junto a la norma jurídica de la Regla deja el testamento con su evocación emocionada de la vida de la primitiva fraternidad, y junto a la autoridad jurídica de la orden en la persona del hermano Elías, la autoridad moral de la vida y el ejemplo de Bernardo de Quintaval.

Aunque nunca se ha incluido a Francisco de Asís entre los teólogos, la lectura atenta de sus escritos nos lleva a considerarlo como tal, si bien la suya no es «teología-ciencia sino fe inteligente» (N. Nguyen van Khanh) que nace y se alimenta de la experiencia contemplativa, de la docilidad al Espíritu y la conciencia refleja de la obra interior que va realizando en él, y de la fidelidad a la «forma del santo Evangelio». Los grandes maestros franciscanos, a partir de San Buenaventura, reconocieron a San Francisco como el iniciador de una «escuela de espiritualidad» y elaboraron un sistema de pensamiento atento a las intuiciones teológico-espirituales de su santo fundador.

RASGOS MÁS SALIENTES
DE SU PERSONALIDAD HUMANA Y ESPIRITUAL

Es un hecho que cada generación ha tenido su San Francisco: pacificador en tiempos de luchas y guerras; pobre y libre en época de desviaciones morales...; hay un San Francisco romántico, como hay un San Francisco reformador social, y hoy se consolida la imagen de un Francisco de Asís pacifista y ecologista. Y aunque ello pueda ser debido al hecho de que, como las obras maestras, Francisco no es patrimonio exclusivo de nadie, y que, al haber encarnado de un modo singular lo mejor de la condición humana, todo el que se acerca a él con respeto y afecto descubre nuevas riquezas, ¿no habrá que pensar que, tal vez, no sea el San Francisco de la historia aquél con el que cada uno encuentra, sino «su» San Francisco, o el San Francisco de la nostalgia?

Desvelar el misterio Francisco de Asís no se da a superficiales e ingenuos: requiere extremar los cuidados en orden a individuar el corazón y las verdaderas raíces de su biografía y su proyecto, sin lo cual se convierte fácilmente en arcilla moldeable a todos los gustos. En esta tarea son determinantes sus escritos. Todos ellos, incluso los que a primera vista parecen menos personales o puro centón de textos bíblicos, nos ofrecen aspectos de interés en orden a perfilar con cierta amplitud y rigor la figura, el ideal y la experiencia espiritual de su autor.

He aquí, de la mano de sus escritos y haciendo de ellos piedra de toque para decantar la imagen plural y, en ocasiones, contrapuesta que los primitivos biógrafos dan de él, algunos de los rasgos más significativos de la personalidad humana y espiritual de San Francisco.

El peregrino del absoluto, como le llamó con acierto el teólogo dominico Yves Congar. Francisco de Asís es, ante todo y sobre todo, un hombre profundamente marcado por el deseo ardiente y purificado de lo divino, por la experiencia del Dios Trino, «omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios», hecho cercanía amorosa a los hombres, «todo bien, sumo bien, bien total», en la pobreza y humildad de Cristo. Esto es algo que fluye espontáneamente en todos sus escritos, y particularmente en sus oraciones, y que el santo trata por todos los medios de inculcar en sus hermanos:

«Ninguna otra cosa deseemos -escribe en el capítulo 23 de la Regla de 1221-, ninguna otra queramos, ninguna otra nos agrade y deleite sino nuestro creador, salvador y redentor, el sólo verdadero Dios, que es bien pleno, todo bien, bien total...».

Cuando habla de Dios o se refiere a su experiencia de él se acumulan en su voz y en su pluma los términos para designarle, y ello, no sólo ni principalmente porque es «el innombrable», sino también y sobre todo porque es «el nunca bastante»». Las Alabanzas al Dios altísimo y el capítulo 23 de la Regla no-bulada son prueba suficiente de ello: el que habla es un contemplativo, un testigo que «ha visto y oído».

Y la experiencia de Dios como el único absoluto y el todo bien, posee en Francisco unas connotaciones de radical gratuidad, que libera su relación con él, tanto de la tentación del uso de Dios, como de todo perfeccionismo, servilismo o pesado imperativo ético, introduciéndolo en la lógica del amor y de la libertad. Aquí se esconden las raíces de su radical libertad frente a todos y a todo, de su espíritu fraterno y hasta de su misma alegría. No habrá que olvidar que la alegría es también un rasgo distintivo de Francisco, que, colocándose abiertamente en contra de una idea que estaba entonces en el ambiente, y cuya mejor expresión era el austero rigor de la penitencia y la tristeza de los cátaros, exige a sus hermanos en la Regla:

«Y guárdense de mostrarse exteriormente tristes e hipócritamente sombríos; antes bien, muéstrense gozosos en el Señor, alegres y convenientemente agradables».

El discípulo fiel de Cristo Siervo. En la biografía y el mensaje de San Francisco llama poderosamente la atención su firme voluntad de hacer de su experiencia humana y espiritual una experiencia de discipulado, de seguimiento de Cristo. Toda lectura del proyecto y la vida del santo en clave de valores, por muy importantes que sean, que no ponga el acento en la centralidad del seguimiento fiel de la «pobreza y humildad» de Cristo, es claramente deformante: en todos sus actos Francisco interpreta a Cristo, pero no como un actor que representa formalmente un personaje, sino como un discípulo enamorado que espontáneamente imita, mima.

El hombre evangélico. Destaca también poderosamente en San Francisco y cautiva su empeño por dar vida a la palabra del Evangelio, haciendo recobrar su vigor a sus palabras gastadas y domesticadas. La conversión del santo madura en la escucha del Evangelio; cuando haya de discernir las vocaciones, o enviar a sus hermanos en misión, en los momentos de desolación..., y en el momento de su muerte, Francisco hará del Evangelio su ciencia, su biblioteca y su forma de vida. La «regla y vida de los Hermanos Menores -escribe dando inicio a su Regla-, es ésta: observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin propio y en castidad». Y frente a toda reducción de las exigencias evangélicas a meras actitudes interiores, modos de sentir, y a toda reducción del Evangelio a ideología o estética, su regla hace de él concreta forma de vida y acción. Francisco no propugna, sin embargo, la pura observancia literal del Evangelio, siempre crispada, perfeccionista y fundamentalista, y, pese a cierto literalismo práctico que puntualmente se aprecia en él, su lectura de la Palabra de Dios -a la que considera lugar de presencia real de Dios y del Hijo de Dios y venera como a la misma Eucaristía-, es una lectura espiritual, según el Espíritu, como recuerda en su séptima admonición.

«Vir cathólicus et totus apostólicus», como lo celebra una de las antífonas del propio de la orden franciscana para la fiesta del santo, compuesta por fray Julián de Spira en 1232. La comunión eclesial es, sin lugar a dudas, otro de los aspectos más salientes de la vida y el proyecto de San Francisco. Él hizo suyo, ciertamente, el nuevo modelo de Iglesia de los movimientos pauperísticos y también su nueva forma de vida religiosa, modelada no según la Ecclesiae primitivae forma, sino sobre la Forma sancti Evangelii, con la renuncia a la posesión en común, el anuncio itinerante del Evangelio, la inserción en la vida del pueblo, las relaciones fraternas e igualitarias, el trabajo manual, etc. Pero es notable su ruptura con respecto a estos mismos movimientos, tanto en razón de su plena comunión eclesial, como por el carácter de su contestación: frente a un ideal de vida según el santo Evangelio convertido en arma arrojadiza contra la jerarquía eclesiástica, a la que se termina rechazando, Francisco une indisolublemente pobreza y minoridad, Evangelio y comunión eclesial, como dice, recapitulando los centros de fidelidad de su vida y la de sus hermanos, al final de la Regla definitiva:

«Para que siempre sometidos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, observemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos».

La dama pobreza del Sacrum commercium, con la que San Francisco se desposa, no es sólo la alegoría de la virtud de la pobreza, sino la Iglesia misma, esposa de Cristo. En sus escritos no se encuentra la más mínima palabra de crítica expresa contra ella, sin ser por ello menor su contestación, que es siempre la puesta en positivo de lo negativo que no acepta y lucha ardiente por la defensa de la originalidad de su inspiración y su carisma eclesial.

San Francisco es también un hombre cautivado por el anuncio del Evangelio, desde la radicalidad evangélica de la propia forma de vida y la palabra: «vir totus apostólicus». La llamada del Cristo de San Damián era misionera, como misionera era también la vocación confirmada en la escucha del Evangelio de la misión en Santa María de los Ángeles. Hombre concreto y visual, Francisco ve su misión en la misión de Cristo, el enviado, evangelio y evangelizador. Su concepción de la misión brota de su contemplación del abajamiento libre y voluntario que llevó a Cristo a asumir la condición del Siervo. Por ello, para Francisco anunciar el Evangelio antes que un concreto quehacer es el fruto espontáneo, natural, de la adoración, la pobreza y la fraternidad.

El hermano. En el inconsciente colectivo de multitud de hombres y mujeres, San Francisco ha sido, es y seguirá siendo, aquel que hizo verdad uno de los sueños más profundos e irrenunciables del hombre: la fraternidad. Sus mismos biógrafos tienden a presentar su proceso humano y espiritual como el paso progresivo de un hombre de guerra y soñador de gloria militar, a un hombre de paz, lo que, sin lugar a dudas, significó para él una dura conversión, tan exigente como la del rico mercader en el «Poverello». De la fraternidad hizo una de las cuatro prioridades prácticas de su proyecto de vida, que lleva a cabo, en primer lugar, creando en torno a sí una singular comunidad de hermanos: en la igualdad, la exclusión de todo dominio, el servicio y la obediencia recíprocos, el respeto de las diferencias, el afecto mutuo, y la predilección por los enfermos, los débiles, los pecadores, expresión privilegiada de la gratuidad de su vida fraterna. Y en el centro de la trama cotidiana pone el perdón, un acto lúcido creador de reconciliación fraterna. Será éste un especial servicio del ministerio de animación de la autoridad:

«Que no haya en el mundo un hermano -escribe Francisco en la Carta a un Ministro- que habiendo pecado todo lo que pudiera pecar, se aleje jamás de ti, después de haber visto tus ojos, sin tu misericordia, si es que busca misericordia. Y, si no buscara misericordia, pregúntale tú si la quiere. Y si mil veces volviere a pecar ante tus ojos, ámale más que a mí».

Su opción por la fraternidad busca también tener con los demás la misma comunión que los hermanos tienen entre sí, y se concreta en la comunión de suerte y destino con los que la sociedad deja tirados al borde del camino, y en la renuncia a toda forma de poder material y espiritual y a toda forma de violencia como estrategia, presentándose siempre como hermano menor, a quien nadie teme, porque sólo busca servir y no dominar:

«Exhorto a mis hermanos, a que, cuando van por el mundo -escribe en su Regla-, no litiguen, no se enfrenten a nadie de palabra, ni juzguen a otros, sino sean apacibles, pacíficos y mesurados, mansos y humildes...».

En la experiencia de Francisco y en su proyecto, la fraternidad entraña también una opción positiva de pacificación y reconciliación, con la palabra y con los gestos. El mismo Francisco quiso hacerse presente, como ya vimos, en el corazón de la violencia y de la guerra como mediador e instrumento de paz. Su ida a Oriente es una misión de paz, y una contestación testimonial de la violencia en nombre de Cristo.

Pero la fraternidad en Francisco trasciende el campo de lo humano y se vive también en la comunión fraterna, afectiva y efectiva, con la naturaleza, que no deja de presentarle su cara hosca a causa de su extremada pobreza. Los primeros biógrafos del santo son, en general, generosos a la hora de ofrecer testimonios concretos de su relación fraternal con los seres de la creación: a todos ellos los llama hermanos, recoge a los gusanos del camino para que no los pisen, sueña con pedir al emperador un decreto por el que prohíba capturar a las alondras y demás avecillas... Idéntica es su actitud con las criaturas insensibles e inanimadas: prohíbe cortar de raíz los árboles con la esperanza de que puedan retoñar, manda al hortelano que deje franjas del huerto sin cultivar para que pueda crecer libremente todo tipo de hierbas... Con razón pudo decir Max Scheler que en Francisco se dio una interpretación afectiva e intuitiva de la relación con la naturaleza, el hombre y Dios, esencial y cualitativamente distinta de todo lo que encontramos en la historia del Occidente cristiano, que en su relación con la creación se mueve ambiguamente entre el dominio genesíaco -someted y dominad la tierra-, y el desprecio ascético y dualista de la misma. Francisco va a Dios no desde el desprecio de las cosas, sino desde la comunión.

Se olvida con frecuencia que el espíritu fraterno de San Francisco, y su respeto y comunión con las criaturas son el fruto de una semilla que, arrojada en tierra, pasó por la muerte, y fruto de un largo y exigente aprendizaje de desprendimiento y reconciliación. Es obligada aquí la referencia a su Cántico de las criaturas, que señala el punto álgido de su aprendizaje de desprendimiento y reconciliación. La unilateralidad en su contemplación de las criaturas -sólo ve en ellas su dimensión positiva- habla más del alma reconciliada y unificada de Francisco que de las mismas criaturas, porque el Cántico brota de la reconciliación con la propia arqueología, con las profundidades últimas de su ser, mediante la reconducción de los instintos de poder y poseer, y la reconciliación con la propia historia, leída como la historia de una fidelidad: la fidelidad de Dios.

Un pobre que canta. La pobreza, como es de todos conocido, posee un indiscutible encanto en la palabra y en la vida de Francisco. El porqué de su predilección afectiva y práctica por la pobreza está, sin lugar a dudas, en la densidad sin igual que ésta tiene para él: es, ante todo y sobre todo, la pobreza de una persona, la «pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo», la forma de la condescendencia asombrosa de Dios en nuestra historia; y es también un atajo en la vida del espíritu, pues es el subsuelo de las virtudes teologales.

Y porque su pobreza no es primordialmente renuncia sino comunión, va en él unida a la alegría y al canto. De hecho, en sus escritos, su voz se carga de lirismo, el lirismo con el que canta su experiencia de Dios, cuando habla de ella o la recomienda a sus hermanos, en ella está «la verdadera alegría», la alegría de la comunión.

«Vuestro pequeñuelo siervo». Así se autodesigna Francisco en repetidas ocasiones en sus cartas, como expresión de su abierta renuncia a toda forma de poder material y espiritual, y a toda forma de afirmación desde sí y las propias obras ante Dios: la minoridad. La minoridad comporta un modo concreto de situarse, primero ante Dios y después ante los hombres; es la apertura incondicional a Dios en línea con la primera bienaventuranza; la proclamación de la gratuidad más absoluta de Dios y de todo su obrar, pues él es y de él procede «todo bien». Por ello Francisco se siente siempre ante Dios, al margen de todo servilismo, como el «siervo inútil», y ante los demás se presenta siempre sin armas defensivas ni ofensivas, como el humilde servidor de todos. La minoridad es también predilección y comunión con los pobres y los pequeños, como lugar privilegiado de la acción soberana de Dios, renunciando incluso a creer en la fuerza salvadora de la propia pequeñez e indigencia, o a hacer de ellas un derecho a la misericordia de Dios.

La lista de los rasgos que definen la personalidad humana y espiritual de San Francisco podría, sin lugar a dudas, continuarse. Pero baste, como conclusión, decir que la lectura de sus escritos nos deja entrever el secreto de la excepcional talla humana y cristiana de su autor -no exento, ciertamente, de las contradicciones propias de todo lo humano- en sus grandes síntesis: la síntesis de ser él mismo y ser servidor humilde de todos; de libertad y creatividad evangélicas, y de obediencia; de la conciencia viva de la propia pequeñez y pecado, y la conciencia no menos aguda de haber recibido del Altísimo una misión única; las síntesis entre ideal y realidad, radicalismo evangélico y aceptación del límite humano, defensa ardiente de la propia forma de vida y condescendencia; incondicionalidad del propio seguimiento de Cristo y reconocimiento de la soberanía de la gracia; comunión con Dios y amor fraterno hecho de verdadero cariño, pobreza y alegría; renuncia a las cosas y no despreciar nada; minoridad y opción positiva por la justicia y la paz...

He aquí el secreto de este santo, un secreto que da talla de gigante a su desarrapada figura de mendigo.

Bibliografía.- E. Menestó - S. Brufani (edit): Fontes Franciscani, [edición crítica], Santa Maria degli Angeli-Assisi, Edizioni Porziuncola, 1995, 2581 pp.; J. Herranz - J. Garrido - J. A. Guerra: Los escritos de Francisco y Clara de Asís. Texto y comentario, Oñati (Guipúzcoa), 2001; J. A. Guerra (edit.): San Francisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos de la época, Madrid, BAC, 20008; E. Leclerc: Francisco de Asís: el retorno al Evangelio, Oñati (Guipúzcoa), 19932; R. Manselli: Vida de san Francisco de Asís, Oñati (Guipúzcoa), 1997; F. Aizpurúa: El camino de Francisco de Asís. Curso básico de franciscanismo, Valencia, 1991; M. Hubaut: El camino franciscano. La alegría de vivir el Evangelio, Estella (Navarra), 1984.

Iconografía.- La imagen de Francisco es una de las que más se han prodigado en el arte a lo largo de los siglos, hasta el punto de que difícilmente se encuentra un artista de cierto renombre que no lo haya representado. Ya en la segunda mitad del siglo XIII, surgieron los primeros ciclos pictóricos de la vida del santo, entre los que destacan los 28 frescos de la basílica superior de San Francisco en Asís, obra de Giotto y sus discípulos.

Por lo que a su imagen devocional se refiere: se la representa siempre vestido con hábito franciscano -de color ceniza, marrón o, a veces, verde-, generalmente remendado, ceñida la cintura con el cordón, con los pies descalzos o con sandalias, con las llagas de la pasión de Cristo en manos, pies y costado. En la iconografía franciscana de la primera hora se aprecia una cierta preferencia por representarle en su condición de fundador, con el libro de la Regla y/o el báculo-cruz. Ocasionalmente se le representó también con un lirio en la mano, símbolo de pureza y virginidad. Con el tiempo fueron abriéndose paso otras preferencias, según el modelo de santidad y la imagen dominante de Francisco en el momento, como la del contemplativo, arrobado en éxtasis y contemplando la cruz, o la del penitente. Esta última fue la privilegiada por el arte y la espiritualidad barrocos que tienden a representarlo con la calavera y otros signos de penitencia. En los últimos tiempos ha sido frecuente su representación como el hombre de la paz, fraterno y reconciliador, acompañando la representación de su imagen con la de un lobo (el lobo de Gubbio) o de alguna avecilla.

Su imagen física ha llegado hasta nosotros en la descripción que hace de él su primer biógrafo Tomás de Celano. Diversas representaciones pictóricas, alguna de las cuales podría ser anterior a su muerte, se disputan el ser «la verdadera imagen» de San Francisco.

Oración.- Dios todopoderoso, que otorgaste a San Francisco de Asís la gracia de asemejarse a Cristo por la humildad y la pobreza, concédenos caminar tras sus huellas, para que podamos seguir a tu Hijo y entregarnos a ti con amor jubiloso. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

[Julio Herranz, OFM, San Francisco de Asís, en J. A. Martínez Puche (Dir.), Nuevo Año Cristiano. Octubre, Madrid, Edibesa, 20023, pp. 88-120]

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