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PERSONALIDAD DE SAN
FRANCISCO DE ASÍS
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1.- Infancia y juventud San Francisco era pequeño de talla, tenía el rostro alargado, la frente sin arrugas y algún tanto elevada, horizontales las cejas y la tez morena. Sus ojos, medianos y negros, irradiaban una sencilla y franca mirada; su nariz era regular, recta y fina; la barba, rala y negra, como sus cabellos; poco carnosos y pequeños los labios, y la voz vehemente, dulce, clara y sonora; el cuello, delgado; los hombros rectos, y cortos los brazos; las manos, finas, con los dedos largos y las uñas salientes; las piernas, delgadas, los pies pequeños y blanda la piel. De este retrato físico trazado por la pluma de su primer biógrafo (1 Cel 83) podemos muy bien concluir que Francisco de Asís era de complexión delicada (1). Grácil y bien proporcionado -sin ser hermoso-, poseía uno de esos organismos delicados y exquisitamente sensibles en los que las impresiones del mundo exterior se graban con fuerza, las facultades del placer y del sufrimiento se exaltan con facilidad y las pasiones se revelan violentas y tumultuosas. No bien el joven Francisco Bernardone hubo adquirido la instrucción necesaria para llegar a ser un día hábil y experto mercader, cuando a eso de los quince años, después de una muy piadosa infancia (2), fue asociado al negocio de su padre, al cual se entregó con ardor, siguiendo al propio tiempo la fogosidad de su temperamento, ávido de gloria y placer (1 Cel 2). A los veinte años Francisco ama todo lo bello y todo lo deleitable, lo que ensancha y dilata el corazón y aparece hermoseado de flores; ama los perfumes, los cantos, la luz y los colores, los suntuosos vestidos y las estofas ricas y vaporosas; ama su cielo y su tierra de Umbría. Su imaginación se excita e inflama con las proezas legendarias, los castos amores, las tristes amarguras y extravagantes expiaciones que celebran en sus trovas caballerescas los juglares ambulantes. En el bienestar, actividad y lujo de la casa de su padre saborea a placer la alegría del vivir. Bien es verdad que después de una larga y penosa enfermedad llegó su espíritu a probar cierto desencanto, pero una vez recobrada la salud perdida comienza con su impetuosidad habitual el método de vida agitada y alegre. Su conversión a Dios no se divisa aún en los horizontes de la vida; los festines y los conciertos, los joviales paseos diarios por la campiña de Asís y las rondas nocturnas por sus calles en medio de bandas bullangueras, en las que amigablemente fraternizan jóvenes nobles y burgueses, ocupaban todos sus ocios. Su afabilidad, la elegancia de sus modales y su comunicativa alegría, juntamente con las fastuosas prodigalidades de su generosidad, le habían consagrado rey de aquella juventud libre y licenciosa. En medio de esta atmósfera de "gaya ciencia", en donde se desbordaban los goces y las delicias de los sentidos, su natural vanidad de hijo de un mercader rico y renombrado y su deseo de singularizarse entre sus camaradas, haciendo alarde de un lujo que los demás no podían ostentar, hallaban su natural desarrollo, como también su gusto por los placeres hallaba hartas ocasiones para satisfacerse. ¿Hasta qué grado de disipación descendió por este camino el joven Francisco Bernardone? (3). Ardua empresa se nos antoja precisarlo. Con todo, por graves que se las suponga, sus faltas jamás le precipitaron en el libertinaje; sus frivolidades y devaneos en nada disminuyeron su compasión para con los pobres, ni pervirtieron la natural rectitud de su sentido moral, ni envilecieron la nobleza de su corazón (4). Los primeros deseos de su joven corazón fueron las riquezas, las diversiones y la gloria, y a ellas se entregó ciegamente. Por el contrario, todo cuanto a sus ojos desfiguraba la vida, le conmovía hondamente; por eso la fealdad le repelía, los leprosos le horrorizaban, el dolor de sus semejantes le hacía brotar lágrimas y por los pobres y desheredados de la fortuna sentía una conmiseración tal, que no logró nunca atenuar el trajín continuo de una vida de negocios o placeres (2 Cel 5). A esta sensibilidad tan delicada se unía una memoria fiel y tenaz, una imaginación fresca y viva, objetiva y realista. Francisco examina y comprende -es éste un rasgo que hay que tener en cuenta para el estudio de su espiritualidad- los personajes cuyas hazañas le son contadas y se identifica con ellos. Los paladines de que hablaban las canciones de gesta son tanto como la alegre juventud de que era rey, sus primeros compañeros: el recuerdo de Rolando y Oliveros se conservará siempre en su memoria, aun cuando otro ideal -muy diferente por cierto- se haya apoderado de su espíritu, y las gloriosas hazañas de aquellos héroes le servirán también de estímulo en la vida nuevamente abrazada. Pero, preguntará tal vez alguno: ¿acaso una imaginación tan exaltada y una tan sutil y refinada sensibilidad no se desarrollaron con detrimento de la inteligencia y de la voluntad, es decir, de las facultades de pensar y obrar, como suele de ordinario acontecer en los individuos dotados de una naturaleza amable, galante y poética como la suya? ¿No sufría, por ventura, el hijo de Bernardone las inconsecuencias y las veleidades de los seres imaginativos? Bien al contrario, el genio de Francisco -por extraño que el hecho nos parezca- se mostró en muchas ocasiones sumamente equilibrado. Era el hijo de un mercader, muy ejercitado él mismo en el negocio, del cual salía siempre muy airoso. Jamás sacrificó al capricho de sus pasiones los intereses del comercio de su padre, sino que miró siempre por ellos con acierto, prudencia y habilidad: negociante cauto, muy hábil, lo llama Celano (1 Cel 2). Debajo de las apariencias de ligereza y frivolidad se ocultaba un espíritu serio y una voluntad férrea, que no lograban perturbar ni el anhelo de frívolos pasatiempos ni la avidez de lujo o de fiestas. Él sabía reflexionar y obrar después de maduro examen; hallaba tiempo para trabajar y solazarse, y ganaba laboriosamente lo que locamente había disipado. Cierto, no era el don de reflexión lo que le faltaba; pero no se le había presentado aún la ocasión de reflexionar profundamente. Su alma era apasionada, pero no egoísta, codiciosa ni vulgar; había heredado la sagaz prudencia de su padre, pero no su avaricia. Excepción singularísima, en él la prudencia no ponía trabas a la audacia ni al entusiasmo: no era tímido ni melancólico; tan positivo como su padre, era más liberal y más generoso que él. Hijo de mercader, poseía el alma de caballero. De caballero tenía además el temperamento idealista y el gentil donaire. Era cortés y distinguido en sus modales, noble y viril, afable y liberal para con los pobres, sincero, leal, fiel y magnánimo (1 Cel 2-4), animoso, intrépido, decidido y pronto en la acción. ¡Preciosas cualidades, merced a las cuales llegó a ser inapreciable caudillo de multitudes! Fue en el cautiverio de Perusa donde su alma grande, noble y buena, se manifestó verdaderamente tal cual ella era. Mientras sus compañeros de infortunio se dejan abatir por la tristeza y la melancolía, Francisco conserva imperturbable ante esta dura y humillante prueba su buen humor, su generosidad, su bondad, su paciencia, sus sueños de gloria, el dominio sobre sí mismo y su alegre optimismo (2 Cel 4). Las pasiones que bullen y se agitan en su corazón le dan en anticipo la seguridad de que su existencia no ha de ser triste ni vulgar; lo dice así a sus camaradas de cautiverio, y lo repetirá también más tarde, cuando renuncie al negocio, a las fiestas y algaradas y a las expediciones bélicas. Ni aun el lóbrego calabozo, en que lo encerrará su padre, podrá desvanecer sus esperanzas optimistas, sus resoluciones entusiastas. Y es que no era la simple ilusión de una conciencia perturbada lo que descubría en el fondo de su ser, sino la apreciación justa y cabal de las fuerzas latentes que el porvenir le dará claramente a conocer, aunque en una dirección totalmente distinta de la que él en un principio soñara. El trato frecuente con los nobles, la lectura asidua de los romances de caballería y los incidentes de la guerra de Perusa, le habían definitivamente orientado hacia este ideal caballeresco que tan bien cuadraba con la nobleza de su carácter. En sus sueños de gloria había llegado a entrever las posibilidades de ser un día armado caballero en los campos de batalla merced a sus brillantes proezas, y la ocasión se le presentó propicia. Gauthier III de Briena guerreaba a la sazón en Apulia en defensa de los derechos de la Iglesia, y un noble caballero de Asís iba a alistarse en sus filas. Francisco pensó desde luego militar bajo la bandera de este caudillo, y sus padres, que nunca oponían la menor dificultad a sus proyectos, le dejaron partir. Antes de ponerse en camino, absorto con los halagadores pensamientos que le embriagaban, vio en sueños cómo el almacén de su padre se transformaba en palacio; armas y arneses brillaban ahora en el lugar que antes habían ocupado las piezas de tela y en sala magnífica le esperaba bellísima desposada. Francisco no dudó ni un instante, e interpretando el hecho como feliz presagio de su destino, con su habitual decisión se equipó convenientemente y partió. Y, cierto, hubiera llegado a ser un paladín ilustre y la historia nos hablaría hoy del noble caballero Francesco Bernardone, si la gracia divina, cambiando su vocación, no le hubiera convertido en el Pobrecillo que todos veneramos, San Francisco de Asís. 2.- La Conversión Apenas había llegado Francisco a Espoleto, cuando inesperadamente interrumpió su expedición. ¿Había acaso tenido noticia de la muerte de Gauthier de Briena (junio de 1205)? ¿Le ayudó tal vez a justipreciar la vanidad de la gloria humana el desengaño y decepción producidos por semejante noticia?... Cierta noche oyó, mientras dormía, una voz que con inefable dulzura le llamaba por su nombre, invitándole a seguir al único verdadero Señor. «¿Qué queréis que haga, Señor?», respondió él como San Pablo en el camino de Damasco. Y la voz misteriosa continuó: «Vuélvete a la tierra de tu nacimiento, porque yo haré que tu visión se cumpla espiritualmente». Y sin la menor tardanza regresó a su patria (2 Cel 6). Hasta la fecha Francisco había tenido dividido el corazón entre las preocupaciones de los negocios y las frivolidades de los festejos. Sólo de la teofanía de Espoleto datan los orígenes de su conversión. El sentimiento religioso, muy poco desarrollado desde su adolescencia y hasta debilitado con el continuo ajetreo de los quehaceres comerciales y frívolos pasatiempos, comienza ahora a revivir en su alma. Poquito a poco, de la creencia y práctica comunes a los cristianos de su ambiente y de su tiempo, pasa a una fe muy viva y sencilla, que le muestra más allá de cuanto hace a la vida agradable, dulce y brillante, lo que la rinde verdaderamente grande, fecunda y noble. Este sentimiento se manifiesta luego en su desinterés progresivo del negocio, en el gusto de la oración y meditación en la soledad, y en su mayor generosidad para con los pobres. Rudo combate se alza en su corazón: el porvenir se le presenta todavía incierto. Francisco busca una solución. Se recoge a orar en las capillas desiertas y en las cuevas solitarias de la campiña de Asís. Ahora comprende el verdadero significado de la vida y llora los errores de su conducta pasada. El temor de los juicios de Dios y el arrepentimiento de sus faltas y extravíos invaden su corazón. Francisco ora e implora el perdón del cielo y la luz necesaria para conocer su camino. Y en su alma así preparada se produjo el choque divino, que hizo brillar ante sus ojos rompientes de luz nunca vistos. Tócanos examinar aquí un episodio de su vida, el cual, con ser y todo poco observado, da, sin embargo, a la espiritualidad de San Francisco su carácter peculiar y distintivo. Es de tal importancia este episodio, que el mismo Santo, antes de morir, quiso resumirlo en las primeras líneas de su Testamento con estas palabras: «El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo». Francisco confiesa, pues, haber comenzado a hacer penitencia después de haber recibido de Dios la fuerza necesaria para vencer la repugnancia que los leprosos le causaban. Ahora bien, ¿qué gracia fue ésta y en qué circunstancias le fue concedida? San Francisco guardó el secreto sobre este particular, y Tomás de Celano no es mucho más explícito en su Vida primera. Solamente nos dice que después de fervorosa plegaria Francisco supo por revelación divina cuanto debía hacer y que esta respuesta hinchó de amor y gozo su corazón (1 Cel 7). En la Vida segunda, empero, para precisar la respuesta emplea las mismas palabras dirigidas al Santo: «Francisco -le dice Dios en espíritu-, lo que has amado carnal y vanamente, cámbialo ya por lo espiritual, y, tomando lo amargo por dulce, despréciate a ti mismo, si quieres conocerme, porque sólo a ese cambio saborearás lo que te digo» (2 Cel 9). Por último, San Buenaventura, al narrarnos en su Leyenda Mayor esta memorable escena, como explicación de la gesta heroica llevada a cabo por Francisco cuando estampó en la frente del repulsivo gafo el ósculo de paz, nos cuenta todos los pormenores de la misma: «Sucedió, pues, un día en que oraba de este modo, retirado en la soledad, todo absorto en el Señor por su ardiente fervor, que se le apareció Cristo Jesús en la figura de crucificado...». Y Jesús le habla y le hace el llamamiento que en otro tiempo dirigiera a los Apóstoles: «Si quieres venir en pos de mí, niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme» (LM 1,5). Las palabras reproducidas por San Buenaventura no son, es verdad, idénticas a las de Tomás de Celano, mas, sin género de duda alguna, se trata, del mismo hecho, ya que en entrambos autores, al igual que en el Testamento, el mismo consejo de la abnegación total preludia la caridad de Francisco para con los leprosos. Esta dolorosa visión -anterior al habla milagrosa de San Damián, con la cual no debe confundirse- conmovió hondamente las fibras más delicadas del corazón del joven Francisco, e inmediatamente los ardores del amor divino rebasaron su alma, le colmaron de una alegría imposible de contener e hicieron nacer en él la idea del propio renunciamiento, primer peldaño de la escala de la perfección cristiana. Y ésta no era una idea fría y abstracta, era la idea, o mejor aún, la imagen del renunciamiento encarnado, viviente y palpitante en la visión de Cristo -víctima de caridad-, imagen que impregna su sensibilidad e invade su corazón de un vivo sentimiento de amor. El ideal del amor divino, obrando y revelándose mediante la práctica de las virtudes de pobreza y humildad, acaba de manifestarse a su alma: «Revistióse, a partir de este momento, del espíritu de pobreza, del sentimiento de la humildad y del afecto de una tierna compasión» (LM 1,6). No obstante, no veía aún con toda claridad el porvenir de su vocación; era solamente una indicación más precisa y concreta de las luchas y batallas que tendría que empeñar consigo mismo para responder al llamamiento de Dios. Pero la idea de sacrificio que han despertado en él la visión y las palabras de Cristo se le presenta como algo que infunde espanto a su naturaleza. Él deberá arrostrar las estrecheces y humillaciones de la pobreza, e instintivamente se pregunta si tendrá valor para ello... Resueltamente toma la decisión de probar hasta dónde llegan sus fuerzas, y al efecto repite una y otra vez sus visitas a los leprosos, cuya sola vista -como hemos observado ya- le causaba náuseas (2 Cel 9; LM 1,6). Él huye la compañía de los camaradas que le invitaban con insistencia a que empuñara de nuevo el cetro de mando de la juventud, pero no rehuye desairadamente el honor que se le ofrece. Sus austeras meditaciones no le habían hecho olvidar las leyes de la cortesía, y a trueque de no ser tildado de avaro, acepta una vez más la presidencia de las diversiones juveniles. Su corazón, sin embargo, se elevaba ya muy por encima de aquellos pasatiempos. «Y bien, Francisco -le dicen sus amigos-, ¿tratas acaso de emprender tus expediciones guerreras o has, por ventura, pensado casarte?» «De ninguna manera -respondía él-; yo no partiré ya para Apulia, sino que permaneceré aquí, en donde, después de cumplir muy brillantes hazañas, elegiré por mía a la más noble y más hermosa de las doncellas» (1 Cel 7; 2 Cel 7). ¡Fue aquel día el último de sus fiestas! Las bulliciosas compañías no le volverán a ver; ya no se sentará más a la cabecera de los festines, ni hallará solaz y distracción en los encantos de los trovadores. Ahora busca la compañía y trato de los pobres y de los leprosos. Ni le contenta el socorrer con sus dineros a los sacerdotes necesitados, ni le satisface el despojarse de sus ricos vestidos y trocarlos por los harapos con que se cubren los menesterosos; él mismo emprende el aprendizaje de la pobreza. Durante una peregrinación a Roma, se pierde entre la multitud de mendigos, y, como ellos... extiende su mano (2 Cel 8; LM 1,6). Haciendo lo cual -sin tener conciencia de ello- obra en conformidad con los postulados de la ciencia de los psicólogos, quienes deseosos de concebir los sentimientos conformes a sus ideas, empiezan por practicar los actos. Pero aún le falta dar un paso, el más temible de todos, para "salir del siglo" y llegar a la renuncia total. Su alma, purificada por los combates que ha tenido que sostener contra el orgullo y la natural sensualidad, está preparada para recibir nuevas comunicaciones divinas. En la soledad de la semiderruida iglesia de San Damián contemplaba Francisco amorosamente una pintura de Cristo crucificado, cuando oyó una voz que, proviniendo de la santa imagen, le decía: «Levántate, Francisco, y repara mi casa, que se derrumba». Sobrecogido de espanto, respondió: «Tú sabes, Señor, con cuánto gusto satisfaré yo tu deseo». E interpretando literalmente la orden recibida, una vez recobrado del asombro, se pone a disposición del sacerdote de San Damián, va a Foligno, vende un lote de paños y entrega el precio al administrador de la capilla (2 Cel 10.11; 1 Cel 8.9; LM 2,1). La impresión producida por la voz de Cristo Crucificado ha sido tan honda que jamás el tiempo logrará borrarla de su memoria. Le parece que su renunciamiento no es todavía completo ni guarda proporción con los subidos quilates de su amor. Permanecerá, pues, al lado del sacerdote de San Damián, trabajará en la restauración de la capilla, transportará sobre sus delicados hombros las pesadas piedras y mendigará en la ciudad aceite para la lámpara del Santísimo Sacramento. Francisco será la mofa y el escarnio de la ciudad de Asís. Entonces comenzaron con dureza, muy explicable por cierto, las persecuciones de parte de su padre. Grandemente enojado éste por la transformación obrada en la conducta de Francisco, lo colma de coléricos denuestos y malos tratos, lo encierra en una obscura habitación, e incapaz de doblegar su constancia, lo cita ante el Tribunal de los Cónsules. Pero el joven, resuelto tal vez desde ahora a abrazar la vida eremítica, niega su competencia, por lo cual Pedro Bernardone se ve obligado a citarlo ante el Tribunal del Obispo. Allí, en plena posesión de sus facultades, Francisco abdica la herencia paterna, proclama la rotura de los lazos que le ligaban al mundo, y sale triunfador de los dolorosos combates que ha tenido que afrontar por obedecer la voz de Jesús Crucificado (1 Cel 10-15; 2 Cel 12; LM 2,2-4). Su conversión es completa (año 1206). Resumen.- La visión de Espoleto, que despierta en su alma el sentimiento religioso; las palabras del Crucifijo, que le hacen pasar del temor y dolor al amor y entrever el ideal del propio renunciamiento; la heroica abdicación de la herencia paterna, que le separa definitivamente del mundo, tales son las sucesivas etapas de la transformación espiritual de Francisco Bernardone. 3.- La Vocación Por espacio de dos años, el joven convertido de Asís vivirá la vida penitente de los ermitaños, pero alternando los ocios de la contemplación con los trabajos de la vida activa; se ocupará primero de la restauración de las iglesias derruidas y volará después a la soledad, en donde el rico metal de su alma se afinará y purificará como en crisol celeste. Asistía cierta mañana al santo sacrificio de la Misa y oyó que el sacerdote leía estas palabras del Santo Evangelio: «No llevéis oro ni plata, ni dinero alguno en vuestros bolsillos, ni alforja para el viaje, ni dos túnicas, ni calzado ni bastón. Id y predicad el reino de Dios y la penitencia». Francisco descubre en estas palabras la fórmula del despojo total que su alma magnánima ansía. Teme, sin embargo, no haber debidamente comprendido el alcance del texto evangélico, y con su habitual prudencia y con un sentido católico ya muy seguro, suplica al celebrante después de la Misa que se lo explique. ¡Momento verdaderamente solemne en la historia de la Iglesia! El porvenir de Francisco, juntamente con la vocación de una gran Orden religiosa, dependen de la respuesta que va a dar un simple sacerdote de aldea!... La respuesta fue tan a la medida de los deseos de Francisco, que no bien la hubo oído exclamó lleno de júbilo: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica» (1 Cel 22). De esta exclamación espontánea, que nos ha sido conservada por Celano, se colige claramente que, a partir del momento en que fue favorecido por la visión del Crucifijo, un nuevo ideal germinaba lentamente en su alma, ideal que ni la vida de los benedictinos, ni la de los ermitaños, ni la de los religiosos consagrados al cuidado de los leprosos -de los que tantos ejemplares podía contemplar en su derredor- satisfacían plenamente. En ninguna de dichas profesiones hallaba Francisco el tipo de la imitación integral de Cristo, a que su corazón aspiraba. El texto evangélico que acaba de oír es un nuevo rayo de luz; en él descubre la fórmula decisiva de su ideal, que se resume y se realiza en la pobreza más extrema por amor y a ejemplo de Jesús. Con su natural espontaneidad se despoja de sus hábitos de ermitaño, se quita el calzado, arroja su bastón y se viste con una túnica grosera; cíñese el cuerpo con una cuerda y comienza a predicar el Evangelio. Esta prontitud en ejecutar sin demora sus pensamientos, ¿no constituye acaso un defecto de carácter? San Francisco, ¿no es por ventura todo entusiasmo y emotividad, un idealista sin contacto con la realidad, un impulsivo, en fin, cuyos actos proceden más del sentimiento que de la reflexión? Cierto que tuvo ensueños e ilusiones, pero nunca perteneció a ese tipo de soñadores alucinados, víctimas de su imaginación, que se lanzan en pos de una idea que de pronto les seduce para abandonarla luego por otra más atrayente que la primera. Sino que Francisco obra siempre con una perfecta continuidad de pensamiento, sigue siempre la misma línea y procede con exquisita prudencia; examina sus impresiones y jamás toma una decisión sin haber antes recibido luces ciertas o haber seriamente reflexionado, orado, consultado y experimentado. Durante el rudo trabajo de su transformación espiritual, conserva con su natural vivacidad las preciosas cualidades de que ha dado prueba en la casa de Pedro Bernardone, y con su embelesador frescor los dones de naturaleza. Conservó, como hemos visto, su gentil cortesía para con sus antiguos camaradas; en la solitaria gruta en que, mal defendido, se oculta contra el furor de su padre, conserva su alegría (1 Cel 10) y su habitual buen humor en medio de los insultos (1 Cel 11 y 16; 2 Cel 12). Ni la fatiga de los rudos trabajos a que se somete, ni el hambre, ni las intemperies, ni las burlas de sus conciudadanos, ni la reclusión con que su padre le castiga, son parte para doblegar su robusto optimismo. En medio de todas estas pruebas -la más terrible de las cuales fueron, a no dudarlo, las lágrimas, ternuras y caricias de su madre (1 Cel 13)- jamás abandonó el señorío de sí mismo. Si cede un instante, se repone en seguida (1 Cel 10; 2 Cel 13); cuanto más ruda es la pelea, mayor es su intrepidez (2 Cel 11-12). Testigo es de su elevación de miras, del vigor y energía de su alma, la renuncia tan espontánea, tan generosa, tan entusiasta, a los bienes de su padre (2 Cel 12). ¡Y qué tierna delicadeza de corazón la de este joven convertido, que pide la bendición de un pobre para consolarse de las maldiciones de su padre! (2 Cel 12). Los temperamentos preferentemente nerviosos, al choque de emociones semejantes a las que sufrió Francisco, se desequilibran; las almas débiles se desasosiegan y pierden la serenidad. Son incapaces de coordinar las nuevas ideas que en ellos surgen; viven en la confusión, siempre prontos a fingir y disimular, divididos entre temores, quejas y lamentos, esperanzas y veleidades. No pueden imponerse a sí mismos, vencer y desechar las costumbres contraídas que no estén en armonía con el ideal y los sentimientos nuevos. Nada semejante se observa en el alma de Francisco. La violencia del choque no produce ningún desorden, ninguna anarquía interior. Hay lucha, pero no desequilibrio. Su conciencia no abdica ni el derecho ni el deber de inspección y crítica. Él es la misma sinceridad; la menor hipocresía o fingimiento le causa horror. Cuando, movido a piedad el sacerdote de San Damián por la paciencia y energía que Francisco desplegaba en la restauración de su iglesia, le trataba con benignidad y consideración, preparándole cada día bien condimentados platos, Francisco, reflexionando sobre sí mismo, se dijo: «Mira que no encontrarás donde quieras sacerdote como éste, que te dé siempre de comer así. No va bien este vivir con quien profesa pobreza; no te conviene acostumbrarte a esto; poco a poco volverás a lo que has despreciado, te abandonarás de nuevo a la molicie. ¡Ea!, levántate, perezoso, y mendiga condumio de puerta en puerta» (2 Cel 14). Nada hay en la vida de nuestro Santo que más claramente y con una concisión más sorprendente que esta escena nos revele la vivacidad de su imaginación, la lógica y la seguridad de su juicio, la clarividencia y rectitud de su conciencia y la magnánima simplicidad de su alma, juntamente con la energía, el tesón y la constancia de su voluntad. Por lo que a la inteligencia se refiere, nada puede atestiguarnos mejor su fuerza y su vitalidad que la poderosa síntesis mental operada en el curso de las diferentes etapas que le conducen de la conversión a la vocación. El nuevo ideal, que arraiga más y más en su alma a medida que el amor de Jesús toma posesión de ella, destierra todas las ideas preexistentes que no le convienen y adopta aquellas otras que -ayudándose mutuamente- puedan contribuir entre sí a formar un conjunto coherente y armónico. Hábil y prudente mercader, abandona la idea de lucro y renuncia al comercio; amante de los placeres y del bienestar, sacrifica las alegrías mundanales, huye las fiestas, el lujo y la ostentación. Pero amará siempre y venerará con profundo respeto la vida y la naturaleza. A partir del día de su conversión, el mundo no se presenta ya a sus ojos desagradable y falto de belleza, ni cae tampoco en el pesimismo; continúa siendo poeta y se hace el cantor de las criaturas, cuya belleza es algo así como un destello del Creador; más tarde considerará a sus discípulos como "juglares de Dios". Cuando los bandoleros le arrastran con saña sobre la nieve, se levanta jubiloso, cantando las alabanzas del Señor y diciendo a voz en grito: «Soy el heraldo del gran Rey» (1 Cel 16). Su carácter era caballeroso, y Francisco sigue siendo caballero. Es más, desde ahora concibe el servicio de Cristo a la manera de un ejercicio de caballería (5), que él sabrá cumplir con la fidelidad, lealtad, denuedo y valentía de un paladín. Sus frailes serán los caballeros de la "Tabla Redonda" y él no cesará ni un instante de defender la causa de su dama la Pobreza ni de pasear por doquier los colores de su bandera. Poeta por las finezas de su sensibilidad y las riquezas de su imaginación, Francisco era caballero por su grandeza de alma y ermitaño por su ardiente amor a la soledad; al convertirse en apóstol y fiel imitador de Jesús crucificado, continúa siendo amante de la soledad y contemplación, caballero y poeta. 4.- El Santo Vedlo ya consagrado de lleno al servicio divino. Un rápido recuento de los hechos culminantes de su vida basta para poner ante nuestra consideración un sinnúmero de dichos y hechos que claramente prueban que sus facultades no fueron perturbadas por un ascetismo huraño y arisco, que ni su sensibilidad fue embotada, ni atrofiada su voluntad, ni rota su audacia, ni secada la ternura de su corazón, ni obscurecida su inteligencia. Su conciencia, alerta de continuo contra las tentaciones de vanagloria, sensualidad y relajación -sin caer en el escrúpulo-, no descansa hasta haber paladinamente confesado lo que cree haber sido una falta (1 Cel 52-54; 2 Cel 130), y su delicadeza sube de punto al considerar las responsabilidades que en calidad de jefe de la Orden y regla viviente de los Frailes Menores pesan sobre él. En una conciencia tan recta y sana, la voluntad no podía menos de poseer una extraordinaria firmeza. Y, en efecto, a fuerza de energía y constancia, Francisco había triunfado de los obstáculos tanto internos como externos que se oponían a la realización de su ideal en la vida privada. Cuando se trató de proponerlo como norma de conducta a toda una colectividad, nuevas dificultades, nuevos temores y nuevas ideas surgen alternativamente ante él, patrocinadas por la poderosa autoridad de personajes tan esclarecidos como el Obispo de Asís, el Cardenal de San Pablo, los Sumos Pontífices Inocencio III y Honorio III, el Cardenal Hugolino, más todos los frailes sabios y letrados recientemente admitidos en la Orden. Así y todo, Francisco será intransigente. Hasta el último suspiro no cejará de mantener, de afirmar y proclamar su ideal en su prístina simplicidad ni de defenderlo con la más lúcida energía a la par que con la más respetuosa deferencia y la más admirable fineza de lógica y buen sentido. Y es que su voluntad descansaba de hecho sobre una inteligencia prudente, intuitiva, penetrante, amplia y sólida. Todas estas cualidades intelectuales se manifiestan bien a las claras en el modo de trazar su plan, en la elección del fin y de los medios de acción asignados a su Orden y en la formación dada a sus discípulos (1 Cel 39-42. 51) (6). Con sabia prudencia aconseja a éstos la moderación de las mortificaciones corporales, único punto -observa su biógrafo- en que faltó a la discreción que él mismo recomendaba (2 Cel 21-22 y 129). Más tarde lo reconocerá, y con infantil ingenuidad pedirá perdón a su cuerpo, excusándose del rigor con que lo tratara por el hecho de estar él obligado a ser dechado y modelo de los demás. Aun cuando él lo traspase, reconocerá siempre el justo medio, y si se excede en sus austeridades y en su humildad hasta el punto de hacerse llevar ante el pueblo con una cuerda al cuello, es tal vez porque sabe que es imposible hacer reflexionar a los hombres y obligarlos a entrar dentro de sí mismos, a no ser mediante el inaudito ejemplo de las virtudes opuestas a los vicios que señorean y dominan al mundo. Esta conducta es, además, efecto de su carácter realista, que se complace en exteriorizar sus pensamientos y los sentimientos más íntimos del corazón; pero principalmente es, como luego lo veremos, el impulso de su amor a Jesús. San Francisco posee esa intuición de la inteligencia que va a la verdad derecha y espontáneamente, sin necesidad de recurrir a las sutilezas del raciocinio, y esa sublime sabiduría, superior a la ciencia, que dispone y prepara el espíritu a la contemplación de las causas últimas, permitiéndole al propio tiempo abrazar la multiplicidad de las cosas dentro de una sencilla y clara mirada, y, bañado entonces de la luz eterna, en el arrobo que le hace insensible al mundo exterior, se engolfa en los más elevados misterios, penetra y escudriña las profundidades ante las cuales guarda silencio la ciencia de los doctores: Su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba hasta lo escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar (2 Cel 102; LM 14,1). De ahí que este hombre sencillo tocara los ápices del genio de un San Agustín. «Hermanos míos -decía un dominico doctor en Teología-, la teología de este varón, asegurada en la pureza y en la contemplación, es águila que vuela; nuestra ciencia, en cambio, queda a ras de tierra» (2 Cel 103). La penetración de su inteligencia y la seguridad de su juicio brillan en sus enseñanzas sobre la alegría, cuya naturaleza y soberana importancia en la vida espiritual nadie mejor que él reconoció, ni más profundamente sondeó, ni expresó más graciosamente (2 Cel 125-128). Revélanse además en su aversión a los privilegios (cf. Testamento), en sus lecciones sobre la obediencia y el mando (2 Cel 151-153), sobre la castidad (2 Cel 113), sobre la simplicidad y la ciencia (2 Cel 189-192), sobre la pobreza y sus prerrogativas (2 Cel 55.72), sobre la manera de leer y estudiar (2 Cel 102), sobre el valor del ejemplo (2 Cel 155-157), etc. Para expresar sus pensamientos e ideas halla siempre fórmulas claras y precisas, como ésta que el autor de la Imitación de Cristo (III, 50) se ha complacido en reproducir: «Tanto vale realmente el hombre cuanto es a los ojos de Dios, y no más» (LM 6,1). Además, su imaginación era demasiado viva para manifestar sus conceptos sólo en términos abstractos; precisábale representarlos, hacerles hablar al corazón y a los sentidos lo mismo que al espíritu. Por eso, a las veces, recurre a acciones simbólicas, estereotipando lo que quiere enseñar, como en su sermón a las Clarisas (2 Cel 207), o bien a verdaderas reconstrucciones de las escenas evangélicas, de las que son ejemplo la fiesta de Navidad en Greccio (2 Cel 84) (7) y la última cena sobre su lecho de muerte (2 Cel 217). Nunca le faltaban comparaciones o imágenes felices que hacían su predicación encantadora y accesible a todos. Recuérdese a este propósito la descripción del perfecto obediente y del superior prudente (2 Cel 152-153), del sabio verdaderamente pobre y humilde (2 Cel 194), de la muerte del avaro (2CtaF), y sus reflexiones sobre la dignidad sacerdotal (2 Cel 201) y sobre las tentaciones del enemigo (2 Cel 118). Inteligencia generosa y liberal además. Extremadamente pobre y apasionadamente unido a la pobreza, no permite que nadie desprecie o condene «a los hombres que ven vestidos de telas suaves y de colores» (2 R 2). Este sano criterio y buen sentido le preserva del formalismo supersticioso y le enseña a distinguir el espíritu, de la letra, lo principal, de lo accesorio. Antes que violar la pobreza conservando parte de los bienes abandonados por los novicios, prefiere despojar de sus ornamentos el altar de la Virgen: «La Virgen -decía- verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo» (2 Cel 67). En otra ocasión socorre a la desconsolada madre de dos Frailes Menores entregándole el único ejemplar del Nuevo Testamento que había en casa: «Da a nuestra madre -dijo a su Vicario- el Nuevo Testamento, para que lo venda y remedie su necesidad, ya que en el mismo se nos amonesta que socorramos a los pobres. Creo por cierto que agradará más a Dios el don que la lectura» (2 Cel 91). No menos que su inteligencia, nos revela este rasgo la bondad de su corazón. Todas estas dotes del espíritu, del corazón y de la sensibilidad, que habían hecho del hijo de Bernardone el rey de la juventud, se perpetúan en él ahora que se ha convertido en heraldo de Cristo y esposo de la austera pobreza. La inmensa muchedumbre que se alista debajo de su bandera y acepta su dirección, cordial a la vez que sabia y segura, es una prueba palmaria de que, consagrado y todo a la vida penitente, siguió siendo un simpático y avasallador caudillo. ¿Poseyó en el mismo grado las cualidades de organizador? Los titubeos e incertidumbres al redactar la Regla, en la que sin preocuparse mucho de las exigencias materiales de la vida, parece lanzarse sin otro rumbo que el marcado por las circunstancias del momento; los fracasos de las primeras misiones enviadas sin la debida preparación a países extranjeros; su aversión a los clásicos moldes de la vida religiosa, y, en fin, su renuncia al generalato, son otros tantos motivos que parecen legitimar la duda. Sin embargo, preciso es confesar que cuando Francisco dispersaba a sus frailes, enviándolos a las más apartadas regiones sin otra preparación que su fe en la Providencia, su imprevisión era deliberada. El plan sobre el que fundó su Fraternidad, con miras a un ideal bien concreto y restringido, no exigía una organización semejante a la de las antiguas Ordenes religiosas. Para trazar su diseño le bastaba dejarse guiar e instruir por la experiencia: tuvo la prudencia de hacerlo así, y por eso evitó los escollos contra los que tantos reformadores de la época se habían estrellado. Y cuando algunos de sus discípulos, mal informados del espíritu de su maestro, aunque animados de las mejores intenciones, quisieron abrir más amplios horizontes al campo de su actividad, sólo fue posible a cambio de una nueva organización, que San Francisco hubiera podido trazar tan bien como cualquier otro, pero que se opuso a ella por la fidelidad jurada a su primer ideal y al plan de acción que el amoroso Jesús le comunicara (8). Aún más: su elevado idealismo no le hacía perder de vista la realidad. Conocía exactamente a los hombres y sus debilidades, por lo cual no se ilusionaba con el entusiasmo suscitado en las muchedumbres por sus ejemplos y por sus palabras. Bien al contrario, estaba plenamente convencido de que su género de vida no podía convenir a la multitud, sino sólo a un bien reducidísimo número severamente seleccionado. Desde los primeros días de la Fraternidad anunció a sus discípulos que su número se multiplicaría prodigiosamente, pero que se mezclarían entre ellos frutos menos sabrosos y hasta agrios, a pesar y todo de sus hermosas apariencias. Y haciendo alusión a una parábola evangélica, decía: «En verdad, como os he dicho, el Señor nos hará crecer hasta ser un gran pueblo. Pero al final sucederá como al pescador que lanza sus redes al mar o en un lago y captura una gran cantidad de peces; cuando los ha colocado en su navecilla, no pudiendo con todos por la multitud, recoge los mayores y los mejores en sus canastos y los demás los tira» (1 Cel 27). Su idealismo, pues, no perjudica a su sentido práctico; su santidad no disminuye en nada su personalidad. En medio de las frivolidades y extravíos de su juventud conservó siempre la grandeza de alma y la delicadeza de sentimientos. Se había entregado con ardor a las riquezas, a la gloria y a los placeres, pero desde que las verdades de la fe señorearon su conciencia, con el mismo ardor se convirtió a Dios, que le prevenía con su gracia. Fue deudor a ésta de su fe viva y sencilla y de su entrañable amor a Dios y a las almas; a su tiempo, de la pasión por las causas nobles y de su noble y franco corazón; y, por último, al medio ambiente, a su tierra de Umbría, de su imaginación viva y poética, sonriente y dulce. Y de todos estos dones naturales, de sus pasiones, combatidas o purificadas, y de sus virtudes adquiridas, labróse su carácter caballeresco y optimista, idealista y práctico. Alma excepcionalmente armoniosa, la rectitud de su voluntad no sufrió perjuicio aluno de parte de la fineza de los sentidos, de la vivacidad de la imaginación, de los hechizos del espíritu ni de las bondades del corazón. Tenía, es cierto, pasiones; pero ¡con qué energía, lealtad y perseverancia las sojuzgó, y con qué decisión tan firme cambió de objeto a su deseo de grandezas, a su ansia de amar y gozar!... En él las facultades no se perjudican, no luchan las unas con las otras. El espíritu ha triunfado de la carne y firmado una amigable alianza entre la sensibilidad, la inteligencia y la voluntad, ordenadas todas a un mismo ideal. Francisco se entrega a Dios con todo su ser; los dones que en las almas ordinarias se excluyen, coexisten y se completan en la suya. Idealista y poeta, de imaginación espontánea, enamorado de la soledad y de la contemplación, es al propio tiempo activo y pronto en la acción, lógico y positivo. Constante y clarividente en sus proyectos, ensaya en sí mismo el valor de su ideal. El vuelo de su inteligencia intuitiva escudriña las cuestiones más profundas de la Teología. Hermana la prudencia con la audacia. Es bueno, amable y dulce, condescendiente y generoso, pero enérgico, firme e inflexible hasta la intransigencia cuando ve en peligro su ideal. Tiene delicadeza y gracia, pero también fuerza y grandeza de alma. Es un asceta que practica la más rigurosa mortificación de los sentidos, y a la vez un enamorado que apasionadamente ama la naturaleza, la, vida, la belleza... ¡Mezcla sorprendente de renunciamiento propio y de compasión, de rigurosa austeridad y radiante alegría, de pobreza y santa libertad, de noble distinción y profunda sencillez, de docilidad e independencia, de humildad y osadía, de desconfianza para con su propio juicio e indomable tesón en la defensa de sus ideales! Todas las aspiraciones de su siglo hacia la paz, la justicia, el retorno al Evangelio, se juntan y unifican en el alma del Pobrecillo, sujeto y obediente a la Iglesia. No pretende trastornar la sociedad, predica sólo la reforma de los corazones; él la realiza primero en sí y en los suyos. Se conduele de las miserias del pobre, lamenta al rico empedernido, esclavo de sus riquezas. Pero contra nadie lanza el anatema ni maldice de la vida. El afán de renovación social y religiosa, revolucionario, pesimista y sombrío de los herejes, se hace todo bondad, alegría y luz en San Francisco. A ejemplo de Cristo, pobre y crucificado, ama y derrama en torno suyo el amor, la paz... ¡Oh, cuán hermoso, atrayente y aureolado de gloria se mostraba!... O quam pulcher, quam splendidus, quam gloriosus apparebat! (1 Cel 83). * * * NOTAS: 1) El retrato pintado en Subiaco el año 1228 es considerado como el más antiguo, pero no puede atribuírsele valor alguno de semejanza. 2) Tomás de Celano, que al escribir su Vida primera carecía de datos suficientes, basándose sólo en los devaneos de la juventud de nuestro Santo, afirma, por el contrario, que en su primera infancia Francisco recibió de sus padres una pésima educación (1 Cel 1). Pero en la Vida segunda se completa y corrige al decir: «Esta mujer [habla de la madre de Francisco], amiga de toda honestidad, mostraba en las costumbres una virtud distinguida, como quien gozaba del privilegio de cierta semejanza con Santa Isabel así en la imposición del nombre al hijo como en el espíritu de profecía. Porque a los vecinos, que admiraban la grandeza de alma y limpieza de costumbres de Francisco, les respondía así, como inspirada por Dios: "¿Qué vendrá a ser este hijo mío? Veréis que por sus méritos llegará a ser hijo de Dios". De hecho era ésta la opinión de algunos que veían complacidos que Francisco, ya algo mayor, se distinguía por aspiraciones muy buenas» (2 Cel 3). 3) Véase a este propósito el estudio del P. Fredegando Callaey, o.f.m.cap.: L'allegra giovinezza di S. Francesco, en L'Italia Francescana, 1926, pp. 273-292. El autor sostiene que la juventud de nuestro Santo, a pesar de sus frivolidades y ligerezas, no fue nunca manchada con faltas graves. Si se tienen en cuenta las expresiones de que se sirve Tomás de Celano en su Vida primera, y que no corrigió en la Vida segunda, como había corregido el cuadro de la primera educación de Francisco, no cabe la menor duda sobre este particular. En efecto, la conversión del rey de la dorada juventud de Asís es un ejemplo que debe inspirar confianza a los pecadores. «Cuando por su fogosa juventud hervía aún en pecados y la lúbrica edad lo arrastraba desvergonzadamente a satisfacer deseos juveniles e, incapaz de contenerse, era incitado con el veneno de la antigua serpiente, viene sobre él repentinamente la venganza; mejor, la unción divina...» (1 Cel 3). Estas palabras no significan solamente que el joven Bernardone fuera asaltado por violentas tentaciones en las que él no tuvo la debilidad de consentir. ¿En qué consistiría en ese caso la lección de confianza dada a los pecadores? Por lo demás, el mismo Gregorio IX emplea términos no menos significativos que los de Tomás de Celano. Escribiendo en 1228, alaba a Inés de Bohemia por la resolución tomada de abandonar el mundo, la exhorta a dar gracias muy rendidas a Dios, de quien provienen todas las inspiraciones, «como lo vemos -dice- en el dechado de los modernos, el bienaventurado Francisco, quien de espina que era fue transformado de repente en flor por una inspiración del Rey Eterno, y desechando las mundanales seducciones, se consagró a una vida perfectamente pura, ganando un gran número de almas...» (BF I). Por último, esta misma opinión fue adoptada por la liturgia, pues en todos los conventos de la Orden se rezaba el día de la fiesta del Santo una antífona que decía así: «Hic vir in vanitatibus / Nutritus indecenter / Plus suis nutritoribus / Se gessit insolenter». Tal era, pues, la tradición primitiva, la misma que encontramos en los Sermonarios, porque a nadie se le oculta que los predicadores hallaban una ocasión muy oportuna de magnificar la divina misericordia e infundir ánimo a los pecadores, en los devaneos juveniles de nuestro Santo y en su admirable conversión. Bien pronto, sin embargo, empezaron a escandalizarse las gentes al oír hablar así de la juventud del estigmatizado del Monte Alvernia. Se creyó que semejante lenguaje podía macular la aureola del Patriarca de los Menores: tanto más cuanto que los Frailes Predicadores no cesaban de ensalzar la pureza angelical de Santo Domingo. De ahí que, movido de un piadoso pensamiento de filial delicadeza, el Capítulo General de los Franciscanos celebrado en Asís el año 1260 sustituyó los dos últimos versos de la estrofa citada por estos otros: «Divinis charismatibus / Praeventus est clementer». Y San Buenaventura, sin negar las frivolidades de la juventud de Francisco, dice precisamente: «Aunque en su juventud se crió en un ambiente de mundanidad entre los vanos hijos de los hombres y se dedicó -después de adquirir un cierto conocimiento de las letras- a los negocios lucrativos del comercio, con todo, asistido por el auxilio de lo alto, no se dejó arrastrar por la lujuria de la carne en medio de jóvenes lascivos, si bien era él aficionado a las fiestas; ni por más que se dedicara al lucro conviviendo entre avaros mercaderes, jamás puso su confianza en el dinero y en los tesoros» (LM 1,1). Reaccionando contra quienes pintaban con demasiados vivos colores la juventud de San Francisco, el Seráfico Doctor atenúa sus desarreglos. Como siempre, la verdad debe buscarse entre los dos extremos. 4) De esta verdad tenemos una prueba en la misma Vida primera. Celano aplica a San Francisco un texto de las Confesiones de San Agustín en el que éste narra en estilo bíblico cómo se arrastraba por el cieno frecuentando las malas compañías: «He aquí con qué compañeros recorría yo las plazas de Babel [el mundo] y me revolcaba en su cieno» (Libro II,3,8). El biógrafo recuerda el texto y acomoda la primera parte del mismo al joven Francisco, describiéndonos cómo paseaba por las plazas de Babilonia, altanero y magnánimo, escoltado por inicuos camaradas: «Marchaba así, altivo y magnánimo en medio de esta cuadrilla de malvados, por las plazas de Babilonia». Omite la segunda parte: «y me revolcaba en su cieno», por indicar un desenfreno en el que el Santo de Asís, a pesar de sus juveniles locuras, nunca cayó. «Era, con todo -advierte Celano-, de trato muy humano, hábil y en extremo afable, bien que para desgracia suya» (1 Cel 2). Y esto lo vemos confirmado en la Vida segunda en los siguientes términos: «Rechazaba en toda ocasión cuanto pudiera parecer injuria a alguno; y viéndole adolescente de modales finos, a todos parecía que no pertenecía al linaje de los que eran conocidos como padres suyos» (2 Cel 3). En la Leyenda de los Tres Compañeros hallamos a fines del siglo XIII la tradición celanense al afirmar los extravíos del joven Francisco, a la par que la nobleza de su carácter: «Era como naturalmente cortés en modales y palabras; según el propósito de su corazón, nunca dijo a nadie palabras injuriosas o torpes; es más, joven juguetón y divertido, se comprometió a no responder a quienes le hablasen de cosas torpes» (TC 3). 5) «Si el Emperador viniera a Asís -dirá a Fray Gil en el acto de recibirlo- y escogiera por su caballero y cortesano a uno de sus ciudadanos, ¿no se regocijaría éste de semejante honor? Regocíjate, pues, tú, que tienes más motivo para ello, ya que el Señor te ha escogido para caballero suyo y servidor de predilección» (XXIV Gener.). 6) Todas estas diferentes cuestiones se hallan expuestas en nuestra obra Historia de la fundación y evolución de la Orden de Frailes Menores en el siglo XIII, Buenos Aires, Ed. Desclée de Brouwer, 1947 [y aquí las publicamos en las páginas web anteriores a ésta]. 7) San Francisco no fue el iniciador de los Belenes. Mucho antes de él había la piedad católica glorificado el nacimiento del Salvador por medio de representaciones plásticas y escénicas. A principios del siglo XIII había Inocencio III prohibido la celebración de los Misterios por los abusos que se cometían, ya que en lugar de estimular la piedad apartaban a los fieles de ella. El corazón del Pobrecillo era demasiado tierno y puro para no empeñarse en devolver a estas escenas su santificador encanto. Su mérito consiste, pues, en haber conseguido la suspensión del entredicho y en haberles dado nueva vida al obtener el permiso pontificio para celebrar la Nochebuena en Greccio: «Para que dicha celebración no pudiera ser tachada de extraña novedad, pidió antes licencia al sumo pontífice; y, habiéndola obtenido, hizo preparar un pesebre» (LM 10,7). 8) Se admite con facilidad que San Francisco fue un animador de genio, pero se le niegan las cualidades de organizador por no haber dado a su Orden la poderosa organización que prevaleció después de su muerte. Mas la verdad es que, si no se la dio, no fue precisamente por incapacidad, sino más bien porque su plan, tal cual él lo había concebido, lejos de exigirla, la excluía. Sin embargo, tal vez no tuvo razón en no acceder más fácilmente a los deseos del Cardenal Hugolino y de los clérigos de la Orden, extendiendo él mismo su plan de acción. Gratien de París, O.F.M.Cap., Personalidad de San Francisco de Asís, en Idem, S. Francisco de Asís. Su personalidad. Su espiritualidad. Madrid, Ed. Bruno del Amo, 1932, pp. 29-74. |
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