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Entre los
grandes amigos y testigos de Jesús durante la Edad Media, el P.
Grandmaison, en su obra "Jesucristo", destaca a S. Bernardo y a S.
Francisco.
Francisco de Asís, al igual que
Bernardo, partía de la vida humana y terrestre de Cristo. Muy diferente
del monje de Claraval, Francisco no fue ni sabio ni teólogo, ni siquiera
presbítero. Su corta existencia no le permitió realizar
personalmente las obras inmensas de apostolado que ilustraron la vida de un
Vicente Ferrer o de un Francisco Javier. Humildemente sometido a las
autoridades de la Iglesia no ambicionó nunca el título de
reformador; y, sin embargo, las almas religiosas saludan en él a un
héroe incomparable del Espíritu. Pero fue por la
contemplación del Salvador y el esfuerzo perseverante de una
imitación que pudo parecer a los superficiales literal en exceso, como
se elevó Francisco a tal altura. Acabó por estar de tal manera
compenetrado del espíritu, del amor, de la doctrina, padecimientos y
predilecciones de su Maestro, que apareció a los hombres de su
generación y continúa apareciendo (y éste es el secreto de
su ascendiente incomparable) como otro Jesús. Un discípulo
más celoso que sabio, Bartolomé de Pisa, ha subrayado, hasta la
exageración legendaria, las concordancias de la vida de Francisco con la
de Jesús. Exageraciones inútiles; pues no son los rasgos
materiales los que revelan esta conformidad, está en otra parte, y es
más profunda. Manso y humilde de corazón, pobre como los
pájaros del cielo, sencillo como un niño, vibrando de gozo en la
humillación y el sufrimiento, comentario vivo de las
bienaventuranzas, el Pobrecillo de Asís podía decir que no
vivía ya, que Cristo era el que vivía en él. Los estigmas
fueron en él más bien efecto que causa; pues consumaron en la
carne del santo una imagen ya perfecta en el espíritu.
¡Qué llama tan viva de amor la que brota del
alma y de los labios de Francisco! Todos los que han leído alguna vida
moderna de este gran amigo de Dios lo saben. No se entenderá nada de
esta vida, dice atinadamente G. K. Chesterton, mientras no se vea que su
religión era para este gran místico, no alguna cosa abstracta e
ideal, como una teoría, sino un asunto del corazón y el amor de
un ser real. Conscientemente, continuamente quiso vivir como su Maestro, con su
Maestro y de su Maestro. Su Regla, tal como la concibió, no es
más que el Evangelio en acción; estaba al principio
compuesta casi exclusivamente de versículos tomados a S. Mateo. Y cuando
el creciente número de hermanos, las necesidades del apostolado y las
miserias humanas impusieron una serie de adiciones, de correcciones y de
precisiones, aun son las expresiones inspiradas las que dominan. Hasta en la
efusión sublime que termina la Regla primera o Regla no
bulada, un ojo atento distingue, bajo las imágenes y los
llamamientos tiernamente apasionados, la letra evangélica, asomando en
todas partes, como la roca en la pradería de una montaña. ¡Y
qué oraciones!
«¿Quién eres tú,
dulcísimo Señor y Dios mío? Y ¿quién soy yo,
vilísimo gusano e inútil siervo tuyo? ¡Señor
mío amadísimo, cuánto quisiera amarte! ¡Señor
mío y Dios mío, te entrego mi corazón y mi cuerpo; pero
con cuánta alegría quisiera hacer más por tu amor si
supiera cómo!» (Florecillas, part. II, cons. 3).
Francisco jamás separa al Hijo del Padre; en el
punto culminante de su carrera en el monte Alvernia, es todavía
Jesús y Jesús crucificado el que le introduce en el «secreto
del rey» y la gran alegría divina. Hasta el fin, este ilustre
siervo de Dios perseveró adorador extasiado del Maestro de Nazaret.
Pero a este Maestro, y es cosa notable, no va a buscarlo
Francisco por un camino exclusivamente suyo, guiado por su solo amor, fuera de
los sacramentos, doctrinas y tradiciones de la Iglesia. Sobre esto, el
teólogo evangélico F. Heiler dice justamente que Francisco
«es el modelo del santo católico. Todos los rasgos del ideal de
santidad católica están impresos en su faz. Toda la riqueza de la
piedad católica vive en su alma ancha y grande; las poderosas antinomias
religiosas que la cristiandad católica abraza se manifiestan en su vida
interior y exterior. El que quiera dar a conocer el catolicismo a un seglar
piadoso, sencillo y sin ilustración teológica, que describa ante
él la figura del Pobre de Umbría. Francisco no es un
semi-herético en manera alguna; ni un reformador; mucho menos, el
héroe de una religión moderna; antes al contrario, un ejemplar
acabado y perfecto de la piedad católica, cuya irradiación
esplendente ha llegado hasta nuestros días sin debilitarse». Y es
que él sabía que «nadie tendrá a Dios por Padre si no
tiene a la Iglesia por madre» (S. Cipriano). Más de una vez hace
protestas de sumisión plena y perfecta a la autoridad; impone esta
sumisión a sus discípulos; exalta la necesidad del intermediario
autorizado, consagrado, del sacerdote católico, en términos donde
la alusión a los terribles abusos de aquel tiempo pone una nota
verdaderamente heroica:
«La regla y la vida de los hermanos
menores es ésta, a saber: observar el santo Evangelio de Nuestro
Señor Jesucristo... El hermano Francisco promete obediencia y reverencia
al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y
a la Iglesia romana» (1 R 1). «Que ninguno de los hermanos
predique contra la forma y reglas de la santa Iglesia romana...» (1 R
17). «Que todos los hermanos sean católicos y que vivan y
hablen como católicos. Si alguno peca contra la fe y vida
católica... y no se corrige, sea expulsado absolutamente de nuestra
fraternidad» (1 R 19).
«El Señor me ha concedido a mí, fray
Francisco, la gracia de comenzar así a hacer penitencia... el
Señor me dio y me da todavía una tan grande fe en los sacerdotes
que viven según la forma de la santa Iglesia romana, por el orden de los
mismos, que, aunque me persiguieran ellos, a ellos acudiría. Y si yo
tuviera tanta sabiduría como Salomón, y encontrara a los
pobrecillos sacerdotes de este mundo, no quiero predicar contra su voluntad en
las parroquias donde ellos residen. Y a ellos y a todos los demás quiero
respetarlos, amarlos y honrarlos como a mis señores, y no quiero
considerar en ellos pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios y ellos
son mis señores» (Testamento).
[L. de Grandmaison, S.J., Jesucristo,
Barcelona, Editorial Litúrgica Española, 1932, pp. 953-955.]
[Selecciones de Franciscanismo, vol. III, n. 8 (1974) 221-222]
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