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SAN FRANCISCO Y SU ÉPOCA por Agustín Gemelli, o.f.m. |
. | I.- Los tiempos que prepararon la época de San Francisco Al nacer Francisco en 1182 en un común de Italia, recatado en la falda del Apenino umbro, la sociedad presenta un aspecto singular. La unidad y el universalismo medievales no han hallado todavía la completa expresión filosófica y artística que lograrán en el siglo siguiente con la gran síntesis de la escolástica, las grandes catedrales góticas y, finalmente, con La Divina Comedia. Con todo, unidad y universalismo medievales van perdiendo ya su trabazón política y religiosa. En efecto, a la muerte de Federico Barbarroja el Imperio es considerado más como enemigo que se ha de combatir que como autoridad digna de todo respeto; en Alemania se ve resquebrajado por los grandes feudatarios y las ciudades libres; en Italia, por los comunes. Por otra parte, si las doctrinas reinantes en las escuelas y entre las personas cultas son las de la Iglesia; si la Iglesia, después de la reforma de Gregorio VII, ha ido creciendo en fuerza disciplinaria y expansiva, en santidad y en autoridad; si ha tenido pontífices eminentes como sacerdotes y hasta como juristas y como políticos; si está a punto de alcanzar, con Inocencio III, uno de los momentos más brillantes de su historia, en la plebe germinan las herejías y se propagan con la rapidez prolífica del microbio. Entretanto, en Italia comienza a dibujarse un hecho nuevo. Entre las dos grandes potencias, la Iglesia y el Imperio, apoyada por los obispos y combatida por los feudatarios hace su aparición una tercera potencia: el común. Común significa núcleos de población que trabajan, producen, trafican, viajan, manejan el dinero y con el dinero el poder, y quieren gobernarse por sí mismos, aboliendo servidumbres feudales e injerencias de vasallos grandes y pequeños. Común significa concentramiento de colonos dispersos, lenta absorción de la plebe del campo en la urbana, substitución de la economía rústica por la monetaria, aumento de ferias y mercados, multiplicación de modestas empresas industriales y comerciales en las que se desenvuelve y perfecciona el artesanado al través de la especialización individual coordinada en los maestrazgos. Esta mudanza radical en el orden político y económico, que se trama aun dentro de la universalidad del Imperio, produce una vida harto más activa y móvil que la feudal, con exigencias de espíritu muy diferentes, que se manifiestan, entre otras cosas, en un hecho tan significativo como la difusión y empleo, aun para los actos oficiales, de la lengua romance. La transformación de una lengua es cosa tan importante, que no se verifica sin una mudanza profunda en la civilización: el idioma vulgar anuncia un pueblo nuevo. Este pueblo nuevo, constituido en común, hurtábase a la jerarquía feudal y, lo que es más, a la influencia benéfica de una de las mayores fuerzas de la Iglesia: el monacato. Desde que San Benito adaptó al Occidente latino la vida cenobítica, injertando en ella el principio del trabajo y de la moderación al ya practicado de la oración y de la austeridad, las abadías habían sido grandes centros de evangelización, de educación, de cultura en la edad bárbara y en la feudal. Junto a los castillos, y a menudo como un rival de su prepotencia, alzábase la abadía, que, con sus dependencias, formaba un villorrio de labriegos, bajo la dirección del abad y los monjes. Las abadías tenían sus bibliotecas y sus escuelas; emprendían el mejoramiento de vastas extensiones de terreno, desecaban pantanos, roturaban baldíos, y juntamente con la agricultura, el orden y el bienestar llevaban la cruz a parajes donde todavía eran adorados los ídolos. Por iniciativa de San Gregorio Magno los benedictinos resultaron los primeros misioneros; San Agustín de Cantorbery, con sus cuarenta monjes, convirtió a Inglaterra; San Bonifacio, a Alemania; San Adalberto, a Hungría y Bohemia. La Regla benedictina, amoldándose a los tiempos, produjo otras ramas ansiosas de renovación, como la cluniacense y la cisterciense en Francia, y la de los camaldulenses y valleumbrosianos en Italia. Por estas ramas vigorosas del tronco benedictino, que florecen en los siglos X y XI, fueron conquistadas para la Iglesia y la civilización zonas todavía bárbaras de Alemania, Escocia, Irlanda y Escandinavia. En los primeros decenios del siglo XII brilla entre los cisterciense un prócer que, obedeciendo órdenes de Roma, desampara el claustro y recorre los pueblos como reformador de conventos y misionero de Cruzadas, pero continuando, como en su celda, su vida de altísimo contemplativo: San Bernardo de Claraval. San Bernardo fue una excepción; en general, los monjes no salían de la clausura. Y ahora, en los primeros años del siglo XIII, su voz no puede llegar hasta aquellos ciudadanos de Italia que trabajan y sufren en los comunes, y a la jineta sobre mulos pasan los Alpes con sus piezas de paño, sus fardos de lana y las bolsas de sus monedas, recientemente acuñadas, flamantes caballeros de nuevas aventuras, formados en una actividad que es ya la nuestra, moderna. En vez de los monjes llegan del otro lado de los Alpes a este pueblo de burgenses los herejes: cátaros, patarenos y valdenses, diseminando sus principios de pretenso retorno a la vida evangélica, de pobreza, trabajo, comunismo y rebelión a la Iglesia. Se hacían escuchar, mezclándose con los artesanos, penetrando en los corrillos de comadres; daban principio a su arenga con un tema que a todos halagaba: las costumbres del clero; difamaban a los sacerdotes, a los obispos, a los monjes, a veces no sin algún fundamento, para venir a la conclusión de que ellos eran los pobres, los castos, los verdaderos secuaces de Cristo; explicaban el Evangelio al público en lengua vulgar, cuando en las iglesias se usaba el latín; algunos difundían ideas apocalípticas de un próximo Anticristo que encantaban a las muchedumbres, y todos, en fin, con el tema de la pobreza tocaban íntimos intereses que empezaban a dibujarse en aquella sociedad donde, si no los nobles y los siervos, se distinguían ya los maiores y los minores. Después de mediado el siglo XII estas voces proféticas se vigorizan por obra de Joaquín de Fiore, que predecía una tercera edad, edad del espíritu, edad de la purificación de la Iglesia. Aquellas doctrinas y estas obscuras profecías turbaban los ánimos, los cuales no se engolfaban en el trabajo de modo que olvidasen el problema de la eternidad, vivísimo en aquel siglo para el que la religión tenía un valor total. Entretanto, las fuerzas antiguas subsistían al lado de las nuevas; imperio, feudalismo, caballería eran todavía instituciones, no palabras; aun decayendo conservaban una grandeza propia, destinada a crecer en la imaginación y en el arte, al paso que se iba extinguiendo en la realidad, hasta que el recuerdo la convirtió en poesía. La caballería tuvo un ocaso heroico en las Cruzadas, las cuales, al paso que abrían un desagüe al viejo mundo feudal, ofrecían coeficientes ideales y económicos a la nueva sociedad. En efecto, de una parte el entusiasmo por las gestas heroicas, el valor personal, la belleza de la fe y la sed de aventuras en tierras lejanas reavivaron en los caballeros el entusiasmo por el rescate del Santo Sepulcro de manos de los infieles, mientras el ideal evangélico revivido en el país de Jesús fascinó a los verdaderos creyentes y de ellos pasó a las muchedumbres. Por otra parte, la escala en los puertos de Oriente y la facilitación de los intercambios comerciales mediante el conocimiento directo de los pueblos atrajeron a las repúblicas costeñas y a la burguesía que vivía del tráfico. Al través de esta complejidad de hechos la vida de los pueblos europeos, y especialmente de los italianos, los cuales si fueron los más tardíos en desligarse, formando nación, del mundo antiguo, son ahora los más precoces en asomarse con fisonomía propia al nuevo, se orienta cada vez más hacia la acción. El medievo feudal tiene, en cierto sentido, la stabilitas loci. El terruño ata, y la estabilidad tiende a la contemplación. El común, al contrario, es movimiento, y el movimiento, acción. De donde resultan dos estados de ánimo diferentes. Al primero había provisto la Iglesia con las grandes instituciones monásticas, domadoras de bárbaros, educadoras de caballeros y siervos de la gleba, consoladoras de opresores arrepentidos y de oprimidos; mas, a los nuevos burgenses, refractarios al latín, que se aburrían con los largos cantos litúrgicos, que ya no hallaban tiempo para subir en busca de paz a una materna abadía, que comenzaban a leer y escribir por su cuenta y para sus cuentas, ¿qué ofrecía la Iglesia? La obra de los sacerdotes, a veces óptima, a veces deficiente, no proveía a todo. Las herejías se infiltraban en las masas populares, señaladamente en el artesanado menudo de sutores, sartores y textores, que daban la máxima contribución a las sectas. A fines del siglo XII los pueblos cristianos sienten un doble apremio: uniformar la vida más estrechamente al Evangelio, avalorar cristianamente las nuevas formas de vida, en especial aquella que va a ser el distintivo de la civilización moderna: la acción. Y entonces el Señor envió a San Francisco. II.- El hombre Francisco En su carácter de hombre, Francisco, hijo de Pedro Bernardone, experimenta los contrastes del siglo, sin duda a fin de que, en su personalidad de santo, pueda traerlos a concordia, calmarlos y señalar el camino a las nuevas fuerzas. Su tiempo, entre el feudalismo y los comunes, entre el imperialismo medieval y el alborear de las naciones, entre la lengua sabia y la vulgar, entre la ascesis y la disolución, le comunica espíritu de jerarquía y nobleza de individualidad, sueños caballerescos y virtudes constructoras, deseo de renuncia y ardor de vida. Su padre le da la perspicacia, la actividad, la adaptabilidad del mercader; su madre, la sensibilidad, la grandeza de ánimo, la ambición aventurera del caballero. Este afluir a su sangre de burguesía y aristocracia le capacita para comprender las exigencias de todas las clases sociales. Su ingenio, potente y humilde, le habilita para penetrar en todas las almas y recoger su secreto. Por naturaleza tiene en sus fecundos contrastes el arrojo de los que intuyen y la tenacidad de los que realizan, la seguridad de los soberbios y la sumisión de los humildes, la ambición de subir y la necesidad de amar y ser amado, la sed de gloria y la sed de sacrificio. Le tira el amor, mas no el amor de los sentidos. Como en el panorama de Asís, sobre la aspereza de las montañas pedregosas se derrama una suavidad de colores que enternece hasta la melancolía, así en el mundo íntimo del joven Francisco, sobre la energía viril, que no sufre roncerías que desdoran, se nota la exuberancia y exquisitez del sentimiento, no las torturas de la sensualidad; el deseo de la belleza más que del placer, de la amistad más que del amor. De la misma Vita prima de Celano, que describe con tintas de pecado su juventud, fácilmente se colige no haber sido nunca la mujer para Francisco un tropiezo ni un peligro real, como lo fueron la ambición y el amor propio, contra los cuales, convertido, hubo de armar toda su voluntad. Es un limpio de corazón; por eso, cuando le salgan al encuentro dos mujeres dignas de su ideal, las mirará francamente para guiarlas por las dos vías que atraen, no sin contraste, su espíritu: por el apostolado de la reparación y de la adoración, a la virgen; por el de la plegaria y de la acción, a la viuda. Primero siente el atractivo seductor de la pompa mundana, mas pronto ha de sufrir el desencanto; vuélvese luego a las empresas militares y le ataja una voz sobrenatural que no destruye, sino que guía y transforma la índole natural de Francisco, para levantar en él el edificio de la Gracia. Cabe, pues, suponer que su índole, simpatizante con todas las criaturas, no era para darse a las armas, ni por oficio ni para conquistas. La pasión por el mundo caballeresco fue tal vez lo único que lo lanzó a la empresa de Apulia. ¿Qué otro resquicio quedaba abierto en el cielo de la gloria humana? ¿Las letras? No respondían a su férvida necesidad de acción. Entonces le venció en sus ambiciones el Rey de reyes, y en su desmesurada capacidad de amar prendóle el Crucifijo. Mientras vivió para el mundo, luchaban en él el caballero y el mercader; una vez resuelto a vivir para Dios, hermanáronse en él el solitario y el apóstol, el genio del caudillo y la dulzura del místico, la audacia de la conquista y la austeridad del renunciamiento, el amor de Dios y de las criaturas y el desapego de éstas, que le hacen singular entre los mismos santos. III.- San Francisco y los herejes Hasta los profanos saben que la virtud dominante de San Francisco es la pobreza; mas no hay que olvidar que su juventud la pasó en una región combatida por unos herejes que ponían la pobreza como principio fundamental de sus doctrinas y piedra de escándalo contra Roma. Milán y Lombardía primero, más tarde Umbría y las Marcas fueron centros de patarenos, y el Piamonte un foco valdense. Francisco conocía harto bien sus principios y costumbres; por tanto, la idea de renovar literalmente la vida evangélica no puede llamarse original de Francisco, bien que sea propiamente suya la profundidad de la inspiración y la prontitud de la ejecución. La idea se respiraba en el ambiente a fines del siglo XII, y un hombre o un grupo de hombres que la actuase no causaba estupor a los contemporáneos, como pasmaría a los modernos, más alejados cada día del ideal de la pobreza, cada día más hechos a capitular con la perfección evangélica, acomodándola a los tiempos, a las contingencias, a los individuos. Mas lo que distingue luego a San Francisco entre los herejes, y de un vuelo le levanta a mil leguas sobre las sectas, es su resuelta y total sumisión a la Iglesia católica. Todos los puntos asentados por los herejes en contraposición a Roma, San Francisco los recoge y resuelve en obediencia a Roma: aquéllos pretendían seguir el Evangelio a la letra; San Francisco quiere lo mismo, sino que acepta del Evangelio toda palabra, incluso las que se refieren a la autoridad de Pedro, de los Apóstoles y de sus sucesores; los herejes querían la predicación al pueblo en romance, y en romance, mas con permiso del Papa, predica San Francisco; aquéllos querían pobreza, castidad y trabajo, pero aforraban de soberbia la propia virtud, clamando contra la avaricia y relajación del clero, condenando a cuantos no vivían como ellos, sembrando odios; San Francisco, al contrario, se reputa el último de los hombres, besa la tierra donde pisa un sacerdote, por indigno que sea, porque es ministro de Dios; amonesta a los pecadores, ante todo, con el ejemplo y la penitencia; no exige de los otros la santidad; no condena a nadie, antes se acusa y corrige a sí mismo y lleva por doquiera la paz. Los herejes, de negación en negación, llegaban a dos extremos: abolición del patrimonio, comunismo sexual; San Francisco mira las criaturas con ojos limpidísimos, y las deja, pero sin renegar de ellas; inexorable consigo mismo, tiene para con los demás la indulgencia de la Iglesia, que es madre. Los herejes pretendían ser evangélicos y eran sectarios, con todos los defectos de orgullo, exclusivismo y rebelión propios de las sectas; Francisco era íntegra y verdaderamente evangélico, y, por lo mismo, católico, apostólico, romano. Su total adhesión a la Iglesia tiene dos raíces: una, sobrenatural, de fe, humildad y obediencia; la otra, natural. Respecto de la última conviene observar que San Francisco, como umbro, hereda en su índole los caracteres de la antigua religiosidad itálica junto con el amor al terruño, al trabajo, al orden, a la jerarquía, propio de los latinos y personificado en Virgilio; de este substrato natural de su piedad le nace, acaso, la necesidad del todo latina de la concretez y de la acción. IV.- El amor en San Francisco Hase dicho que la nota característica de San Francisco es el amor. Certísimo; San Francisco tiene una capacidad de amar superior al común no sólo de los hombres, sino también de los santos. Con todo, afirmar que el amor es su nota característica es decir poco, ya que no hay santo, como no hay Orden, que no ostente el mismo motivo fundamental del Cristianismo; lo que distingue a santo de santo, como a hombre de hombre (y en nada se revela tanto lo que vale un hombre como en el amor), es el modo de amar. El modo de amar de San Francisco es concretez y renuncia, que tiene su desarrollo en la acción y en la pobreza. Desde que en Espoleto el Gran Rey le da a entender que no existe más poderoso Señor; desde que en San Damián le enseña el Crucifijo que no hay en el mundo hombre que prometa sin engaños como Jesucristo (el cual promete a la vida terrena sólo su cruz y su paz), que por nosotros muera como Jesucristo, que se nos dé como Jesucristo, San Francisco ama a Jesús con amor único. Mas, como quiera que el amor, en un hombre como Francisco, es fuente de acción, al punto se pregunta: «¿Qué debo hacer?»; y respondiendo el Evangelio: «El que me ama, guarda mis mandamientos», no se arrima a un particular director de espíritu, no piensa en entrar en un monasterio, sino que en todas sus dudas abre el Evangelio, y el primer consejo que se le ofrece lo sigue «a la letra», como si para él solo fuera escrito. Merced a esta manera concreta de amar, la devoción de San Francisco se dirige a la humanidad del Hijo de Dios, allí donde sufre más y está más humillada: Belén, el Calvario, la Eucaristía. Tanto se engolfa en la hoguera de amor, que logra que lo sobrenatural se haga sensible; y, en efecto, en su cuerpo se imprimen, sello para él, signo de santidad para nosotros, las cinco llagas de Jesús. Por este modo concreto de amar acude al servicio de la Iglesia, seguro de que la Iglesia nace de Cristo y es su cuerpo místico. San Francisco es el hijo fidelísimo de la Iglesia romana; tiene la catolicidad por divisa de su amor para con Jesucristo, cabalmente porque esta catolicidad era el modo concreto de realizarlo; al revés de las sectas heréticas contemporáneas, las cuales, rebeldes al sucesor de Pedro, no aceptando íntegro el Evangelio y pretendiendo restaurarlo en el mundo, eran cabalmente la negación de este modo concreto de amor; el amor a Dios de los herejes era un amor que se esfumaba en fantástica aspiración hacia una divinidad y una voluntad divinas, cortadas al talle de su capricho. Hasta las manifestaciones del amor divino revelan en San Francisco un sentido de concretez. Y nótese que esta su concretez no es la del hombre de ciencia, sino la del artista; es decir, que su amor hace fermentar la fantasía creadora, y por eso sus plegarias se transforman en cantos y sus contemplaciones en escenas dramáticas como el Pesebre. Esta visión concreta del amor necesariamente viene a parar en la acción, o sea, en empresas reales, en obras de bondad para los que sufren, en Misiones para la conversión de los paganos. En la acción, como en una dinámica resultante, se funden todos los contrastes de la estupenda naturaleza de San Francisco de Asís. V.- Cómo amaba a Dios San Francisco Fácil es a todos comprender a San Francisco en su amor para con las criaturas; mas para comprender el secreto de su grandeza y de su potencia de palabra y de acción hay que penetrar más hondo: en su amor para con Dios. Fuera irreverencia en nosotros querer escudriñar por qué plugo a Dios hacer objeto de las divinas complacencias a este su hombrecillo, hasta el punto de favorecerle como le favoreció; con todo, algo puede rastrearse de ese misterio de amor divino si se considera la correspondencia inmediata y constante, la humildad sencilla y profunda, la delicadeza caballeresca con que amaba a Dios San Francisco. Medítense los comienzos de esta amistad divina. Fue en Asís, una noche estrellada. Por las calles, ásperas y estrechas, pasa una ronda juvenil cantando; sólitas canciones, sólita poesía de rondallas, más añeja que Homero; a las estrellas, río de diamantes sobre el apretado y negro caserío de los hombres, suben las voces de los jóvenes que preguntan por el amor. Las estrellas responden; pero uno solo, limpio de corazón, entiende su lenguaje; y mientras los demás prosiguen cantando, él se para en medio de la calle, absorto en la voz profunda que habla a su nostalgia. ¿Quién no ha tenido alguna vez en la juventud tales arrobamientos? Otro se detuviera un instante en aquel relámpago de lo infinito; luego, desperezándose y echando calle adelante, habría buscado el amor en las pupilas que atisban curiosas detrás de las ventanas entreabiertas. Francisco, no; se para, escucha, se pregunta turbado: «Pero ¿qué es esto?» Y el universo le responde: «Dios.» Desde aquel momento seguirá su voz con certeza absoluta, con prontitud instantánea, ora le mande, en San Damián, restaurar la iglesia; ora le llame, en la Porciúncula, a la predicación y a la pobreza; ora, en la Verna, le pida la total entrega de sí mismo para dársele a Sí mismo, sensiblemente, con los Estigmas. El amor que le derrite hace a San Francisco atento a recoger el paso del divino Espíritu, inmensamente agradecido a todos sus dones, humilde con una humildad sin límites, porque se sustenta con aquel amor que no desea otra cosa que anonadarse en el amado. La humildad no le quita la certeza de ser predilecto de Dios, ni el divino goce de este amor; pero despierta en su alma el temor de perderlo por culpa propia, y, por esto, con su inimitable ingenuidad dice al Señor: «Consérvamelo Tú, que yo soy un ladrón de tus tesoros.» Este gigante enamorado de Dios siente muy hondo el pudor de su amor, y lo recata de la curiosidad de los hombres, hasta recurrir, él, fidelísimo y candorosísimo, a menudas tretas para encubrir la Gracia; así, por ejemplo, con el crepúsculo se acuesta rumorosamente, porque lo sepan todos, y a medianoche se levanta quedito, para que nadie se percate; cuando torna de la oración con el rostro en llamas y el alma ausente, se esfuerza por hablar sereno y participar con los demás en los deberes comunes; cuando irresistiblemente lo embiste en público el amor de Dios, esconde la faz en la manga, para que no sea notado su arrobamiento. Mas entretanto cae el silencio en torno suyo, porque en él mora el Señor; Dios mismo es celoso de sus relaciones con la criatura amada: cuando el obispo de Asís se permite espiar al Santo orante en su celda, lo castiga, paralizándolo en el umbral, sin que pueda defenderlo su dignidad de obispo. VI.- Cómo oraba San Francisco Eso no obstante, la curiosidad del obispo Guido es la curiosidad y el ansia de todos los siglos. También nosotros quisiéramos alzar el velo del misterio de este hombre hecho oración y a quien ni el trato ni las cosas humanas logran distraer de su coloquio con Dios. San Francisco no escribió ni escribiera jamás un tratado de oración o del amor de Dios, pues habría creído profanar su tesoro, y porque, además, quien ama como él amaba, intuye y no razona, y quien razona sobre el amor y lo analiza, ya lo ha vencido, es decir, ya ha hecho del amor un hábito, un deber, un recuerdo. Las almas singulares que escribieron tratados sobre el amor de Dios eran de temple diverso del suyo, esto es, más razonadoras y complejas, y aun más intelectuales. En nuestro caso, las reglas, los consejos y las pocas oraciones que San Francisco ha dejado es lo único que nos da un hilo de su secreto. San Francisco es el Santo del Padrenuestro. Setenta y cinco veces al día lo prescribe a sus Hermanos legos sin letras; pero él no se harta de repetirlo; gusta su íntimo sabor, que la costumbre diluye o anula en las almas superficiales; hace de él su meditación y su arma; casi no admite que pueda orarse de otro modo. Una vez que Jesús dictó aquellas palabras, no le parece bueno trocarlas por las suyas, como estima necesario y óptimo anteponer la voluntad del Maestro al propio yo, orgulloso, inconstante, egoísta hasta en la plegaria. Además del Padrenuestro, ama y quiere la oración litúrgica, como impuesta por la Iglesia, que transmite la vida de Cristo en el tiempo; ama el rezo litúrgico por ser oración colectiva en el espíritu, aunque no lo sea en la concreta colectividad numérica, y porque Jesús prometió escuchar la oración en común. Quiere, para los que saben leer, el Oficio divino, y él mismo compone uno de la Pasión de Nuestro Señor; únicamente no siente la necesidad de salmodiarlo coralmente en la iglesia, como los monjes, que dedicaban con solemnidad al Opus Dei la mayor y mejor parte del día. En el trato con Dios, San Francisco respeta, más aún, admira el ceremonial, pero no se ata al ceremonial. Ama la oración, pero sin vincularla a un lugar, aunque sea la iglesia; doquiera le sorprenda la hora del Oficio divino, en una gruta, en una selva, por los caminos, al resistero, lloviendo o nevando, reza sus oraciones, más semejante en esto a los anacoretas que a los benedictinos; bien que, a diferencia de los anacoretas, no se santigua ni se tapa los oídos, cual si oyera al maligno, cuando una cigarra, un ruiseñor o una banda de gorriones canta con él; antes acompaña su rezo con sus gorjeos, porque gusta de interpretar y recoger todas las voces del universo y componer con ellas su himno a la Divinidad. La oración personal de San Francisco es, ante todo, alabanza y gratitud. Las más veces ni pide ni llora; canta como la alondra fija en el sol, repitiendo una sola nota, altísima: Dios. Dios es sabiduría, Dios es amor, Dios es felicidad. Engolfado en la divina inmensidad, invita al hacimiento de gracias a la Iglesia triunfante y militante, desde los Serafines hasta los niños en mantillas, desde los antiguos Profetas hasta los más humildes vivientes, y termina con un arranque que enloquece de divina pasión, como en el capítulo XXIII de la Regla primera. Luego vuelve a su canto de alondra con insistencia apasionada, con lirismo creciente, nunca enfático, porque gorjea siempre la misma nota: Dios es bueno, muy bueno; Dios es el bien, todo bien, el sumo bien, como si temiese que los hombres no lo van a creer, aunque hacen profesión de creerlo. Su fe en la bondad de Dios se comunica a los otros, porque es concreta, cual si hallase confirmación palpable en todo el universo, cual si Dios se le revelase sensiblemente y le ratificase que es la Bondad misma. Su oración presupone, amén de esta certeza metafísica de que Dios es el sumo bien, una humildad que se pierde en aquella bondad divina como la gota en el océano; humildad y reconocimiento se abisman en la alabanza y en la adoración, de donde salen transformados en alegría, ya que la alegría franciscana es, primeramente, olvido de sí mismo y de las propias cruces en la grandeza de Dios; después, goce y orgullo de poder sufrir con Jesucristo. Las oraciones dictadas o escritas por San Francisco sólo tienen el tono de la alabanza alegre y confiada, pero las que él elevaba en la soledad, entre lágrimas y gemidos, eran también examen de sí mismo en la presencia de Dios, roturas del corazón en el arrepentimiento, meditación de la vida y señaladamente de los dolores de Jesús, con los cuales se identifica de suerte que va por los caminos llorando e invitando a los hombres a llorar la Pasión del Señor. Y todo eso no es más que la expresión externa de la oración del Santo; su ascensión íntima a la contemplación, sus cuaresmas en la soledad, sus noches de lágrimas, sus horas de éxtasis, siguen siendo un secreto entre él y Dios. Y es Dios, no él, quien nos revela algo de la oración de San Francisco, con el milagro de los Estigmas. VII.- Los Estigmas La Verna señala la cumbre terrena de aquella vía de amor que San Francisco vislumbró en Asís una noche estrellada de su juventud; vía de sacrificios y embriagueces, de pobreza, de humillaciones, de ensalzamientos sobre la común experiencia. Mas, al encaminar los pasos a la cima solitaria, para celebrar la cuaresma de San Miguel, tan cara al Santo, ni siquiera le pasa por la imaginación el nuevo lance que Dios le reserva. Tan sólo pide, por suma honra, la cruz; y de cruz le habla el Evangelio, cuando le abre por tres veces, mientras con alegres trinos le dan la bienvenida las aves y le dicen, sus amiguitos alados, que esté tranquilo, porque la cruz no carecerá de gozo. Típica es la oración de San Francisco en los días que preceden al soberano don. Se olvida de sí y recomienda a todos sus hijos espirituales presentes y venideros. Es la oración de la caridad fraterna. Luego, tornando sobre sí mismo, anonádase en presencia del Eterno: «¿Quién sois Vos y quién soy yo?» Es la oración de la humildad. Mas del abismo de la humildad es arrebatado a la cúspide del amor y suplica: «Señor mío Jesucristo, dadme a sentir en alma y cuerpo el dolor que Vos padecisteis en vuestra Pasión acerbísima.» Y luego con osadía: «Sienta yo en mi corazón, cuanto posible fuere, aquel exceso de amor que en el vuestro, oh Hijo de Dios, ardía y os arrebató a padecer tamaños tormentos por nosotros pecadores.» Es la plegaria del amor castizo, que no busca el placer, sino la unión; no las alegrías del amado, sino los dolores: poder amar y padecer como Él durante su Pasión. No ha habido, tal vez, criatura humana alguna tan osada que pidiese lo mismo al Señor; y el Señor no se dejó vencer en generosidad. San Francisco alcanza lo que pide; en prueba sensible de haber sido escuchada su oración, tuvo la crucifixión mística, la cual no se ejecutó entre las paredes de una celda o de una iglesia, sino en la cima de un monte, como en la de un nuevo Calvario, entre los aromas de la selva desierta, en el silencio matinal, cuando el aire es más puro, las últimas estrellas más fúlgidas y la tierra parece renacer del seno de la noche. Nunca fue recibido mayor don con más humildad. El primer cuidado de San Francisco fue encubrir los Estigmas; y, si no lo consiguió con algunos íntimos, halló modo de guardar en público y esconder en las amplias mangas de la túnica sus llagadas manos. Con haber tenido la mayor experiencia de lo divino que jamás pudo hombre tener, no habló palabra de ella; sólo se vieron súbitamente sus efectos en el multiplicado amor a las criaturas. Que no fue vana la súplica de Francisco de amar como Jesucristo ama. El Cántico del Hermano Sol, revalorización sobrenatural de la belleza y bondad de esta tierra, hasta entonces sólo considerada valle de lágrimas, es el corolario de los Estigmas. Ello significa que el amor de Dios, penetrado con los clavos y la lanza misteriosos en la sangre de San Francisco, ilumina con nueva luz las criaturas, alejando de ellas la sombra de tentación y pecado que las encubría a la conciencia medieval. Con este amor trae San Francisco a los hombres la palabra de libertad y alegría, alegría y libertad verdaderamente tales, porque en Dios descansan. Y fue ésta la palabra más alta que se ha pronunciado después del Evangelio. Y bueno es añadir un detalle: que esa palabra, preparación de una espiritualidad nueva, de una concepción nueva de la vida, de un arte nuevo, fue dicha, no se olvide, en romance italiano. VIII.- La pobreza San Francisco aprendió de Nuestro Señor el secreto de amar a los hombres y las cosas. Tenía razón la Edad Media: el amor del prójimo y de las criaturas en general debe ser una virtud, mas puede ser también un peligro. Del primer ímpetu conquistó San Francisco la virtud, arrojándose al amor de cuanto le repugnaba: leprosos, andrajosos, llagas, desprecios; mas súbitamente, gracias a este vuelo gigante hacia lo Infinito, trastrocó sus gustos: las criaturas repugnantes se le trocaron en blanco de verdadero amor. En seguida superó el peligro con la renuncia, porque, entiéndase bien, la renuncia, así como el amor, es fundamento de toda santidad. ¿Hay algo nuevo en la renuncia franciscana? Sí, y es que no arranca de la desvalorización de las cosas humanas; no desprecia el mundo porque sea menos penoso el pisotearlo; no huye de la sociedad con miedo o disgusto como la renuncia de aquellos ascetas que resolvían el problema de la salvación huyendo de las criaturas, persuadidos de que en la lucha espiritual vence el que huye. La renuncia de San Francisco es diversa: no niega la belleza de la vida, que eso sería desconocer a su Autor; no niega el amor; niega la posesión y el deseo de poseer. Viva el alma, si es menester, en medio del mundo, pero no tome de él ni una migaja; las cosas admírelas y ámelas cuanto quiera, pero viendo en todas la obra del Criador y el símbolo de la Redención, sin exigir ni retener nada para sí. Despojado del egoísmo de la posesión, ¿qué queda del amor? La admiración o la compasión y el don de sí propio, los cuales, precisamente por estar libres del egoísmo, suben con facilidad de la criatura que los inspira, mas no los satisface, al Criador. Esta renuncia humilde, que admira y no huye, que ama y no apetece, que resume todas las virtudes, porque es la máxima abnegación del yo, aun quedando en contacto con todas las seducciones, San Francisco con su fantasía la ha concretado en una imagen, para amarla como a persona viva, y la ha llamado Señora Pobreza. Con estas dos palabras caballerescas: Señora Pobreza, ha ennoblecido también y vestido de belleza la humanidad atormentada, doliente, despreciada, en la que ve la imagen viva del Hijo de Dios; ha elevado a ideal de libertad y bienandanza aquel estado de aparente dependencia, inferioridad y humillación, que Jesucristo eligió y el mundo desprecia. Por la pobreza se hermanó, como el divino Maestro, con las criaturas más miserables, pero sin despreciar a los ricos y poderosos, separándose así claramente del movimiento comunal y burgués de su tiempo. Quien pretende hacer de San Francisco un demócrata olvida que su democracia no quiere poner a los demás al propio nivel, ni elevarse a sí mismo al nivel de otros más afortunados; quiere despojarse y humillarse, nunca despojar ni humillar. No es democracia la suya; es la caridad que se da toda a todos sin pedir nada; es la caridad que puede considerarse la aristocracia de los grandes amadores de Dios. Con el concepto de la pobreza integral, esto es, colectiva a más de individual, San Francisco se aparta notablemente aun del monacato, que admitía el patrimonio común, para vivir estupendamente la vida de Aquel que no tuvo una piedra donde reclinar la cabeza. Harto sabido es cómo fue creciendo su amor apasionado de la pobreza, desde las públicas bodas hasta la agonía sobre la desnuda tierra. Dante y Giotto cantaron su epitalamio; la admiración de los posteriores lo celebran con un poema siempre nuevo. Mas no hay que olvidar que la pobreza es, para su amartelado amante, medio, no fin; es imitación de Cristo y la más alta expresión de amor, mas no es, de suyo, amor; por tanto, escribir, como alguno ha escrito, que San Francisco habría parafraseado a San Agustín: «Sed pobres y haced lo que queráis», es inexacto, pues cabe muy bien ser uno pobre, aun voluntario, y no amar. La pobreza sin amor nada vale ni para Dios ni para los hombres. IX.- Como amaba San Francisco a las criaturas San Francisco no amó a los hombres por los hombres y por la satisfacción de sentirse bueno, como ciertos filántropos modernos. Los amó, sobre todo, por amor de Dios. Ni los amó sólo por agradar a Dios, como ciertos ascetas antiguos y modernos. Los amó como a obras singulares y estupendas de Dios, pues lo raro y propio de la conversión de San Francisco, como justamente se ha dicho, fue que la religión no levantó una barrera entre él y la tierra, antes transformó la tierra y las criaturas todas y enseñó el modo de amarlas y convertirlas en fuentes de gozo. Al estudiar la compleja personalidad de San Francisco, tan compleja y sobremanera rica que dice siempre algo nuevo a todos sus biógrafos, hanse de tener presentes dos puntos: ama la vida, pero de un modo sobrenatural; se crucifica con Cristo, pero sin despreciar la vida. Quien, de estos dos términos, pierde de vista el primero, se forja un San Francisco poeta sentimental al uso de los turistas del siglo XX; quien olvida el segundo, se finge un San Francisco marchito y triste al uso de ciertos pintores del XVII o de ciertos manuales de piedad del XIX. Así como San Francisco ama a Dios en el obrar y en el padecer, así también concretamente ama las criaturas con amor particular y universal a la vez, que llega a todos y a cada uno, como el sol. Con caridad que se renueva y especifica en cada caso, San Francisco ayuda y edifica al leproso que se pudre y blasfema, a la viejecita que desconfía de la limosna, a la joven patricia que huye de su palacio para consagrarse a Dios, al obrero que maldice del patrón, al muchacho que vende las tórtolas, al corredor que lleva al mercado los corderos, al caballero que le hospeda, al prelado que lo rechaza, al sultán que puede condenarle a muerte, a la mujerzuela que le cuenta sus cuitas, al podestá que lucha con el obispo. Ama al pueblo de su Asís bendita, como a los musulmanes fronterizos de Europa; a los comunes itálicos, desgarrados por los bandos, como a Hungría y Alemania, que apalean a sus frailes, como a la Francia de las canciones de gesta, y cuna, tal vez, de su madre. Todo pueblo es su prójimo, mas (nueva prueba de concretez) un solo país es su patria: aquel donde ha echado las raíces de la Orden franciscana, donde nace y donde quiere morir. Prójimos, y tanto que los llama hermanos, considera los gorriones y las abejas, y los nutre en invierno; los corderos, y los rescata; las tórtolas, y les fabrica el nido; los gusanillos, y los pone en salvo; las plantas, que no quiere cortar; la llama, que no quiere extinguir. Para los hombres como para las criaturas inferiores, para las cosas grandes como para las pequeñas, su amor es siempre de amplísima previsión. Siente necesaria a su apostolado la autorización de la Iglesia, y al punto se encamina a Roma y se presenta al Pontífice con la sencillez de un niño y la intrepidez de un capitán. Comprende la singularísima vocación de Clara, y no teme favorecerla y protegerla contra las iras de amigos y familiares. Ve la decadencia de las Cruzadas, y se dirige a Tierra Santa antes de predicar su rescate. San Francisco es llamado a obrar en la realidad con la virtus propia de los genios de la acción. Como los grandes volitivos, no deja pasar un instante, un hecho, un hombre sin investirlo de su fe, ni una sola ocasión sin plegarla a su fin. El secreto de su fuerza, así en la predicación como en el apostolado menudo, está en ser Francisco humilde, intuitivo, volitivo; en descender al nivel de sus oyentes e ir derecho al centro de sus deseos para trocarlos y enderezarlos a Dios. Caballeros y damas se hallan reunidos para un bautizo caballeresco; sus sueños son de gloria y amor, y Francisco se introduce con una canción de gloria y amor; los ladrones de Montecasale tienen hambre, y ordena salirles al encuentro con pan y vino; el cura de Rieti tiene su viña en el corazón, y lo conquista con unas mosterías abundantes. Así obra con los principiantes; mas con los suyos, los que han votado perfección, se ha de muy diverso modo: les coge la palabra del ideal jurado. ¿Saborean de antemano las Damas Pobres de San Damián el pasto espiritual de una plática inspirada? Pues sólo tendrán la muda lección de la ceniza y el canto del Miserere. ¿Prenden en fray Rufino antojos de desdeñosa soledad? Pues vaya a predicar en pañetes. ¿Fray Maseo la echa de orador? Pues haga de portero. ¿Recoge un fraile el dinero? Depóngalo con la boca sobre el estiércol. ¿Se las da un novicio de letrado? Aprenda de los Hermanos legos la sabiduría de la oración. Fijado un ideal, debemos ser suyos, y su solo recuerdo ha de bastarnos para entrar en vereda. Su amor para con las criaturas crece al paso que se eleva su espíritu. Conforme va desprendiéndose de la tierra, San Francisco la mira con más ternura. Tanto es menor el miedo que tiene de amar cuanto su corazón adquiere pureza más transparente. X.- Cómo amaba San Francisco a los suyos Mas también aquí vence a la severidad del maestro la ternura del padre. San Francisco ama a los suyos y funda la obediencia sobre el amor recíproco: materno en los superiores, filial y de hermanos en los súbditos; quiere que superiores y dependientes se alternen en el oficio, de modo que la jerarquía surja de la igualdad y en la humildad se apoye, y la obediencia comience en la firme confianza de conseguir la libertad del espíritu. Ama a los suyos, los comprende, los previene, los calma; sufre tanto en la primera partida de los doce primeros, que los torna a llamar a su lado milagrosamente; cada separación es para él, para todos, un dolor no disimulado; cada retorno, una fiesta. Al llamamiento del último de los suyos responde con pronta bondad; a los dos frailes forasteros que por verle habían recorrido tantas leguas y habían sido alejados por celo de los íntimos, San Francisco les da personalmente su bendición; a fray Ricerio, que teme no ser amado de él y en ese desamor ve la prueba de la reprobación divina, San Francisco le sale al paso con ternura más que de padre; a fray León, celoso como todos los amigos más aficionados, le permite estar siempre a su lado y ser su confidente; le deja su bendición escrita y, a su muerte, la túnica. El cuidado de su creciente familia espiritual le asalta en el éxtasis de los Estigmas y en la agonía; le acompaña, según la leyenda, hasta en el paraíso, si, como cuentan las Florecillas, todos los años el día de su tránsito desciende al purgatorio a libertar las almas de sus tres Ordenes y de sus devotos; si, como Dante imaginaba, viene del cielo a disputar a los demonios las almas de sus frailes agonizantes. El fundador de la Orden religiosa más vasta del mundo nunca tomó gestos solemnes, sino siempre maternales. Es sintomático el modo como se representa a sí mismo: o como la madre pobrecita de los hijos del Gran Rey, o como la gallina negra, acongojada en la defensa de sus polluelos. Este modo de amar, humilde aun con los inferiores y pobres, es decir, atento sólo al bien de los demás, nunca al propio goce, es particular de San Francisco y le granjea hombres de cualidades muy diferentes: la ternura de un fray León, la delicadeza de un fray Rufino, la suficiencia de un fray Maseo, la ingenuidad impertinente de un fray Junípero, la simplicidad de un fray Juan, el misticismo de un fray Gil y de un fray Bernardo, el espíritu caballeresco de un fray Ángel Tancredi, el alma trovadoresca de un fray Pacífico, rey de los versos; la fantasía soñadora de obras grandes de un fray Elías. Los espirituales no tomaron en consideración en sus escritos, quizá porque les faltaba a ellos, la suave tolerancia del Maestro con sus discípulos de índole tan diferente. Conoce muy bien las aficiones de fray Elías, y con todo le nombra general, y le tiene cerca de sí hasta su muerte; considera el estudio no más que como mero instrumento de trabajo de doble corte, pero respeta a los estudiosos por vocación y llama a San Antonio su obispo; huella privilegios de cuna, mas cuando un hermano, que le va guiando el asnillo, piensa: «Y todo bien considerado éste es hijo de Pedro Bernardone», se precipita de la silla y le dice: «Tienes razón, hermano; a ti corresponde, no a mí, cabalgar.» Por este amor concreto Francisco ha creado tres Órdenes con que responder a las exigencias de perfección de hombres y mujeres colocados en muy diversas condiciones de vida y acudir a las más dispares vocaciones. Más todavía: este amor sobrenatural es la fuerza de San Francisco, la explicación de toda su vida, la razón del desarrollo siempre renovado la vida franciscana. Con este amor para con Dios y para con sus criaturas, apoyado en motivos sobrenaturales, ha ejercido poderoso hechizo sobre muchos hombres; a muchos arrebató tras sí con su ejemplo. A su vez, los hombres reconocen en el amor de San Francisco la aplicación del precepto de Jesús: «Amaos como hermanos; en esto os reconocerán por discípulos míos.» Y porque se sienten amados de él como hermanos, los hombres, todos los hombres, le aman. XI.- San Francisco y la predicación Para atraer los hombres a Dios, San Francisco, a imitación de Jesús, se sirve de la predicación además del ejemplo y la caridad. Con fuerza intuitiva y sentido de concretez, San Francisco reforma la predicación medieval. Mientras los párrocos explicaban al pueblo distraído el Evangelio en las formas latinizantes de costumbre; mientras los predicadores de profesión extractaban de los homiliarios patrísticos los esquemas de sus sermones, y los más doctos silogizaban sobre los dogmas, San Francisco acerca el Evangelio a la vida y pone a Cristo en contacto con la conciencia de sus oyentes. Para el logro de este fin emplea en principio la observación moral, directa, casi personal, que sondea la conciencia con la forma sencilla del diálogo tuteado; mas, cuando el público crece en número o calidad (recuérdense los discursos al Papa y los cardenales), se sirve de la forma anecdótica y parabólica usada por el divino Maestro; en fin, echa mano de cuanto puede conciliar la atención, ya sea el lenguaje hablado en el país, ya el gesto, la risa, las lágrimas, el canto, ya la representación viva, como en Greccio. El contenido de su predicación es simplicísimo; se ciñe a las verdades elementales: los Novísimos, el Evangelio. No es curioso de razonamientos sutiles y doctos; no se prepara, y cuando se prepara pierde el hilo; improvisa según el Espíritu le dicta interiormente o como le aconseja el auditorio; y en su improvisación es arrebatador, mas no con esa furia torrencial que desflora las conciencias; antes su palabra penetra el corazón de los hombres, aun de los que, ya por una razón, ya por otra, son más sofísticos, o más desconfiados, o más sordos; aun de los que rechazaran la predicación de un lego sin letras. Por eso conmueve a los profesores de Bolonia y a los cardenales de Roma. XII.- San Francisco y el trabajo La humildad sin medida y el deseo de obedecer a Dios y ayudar prácticamente a los hombres hacen de San Francisco el más fiel intérprete del concepto cristiano del trabajo. También en esto le favorecen las inclinaciones naturales. Hijo de un mercader, salido de la burguesía comunal, tiene sus cualidades productoras y constructoras, sin el defecto máximo: el egoísmo doméstico. Su misma ambición juvenil de lozanearse de grande y obsequiar magníficamente revela en realidad un noble concepto del dinero, un considerarlo producto del trabajo, que debe circular y no estancarse; afirmación de personalidad, instrumento de dominio; dominio que hasta entonces se lo explica él en la forma mejor: socorrer, ayudar, favorecer. Después de la conversión, el trabajo reviste para San Francisco la forma de amor: amor para con Dios legislador, que nos impuso el trabajo en castigo de la culpa; amor para con Cristo Redentor, que del trabajo nos dio ejemplo; amor para con los hombres, a quienes urge la obra de la voluntad inteligente sobre la tierra y sobre las cosas; amor para con las criaturas inferiores, que, mediante el trabajo, se transforman y son útiles. San Francisco trabaja y hace trabajar. Al principio trabaja de albañil y hasta de peón, reparando la iglesita de San Damián, la de San Pedro, la de Santa María de los Ángeles, sacrificando en esta humilde tarea la inclinación a la soledad, que acompaña, como en todas las conversiones, los comienzos de la suya. Trabaja desde el momento en que el Evangelio, oído en la Porciúncula el 24 de febrero de 1208, le ordena la reconstrucción espiritual de la Iglesia mediante el apostolado; ahora es el obrero de la palabra, y las palabras emplea con más atención, con más compás, con más conciencia que las piedras para la reedificación de San Damián. Su palabra, tan rica de sentido en su sencillez, tan persuasiva en la viveza de la narración, tan substanciosa en las aplicaciones morales y tan precisa en la estrechez de la conclusión, es también acción, porque obra sobre los demás y les hace obrar. En la predicación trabaja sobre sus fuerzas; habla a las muchedumbres, a los individuos; recorre leguas y leguas a pie descalzo, llevando de ciudad en ciudad la palabra de Dios, sin reparar en fatigas ni dolores, en tanto grado, que ni las graves dolencias físicas, ni los desalientos morales, ni el tormento de los Estigmas son bastantes a detenerle. Se consume en el apostolado de la palabra de Dios. El trabajo es para Francisco una necesidad y un deber; reléanse estas líneas de la Regla para sus frailes: «Quiero que todos mis frailes trabajen y se ejerciten humildemente en obras buenas para huir del ocio, enemigo del alma; para ser menos gravosos a los hombres, para ganarse la vida honestamente. Los que saben trabajar, trabajen y ejercítense en el oficio que supieren, y los que no saben ninguno, apréndanlo, mas cuiden de trabajar con fidelidad y devoción, de modo que no extingan el espíritu de oración, al que deben servir todas las cosas temporales; y guárdense de no recibir en pago sino las cosas necesarias al cuerpo, salvo dinero, y esto humildemente, como conviene a los siervos de Dios y a los seguidores de la santísima pobreza.» No cabe declarar tantas cosas en menos palabras: los motivos naturales y sobrenaturales del trabajo, el respeto a la vocación individual, la manera de trabajar, la unificación de la vida activa y la contemplativa, la unión de la pobreza y el trabajo. Estos dos últimos puntos constituyen el aspecto más original del pensamiento de San Francisco respecto del trabajo, ya que San Benito, con la fórmula ora et labora, fue el grande iniciador de la vida mixta, pero vivida en el claustro, al paso que San Francisco trae la vida mixta fuera del claustro, al medio del mundo, donde las necesidades materiales y el decoro social la hacen más edificante, pero también más difícil. Más original, según el concepto de San Francisco, es la íntima relación de pobreza y trabajo. Excluyendo San Francisco, para sí y para los suyos, la posibilidad de un verdadero patrimonio, siquiera fuese colectivo, apura el don de sí mismo en la acción sin recompensa, en la humildad de haber de pedir, y eventualmente mendigar, después de haber dado todo. Por otra parte, esta expoliación radical de los propios derechos, y hasta del derecho de propiedad sobre los frutos del propio trabajo, que es el más legítimo y al cual el hombre se apega tenazmente como a parte viva de sí mismo, preserva el trabajo de las consecuencias de la posesión: tentaciones, preocupaciones, melancolías, y le confiere un goce superior al que todo trabajo trae consigo. El trabajo en pobreza, tras la oración de alabanza y gratitud, es nueva fuente manantial de alegría franciscana. XIII.- Su perfecta alegría Esta alegría tiene también un doble aspecto, de naturaleza y de gracia. San Francisco, poeta y hombre de acción, tenía en sí dos manantiales de gozo: sabía ver la belleza y gozarla, sabía obrar y olvidar. Por eso le atraen y recrean las criaturas grandes y las pequeñas, como estupendas manifestaciones de vida en las que siente la bondad de Dios: el halcón le despierta, la cigarra le responde, las alondras le dan la bienvenida, las tórtolas y los gorriones le regocijan. Para él alienta y se viste de verdor la tierra, y el sol y las estrellas, el fuego y el agua, las nubes y el viento son motivos de meditación y de canto no menos que las virtudes que su mirada fraterna descubre en el corazón de los hombres. Mas no es él hombre que hace pie absorto en la contemplación; aquel mismo genio de amor que le revela la profunda armonía de la vida, le impulsa a confortar, a ayudar, a dar y sobre todo a hablar de aquel Dios que es creador y padre de todas las criaturas, y a querer que sea conocido y amado. San Francisco no interpone titubeos entre el pensamiento y la acción; en cuanto el amor le inspira pone toda el alma, alejando de sí todo resto de lo pasado, como depuso sus vestidos a los pies de su padre, como arrojó el báculo en la Porciúncula. Tampoco le preocupa lo por venir, porque nada espera ni quiere nada del mundo y de los hombres; pobre de todo, hase arrojado en los brazos de Dios con tal abandono, que hasta el echar a remojo los garbanzos para el día venidero le parece falta de confianza. Cortados los innumerables tentáculos que amarran el corazón a lo pasado y a lo por venir, San Francisco navega en un océano de serenidad. Con todo, sufre y quiere sufrir. Sufre a causa de su misma fibra delicadísima, extenuada por la penitencia; sufre a causa de su natural intuitivo, de su sensibilidad cruelmente herida por la incomprensión de muchos de los suyos, de las ofensas irrogadas a la pobreza a sus propios ojos; los últimos dos años son un martirio en la carne y en el alma; impresos los Estigmas, San Francisco es el hombre del dolor; mas ama el padecer, porque adora al Crucificado. El diálogo de la perfecta alegría enuncia un principio fundamental al Cristianismo: nuestra vida en Jesús y la de Jesús en nosotros, el amor y la gloria de la cruz; pero lo enuncia en una forma nueva, concreta, inimitable, con un ejemplo personal aplicado a los sentimientos más vivos, imaginado en las circunstancias más duras, como el desprecio hasta la persecución de los amigos, y aun de los inferiores, unido a la miseria más escuálida. Vencerse a sí mismos en prueba semejante es para San Francisco el mayor don de Dios; pero vencerse hasta gozar de aquel magullamiento físico y moral, y gozar de él por amor de Jesús Crucificado, es don tan grande, que da perfecta alegría. Así llama San Francisco, con expresión ya inmortal, al padecimiento «saboreado» por amor de Dios. Su diálogo con fray León, así como logró disminuir en el corazón del discípulo el horror de la noche invernal y abreviar el largo camino de Perusa a la Porciúncula, así lanza en los siglos un haz de luz sobre los padecimientos de los hombres, y a los afligidos recuerda que existe un solo remedio al dolor: amarlo por amor de Aquel que lo envía. XIV.- La dialéctica de su Orden Cuando San Francisco se resolvió a seguir el Evangelio estaba lejos de imaginar que un propósito tan sencillo y tan difícil iba a determinar una revolución en las conciencias. Aquel afluir de los hombres en torno suyo, como a un milagro viviente, fue un hecho inesperado, tal vez presagiado en los sueños de grandeza de los primeros años, mas no previsto por su humildad de converso. El aumento de los frailes pedía una Regla; pero San Francisco andaba vacilante: ¿no era por ventura el Evangelio? Quien tomase a la letra (sine glossa) los consejos evangélicos, podía ser, según él, un fraile menor. Cuando se decidió a extender la Regla se atuvo estrictamente a las palabras del Maestro, citándole a cada paso y escudándose tras Él, como si no se atreviese a legislar por sí mismo. En consecuencia, pocos preceptos, ningún formalismo, una disciplina interior de todo en todo, libertad de interpretación igual al respeto que el Santo guardaba con la individualidad de cada uno. Además, no se había propuesto, como otros fundadores de Órdenes religiosas, un determinado campo de bien; su único blanco era vivir el Evangelio y predicarlo antes con el ejemplo que con la palabra. Entretanto, los frailes se multiplicaban y extendíase el radio del apostolado; San Francisco mismo, en virtud de aquel dinamismo de amor que conceptuaba nulo lo ya hecho y sólo estimaba lo por hacer, sentíase forzado a ensancharlo cada día más, de Umbría a Italia, a Europa, al África pasando por Marruecos, al Asia al través de Palestina. Conforme íbase ampliando este radio de acción mundial surgían nuevos deberes: el estudio, por ejemplo, y se presentaban nuevos problemas: la habitación estable y común; San Francisco no quiso resolverlos explícitamente. En 1221 ordenó la demolición de la casa de estudios de Bolonia, fundada por Pedro Staccia; pero en 1223, habiendo declarado el cardenal Hugolino que la casa pertenecía a la Santa Sede, permitió a San Antonio enseñar en ella teología; prohibió a un novicio el breviario, a fray Reinaldo la muchedumbre de libros, pero acogió con deferencia a los doctos que venían a la Orden, y recomendó la custodia y respeto de todos los escritos, porque directa o indirectamente el saber viene de Dios y lleva a Dios. San Francisco no sentía el deseo de leer, porque el Crucifijo, la naturaleza y la vida eran sus libros; a la ciencia de éstos prefería la ciencia del corazón; a las palabras, los hechos; a la suficiencia de los sabios, la humildad de los sencillos, persuadido de que tanto sabe el hombre cuanto obra, y de que las almas se conquistan antes con la oración y el ejemplo que con razonamientos. No prescribió el estudio, porque no lo hallaba prescrito en el Evangelio; mas no lo prohibió, porque reconocía ser necesario. Para definir la cuestión habría tenido que declararse abiertamente contra su ideal de pobreza estrechísima o poner límite (excluyéndolo del campo intelectual) al impulso de apostolado conquistador, vehemente en él y engendrado por él mismo en la Orden; sobre todo viérase forzado a aprisionar su Orden en una norma precisa de vida, cuando cabalmente veíala germinar, como árbol vigoroso, otros muchos ramos, actividad, instituciones diversas, nacidos todos al calor de un mismo ideal, y cada cual necesitaba desenvolver la primitiva idea inspiradora en una forma propia, para una vida propia. Por eso, quizá, heredó la Orden franciscana todos los contrastes, más o menos manifiestos, inmanentes en el alma del Padre, los cuales ocasionaron las luchas que dentro de su seno se debatieron y dieron origen a muy diversas iniciativas; hallamos en la Orden franciscana, como en San Francisco, espíritu severo de disciplina y ansia de autonomía, sed de soledad y ardor de apostolado entre los hombres, aspiraciones al aniquilamiento y apremios de acción. ¿Era San Francisco sabedor de estos contrastes? Considerando su genio, sus actos, sus escritos, debemos responder que sí. Al otorgar su bendición a fray Elías y a fray Bernardo admitía en su Orden dos espíritus antitéticos; daba pruebas de una profunda intuición de la realidad, que es vida y de contrastes vive; dejaba en herencia a su Orden, mejor dicho, a toda su vastísima descendencia espiritual dentro y fuera de las tres Órdenes, la posibilidad de recibir hombres procedentes de lugares y clases sociales diversos; daba a sus hijos la posibilidad de atender a formas de apostolado diferentes; depositaba la semilla de obras discrepantes al parecer; pero, en realidad, todas esas energías se fundían, gracias a un solo espíritu animador. La intuición que Francisco tenía de la vida nacía del amor y se resolvía en el amor; por eso amaba a fray Elías y amaba a fray Bernardo, amaba al hombre que vive entre los hombres y al hombre de la soledad, al realizador y al contemplativo; a los dos bendijo y les repartió el pan simbólico de su última cena, como indicando que todas las divergencias futuras del Franciscanismo debían conciliarse en su nombre, en su paternidad acogedora y misericordiosa, imagen de la paternidad de Dios, que envía el sol sobre justos y pecadores, y da a los búfalos la fuerza y a los ruiseñores el canto. Los escritos de San Francisco, amén de un substrato de amor divino y fraterno, revelan dos recomendaciones ahincadas, igualmente vivaces, que, observadas con rigor, hubieran eliminado las luchas entre sus fieles, los cuales no se comprendieron cuando olvidaron una de ellas. Estas dos instancias son: la pobreza y la obediencia. No es mayor la una que la otra; equipáranse. El contraste de las varias tendencias, enquiciadas en torno a la cuestión de la pobreza, se exacerba en aquellos hijos que heredan una de las dos virtudes del Santo y no su fuerza soberana, aquella fuerza mediante la cual concilió lo divino y lo humano, y en virtud de la cual fue universal: el amor; quiero decir el amor de Dios, que es amor de Aquel que es nuestro Redentor y de los hombres que por Él fueron salvos; de Aquel que es nuestro primer hermano y de aquellos que son sus hermanos menores. Esta necesidad de amar pasa de San Francisco a sus hijos de tal suerte que la familia franciscana, aunque dividida y en perenne contraste, retiene siempre en todos los siglos una fundamental unidad, gracias al amor de Dios y de las criaturas, cual existe en San Francisco. Aquel movimiento de reforma y secesión que, puede decirse, se ha engendrado en todos los siglos en su seno, no ha sido, como juzgan los superficiales, síntoma de flaqueza, sino de vida, semejante al dinamismo interno de los tejidos: células que maduran, células que se dividen, células que mueren; algo muere y algo se diferencia, pero la muerte es aparente y la diferenciación momentánea; las células, renovándose, se recomponen en la unidad del organismo de que forman parte, en el cual nacen y por el cual viven. Por esta unidad de amor para con Dios y sus criaturas va desplegándose al través de los siglos la fuerza del Franciscanismo en la piedad, en el pensamiento, en la acción. XV.- Conclusión El movimiento religioso que San Francisco suscitó y después disciplinó con las tres Órdenes responde a las dos exigencias de su época: reforma evangélica, revalidación cristiana de la acción. Acoge aquel tanto de verdad que podían tener las herejías, sin sus errores y sus vicios, uniendo el retorno a la pobreza y sencillez de los primeros siglos cristianos con la profunda sumisión a Roma. Así como San Francisco reaviva y armoniza los contrastes de su tiempo y funda en su espíritu diversas formas de piedad, de la misma manera su obra cifra y resume las características de las Órdenes religiosas precedentes y aporta una nueva: la santificación de la acción, secreto de toda la religiosidad moderna e indispensable a la vida moderna, que es acción. El monacato oriental, nacido durante el desquiciamiento del mundo romano y el irrumpir del mundo bárbaro, desarrolló el apostolado de la plegaria y de la expiación, demolió el culto pagano de la naturaleza para que otro lo reconstruyese cristianamente. El monacato occidental, nacido durante el devastar de los bárbaros, puso la sabiduría latina al servicio de la fe y convirtió, disciplinó, civilizó los nuevos pueblos, añadiendo al apostolado de la plegaria y de la expiación el del trabajo, trabajo que se había de exigir y distribuir con conocimiento de los individuos, de los lugares, del tiempo presente y aun del porvenir. El trabajo benedictino es como la toma de posesión de todos los valores de la vida: bendice los campos, los libros, el arte, la dignidad humana; reconstruye al lado y después de la demolición anacorética. El Franciscanismo, que nace con los comunes y el nuevo orden económico y político de la sociedad, entiende la tarea del apostolado a la letra, como lo practicó Jesucristo: oración y trabajo, pobreza y predicación, poniendo a su servicio el valor de la caballería que desaparece, así como el arrojo del pueblo que surge; en vez de aislarse o de apartarse, desciende a las ciudades, entre la gente que trabaja ya con exceso, que no ha menester de aliento para la acción, sino más bien de estímulo a la reflexión y a la plegaria, y predica el Evangelio por los caminos y plazas en las formas que agradan a los contemporáneos; canta como los juglares, narra como los trovadores, combate por la fe como los paladines, quiere no sólo la liberación, sino también la conversión de la Palestina, mejor que los Cruzados; enseña a los burgenses y al pueblo menudo que cada cual puede ser un religioso, aun viviendo en el mundo, por cuanto celda es el corazón, Regla el deber cotidiano, Hermano y Hermana toda criatura que se presenta, cilicio de penitencia el trabajo; al mismo tiempo conserva toda la experiencia religiosa del pasado: el espíritu de expiación y el amor de la soledad de los anacoretas, el amor del rezo litúrgico, el anhelo de la contemplación, el hábito del trabajo y la oración práctica de los benedictinos. Todo este patrimonio de multiforme religiosidad lo funde el Franciscanismo en el apostolado de la palabra y de la acción, con un sentido nuevo de amor y alegría que, permeando lentamente todas las clases sociales, dará a la vida una tonalidad más serena y al arte aquella inspiración más libre, concreta y humana, que preludia el Renacimiento. Éste, que se inicia con San Francisco y sus discípulos, es Renacimiento en un significado, es verdad, harto diverso del comúnmente aceptado, pero mucho más alto; no es el renacer de la humanidad a la concepción del mundo clásico, sino el renacer del hombre y de la tierra toda a un orden nuevo, a una vida nueva instaurada por Jesucristo, «en quien todas las cosas celestes y terrestres fueron pacificadas con el omnipotente Dios». San Francisco ha querido dar a sentir al mundo lo que el mundo con frecuencia olvida, o mejor dicho, no logra comprender: la felicidad sobrenatural del Evangelio. Agustín Gemelli, O.F.M., El Franciscanismo. Barcelona, Luis Gili Editor, 1940, pp. 1-43. |
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