|
CARTA CON OCASIÓN DEL VIII CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SAN ANTONIO (1195-1995) MINISTROS GENERALES FRANCISCANOS |
. | ANTONIO, HOMBRE EVANGÉLICO «El Padre de toda consolación» nos ha concedido la gracia de celebrar, en estos años, una gran cantidad de conmemoraciones. En 1981 recordamos y celebramos el Octavo Centenario del nacimiento de Francisco de Asís; con tal ocasión quisimos compartir nuestra alegría con todos ustedes, exponiéndoles nuestro pensamiento en una Carta-Mensaje centrada en aquellas dulces palabras que pronunció nuestro Padre, desnudo sobre la desnuda tierra, instantes antes de morir: «He concluido mi carrera; Cristo os enseñe la vuestra.»1 En 1993 celebramos, con las hermanas clarisas, el Octavo Centenario del nacimiento de Clara y, con tal motivo, les hablamos sobre Clara de Asís, mujer nueva, la «plantita» de Francisco e inseparable de él, suma expresión del ideal femenino franciscano. En 1995, la santa caridad que es Dios nos concederá a los franciscanos, a los fieles cristianos y a todos los hombres de buena voluntad la oportunidad de celebrar el Octavo Centenario del nacimiento de san Antonio de Padua, a quien la Iglesia venera como «Doctor Evangélico», más todavía, como «Hombre Evangélico». Es decir, como hombre no sólo llamado a anunciar, explicar y proponer el Evangelio, sino también, y sobre todo, a vivirlo, a convertirlo en forma y medida de la propia vida, según el estilo de la más pura espiritualidad franciscana. Hoy quisiéramos dirigirles unas palabras fraternas que les ayuden a captar la belleza y la novedad del testimonio de san Antonio. I. «HOMBRE EVANGÉLICO» Permítannos recordar un día luminoso para los franciscanos. El 12 de septiembre de 1982, durante su visita a la Basílica de San Antonio, en Padua, el papa Juan Pablo II dijo:
1. Un camino de búsqueda Para llegar a ser un hombre evangélico, Antonio recorrió un camino en el que vemos las huellas de las visitas pacientes y solícitas de Dios. Fernando Martins ése es el nombre de bautismo de Antonio nació, según la tradición más corriente, en Lisboa en 1195. Su padre, Martín de Alfonso, era caballero y su madre, María, provenía de una ilustre familia. Pertenecía, por tanto, a una familia «noble y poderosa». Y conoció las ventajas y desventajas de la nobleza y del poder. Estudió desde los 7 hasta los 14 años en la escuela episcopal de la catedral de Lisboa. Poco después de cumplir 15 años ingresó en el monasterio de San Vicente, de los Canónigos regulares de San Agustín, donde vivió su primera experiencia de vida consagrada. Dos años después, deseando librarse de las ingerencias de su familia y de los amigos, pasó al monasterio de Santa Cruz, en Coimbra, perteneciente también a los Canónigos regulares de San Agustín. Pero la vida en Coimbra no era fácil: el monasterio contaba con un gran número de religiosos, y una comunidad tan grande e influyente originaba, inevitablemente, tensiones con el poder de la corte y con el del obispo diocesano. Los estudios, el nivel cultural del monasterio y la posibilidad de conocer e investigar el pensamiento de los santos Padres en la óptima biblioteca del monasterio y en la escuela atendida por sacerdotes graduados en París eran satisfactorios. El canónigo Fernando supo mantenerse alejado de la mediocridad y, con un grupo de compañeros, se consagró con especial entrega a la oración y al estudio de la teología. Fue ordenado sacerdote a los 25 años. Todo parecía indicar que su vida de canónigo agustino podía satisfacer y aquietar su alma. 2. Itinerario franciscano Pero justamente por esas mismas fechas conoce a un grupo de franciscanos, provenientes de Asís, que le causan una impresión muy positiva. Este encuentro significará la toma de contacto con un mundo que acabará por sumirle en una profunda crisis. Poco después, en enero de 1220, llega a sus oídos la noticia de que aquellos cinco «penitentes de Asís», a los que él había conocido y hospedado en el monasterio, habían sido martirizados en Marrakech y de que sus cuerpos iban a ser sepultados precisamente en su monasterio de Santa Cruz de Coimbra. La vida monástica de Fernando, consagrada a la oración y al estudio, recibe como una sacudida. Empieza a apremiarle la idea y la esperanza de testimoniar su fe con el martirio. Abandona la Orden agustina, ingresa en la Orden franciscana y, en otoño de aquel mismo año de 1220, convertido ya en fray Antonio, emprende viaje a Marruecos. Pero su proyecto se trunca muy pronto. Una grave enfermedad le obliga a guardar cama. Se decide repatriarlo, para que se cure y, una vez restablecido, regrese de nuevo a Marruecos. La fuerza del viento lo «deposita» en una playa de Sicilia. Lo hospedan sus hermanos de hábito en Mesina. Era el año 1221. Se desvanecía definitivamente el sueño del martirio. Antonio tenía 26 años. Apenas viviría otros diez, que serían los más intensos de su vida. Recordamos aquí algunas etapas del itinerario franciscano de san Antonio. En ese mismo año participa en el «Capítulo de las esteras», en Asís. Seguidamente se sumerge en el silencio, la oración y el servicio humilde a los hermanos, en el eremitorio de Monte Paolo. En 1223 pronuncia en Forlí una conferencia espiritual improvisada, que asombra a todos por «la inesperada profundidad de su palabra».3 A partir de ese día «tiene que interrumpir los silencios de la soledad»4 y dedicarse a la predicación itinerante. La Romaña, plagada de la herejía cátara, fue su primer campo apostólico: predicación popular, conferencias al clero, ministerio de la reconciliación, lecciones de teología a los hermanos de la Orden. La vida de Antonio se vuelve cada vez más itinerante y más pública. Tras la etapa romañola, lo encontramos en Bolonia, en el sur de Francia donde bulle la herejía albigense, en Limoges (donde en 1226 fue nombrado «custodio» de los hermanos menores del territorio), manteniendo siempre un difícil equilibrio entre la actividad apostólica y la soledad contemplativa. Posteriormente, a su regreso a Italia, es nombrado «Ministro provincial» de las regiones septentrionales. Predica en Vercelli y en muchas otras ciudades. En 1230, lo vemos en Asís, en Roma, en la Marca de Treviso y, sobre todo, en Padua, donde había redactado los Sermones dominicales y ahora redacta los Sermones festivi. Es su última etapa terrena. Durante la cuaresma de 1231 realizará una gesta memorable: la primera predicación cuaresmal diaria de la Iglesia occidental, que será también una gran experiencia eclesial de catequesis penitencial y social. En mayo viaja a Verona, donde interviene, sin resultado positivo, ante Ezzelino III da Romano en favor del conde Pizzardo di San Bonifacio. A finales del mismo mes de mayo se encuentra en Camposampiero, en las cercanías de Padua. Ante la proximidad del tiempo de la siega, Antonio despide al gentío y «busca lugares apartados anhelando quietud y soledad». Le construyen una celda en un «robusto nogal, porque el lugar se prestaba a la soledad y a la quietud, amiga de la contemplación». En aquella celda, viviendo una vida celestial, Antonio persistía como abeja laboriosa en su entrega a la sagrada contemplación. La enfermedad que lo había estado atormentando desde su aventura africana está a punto de consumirlo. El trabajo lo ha agotado; el alimento y el reposo ya no logran restablecer sus fuerzas. Antonio decide regresar a Padua. Durante el viaje, en Arcella, el 13 de junio de 1231 «aquella alma santísima, liberada de la cárcel de la carne, fue arrebatada y absorbida por el abismo de la luz».5 Concluía una vida de treinta y seis años escasos, once de ellos franciscanos. Al año siguiente, el 30 de mayo, el papa Gregorio IX canonizaba a Antonio en la ciudad de Espoleto. 3. Un perenne itinerario espiritual Pero aquella vida que parecía haberse consumado prematuramente comenzaba una aventura que asombraría a los siglos. El primer aniversario de la muerte de Antonio se celebró tributándole los honores de culto litúrgico, venerándole con el título de Doctor de la Iglesia, un título que, siglos más tarde, el 16 de enero de 1946 confirmaría el papa Pío XII. Con todo, lo más asombroso es que la vida de Antonio fue una peregrinación veloz: desde la tranquila infancia y la vida monástica dedicada al estudio y la oración, hasta los breves años de franciscanismo, vividos en una itinerancia casi continua a lo largo de los caminos y, sobre todo, en el interior del propio espíritu. Antonio sintió la fascinación del martirio, la desilusión del fracaso de su proyecto de entregar su vida en testimonio de la fe, la soledad y el anonimato, la fama inesperada y repentina, la vida consumada en una incesante entrega a los demás, la satisfacción del estudio bíblico y el agotador tumulto de las muchedumbres, la insaciable nostalgia de la contemplación, la experiencia de la Biblia como suma del saber, la alegría acrisoladora de la devoción, el reposo de las ansias en el encuentro con el Señor: «Veo a mi Señor.» Su itinerario espiritual posee todos los rasgos esenciales del franciscanismo, incluida la libertad de espíritu capaz de las mayores novedades. Antonio es un franciscano que bebe y se empapa de franciscanismo sobre todo a través de la vida de los hermanos. Su franciscanismo es fascinante precisamente porque el carisma y el ideal de Francisco los encontró encarnados y enriquecidos en la convivencia cotidiana fraterna. 4. La novedad franciscana Antonio no pertenecía al círculo de los amigos, compañeros y colaboradores de Francisco. A pesar de ello vivió el franciscanismo de los orígenes con total adhesión y con docilidad absoluta. Supo captar la esencia de la vida y de la espiritualidad de Francisco. Y, de hecho, su sensibilidad franciscana fue plenamente reconocida por los hermanos y por el mismo Francisco. Así lo demuestra la carta que Francisco le escribió a finales de 1223 o a principio de 1224, cuando llamaron a Antonio a Bolonia para que «leyera» sagrada teología a los hermanos. Dice Francisco al joven «lector»: «Al hermano Antonio, mi obispo, el hermano Francisco: salud. Me agrada que enseñes la sagrada teología a los hermanos, a condición de que, por razón de este estudio, no apagues el espíritu de la oración y devoción, como se contiene en la Regla.»6 Era el recibimiento espiritual de Antonio en la familia de Francisco, su investidura oficial para la delicada misión de enseñar a los hermanos, la preocupación de que «este estudio» no apague la primacía del absoluto de Dios en la vida. Una alusión de la Vida primera de Celano, redactada entre 1228 y 1229, es decir, cuando Antonio todavía vivía, revela la fidelidad con que el Santo de Padua siguió, tanto en su enseñanza en Bolonia como en su predicación itinerante, las indicaciones de Francisco. Hablando del Capítulo provincial de 1224 en Arlés, escribe Celano: «También estaba presente en aquel capítulo el hermano Antonio, a quien el Señor abrió la inteligencia para que entendiese las Escrituras y hablara de Jesús en todo el mundo palabras más dulces que la miel y el panal.»7 Pero Antonio vivió y fue expresión del franciscanismo de los orígenes sobre todo porque éste reflejaba, en la vida de los hermanos, la imitación radical de Cristo pobre y humilde. Antonio supo captar la esencia cristológica del movimiento nacido de Francisco, distinguiéndolo de los condicionamientos y de las formas concretas que le imponían, a veces, la influencia franciscana en la Iglesia y en la sociedad, las necesidades internas del movimiento franciscano en evolución, el culto, la piedad popular o las inevitables tensiones internas de la Orden. En el franciscanismo de los orígenes, Antonio aparece como la encarnación de una ideal todavía en plena evolución, muy libre en las formas pero firme en la expresión y en la defensa de lo esencial. II. TRADICIÓN Y ORIGINALIDAD La originalidad franciscana de san Antonio es expresión genuina de la originalidad radical del franciscanismo, nacido precisamente como afirmación de lo «nuevo», como un modelo de vida desconocido anteriormente, como un proyecto en marcha. 1. Tradición Del espíritu franciscano de los orígenes Antonio tuvo: el espíritu de itinerancia, de provisionalidad, es decir, de atención y servicio a las necesidades de los hermanos, de la Iglesia y del mundo. Acudió a donde lo mandaba la obediencia y a donde lo esperaba «el pueblo sediento»; el sentido de la sacralidad de la palabra de Dios, que para Antonio es la «tierra fecunda», el resumen de todo el saber: «Litteras nescit qui sacra non novit» (Quien no conoce las sagradas letras, no conoce ninguna), la enseñanza de Cristo compasivo y misericordioso, humilde y crucificado; el espíritu de un cristocentrismo, que en los escritos y en la predicación de Antonio induce a considerar a Cristo como «el modelo» de la humildad y de la paciencia, «el salvador», «el rey», «el pobre y obediente» a quien hay que seguir; un modelo que invita a correr hasta la cruz; «Depone sarcinam, non enim me currentem sequi potes oneratus» (Deja tu equipaje, porque si vas cargado no puedes correr en mi seguimiento). «Ubi currit? Ad crucem, curre et tu post ipsum, ut sicuti ille pro te suam, sic et tu pro te tollas crucem tuam» (¿A dónde corre? Corre tú también, en pos de él, hacia la cruz, de manera que así como él ha cargado la cruz por ti, también tú cargues, por ti, tu propia cruz). Es un camino que empieza en la búsqueda de la meditación («seorsum quaere») y concluye en la saciedad «de la contemplación interior», tras pasar por la soledad «del espíritu y del cuerpo». Es necesario seguir a Cristo «pobre y obediente», porque «paupertas divitem, obedientia facit liberum» (la pobreza enriquece, la obediencia libera).8 2. Originalidad Pero Antonio también tuvo la tendencia a lo nuevo, característica del espíritu franciscano, así como la preocupación por encarnarlo en las distintas situaciones de la vida, que exigían respuestas nuevas y adecuadas. En un mundo que iba conociendo nuevas riquezas y nuevas pobrezas, el mensaje franciscano buscaba nuevos caminos. En una nueva situación eclesial a la que el Concilio IV de Letrán, con su fuerte sentido de reforma, había dado un fundamento y un impulso nuevos, la eclesiología de Francisco esperaba nuevas formas de expresión. En un mundo que se estaba laicizando en nombre de las nuevas libertades, la conversión necesitaba nuevos enfoques. En un mundo que, sobre la base de un evangelismo sin Iglesia, estaba asumiendo nuevas normas éticas y nuevos modelos de vida, la predicación debía centrarse en una nueva evangelización que no se limitara a la mera exhortación moral. Antonio conocía estas urgencias, captaba el enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo, sabía que hacían falta nuevas respuestas tanto para los hermanos como, sobre todo, para el mundo laico y para el clero. Con humilde audacia enseña teología a los hermanos y redacta sus «sermones para consolación de quienes los leen y de quienes los escuchan»,9 se convierte, como le llamó Gregorio IX, en «Arca del Testamento» y «Receptáculo de las Sagradas Escrituras», en una palabra, en doctor de la Iglesia, en «el exegeta expertísimo en la interpretación de la Sagrada Escritura, el eximio teólogo que explica las verdades dogmáticas, el insigne doctor y maestro en los temas de ascética y mística».10 Con Antonio el franciscanismo se abre a nuevos caminos, a nuevas experiencias espirituales. Francisco y Antonio murieron cantando dos ejemplificaciones de la vida: el primero, el salmo de la espera; el segundo, el himno mariano. Recordemos algunos aspectos del franciscanismo de san Antonio. 3. El espíritu de pobreza-minoridad Al igual que Francisco, Antonio abandonó una sociedad que le ofrecía la posibilidad de vivir otros horizontes y optó por vivir la alegría del «seguimiento de Cristo» en pobreza y minoridad. Antonio canta su pobreza de auténtico pobre, «contento con el mínimo», «deseoso del mínimo», capaz de nutrirse y de saciarse de Dios, de basarse exclusivamente sobre la bondad de Dios, de ser feliz compartiendo la miseria del mundo.11 El Santo de Padua predica la pobreza sobre todo en cuanto «espíritu de pobreza» que refleja el «espíritu del Señor» y fortalece para no «vacilar en la prosperidad ni en la adversidad»12, para no caer en la tentación, para denunciar la riqueza, para colmar de alegría: «El espíritu de pobreza y la herencia de la Pasión son más dulces que la miel y el panal en el corazón de quien ama de verdad.»13 La pobreza de Antonio ya no era la de la época de las cabañas de paja y barro, sino la de las moradas pobrecillas, donde, no obstante, debía seguir viviéndose la pobreza de bienes materiales, de triunfo social, de valoración de uno mismo. Se trataba, por tanto, de un itinerario evangélico en el que la pobreza material era sólo un escalón, el primero, para llegar a otras pobrezas. Refiriéndose a la pobreza, Antonio emplea una expresión muy típica y personal, concretamente habla del «aurum paupertatis», del oro de la pobreza. Según Antonio la «aurea paupertas» se opone, ciertamente, a la tentación del «estiércol de las riquezas»,14 pero sobre todo manifiesta el descubrimiento de la fascinante aventura que conduce a la posesión de las «cosas celestiales» y al «abandono total de uno mismo en las manos de Dios».15 4. Amor a la Iglesia Para Antonio, el amor a la Iglesia fue pasión y sufrimiento, juicio y opción por una actitud filial que renacía con más fuerza cada día, a pesar de la experiencia de una realidad eclesial que lo estremecía. Era inútil fingir; y, de hecho, Antonio no cedió a silencios ingenuos, cómplices o interesados. La sublime reforma querida y propuesta por el Concilio IV de Letrán corría el riesgo de quedarse en un ideal irrealizado. Los compromisos de la vida eran todavía demasiado fuertes. Antonio habla de su Iglesia con la pasión, la libertad y la esperanza del profeta. A su Iglesia, santa pero siempre necesitada de conversión, Antonio le dirige una serie de llamadas, recordándole que es «el cuerpo místico de Cristo», «totum Christi corpus»16 (el cuerpo total de Cristo), «la mujer vestida de sol» que engendra, «del agua y del Espíritu Santo», a una multitud de hijos,17 «la casa del pan, es decir, de Cristo», «la ciudad de Dios», «el campo de Dios».18 Pues bien, precisamente esta Iglesia, precisamente este cuerpo místico de Cristo está «crucificado y muerto». En este cuerpo místico unos son la cabeza, otros las manos, otros los pies, o el tronco. La cabeza la constituyen los contemplativos; las manos, los activos; los pies, los predicadores santos; el tronco, los auténticos cristianos. Y todos ellos son crucificados diariamente por el demonio, cada día se les da a beber vinagre y se les persigue.19 El clero calla y se enriquece, se mancha con la simonía y el concubinato, prefiere los vestidos lujosos a las virtudes, el poder al servicio. Hay «falsos religiosos» saciados de alabanzas humanas, divididos entre ellos, pobres en frutos espirituales: «Altercados en los capítulos, abandono del coro, murmuraciones en el convento, abundancia en el refectorio, comodidad en el lecho.»20 Los fieles están enfermos de lujuria, avaricia, usura, violencia, abuso de poder.21 Y, sin embargo, la Iglesia sigue siendo la «tierra buena» donde cae la palabra de Dios y produce más o menos fruto, en una gradación que adolece de los esquemas eclesiológicos de la época. Los que producen el treinta por uno son «los esposos fieles, siempre preocupados por convertirse, que distribuyen sus bienes entre los pobres, que no ofenden a nadie»; el sesenta por uno lo producen los religiosos de vida activa «que son verdaderamente hombres, es decir, que usan su razón. Se someten a los trabajos de la vida activa, se exponen a los peligros por amor al prójimo, predican la vida eterna con la palabra y con el ejemplo, se vigilan a ellos mismos y vigilan a sus súbditos»; el ciento por uno lo producen «las vírgenes y los contemplativos, quienes, gracias a sus virtudes, son elevados a las alturas y contemplan el esplendor del rey. Éstos son elevados, no en su cuerpo pero sí espiritualmente, en la contemplación hasta el tercer cielo, donde contemplan la gloria de la Trinidad y escuchan con los oídos del corazón lo que no pueden expresar con palabras ni comprender con la mente».22 Con su teología, Antonio comprende a la Iglesia de manera diversa a como la entiende Francisco; capta su misterio, conoce su historia. 5. Lectura humanista del hombre Antonio tuvo una visión humanista del hombre y la reflejó en su predicación. Esta visión comprende muy bien cuál es el camino de la conversión cristiana. En la antropología antoniana late el optimismo fundado en la antigua imagen del hombre considerado como «un microcosmos, como un mundo en miniatura»,23 espléndido y frágil, luminoso y ambiguo, virtuoso y pecador, creado a imagen y semejanza de Dios, capaz de tomar opciones radicales.24 Las opciones morales se toman en la conciencia 25 y, en base a ellas, el hombre es justo o pecador. La conversión del pecador es una gracia que conduce a este hombre pecador al desierto «de la confesión»,26 donde la conciencia se desnuda ante el confesor, quien, en un gesto que lo ata a Dios, «perdona los pecados y absuelve al pecador»:27 «Dios y el sacerdote desatan y absuelven».28 Antonio es un cantor apasionado del sacramento de la confesión, a la que ensalza como reconciliación del pecador con Dios, del hijo con el padre, como casa de Dios y puerta del cielo.29 Hablando de ella, exclama y suplica:
De la gracia de la confesión-reconciliación nace el hombre nuevo, que, en un «ventajoso intercambio», con las cosas de la tierra compra las del cielo, con las transitorias las eternas, feliz de «vender todo lo que tiene, de darlo a los pobres y seguir desnudo a Jesucristo desnudo».31 La sacramentalización de la conversión recuerda la universalidad de la invitación a la penitencia y, por tanto, universaliza la invitación franciscana, haciéndola expresión y gracia de la confesión-reconciliación, y llenándola de sentido teológico. 6. Respuesta a las nuevas preguntas Antonio enriquece el franciscanismo ante el estímulo de las nuevas preguntas que plantea una sociedad en efervescencia. Además, siguiendo el surco de la espiritualidad franciscana, recoge muchos puntos provenientes de la doctrina patrística, de la reflexión teológica, de los documentos conciliares, de las escuelas espirituales más recientes, y elabora su propia doctrina, con la constante preocupación por ofrecer a su generación, que no tenía nada de tranquila ni de nostálgica, respuestas concretas y comprensibles. Sabemos cuán desgarradoras eran las situaciones religiosas, sociales, políticas y culturales de su tiempo. En nombre de un evangelismo a veces realmente despiadado, se atacaba la verdad de la historia de la salvación, de los sacramentos, de la Iglesia institucional. El maniqueísmo, cuyo signo histórico más dramático era el puritanismo cátaro, no había desaparecido en modo alguno. La tentación de la «glosa», que parecía más pendiente de salvar una determinada ortodoxia que de captar la novedad evangélica, había apagado la luminosidad y el frescor del texto bíblico. La predicación, abandonada durante siglos, estaba saliendo de los monasterios y de los grupos clericales y se estaba convirtiendo en el gran acontecimiento cristiano: las muchedumbres corrían a escuchar a san Norberto, san Bernardo, san Francisco, santo Domingo. «El más célebre (de los predicadores de entonces) es san Antonio de Padua, de origen portugués, orador sagrado de clase internacional.»32 Si tenemos en cuenta que Antonio sólo dedicó ocho años escasos a la predicación itinerante, durante los cuales debía atender, además, a otras tareas que le había encomendado la obediencia, comprendemos todavía mejor el significado de su itinerario evangelizador, un itinerario que puede calificarse de asombroso. Un itinerario, en todo caso, que se sitúa y brilla con luz propia en la estela de la mejor tradición católica. III. COMPROMISO Y ESTILO DE EVANGELIZACIÓN Desearíamos proponerles fraternalmente algunos puntos de reflexión sobre nuestro compromiso de anunciar el Evangelio, a la luz de la tradición franciscana y de los últimos documentos de la Iglesia. Desde la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, del 8 de diciembre de 1975, a la Christifideles Laici, del 30 de diciembre de 1989, y la Redemptoris Missio, del 7 de diciembre de 1990, la Iglesia católica está dedicando lo mejor de sí misma, de su investigación y de sus energías, a la misión de «anunciar el Evangelio» a una Iglesia y a una sociedad afectas de indiferentismo, secularismo, ateísmo práctico, difusión de nuevas sectas.33 La «pérdida del sentido de Dios» amenaza la fe cristiana que «se tiende a erradicar de los momentos más significativos de la existencia, como el nacimiento, el sufrimiento y la muerte».34 Sabemos que, con frecuencia, en nuestro tiempo la verdad y la vida católica han de enfrentarse con los «nuevos desafíos» que presentan las «nuevas pobrezas», las «nuevas marginaciones», y, a otro nivel, las «nuevas verdades» y las «nuevas salvaciones», los «nuevos ídolos» y los «nuevos paraísos». 1. Siguiendo las huellas de Antonio Ante nosotros se abre un período que nos interroga y nos obliga a redescubrir qué sentido tiene la celebración del Octavo Centenario del nacimiento de un hermano nuestro a quien la Iglesia venera con el título de «Doctor Evangélico», el más asombroso y fascinante que pueda dársele a un franciscano: un título asombroso, porque Antonio era hijo espiritual de un Francisco que se autoproclamaba «indocto y siervo»; y un título fascinante, porque el Evangelio era, y es, la forma y vida de todos los franciscanos. ¿Qué es lo que los franciscanos, y cuantos se relacionan seriamente con el franciscanismo, estamos llamados a vivir en nuestra Iglesia actual, comprometida con una nueva evangelización? A la luz del ejemplo y de la doctrina de Antonio les proponemos los tres siguientes puntos de reflexión. 2. Evangelizados para evangelizar La evangelización nace como fruto de la gracia de haber sido evangelizados. El esquema «elegidos y enviados» es el esquema universal de la historia de la salvación.35 Pues la evangelización, por ser «la misión esencial de la Iglesia»,36 es igualmente expresión de ese sacramento radical que es la misma Iglesia, en cuanto cuerpo de Cristo. El evangelizador, enseña Antonio, es un contemplador gozoso de Dios, un testigo de la «vida angélica» y de la «ciencia madura».37 La Evangelii Nuntiandi recuerda que los «religiosos encuentran en la vida consagrada un medio privilegiado para una evangelización eficaz».38 En una Iglesia «sedienta de absoluto», los religiosos son los testigos privilegiados del espíritu de las bienaventuranzas y de la disponibilidad. Nuestra «predicación elocuente» radica en ser testigos silenciosos «de la pobreza y el desapego, de la pureza y la transparencia, de la entrega a la obediencia».39 Llevamos en la sangre la tradición de la predicación del buen ejemplo. El recuerdo de la evangelización antoniana es una invitación austera a una relectura de nuestra vida franciscana. Como sabemos muy bien, nuestra vida debe ser «observancia del santo Evangelio», más aún, «la vida del Evangelio», como dice la Regla no bulada. Como sabemos también, el franciscanismo ha sido provocación y locura, y lo ha sido no por nostalgia de un evangelismo radical cuanto por deseo y empeño de encarnar el «escándalo de la cruz» y de las bienaventuranzas en las diferentes culturas y en las diversas formas de religiosidad. Somos conscientes, así mismo, de la novedad de la pobreza, de la castidad y de la obediencia franciscanas, que siempre han sido algo muy distinto de la ingenuidad simplona y de la populachería desaliñada y trivial. 3. De la contemplación a la acción Existe un esquema de evangelización típico del franciscanismo: consiste en «exire de saeculo» (salir del siglo, del mundo) para, a continuación, «ire per mundum» (ir por el mundo). El esquema antoniano es idéntico: en la biografía de Antonio se subrayan con insistencia palabras cargadas de significado simbólico como: «abandonadas las cosas mundanas, se retiró a lugares aptos para el silencio», la oración, la devoción, la soledad, la lectura de los libros sagrados, la meditación, el reposo amigo de la contemplación.40 Luego «iba por el mundo» y una «multitud incontable» lo esperaba, lo escuchaba, se convertía. El esquema: «Los labios cerrados durante mucho tiempo se abren para anunciar la gloria de Dios» concluye con la frase: «mereciendo el nombre de evangelista por la importancia de las obras realizadas.»41 Tal vez pueda afirmarse que en la tradición franciscana la contemplación no es medio para llegar a una fuente, ni siquiera un hábito interior: es un modo de ser. Francisco no era «un orante», sino un hombre hecho oración («oratio factus»); no era un teólogo, sino un «hombre teologal»; no era un hombre que se desnuda, sino «un hombre desnudo»; no era un imitador, sino un hombre «identificado» con su modelo. Antonio expresa con una imagen gráfica en qué consiste para un franciscano ser no sólo un contemplativo, sino un hombre- contemplación. Como el águila, el hombre justo, mediante la agudeza de la contemplación, puede fijar la mirada en el esplendor del verdadero sol.42 La verdad divina sólo puede comprenderse y anunciarse gracias a la plenitud de la inspiración interior.43 De aquí brota la justicia de los «verdaderos penitentes, que consiste en el espíritu de pobreza, en el amor fraterno, en el llanto del arrepentimiento, en la mortificación corporal, en la dulzura de la contemplación, en el desprecio de la prosperidad terrena, en la aceptación amorosa de las adversidades, en el propósito de perseverar hasta el fin».44 La contemplación antoniana es distinta de la contemplación que procura adquirir «material» para la evangelización (comunicar a los otros lo que se ha contemplado: «contemplata aliis tradere»). Para Antonio, la contemplación consiste en una adhesión a Dios («adhaesio Deo») que desnuda al evangelizador y lo purifica de tal manera que la palabra de Dios pasa a través de él sin contaminarse y puede, así, llegar en toda su pureza e integridad al corazón de los hombres. Los evangelizadores deben estar siempre preparados para escuchar «con los oídos del corazón la voz de Aquel que ordena salir del secreto de la contemplación para ir a realizar las obras necesarias».45 Dios es quien guía a los predicadores y quien les proporciona su palabra. La palabra de Dios es la única capaz de hacer «lo que quiere, donde quiere, cuando quiere».46 Más que una fuente de conocimiento y un modo de «ver a Dios», la contemplación antoniana es sobre todo una realidad ética, un modo de vida, la disponibilidad radical de la propia existencia. Como se sabe, Antonio era llamado «martillo infatigable de los herejes»; con todo, resulta hasta casi conmovedor el hecho de que Antonio se dedicara a esta extraordinaria actividad evangelizadora «obligado» por la obediencia. Antonio es «un amante del desierto»47 que se ve obligado a salir del eremitorio y presentarse en público, donde anuncia «la gloria de Dios» de manera tan asombrosa y nueva que «merece el nombre de evangelista por la importancia de las obras realizadas».48 Conocemos la importancia y las múltiples formas de nuestra acción como predicadores, investigadores, misioneros, testigos de la solidaridad. Como se sabe, es alto el precio que el franciscanismo ha pagado y sigue pagando por estos ideales, son muchas las vidas que se han gastado, en el pasado, y se consumen cada día entregadas a estas tareas. Las figuras más hermosas del franciscanismo contemporáneo nos lo recuerdan con gozosa obstinación. Maximiliano Kolbe, Leopoldo Mandic, Ludovico de Casoria nos repiten con fuerza que la dimensión contemplativa es un elemento esencial del testimonio franciscano. Al mismo tiempo, nos recuerdan la necesidad del estudio de la teología, es decir, la profundización crítica de las ideas, sin dejarse arrastrar por las «modas» teológicas. 4. Evangelizar a los pobres La celebración del Octavo Centenario del nacimiento de san Antonio nos induce, por su propia lógica, a exponer una breve reflexión sobre la evangelización de la piedad popular. Todos conocemos la inmensa «popularidad» de san Antonio, la difusión de su culto, su presencia en las iglesias, en las familias, en lugares públicos, en revistas y publicaciones, en la iconografía piadosa, las peregrinaciones en su honor. En efecto, la devoción antoniana, dada su continuidad en el tiempo, su amplísima difusión y su incidencia en la vida, es una de las expresiones más significativas de la piedad popular. El franciscanismo radical de Antonio se manifiesta en su opción por la minoridad, que lo acercaba al pueblo; en su elección de una predicación popular fundamentada en un estudio profundo de la teología; en su valoración del pueblo como lugar privilegiado de la salvación; en su entrega y atención al pueblo, que prefiere las obras a las palabras, el testimonio a las explicaciones.49 El hecho de que Antonio sea aclamado con el título de Doctor Evangélico y, a la vez, se le proclame «dulce consolador de los pobres»,50 es signo de un mensaje de gracia. Antonio nos invita a leer la religiosidad popular como una experiencia religiosa que necesita ser purificada a la luz de la religiosidad pura; y, al mismo tiempo, nos invita a reexaminar la experiencia religiosa pura a la luz de la religiosidad popular. En la exhortación Evangelii Nuntiandi se habla de la religiosidad popular como del ámbito donde el pueblo expresa su búsqueda de Dios, su fe, su sed de Dios, su capacidad de generosidad y de sacrificio, su comprensión de los atributos profundos de Dios (paternidad, providencia, presencia amorosa y constante).51 Es una piedad que no posee la exactitud lexicológica de la piedad docta, pero tampoco tiene la tentación de atribuir más valor e importancia a las palabras que a las obras, al saber que a la celebración. Si leemos atentamente «los milagros» realizados por intercesión de Antonio (el de la mula hambrienta, el de la predicación a los peces, el del corazón del avaro, el del pie unido de nuevo, y muchos otros que nos recuerda su hagiografía), podemos entenderlo como expresión popular de la predicación antoniana. No hay duda de que la religiosidad popular necesita una purificación de sus puntos de referencia, que pueden manifestar deformaciones del cristianismo y hasta supersticiones, ambigüedades, pesimismo exagerado y utilización interesada de Dios. Pero, siguiendo a Antonio, también podemos preguntarnos si nuestra piedad no debe ser más popular, a fin de expresar mejor nuestra minoridad, que no se limita, ni mucho menos, a la atención a los últimos. IV. ANTONIO EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO Hasta este momento hemos expuesto algunas ideas sobre la dimensión evangélica de la persona y de la vida de san Antonio. Ahora quisiéramos ampliar nuestra reflexión fraterna, examinando la respuesta eclesial y popular a la vida y al mensaje antonianos. En la hagiografía antoniana aparecen algunas expresiones que no pueden dejarnos indiferentes. A san Antonio se le llama simplemente «el Santo», o bien «el Santo de los milagros»; el papa León XIII lo llamó «el Santo de todo el mundo». Causa asombro el hecho de que san Antonio, cuya vida fue tan breve, originara, inmediatamente después de su muerte y hasta nuestros días, semejante río de devoción litúrgica y popular. Y si, desde una orilla, el culto litúrgico coloca el acento en la veneración del «Doctor de la Iglesia», desde la otra, la devoción popular subraya el culto al «taumaturgo». Es, creemos, el signo de la integridad característica y propia de la devoción antoniana, que se manifiesta, de manera complementaria, en la esfera de la celebración litúrgica y en la de la vida cotidiana del pueblo de Dios. De ahí nace esa compleja experiencia religiosa que se conoce con el nombre de «fenómeno antoniano» y que, a nuestro parecer, expresa el intercambio propio de la experiencia religiosa. La presencia de Antonio en la Iglesia, lejos de ser algo estereotipado, es una realidad viva y siempre dialogante. Es una presencia que interroga, pero que también es interrogada; que enriquece, pero que se enriquece a su vez. Es en ese espíritu como debemos saber comprender lo que la devoción antoniana ha construido en torno a Antonio, el modo como lo ha entendido, los mensajes que ha recogido y resaltado. 1. Antonio, signo ecuménico e interreligioso Queremos ser cautos. Sabemos cuán complejo es el diálogo ecuménico e interreligioso, y no tenemos el propósito de trivializarlo. Simplemente deseamos recordar un punto que confirman las investigaciones socio-religiosas, a saber: la presencia de la devoción antoniana incluso en la religiosidad popular de las confesiones cristianas no católicas, tanto entre los hermanos protestantes como entre los ortodoxos, y en la de las religiones no cristianas, concretamente en el mundo islámico.52 Ciertamente, esta devoción puede entenderse como signo de una necesidad genérica de lo sagrado, como búsqueda de protección, como preferencia de una relación con Dios que no esté sacramentalizada ni institucionalizada. No obstante, este dato es una indicación muy significativa para nosotros franciscanos. Antonio aparece como signo de la presencia del amor de Dios en la vida de cada día, como señal de un Dios que se preocupa por el hombre en su situación y en sus necesidades concretas. Lo cual equivale a la superación de las ideologías de la autosuficiencia humana. Es, en definitiva, la presencia de un Dios-Amor. La lengua materna con la que habla toda experiencia de fe. Hay, además, otro aspecto del mensaje antoniano particularmente importante para el ecumenismo y el diálogo interreligioso: la llamada a la reforma, a la conversión, al respeto recíproco.53 Reforma de la Iglesia, conversión del corazón y respeto de los hermanos. Como es bien sabido, este entramado de ideas y actitudes empapó la predicación antoniana. Por otra parte, el hecho de que la devoción antoniana se cultive fuera del catolicismo y de que en tales casos se vincule generalmente, como en el cristianismo, con obras de atención y ayuda a los hermanos más pobres, debería ser para nosotros una llamada a acoger dicha devoción como una preparación providencial al Evangelio a través de los caminos de la caridad, que siempre será el mejor camino para todo diálogo interreligioso y ecuménico. 2. Antonio, fermento de caridad a los pobres La predicación de san Antonio se caracteriza, desde el punto de vista franciscano, por su compromiso «popular», por su atención preferencial a la gente sencilla, a los «minores», a los pobres. Antonio, aun siendo un docto teólogo, se siente enviado a llevar, en pos de Cristo, «la Buena Noticia a los pobres», anunciándoles el Evangelio como mensaje de liberación y de promoción humanas. Baste recordar, a este respecto, su severa y vigorosa predicación contra la usura, contra el egoísmo de los ricos, contra la violencia del poder político, la explotación de los trabajadores, la opresión de los pobres.54 Antonio, el «dulce consolador de los pobres», prosigue actualmente su obra en las iniciativas asistenciales que llevan su nombre. Recordemos «el pan de los pobres», surgido milagrosamente poco después de su muerte, así como las innumerables obras caritativas, educativas y de promoción social que se llevan a cabo bajo el patronazgo del Santo de Padua. Nuestro léxico religioso habla de «nuevos pobres» y de «nuevas formas de pobreza». Los franciscanos, en recuerdo de Antonio y siguiendo su enseñanza, no debemos contentarnos con tener presente nuestro pasado, ni limitarnos a pensar en lo que estamos haciendo; también queremos, además, dar sentido a nuestros proyectos. Tal vez debamos redescubrir a los pobres. Para nosotros, los pobres no son sólo un problema social, de desigualdad económica o de marginación; son ciertamente todo esto, pero son, sobre todo, un problema que interpela nuestra vocación. Hay un modo franciscano y antoniano de situarnos ante los pobres: el del pobre por opción y voluntad de compartir, capaz de dar esperanza. 3. Estilo del anuncio evangélico de san Antonio El título de «Doctor Evangélico» con que el culto litúrgico venera a san Antonio, la devoción popular lo expresa con palabras más sencillas y quizá más transparentes: «Antonio sabía decir las palabras del Evangelio.»55 Las biografías y sermones del siglo XIII enaltecen a Antonio «por su luminosa doctrina y por su profunda bondad, por su solicitud pastoral y por el celo infatigable con que se entregaba a llevar por todas partes la paz».56 San Antonio mismo expresa su dedicación a la evangelización de los pobres, diciendo: «Sólo los pobres, es decir los humildes, son evangelizados.» Y prosigue, casi como con un grito de sufrimiento y de esperanza: «Hoy en día los pobres, los sencillos, los iletrados, la gente del pueblo, las viejecitas, tienen sed de la palabra de vida, del agua de la sabiduría de la salvación Sólo los pobres son evangelizados Los verdaderos pobres no se escandalizan, porque sólo ellos son evangelizados, es decir, alimentados con la palabra del Evangelio, pues ellos son el pueblo del Señor y las ovejas de su rebaño.»57 Teniendo en cuenta este espléndido mensaje antoniano, los franciscanos hemos procurado que nuestra predicación, nuestro estudio, nuestra investigación científica, nuestra presencia (nada marginal) en el mundo editorial, nuestra actividad misionera, mantuvieran la misma atención a los pobres que caracterizaba la evangelización de san Antonio. Como Antonio, debemos acercarnos a la palabra de Dios no por curiosidad científica, ni por orgullo intelectual o por instinto de dominio cultural, sino, sobre todo y primeramente, para acogerla como manantial de meditación fecunda, como llamada a la conversión diaria, como punto de referencia constante de la predicación, como estímulo de vida evangélica, en comunión fraterna con el nombre y la naturaleza. Conclusión Como conclusión de estas consideraciones fraternas, desearíamos añadir dos palabras: una nuestra y otra de san Antonio. Una nuestra, para invitarles a celebrar el próximo Octavo Centenario del nacimiento de san Antonio con la alegría de quien, ante todo, da gracias a Dios Padre por haber concedido a la Familia Franciscana el don de un hermano al que veneran con devoción no sólo los católicos, sino también hermanos de otras confesiones. Es un signo de una universalidad religiosa que refleja la universalidad de la salvación. Y otra de Antonio, que él colocó al final de su sermón del domingo XII después de Pentecostés:
Roma, 13 de junio de 1994, Fiesta de San Antonio de Padua NOTAS:
Ministros Generales Franciscanos, |
. |
|