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ALOCUCIÓN A LOS PROFESORES Y
ALUMNOS DEL ANTONIANUM S. S. JUAN PABLO II |
. | Ser custodios de la esperanza y predicadores de la verdad
Hermanos e hijos queridísimos: 1. En la solicitud cotidiana por todas las Iglesias (cf. 2 Cor 11,28), que me corresponde como Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo, he querido incluir también la visita personal a las Pontificias Universidades y Ateneos que tienen la sede en Roma, centros de irradiación de la cultura eclesiástica, en los que realizan sus tareas tantos profesores y estudiantes procedentes de muchas naciones de todos los continentes. Para todos los que están integrados, de manera diversa, en estas beneméritas instituciones, la visita del Papa debe servir de estímulo a fin de cooperar cada vez más eficazmente con él en la difusión del Evangelio (cf. Flp 1,5). El estudio de las ciencias eclesiásticas en orden a la evangelización 2. En la serie de estas visitas tiene lugar hoy la del Pontificio Ateneo «Antonianum», de la Orden de los Hermanos Menores. Dirijo, pues, mi saludo cordial a los señores cardenales William Baum, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Educación Católica, y Ferdinando Antonelli, que ha sido rector de este Ateneo; a los excmos. arzobispos y obispos aquí presentes; al P. John Vaughn, gran canciller, juntamente con el P. Gerardo Cardaropoli, actual rector; y a los ex-rectores, decanos, presidentes y a todo el cuerpo docente. En particular, saludo a los queridos estudiantes del Ateneo, para los cuales se ponen a disposición múltiples estructuras e iniciativas académicas; me complazco en desearles una formación cultural construida con la mente y el corazón, mirando a un testimonio evangélico cada vez más eficaz. Es sabido que actualmente el Pontificio Ateneo «Antonianum» constituye el único estudio general de la Orden de los Hermanos Menores y también su centro de más reconocido prestigio, con sus tres facultades: teología, derecho canónico y filosofía. Y el saludo y las palabras que puedo expresar en la sede de este ilustre Ateneo, se dirigen también a las varias instituciones insertas en él o agregadas al mismo: los dos institutos interdepartamentales aludidos por el rector magnífico, la Comisión Escotista, la Academia Mariana Internacional, el Colegio de San Buenaventura, la Escuela agregada «Regina Apostolorum» para religiosas, y los siete Estudios teológicos afiliados, tanto en Italia como en Jerusalén. Estas varias instituciones dan testimonio del nivel de auténtica investigación académica, que califica al Antonianum. Efectivamente, realiza y, como todos los ateneos, está llamado a realizar cada vez más las tres finalidades características de las facultades eclesiásticas, como he escrito en la Constitución Apostólica Sapientia christiana: cultivar y promover a nivel científico las propias disciplinas; formar en ellas a los estudiantes a nivel de alta especialización; y, finalmente, ayudar a la Iglesia en su obra evangelizadora (cf. art. 3). Quiero subrayar aquí sobre todo las dos primeras, ya que el valor de un ateneo se mide precisamente por la seriedad y la dedicación a la investigación científica. Esto lo piden, por otra parte, no sólo las exigencias culturales de nuestro tiempo y las demandas providenciales del hombre contemporáneo, sino también la luminosa dignidad propia de las mismas ciencias cultivadas, a las que es preciso consagrarse, como escribe el Sirácida acerca de la sabiduría: «Sigue su rastro, búscala, y se te descubrirá, y una vez cogida, no la sueltes; porque al fin hallarás en ella tu descanso y tu gozo» (Sir 6,27-28). Obras prestigiosas y frutos de las investigaciones realizadas por el Ateneo son sus publicaciones, especialmente la revista científica «Antonianum» y las varias colecciones, entre las cuales ocupa el primer lugar el «Spicilegium Pontificii Athenaei Antoniani». Además de las facultades antes mencionadas, me es grato recordar en especial el precioso trabajo de la Comisión Escotista, que se preocupa de publicar la edición crítica de las obras de Juan Duns Escoto, y la benemérita actividad de la Academia Mariana, que promueve y organiza Congresos de Mariología y publica las «Actas de los Congresos Mariológico-Marianos». También a estos Institutos va mi elogio por sus méritos adquiridos hasta ahora, y los exhorto a que no se extinga, sino que más bien se incremente su fervor en el futuro. Las lecciones de san Francisco de Asís y de san Antonio de Padua Me resulta muy agradable esta visita también porque tiene lugar entre la conclusión del 750 aniversario de la muerte de san Antonio, que da nombre al Ateneo, y el comienzo de las celebraciones del VIII centenario del nacimiento de san Francisco, fundador de la Orden a la que pertenece el Ateneo. Inspirándome en estos acontecimientos, deseo expresaros, sobre todo, mi estímulo y ánimo para vuestra actividad futura. 3. San Antonio, quien precisamente este día 16 de enero del año 1946 fue proclamado por mi predecesor Pío XII «Doctor de la Iglesia», es un modelo insigne de estudioso y anunciador de la Palabra de Dios. Conocedor profundo de la Sagrada Escritura tanto, que el Papa Gregorio IX le llamó «Arca del Testamento» mereció, por el estilo kerigmático de su exposición y por la penetración espiritual y mística de la doctrina revelada, el apelativo de «Doctor evangelicus». El «estilo» de su reflexión teológica puede inspirar todavía hoy a todos los que se dedican a la profundización de las riquezas de la verdad divina. Junto con san Antonio os inspire y os sostenga el que fue su guía espiritual: san Francisco. Todos sabemos, por otra parte, lo que ha representado para la humanidad el nacimiento de san Francisco: con él dice Dante «nació un sol en el mundo» (Paraíso, XI,54). Muchos son los motivos por los que él ejerció y ejerce aún una fascinación tan importante en la Iglesia e incluso fuera de ella: la visión optimista de toda la creación, como epifanía de Dios y patria de Cristo, exaltada por él en el famosísimo «Cántico de las criaturas»; la elección de la pobreza como expresión de toda su vida, y llamada por él Señora, el apelativo que los caballeros daban a sus damas y los cristianos a la Madre de Dios. Pero, sosteniendo todo, estaba una virtud teologal integralmente practicada, a la que él raramente llama por su nombre, porque se convierte en su estado de alma, que le hace concentrar todo en Dios, que le hace esperarlo todo de Él, que le hace feliz por no poseer nada más que a Él. Con acentos apasionados expresa este estado de su alma en el «papel» («chartula») que dio a fray León en el Monte Alverna: «Tú eres el bien, todo bien, sumo bien, Señor Dios, vivo y verdadero... Tú eres nuestra esperanza» (AlD 3-4). 4. Sé que en la entrada de esta aula espléndida, dedicada a la Asunción de María Santísima, un epígrafe latino recuerda la visita de mi predecesor Pablo VI, con ocasión del VII Congreso Mariológico Internacional, el 16 de mayo de 1975. Deseo repetir su mensaje al capítulo general de los Hermanos Menores en 1973: ¡Como san Francisco, sed también vosotros, en el mundo de hoy, los custodios de la esperanza! (cf. Sel. Fran. n. 6, 1973, 232). Por lo demás, también éste es el mensaje que yo mismo he dirigido al último capítulo general, el día 21 de junio de 1979; y os exhorto a grabar en vuestros espíritus, para que seáis sus heraldos, el contenido de las palabras iniciales de mi primera Encíclica: «El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia» (cf. AAS 71, 1979, 1.005). Sí: porque la esperanza auténtica, este don del Espíritu que no defrauda (cf. Rom 5,5), se deriva de la única certeza de que «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). La preocupación de esta certeza es urgente en el mundo de hoy, surcado por tantas inquietudes, que son como un atentado a la esperanza que Cristo trajo para nosotros: «Confiad; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). No se puede menos que comprobar con tristeza que el culto a la muerte amenaza con superar el amor a la vida: la muerte infligida a tantos seres humanos ya antes de nacer; la muerte que no se evita a tantos hermanos nuestros consumidos por la enfermedad y el hambre; la muerte provocada con la violencia y con la droga; la muerte de la libertad cínicamente perpetrada contra individuos y naciones enteras; e incluso la muerte de los que no pueden expresar libremente su pensamiento. Todo esto se deriva, en gran parte, del hecho de que, en no pocos, ha tenido lugar la muerte de la conciencia, causada, a su vez, por el oscurecimiento de esa certeza que fundamenta toda verdadera esperanza: el Hijo de Dios ha amado singularmente a cada uno de los hombres, hasta hacerse hombre también Él y dar la vida por todos. Ante tal estado de cosas, de teorías y de praxis, me siento en el deber de repetir también una densa expresión de mi predecesor Pablo VI: «De esta esperanza, que se inscribe por encima del sufrimiento humano, por encima del hambre y de la sed de justicia, por encima de nuestras tumbas, tiene necesidad el mundo» (L'Osservatore Romano, ed. esp., 14-XII-1975, pág. 3). Sí, el mundo tiene necesidad de esta humana y, a la vez, trascendente esperanza, que puede transformar en bienaventuranza incluso las situaciones humanamente desesperadas; que hace ver como momento de vida incluso su fin; que no margina del proceso histórico en el que vivimos, sino que más bien lo anima introduciéndolo en la dimensión del futuro; que acerca a Cristo, primogénito entre muchos hermanos, en la experiencia de los condicionamientos de la existencia temporal y, al mismo tiempo, primogénito de los resucitados de la muerte (cf. Rom 8,29; Col 1,18). Vida espiritual centrada en Cristo y fidelidad al Supremo Pastor de la Iglesia 5. Quisiera que la Orden de los Hermanos Menores, de modo especial mediante este Ateneo, contribuyera a colmar esta necesidad de esperanza con la aportación originaria que se inspira en san Francisco. Confío que se haga todo esfuerzo para que, con la multiforme actividad propia de una institución académica, pueda y sepa ampliar, en la sociedad de hoy, los espacios a los valores contenidos en el Evangelio, los únicos capaces de engendrar y alimentar esperanzas no ilusorias. Todos los discípulos de Cristo están marcados por una elección irreversible que no ha partido de ellos, sino de Él, y que los vincula, por esto, a la misión que Él mismo ha establecido: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto» (Jn 15,16). Especialmente vosotros, profesores queridísimos, debéis sentiros marcados por esa elección y comprometidos en esa misión, también por el hecho de que pertenecéis a este Ateneo. En efecto, hay que recordar que Pío XI, al recibir en audiencia a sus miembros el día 15 de diciembre de 1933 Año de la Redención, en el 50 aniversario de la fundación y pocos meses después de su erección canónica, dijo: «Entre los frutos más excelentes y saludables de la redención nos es grato enumerar la inauguración de vuestro Ateneo» (Acta OFM, 53, 1934, pág. 73). Un don de Dios, pues, que crea en quien lo ha recibido una obligación permanente a corresponder en la línea del don mismo: una obligación, por lo tanto, de ponerse al servicio de la obra de la salvación realizada por Cristo Redentor. Así, pues, cada uno considerará como deber primario propio saber interpretar, cual corresponde a los estudiosos de las ciencias sagradas, las múltiples voces de nuestro tiempo y juzgarlas a la luz de la Palabra de Dios, para que la verdad revelada pueda ser cada vez más profundamente entendida, mejor captada y presentada de la manera más adecuada (Gaudium et spes, 44), de manera que se dé testimonio de la verdad que incluye todas las demás: Cristo, el Hijo de Dios, murió para salvar al mundo e iluminarlo de esperanza. 6. Para que esta tarea se cumpla en plenitud, es necesario que la doctrina vaya acompañada por la práctica del bien. San Francisco advierte que no nos dejemos matar por la letra, ansiando saber solamente las palabras, incluso palabras divinas, con la única finalidad de ser considerados más sabios que los otros; sino que seamos vivificados por el Espíritu, elevando con la palabra y el ejemplo todo el saber a Dios altísimo al que pertenece todo bien (cf. Adm 7). ¿Cómo no recordar en este centro de estudios, dedicado a san Antonio, las palabras con las que Francisco le concedía la propia aprobación para la enseñanza de la teología? La única condición que el Pobrecillo ponía, queda como una consigna para todo el que trata de acercarse a las ciencias sagradas con actitud adecuada: «Dummodo escribía él inter huiusmodi studium sanctae orationis spiritum non exstinguas» (a condición de que, por razón de este estudio, no apagues el espíritu de la oración y devoción). Además, es indispensable como he dicho en la Encíclica Redemptor hominis que cada uno sea consciente de permanecer en íntima unión con la misión de enseñar la verdad, de la que es responsable la Iglesia (cf. AAS 71, 1979, pág. 308); unión nos recuerda san Buenaventura indisolublemente unida con la obediencia a aquél que ocupa la Cátedra de Pedro (cf. Quaest. disput. de perfect. evang., q. 4, a. 3, n. 14: ed. Ad Claras Aquas, T. V., pág. 191). La historia nos dice que los más altos ingenios han actuado por el bien de la Iglesia, porque no enseñaron sino lo que en ella habían aprendido (cf. san Agustín, Contra Iulian. II, 10,34; PL 44,698). Así actuaron también los maestros de mayor prestigio de la Orden Franciscana, los cuales, juntamente con otros, prestaron su aportación para construir el templo de la sabiduría cristiana (cf. Pablo VI, Epist. Apost. Alma parens, en el VII centenario del nacimiento de Juan Duns Escoto: AAS 58, 1966, pág. 611s.), ayudando así a los hombres a adorar al Padre en espíritu y verdad (Jn 4,23). Efectivamente, en toda obra que sea expresión de cultura y de lealtad con la fe, queda impresa alguna huella del paso de Cristo, Redentor del hombre en todo tiempo. 7. Queridísimos profesores y estudiantes: Al concluir y como recuerdo de este encuentro familiar, hago votos para que vuestra actividad científica de hoy y de mañana se manifieste apta para reavivar y custodiar la esperanza; y que podáis merecer así la gratitud y el honor que san Francisco recomendó y practicó hacia «los teólogos y los que nos administran las santísimas y divinas palabras como a quienes nos administran espíritu y vida» (Test 13). Confío este deseo a la Madre de Dios, a la que san Francisco cuenta san Buenaventura rodeaba de inefable amor, porque, por medio de Ella, el Señor de la gloria se ha hecho nuestro hermano (cf. LM 9,3); lo confío a María Santísima, a quien la Iglesia saluda y reza como a «nuestra esperanza». Y que os acompañe siempre mi paterna bendición apostólica, que gustosamente imparto a todos, como prenda gozosa de fecundas gracias celestiales, que os sostengan en el compromiso de ser siempre, en el mundo de hoy, auténticos testigos de la esperanza que no defrauda. Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, n. 32 (1982)
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