DIRECTORIO FRANCISCANO
Santuarios Franciscanos

ASÍS. EREMITORIO DE LAS CÁRCELES
por Gualtiero Bellucci, o.f.m.

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En un plano del Eremitorio de las Cárceles podrían señalarse los siguientes enclaves: Pequeño claustro colgado en el aire, que da a la iglesia del siglo XIV y al refectorio, y desde el que se domina el valle. Iglesia del s. XIV, que da acceso a la capillita de Santa María, del siglo XIII. Coro de los frailes. Pasadizo hacia la gruta de San Francisco y la misma gruta. Frescos. Puente que conduce a las grutas de los compañeros de San Francisco. Capillita en la que está sepultado Bernabé Manassei. Corredor. Refectorio.

El yermo de las Cárceles es un antiguo eremitorio en el monte Subasio, a cinco kilómetros de Asís y a ochocientos metros de altura, en el centro de un verde bosque. Es un santuario que ha crecido a lo largo de los siglos en torno a la gruta de San Francisco y a la capillita de Santa María, del tiempo del Santo.

Aquí se retiraba Francisco de cuando en cuando para dedicarse a la contemplación y en períodos de más intensa oración junto con sus primeros seguidores.

Junto a la iglesia del siglo XIV que se asoma al minúsculo claustro pensil, está el pequeñísimo Oratorio dedicado a Santa María en el que el Santo se reunía con sus compañeros para la oración en común.

Contiguo a ambas iglesitas está el coro antiguo de los frailes, como también el refectorio excavado en parte en la roca. Por encima de éste hay un pequeño corredor con las celdas de los frailes, que se agarra al monte y que expresa bastante bien en su desnuda e intacta simplicidad aquel espíritu de pobreza que, unido a la vida ejemplarísima de Francisco, ha continuado floreciendo en la Orden minorítica.

Por un estrecho pasillo se sube a la gruta de Francisco excavada en la roca. Más adelante un puente conduce al bosque donde pueden verse todavía las grutas de Fr. León y de otros compañeros del Santo.

El Santuario del eremitorio de las Cárceles está en la montaña en las cercanías de Asís. El edificio anclado en la roca del monte, ha sido ampliado a lo largo de los siglos, con la fantástica inventiva y creatividad de los pobres. El conventito emerge entre la masa de verdor intenso del bosque y el perfume de las plantas, como un nido de águilas que se abre hacia el valle laborioso, con una arquitectura espléndida por su sobriedad y sencillez de líneas, engarzado suavemente en la naturaleza al servicio del espíritu y de la vida.

El nombre de «Cárceles» le viene de los hórridos tugurios, semejantes a cárceles, en los que un tiempo los ermitaños y después Francisco y los suyos llevaban una vida austera, como segregados del mundo.

Este lugar venerable y sagrado, de infinita belleza, nos hace descubrir lo inclinado que era el Santo, por naturaleza, a la oración intensa, a la soledad y al espíritu de contemplación.

«Se encarceló», dicen de Francisco los testigos más antiguos de la Orden.

Cuando Francisco llegó aquí por primera vez sólo había cuevas naturales en el corazón del espeso bosque. Estas han impuesto su gusto y el estilo arquitectónico a las construcciones, respetadas con veneración a lo largo de los siglos. El Eremitorio en este pliegue de la roca nos hace descubrir de modo excepcional la creación, la naturaleza, las obras de Dios como revelación de su amor.

Francisco vibraba de alegría contemplando la naturaleza, con los ojos sumergidos en el verdor y la mente absorta en Dios; aquí y en la dulcísima campiña umbriana contemplaba las maravillas del Señor; y le gustaba meterse entre las rocas hablando con gozo a las alondras y a todos los animales.

Sobre el antiguo Eremitorio, San Bernardino de Siena (siglo XV) hizo construir un minúsculo convento, una obra maestra de sencillez franciscana y de perfecta armonía. Desde esta terraza la vista se extiende ansiosa por el bosque increíblemente verde a la búsqueda de las cuevas de los primeros discípulos del Santo y de todos aquellos hombres que han subido aquí arriba, a esta soledad llena de Dios y rica de gran silencio. Centenares de frailes a lo largo de los ocho siglos de historia franciscana se han detenido aquí para hacer acopio de energía, gracia y luz para llevar a cabo una inmensa empresa: transformar el mundo con la levadura revolucionaria del Evangelio y de la pobreza, para ser dadores generosos de riquezas espirituales a todos. Helos aquí... nos parece verlos aún, recogidos en oración en la semioscuridad de sus humildes grutas entre el verde de las hayas y el lucir límpido de las carrascas, en este mar de silencio profundo, roto únicamente por el respirar de la naturaleza.

En el claustrillo pensil, está el pozo de S. Francisco; al lado está el refectorio excavado también en la roca. Éste también parece expresar materialmente la alegría de poder compartirlo todo con los frailes y parece señalar la inefable presencia de Dios entre cuantos se reúnen en su nombre. Aquí pobreza, mortificación, fortaleza y oración parecen tomar cuerpo y hacerse visibles.

Doquiera que Francisco podía conseguir una pequeña iglesia para orar, el Santo la quería al estilo de la Porciúncula y siempre dedicada a la «Madre de toda bondad». Junto a la iglesita hay un pequeño coro en el que los frailes podían salmodiar leyendo en el único breviario que tenían y permanecer en silencio pensando en Dios y amándolo.

¡Esta es la gruta del Santo!

Verdaderamente Francisco había puesto su nido en la roca y casi prisionero en este hueco de piedra se sumergía cada vez más profundamente en la meditación de la pasión de su Señor y, mientras sus manos se agarraban a la roca, se hacía más fuerte el recuerdo de la muerte de Cristo. Para Francisco la piedra es Cristo y él recordaba cómo las piedras se partieron a la muerte del Señor. Por la noche, quebrantado por las penitencias y los ayunos se tendía sobre la desnuda piedra.

Aislada junto al convento está la Capillita de la Magdalena, el oratorio que guarda los restos del B. Bernabé Manassei de Terni, muerto en 1477, que se supone fue el primero que ideó los Montes de Piedad para hacer frente a la difusión de la usura.

Un puente une el Eremitorio con la otra parte del bosque. Aquí la mirada se detiene sobre el secular acebo y parece escuchar de nuevo las palabras del Santo lleno de amor hacia los pájaros: «Hermanos míos alados, debéis alabar mucho a vuestro Creador y amarlo siempre, porque os dio las plumas para vestiros y las alas para volar... os hizo nobles entre las otras criaturas y os concedió vivir en la limpidez del aire... vosotros no sembráis ni segáis, y, sin embargo, él os protege y os gobierna sin solicitud alguna por vuestra parte». Y ellos daban signos de alegría extendiendo el cuello y alargando las alas... después los bendijo dándoles licencia para que se fueran.

La garganta de esta montaña no es cerrada; dos inmensas aristas se abren hacia la llanura umbriana. Parecen extenderse como dos brazos poderosos para abrazar al mundo, como Francisco y los suyos que, vigorizados en el espíritu, bajaban entre los hermanos para anunciarles a todos el amor, la ternura y la misericordia de Dios.

[Gualterio Bellucci, O. F. M., Asís, corazón del mundo. Guía turística. Gorle (BG) - Asís, Ed. Velar - Ed. Porziuncola, 40-43]

EL EREMITORIO DE LAS CÁRCELES
por Fernando Uribe, o.f.m.

Historia del eremitorio

El nombre de «Cárceles» nos parece hoy extraño para designar un eremitorio. De todas maneras, no puede ser entendido como una prisión en el sentido actual. Este término era empleado algunas veces para designar un lugar retirado o de soledad; era el lugar donde se retiraban los «reclusos» o «carcerati» es decir, los eremitas. El monte Subasio fue uno de esos lugares preferidos por los «carcerati» aún antes del siglo XIII.

Entre los años 1205 y 1206, este monte comienza a intervenir en la vida franciscana, pues es entonces cuando el joven Francisco lo frecuenta para descubrir a través de la oración el camino de su vida. En aquel entonces no había allí más que una pequeñísima ermita dependiente de la vecina abadía de San Benito y unas cuantas grutas diseminadas a su alrededor.

Desde el comienzo de la primitiva Fraternidad, los hermanos venían con frecuencia a las laderas del Subasio para orar juntos en la ermita y pasar largas jornadas de silencio y reflexión en las cavernas y en el bosque. Se dice, por ejemplo, que en el año 1211 (ó 1210?) Francisco pasó aquí la cuaresma mayor. Se presume igualmente que alrededor del año 1213 fray Silvestre se encontraba en las Cárceles, pues fue entonces cuando Francisco mandó a que consultaran a Clara y a Silvestre sobre si debía dedicarse a la vida contemplativa o a la predicación.

No se conoce ningún documento sobre la donación de este lugar a Francisco. Se asegura, sin embargo, que entre los años 1212 y 1216 los benedictinos del monte Subasio cedieron la ermita a la primitiva Fraternidad. Según otros, la donación fue hecha por la Comuna de Asís. Lo que sí es cierto es que desde mediados del siglo XIII la Comuna de Asís aparecía como propietaria del eremitorio, dejando a los hermanos el uso y usufructo; esta situación jurídica duró hasta el año 1866, cuando se produjo en Italia la supresión de las comunidades religiosas.

Desde el punto de vista interno, la historia de Las Cárceles es tan agitada como la historia misma de la Orden. A grandes rasgos esta historia se sintetiza así:

Entre los años 1260 y 1300, el eremitorio estuvo dependiente del Sacro Convento. Se supone que ya en esta época existían algunas celditas o, al menos, algunas grutas estaban protegidas contra el viento. Durante los primeros decenios del siglo XIV, Las Cárceles fueron uno de los centros del grupo herético de los «Fraticelli». A partir del año 1355 vuelven a la ortodoxia y son habitadas, entre otros, por los beatos Felipe de Acquerio y Valentino de Narni. Entre 1370 y 1373 son uno de los centros de la reforma animada por fray Pauluccio Trinci y, a partir de entonces, y a lo largo de todo el siglo XV, Las Cárceles vivieron su período de oro, en cuanto allí se albergaron hombres de gran talla espiritual, que jugaron un gran papel en el movimiento de retorno a la observancia, como san Bernardino de Siena, san Jaime de la Marca, los beatos Antonio Fornerio, Juan de Stroncone, Antonio de Stroncone (quien vivió aquí 30 años), Bernardino de Feltre, Bernabé Manassei y otros. A este período corresponde también la presencia en el eremitorio de la beata Anónima, una mujer que jamás reveló su nombre y que vivió durante muchos años en Las Cárceles y allí murió en olor de santidad. Se dice que tuvo los estigmas y que sólo se supo de su sexo a la hora de su muerte.

En la primera mitad del siglo XV, san Bernardino hizo construir el conventito, la capilla y el pozo. Los demás edificios y los contrafuertes fueron hechos entre los siglos XVI y XVII, cuando tomó fuerza el movimiento de la reforma dentro de la observancia.

Desde mediados del siglo XX se han hecho algunas mejoras al edificio y fueron construidas una capilla más grande y otras habitaciones.

Descripción del eremitorio

El eremitorio de Las Cárceles se encuentra en un repliegue del monte Subasio, rodeado de un espeso bosque, a una altura de 791 metros.

La entrada al eremitorio propiamente dicho está marcada por un gran arco y una puerta baja que da acceso a un patio triangular, pavimentado con grandes lajas de piedra. Un sencillo pozo constituye su único adorno; fue construido en tiempo de san Bernardino con el fin de recoger el agua necesaria para la vida del eremitorio. A la izquierda se alza el muro de piedra, abierto por las aberturas asimétricas de las ventanas y coronado en su parte superior por un pórtico de cuatro arcos que rompe la monotonía del conjunto. La pequeña espadaña del campanario pone también una nota pintoresca a la severidad del edificio. A la derecha se abre el panorama hacia el bosque y la cañada profunda. Hacia atrás, la capilla moderna y las demás edificaciones que fueron habilitadas recientemente como lugares de reunión y de reflexión.

El interior del conventito está constituido por estrechas habitaciones, algunas de las cuales fueron excavadas directamente en la roca y recubiertas con muros y techo. De entre todas ellas merece destacarse:

La iglesita del siglo XV (o de san Bernardino), en la cual se encuentra un cuadro de la Crucifixión de la escuela de Giotto, pintado en la primera mitad del siglo XIV.

La ermita primitiva, sobre cuyo altar hay un fresco de la Virgen con el Niño y san Francisco, pintado en 1506 sobre un fresco del siglo XIII que representaba la Crucifixión. Esta ermita era el lugar de la oración en común de los primeros hermanos que moraban en las grutas circundantes.

El coro llamado de san Bernardino, situado a la izquierda de la ermita, de gran simplicidad, con capacidad para catorce personas.

La gruta de san Francisco (debajo de la ermita), está dividida en dos partes: el lecho de piedra y el oratorio. A la salida de esta gruta se puede observar una piedra roja que tapa un orificio, llamado «el hueco del diablo» porque por allí, según una leyenda, huyó el diablo que pretendía tentar a Francisco. La cañada seca que atraviesa el puente está también ligada a una extraña leyenda según la cual, el santo hizo secar el torrente que estorbaba con su murmullo la oración de los hermanos. Agrega la leyenda que cuando el agua corre por la cañada, es el anuncio de una calamidad pública.

Al otro lado de la cañada se encuentra una antigua encina cuidadosamente protegida, pero ya con evidentes signos de muerte. Según la tradición, a ella venían los pájaros en gran cantidad para cantar y escuchar a Francisco. Cerca de ella hay una simpática escultura en bronce que representa al santo que recibe dos tórtolas de un muchacho, hecha a finales del siglo XIX por Vicente Rusignoli. Por el camino adyacente se puede llegar a las grutas de los hermanos León, Rufino y Maseo.

Cerca del puente, en la parte alta, está la capilla con el sepulcro de fray Bernabé Manassei de Terni, quien fue el pionero de los montes de piedad, establecidos por primera vez en Perusa en 1462, con el fin de ayudar a los pobres.

En el convento se pueden observar, además, el pequeño claustro con la galería de celditas y el refectorio semiexcavado en la roca, de gran sencillez.

Pero lo más importante de Las Cárceles es, quizás, el bosque y las grutas, los cuales escapan a cualquier descripción válida. Allí es necesario ir personalmente para mirar y admirar asombrados dónde y cómo vivieron nuestros primeros hermanos.

Acontecimientos relacionados con el eremitorio

-- Francisco quería que los hermanos viviesen no sólo en las ciudades sino también en los eremitorios (2 Cel 71).

-- A Francisco le asaltó una angustiosa duda sobre si debía entregarse del todo al ejercicio de la oración o ir a predicar por el mundo. Como no acertaba a ver con claridad cuál de las dos alternativas debería elegir, llamó a dos de sus compañeros y los envió al hermano Silvestre, que a la sazón se encontraba en un monte cercano a la ciudad de Asís (parece referirse al eremitorio de Las Cárceles) consagrado de continuo a la oración, y a la santa virgen Clara, para que les encarecieran que averiguasen la voluntad del Señor sobre el particular (LM 12,1-2; Flor 16).

-- Como lugar para la oración y la contemplación, conviene recordar aquí en Las Cárceles la Regla para los Eremitorios, compuesta por Francisco con base en una experiencia que, al parecer, se originó en España (2 Cel 17. 178; RegEr).

-- La tentación de fray Rufino, poéticamente contada por las Florecillas, tiene lugar «en un bosque» del monte Subasio (Flor 29).

-- Francisco, enfermo y casi ciego, va en busca de la consolación de fray Bernardo, quien se encontraba en un bosque orando. Se presume que este bosque era el de Las Cárceles (Flor 3).

Actualización

-- Con un profundo sentido de responsabilidad ante su vocación específica, dedicarse por entero a la oración o ir al mundo a predicar el Evangelio, Francisco no se fía sólo de su opinión personal, que podría ser caprichosa, y acude al parecer de sus hermanos. Hace un acto de discernimiento en la fe y un acto de fe humilde en sus hermanos. Nosotros pretendemos muchas veces resolver nuestras dudas y dificultades o emprender nuestros proyectos, haciendo cálculos de provecho personal o acudiendo a determinados argumentos que no son más que racionalizaciones y brotes de autosuficiencia. En situaciones semejantes conviene poner en práctica la enseñanza de Francisco.

-- La respuesta que recibe Francisco a la consulta hecha ("que era voluntad divina que el heraldo de Cristo saliese afuera a predicar") marca, en cierto sentido, el futuro de la Fraternidad. Es una respuesta que nos implica también a nosotros hoy. Conviene que revisemos, tanto a nivel personal como comunitario, la forma como vivimos la doble exigencia, que es a su vez complementaria, de la oración y el servicio de la predicación. El franciscano es llamado para la misión y no para pensar en sí mismo y en su propia salvación. La vida franciscana no puede ser un camino de tranquila soledad que prepara a cada individuo para la vida futura. El franciscano es un hombre del pueblo enviado al pueblo para hablarle de Dios y, a la vez, habla con Dios para interceder por el pueblo.

-- Es posible que al visitar las cuevas donde Francisco y varios de los primeros hermanos solían pasar largas temporadas dedicados a la oración y la penitencia, nosotros experimentemos un profundo sentido de incapacidad personal para hacer otro tanto. Pero cuando miramos la estrechez y austeridad de las celditas, del coro y del comedor del lugar, a pesar de que señalan una grande evolución con relación a la morada y modo de vida de Francisco y sus compañeros, seguramente somos capaces de establecer el contraste con la mayoría de nuestras habitaciones y con el modo de vida que llevamos. Sin pretender hacer de nuestra espiritualidad una arqueología, el descubrimiento de estos vestigios del pasado debe, de alguna manera, iluminar nuestro presente y nuestro futuro inmediato. ¿Qué debemos hacer?

[Fernando Uribe, O.F.M., Por los caminos de Francisco de Asís. Notas para el itinerario por los lugares franciscanos. Oñate (Guipúzcoa), Ed. Franciscana Aránzazu, 1990, pp. 100-104]

LAS CÁRCELES, SANTUARIO FRANCISCANO
por Vittorino Facchinetti, o.f.m.

Con el nombre de las Cárceles se conoce otro de los cenáculos más sagrados y más genuinos del espíritu franciscano, el santuario que se levanta a cuatro kilómetros de la ciudad seráfica, en la garganta del Subasio. Se quiere derivar su denominación del hecho de que aquí, tal vez, existía remotamente un castillo para defender el valle, y del cual, en tiempo de San Francisco, no quedaban más que los cimientos o las cárceles. Pero parece más verosímil que Carceres fuera ya en la época del Pobrecillo sinónimo de Retiro o de Eremitorio sacro.

Cuando San Francisco, que según la expresión de San Buenaventura, «tenía predilección por los montes y andaba siempre en busca de lugares solitarios convenientes a sus pensamientos piadosos», visitó por primera vez aquellos precipicios, no encontró probablemente otra construcción que una capilla dedicada a la Santísima Virgen, y un subterráneo que le sirvió de celda, donde el Seráfico Padre solía retirarse a descansar un poco. Aquella propiedad pertenecía al Municipio de Asís, el cual generosamente permitía que habitasen en ella los eremitas que querían vivir lejos del mundo y más unidos con Dios.

También los compañeros del Apóstol de la Umbría se contentaron con tener como habitación propia, en los primeros tiempos, la gruta excavada por la naturaleza en las rocas de la selva. Sólo hacia el 1380 el Beato Pablo de Trinci hizo construir algunas pequeñas celdas, que se acrecentaron en número con las levantadas por San Bernardino de Sena, que edificó igualmente la devotísima iglesita, el pequeño refectorio y la providencial cisterna que recoge el agua prodigiosa llamada de San Francisco. No obstante, a pesar de todas estas ampliaciones, el eremitorio de las Cárceles es todavía uno de los conventos más genuinamente franciscanos, por la extremada pobreza que allí reina, por la soledad que lo rodea, y por las maravillas naturales que hacen que sea en el estío uno de los lugares más deliciosos. Sobre todo es magnífico el bosque, fresco oasis de verdor, de sombra y de perfumes, en el que resuena perennemente el canto de mil aladas criaturas, en medio del desierto de la desnuda y pedregosa garganta de la sierra salvaje. En la extremidad del bosque, hacia la cima del monte, un apagado cráter que emana de su amarillento suelo el aroma de las flores más extrañas, se puede disfrutar de un encantador panorama.

Como todas las alegrías más puras del espíritu y del corazón, también la visita a las Cárceles cuesta un poco de sacrificio. La subida a la fértil colina por un sendero incómodo, no es para todos elevación del alma. Pero cuando se llega a la meta, se siente uno recompensado de la ruda fatiga, por el aire puro y balsámico que invade los pulmones, por la paz serena y profunda que de todas partes le envuelve, por la sublime belleza que eleva la mente y conforta el corazón.

La cruz de las Cárceles

Esta enseña del dolor y del amor, que el Seráfico gustaba plantar en todas partes donde acampaba con sus pobrecitos hijos, señala el confín del eremitorio franciscano y lo divide, como sagrado mojón, del resto del mundo. Dirigiendo la mirada a lo lejos hacia la senda que conduce a la verde mancha de la selva, rodeada de alto y débil muro, parece verse aún al Padre santo que, rodeado de los más íntimos de sus discípulos, viene a brindarnos, con paternal sonrisa, el augural saludo de Paz y de Bien. Son todavía sus Menores los custodios del Santuario quienes nos dispensan alegre acogida.

Después de los primeros días de su conversión, Francisco debió de subir muchas veces a las Cárceles para recogerse, como en la Porciúncula y en San Damián, en la soledad y en la oración. Pero, probablemente hacia 1215, obtenido del Municipio de Asís para sí y para sus religiosos el solitario eremitorio, hizo pronto de él uno de los cenáculos espirituales más queridos de su corazón. Allí se venera todavía, cerca de la sacristía, la áspera gruta, dividida en dos partes, que era toda su habitación; el minúsculo oratorio, que fue a menudo testigo de éxtasis suavísimos; y la celdilla donde, extenuado por las vigilias y los ayunos, tomaba un poco de reposo, tendiéndose sobre la roca desnuda y apoyando la cabeza sobre una piedra o sobre el tronco de un árbol. Fuera de la celda ahí está el Agujero o abertura del Diablo, así llamado porque, según una piadosa tradición, por este precipicio misterioso, hendidura sin fondo, Satanás, que en vano había intentado varias veces asaltar al Poverello, se precipitó al imperio de una orden de éste, abriendo en su fuga aquel precipicio, que queda como testimonio de su infernal enojo.

Se cuenta también que el Santo, sintiéndose distraído en la oración por el ruido de la lluvia, que en las noches de tormenta se precipitaba tumultuosamente por tres lados del valle en el fondo del torrente, le suplicó que se callase, alejando su estruendo. La hermana agua obedeció; y aún ahora, cuando hay furioso huracán en el bosque, el precipicio permanece silencioso, cubierto de ciclámenes y de helechos.

El mismo milagro se renovó con los pajarillos. En la primavera venían los pajarillos a bandadas, anidando en una enorme encina, que existe todavía y enseña el milagro de sus potentes raíces abrazadas a la roca, llenando el aire de trinos, pero distrayendo el recogimiento de los religiosos. El dulce Pobrecillo invitó a las aladas criaturas a que llevasen a otro lado del bosque su harmoniosa música. Estas obedecieron, y levantando pronto el vuelo abandonaron para siempre aquel árbol, yéndose lejos de la habitación, a la selva, a loar y bendecir al Criador.

Las Cárceles: el pequeño patio

Era tanta la pobreza, el recogimiento, la paz, que singularmente en los tiempos de San Francisco reinaba en el devotísimo eremitorio, que fácilmente se comprende cómo los mejores de sus discípulos gustaban retirarse, de cuando en cuando, particularmente al volver de alguna de sus largas peregrinaciones apostólicas, al místico retiro. Todavía se ven excavadas en la viva roca, rodeadas de verdor, diseminadas acá y acullá en el bosque, blancas como corderos sobre el fondo de esmeralda, las grutas solitarias que fueron un tiempo habitación de los primeros compañeros del Santo: Bernardo de Quintaval, Maseo de Marignano, Rufino de Asís, Egidio, Junípero, Silvestre... En sus antros angostos, donde apenas cabe un cuerpo echado, y en el que todo el mobiliario consistía en un Crucifijo y una almohada de piedra o de madera, los devotos hermanos pasaban las horas tranquilas del reposo y las de extática oración.

Y en torno de estas pobres celdas, por los senderos frondosos del bosque, a la sombra de las rocas y de los árboles, sucedieron no pocos de los conmovedores episodios que entretejen la historia y la leyenda de las primeras generaciones franciscanas, cuyos protagonistas fueron, juntamente con el seráfico Padre, los ingenuos y sublimes personajes de las Florecillas. Aquí el Pobrecillo, que estaba casi ciego por la aspereza de la penitencia y por el continuo llanto por su Amor crucificado, vino a pedir consuelo a Fray Bernardo. El piadoso hermano, absorto en éxtasis, no oyó la súplica del Maestro, quien habiéndole juzgado mal, se echó al suelo boca arriba ante su discípulo y le obligó a ponerle un pie sobre la garganta y otro sobre la boca, diciéndole villanías... Aquí el humilde Fundador, atormentado por una duda dolorosa, sobre si debía continuar o consagrarse menos al ministerio apostólico, mandó a Fray Maseo a pedir consejo a Fray Silvestre. Aquí también el amoroso Pobrecillo vino varias veces a desengañar a Fray Rufino, víctima de tentaciones astutas, enseñándole a vencer, con el desprecio, el engaño del demonio.

Sagrado es también este eremitorio de las Cárceles, donde subieron a templarse en la virtud hombres admirables por su santidad y heroísmo; corazones generosos adiestrados en las luchas del espíritu, habituados a la renuncia y al sacrificio; almas que, despreciando evangélicamente la vanidad, los placeres, las miserias de la vida, supieron lograr aquella serena e íntima alegría franciscana, que es como un reverbero de las alegrías del cielo. Por esto injustamente esta morada lleva el nombre de prisión; cuando más, las «Cárceles» fueron sólo un ergástulo para los cuerpos, atormentados por la penitencia y los ayunos, mientras que para el espíritu fueron un medio para volar siempre más alto hacia fúlgidos horizontes.

[Vittorino Facchinetti, O.F.M., Los Santuarios Franciscanos. Tomo II: Asís, en la Umbría. Barcelona, Biblioteca Franciscana, 1928, pp. 120-134]

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