DIRECTORIO FRANCISCANO
SANTORAL FRANCISCANO

23 de abril

BEATO GIL DE ASÍS (1190-1262)
por Daniel Elcid, o.f.m.

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Gil de Asís es el tercer compañero de San Francisco, que se le unió en abril de 1208 y perteneció al grupo de los íntimos del Pobrecillo. Hombre de gran experiencia mística y de ingenio natural penetrante, ejerció como cierto magisterio espiritual entre sus hermanos; sus sentencias (Dichos) están llenas de tino ascético y de buen sentido. En su juventud, trabajó y viajó mucho, sin descuidar la oración; de mayor, a partir de 1226, la contemplación y la vida mística fueron llenando más y más su existencia. Murió en Monteripido-Perusa en 1262. Aprobó su culto Pío VI en 1777.


Fray Gil es realmente arquetípico del franciscanismo primitivo. Sabatier lo define como «vivo ejemplo de los franciscanos de los primeros días», y, «después de San Francisco, la más hermosa encarnación del espíritu franciscano» (1). Es también el único de los primitivos compañeros del Pobrecillo que ha subido a los altares. Y, aun antes de haber sido beatificado, San Buenaventura lo llama «el santo padre Gil, varón lleno de Dios y digno de gloriosa memoria» (LM 3,4).

Para escribir sobre él hay más material que sobre todos los otros compañeros primitivos juntos. Su Vida es con mucho la de más páginas, y la edición de sus famosos Dichos forma un volumen apreciable (2). Lemmens, Fortini y Matanic dan fe a la afirmación de Salimbene de que el autor de la Vida del hermano Gil es el propio hermano León de Marignano -secretario del mismo San Francisco-, al menos de una de las versiones de esa Vida. El tal hermano León conservaba con aprecio muchos de esos Dichos, y «consideraba e invocaba al hermano Gil como un santo».


Una figura original


Reduciré mi atención a presentarlo como ejemplo de la actitud franciscana en el trabajo y en la oración, soslayando otros aspectos de su rica personalidad. Pero, antes de abordar el tema, creo conveniente una presentación del personaje.

Lo conocemos bien. «De todos los compañeros de Francisco, fue Gil el de carácter más original» (Cuthbert). De «purísimo héroe del ideal franciscano» lo califica Fortini. «La vida de Gil se impuso desde un principio. Era a la vez tan original, tan alegre, tan espiritual y tan místico, que, hasta en los relatos menos exactos y más ampulosos, su leyenda ha permanecido limpia de toda adherencia». Este juicio de Sabatier es ya una definición. Pero la mejor se la dio él mismo, con este aforismo que le dijo a otro: « Si quieres hallar gracia, sé ingenioso, respetuoso y amable, llano y dulce». Como él lo fue, cayó en gracia ante Dios y ante los hombres. Esos cinco adjetivos -o sus sinónimos- nos van a servir para delinear su retrato.


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De que fue ingenioso no le va a quedar duda al lector. Sus refranes se hicieron célebres, por agudos y por certeros: para quienes se los oyeron, llegaron a ser «las palabras de oro del hermano Gil»; y, cuando querían ponderar la garantía de una de esas enseñanzas, decían: «porque es del hermano Gil».

Aludiendo quizá a esos refranes, San Buenaventura dice que el hermano Gil era «simple en la palabra, pero no en la sabiduría». Y Matanic, de quien tomo la cita precedente, teje por su parte los siguientes elogios: «A pesar de su "palabra simple", su expresión es frecuentemente pintoresca y aguda; los mismos Dichos son gustosísimos y llenos de buen sentido sobrenatural, con estilo paradójico y de corte evangélico. Cantini ha escrito que, a base de los Dichos del hermano Gil, se podría construir todo un sistema de ascética. Es cierto que contienen una espiritualidad densa y original». «Gil habla con el lenguaje simple, que sabe encontrar el camino del corazón» (Fortini).

Además, esos refranes nos dan elementos importantes para conocer su psicología: muestran y demuestran que el mirar tanto hacia el cielo -como lo veremos- no le despegaba los pies de la tierra; resulta llamativa su observación de la naturaleza, de la realidad, de las costumbres. De todo se aprovechaba él para el ejercicio espontáneo de su agudeza mental, y de ésta para sus refraneras enseñanzas. Como muestra, voy a adelantar un par de ejemplos, sobre una materia que luego no voy a tocar.

-- ¿Cómo podemos precavernos de los vicios de la carne? -le pregunta un compañero.

Y él le responde:

-- Mira: si uno tiene que mover enormes piedras o transportar grandes troncos, más que la fuerza tiene que ejercitar el ingenio. Pues aquí igual.

Y prosiguió:

-- Todo vicio lesiona la castidad. La pureza es como un espejo nítido, que un simple vaho lo empaña. Imposible es que el hombre llegue a placer a Dios mientras él se plazca en los placeres de la carne. Quien vence a la carne, vence a todos sus adversarios y logra todo bien.

Tanto ponderaba este hermano Gil la castidad, que un día se le acercó un casado y le preguntó:

-- Yo me abstengo de todo trato con mujeres, menos con la mía. ¿Me basta?

No sé qué acento llevaría esa consulta, pero el hermano Gil le respondió preguntándole:

-- ¿Crees tú que uno no se puede emborrachar con el vino de su cuba?

Le estaba quizá recordando la enseñanza del Apóstol: «Que sepa cada uno controlar su cuerpo santa y respetuosamente, sin dejarse arrastrar por la pasión, como los paganos que no conocen a Dios» (1 Tes 4,2-5).


* * *

El ejercicio de su agudeza mental no le impedía -¡cosa rara!- ser humilde. Lo era, primero y sobre todo, porque tenía conciencia de estar siempre en la presencia de la Divina Majestad. Miraba a Dios, se miraba a sí mismo, y salía por parábolas, como ésta: «Un gran rey no pondría a su hija de viaje sobre un caballo sin domar, nervioso y coceador, sino sobre uno manso y de suave andar. Lo mismo Dios: no pone su gracia en los soberbios, sino en los humildes».

Ejercitaba en sí la humildad y la enseñaba a los demás: «Feliz aquel que se considera tan poca cosa ante los hombres como ante Dios»; «Dichoso quien se critica a sí mismo y no a los demás»; «El que quiera tener paz y sosiego, que tenga a los demás por mejores que él»; «El camino para ir hacia arriba es ir hacia abajo». De sí mismo decía: «Dejadme estar bien bajo: no podré caer si no me levanto». Y no sólo lo decía. Lo hacía: al oír que el hermano Elías había sido excomulgado, se tiró cuan largo era al suelo, se apretó contra el piso, y exclamó:

-- Quiero bajar lo más que pueda, pues él ha venido a caer tan bajo por caer de tan alto.

Vivía en guardia permanente contra cualquier enemigo de su humildad. Se llega a él un hermano y le dice:

-- Te estaba buscando, pues quiero hablar contigo.

Y él le corta en seco la consulta:

-- Si miraras al sol, poco te importarían los destellos del amanecer. El Sol es Cristo, y a El es a quien hay que buscar.


* * *

Y porque era así de humilde, era agradecido. Y porque era agradecido, era alegre. La alegría es el primer brillo natural del ingenio chispeante y de la verdadera humildad. Y, además, nuestro hermano Gil era «de condición feliz y animosa» (Cuthbert).

-- ¿Ves -le decía a uno, explayándose-, ves cómo los payasos y los juglares agradecen con gestos exagerados a quienes les pagan la función con cualquier donativo? Pues, ¿qué debemos hacer nosotros con nuestro Dios y Señor?

«Estaba siempre alegre y dispuesto a todo. Y, cuando dialogaba sobre el Señor, estallando de gozo, contestaba devotísimamente. Y besaba con júbilo las pajas y las piedras, entre otras demostraciones de su maravillosa devoción». Lo aprendió de su maestro, el alegre Pobrecillo. Esas expresiones de su Vida recuerdan que, para Francisco, «la alegría externa consiste en la prontitud para obrar el bien», y que el mismo Pobrecillo besaba las piedras y los árboles porque le recordaban especialmente a su Amor, Jesucristo.

Nuestro Gil llevaba el júbilo como en la sangre: «Dios creó al hombre comunicándole su bondad, su gracia y su amor. Luego, por naturaleza, el hombre debe mostrarse afable y benigno».

Y porque era así de alegre, le gustaba cantar; cantar y tocar la bandurria, una guitarrilla hecha con caña de mijo, con la que se acompañaba cuando le daba por decir lindezas a sus virtudes más amadas, o cuando rebatía unos silogismos capciosos con argumentos verdaderos, como le veremos páginas adelante.

Es mundialmente conocida la llamada «Oración sencilla» de San Francisco (Donde haya odio, ponga yo amor, etc.), que no es de él, pero que recoge perfectamente su espíritu. En cambio, sí es auténtico de nuestro hermano Gil esto que puede ser considerado como un precedente literario de esa afortunada oración: «Feliz, quien ama y no desea ser amado; feliz, quien respeta y no desea ser respetado; feliz, quien sirve y no desea ser servido; feliz, quien se porta bien con los demás y no desea que otros se porten bien con él». Otras veces lo decía en tono más positivo: «Si amas, serás amado; si sirves, serás servido; si eres bueno con los demás, los demás serán bondadosos contigo».

Su alegría era espontánea, expansiva... y seria. No la perdía, sino la ahondaba, en los temas fundamentales. «Cuando oía hablar de los sacramentos y de los cánones de la Iglesia, los recomendaba con gran gozo y fervor, y exclamaba: "¡Oh santa madre Iglesia Romana! Nosotros, pobres e ignorantes, no te conocemos a ti, ni tu bondad. Tú nos adoctrinas sobre el camino de la salvación, nos lo preparas, nos lo indicas. Quien lo recorre, no sufre ningún traspié, sino que va subiendo hacia la gloria"». ¡Qué bien nos vendrían hoy unas dosis de la alegría -humana, espiritual, eclesial- de este hermano Gil!


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Y, porque era así de franciscanamente alegre, era franciscanamente simple; o a la inversa: fue santamente alegre porque fue santamente simple, con una simplicidad que nos recuerda a veces la imparangonable del hermano Junípero.

Esto sucedió en San Damián, el monasterio recoleto de la hermana Clara. Nuestro humilde hermano Gil decidió en esa ocasión ser sanamente malicioso; razona así el autor de la Vida: «Amaba tanto la humildad, que quiso ponerla a prueba en otro». Y este otro fue nada menos que el célebre Alejandro de Hales (1185-1245), el prestigioso filósofo y teólogo franciscano, que llegó a ser rector de la Universidad de París. En San Damián coincidieron el maestro y nuestro hombre. Clara, a quien le gustaban los sermones doctos y bien hablados, le pidió a Alejandro que hablara para sus sores. Llevaba ya el doctor inglés predicando algún tiempo, cuando se levanta el hermano Gil y, con extrañeza de todos, le interrumpe:

-- Cállate, maestro, que quiero predicar yo.

Y el maestro Alejandro se calló. Y el hermano Gil, sin cultura y sin complejos, pronunció unas cuantas frases férvidas y sabrosas. Luego le dijo al teólogo:

-- Hermano, completa ahora tu sermón.

Y el hermano teólogo retomó el hilo de su prédica hasta el fin. Y la hermana Clara, que había presenciado la inesperada escena con sus hermosos ojos abiertos por el gozo del asombro, dijo al final:

-- Ahora he visto cumplido el deseo de nuestro muy santo padre Francisco, el cual me dijo una vez: «Deseo ardientemente que mis hermanos clérigos lleguen a tanta humildad, que un maestro en teología interrumpa su sermón si un hermano sin letras le dice que quiere predicar». Os digo, hermanos y hermanas, que me ha causado este maestro más admiración que si le hubiera visto resucitar a un muerto.

Hay un punto básico donde evidenció el hermano Gil su extrema sencillez: en su sentido de la obediencia. Francisco le apreciaba tanto y tenía en él tal confianza, que le daba libertad para que morase donde quisiese; pero él no quiso usar esa libertad:

-- ¿Qué quieres que haga y adónde quieres que vaya? -le preguntó un día el hermano Gil al hermano Francisco.

Y éste le respondió:

-- Ya está listo tu destino: vete donde quieras.

Y el hermano Gil partió libremente hacia esos mundos de Dios. Pronto sintió esa libertad como una angustia. A los cuatro días volvió donde Francisco:

-- Mándame donde quieras, pero mándame, porque en esa obediencia tan libre no halla paz mi conciencia.

Y Francisco le envió al eremitorio de Fabriano. Y, desde entonces, le enviaba por obediencia a uno y otro lugar.

Murió Francisco, y Gil siguió aferrado a su sentido simple de obediente. Moraba aquel tiempo en Agnelo, junto al lago Trasimeno, por tierras de Perusa. Había salido del convento, y al convento llegó el aviso de que el Ministro General le mandaba que se dirigiera a Asís, pues quería conversar con él. Fueron unos hermanos a dar con él y comunicárselo. En cuanto lo oyó, el hermano Gil arrancó, camino de Asís. Los hermanos le insistían en que fuera primero al convento y luego se pusiera de viaje. No le pudieron convencer:

-- Se me ha mandado que vaya a Asís, no que vuelva al convento.

Y siguió resuelto hacia Asís.


* * *

Vamos con el último de sus calificativos. Lo que él, en la autodefinición que le atribuíamos, calificaba de dulce, nosotros vamos a llamarlo hombre bueno. Nos viene mejor este epíteto para destacar su último rasgo. Ni el ser ingenioso le hizo hiriente, ni el ser humilde apocado, ni el ser alegre ligero, ni el ser tan simple le restó prestigio y autoridad. Porque la tuvo en toda la Orden, y mucha; y no por sus cargos -no sabemos que ocupara ninguno-, sino la que brotaba de su ascendiente personal. Los Tres Compañeros y el mismo San Buenaventura contaron con él para escribir sus respectivas Vidas de San Francisco. Y ya hemos visto que habitualmente le llamaban «padre», apelativo no aplicado -que yo sepa- a los otros compañeros del Pobrecillo, y sin ser él sacerdote y otros sí; y él llamaba frecuentemente «hijos» a sus hermanos espirituales.

Acudían a él muchos pidiéndole consejo: frailes, clérigos de la jerarquía alta y de la llana, y toda clase de seglares; o, simple y gozosamente, para arrancarle alguno de sus fervorosos, incisivos y certeros refranes. Sin ser él temperamentalmente polémico, los más fieles al espíritu primitivo lo tomaron como apoyo y modelo en la lucha por la autenticidad. Y «muchos tentados de dejar la Orden, cambiaron de corazón y de idea con sus consejos». Todo lo suyo caía bien, pues lo decía sin malicia y con amor, y lo recibían como un regalo del hombre bueno que era. Veámoslo en algunos ejemplos.

Le visitan dos eminentísimos cardenales, queriendo escucharle algunas palabras de edificación. Al despedirse, le ruegan que rece por ellos. Y él les dice:

-- ¿Qué necesidad hay de que rece yo por vosotros, si vosotros tenéis más fe y esperanza que yo?

-- ¿Cómo se entiende eso? -inquieren ellos.

Y él, con la mejor socarronería imaginable, se lo explica:

-- Porque vosotros, con todas las riquezas, honores y bienestar de este mundo, esperáis salvaros. Y yo, con todas mis calamidades y dificultades, temo condenarme.

La irónica corrección hizo diana en los purpurados, que -afirma el biógrafo- «se convirtieron».

Le consulta un fraile esta sutilidad psicológica:

-- ¿Qué haré? Si hago el bien, resulta que me glorío de él; si obro mal, me siento triste y hasta me desespero.

El hermano Gil se lo solucionó con una comprensiva y aguda bondad:

-- Haces bien al dolerte de tu pecado; pero no te duelas en exceso: piensa que mayor es el poder de Dios para compadecerse de ti que el tuyo para ofenderle. Y en cuanto a lo otro, si un agricultor se pusiera a cavilar antes de sembrar: «Si siembro ahora, vendrán los pájaros y las alimañas, y devorarán el grano», no sembraría nunca, y no tendría qué comer. El agricultor discreto siembra, y, al cabo, recoge lo suficiente. Haz tú lo mismo: no dejes de hacer el bien por tu vanagloria, pues si ella te desagrada, siempre quedará al fin la mayor y mejor parte.

Han perdurado hasta nuestros días estos dos aforismos suyos, conservados hasta en su original dialecto toscano. Un hermano decidió por su cuenta predicar en plena plaza de Perusa. Y el hermano Gil, para curarle el punto de vanidad que ahí podría haber, le aconsejó que tomara como lema estas palabras:

-- «Bo, bo, molto dico e poco fo» («Bo, bo, mucho digo y poco hago»).

Era una de sus ideas fijas. Porque otro día, estando él en su convento, oyó que el dueño de una viña cercana les gritaba a sus jornaleros regañándoles: « Fate, fate, e non parlate» (haced, haced, y no habléis); dos imperativos que podemos traducir por estos dos sustantivos: «Hechos, hechos, y no palabras». Y salió férvido de su celda gritando él también por el convento:

-- ¡Oíd, hermanos predicadores, oíd lo que grita ése: «Fate, fate, e non parlate»!

No, su autenticidad moral no le quitaba el gracejo ni -menos aún- la libertad evangélica, dos caras de su auténtica bondad.

Hasta aquí, en diseño, la figura del hermano Gil. Pasemos a verlo en acción biográfica.


El primero de la Porciúncula


Cuando Francisco se vio con Bernardo y Pedro siguiéndole, sin más bagaje que su santa ilusión compartida, les dio a los dos un vestido como el suyo, al modo de los labriegos del lugar, y bajaron a vivir al bosque de la llanura de Asís, junto a la capillita de la Porciúncula, que él, metido a albañil de Dios, había reparado, como a media legua de la ciudad. Ni él ni ellos se ocupaban en otra cosa que en orar, conversar divinamente y comer de la limosna; ni pensaban en ese refrán tan común de que no hay dos sin tres. Dios sí lo había pensado.

Vivía en la ciudad un joven sencillo, piadoso y jovial. Se llamaba Gil. Como no era culto, ni rico, ni noble, su apellido no ha quedado en los archivos. Por los días en que el hijo de Pedro Bernardone dio el cambiazo a su vida, este Gil empezó a darle vueltas en su cabeza a esta idea: «¿Cómo podría yo agradar en todo al Creador de todo?» La idea se le iba convirtiendo en obsesión.

Y he aquí que un día oyó comentar a un su pariente la hazaña ciudadana del noble Bernardo de Quintaval y del sabio canónigo Pedro Catáneo, que se habían ido con Francisco renunciando a todo. Habían pasado seis días de los hechos. Maravillado con el cuento de esa anécdota, fue como si Dios le hubiera metido su luz en la mente y su fuego en el corazón. Al día siguiente se levantó antes que el sol, se dirigió a la iglesia de San Jorge, cuya fiesta era, y oró intensamente. Y tomó una decisión: ¡se iría él también con Francisco! Mas, ¿cómo dar con él? Un instinto divino le llevó al bosque de la campiña. Llegó a un punto en que la senda se partía en tres. ¿Cuál seguir? Oró de nuevo, y se lanzó por una con fe, a la suerte de Dios. Y acertó. Caminaba cavilando cómo presentarse a Francisco, cuando he aquí que lo ve viniendo por la misma senda. Corrió hacia él y se arrodilló. Y, por todo saludo, le suplicó, con frases que respiraban amor, que lo aceptase en su compañía. A Francisco le encantó: no lo vio ante sí como un siervo ante su señor, sino como un apuesto mancebo solicitando ser armado caballero de su nueva milicia, y caballerescamente le dijo:

-- Amadísimo: el Señor te ha hecho un gran favor. Si viniera hoy a Asís el emperador, y decidiese elegir a uno de la ciudad para soldado suyo o por su camarero real, o como sirviente de su confianza, ¿no debería el tal alegrarse? ¿Cuánto más debes gozarte tú, pues el Señor te ha elegido para soldado suyo y como su dilectísimo servidor?

Y caballerescamente lo tomó de la mano y lo levantó, y siguió la senda conversando con él sobre la belleza de su vocación y animándole a la fidelidad, y llamó a voces al hermano Bernardo, a quien dijo, presentándole a Gil:

-- Mira: el Señor nos ha enviado un buen hermano.

Y los tres entraron en la cabaña de ramas y se unieron a Pedro, y los cuatro comieron de lo que había, cada uno a cuál más contento (cf. 1 Cel 25; TC 32; AP 14).

Era el 23 de abril del 1208, y Gil tenía dieciocho años. Y celebraron la feliz coincidencia de aquella fecha, fiesta de San Jorge, «el Santo de los caballeros y el Caballero de los santos». Con el tiempo resultó que, entre aquellos tres primeros seguidores ilusionados de Francisco, el más caballeresco fue el más joven, el menos culto y el que venía de menor alcurnia, este hermano Gil. «Francisco lo amó entrañablemente, y solía decir de él ante los otros hermanos: He aquí mi caballero de la Tabla Redonda». Y Fortini hiperboliza el elogio: «El más ardiente y el más acendrado entre todos los caballeros de todas las Ordenes».

Gil siguió allí unos días con la misma ropa que se trajo puesta. Luego, Francisco subió con él a la ciudad, a procurarse tela para que se vistiera como ellos. Según subían, se cruzaron con una mujer pobrecilla, que les pidió limosna. Y Francisco, mirando a Gil y sonriéndole, le dijo:

-- Carísimo, démosle tu manto, por el amor del Señor Dios.

Y Gil, alegre como unas pascuas, se lo quitó de un vuelo y se lo dio. Y tuvo la impresión radiante de que aquella limosna subía a Dios y Dios se la agradecía desde el cielo (cf. LP 92; EP 36).

Su nueva vida le había ido regalando gozo sobre gozo, que se colmó cuando, vestido como los otros tres, se vio incorporado a la nueva Orden. Este júbilo vital lo expresó él mismo más tarde en uno de sus más logrados aforismos: «Es rico quien imita al Rico; es sabio quien imita al Sabio; es bueno quien imita al Bueno; es hermoso quien imita al Hermoso; es noble quien imita al Noble. Es decir, a nuestro Señor Jesucristo».

Al verse cuatro, el ocurrente Francisco pensó en que, pues ya eran dos parejas, podían imitar a los discípulos del Señor yendo por el mundo de dos en dos (Lc 10,1). Y dejó por las cercanías de Asís a los hermanos Bernardo y Pedro, y él y el hermano Gil partieron hacia la Marca de Ancona. Iban transportados de júbilo, y tanto, que a Francisco le dio por cantar, y en francés, como solía en sus tiempos mundanos de juglar, pero ahora mejor, porque dedicaba a Dios las estrofas de su nueva juglaría. Solos los dos por los caminos, sin otra meta que la que les saliera al encuentro de la mano del Señor, Francisco le dijo un día iluminadamente al hermano Gil:

-- Nuestra Orden es como un pescador: echa sus redes a la mar, las redes apresan una enorme cantidad de peces, y él selecciona los grandes y vuelve al agua los pequeños.

El simple hermano Gil abrió ojos de asombro: ¡pero si eran sólo cuatro!... Y, en su simplicidad, intuyó crédulamente que Francisco, además de simpático y buen cantor, era profeta. Y se alegró, soñando que llegarían a ser muchos.

En aquella primera excursión apostólica, por los pueblos que cruzaban, Francisco propiamente no predicaba: se dirigía coloquialmente a los hombres y mujeres que encontraban, y les animaba a que amaran y reverenciaran a Dios, y a que hicieran penitencia por sus pecados. Y Gil, que no sabía decir ni eso, cuando Francisco concluía su exhortación, le decía a la gente:

-- ¡Muy bien dicho! Fiaos de él.

Por aquellos pueblos y aldeas conocieron de todo: unos les recibían con extrañeza o desconfianza, algunos como a hombres de Dios, otros chanceándose y llenándolos de vituperios. Cuando tocaba esto, el hermano Gil se gozaba más que en los aprecios y alabanzas, y decía que no quería otra gloria que sufrir por Cristo. Y Francisco se gloriaba de él, al verlo novicio y ya tan aventajado discípulo (cf. TC 33; AP 15).

De esta experiencia le quedaron a nuestro Gil unos pies andariegos, una prueba más de su libre alegría vital: sabemos que estuvo repetidamente en Roma, y en el Santuario de San Nicolás de Bari, y en el de San Miguel del Monte Gárgano, y en Santiago de Compostela, y en Tierra Santa, y ya le veremos por otros muchos lugares, andando nosotros estas páginas. Y le quedó también un jubiloso asombro creciente por Francisco. Más tarde, y ya el santo Pobrecillo extraterrestre y santo canonizado, le preguntó uno:

-- ¿Qué piensas tú de San Francisco?

Y le contestó él esta preciosidad:

-- No debería nadie nombrarle sin relamerse los labios de dulzor. Sólo una cosa le faltó: el vigor corporal. Si hubiera tenido un cuerpo robusto como el mío, el mundo entero no habría podido seguirle.


«La gracia de trabajar»


Entre los epítetos que aplica Celano a nuestro hermano Gil, uno es éste: «ejemplar de trabajo manual». No conocemos su oficio o sus tareas anteriores a su entrada en la Porciúncula; sí sabemos que luego trabajó mucho, y de todo. Ejemplo vivo de esta norma perfecta que estampó el Pobrecillo en su Regla: «Aquellos hermanos a quienes ha dado el Señor la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de forma que, evitando el ocio, que es enemigo del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, a cuyo servicio deben estar las demás cosas temporales. Y como remuneración del trabajo acepten, para sí y para sus hermanos, las cosas necesarias para la vida corporal, pero no dinero; y esto háganlo humildemente, como corresponde a quienes son siervos de Dios y seguidores de la santísima pobreza» (2 R 5; 1 Cel 25). Si esa norma franciscana del trabajo es modélica, nuestro héroe fue un arquetipo de esa norma. Por ahora vamos a verlo en sus tareas manuales. Y adelantemos, para todas ellas, esta doble característica: que las realizaba con prontitud, esmero y alegría, y que habitualmente esos trabajos los realizaba él solo, para que los otros frailes se dedicaran más libremente a la oración. Y abramos ya el abanico variopinto de sus múltiples ocupaciones.

Componía cajas para guardar vasos o frutos secos. Se daba maña especial para manejar juncos, mimbres y cañas: con ellos hacía capachos para la recogida de los frutos del campo, o envolturas para vasijas de cristal o de barro; fabricaba también esos recipientes de barro. Y vendía su mercancía por la comida para sí y sus hermanos.

O se dedicaba a leñador, aunque tuviera que ir a un bosque distante ocho kilómetros de Roma. Cargaba sobre sus hombros el mayor fajo que podía, y lo vendía en la calle por el alimento de un día. Una vez volvía del bosque con su carga, se le acercó una mujer y le ofreció comprarle todo el fajo. Llegaron a un acuerdo: tanta leña, tanta comida. Y Gil le llevó todo el haz a su casa. Al darse cuenta la mujer de que era un religioso, le quiso dar más de lo convenido, pero él rehusó, con su alegre ironía:

-- No quiero que me venza la avaricia.

Y no sólo no aceptó más, sino que le cobró la mitad de lo acordado, con sorpresa y admiración de la mujer.

No rehusaba ningún empleo, con tal de que pudiera cumplirlo con honradez, y las cuatro estaciones del año le proporcionaban su ocupación correspondiente. En el tiempo de la vendimia no tenía reparo en ir con los peones a la viña, cortar la uva, cargarla, y estrujarla a golpes de sus pies en el lagar.

Y en tiempo de nueces, a por nueces. Se encontró en la plaza de Roma con uno que buscaba un jornalero que le ayudara a recoger las de sus nogales. Y nuestro Gil se fue con él. Cuando llegaron al lugar, el hermano Gil tembló, y por dos motivos: porque la ciudad quedaba lejos y porque los árboles eran muy altos; pero lo pensó, se armó de valor y le dijo al dueño:

-- ¿Cuántas nueces me darás en pago?

-- Todas las que te puedas llevar.

-- Aceptado. Te ayudaré.

Yo siempre me había imaginado a este hermano Gil pequeño, no sé si por el monosílabo y la i minúscula de su nombre; pero ya sabemos por él mismo que era «robusto», y quizá tenga razón Kazantzakis al imaginárselo como «un hombre bien constituido y de talla nada común». Pues hete aquí a nuestro corpulento fraile encaramándose hasta las ramas más altas, haciendo equilibrios sobre las más largas, cimbreantes y frágiles, con su miedo, su honradez y su prudencia. Acabó de limpiar los nogales, y respiró. A la hora de llevarse lo pactado, llenó de nueces el halda de su hábito; pero le parecieron pocas, para tanto trabajo y para tantas como había. Y tuvo una idea feliz: se quitó en un santiamén el hábito, hizo sendos nudos en las mangas, ató como pudo el cuello con la capucha, y lo convirtió en un gran saco, lo colmó de nueces, se lo cargó al hombro, y así, limpio de ropa como quedó, se dirigió a la ciudad y allí repartió todas las nueces entre los pobres.

Y en el tiempo de la siega, a espigar, con otros menesterosos, de campo en campo. Y cuando, por tratarse de él, le regalaban un manojo de espigas, lo rehusaba diciéndoles:

-- No tengo granero para guardar el trigo.

Pero hasta las espigas que recogía se las daba a los más necesitados.

Y, en las épocas en que el campo no daba tarea, él se las ingeniaba para no estar mano sobre mano. Se iba al monasterio de los Cuatro Santos Coronados, y se alquilaba con los monjes por unos panes para expurgarles la harina o para traerles desde la fuente de San Sixto el agua para amasar el pan. Cierta vez, volviendo al monasterio con su cántaro lleno, un hombre le pidió agua. El le dijo:

-- ¡Cómo voy a darte agua y llevar a los monjes lo que tú dejes!

Al individuo le sentó tan mal la negativa, que se puso a disparatar contra él. Pero Gil siguió hasta el monasterio, más dolido de la turbación de aquel hombre que de sus injurias. Entregó el cántaro, tomó un jarro y corrió de nuevo a la fuente de San Sixto, lo llenó hasta el borde y se lo llevó al hombre, diciéndole:

-- Bebe, hermano, y dale también a quien quieras.

Y el hombre se amansó, y le pidió perdón, y desde entonces le profesó devoción y cariño.

O se dedicaba a cultivar un huerto, para lo que tenía mucha maña. Como en Fabriano. Y de sus hortalizas le ofrecía a un hortelano vecino, que no lograba suerte con las suyas. Y éste -un mal hombre- se negaba a tomárselas, pero aprovechaba las ausencias del hermano Gil y se las robaba, hasta que fue descubierto por un tercero, que se lo reprochó duramente.

Hasta cuando peregrinaba se quería ganar el pan del día haciendo algo, aunque no siempre lo conseguía, como cuando fue a Santiago, que dicen que no se le quitó el hambre en todo el camino, y él la soportaba de buena gana. Un día, pidiendo limosna y sin que nadie se la diera, llegó a una era en la que habían dejado unas habas sobrantes; le supieron a gloria, y se tendió a descansar allí, y durmió como un bendito. Otro día se encontró con uno aún más pobre que él, y, al no tener cosa que darle, se descosió la capucha del hábito y se la regaló, para que se protegiera la cabeza contra la inclemencia, y él tuvo la suya a la intemperie durante veinte días. Y en la aldea de Ficarolo, en la Lombardía, a orillas del Po, un hombre se burló de él: el tal se dio cuenta de que era un fraile y muerto de hambre, y le llamó. Gil corrió hacia él, pensando que le daría algo; pero el otro sacó del bolsillo unos dados -juego y oficio de tahures-, y, con un gesto de burla le invitó a jugar con él. Gil reaccionó con su paz y su humildad:

-- El Señor te perdone, hermano.

Ya estaba él habituado a estas chanzas de mal gusto.

Peregrino a Tierra Santa en 1215, tuvo que esperar en Brindis unos días a que la nave se hiciera a la mar, y él se procuró un cántaro y se dedicó a aguador, voceando por las calles:

-- ¿Quién quiere agua?

Con lo que le daban comían él y su compañero. En Accon (San Juan de Acre), otro puerto en que su barco hizo una larga escala, se empleó también como vendedor de agua, y como hacedor de espuertas de mimbre, y como enterrador de muertos, cargándolos sobre sus hombros de la ciudad al cementerio.

Nuestro Gil se hizo célebre en Rieti, por esto de no querer comer sin trabajar. En Rieti se hallaba la corte papal, y, con ella, el señor Nicolás, cardenal de Túsculo, que apreciaba y admiraba mucho al hermano Gil, el cual, por aquellos días, estaba también allí. El cardenal le invitó insistentemente a que se alojara en su palacio y comiera a su mesa. El hermano Gil aceptó lo primero, pero lo segundo no. Ante la insistencia del purpurado, puso una condición: que comería lo que él se procurara con su trabajo o, si éste le fallaba, de limosna, reforzando su decisión con una cita bíblica: Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien (Sal 127,2). Aunque contrariado, el señor cardenal aceptó, por no perderse el gusto de tenerlo; como contrapartida, le pidió que, aunque fuera eso, lo comiera con él a su mesa, y el hermano Gil se lo prometió. Y cada jornada, al amanecer, se ajustaba, con éste o con el otro, a varear olivas, y cosas semejantes. Y cada mediodía, a su hora puntual, allí estaba nuestro hombre, sentado a la mesa cardenalicia y poniendo sobre ella los panes que le habían dado. Con ellos acompañaba el buen yantar del purpurado, mientras los dos conversaban familiar y espiritualmente. Un día amaneció lloviendo a jarros, y el cardenal le dijo alegre a su huésped:

-- Hoy te conviene comer de mis platos, hermano Gil.

No lo conocía. Nuestro huésped se fue a la cocina, echó un vistazo y le dijo al oficial:

-- Hermano, ¿cómo tienes tan sucia la cocina?

-- Porque no tengo quien me la limpie.

Y el hermano Gil se convino con él en que le diera dos panes, y le dejó la cocina como un oro. Y, a su hora, allí estaba a la mesa del cardenal el huésped con sus panes, y con evidente regocijo suyo y contrariedad del anfitrión. El día siguiente amaneció jarreando igual. Y el eminentísimo le dijo:

-- Hoy sí tendrás que comer de mi menú, hermano.

Seguía sin conocerle. Nuestro hombre volvió a la cocina y le dijo al jefe:

-- ¿Cómo tienes sucios y roñosos esos cuchillos?

Y se comprometió a limpiárselos y afilárselos por otro par de panes. Y tampoco aquel día se salió con la suya el cardenal de Túsculo. Y es que no había quien le ganara a nuestro héroe en ingenio, ni en fidelidad a la letra y al espíritu de su Regla franciscana: acudir «a la mesa del Señor» -la limosna- sólo cuando no se puede trabajar, y trabajar sin afanes egoístas, para no caer en la ociosidad -«enemiga del alma»-, y contentándose con lo justo para su necesidad. Sólo trabajaba con cierto afán cuando quería conseguir un hábito para algún fraile que lo necesitaba. Era feliz regalándoselo, pensando que, pues el tal hermano lo tendría puesto hasta para dormir, «aquella limosna seguiría orando por él día y noche». Nadie más generoso y dichoso que un pobre evangélico. Como este hermano Gil.


El trabajo de orar


El título anterior ha mirado tan sólo una cara de su trabajo: sus tareas manuales. Ahora voy a presentar la otra cara de su dedicación, la que en el párrafo transcrito de la Regla se expresa así: «Trabajen... en forma tal, que no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual todas las demás cosas temporales deben servir». ¡Y vaya si nuestro Gil tuvo en cuenta esa categoría de valores! Tanto, que hay que hacer aquí, de entrada, esta observación: al leer la amplia colección de sus célebres Dichos, yo iba haciendo una elección de los referentes a la oración; pero ahora, al afrontar el tema, veo que son tan numerosos, que tengo que decidirme por una selección, para no perder el ritmo ágil que le quiero dar a esta obra narrativa; y con pena, pues voy a sacrificar muchos textos que en sí -y como expresión de la psicología de su santidad- son muy interesantes.

También he dicho que este hermano Gil, si trabajaba a gusto, no lo hacía por el mero gusto de trabajar, ni por lucro. Esa «prontitud, esmero y alegría» con que trabajaba, le venía a él de la alegría, esmero y prontitud con que se dedicaba al trabajo con Dios, a la oración. Rara vez se contrataba para todo el día, con el fin de que le quedara tiempo holgado para la oración; y, si alguna vez se comprometía para la jornada entera, jamás dejaba de tomarse su tiempo para el rezo ordenado de las Horas canónicas. Y los domingos y festivos «iba a la iglesia muy temprano, y permanecía allí todo el día, ocupado en pensamientos divinos».

Este Gil captó muy bien desde el principio lo que luego afirmaría Sabatier: que el Pobrecillo de Asís no fundó una religión de mendigos holgazanes ni de gentes desocupadas, sino una Orden trabajadora, en la que el peor vicio sería la ociosidad. El hermano Gil no conoció ese mal ocio jamás; estaba siempre bien ocupado: o en una tarea manual, o en la oración, o en la simple predicación franciscana: «Iba por el mundo, y a los hombres y mujeres les exhortaba a que amaran y respetaran a Dios, y a que hiciesen penitencia por sus pecados». «A este hermano Gil no se le ve como especulativo, porque no lo era, sino como dinámico. Habla con todos como hombre concreto y práctico, igual que San Francisco, para hacerse entender por los más sencillos y para dirigirlos a Dios» (Matanic).

Pero ahora estamos hablando de su entrega a la oración. Verdadero trabajo, tan abandonado como imprescindible. Y no lo digo yo. Werner von Braun, el genial inventor de los cohetes espaciales, escribía: «La oración puede llegar a ser un trabajo realmente duro. Pero la verdad es que es el trabajo más importante que podemos realizar en el momento actual». Mira por dónde, nuestro hermano Gil opinaba lo mismo en su siglo XIII: «Trabajo provechoso sobre todo otro trabajo es dedicarse seriamente a la oración y a practicar el bien».

Le fue cobrando tal gusto a la oración, que cada vez le dedicó más horas.

Lo dejamos en Rieti, y en el palacio del cardenal de Túsculo. Y un día decidió despegarse de allí y alzar el vuelo, como «peregrino y advenedizo» que quería ser, en fidelidad a la frase bíblica que Francisco estampó en su Regla (Gén 23,4; 2 R 4,4). Y se presentó al señor cardenal y le espetó:

-- Quiero partir por esos mundos de Dios con mi compañero, y quiero también que sea con tu bendición.

En aquel entonces, las residencias estables de los frailes eran poquísimas. Por eso el cardenal, que lo apreciaba, se alarmó, pues además de dejarlo ir a la ventura, era invierno. Y con su pena y compasión le contestó:

-- ¿Adónde vais a ir? ¡Si sois como unas aves sin nido!

Pero ellos partieron de Rieti, y, a la buena de Dios, llegaron hasta Deruta, pueblecito cercano a Perusa, y pusieron su nido en el monte, arriba del pueblo, en una pequeña choza, junto a una ermita.


* * *

Los años, el ingenio y las luces del Señor hicieron de aquel aprendiz de Francisco un maestro de oración, apreciado y solicitado por propios y ajenos. Simple, práctico, inspirado, original; pero «antes de ser maestro de la espiritualidad franciscana, hay que considerarlo como modelo de la misma» (Matanic).

Y empezaba a enseñar -como primera regla de oración- el recogimiento, el huir de la superficialidad: «Muchas veces se pierde el fruto por las hojas, y el grano por la paja». Y a cultivar la presencia de Dios: «Así quiero yo que sea el Señor: que, cuando estoy en el convento, esté conmigo; y cuando en el desierto, también; o si en una plaza o en un bosque, lo mismo». «No sabría decir yo si es más meritorio callar bien que hablar bien. Y creo que el hombre debería tener el cuello de la grulla, para que sus palabras pasen por muchos recodos antes de salir de la boca». «¡Cuánta agua tendría el Tíber si no la derramase de continuo!»

Y animaba insistentemente a la perseverancia. Uno de sus principios era: «Cuanto más intentes conocer, más encontrarás; y tanto menos, cuanto menos indagues».

-- A muchos se les da la gracia en seguida -le requiere uno, como quejándose-. ¿Por qué a mí no?

-- Trabaja fiel y devotamente -le responde Gil-. Lo que no te da Dios una vez, te lo puede dar otra. Lo que no te da en un día, en una semana, o en un mes o en un año, te lo puede dar otro día, u otra semana, u otro mes, u otro año. Pon tú en Dios humildemente tu trabajo, y Dios pondrá en ti su gracia, según le plazca. Fíjate en el cuchillero: dale que le das, dale que le das al metal, hasta que un último golpe lo deja perfecto.

-- Igual nos llega la muerte -le confesó otro, con cierta vagancia pesimista- sin conocer nuestro bien, sin una verdadera experiencia de Dios.

Y el hermano Gil le clavó como un dardo esta respuesta:

-- Los peleteros entienden de pieles, los zapateros de zapatos, los herreros del hierro, y así en los demás oficios. Pero ¿cómo puede uno conocer un arte en el que nunca se ha empeñado? ¿Crees tú que los grandes señores dan grandes regalos a los tontos y a los imbéciles?

Pero ese dardo verbal no era agudo más que en el ingenio. El instruía para animar. Por ejemplo, a los que se desalentaban porque se distraían mucho en la oración. Uno le dijo:

-- Se lee de San Bernardo que una vez rezó los siete salmos penitenciales sin una sola distracción.

-- Por mayor hazaña tengo yo -replicó el hermano Gil- el que sea atacada vigorosamente una fortaleza, y que el de dentro la defienda constante y valientemente.

-- ¿Por qué -le consulta otro- le acometen al hombre más distracciones durante la oración que en los otros tiempos?

Y el consultado responde con el ejemplo de uno que está en la corte para gestionar algo contra su enemigo, y el enemigo pone en juego todas sus malas artes y mañas para impedirlo. Por nada de eso hay que dejar la oración: sería como huir de la batalla.


* * *

Sí, el trabajo manual estaba siempre para el hermano Gil muy por debajo del de la oración. Y, como requisito para este trabajo de orar bien -y como acompañamiento y fruto del mismo-, ponía él el trabajo de obrar bien: «Nadie puede llegar a la vida contemplativa si antes no se ejercita fiel y devotamente en la vida activa, con esfuerzo y preocupación».

Un día le saludó un vagabundo:

-- Hermano Gil, dame un consuelo.

-- Esfuérzate por hacer algo bueno y tendrás tu consuelo.

Otro día le visitó un juez para consultarle sobre la mejora cristiana de su vida. Luego de escucharle, nuestro Gil entabló con él un diálogo acuciante. Lo inició él:

-- ¿Crees que son grandes los dones de Dios?

-- Lo creo -sentenció el juez.

-- Pues yo te voy a probar que no crees.

Y, luego de dejarle unos instantes en el aire de la extrañeza, le volvió a preguntar:

-- ¿Cuánto valen tus bienes?

-- Suponte que un millón de liras.

-- Luego tengo razón, porque tú crees sólo de boquita. Si pudieras canjear tu millón por cien millones, lo tendrías por un buen negocio; sin embargo, no eres capaz de dar tu millón por el reino de los cielos: por lo tanto, para ti, los bienes del cielo no valen nada comparados con los de la tierra.

Y el juez, que no era tonto, le entendió rápido:

-- Entonces, para ti, ¿la medida de la fe son las obras?

Y el hermano Gil se lo remachó:

-- Si crees bien, obrarás bien. Así lo hicieron los santos.

El hermano Gracián fue uno de los que trató con él más tiempo y con mayor intimidad. En cierta ocasión le confió:

-- Sé aconsejar y predicar a otros, y creo conocer lo que debo hacer. Pero, sabiendo tantas cosas, ignoro a qué me debo aficionar para crecer en el agrado de Dios. Aconséjame. A ti, ¿qué te parece?

Y el hermano Gil le sorprendió con esta solución:

-- En nada agradarás más a Dios que en colgarte del pescuezo.

El hermano Gracián estaba habituado a la sabia agudeza de sus refranes; pero a éste le daba vueltas y vueltas, sin entenderlo. Y una y otra vez le pidió al refranista que se lo aclarara. Y el hermano Gil, para no tenerlo más en la tortura, al fin se lo explicó:

-- El ahorcado no pende del cielo, pero sí está por encima de la tierra, y mira siempre hacia abajo. Haz tú lo mismo. Ya que no estás en el cielo, puedes, sin embargo, elevarte sobre las cosas terrenas, ejercitarte en buenas obras, sentir humildemente de ti y esperar la misericordia de Dios.


* * *

Tal es la filosofía de nuestro hombre sobre el trabajo, la ciencia y la oración. Se apropia la sentencia de su maestro Francisco: «Tanto sabe el hombre cuanto pone por obra lo que sabe» (cf. EP 4); y la comenta: «Queremos saber mucho para los demás y poco para nosotros mismos. Pero la Palabra de Dios no es del que la oye ni del que la dice, sino de quien la practica». A un predicador que se gloriaba de su gran ciencia, le dijo:

-- Si uno poseyese la tierra entera y no la cultivase, ¿qué provecho sacaría? Pero si otro no tuviera más que una pequeña parcela y la cultivase bien, sacaría fruto para sí y para los demás.

Y a otro tal le endilgó lo mismo con un largo párrafo, al que puso como colofón uno más de sus refranes: «Hay gran diferencia entre la oveja que bala y la que pace: la misma que entre el que predica y el que obra».

La grave crisis que conmovió a la Orden empezando por las directrices culturales del hermano Elías, la dividió -digámoslo exageradamente, para entendernos- entre estudiosos y simples. Nuestro hermano Gil se contaba entre éstos. No que él menospreciara la ciencia como tal, sino la que se cultivaba más que la oración y que la sencillez evangélica. Afirmaba: «Más a gusto conocería yo a un solo doctor que enseñase espiritualmente que a cien que doctrinen sin reverencia ni devoción». « ¡Gran predicador es la señora Humildad!»

Ha llegado hasta nuestros días un grito suyo: «¡París, París, tú has matado a Asís!» Nos ha llegado con esa gracia de la consonancia verbal. El lo decía así: «¡París, París, tú arruinas la Orden de San Francisco!» Y en esta otra forma, pues lo repetía muchas veces, como desahogo de una espina clavada en su corazón: «¡París, París! ¿Por qué destruyes la Orden de San Francisco?»

Quede aquí esa espina como una constancia de que duele más aquello que más se ama.


Su descanso divino


Al describir los primeros pasos apostólicos del hermano Gil en compañía de Francisco, anoté que «le quedaron unos pasos andariegos». Ya se los hemos visto. Pero eso fue... hasta que se los paró el Señor ante El, para llevarle por sus más altos caminos; aunque también es verdad que hasta en esta nueva fase de su vida absorta en Dios se iba de eremitorio en eremitorio. Dedicado primero al trabajo manual, se fue aficionando más y más al de la oración, hasta que acabó por dedicar todo su tiempo a la contemplación, que ya no fue trabajo para él, sino su descanso divino. Es decir, que conoció las tres etapas progresivas de la más alta santidad: la vía purificadora o de conversión, la vía iluminativa o de contemplación, y la vía unitiva, fusión con Dios en el éxtasis. Y hasta se pueden marcar esos hitos con unas fechas concretas: su biógrafo apunta que, «a los seis años de su conversión» -en 1215-, se dio en él ese cambio radical de vida, de la oración a la contemplación; y que en 1226 le regaló el Señor con un éxtasis tal, que se puede decir que ése fue ya su aire espiritual hasta la muerte. El mismo Celano, sin pretenderlo, da fe de esa gradación: «El hermano Gil, varón sencillo y recto y temeroso de Dios, a través de su larga vida, santa y justa y piadosamente vivida, nos dejó ejemplos de trabajo manual, de vida solitaria y de santa contemplación» (1 Cel 25); y San Buenaventura lo presenta similarmente, con elevados términos místicos (cf. LM 3,4). Su biógrafo lo expresa más gráficamente: «Luego que el hermano Gil llegó a ser un hombre perfectísimo por los trabajos de su vida activa y por algunas aflicciones del espíritu, el Señor lo llevó al descanso y a la consolación de la vida contemplativa». Completemos esos escuetos retratos de conjunto con este apunte psicológico de Sabatier: «Carácter dulce y sumiso, era de los que tienen necesidad de apoyarse; pero, una vez hallado y probado el apoyo, se elevan a veces tan alto como él. El alma pura del hermano Gil, llevada por la de Francisco, llegaría a saborear las delicias embriagadoras de la contemplación con inaudito ardor».

No extrañará, luego de lo leído, que, en el retrato modélico -singular y plural- del hermano menor, el Pobrecillo atribuya al hermano Gil «la elevación del alma por la contemplación, en sumo grado» (EP 85). Y el título de su Vida es también muy expresivo: «Vida del hermano Gil, varón santísimo y contemplativo».

¡Dichoso el nuevo hermano Gil! Vivía a lo divino. Decía: «La pureza de corazón ve a Dios (cf. Mt 5,8), la devoción se alimenta de El»; «El que más ama, más anhela»; «Contemplar es separarse de todo lo demás y unirse a Dios solo». Y su biógrafo atestigua: «Comía una sola vez al día, y muy poco»; «deseaba poder vivir alimentándose sólo de hojas de árboles, para evitar el trato con los hombres, y emplear en eso el menor tiempo posible. Mas, cuando volvía al grupo de los hermanos, venía presuroso y alegre, alabando a Dios; y les decía, juntando unas palabras de San Bernardo con otras de San Pablo: Ni la lengua puede decir, ni la letra puede explicar, ni cabe en el corazón del hombre lo que el buen Dios ha preparado para aquellos que le quieren amar» (cf. 1 Cor 2,9).

Le pregunta uno:

-- Padre, ¿qué dicen los sabios sobre este modo de contemplación?

Y Gil se calla, y el otro insiste:

-- Los sabios enseñan muchas cosas.

Y entonces nuestro Gil se le confía:

-- ¿Quieres que te diga lo que me parece a mí? La contemplación es fuego, unción, éxtasis, contemplación, saboreo, descanso, gloria.

En esa rápida sucesión de vocablos un teólogo místico tiene tema para describir con acierto las siete escalas de una riquísima experiencia mística. El mismo hermano Gil las explica con concisa propiedad.


* * *

En una cosa no imitó el hermano Gil a su maestro San Francisco: en el amor a las criaturas y en su aprecio de ellas como escalas para subir a la contemplación del Creador. Nuestro hombre llegó a decir esto, que suena a poco franciscano: «Guárdate con sumo cuidado de mirar a hombres y mujeres (...) y hasta a las criaturas irracionales, porque despiertan cierta curiosidad, y, así, roban el candor del corazón». Pero ya he escrito antes que por sí era buen psicólogo de los hombres y atento observador de las cosas. Cuando su vida se estableció en la alta meseta de la contemplación, unos y otras le importaron menos que su soledad con Dios. Oía de lejos a una codorniz, y le decía, con el gracejo de su dialecto toscano:

-- Oh señora codorniz, quiero visitarte para que me enseñes a alabar a Dios. Pero no: me parece que tú no dices la, la (allí, allí, y señalaba el cielo), sino qua, qua (aquí, aquí, e indicaba la tierra).

Por el contrario, cuando oía a una paloma, exclamaba:

-- ¡Oh hermana paloma, qué hermoso gemido sabes producir!

Le importó tanto Dios, que le importó sólo El: «El hombre espiritual evita las familiaridades -hoy diríamos las relaciones sociales- y desea estar solo». Y lo repetía con cierta rudeza de hombre de pueblo: «Los buenos religiosos son como los lobos: no salen donde la gente sino forzados por una necesidad, y aun entonces lo hacen rápidamente, sin entretenerse».

El hermano Bernardo, que admiraba y amaba mucho al hermano Gil, bromeaba sobre él con alegre ironía:

-- Este se está siempre tan ricamente cerrado en su cuarto, como una señorita.

Era entonces cuando el hermano Gil le contestaba con igual buen humor aquello de la golondrina:

-- No a todo hombre le es dado alimentarse al modo de las golondrinas, como al hermano Bernardo de Quintaval.

Este hermano Bernardo se chanceaba sobre él frecuentemente diciendo que era medio hombre, pues trataba tan poco con ellos, para tratar con Dios. Y al mismo hermano Gil le urgía, en tono amistosamente burlón:

-- Anda, sal a los hombres, conversa con ellos, y ve a ganarte el pan y a procurar lo que necesitan los frailes.

Pero, cuando Gil fue a visitar a Bernardo a la Porciúncula en su última enfermedad, éste rogó a un fraile que le preparara un lugar retirado, para que se dedicara libremente a la contemplación, y así se hizo.

Digamos -si hace falta-, en descargo de esta faceta extrema de nuestro biografiado, que el mismo Pobrecillo fue amantísimo del retiro, con largas y absolutas soledades, tanto en medio de la naturaleza como en su celda, cuando moraba en algún convento. Y advertía a los hermanos que no perturbaran su aislamiento, y que, si no llegaba al refectorio a la hora marcada, comieran sin esperarle a él.

Se llega a Gil un hermano que deseaba aprender a orar y le pregunta:

-- ¿Qué podía hacer yo para que mi oración le sea grata al Señor? Enséñamelo, por favor.

Y Gil le contesta:

-- Te lo voy a enseñar. Y te lo voy a enseñar cantando.

Y, tomando una vara y extendiendo su brazo, empieza a moverla como arco de violín, al mismo tiempo que pasea en la huerta de aquí para allá, mientras canta juglarescamente una y otra vez:

-- La una para el uno, la una para el uno.

Al cabo de su canto y su paseo, le dice:

-- Haz esto y agradarás a Dios.

Pero el otro le confía:

-- Francamente, no te entiendo.

Y entonces el hermano Gil añade:

-- Una y sola, el alma debe entregarse -sin intervalo, sin intermedio- al Uno, a Dios, sólo a Dios.

Aquí es donde hay que buscar el secreto de esta ebria afición orante de nuestro hermano Gil. Constituía su obsesión. Contaba él con un hermano que, además, era muy su amigo, por la intimidad con que se trataban.

-- ¿Crees que yo te quiero a ti? -le dijo un día Gil.

Y el otro respondió:

-- Sí, lo creo.

-- Pues no lo creas, porque sólo el Creador ama de verdad a la criatura, y el amor de la criatura es nada, comparado con el amor del Creador.

En la oración, y fuera de la oración, exclamaba esto que sí aprendió de su padre Pobrecillo: «¿Quién eres Tú, a quien yo suplico, y quién soy yo, el suplicante? Yo, un saco de basura, y un gusanito; Tú, el Señor del cielo y de la tierra». Decía también: «Cuanto han dicho o digan sobre Dios todos los sabios y todos los santos, resulta nada para lo que es: como la punta de un alfiler en comparación con el cielo, la tierra y todas las criaturas que en ellos hay, y mil veces más que fueran. Y toda la Sagrada Escritura nos habla de Dios como balbuciendo, como una madre balbucea con su hijo pequeñuelo, pues de otro modo éste no la podría entender».

Le visitan por su fama y con devoción, en el eremitorio de Cetona, dos sabios dominicos. Uno de ellos, en el curso de la conversación, comenta:

-- Padre: cosas magníficas y sublimes nos dejó escritas San Juan Evangelista, hasta no poder más.

-- Carísimo hermano -le corta Gil-: San Juan no nos ha dicho de Dios nada.

Estupefacto, el dominico le replica:

-- ¡Cuidado, hermano carísimo! ¿Qué estás diciendo? El mismo San Agustín afirma que, si San Juan Evangelista hubiese hablado más sublimemente, nadie en la tierra le entendería. No digas, pues, que no dice nada.

Pero el hermano Gil porfía:

-- Una y mil veces os digo que San Juan no dice nada sobre Dios.

Y los doctos y buenos dominicos montan en santa cólera, le vuelven la espalda, y se van con gestos de escándalo, ante lo que consideran una imbecilidad. Cuando ya están alejándose, nuestro hombre los hace llamar. Y vuelven. Y les dice:

-- ¿Veis esa montaña? Pues, si existiese un monte tan grande como ése, pero hecho todo él de semillas de alpiste o de mijo, y al pie del monte estuviera un pajarillo comiéndoselo, ¿cuánto pensáis que lo achicaría en un día, o en un mes, o en un año... y hasta en cien años?

-- Ni en mil tampoco -responden los dominicos.

-- Pues lo mismo: tan inmensa y sempiterna es la Divinidad -tan enorme montaña-, que San Juan no fue en su comparación más que un pajarillo; no dice nada, para lo que es la grandeza de Dios.

Y el airado escándalo de los sabios se muda en grata sorpresa admirativa. Se deshacen en atenciones para con él, y se despiden suplicándole que ruegue por ellos al Altísimo. Un iletrado les había enseñado, en términos tan llanos como irrebatibles, lo mismo que ya enseñaba aquel San Agustín a quien ellos habían citado: que las mejores definiciones de Dios se dan por negaciones: Dios no es hermoso, sino infinitamente más hermoso de lo que nosotros entendemos por hermoso (ni inmenso, ni santo, etc.).


En la sublimidad del éxtasis


La belleza de la tierra más parecida a la belleza del Cielo es el éxtasis; como que es un anticipo de la misma. Ya he adelantado que se la regaló Dios -y no avaramente- a nuestro hombre. Ahora vamos a verlo circunstanciadamente.

He aquí la definición escueta de Salimbene: «Hombre de grandes éxtasis y verdaderamente santo». Pero valga por todos el testimonio de San Buenaventura: «El santo padre Gil, varón lleno de Dios y digno de gloriosa memoria, destacó en el ejercicio de sublimes virtudes, tal como había predicho de él el Siervo del Señor, Francisco; y, aunque sencillo y sin letras, fue elevado a la cumbre de una alta contemplación. Entregado por largos y continuos espacios de tiempo a dejarse ascender por Dios, con Dios y en Dios, de tal modo era arrebatado hasta El con frecuentes éxtasis, que su vida parecía más angélica que humana. Yo mismo lo presencié, y puedo dar fe de ello» (3). En su primer capítulo, las Florecillas presentan a los primeros seguidores de Francisco, y empiezan por nuestro hermano Gil, con este elogio: «Fue arrebatado hasta el tercer cielo, como San Pablo».

He indicado, al comienzo del título anterior, que la primera de esas maravillosas experiencias de Dios fue en 1215, a los seis años de su conversión franciscana. En el eremitorio de Fabriano, en la llanura de Perusa. Estaba orando fervorosamente, cual solía, cuando se sintió como un frasco repleto del bálsamo dulcísimo del amor del Señor: era como si Este le fuera sacando el alma del cuerpo, para que viera con plena lucidez las recónditas bellezas de la Divinidad. Y, a la par que su alma subía, comenzó a experimentar que el cuerpo se le iba muriendo, desprendiendo, empezando por los pies hasta lo más alto. Y estando el alma fuera del cuerpo -según le parecía-, el Espíritu Santo le iluminó para que la viera y gozara de verla tal como El la había agraciado: finísima, resplandeciente, bellísima. Ni cercano a la muerte consintió él en descubrir más detalles.

Pero «su gran éxtasis» fue nueve años después, a pocos meses de la muerte de San Francisco, por la Navidad de 1226, en el eremitorio de Cetona, también cerca de Perusa. Se retiró a él con el compañero de su mayor confianza, al que había educado él mismo desde su juventud; se recogió allí para una cuaresma preparatoria de la Navidad del Señor. Los últimos días se los pasó velando día y noche en una oración devotísima y ardorosa. ¡Y se le apareció el Señor Jesucristo, al que vio con los ojos de su carne! En aquel momento se vio embriagado de tal perfume en el alma y tal dulzura en el corazón, que le parecía agonizar de gozo, y que en cualquier instante llegaría a perecer, incapaz de soportar tanta delicia. Y se puso a clamar irreprimiblemente, con unas voces que pusieron temblor en los corazones de los hermanos que se las oyeron. Uno de ellos corrió a buscar al compañero amigo, y le urgió:

-- ¡Ven, vuela, que el hermano Gil se muere!

Y el amigo corrió donde él como una exhalación, y le dijo:

-- ¿Qué te sucede, padre?

-- Ven, hijo, ven, que deseaba verte.

Y compartió anhelosamente con él cuanto le había acaecido.

Este éxtasis, con intermitencias, le duró desde tres días antes de la Navidad hasta la Epifanía: dos largas semanas de paraíso. Y a él le parecía excesivo, y hasta insoportable, y le suplicaba al Señor que se lo quitara, porque él -pecador, rudo, simple e inculto- no valía para esto; pero cuanto él se confesaba más indigno, más derramaba el Señor en él el regalo dulcísimo de su gracia. De este fenómeno místico escribe Matanic: «El mismo hermano Gil llama a este acontecimiento su Pentecostés: una venida del Espíritu Santo sobre él, como sobre los apóstoles; lo consideraba como su cuarto y último nacimiento. Probablemente se trató de una doble visión: es decir, de la contemplación infusa unida a la visión sensible».

A partir de aquella aparición, el hermano Gil se extasiaba por nada, y buscaba con ahínco la soledad; apenas salía de su celda. Mas no podía disimular tanta gracia del Señor. Y en cuanto se le hablaba de Dios, o de la gloria y felicidad del paraíso, inmediatamente era raptado por el éxtasis, y permanecía largo tiempo ajeno a todo lo circunstante. Y sucedió que los pastores y los niños, sabedores de tal fenómeno, se divertían con él: en cuanto lo veían, le voceaban:

-- ¡Paraíso, paraíso!

Y el hermano Gil, literalmente, se extasiaba. A la inversa, los hermanos que deseaban gozar de su trato, evitaban la palabra «paraíso», por no perder su conversación con su rapto. El se fue retrayendo de unos y de otros, y se justificaba con sus refranes: «Quien mejor trata el negocio de su alma, mejor provee también al bien de los demás»; «Por un pequeño descuido se puede perder una gran gracia, y sin remedio, como los que juegan a los dados, que por un solo punto pueden perder todas las ganancias anteriores». Nuestro hombre, así, llegó a estar más colgado del cielo que pisando la tierra, él, que tanto la había trabajado y pateado antes. Y se decía a sí mismo, con acento de humilde confusión: «Hasta ahora iba donde me placía y hacía lo que quería, trabajando con mis manos. Pero, ahora y en adelante, no puedo obrar como acostumbraba, y, sin embargo, siento dentro de mí que conviene que lo haga. Y esto me trae lleno de temor, al pensar que me puedan pedir algo que yo no sea capaz de dárselo». De esa ansiedad le sacó un compañero:

-- Está bien que desconfíes siempre de ti mismo, pero pensando siempre con confianza: Aquel que le da a uno una gracia, le da también el saber conservarla.

El compañero acertó: los miedos de un refrán, con otro refrán se quitan; le arrancó la espina de la inquietud, volviéndolo a la plena paz.

Sí: era del todo otro. Antes cultivaba, como la mejor flor de su espíritu, el ansia del martirio: ¡dar la vida por Cristo, como Cristo la dio por él! Para lograrlo había viajado a Túnez, con la obediencia de Francisco. Ahora, no. Ahora conocía otra muerte y otra vida: la muerte a sí mismo, la vida con Dios. Y exclamaba:

-- Me alegro de que entonces no me hubieran martirizado.

¡Bendita Navidad aquélla de 1226! De verdad que nuestro hermano Gil renació con Jesús en ella. Empezó a vivir como un bienaventurado. Llegó a decir, refiriéndose a sí mismo:

-- Sé de un hombre que ha visto a Dios tan claramente, que ha perdido del todo la fe.

Viéndole tan divino, otro compañero comentaba:

-- Lleva en su interior deliciosamente al Hijo de la Virgen.

Desde aquella Navidad de Cetona, y durante los treinta y un años que le quedaron de vida, nuestro hombre consideró aquel lugar como el más reverenciable del mundo.

Habría que decir mucho más sobre este tema, con sus refranes y sus hechos. Escojamos.

El hermano Santiago de Massa, santo varón, que gozó del aprecio y la amistad de San Francisco y Santa Clara, gozó también de la experiencia del éxtasis. Un día quiso aconsejarse con el hermano Gil:

-- ¿Qué he de hacer cuando Dios me arrebate de esa manera?

-- No pongas ni quites, y huye de la gente lo más que puedas.

-- ¿Qué quieres decir, hermano?

-- Cuando el alma es introducida en ese glorioso resplandor de la divina bondad, si quiere guardar esa gracia y acrecentarla, no debe añadir un ápice por la confianza en sí misma, ni restarle nada con su negligencia; y debe amar la soledad cuanto pueda.

Y otra vez fue el hermano Gil donde se hallaba el hermano Buenaventura, entonces Ministro General de la Orden, y le dijo:

-- Padre mío: a ti, el Señor te ha enriquecido con muchos dones y gracias. Pero nosotros, ignorantes y sin letras, ¿qué podemos hacer para salvarnos?

El hermano Buenaventura le contestó:

-- Aunque Dios le diera al hombre una sola gracia, la de poder amarle, con eso le bastaría.

Nuestro Gil, con un poco de atrevimiento en su agudeza natural, volvió a preguntarle:

-- ¿Puede un analfabeto amar a Dios tanto como un letrado?

Y el perspicaz Buenaventura enhebró el mismo hilo del lenguaje figurado:

-- Una viejecita puede amarle más que un maestro en teología.

Y entonces el hermano Gil, inconteniblemente jubiloso, salió a la huerta conventual, que era como un balcón sobre la ciudad, y, de cara a ella, se puso a gritar:

-- ¡Tú, vieja pobrecilla, simple y analfabeta, ama a Dios, y podrás ser mayor que el hermano Buenaventura!

Y se extasió, y permaneció en su rapto, deliciosamente inmóvil, durante tres horas. Sería una de las ocasiones en que San Buenaventura fue testigo de sus éxtasis.


Final penoso y bendito


Con tanto fenómeno místico relatado de seguido, hay el peligro de que nos quede una idea falsa del conjunto de la vida del hermano Gil, aun desde lo que él llamaba su nuevo nacimiento y yo he presentado como la segunda etapa de su vida. El haber puesto sus éxtasis juntos, y lo último, ha sido «por conveniencias del guión». Porque a él, en todo el camino de su vida, no le faltaron las pruebas, ni los disgustos, ni las congojas, ni los dolores. Y en su postrer año se le agudizaron. El Maligno se cebó en él como a la desesperada, y le dirigió fuertes ataques psicológicos y hasta físicos. Sufrido y angustiado, se desahogaba con su fiel compañero:

-- ¿Por qué se empeña tanto el diablo en estorbar los beneficios de Dios? Y, si eso fuese una que otra vez, sería soportable. Pero ten la seguridad de que, cuanto más lucha él contra Dios intentando quitarme la paz, mayor ha de ser su derrota.

Así lo soportaba él todo: con entereza, confianza y paciencia; y decía:

-- El comienzo de mi servicio a Dios no fue mío, sino de Dios. De Dios será igualmente mi fin, por su misericordia. El diablo no ha de poder más que El.

Pero eso, a veces, no suprimía los días -y más aún las noches- de sus angustias mortales, y, al volver a su celda, decía con un suspiro:

-- Ahora espero mi martirio.

Experimentaba su debilidad, pasaba su Getsemaní, subía su Calvario. Era Dios, que le estaba purificando. Y no perdió su ingenio ni su fervor. Repetía a uno y a otro:

-- ¿Qué te parece que es esto, hermano? He dado con un tesoro tan grande, tan preciosísimo, que mi lengua de carne no sabe describir ni ponderar. A ti, ¿qué te parece? Si el Señor te ilumina, dímelo.

Lo decía con fuego, y como borracho de amor divino. Y los otros no acertaban a contestarle: no sabían si decirle que era su unión con Dios en la oración, o si era su gozo por el pronto abrazo con Cristo en el cielo, porque preveía cercana su muerte. Y, cuando le instaban a comer, respondía con una sonrisa iluminada:

-- Conmigo tengo, hermano, la mejor comida.

Y, cuando alguno le recordaba que San Francisco decía que «el siervo de Dios debería desear coronar su vida con el martirio», repetía:

-- No quiero mejor muerte que la de la contemplación de Dios.

Los ciudadanos de Perusa se preocuparon. Tantos años en su ciudad, lo tenían como «su santo». Y destacaron un piquete permanente de soldados para que nadie pudiera arrebatarles aquella reliquia de su cuerpo, como habían hecho los de Asís con Francisco. El hubiera preferido que le llevaran a enterrar en la Porciúncula, pero dejaba hacer. Y hasta se metió a profeta y encargó a los frailes:

-- Decid a los de Perusa que por mí no han de sonar las campanas, ni por grandes milagros ni por mi canonización. No se dará otro signo que el de Jonás (Mt 12,39).

Cuando se enteraron de ese anuncio con resonancia profética, los perusinos comentaron:

-- Pues, aunque no sea canonizado, nosotros lo queremos para nosotros.

Contaba setenta y dos años. Su estado se fue agravando. Fiebre alta, mucha tos, tenso dolor de cabeza, premiosa opresión en el pecho; sin poder comer, ni dormir, ni descansar. Tenían que incorporarlo sobre el lecho, para que encontrara algún alivio. Al sentir llegada su agonía, «lo tendieron en su pobre yacija. Y con toda serenidad, sin un rictus ni espasmo, con los ojos y los labios sellados -como guardando celosamente su tesoro interior-, aquella alma santísima, liberada de la carne, fue arrebatada al paraíso».

Así describe su muerte el biógrafo. Era el 23 de abril de 1262, fiesta de San Jorge, la misma fecha de su nacimiento franciscano en la Porciúncula, hacía cincuenta y cuatro años. Con él, en la fiesta de «el más santo de los caballeros y el más caballero de los santos», moría el más idealista de los que el juglar Pobrecillo llamaba «los Caballeros de su Tabla Redonda».

Fue sepultado en el mismo eremitorio del Monte, cerca de la ciudad. Los perusinos, buscando unos mármoles para construirle un sepulcro digno, dieron con un túmulo en el que figuraba la historia de Jonás, y entonces interpretaron las palabras proféticas de este bendito hermano Gil: el signo bíblico, dado por Jesús como anuncio de su resurrección, le sirvió a él para expresar que su vida eterna con Cristo era la única gloria póstuma que le interesaba. Posteriormente se levantó una hermosa iglesia en el mismo lugar en que había recibido tantos favores celestiales, utilizando en la construcción las piedras de su celda y la madera de un árbol cercano, bajo el cual se había encontrado extáticamente con Cristo tantas veces.

Su culto como Beato fue reconocido por Pío VI en 1777, fijando su fiesta para la Orden el 23 de abril, fecha inicial y terminal de este genuino primitivo franciscano.


* * *


1) Paul Sabatier, Francisco de Asís. Barcelona 1986 (2ª ed.), 119 y 121.- N.B.: En esta versión omitimos algunos párrafos y la mayoría de las notas o citas que lleva el texto original.

2) Vita Beati Aegidii, en Analecta Franciscana III, 74-115. Dicta Beati Aegidii Assisiensis, Quaracchi 1939, 2ª ed., 120 pp. Esta colección de sus refranes se atribuye también al hermano León, y ciertamente fue hecha ya en el siglo XIII.

3) LM 3,4. En gracia al lector común, he traducido ampliada, en cursiva, la palabra sursumactio, privativa de San Buenaventura; suele traducirse por sobreelevación, y expresa todo el proceso místico, desde la elevación del alma sobre las cosas y sobre sí misma hasta la unión suprema con Dios en el amor extático.


[Daniel Elcid, O.F.M., El hermano Gil o el trabajo y la oración,
en Idem, Compañeros primitivos de San Francisco. Madrid, BAC Popular 102, 1993, pp. 63-102]

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