DIRECTORIO FRANCISCANO
San Antonio de Padua

SAN ANTONIO DE PADUA Y LA VIDA RELIGIOSA

JAIME REY ESCAPA, OFMcap.

 

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1. Introducción

En el presente estudio nos proponemos descubrir, en la medida de lo posible, las ideas teológicas de fondo que mueven a Antonio de Padua a hacer una determinada lectura de la vida religiosa, con el deseo de proyectarlas, posteriormente, en el momento actual. Pero antes será necesario recordar brevemente quién fue Antonio de Padua y cuál fue el contexto histórico en el que vivió. El marco socio-político y cultural nos ayudará a poner de manifiesto las preocupaciones y las respuestas de un hombre que se arriesga a leer su realidad desde el Evangelio.

No carece de importancia el dato de que San Antonio primero fue canónigo regular, y más tarde fraile franciscano. Nos preguntaremos por la importancia y la influencia de Francisco de Asís y su movimiento minorítico por él fundado, su actitud frente a la vida, su manera de interpretar el Evangelio, su hermenéutica de la fraternidad y de la pobreza; todo ello estará, aunque de manera implícita, presente en los sentimientos del Santo de Padua. Se trata de coordenadas que influirán de manera decisiva en todo su pensamiento, también en sus reflexiones sobre la vida religiosa.

Además trataremos de buscar los paralelismos de su pensamiento con la realidad-inquietudes-problemática de la vida religiosa actual. ¿Puede decir algo Antonio a nuestras preocupaciones de modo que ilumine la vida religiosa en busca de caminos de significatividad en la Iglesia de hoy?

2. Algunos datos biográficos

¿Quién era Antonio de Padua? Quizá sea conveniente recorrer brevemente los datos biográficos más significativos de su vida. Nació hacia 1195 en Lisboa, y fue bautizado con el nombre de Fernando. Su primera etapa de consagrado la vivió como canónigo regular de San Agustín en el monasterio de San Vicente, cerca de la ciudad; después pasó al monasterio de los agustinos de la Santa Cruz, en Coimbra, en el que permaneció nueve años y donde tuvo ocasión de consolidar su formación intelectual, aprendiendo la dialéctica y, sobre todo, la teología. Aquí adquiere una gran familiaridad con la Escritura. Ante las reliquias de los cinco protomártires franciscanos asesinados por confesar la fe cristiana en Marruecos, se decidió a entrar en la Orden de los Frailes Menores, con el deseo de predicar él también a los mahometanos y encontrar en esto el martirio. En 1220 partió para Marruecos, pero se puso enfermo. Durante el viaje de vuelta, los vientos lo llevaron a las costas sicilianas, desde donde se dirigió a la Porciúncula, cuna de la Familia Franciscana, y donde se estaba celebrando el Capítulo General de Pentecostés de 1221. Es en este momento cuando conoce personalmente a Francisco de Asís. Después del Capítulo es destinado a la predicación y a la docencia, siendo el primero que enseñó teología a los frailes menores en Bolonia, con licencia expresa de San Francisco.

Hacia 1225 se traslada al mediodía de Francia. Enseñó en Montpellier, Toulouse y Puy-en-Velay. Vuelve a Italia en 1227 y es elegido ministro provincial de la Italia superior. En Roma predica en presencia de los cardenales y del mismo Papa Gregorio IX, del que recibió el nombre de Arca del testamento y archivo de las Sagradas Escrituras. En 1230 deja el cargo de ministro provincial y se dedica íntegramente a la predicación. Murió el 13 de junio de 1231.

Su buena formación teológica se pone de manifiesto sobre todo en sus interpretaciones y comentarios a la Sagrada Escritura. Aprecia sobremanera la Palabra de Dios y la utiliza ampliamente, interpretándola según los cuatro sentidos: literal, alegórico, moral y anagógico. Aun reconociendo el valor fundamental del sentido literal e histórico, prefiere el alegórico y el moral porque los cree más útiles a nivel pastoral. Fuente de su exégesis y de las ricas interpretaciones bíblicas son los Santos Padres, que cita a menudo sin decirlo explícitamente.

Antonio fue primeramente un gran orador, no carente del carisma de la popularidad; pero no por eso hay que negarle los atributos de teólogo, maestro y doctor escolástico, situado naturalmente a mediados del siglo XIII. Pío XII lo declarará doctor de la Iglesia universal con el título de Doctor evangélico.

Su teología es netamente agustiniana, por eso expone la doctrina de la gracia con gran precisión. Franciscanas son sus posiciones teológicas relativas a las doctrinas cristológicas y mariológicas que formarán en el futuro, debidamente desarrolladas, los distintivos de la escuela franciscana.

Más que especulativo, Antonio es práctico, fiel a las recomendaciones de la Regla de San Francisco: predicar al pueblo la lucha contra el vicio y la práctica de la virtud. Sus temas preferidos serán los preceptos de la moral cristiana. Se presenta en esto como un insuperable analizador de los vicios capitales, tal y como se vivían en las diversas clases sociales, sin excluir a la clase clerical. Combate sobre todo el orgullo, la lujuria, el egoísmo, la avaricia. Desde su propia experiencia diseña un camino de perfección cristiana en el que insiste de modo especial en la fe, la humildad, la pobreza, la castidad, el amor a Dios y a la Iglesia, la compasión por los pobres y el espíritu de oración.

3. Tiempos de crisis, de cambios y de novedades

La segunda mitad del siglo XII es, sin duda, una de las épocas más tensas y tumultuosas de la historia de Europa y de la Iglesia occidental. El incremento demográfico marcó el nuevo siglo e influyó en el crecimiento de las ciudades ya existentes. Fueron años de profundas transformaciones económicas, políticas, sociales y culturales. Época de enfrentamientos entre los grandes sistemas y proyectos político-culturales: baste recordar las luchas entre el papado y el imperio, entre feudalismo y nueva burguesía, la aparición de los futuros estados nacionales, en la teología la aparición de la escolástica con nuevas síntesis teológicas, que comienza a tomar nuevos vuelos en los foros universitarios, especialmente en París, las cruzadas.

Las formas de vida religiosa se balancean entre lo viejo y lo nuevo. Es en este tiempo cuando surge una importante crítica a la vida religiosa. Nace una nueva sensibilidad, más exigente, más pobre, más ligada al trabajo, en un nuevo contexto urbano. El mismo Papa Eugenio III en su obra De consideratione, preocupado por la formación de una jerarquía eclesiástica más digna de sus funciones y más comprometida con sus deberes pastorales, hace una reflexión teológica llena de exhortaciones espirituales en las que no falta una dura crítica al tráfico de influencia en la Curia Romana, a sus abusos y a su vida relajada y cada vez más alejada del espíritu del Evangelio.

Son significativos en la historia de las ciudades europeas los episodios que narran los encontronazos entre los fieles y sus clérigos, muchos de estos últimos exigían el derecho al respeto por el simple hecho de la dignidad de su condición clerical, sin embargo, otros, no sólo eremitas y predicadores rigoristas, hacían hincapié en el deber de combatir la corrupción de los hombres de iglesia. Es justo en este momento cuando, de forma crítica, aparecen los movimientos llamados heréticos: Valdenses y Cátaros, que propugnan una vuelta al evangelismo puro, haciendo una crítica tenaz a la Iglesia jerárquica. Todo esto provocó preocupaciones y dudas en la jerarquía, especialmente al inicio del siglo XIII, en el que predicadores y vagabundos indican el deber de la pobreza como el mejor medio para conseguir la salvación. Son los responsables de difundir una religiosidad más viva e intensa, que se puede sintetizar en la exigencia de una adhesión, lo más plena y completa posible, a los consejos de Jesús en el Evangelio, especialmente los de la pobreza y pureza de costumbres. Se trata de boicotear por todos los medios a los clérigos indignos.

Todas estas actitudes críticas, sean de los llamados movimientos heréticos o de los no heréticos, nos dan la certeza de una vivacidad y de una intensidad en la vida religiosa. Hay algo nuevo en todo esto que está sucediendo: la participación numerosa y consciente del laicado, deseoso de estar cada vez más presente en la realidad de la Iglesia. Es curioso constatar cómo en la primera mitad del siglo XII son los monjes, los eremitas y los hombres de iglesia los que tratan de dar respuesta a las exigencias de los laicos, sin embargo, en la segunda mitad, la respuesta emerge espontáneamente del seno de los mismos laicos que tratan de resolver los problemas espirituales que les angustian. El monacato, que tanto con los cluniacenses como con los cistercienses, había sido uno de los protagonistas más influyentes en la civilización de Europa, parecía que ya no respondía suficientemente a sus compromisos históricos. También los monjes caen bajo la crítica de aquellos que quieren una Iglesia más auténtica. Son acusados de vivir una pobreza aparente, no efectiva, cada vez están menos presentes en las actividades pastorales, la vida contemplativa era ironizada y comparada con la vida de los comilones, ociosos que se aprovechaban del trabajo de los demás, la actividad cultural, tan insigne en otros tiempos, comienza a declinar: «Y acontece algunas veces que tornándose golosos en el monasterio, los que habían vivido sobriamente, antes de la conversión, en su casa... Al dios vientre tienen, por tanto, monjes, canónigos y conversos, aquellos que viven indolentemente en la Iglesia de Dios, que no hacen las oraciones secretas, sino las fábulas conversas de los ociosos» (Sermón del Domingo XXIII después de Pentecostés).

Existe una realidad problemática que afecta a la Iglesia. Los sermones de Antonio son expresión de una inquietud religiosa profunda, fruto de la insatisfacción existencial de su personalidad, que de la propia conciencia teológica recibe las premisas para una crítica decisiva a la Iglesia de su tiempo y por otra parte de una renovación.

4. Antonio de Padua y Francisco de Asís

Las fuentes nos invitan a pensar que la decisión de Antonio de dejar a los canónigos regulares y vestir el hábito franciscano está estrechamente relacionada con el ejemplo de los cinco protomártires de Marruecos y por la vida evangélica que trataban de seguir aquellos frailes que pedían limosna en el monasterio de Santa Cruz.

Hemos hablado ya de la crisis social y religiosa que atraviesa Europa a finales del siglo XII. Se comienza a sentir la necesidad de un cristianismo más auténtico que apague la sed espiritual de las almas, y de una Iglesia más coherente con los valores evangélicos que propone. Posiblemente Antonio también se vio afectado por las dificultades que estaban atravesando los esquemas tradicionales de la vida religiosa del momento. El permanecer como canónigo regular significaba para él el riesgo de entrar en una sociedad clerical, de la que veía y comprendía plenamente sus defectos y sus culpas, y de la que no quería participar. Estaba insatisfecho de la experiencia espiritual de su iglesia local. Busca caminos en los que concretar sus inquietudes religiosas; opta por una vida ascética de renuncia a la mundanidad, que debe entenderse como renuncia al poder y al prestigio social, como renuncia a la riqueza, en cuanto fraude a los pobres.

En el estilo de vida propuesto por Francisco encuentra salida a su crisis espiritual; su conversión se centrará en el desarrollo de su conciencia minorítica. En 1221, en el Capítulo General de las Esteras, se encuentra personalmente con Francisco, y en este encuentro, como dicen algunos especialistas, su alma se hizo franciscana. Es el mismo Antonio quien se siente seducido por el estilo original de vida de Francisco, pudiendo comprobar personalmente que no era orante, más bien todo él se había hecho oración, no era teólogo sino un hombre teologal, no un hombre que se despoja, sino un hombre desnudo, no un hombre que imita, sino un hombre identificado. La razón fundamental de la aceptación del franciscanismo está en estrecha relación con la propuesta de Francisco de Asís, no por su importancia teológica, sino porque ve en ella una respuesta a las exigencias espirituales.

Vivió el franciscanismo de los orígenes con plena adhesión y docilidad absoluta. De Francisco supo captar la sustancia de la vida y de la espiritualidad, al mismo tiempo Francisco bendice las inquietudes de Antonio, animándolo a enseñar teología. A finales de 1223 Francisco escribe una carta al joven profesor: «A fray Antonio, mi obispo, fray Francisco: salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los frailes, con tal que, en su estudio no apagues el espíritu de oración y devoción, como contiene la Regla». Nunca el estudio debe apagar el espíritu de la verdadera minoridad. Cuanto más amamos a Cristo mayores son nuestros deseos de conocerle, para que conociéndole más, nos sintamos más obligados a amarlo. El estudio de la teología debe estar siempre al servicio de este deseo de conocimiento que nace del verdadero amor. Al igual que San Francisco en la Primera Regla, San Antonio insiste en el seguimiento de Cristo. De su formación recibida en los canónigos regulares acoge la vida religiosa como elemento fundamental y caracterizante de los tres consejos evangélicos. Del conocimiento de la Regla de San Francisco acoge la vida religiosa como seguimiento de Cristo. Antonio hace una síntesis perfecta: seguir a Cristo pobre, obediente y casto. Cuando habla de las exigencias de los compromisos religiosos los relaciona siempre con Cristo: la pobreza es Cristo pobre, la obediencia es Cristo obediente, la castidad es Cristo casto que pertenece totalmente al Padre.

Antonio vivió y fue expresión del franciscanismo en los orígenes, sobre todo, porque simpatizó con la imitación radical de Cristo, pobre y humilde, a través de la meditación franciscana. Nos dice Celano, el primer biógrafo de San Francisco: «Fray Antonio fue un hombre al que Dios ha concedido la inteligencia de la Sagrada Escritura y el don de predicar a Cristo al mundo entero con palabras más dulces que la miel» [1 Cel 48].

5. San Antonio y la vida religiosa

Es necesario constatar que son escasos los estudios dedicados al tema de la vida religiosa en los sermones de San Antonio.

¿A quién se refiere Antonio cuando habla de religiosos o vida religiosa? Normalmente las alusiones y críticas que encontramos en sus escritos se refieren fundamentalmente a las formas de vida religiosa tradicionales. Dirige frecuentemente su discurso al clero, pero lo hace normalmente como llamada y exhortación. Podemos decir que no trata directamente de la vida religiosa canónicamente instituida y definida. Da la impresión de que conoce con mucha seguridad un cierto cuadro de la vida religiosa. Llama la atención la falta de referencias a las formas de vida religiosa femenina, al igual que a las nuevas formas de vida religiosa, de modo especial a las Órdenes Mendicantes que comienzan a ver la luz.

Presentamos, en primer lugar, la posible definición de vida religiosa que se puede extraer de su pensamiento, y a continuación analizaremos brevemente la crítica que hace de ella.

El Santo de Padua habla contemporáneamente de dos experiencias: la vida de contemplación y la vida de unión con Dios. Se trata de dos aspectos de una única realidad. La experiencia de amor en Dios es considerada en muchos de sus sermones como elemento común a toda vocación cristiana. De cara a lo específicamente religioso pone el acento de modo particular en dos aspectos.

En el primero de ellos señala que la vida religiosa es una ascesis, pero sobre todo es una mística. Este estilo de vida debe tomar el camino de la purificación, es decir, abandono y distancia del mundo y de los valores que el mundo muestra, mortificación y humildad. La vida religiosa es sobre todo amor en Dios, búsqueda de Dios, amor personal de Dios persona: en primer lugar Cristo, y en Él el Padre, con el Espíritu Santo. Éste es para San Antonio el movimiento primero y fundamental de la vida religiosa, por eso debemos entender nuestra propia vida religiosa como una especial e íntima relación con Dios. A esta vida de amor la llamará vida mística, amor que se hace experiencia en Cristo: «Son sus discípulos los que se abren con simplicidad al misterio de su corazón: porque Él es veraz y enseña el camino de Dios en la verdad» (Sermón del Domingo XXIII después de Pentecostés).

En segundo lugar, la vida religiosa se realiza en el seguimiento de Cristo a través de los compromisos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad. San Antonio considera los tres votos como referencias obligatorias para toda forma de vida consagrada. Trata de hacer una interpretación espiritual de los votos: «Cada religioso debe llenarse de estas tres cosas: esperanza, juicio y paz. De esperanza por su pobreza que espera sólo en el Señor. De juicio por la castidad, sin la cual no hay gozo de conciencia ni alegría interior. De paz, por la obediencia, fuera de la cual no habrá paz. Si el religioso se llena de esta realidad, esté seguro que abundará en la esperanza y en la virtud de Espíritu Santo, para habitar con fe en la religión» (Sermón del Domingo II de Adviento).

La vida espiritual está hecha de oración, contemplación y apostolado. Antonio hace notar que el camino hacia esta vida está constituido esencialmente por algunos aspectos y opciones particulares: humildad, pobreza, castidad, penitencia, obediencia. Se trata de las virtudes-opciones típicas y propias de la vida religiosa: «El sol y el aire significan los religiosos; sol, porque deben ser puros, calientes y luminosos; puros por la castidad, calurosos por la caridad, luminosos por la pobreza; aire porque deben ser aéreos, es decir, contemplativos» (Sermón del Domingo II de Cuaresma).

Son verdaderos religiosos los que viven según el espíritu de la verdadera penitencia cristiana, y que según el ejemplo de los apóstoles renuncian a todo y siguen a Jesús con amor. Entre los religiosos hay que distinguir entre aquellos que son auténticos y aquellos que no lo son. «Los buenos prelados de la Iglesia y los verdaderos religiosos son estrellas brillantes en lugar tenebroso. Ellos dirigen a los navegantes a través del mar, con rumbo recto hasta las puertas de la vida eterna. Pero los hipócritas y falsos religiosos son estrellas errantes, causa de naufragio para otros. Por eso serán golpeados por la tempestad y tormenta de la muerte eterna» (Sermón del Domingo IV de Pascua).

Para Antonio la vida religiosa se sitúa, como el corazón, entre los pies y la cabeza de la Iglesia, es decir, entre los laicos y la jerarquía, de ahí la importancia de este grupo para el buen funcionamiento de todo el cuerpo eclesial: «Los religiosos, con los pies de la pobreza y de la obediencia deben saltar hasta la altura de la vida eterna» (Sermón del Domingo II de Cuaresma).

Preocupado por esta realidad, no duda en denunciar los abusos y las desviaciones que se dan en las formas tradicionales de la vida religiosa: monjes y canónigos. Su crítica asume en ocasiones un tono violento y su sátira adquiere formas de caricatura, poniendo de relieve el contraste que existe entre aquello que hacen y lo que deberían hacer los clérigos. Denuncia fuertemente la secularización de los discípulos de San Bernardo, por una parte, y de San Agustín, por otra: «Todos buscan sus intereses, no los de Jesucristo. Por eso el mismo Jesucristo dice de todos estos, tanto religiosos como clérigos, por San Mateo: "Habéis anulado la Palabra de Dios por vuestra tradición, ¡hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: `este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí; en vano me rinden culto, enseñando doctrinas que son preceptos humanos"'» (Sermón del Domingo IV de Pascua).

Desde estos presupuestos encuentra sentido preciso la polémica de Antonio contra la soberbia y la riqueza del clero. Llama religiosos falsos, hipócritas y vanos, a los que no viven según la verdad de su estado. Si muchos vicios, hasta el momento denunciados, parecían fruto de la debilidad personal, otros dependen directamente de la decadencia institucional, debida fundamentalmente a la condición de permanente privilegio en la que se quiere vivir. Acusa sobre todo a aquellos que llevando un hábito que les distingue de los demás y presumiendo de observantes, viven separados y aislados del mundo por pura comodidad. Son objetos de su crítica todos los que privados de la pureza de intención desean únicamente el placer. Éstos no viven bajo la verdad del Evangelio y son incapaces de gozar de la dulce contemplación. Existe en ellos doblez, falsedad y falta de coherencia entre el programa evangélico y las normas de la institución: «Nos mata el enemigo cuando los religiosos por la incontinencia de la carne se corrompen [...] la Iglesia llora porque sus hijos son de este mundo» (Sermón en la fiesta de los Santos Inocentes).

Otra grave falta deriva de su excesiva riqueza. La falsedad y la hipocresía que actúan en el manejo de todos los bienes, tanto espirituales como materiales, es el mejor caldo de cultivo para la soberbia. Muchos religiosos crean situaciones de conflicto para su propio provecho, y esto les merece, justamente, el nombre de lobos rapaces. «La caridad, la castidad, la humildad, la pobreza son preceptos espirituales del Señor y fueron destruidos por los clérigos y religiosos porque son lujuriosos, soberbios y avarientos» (Sermón del Domingo XIV después de Pentecostés).

6. San Antonio y la vida religiosa hoy

«Espero de corazón... que toda la Iglesia conozca cada vez mejor el testimonio, el mensaje, la sabiduría y el ardor misionero del discípulo de Cristo y del Poverello de Asís. Su predicación, sus escritos y, sobre todo, su santidad de vida, ofrecen, también a los hombres de nuestro tiempo, indicaciones muy vivas y estimulantes sobre el compromiso necesario para la nueva evangelización» (Juan Pablo II, Carta con motivo del VIII centenario del nacimiento de San Antonio).

¿Puede decir algo a nuestra vida religiosa aquel que en su predicación trató constantemente de las virtudes evangélicas, y en especial la pobreza de espíritu, la mansedumbre, la humildad, la castidad, la misericordia y la valentía de la paz? San Antonio nos puede enseñar, todavía hoy, a hacer de Cristo y su Evangelio un punto de referencia constante en la vida diaria.

La vida religiosa, si no quiere entrar en un proceso de inmovilismo y deterioro, debe permanecer siempre en actitud crítica de búsqueda y de sentido. Es necesario que volvamos a sentirnos responsables de encarnar la radicalidad del Evangelio en una Iglesia amenazada por el peligro de una excesiva adaptación. Pero, ¿no está la vida religiosa, especialmente en Europa, demasiado institucionalizada? ¿No hemos perdido la dimensión crítica, hecha siempre desde la hermenéutica de la caridad, de aquellos que viven dependiendo de Dios y no tienen nada que perder? Desgraciadamente son más nuestras actitudes de autojustificación que nuestras actitudes de autocrítica. Muchas veces nuestros fundadores y su carisma no son más que un recuerdo, y el Evangelio, en no pocas ocasiones, un pretexto.

Antonio fue un enamorado de Cristo y esto le llevó a ser un hombre crítico. Conoció las contradicciones históricas de su tiempo, y la necesidad de buscar respuestas nuevas, no tan sólo para los frailes, cuanto para el mundo laico y para el clero. La medida de sus juicios siempre fue el Evangelio. No se anduvo con medias tintas y supo decir en todo momento la Verdad, no su verdad sino la Verdad del Evangelio. Muchas de sus reflexiones y críticas podrían ser perfectamente aplicadas al momento actual de nuestra vida religiosa.

El Amor a la Iglesia fue para Antonio pasión y sufrimiento, no cayó en la tentación de dejar de amar y así superó la experiencia de la realidad eclesial de su tiempo que le hacía estremecer. Conocemos ya la situación religiosa, social, política y cultural. El clero perdió toda su capacidad crítica y en medio de un silencio culpable no desaprovechó la oportunidad de enriquecerse; la simonía y el concubinato le hicieron perder toda la autoridad moral; ponían sus preferencias en las vestimentas suntuosas antes que en la práctica de las virtudes, en el poder antes que en el servicio. Era inútil fingir y Antonio no aceptó silencios ingenuos, interesados o cómplices. Hablaba de la Iglesia con la pasión, la libertad y la esperanza de un profeta. Le bastan pocas pinceladas para describir con precisión imágenes de la vida de algunos conventos de la época: «Disputas en los capítulos, abandono del coro, murmuración en el convento, mesa abundante en el refectorio, comodidades en el dormitorio» (Sermón del Domingo de Sexagésima). Ojalá que nuestros capítulos sean siempre plataformas de diálogo, la liturgia, expresión de la fe vivida alegre y esperanzada, la convivencia fraterna, don y encuentro gozoso, nuestra mesa, humilde y sencilla, y nuestra vivienda, austera y sin lujos. ¿Cuáles serían las palabras de San Antonio después de haber vivido un par de días en algunas de nuestras casas? Algunos, con cierta facilidad, asocian nuestra imagen más a la de solteros/as aburridos y acomodados, que a la de hombres/mujeres que hacen presente a Jesús en comunidad de hermanos.

La tarea más urgente de los religiosos/as es redescubrir la significatividad y el ser de nuestra existencia consagrada en el mundo cultural en el que nos ha tocado vivir. La Iglesia continúa presente en el mundo y debe reavivar el mandato de evangelizar, lo que hoy podríamos denominar «producir sentido», en medio de un mundo que vive sin sentido. La Iglesia está invirtiendo lo mejor de sí misma en la tarea de «anunciar» el Evangelio a una Iglesia y a una sociedad enfermas de indiferentismo, secularismo y ateísmo práctico. La total ausencia de significado de Dios amenaza a la fe cristiana que tiende a ser desarraigada de los momentos más significativos de la existencia, como son el nacimiento, el sufrimiento y la muerte. Nos vemos agredidos por nuevos desafíos, como son las nuevas pobrezas y las nuevas marginaciones. San Antonio poseía el espíritu de itinerancia y de lo provisional, que significa sobre todo, la docilidad de la vida a las necesidades de los hermanos, de la Iglesia y del mundo. Siempre dispuesto a acudir donde la obediencia lo enviaba y al servicio de un pueblo necesitado de sentido y de esperanza.

En la Iglesia, sedienta de lo absoluto, los religiosos son testigos privilegiados de las bienaventuranzas y de la disponibilidad; testigos silenciosos de la pobreza y desapego, de la pureza y de la transparencia, del abandono en la obediencia. No olvidemos que la mayoría de las órdenes religiosas han surgido no en época de florecimiento, sino de profundas desorientaciones e inseguridades. ¿Dónde los religiosos/as ejercemos la crítica profética dentro de la Iglesia, que no solamente se nos permite sino que se nos exige? La vida religiosa tiene como misión ser testimonio vivo del seguimiento de Cristo.

El seguimiento es la pieza central de la cristología: sólo siguiéndole sabemos quién es Él y lo que recibimos de Él. Si la vida religiosa acierta a entender su propia identidad y continuidad bajo la exigencia del seguimiento y prosigue la narración de su historia como biografía de una comunidad de seguimiento, entonces no sólo lleva adelante un capítulo que se sitúa en el centro mismo de toda cristología, sino que afecta cada vez más a la vida de la Iglesia total, y recuerda a esta Iglesia, en plástica radicalidad, aquella ley de la vida del seguimiento bajo la que se encuentra indispensablemente y desde la que se debe renovar: «Por ti hemos dejado todo y nos hemos hecho pobres, pero dado que tú eres rico, te hemos seguido para que nos hagas ricos [...] Te hemos seguido, como la criatura sigue al creador, como los hijos al padre, como los niños a la madre, como los hambrientos el pan, como los enfermos al médico, como los cansados la cama, como los exiliados la patria» (Sermón del Domingo II de Adviento).

El seguimiento tiene un componente místico y otro situacional, práctico- político. Dentro de su radicalidad, estos dos componentes no crecen en direcciones opuestas, sino en sentido igual y proporcional, porque no expresan la relación moral especial de cada cristiano hacia sí mismo y frente a sí mismo, sino porque se orientan a Jesús, porque no recorren «un» camino, sino «el» camino de Jesús, porque no se limitan a tomar a Cristo por modelo y a caminar tras él, sino porque, más radical y peligrosamente, «se revisten de Cristo» (cf. Rom 13). Vivir la vida religiosa es lo mismo que vivir la vida de Cristo.

Donde no se tiene en cuenta la doble perspectiva místico-política del seguimiento acaba por imponerse un estilo de vida religiosa que se reduce a pura interioridad o por el contrario a un modelo puramente humanista y político, o lo que sería lo mismo, traducido en términos cristológicos, Cristo se ve como una cumbre digna de adoración no como un «camino», y por otro lado la cristología se convierte en una jesuología carente de transcendencia.

Para Antonio, Cristo es el modelo de la humildad y de la paciencia al que hay que seguir; modelo que invita: deja la carga, pues no puedes seguirme corriendo si estás cargado, hasta llegar a la cruz. ¿Adónde corres? A la cruz, corre tú también en pos de Él, para que así como Él ha tomado su cruz por ti, también tú por ti mismo tomes tu cruz. Es necesario seguir a Cristo pobre y obediente, precisamente porque, la pobreza enriquece y la obediencia libera (Sermón en la fiesta de San Juan Evangelista).

Los consejos evangélicos vistos desde la teología del seguimiento cobran una nueva dimensión. La pobreza como virtud evangélica es la protesta contra la dictadura del tener y el poseer o la pura autoafirmación. Nos invita a la solidaridad práctica con aquellos pobres para quienes la pobreza no es en absoluto una virtud, sino una situación vital y una imposición social. La castidad como virtud evangélica es expresión de un radical sentirse aprehendido y de un inextinguible anhelo por «el día del Señor». Invita a la ayuda solidaria a aquellos para quienes ser célibe significa soledad, significa «no tener a nadie», para quienes el celibato no es ninguna virtud, sino un destino de la vida; la castidad como virtud evangélica invita a ponerse de parte de los que están cercados por la ausencia de esperanza y de resignación. La obediencia como virtud evangélica es la entrega radical y sin cálculos de la vida al Dios Padre que levanta y libera. Lleva a la cercanía práctica con aquellos para quienes la obediencia no es en absoluto una virtud, sino señal de sometimiento, de minoría de edad y de humillación.

¿Qué radicalidad social, como terapia de «shock» y de saludables efectos para la gran Iglesia, se desprenden de la renuncia colectiva a la propiedad, a la paternidad física y a la autodeterminación? ¿Se limita toda nuestra radicalidad, a ser vivida como máximo a niveles individuales, perdiendo por tanto su capacidad crítica y renovadora de la Iglesia?

Como Francisco, Antonio también conoció la automarginación de una sociedad que promovía otros horizontes de vida muy diferentes a los suyos, y también, como Francisco, encuentra en la pobreza y en la minoridad la alegría del seguimiento de Cristo. Canta a la pobreza desde su experiencia de verdadero pobre, contento con lo mínimo, que desea el mínimo, capaz de saciarse y nutrirse de Dios, de fundamentarse sólo en la bondad de Dios, de ser feliz a pesar de la miseria del mundo. Sobre todo Antonio predica la pobreza como «espíritu de pobreza» que manifiesta el «espíritu del Señor», que hace fuertes para no «vacilar ni en la prosperidad ni en la adversidad», para resistir en la tentación, para denunciar la riqueza y sentirse lleno de alegría: «El espíritu de pobreza y la herencia de la Pasión son más dulces que la miel y el panal, en el corazón de quien ama la verdad» (Sermón del Domingo V después de Pascua).

Da la impresión de que las nuevas generaciones que llaman a las puertas de la vida religiosa son apolíticas y contemplativas, alérgicos a los compromisos sociales, cayendo, en mayor o menor grado, en un exagerado narcisismo espiritual. ¿Tendrá esto algo que ver con los motivos de abandono de la vida religiosa? ¿Las salidas numerosas se leen con responsabilidad y haciendo análisis autocríticos a nivel institucional? ¿Nos sentimos acusados? ¿No estará relacionado el movimiento de abandono de la vida religiosa con la pérdida de radicalidad en la misma? ¿No se abandona la vida religiosa, acaso, porque se puede vivir mejor una vida comprometida y solidaria fuera de los muros protectores de los conventos y casas religiosas cuasi-burguesa? ¿Se reduce la pobreza evangélica a una simple e interiorizada «pobreza en el espíritu», a una pretendida ilusión de poseer como si no se poseyera, o tiende más bien a una renuncia global?

El mensaje de Jesús es político por el simple hecho de proclamar la dignidad de la persona. En consecuencia todos los testigos de Jesús deben ponerse de parte de todos aquellos que sienten amenazada su dignidad de personas, personas sometidas a la miseria y a la opresión y que no pueden llegar a ser sujetos. Ésta es una de las tareas más acuciantes de la pobreza como virtud evangélica. No olvidemos que la predicación de Antonio se caracteriza por su particular atención a la gente sencilla, a los menores, a los pobres. Siendo un teólogo instruido y docto, Antonio se sentía enviado, siguiendo los pasos de Cristo, a «llevar la buena noticia a los pobres» anunciando el Evangelio como mensaje de liberación y de promoción de los más pobres.

Bastaría recordar su predicación contra la usura, el egoísmo de los ricos y la violencia del poder político, la explotación de los trabajadores y la opresión de los pobres. Antonio, Dulce consolador de los pobres. Quizá nosotros también tengamos que redescubrir una vez más a los pobres. Para nosotros no son sólo una cuestión social, de desigualdades económicas o de marginación. Son eso también, pero son sobre todo una pregunta que interpela a nuestra vocación. Los pobres se convierten en lugar teológico privilegiado donde Dios nos habla. Hemos elegido personalmente ser pobres, y esto nos compromete a compartir y ser capaces de ofrecer esperanza.

Seguimiento y esperanza se hallan tan indisolublemente unidas como las dos caras de una misma moneda. Las dos cosas, «su» llamamiento: «Sígueme» y «nuestra» petición esperanzada: «Ven, Señor Jesús» son inseparables.

Nuestra sociedad actual se va caracterizando cada vez más por la ausencia de expectativas, que lleva a la gente a la pasividad y a la indiferencia. Estamos necesitados de personas capaces de protestar y que no se dejen manipular, que se pongan al servio de aquellos que se ven desposeídos de su dignidad y que lo hagan como servicio, prodigando generosidad. Hombres y mujeres que no dejen de reclamar, frente a todos aquellos que matan la esperanza. Esta esperanza tiene que ser desencadenada por aquellos que se han entregado, con todas las consecuencias, a la solidaridad con los pobres y los que sufren en el mundo, es decir, a las condiciones del seguimiento, que parecen insoportables sin la presencia del Señor Jesús, siempre en medio de los que ha llamado. Si todas nuestras esperanzas están puestas en Él, todos nuestros miedos serán vencidos. Con las siguientes palabras de Antonio nos unimos a los hombres y mujeres que a lo largo de la historia se sintieron seducidos por Jesús de Nazaret y por Él lo dejaron todo, pidiéndole que en estas horas difíciles siga siendo nuestro compañero de camino y no deje de activar nuestra esperanza:

«¡Señor Jesús! Dirige tu mirada sobre la herencia que, para no morir sin dejar testamento, has confirmado a tus hijos con tu sangre, y concédeles proclamar tu palabra con confianza.

La vida de tus pobres redimidos por ti, no la abandones porque no tienen otra herencia fuera de ti. Sosténlos, Señor, con el poder de tu báculo, porque son pobres tuyos.

Condúcelos y no los abandones, para que sin ti no se desvíen del camino recto, y guíales hasta el final de su camino para que viviendo hasta el fin en ti, puedan alcanzarte a ti, que eres su meta» (Sermón del Domingo XII después de Pentecostés).

Jaime Rey Escapa, OFMCap,
San Antonio de Padua y la vida religiosa,
en Comunidades n. 88 (1996) 57-68.

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