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SAN ANTONIO DE PADUA, TEÓLOGO,
SANTO Y EVANGELIZADOR |
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El propósito de las siguientes páginas es presentar algunas reflexiones de tono pastoral sobre la figura del santo, vista desde nuestra coyuntura eclesial y desde las exigencias que supone para nosotros la nueva evangelización en la que estamos embarcados. El desarrollo de este trabajo consta de los siguientes capítulos: 1. La providencia de Dios conduce a San Antonio a ser profeta por caminos imprevisibles. 2. La Sagrada Escritura, fuente de su predicación. 3. La oración, raíz de su evangelización. 4. La evangelización, fruto de su oración. 5. Su vida, piedra de toque de su predicación. 6. La Palabra de Dios, palabra honrada y que honra. I. La providencia de Dios conduce a San Antonio Se dice que el poeta nace; no se hace. Puede que sea verdad, aunque quizá sea más seguro quedarse con todo. Es decir, que se necesiten ciertas cualidades innatas, pero también sean convenientes la formación y la cultura literaria. Ahora bien, respecto a los profetas, sería un error decir lo mismo que para los poetas. Aparte de Jesús de Nazaret, la Palabra de Dios entre los hombres, y Juan, su precursor, escogido por Dios desde el vientre de su madre, nadie nace profeta, nadie tiene el derecho de ser el portavoz de Dios, el gran heraldo, el mensajero de noticias que vienen desde el cielo a la tierra. (Como es obvio, no atendemos aquí a la ciencia divina, que todo lo conoce de antemano, sino a la condición humana, aun dentro de la historia de la salvación, que tiene que ir descubriendo los caminos del hombre paso a paso). Bien mirado, sí que somos profetas los cristianos, todos en general, por el bautismo, que, como dijo San Pedro y recordó el último Concilio, nos hace partícipes del sacerdocio, la realeza y el profetismo de Jesucristo. Pero aun en este caso, nos viene como regalo, como don a nuestra existencia humana y natural. Aparte de que se trata nada menos, pero tampoco nada más que del cimiento, y, como dice el refrán, «hasta segar, todo es hierba», y se requerirán aún muchas gracias de Dios y muchos sudores de los hombres hasta llegar, si Dios lo quiere y el hombre lo consiente, a que algunos cristianos puedan ser ministros, servidores de la Palabra de Dios, y sólo podrá atreverse a realizar este servicio el que sea llamado por el Espíritu Santo a través de las mediaciones de la Iglesia, como uno de los muchos carismas que el Espíritu reparte para el bien de la comunidad. Como dijo Jesús a Nicodemo: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3,8). Lo mismo que Abraham, lo mismo que todos los hombres de fe, Antonio fue llevado por los caminos de Dios de la mano de su providencia, misteriosa pero eficaz, según aquello del Deutero Isaías: «Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (Is 55,8-9). Teniendo en cuenta la imprecisión de algunas fechas y redondeando un poco, bien podríamos dividir su vida -dejando aparte los años de su infancia, tan importantes para toda persona, pero de la que no tenemos datos ciertos- en tres décadas: la de estudiante, la de agustino y la de franciscano. En la primera, Fernando recibió su formación básica humana y cristiana en el Colegio de la Catedral, muy cerca de la casa de sus padres. Allí, como estudiante y como servidor de la liturgia o acólito, conoció a la vez el culto y la cultura, la fe cristiana y el pensamiento humano, tan ensamblados en su tiempo, como que hasta aprendió a leer en el Salterio, según el latín de la Vulgata. Allí escuchó también la voz de Dios, su vocación a la vida religiosa, que le llevó en su segunda etapa al monasterio de los canónigos regulares de San Agustín, en las afueras de Lisboa, desde donde pasó, dos años después, al monasterio de la misma orden en Coimbra. En esa década, la vida de Fernando estaba centrada en la liturgia, la meditación y el estudio de la Sagrada Escritura y de los Padres, la ascesis, el recogimiento y algo de ministerio pastoral, todo dentro del orden y el cumplimiento de la Regla. Entonces adquirió aquel profundo y extenso conocimiento de la Biblia que hizo decir a algunos de sus contemporáneos, con cierta exageración, que se sabía de memoria todo el Antiguo y el Nuevo Testamento. Asimismo profundizó en los Santos Padres, en especial San Agustín, como es de suponer, pero también de San Gregorio Magno, San Bernardo y el florilegio patrístico de la «Glosa», todo lo cual lo cita con frecuencia en sus sermones, amén de las «Sentencias» de Lombardo y la espiritualidad de los Victorinos. Lo más probable es que Fernando pensara terminar sus días en aquel ambiente, donde se encontraba como el pez en el agua. Pero la mano de Dios intervino para sacarle de sus caminos, cómodos y trillados de algún modo. Los franciscanos del convento de las Oliveras venían con frecuencia al monasterio a pedir limosna, y muy probablemente Fernando debió de cambiar impresiones con aquellos hombres que comenzaban por entonces un estilo de vida religioso desacostumbrado para el tiempo, fuera de los muros de los monasterios, diríamos que «exclaustrados», callejeros, trotamundos, sin estudios, desharrapados, un tanto bohemios, y hasta sospechosos de indisciplina y herejía, según algunas malas lenguas. Pero el toque definitivo de la gracia le alcanzó cuando llegaron al monasterio de los agustinos de Coimbra los restos de los mártires franciscanos, que habían dado testimonio de la fe de Cristo con su sangre entre los musulmanes de Marruecos. No debió de ser nada fácil ni cómodo para Fernando un cambio tan notable, no tan sólo de vida, sino de esquemas mentales. Pero lo dio heroicamente, pasando así de ser predicador entre cristianos a ser evangelizador entre infieles, aun con el precio de su propia sangre, que es lo que ciertamente buscaba con el cambio. Al fin, consigue entrar en los franciscanos y hacer que le enviaran a Marruecos, sin tener que esperar el año de noviciado, que por entonces no existía en la orden, pero que ya estaba decidido por el papa, cuyas bulas, por retraso del correo, llegaron al convento cuando ya estaba de camino hacia el África. Y ya tenemos a Fernando, el canónigo, convertido en Antonio, el franciscano misionero y evangelizador, lleno de entusiasmo por anunciar a Jesucristo, aun a costa de su vida. Pero otra vez la mano de Dios le desconcierta, y, en apariencia, le des-encamina, por medio de una grave enfermedad, que le obliga a emprender el regreso a Lisboa, y luego, por medio de una tempestad, que le lleva a las costas de Sicilia, quedándose en Italia para siempre. La formación franciscana que no había recibido, al no pasar un noviciado, la recibió en una especie de «cursillo intensivo», o, mejor dicho, un «kairós», un tiempo privilegiado de gracia y de espíritu franciscano, en el famoso «Capítulo de las Esteras», en mayo de 1221. Antonio era por entonces, como es de suponer, un fraile del montón, desconocido, y, además, un novato, un recién llegado. Allí aprendió el valor del anonadamiento, la importancia de no ser importante, la grandeza de la sencillez evangélica, siguiendo el ejemplo de Jesús en su Encarnación y en su vida oculta en Nazaret. Y así continuó viviendo en el eremitorio de Montepaolo desde junio de ese mismo año, admitido en aquel convento para las tareas domésticas y para ejercer el sacerdocio, celebrando la Misa y administrando el sacramento de la reconciliación a los hermanos. Acaso también ahora creyó haber encontrado, al fin, su último camino, viviendo en la humildad, en el anonimato y el silencio -¿será por estos avatares por los que la devoción folklórica y popular le ha convertido en abogado de cosas y de causas perdidas...?- Pero otra vez, y ahora ya definitivamente, Dios cambia sus caminos. De pronto, inesperadamente se descubren sus cualidades y su carisma de predicador, con ocasión de una ordenación sacerdotal en Forlí. Ahora sí; ahora ha llegado la hora de Dios para ser el gran predicador de los grandes y de los pequeños, del pueblo y de los cardenales, de los fieles y de los herejes, de los amigos y de los enemigos. Y de este modo se cumplen las tres décadas de este hombre de Dios que, al revés que el Sol, nace en Poniente para ir a morir hacia el Oriente. Fernando, el colegial; Fernando, el canónigo; Antonio, franciscano y misionero. Su ejemplo nos recuerda que el profetismo cristiano supone siempre una llamada y una misión de Dios, y la mejor, o, más bien, la única actitud adecuada es la disponibilidad del cristiano para escuchar su voz, siguiéndole con docilidad y flexibilidad, con la ayuda del Espíritu Santo. Esta llamada, esta voz sólo podemos escucharla con claridad si la recibimos por lo que podríamos llamar el «sonido estereofónico de la fe»; es decir, a través de dos altavoces simultáneamente: uno, al interior de nuestro corazón, donde habita el Espíritu Santo con sus dones, y nos mueve y orienta con sus inspiraciones; y el otro, al exterior, en la calle, en la vida, y, especialmente, en la Iglesia, donde el mismo Espíritu distribuye carismas y servicios para el bien de la comunidad. En una ocasión, estando Jeremías en profundo recogimiento y oración, la voz de Dios le dijo: «Levántate, y vete a la casa del alfarero, que allí mismo te haré oír mis palabras». El profeta podía haber respondido con toda la razón: «Bueno; pues dímelo aquí. ¿Dónde mejor?» Pues no. El Señor sólo le habló cuando llegó a la alfarería, y vio al alfarero que «estaba haciendo un trabajo al torno. El cacharro que estaba haciendo se estropeó como barro en manos del alfarero, y éste volvió a empezar, transformándolo en otro cacharro diferente, como mejor le pareció al alfarero». Y sigue Jeremías: «Entonces me fue dirigida la palabra de Yahvéh en estos términos: ¿No puedo hacer yo con vosotros, oh casa de Israel, lo mismo que este alfarero? Mira que como barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en mi mano» (Jer 18,1-6). Es decir: Jeremías no habría escuchado el mensaje de Dios en su integridad si se hubiera quedado en su oración, sin salir a la vida; pero tampoco lo habría escuchado y entendido en la vida si antes no hubiera estado en la oración. En estos tiempos de crisis y de transición, de evolución y de ebullición del mundo y de la sociedad post-industrial, post-ilustrada y post-moderna; cuando necesitamos una nueva evangelización, o quizá mejor dicho, una evangelización nueva, dentro de un nuevo contexto y de una nueva coyuntura de la iglesia en el mundo, es fundamental que los cristianos estemos abiertos y disponibles para escuchar la palabra de Dios en los caminos por donde El nos guíe con su providencia, como hizo Abraham y como hicieron Antonio de Padua y tantos otros. Sólo así oiremos la palabra viva que da vida, y sólo así podremos ser profetas, transmisores, comunicadores de esa Palabra de Dios, de la buena nueva del Evangelio de Cristo que nos salva. Hablando del ministerio pastoral, dice San Antonio de Padua, aludiendo a la escala de Jacob, que simboliza a Jesucristo: «Fíjate, la escala es recta. ¿Por qué, pues, no subes? ¿Por qué arrastras por el suelo tus manos y tus pies? Subid por ella, ¡oh ángeles!, ¡oh, prelados de la Iglesia!... Subid, repito, para contemplar cuán suave es el Señor. Descended para socorrer y para consolar, porque de socorro y de consuelo vive necesitado el prójimo. ¿Por qué os esforzáis por otra vía, y no subís por esa escala? Por cualquiera otra escala que pretendáis subir os amenaza un precipicio. ¡Oh, insensatos y tardos de corazón, no digo para creer, puesto que creéis, aunque también creen los demonios, sino duros y pétreos para obrar! ¿Pensáis vosotros que podéis ascender al monte Tabor, al reposo de la luz, a la gloria de la dicha celestial por otra vía que no sea la escala de la humildad, de la pobreza y de la pasión del Señor?» II. La Sagrada Escritura, fuente de su predicación Con razón, Gregorio IX (1227-41), llamó a San Antonio de Padua «arca del Testamento, y archivo de las Sagradas Escrituras». Y Pío XII, que le declaró Doctor de la Iglesia, le dio el hermoso título de «doctor evangélico». Porque, en efecto, la fuente principal donde bebía y de la que vivía era la Biblia. Sus sermones escritos, eco de su predicación al pueblo, tienen constantemente como base fundamental la Sagrada Escritura, además de las ciencias naturales, como iluminación por analogías y comparaciones con la Palabra de Dios, ya que ambas proceden de la misma palabra divina, en la Creación y en la Redención. El podría decir también como diría poco después Santo Tomás de Aquino, que todo lo que sabía lo había aprendido en los dos libros de la Escritura y de la Creación. Respecto a la primera, en sus Sermones Dominicales y Festivos la cita más de seis mil veces; 3.700, el Antiguo, y 2.400 el Nuevo Testamento, mientras que las citas de la «Glosa» patrística suman tan sólo unas mil veces. Sin olvidar completamente el sentido literal, cuando lo requiere la ocasión, como predicador que buscaba siempre el provecho espiritual de sus oyentes, San Antonio de Padua insiste en el sentido espiritual de la Escritura, sobre todo, en el cristológico y el moral, y en ocasiones, el escatológico. También cultiva con frecuencia el sentido acomodaticio, más o menos al límite del texto sagrado, con el fin de iluminar la doctrina con ejemplos atrayentes, manteniendo la atención del oyente por medio de comparaciones brillantes, y aplicaciones a las circunstancias que a sus oyentes les resultaban familiares. En un sermón sobre las tentaciones de Jesús en el desierto, cuando el Señor contesta al Diablo que «no sólo de pan vive el hombre», apostilla San Antonio: «Como si dijera: Como el hombre exterior vive del pan material, así el hombre interior vive del pan celestial, que es la Palabra de Dios». Un aspecto muy significativo de su genio pastoral y su talante didáctico y pedagógico se comprueba en la vinculación de su predicación a las lecturas bíblicas de la liturgia de domingos y festivos de acuerdo con la más genuina tradición de los primeros siglos de la Iglesia, recuperada últimamente gracias al movimiento litúrgico preconciliar, a las orientaciones del Concilio y a las reformas postconciliares, con lo cual San Antonio de Padua se nos presenta a la vez como muy antiguo y muy moderno. Así, en los Sermones Dominicales y Festivos se apoya en el «introito» de la Misa, en la Epístola y el Evangelio, añadiendo además el complemento de la lectura bíblica del Oficio de Lecturas, de la Liturgia de las Horas, unificando así, en perfecta sintonía, la Palabra divina en su doble vertiente de anuncio y cumplimiento, profecía y acción, lectura y sacramento, la luz que ilumina y el pan que fortalece en el camino. Aun reconociendo, como es lógico, la necesidad indispensable y el servicio inapreciable de las ciencias auxiliares de la Escritura, tampoco podemos olvidar que la clave de interpretación de la Palabra de Dios no puede ser la ciencia, sino la sabiduría, que es lo que busca en último término la interpretación del sentido espiritual de la Escritura. Cada género literario tiene su hermenéutica propia. No se puede interpretar de la misma manera un libro de cocina que otro de historia natural; un «comic» de ciencia-ficción, que un tratado de física; una novela histórica, que una biografía, ni un libro de poemas, como un tratado de filosofía. Interpretar la Sagrada Escritura tan sólo desde el punto de vista literal sería algo así como si leyéramos «Hamlet» o «El Quijote» tan sólo desde el punto de vista de la gramática inglesa o castellana. La Sagrada Escritura es una obra de conjunto, inspirada por el Espíritu Santo -valga la necesaria e intencionada redundancia- con la colaboración ocasional de varios hagiógrafos «colaboradores», hombres de diferentes personalidades, ambientes y culturas, en épocas diversas y en circunstancias muy distintas. Pero el plan de conjunto pertenece al Espíritu Santo, como autor principal. En una ocasión, hace ya varios años, una emisora madrileña nos pidió a unas cuarenta personas más o menos famosas escribir un capítulo de un relato de ficción. Cada uno escribía su capítulo en función de lo publicado anteriormente, y, como dice la expresión popular, «el que venga detrás, que arree...». A mí me correspondió allá por entre el diez y el veinte, y no sé cómo seguiría el «culebrón», ya que nunca oí ni leí los restantes capítulos, que se publicaron después en un libro de conjunto. Pues algo así podríamos decir que sucedió con la «publicación» de la Biblia, como una obra en «fascículos», que hay que comprar todas las semanas en el kiosco. Pero es que, además, la Sagrada Escritura es un libro vivo para el camino de la vida, y hay que vivirlo y actualizarlo en cada etapa por los creyentes y las comunidades. ¿Cómo rezaría, por ejemplo, San Pablo los salmos antes y después de su conversión a Cristo en el camino de Damasco? Hoy en día tenemos más y mejores medios que en tiempos de San Antonio para el conocimiento de la Biblia, gracias al ingente trabajo de tantos escrituristas cristianos, tanto católico-romanos como ortodoxos y protestantes. Contamos, además, con muchas ediciones de la Palabra de Dios, acompañadas de muy buenas introducciones y notas, así como abundancia de comentarios generales y de monografías especiales. Como cristianos y como pastores, debemos servirnos de toda esa riqueza, dentro de las posibilidades de cada uno, para discernir mejor el sentido literal de la Palabra de Dios y sus géneros literarios. Pero no podemos detenernos ahí. Si se me permite la comparación, es algo así como un libro de cocina, cuyos autores no pueden hacer más que animarnos e iniciarnos en la preparación de ciertos platos. Pero a partir de ahí comienza nuestro trabajo personal, preparando, cocinando y, sobre todo, degustando, compartiendo además con otros hermanos y amigos, que es como más sabrosa resulta la comida. Así, el Espíritu Santo nos ha preparado el Libro por medio de los autores inspirados, y después por tantos beneméritos colaboradores de la Palabra de Dios, desde los filólogos, arqueólogos, historiadores, traductores, exégetas y hermeneutas, hasta los mismos editores, impresores, encuadernadores y distribuidores. Pero el Espíritu Santo, que anima todo ese proceso como desde la «trastienda», continúa en nosotros inspirándonos en la «lectio divina», en la meditación orante y sapiencial, así como en la lectura pública, la explicación y la aplicación de la homilía o del sermón, para que tanto los fieles como los predicadores la interpretemos en la vida, como una obra de teatro a la que escenifican los actores, poniéndole cuerpo, voz, gesto, lágrima y sonrisa a lo que inspiró el autor. De este modo, autor y actores -en este caso, el Espíritu Santo y los cristianos-, seguimos haciendo resonar esa Palabra de Dios escrita, que antes fue palabra hablada en Cristo y los profetas, y vuelve a ser en nosotros palabra hablada y viva entre los hombres. III. La oración, fuente de su evangelización La Legenda Assidua (14-15) destaca expresamente que San Antonio de Padua se dedicaba intensamente a la oración, cuando se retiró al eremitorio de Camposampiero, poco antes de su muerte, para reemprender la redacción de los Sermones Festivos, que había comenzado tiempo atrás, a instancias del obispo de Ostia. La misma Legenda Assidua (15,7), que figura entre las biografías de San Antonio más seguras, escritas por franciscanos de su tiempo, insiste en que después de haber recibido la libertad para predicar, una vez le dejaron libre de su cargo de provincial, se dedicaba asiduamente a la contemplación y al estudio. Los retiros de Arcella y Camposampiero eran lugares muy propicios para el silencio, el estudio y la oración. Y bien se destaca este aspecto en la famosa nota que le había enviado tiempo atrás San Francisco de Asís, autorizándole a enseñar teología a los frailes, «con tal de que en su estudio no apaguen el espíritu de oración y devoción». ¡Y bien que Antonio siguió siempre esta norma, en sus dos grandes ministerios de profesor y de predicador! De los datos firmes de su biografía, se desprende claramente que Antonio fue un hombre de mucha y profunda oración, y que su vida contemplativa y mística influyó notablemente en su estudio y su enseñanza, en su acción y su predicación. Comentando el pasaje del sueño de Jacob (Gn 28,10-19), dice: «Acampó junto a la Piedra del Socorro. La Piedra del Socorro es Cristo, de quien se dice en la narración de la domínica presente: "Jacob tomó una piedra, y colocándola bajo su cabeza, se durmió". Así, el predicador debe colocar su cabeza -esto es, su mente- sobre la Piedra del Socorro, sobre Cristo, para poder reposar sobre El, y, en El y por El, vencer a los demonios. Y esto quiere decirse cuando se dice: "Acampó junto a la Piedra del Socorro". Porque junto a Cristo, que es ayuda en las tribulaciones, confiando en El y atribuyéndole a El todo, debe levantar los castillos de sus conversaciones, y fijar las tiendas de campaña de su predicación. Porque he aquí que en el nombre de Cristo saldrá contra el filisteo, contra el demonio, a fin de poder libertar por la predicación al pecador cautivo, confiando en la gracia de Quien salió para salvar a su pueblo». Tanto los profetas del Antiguo Testamento como los apóstoles, misioneros, pastores y predicadores del Nuevo Testamento y de la historia de la iglesia han sido siempre grandes hombres de oración, comenzando por el modelo de todos, Jesús de Nazaret, que inició su vida pública dedicándose a la oración durante cuarenta días, y al que con frecuencia los evangelios nos presentan retirándose a la oración, en especial en momentos decisivos y cruciales de su vida, como antes de la elección de los apóstoles, o en la oración del huerto, antes de la Pasión. San Pedro dice, antes de elegir a los siete «diáconos»: «Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra» (Hech 6,4). San Pablo recuerda con frecuencia su oración por las comunidades. San Juan de Avila se levantaba todas las noches para hacer dos horas de oración por sus discípulos; costumbre que en nuestro tiempo practica don Helder Cámara, según su propia confesión. Bohoeffer, el famoso teólogo luterano, dividía la preparación del sermón en tres tiempos. El primero, en la mesa de estudio. El segundo, en el reclinatorio; es decir, en la oración. Y el tercero, en el púlpito, por seguir su propia terminología. Dejando aparte la necesidad de todo bautizado de hacer oración, que es como la respiración de la vida cristiana, es que además, en cuanto evangelizadores, catequistas y predicadores, no puede ser de otra manera. Por la oración, Dios nos prepara con su inspiración, y prepara también a los oyentes, para que reciban con corazón abierto su palabra. De este modo, además, nos hacemos más conscientes de que nosotros no somos la Palabra, sino la voz, el sonido, el altavoz del mensaje de salvación del Evangelio. Hoy olvidamos con frecuencia en la vida pastoral que la oración no es un mero adorno, un añadido accidental a nuestro ministerio, algo potestativo, que se puede hacer o se puede dejar impunemente. Por el contrario, la oración es un ingrediente, una parte integrante, una pieza esencial en la vida apostólica. Es muy sugerente la ambigüedad que existe en español con la palabra «orador», que significa al mismo tiempo el que pronuncia discursos y el que reza. ¿Quiénes somos nosotros para hablar a los hombres en el nombre de Dios, si El no nos dice lo que hay que decir, y nos envía? Y esto no sólo de una manera general o habitual, como el que ya tiene el carnet de conducir en el bolsillo para unos cuantos años, sino de manera vital, existencial y actual. Muchas veces, el pueblo de Israel acudía al profeta buscando la palabra de Yahvéh, pero ellos les hacían esperar y volver, reconociendo que si Dios no les hablaba no tenían nada que decir. Decía San Antonio, comentando la agonía de Jesús en el Huerto: «El Señor fue vigilante nocturno, tomó forma de siervo para custodiar a los siervos. Conforme a esto se dice en San Lucas 6,12 que se pasaba las noches en oración a Dios. Ya se ve: vigilante; pasábase las noches en oración, no para sí, sino para las criaturas que había venido a salvar. Fue también vigilante en la noche de la pasión, según San Lucas 22,41. Oraba solo quien solo había de padecer por todos». La actitud lógica y normal del predicador debe ser la del pequeño Samuel, que andando el tiempo sería un gran profeta en Israel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Porque ¿cómo podemos hablar de Dios sin hablar con Dios...? IV. La evangelización, fruto de su oración «De lo que rebosa el corazón, habla la boca», dice el Señor (Mt 12,34). Es lo que parece sentían sus oyentes cuando predicaba San Antonio de Padua, que hablaba no como de memoria, sino como algo vivo, porque él mismo lo había vivido antes, dejando que la Palabra de Dios le penetrara hasta el fondo del alma, en la meditación y la oración, convirtiéndose él mismo en palabra de Dios. Rolando, uno de sus contemporáneos, escribió de él que era un varón «poderoso en obras y en palabras». Durante todo el siglo XIII, unánimemente se insistió más en su importancia como predicador que en sus milagros, la mayor parte de los cuales tienen su origen en leyendas de siglos posteriores. Su gran milagro fue su predicación. Su misma vida contemplativa le empujaba a la evangelización y a la predicación, cuando tuvo oportunidad. Porque si hemos dicho que cómo hablar de Dios sin hablar con Dios, también se podría decir a la inversa: ¿Cómo hablar con Dios sin hablar de Dios? Y añadir después, con San Pablo: «¡Ay de mí, si no evangelizara!». Como dijo el Señor: «No se puede encender una luz, y ponerla debajo del celemín» (Mt 5,15). Seríamos traidores, como el siervo de la parábola que recibió un talento y lo escondió cobardemente bajo tierra (Mt 25,24-30). La palabra profética en la Iglesia tiene dos cauces principales: la predicación y el sacramento. La Palabra de Dios no sólo es la verdad, sino la vida; no sólo enseña, sino que obra. En el Antiguo Testamento se atribuye la creación a su Palabra. ¡Dicho y hecho! «Su boca es medida», como dice una frase popular. Y eso también proporcionalmente sucede en los profetas, cuyas palabras forman y reforman un pueblo santo. Y, sobre todo, se manifiesta en Jesús de Nazaret, que no tuvo más armas para cumplir su misión que la palabra. «Quiero. Queda limpio». «Levántate y anda». «Lázaro, sal afuera». «Cálmate», dice a la tempestad. Y por el don del Espíritu Santo permanece en la Iglesia esa unión, esa compenetración entre palabra y obra, en especial en la liturgia, en la que la palabra anuncia lo que cumple el sacramento. La Eucaristía, por ejemplo, es un banquete en el que las lecturas son el menú de lo que va a servirse de comer en el sacramento. Desde los tiempos apostólicos, la Iglesia ha tenido en gran estima el ministerio de la evangelización y la predicación. Ya en la Segunda de Clemente -apócrifa, pero del siglo I- se la llama «fuerza salvadora». La Didaché dice que el Señor está presente allí donde se proclama su gloria. Orígenes sostiene que no solamente la Sagrada Escritura es como la carne del Logos, sino que también la predicación cristiana es palabra de Dios, en la cual se parte y reparte «el maná de la palabra divina». San Basilio la llama «el desayuno y cena de los fieles». San Juan Crisóstomo habla de la predicación como «el sacrificio de la Palabra». San Agustín la llama «comida salvífica», «banquete de Dios», «pan del cielo» y «voz del Espíritu», equiparando con frecuencia la palabra con el sacramento. Alcuino llega a decir que el predicador engendra nuevos hijos para el Rey de los cielos, tanto con su palabra como con los sacramentos. De todos es bien conocido el especial interés de San Francisco de Asís en que sus frailes predicaran con sencillez pero con absoluta confianza la palabra de Dios, y para San Buenaventura, la Sagrada Escritura y la predicación que la interpreta producen un nuevo nacimiento en el hombre. Lamentablemente, como los reformadores del siglo XVI acentuaron unilateralmente el valor de la Escritura y la predicación, menospreciando el sacramento, en la pastoral de la Iglesia católica se acentuó casi exclusivamente la fuerza operativa de los sacramentos, minusvalorando en la práctica la importancia de la predicación. Aunque no han faltado nunca grandes predicadores, más o menos carismáticos, en todos los siglos de la Iglesia. Recordando algunos momentos estelares de la predicación, citemos como ejemplos la conversión de San Agustín, escuchando a San Ambrosio; la de San Juan de Dios, mientras predicaba en una iglesia de Granada San Juan de Avila; o la de Guillermo Rovirosa, por entonces agnóstico, después de haber buscado por diversos caminos religiosos, que se convirtió oyendo al arzobispo de París, el cardenal Verdier. A su vez, el Concilio Vaticano II volvió a destacar la importancia teológica y pastoral de la predicación. Como botón de muestra, basta este párrafo de la Constitución sobre la Iglesia: «También la Iglesia se convierte en madre por la Palabra de Dios acogida con fe, ya que por la predicación y el bautismo engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios» (LG 64). La predicación es la que ha sembrado la fe cristiana en el mundo y en la historia; la que ha iniciado, incrementado y mantenido la vida de los cristianos y de la Iglesia, algunas veces de manera extraordinaria, como las que acabamos de recordar, pero más habitualmente de manera discreta, humilde y hasta en apariencia rutinaria y vulgar. También la Palabra de Dios encarnada creció en la infancia, adolescencia y juventud de Jesús de manera escondida, humilde y hasta prosaica externamente. La Palabra de Dios es como la lluvia que cae mansamente sobre la tierra, fecundándola con el agua del Espíritu. Si hay nubes, puede llover o no llover; pero, si no hay nubes, no puede llover. Si se siembra, se puede cosechar, más o menos, pero si no se siembra no se puede cosechar nada absolutamente. Si se predica, se puede conseguir más o menos fruto, pero si no se predica, de vía ordinaria no se puede conseguir nada, y la Iglesia moriría lentamente por falta de riego y por asfixia. V. Su vida, piedra de toque de su predicación Todos los contemporáneos de San Antonio de Padua coinciden en destacar el testimonio de su vida ejemplar como el caldo de cultivo de su carismática predicación, que arrastraba a las masas en su seguimiento. Entre los franciscanos llegó a ser considerado como el mejor seguidor de Francisco, según refleja el capítulo XX de las Florecillas donde se cuenta que un novicio con grandes tentaciones sobre su vocación, y a punto de dejar la orden, tuvo una visión celestial, en la cual vio innumerables bienaventurados con admirables túnicas, y entre ellos dos que destacaban extraordinariamente sobre los demás. Al preguntar a uno de los personajes celestiales quiénes eran, le contestó que todos eran franciscanos, y aquéllos dos de mayor esplendor y majestad eran San Francisco de Asís y San Antonio de Padua. Este relato refleja el sentir de la Iglesia de aquel tiempo. Cuando murió el 13 de junio de 1231, la voz del pueblo le aclamaba como santo, según refleja la Legenda Assidua (18), por lo que su cuerpo fue trasladado triunfalmente a Padua, y colocado en una urna de piedra en la Iglesia de Santa María Mater Domini. Como confirmación oficial, antes de un año, el 30 de mayo de 1232, Gregorio IX le canonizó. En el pasado siglo, León XIII expresó la inmensa popularidad de que goza el santo, llamándole «el santo de todo el mundo». Uno de los síntomas de sus deseos de perfección podemos rastrearlo al abandonar una vida que, aun teniendo evidentes exigencias espirituales, ascéticas y pastorales en la Regla de los Canónigos de San Agustín, podía resultarle relativamente cómoda en comparación con las condiciones de vida que le esperaban entre los frailes franciscanos, impulsado por su deseo de testimoniar el Evangelio de Cristo entre los infieles, aun a costa de derramar su sangre, como era el principal motivo de su heroica decisión. Como refleja la leyenda ya citada de las Florecillas, Antonio asimiló profundamente el espíritu franciscano. Provisto de una sólida base de teología escolástica, recibida en los canónigos de San Agustín, y siendo además el primer profesor de teología que tuvo la orden franciscana, por autorización expresa del mismo Francisco, reacio hasta el momento a que sus frailes estudiaran, por miedo a que perdieran la sencillez evangélica, Antonio de Padua supo unir la ciencia con la sabiduría, el estudio con la oración y la enseñanza con la vida. Habla con sincero entusiasmo de la pobreza evangélica: «Cuando el hombre mísero abunda en delicias y se afana por las riquezas, entonces decrece, porque pierde la libertad. La solicitud por las riquezas conviértele en esclavo, pues cuando las sirve desciende de sí en sí mismo. ¡Desdichado el espíritu que se tiene a sí en menos de lo que posee! Pues ciertamente menos es si sujeta su ser a las cosas, y no las cosas a san ser. Esta posición servil aparece más clara cuando lo que posee con amor se pierde con dolor. Este mismo dolor manifiesta la gran servidumbre. ¿Qué más? Solamente en la pobreza voluntaria está la verdadera libertad» (Sermón del domingo infraoctava de Navidad). Su espiritualidad era completamente cristocéntrica, como refleja este pasaje de un comentario al nombre de Jesús: «Dulce fue en el seno de su Madre. Dulce en el pesebre. Dulce en el Templo. Dulce en Egipto. Dulce en el Bautismo. Dulce en el desierto. Dulce en los éxitos. Dulce en el patíbulo. Dulce en el sepulcro. Dulce en el Averno. Dulce en el cielo. ¡Oh, dulce Jesús! ¿Qué cosa hay más dulce que tú? Tu recuerdo es dulce más que la miel y que todo lo dulce. Tu nombre es nombre de dulzura, es nombre de salud. ¿Qué es Jesús sino Salvador? Pues bien, ¡oh, Jesús! Sednos Jesús por ti mismo, a fin de que, pues nos has dado la promesa de la dulzura -esto es, la fe-, nos des la esperanza y la caridad, para que viviendo y muriendo en ella merezcamos llegar a ti, por las súplicas de tu madre dulcísima, con tu auxilio, pues eres tú bendito por los siglos. Amén». Como una derivación de su cristocentrismo, su piedad era también profunda y devotamente mariana y mariológica. De acuerdo con la escuela franciscana, sostuvo firmemente la creencia en la Inmaculada Concepción de María, en contra de la corriente predominante por entonces, por influencia de San Bernardo, San Alberto Magno, y, poco después, de Santo Tomás de Aquino. En la fiesta de la Natividad de María -que con la Anunciación, la Purificación y la Asunción eran las cuatro fiestas marianas de aquel tiempo-, dice así: «Acógete a María, ¡oh pecador!, porque ella es ciudad de refugio. Así como antiguamente señaló Dios tres ciudades de refugio a las que poder acogerse todo aquel que cometiese un homicidio involuntario (Núm 35,13-14), así ahora la misericordia del Señor provee de un refugio incluso para los homicidas voluntarios: el nombre de María. Torre fortísima es el nombre de Nuestra Señora. El pecador se refugiará en Ella y se salvará. El de María es nombre dulce, nombre que reconforta al pecador, nombre de consoladora esperanza. ¡Oh, Señora! Tu nombre es el tesoro de mi alma». Entre sus correligionarios fue hombre puente, sabiendo conjugar las necesarias adaptaciones a los tiempos y circunstancias, con el mantenimiento firme de los grandes principios del franciscanismo, sin dejarse llevar por banderías de unos ni de otros. Mantuvo siempre una actitud pacífica y pacificadora en relación con los grupos heréticos y los sectarismos violentos que pululaban por entonces en el Sureste de Francia y en el Norte de Italia, de acuerdo con el talante de Francisco, que recogió el espíritu misionero y evangelizador de las Cruzadas, pero renunciando sistemáticamente a la violencia, como demostró con su visita al sultán de Marruecos, sin más armas que el Evangelio de Jesús. Este espíritu debió de beberlo Antonio junto a las reliquias de los mártires franciscanos, que, como Cristo, dieron su sangre por sus perseguidores, anunciando el Evangelio por amor y con amor, con espíritu de paz y sin violencia ni derramamiento de sangre. Entre la cruz y la espada, ellos prefirieron quedarse con la cruz, dejando la espada en todo caso para sus enemigos; prefiriendo, como el Señor, que si alguna sangre debiera derramarse, fuera la suya, vertida precisamente para salvarlos. Antonio no recibió el don de dar su vida y su sangre de una vez, pero supo entregarla día a día, gastándola intensamente por el Evangelio, en muy pocos años. Su espiritualidad fue de tendencia predominantemente mística, hablando ya, mucho antes que San Juan de la Cruz, de una «noche oscura» del alma, no buscada por ella, pero por ella soportada como preparación para la contemplación, que reconoce como una llamada universal para todo cristiano. Exhorta a la vida contemplativa, pero valora mucho la acción si está alimentada por la contemplación. La plenitud y perfección de la vida cristiana consiste en la caridad, en su doble movimiento de amor a Dios y al prójimo. La cruz de Cristo es la puerta para el gozo del Reino, en relación con las tres Personas de la Santa Trinidad, como se refleja en este hermoso comentario sobre el Salmo 45,8: «En el corazón de Cristo el justo hallará su pascua, pudiendo decir aquello: "Mis delicias consisten en estar con el Hijo del Hombre", levantado sobre el patíbulo de la Cruz, sujeto con clavos, abrevado con hiel y vinagre, con el pecho abierto. ¡Oh, alma mía!, éstas son tus delicias; en ellas gózate, deléitate en ellas. Por lo que Isaías te dice: "Entonces verás y te regocijarás, admirarás y se deleitará tu corazón" (9,5). ¡Oh, alma!, verás al Hijo de Dios pendiente del patíbulo, y entonces abundarás en delicias, bañándote en lágrimas. Admirará tu corazón la benignidad del Padre, que veía suspendido a su Unigénito, y no lo arrancaba del madero. ¡Oh, Padre! ¿Cómo te pudiste contener? ¿Cómo no rasgaste los cielos y descendiendo, no liberaste a tu amado? En esta admiración se deleitará tu corazón, al amor del Padre, pues dio al Hijo que nos remedió, y al amor del Espíritu Santo, que lo obró». ¿Podemos nosotros, en nuestra coyuntura histórica, en esta sociedad pluralista y agnóstica, post-ilustrada y post-moderna, indiferente y escéptica, economicista y hedonista, liberal y materialista, intentar la aventura y la audacia de una evangelización nueva sin evangelizadores, catequistas y predicadores santos? Reconozcamos, para evitar maximalismos idealistas que no conducen a ninguna parte, que no se pretende que todos sean santos en el sentido estricto de la palabra, como cristianos carismáticos que puedan ser ejemplo permanente de virtudes heroicas, como lo fue San Antonio de Padua, porque entonces tendríamos todos o casi todos que callarnos, empezando por el que suscribe. Renunciar a la predicación por no ser santos, por sentirse con muchos defectos, debilidades y hasta pecados sería algo así como el médico que teniendo alguna enfermedad renunciara por eso a trabajar por la salud de los demás. El debe tomar con interés sus propios males, y tratar de ponerles remedio acudiendo a otro colega suyo para que le ayude a curarse, pero eso no puede impedirle tratar de curar a sus pacientes. Pero si no se puede pedir a los evangelizadores, catequistas y predicadores que sean «ya» santos consumados -cosa que, además, es un camino para toda la vida-, sí se puede pedir que queramos caminar sinceramente hacia la perfección cristiana. Así como la eficacia de los sacramentos es más independiente del ministro -y aun así, no del todo-, la palabra de la predicación está más vinculada a la vida del predicador, como se comprueba con frecuencia en la historia de la Iglesia. Al fin y al cabo, el artífice de nuestra santificación es el Espíritu Santo, que trabaja en nosotros incesantemente si nosotros le dejamos hacer. Recordemos este párrafo de San Antonio en la fiesta de Pentecostés sobre el Espíritu Santo y su poder transformante en el cristiano: «El río es la misma agua corriente, con el declive por donde se desliza el agua. Río es la gracia del Espíritu Santo, que hoy regó abundosamente el corazón de los Apóstoles, y los sació y limpió. (...) Aquí se trata de un río de fuego. ¿Qué es el Espíritu Santo sino fuego divino? Lo que hace el fuego con el hierro hácelo este fuego con el corazón manchado, frío y duro. Pues a la comunicación de este fuego, el alma humana depone poco a poco toda herrumbre, frialdad y dureza, y toma la semejanza completa de este fuego que la inflama. Para esto precisamente se le comunica al hombre, para esto se le infunde: para configurarla, en cuanto fuere posible. Pues por virtud del fuego divino pónese toda candente; a la vez, se inflama y se derrite en amor de Dios, según aquello del Apóstol a los Romanos (5,5): "La caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado"». O éste otro: «El que está lleno del Espíritu Santo habla diversas lenguas [cf. Hch 2,4]. Estas diversas lenguas son los diversos testimonios que da de Cristo, como por ejemplo la humildad, la pobreza, la paciencia y la obediencia, que son las palabras con que hablamos cuando los demás pueden verlas reflejadas en nuestra conducta». VI. La Palabra de Dios, palabra honrada y que honra A modo de «coda», y mirándonos en el ejemplo de San Antonio, bien podríamos decir que la evangelización es un servicio muy honroso y muy honrado, del cual no podemos avergonzarnos ante nadie. Cuando a alguien le nombran portavoz de un sindicato, de un Ayuntamiento, de un partido político, de un gobierno autonómico o del gobierno del Estado, se considera un gran honor, una gran distinción, un cargo muy honroso. Nosotros hemos sido destinados a ser portavoces de la Iglesia y del Espíritu Santo, mensajeros de Dios, Heraldos del gran Rey. La palabra eterna de Dios, el Verbo divino, en el cual están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia; la Segunda Persona de la Santa Trinidad, engendrada por el Padre, en la que se contempla y se complace viéndose a sí mismo en su infinita perfección, como en un espejo; la Palabra por la que hizo el cielo y la tierra; la que entró en nuestra historia en la vida de un hombre, hablando por boca de Jesús con palabras humanas, esa Palabra sigue resonando en la Iglesia y en el mundo por el don del Espíritu Santo. De modo universal, en todos los cristianos, un pueblo de testigos y profetas, y de modo especial, por el ministerio pastoral, al servicio del profetismo de los bautizados. El ministerio de la evangelización, la catequización y la predicación es un servicio bien honroso y que nos honra. Es, además, un servicio honrado, limpio, santo y bien intencionado. Antiguamente se estimaba más la palabra de honor entre los hombres que la firma de un documento ante notario. La palabra de un hombre honrado valía más que todo el oro del mundo, más que la vida y que la muerte. Y hasta los niños, por mimetismo, decíamos muy serios, cuando queríamos asegurar o prometer algo, «palabra de honor», o «palabra de hombre». La palabra de la evangelización, la catequización y la predicación sí que es una palabra honrada, una palabra de honor. Frente a tantas palabras huecas, inútiles, vacías, engañosas o dañinas de nuestra vida y nuestra sociedad, como son en ciertas ocasiones las palabras de los políticos, o de los comerciantes, o de los diplomáticos, de la publicidad o, simplemente, de la vida social en general, la Palabra de Dios es una palabra verdadera, auténtica, sincera, llena de vida y de fuerza, de certeza y bondad, capaz de iluminar al hombre en su camino, y de dar fuerzas para andar; capaz de realizar lo que afirma, y de cumplir lo que promete. Dios hizo una promesa, empeñando para ello su palabra de honor, su palabra de Dios. Y cuando llega el momento de cumplirla, lo que nos dio fue precisamente su Palabra, para que viva y conviva entre nosotros, para que por el Espíritu que la engendró en María se siga engendrando por medio de la Iglesia y de sus portavoces: evangelizadores, catequistas y predicadores. Como dice San Antonio de Padua, sobre el dicho del Señor «granjeaos amigos con las riquezas de iniquidad» (Lc 16,9): «Pues si las riquezas de iniquidad se truecan en justicia, distribuidas a su tiempo, ¿cuánto más las riquezas de la Palabra divina, en la que no hay maldad, levantarán hasta el cielo al buen dispensador de la misma?» [Alberto Iniesta,
Antonio de Padua, teólogo, santo y evangelizador, |
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