DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

LA ORACIÓN INDIVIDUAL Y COMUNITARIA
EN SAN FRANCISCO DE ASÍS

por Francesco Saverio Toppi, OFMCap

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Oración individual es la que se hace de corazón a corazón con Dios, es la oración contemplativa, y en ella hunde sus raíces la oración comunitaria. La oración individual determinó la conversión de Francisco, tras la acción del Espíritu Santo. El A. refiere los pasajes más significativos de las biografías del Santo, en los que se describe la vida contemplativa, sapiencial, escondida y gozosa del Poverello, quien permanecía continua y totalmente unido al Esposo, es decir, a Dios Uno y Trino. Además, Francisco instaba a sus hermanos a que lo siguieran por el mismo camino, y los invitaba a esconderse en el eremitorio del propio cuerpo para allí adorar en espíritu al Señor. La oración personal y contemplativa no indujo a Francisco a aislarse del mundo que lo rodeaba: los hermanos, los fieles y los infieles, los seres todos de la creación. Muy al contrario, la oración contemplativa de Francisco desemboca en la oración comunitaria y litúrgica: él mismo compuso Oficios, Cánticos y otras Oraciones comunitarias, y ordenó que se celebrara una sola misa al día en cada casa, favoreciendo así la oración comunitaria.

[La preghiera individuale e comunitaria in san Francesco d'Assisi, en Studi e Ricerche Francescane 7 (1978) 3-28].

El tema que se me ha confiado quiere servir de introducción a este congreso dedicado al estudio de Las casas de oración en san Francisco, en la historia franciscana y en la actualidad. Intentaré desarrollarlo indicando en las fuentes, escritos del Santo y primeras biografías, las sugerencias y enseñanzas útiles para el fin por el que nos hemos reunido. Remito a la abundante bibliografía existente sobre la oración de san Francisco, y me limitaré en mi ponencia a la oración del seráfico Padre, en su dimensión individual y comunitaria, como ejemplo y modelo para una casa, o mejor, una fraternidad de oración.

I. LA ORACIÓN INDIVIDUAL EN SAN FRANCISCO

Me parece obligado empezar poniendo el acento ante todo en la oración individual. Y digo, como en el título, «oración individual», oración que, dejando de lado puntillosas cuestiones terminológicas, identifico por motivos prácticos con la «oración personal», hecha de corazón a corazón, a solas de tú a tú, en diálogo amoroso con Dios; la identifico, pues, en otras palabras, con la «oración contemplativa». El Pobrecillo de Asís parte de la oración contemplativa, sobre ella construye su vida evangélica y en ella hunde las raíces de su misma oración comunitaria.

La oración contemplativa, la perseverancia tenaz en la búsqueda del encuentro con el Señor fue lo que determinó la conversión del joven Francisco, la transformación radical de su vida. Leemos en su primera biografía:

«Retirándose un poco del barullo del mundo y del negocio, procura guardar en lo íntimo de su ser a Jesucristo... Había cerca de la ciudad de Asís una gruta... [donde] oraba en lo íntimo a su Padre. Tenía sumo interés en que nadie supiera lo que sucedía dentro, y, ocultando sabiamente lo que con ocasión de algo bueno le acaecía de mejor, sólo con su Dios deliberaba sobre sus santas determinaciones. Con la mayor devoción oraba para que Dios, eterno y verdadero, le dirigiese en sus pasos y le enseñase a poner en práctica su voluntad. Sostenía en su alma una tremenda lucha, y, mientras no llevaba a la práctica lo que había concebido en su corazón, no hallaba descanso; uno tras otro se sucedían en su mente los más varios pensamientos, y con tal insistencia que lo conturbaban duramente. Se abrasaba de fuego divino en su interior y no podía ocultar al exterior el ardor de su espíritu. Dolíase de haber pecado tan gravemente y de haber ofendido los ojos de la divina Majestad; no le deleitaban ya los pecados pasados ni los presentes; mas no había recibido todavía la plena seguridad de verse libre de los futuros. He aquí por qué cuando salía fuera, donde su compañero, se encontraba tan agotado por el esfuerzo, que uno era el que entraba y parecía otro el que salía» (1 Cel 6).

No podía el primer biógrafo describirnos de forma más viva y dramática el esfuerzo, el tesón, la lucha interior que Francisco tuvo que afrontar en la transformación profunda de su vida, ni podía apuntar con términos más claros a la oración hecha con empeño y perseverancia como causa instrumental de esa transformación.

Y tengo que subrayar la expresión causa instrumental, para poner en el lugar que le corresponde y evidenciar la causa primera eficiente, la iniciativa de la Gracia, la acción eficaz y determinante del Espíritu Santo. Cuando se habla entre cristianos de oración, no hay más remedio que empezar por la verdad fundamental, presente de alguna manera a lo largo de todo el Nuevo Testamento y expresada de forma explícita en la Carta a los Romanos:

«El Espíritu acude en auxilio de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escruta los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios» (Rom 8,26-27).

Esta espléndida revelación bíblica explica la génesis e ilustra el desarrollo de toda oración cristiana y, por tanto, también la génesis y desarrollo de la oración de Francisco. Así lo atestiguan elocuentemente las fuentes. Los Tres Compañeros relatan

Después de haber participado Francisco en un banquete, y en una noche de fiesta, «sucedió que súbitamente lo visitara el Señor, y su corazón quedó tan lleno de dulzura, que ni podía hablar, ni moverse, ni era capaz de sentir ni de percibir nada, fuera de aquella dulcedumbre. Y quedó de tal suerte enajenado de los sentidos, que, como él dijo más tarde, aunque lo hubieran partido en pedazos, no se hubiera podido mover del lugar. Como los amigos miraran atrás y le vieran bastante alejado de ellos, se volvieron hasta él; atemorizados, lo contemplaban como hombre cambiado en otro. Uno de ellos le preguntó, diciéndole: "¿En qué pensabas, que no venías con nosotros? ¿Es que piensas, acaso, casarte?". A lo cual respondió vivamente: "Decís verdad, porque estoy pensando en tomar una esposa tan noble, rica y hermosa como nunca habéis visto otra"» (TC 7).

Para comprender y explicar, no sólo en clave teológica, sino también a nivel psicológico e histórico, el heroísmo de las virtudes de Francisco es preciso remontarse a esta experiencia carismática, arrolladora, verdadero éxtasis divinizante. Cuando se presenta el Señor en persona, y se hace experimentar como bien infinito, amor supremo y alegría plena, es lógico e irresistible un gesto como el de Francisco. Continúan relatando los Tres Compañeros:

«Desde aquel momento empezó a mirarse como vil y a despreciar todo aquello en que antes había tenido puesto su corazón; todavía no de una manera plena, pues aún no había logrado librarse del todo de las vanidades mundanas. Pero, apartándose poco a poco del bullicio del siglo, se afanaba por ocultar a Jesucristo en su interior, y, queriendo ocultar a los ojos de los burlones aquella margarita que deseaba comprar a cambio de vender todas las cosas, se retiraba frecuentemente y casi a diario a orar en secreto. A ello le instaba, en cierta manera, aquella dulzura que había pregustado, que lo visitaba con frecuencia y que, estando en plazas u otros lugares, lo arrastraba a la oración» (TC 8).

En este texto puede leerse en filigrana cómo se forma y desarrolla una vida de oración: el Espíritu Santo interviene como protagonista y obra con sus dones (la Sabiduría, sobre todo, que hace gustar la dulzura de la comunión con Dios, de la que comunica el gozo rebosante hasta la embriaguez del éxtasis...; la imagen de la esposa, aunque bíblica y tan expresiva, resulta pálida comparada con la realidad...; los místicos, con sus experiencias, saben algo de esto), y la criatura humana debe colaborar, responder con fe, con amor, dejándose guiar por la Gracia, abandonándose a la acción del Espíritu Santo. Francisco recordaba esta experiencia cuando aconsejaba a sus hermanos que por encima de todo debían anhelar «tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar continuamente al Señor con un corazón puro», etc. (2 R 10,9).

El seráfico Padre comenzó con esta experiencia, y durante toda su vida siguió gozando de ella con una intensidad incomparable. Aquí conviene leer algunos fragmentos del precioso capítulo que Celano dedica a la oración del Santo. Nuestro tema no podría ser tratado con mayor competencia y altura, ni con mayor sutileza en los análisis y más perfecta adhesión a la teología espiritual.

«Convertía todo su tiempo en ocio santo [en santa contemplación], para que la sabiduría le fuera penetrando en el alma, pareciéndole retroceder si no veía que adelantaba a cada paso... El mundo ya no tenía goces para él, sustentado con las dulzuras del cielo; y los placeres de Dios lo habían hecho demasiado delicado para gozar con los groseros placeres de los hombres. Buscaba siempre lugares escondidos, donde no sólo en el espíritu, sino en cada uno de los miembros, pudiera adherirse por entero a Dios» (2 Cel 94).

«Y ¿acertarías tú a imaginar de cuánta dulzura estaba transido quien así estaba habituado? Él sí lo supo; yo no sé otra cosa si no es admirar. Lo sabrá el que lo experimente; no se les da el saber a los inexpertos. Inflamado así el espíritu que bullía de fervor, bien sea en su aspecto exterior, bien sea en su alma toda entera derretida, moraba ya en la suprema asamblea del reino celeste. El bienaventurado Padre no desatendía por negligencia ninguna visita del Espíritu; si se le ofrecía, respondía al regalo y saboreaba la dulzura así puesta delante por todo el tiempo que permitía el Señor. Aun cuando le apremiase algún asunto o se encontrase de viaje, al notar en lo profundo de grado en grado ciertos toques de la gracia, gustaba aquel maná dulcísimo reiterada y frecuentemente. Y en efecto: hasta de camino, dejando que se adelantasen los compañeros, se detenía él, y, quedándose a saborear la nueva iluminación, no recibía en vano la gracia» (2 Cel 95).

Aquí, como en otros pasajes biográficos del Santo, puede resaltarse la importancia que tiene en la oración la experiencia de la alegría de que se goza en la unión con Dios. Creo que se debe subrayar y reafirmar esta alegría, fruto de la unión con Dios experimentada y realizada en la oración. En los últimos siglos, desde el tiempo del humanismo, que ha estimulado también la oración en sentido antropocéntrico, una cierta teología espiritual ha insinuado desconfianzas y sospechas hacia las consolaciones espirituales, en nombre tal vez de un amor puro, desinteresado, olvidando que la Iglesia continuaba pidiendo en sus oraciones litúrgicas precisamente esas consolaciones espirituales de las que se desconfiaba... Por poner un solo ejemplo, en la oración-colecta de Pentecostés, se pedía: «Oh Dios, que has iluminado los corazones de tus hijos con la luz del Espíritu Santo, haznos dóciles a sus inspiraciones para gustar siempre el bien y gozar de su consuelo» (cf. Misa votiva del Espíritu Santo). Francisco de Osuna, hermano nuestro y a quien Teresa de Ávila reconoce deberle mucho como maestro de espíritu, ha demostrado toda la fecundidad y necesidad de las consolaciones espirituales.[1] Haríamos bien en corregir alguna opinión negativa al respecto, y en pedir humilde y confiadamente al Señor la gracia de esta experiencia, vivida por el seráfico Padre, e inculcada por él en sus exhortaciones. No puede menos de hacernos pensar el hecho de que san Francisco, el santo de la alegría, indicase como remedio para la tristeza el recurso a la oración. Decía, en efecto:

«El siervo de Dios conturbado, como suele, por alguna cosa, debe inmediatamente recurrir a la oración y permanecer ante el soberano Padre hasta que le devuelva la alegría de su salvación» (2 Cel 125).

Respecto al tema, hay que estudiar la Exhortación Apostólica de Pablo VI, Gaudete in Domino, sobre la alegría cristiana. Es fundamental para un relanzamiento de la oración, para una recuperación de la vida contemplativa, como se proponen «las casas o fraternidades de oración», y en ella nos encontramos con la genuina oración franciscana.

La alegría, la embriaguez espiritual que la oración comunicaba al Poverello, no era el resultado de una disposición psicológica, un fenómeno de su temperamento emotivo, sino la conciencia del don del Espíritu, la experiencia infusa del amor de Dios al hombre. Este es el núcleo central de la oración carismática en el Espíritu, que ahora florece de nuevo en la Iglesia; este es el secreto que explica por qué se prolonga horas y horas dicha oración y la oración singular de san Francisco. Su primer biógrafo nos refiere:

«Entre otras expresiones usuales en la conversación, no podía oír la de "amor de Dios" sin conmoverse hondamente. En efecto, al oír mencionar el amor de Dios, de súbito se excitaba, se impresionaba, se inflamaba, como si la voz que sonaba fuera tocara como un plectro la cuerda íntima del corazón» (2 Cel 196).

Estamos en la fuente de la oración contemplativa, en el centro motor de ese dinamismo maravilloso, que es la vida, la oración contemplativa. El amor de Dios que hace vibrar, transformar e inflamar a Francisco no es el amor que él le tiene a Dios, sino el amor que Dios le tiene a él, el Amor infinito que el Padre le tiene en Cristo, comunicándole su mismo Espíritu, asumiéndolo en una efectiva y beatificante comunión con su vida trinitaria. Francisco es consciente de ello de una manera experimental; goza del carisma de una experiencia -diría «física»- de este Amor infinito, de esta comunión inefable y beatificante de vida con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Las ardientes exhortaciones y exclamaciones que se encuentran a menudo en sus escritos, son destellos autobiográficos despedidos por el incendio de su corazón:

«Y hagamos siempre en nosotros habitación y morada a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo...» (1 R 22,27).

«Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo... ¡Oh cuán glorioso y santo y grande es tener en los cielos un Padre! ¡Oh cuán santo es tener un esposo consolador, bello y admirable! ¡Oh cuán santo y cuán amado es tener tal hermano y tal hijo, placentero, humilde, pacífico, dulce, amable y sobre todas las cosas deseable, el cual dio su vida por sus ovejas...!» (2CtaF 48-56).

«Todos nosotros, en todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y sobreexaltemos, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen en Él y esperan y lo aman; el que es sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito, laudable, glorioso, sobreexaltado, sublime, excelso, dulce, amable, deleitable y todo sobre todas las cosas deseable por los siglos» (1 R 23,11).

Si queremos percatarnos de la oración de san Francisco, debemos detenernos en cada una de las palabras de estos textos; cada una de ellas tiene su contenido propio y denso, que refleja un modo de contemplar a Dios, un movimiento de amor, un impulso hacia Él. Ese «crescendo» de exhortaciones, con verbos que parecen repetirse, expresa la secuencia dinámica de actos muy distintos de una oración afectiva y ardiente de celo apostólico...; ese quedarse estático, admirando la riqueza de las perfecciones divinas, intenta describir, forzando y agotando el vocabulario, una contemplación purísima de Dios...; todo es transparencia cristalina de una oración que ha sido saboreada, asimilada, revivida más que analizada. Volvamos una vez más a esa fuente y bebamos con gozo del agua que de ella brota:

«Amemos todos con todo el corazón con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y fortaleza, con todo el entendimiento, con todas las fuerzas, con todo el esfuerzo, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y voluntades al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida; que nos creó, redimió y por sola su misericordia nos salvará; que a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos nos hizo y nos hace todo bien.

»Ninguna otra cosa, por tanto, deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce; que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto; el solo que es benigno, inocente, puro; de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos» (1 R 23,8-9).

Una oración contemplativa tan exuberante ocupaba por entero al pobrecillo Francisco, y lo ponía en contacto personal, íntimo, profundo con el Señor, de manera tal que le obligaba a excluir toda relación con los hombres durante la misma oración. Esta es la razón por la que buscaba la soledad, ¡y qué soledad!, si se piensa en Las Cárceles, Monteluco, Fontecolombo, Montecasale, Greccio, La Verna..., y nos imaginamos cómo serían en su tiempo estos lugares de retiro. Francisco tenía la sensación -diría «física»- de la presencia de Dios como persona viva, que lo interpelaba, que le exigía dedicación plena y exclusiva, y, por tanto, no tenía más remedio que rehuir cualquier contacto humano.

«Si sobrevenían visitas de seglares u otros quehaceres, corría de nuevo al recogimiento, interrumpiéndolos sin esperar a que terminasen... Cuando, estando en público, se sentía de pronto afectado por visitas del Señor, para no estar ni entonces fuera de la celda, hacía de su manto una celdilla; a veces -cuando no llevaba el manto- cubría la cara con la manga para no poner de manifiesto el maná escondido. Siempre encontraba manera de ocultarse a la mirada de los presentes, para que no se dieran cuenta de los toques del Esposo, hasta el punto de orar entre muchos sin que lo advirtieran en la estrechez de una nave. En fin, cuando no podía hacer nada de esto, hacía de su corazón un templo. Enajenado, absorto en Dios, desaparecía todo carraspeo, todo gemido, toda señal de disnea, todo visaje» (2 Cel 94).

Aquí aparece con bastante claridad el motivo del secreto, de la ocultación, perseguido tan celosamente en la oración: las confidencias, las intimidades del amor no pueden exponerse a los ojos de todos; nacen y florecen con plena libertad sólo en la soledad, de corazón a corazón, de tú a tú y a solas, lejos de toda interferencia extraña. El Señor mismo defendía este secreto con intervenciones prodigiosas:

«Estaba san Francisco en oración -en el lugar de la Porciúncula-, cuando el obispo de Asís vino a hacerle, como de costumbre, una visita de amistad. En cuanto entra en el lugar, se acerca con poca consideración y sin ser llamado a la celda del Santo y, empujando la portezuela, hace por entrar. Apenas mete la cabeza y ve al Santo que ora, le sacude de pronto un temblor, y, paralizándosele los miembros, pierde también el habla. De repente, la voluntad del Señor lo echa violentamente hacia fuera y es alejado andando hacia atrás» (2 Cel 100).

El Señor manifestaba así su celo por la intimidad amorosa en la que retenía a Francisco. Este, a su vez, tenía toda una táctica y una doctrina para ser fiel a los celos divinos:

«Al volver de sus oraciones particulares, en las cuales se transformaba casi en otro hombre, se esmeraba con el mayor cuidado en parecer igual a los demás, para no perder -con el aura de admiración que podría suscitar su aspecto inflamado- lo que había ganado. Lo explicó así muchas veces a sus más familiares: "Cuando el siervo de Dios es visitado por el Señor en la oración con alguna nueva consolación, antes de terminarla debe levantar los ojos al cielo y, juntas las manos, decir al Señor: -Señor, a mí, pecador e indigno, me has enviado del cielo esta consolación y dulcedumbre; te las devuelvo a ti para que me las reserves, pues yo soy un ladrón de tu tesoro". Y más aún: "Señor, arrebátame tu bien en este siglo y resérvamelo para el futuro". "Así debe ser -añadió- el que ora; que, cuando sale de la oración, se presente a los demás tan pobrecillo y pecador como si no hubiera obtenido una gracia nueva". "Por una recompensa pequeña -razonaba aún- se pierde algo que es inestimable y se provoca fácilmente al Dador a no dar más". En fin, solía levantarse para la oración tan disimuladamente, tan sigilosamente, que ninguno de los compañeros advirtiese ni cuándo se levantaba ni cuándo oraba...» (2 Cel 99).

Oración contemplativa, oración en soledad, en lo secreto del corazón: oración individual en el sentido positivo del término, y que, por tanto, no debe confundirse con la fuga del mundo, con la búsqueda de soledad por cansancio (o rechazo) de los hombres. La oración de Francisco, incluso en la soledad, en el secreto más celoso de su corazón, está poblada de coros de ángeles y santos, y es avivada por el interés hacia los hermanos, por un coloquio con el Señor que tiene un dinamismo sin igual en eficacia de salvación para los hombres. Las fuentes abundan en testimonios al respecto. Saboreemos algunos.

«Cuando oraba en selvas y soledades, llenaba de gemidos los bosques, bañaba el suelo en lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano, y allí -como quien ha encontrado el santuario más recóndito- hablaba muchas veces con su Señor: allí respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo, se deleitaba con el Esposo. Y, en efecto, para convertir en formas múltiples de holocausto las intimidades todas más ricas de su corazón, reducía a suma simplicidad lo que a los ojos se presentaba múltiple. Rumiaba muchas veces en su interior sin mover los labios, e, interiorizando todo lo externo, elevaba su espíritu a los cielos. Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración, enderezaba todo en él -mirada interior y afectos- hacia lo único que buscaba en el Señor» (2 Cel 95).

Este pasaje es uno de los más conocidos de las primeras biografías del Santo, especialmente por la célebre frase: «non tam orans, quam totus oratio factus», es decir, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración. Haría falta, sin embargo, analizar este pasaje, desentrañándolo palabra por palabra, para hacerse una idea de la oración contemplativa de Francisco. Señalamos únicamente la participación global de todo el ser de Francisco en la oración, con todos los medios expresivos del cuerpo, del corazón y del espíritu, con los gestos más sentidos y conmovedores: «gemidos... lágrimas... se golpeaba el pecho... hablaba con su Señor... respondía al Juez... oraba al Padre... conversaba con el Amigo... se deleitaba con el Esposo...». Se da toda la gama posible e imaginable de afectos, vibraciones, relaciones y contactos de la criatura con el Creador, del hijo con el Padre, de aquel que vive con intensidad máxima la comunión con Dios uno y trino, y goza de su intimidad hasta la embriaguez, en todas las fibras de su ser espiritual y material, hasta el punto de transformarse por entero en personificación de la oración. La influencia de los movimientos del cuerpo en la oración, influencia valorizada en los métodos orientales del «yoga» y del «zen», no es, pues, una novedad absoluta para quien conoce la oración de san Francisco.

Conviene citar todavía algún fragmento del estupendo capítulo conclusivo de la primera Regla, nunca profundizado suficientemente, para penetrar en el mundo interior de Francisco, en su atmósfera de oración. Recordemos que nuestro Santo no escribe por el gusto de escribir, como un literato, sino que, con una espontaneidad, inmediatez y simplicidad absolutas, echa fuera de golpe cuanto le brota en lo interior, vaciándose de cuanto le rebosa en el corazón. Leamos, o mejor, escuchemos cómo ora, orando nosotros con él:

«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra, te damos gracias por ti mismo, porque por tu santa voluntad y por tu único Hijo con el Espíritu Santo creaste todas las cosas espirituales y corporales» (1 R 23,1).

Y continúa orando, cantando su «Credo», su acción de gracias por la Encarnación, la Redención, la Parusía... Y luego añade:

«Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos con súplicas que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te complaciste, juntamente con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos, como a ti a Él os place, Él que te basta siempre para todo, por quien tantas cosas nos hiciste. Aleluya.

»Y a la gloriosa madre, la beatísima María siempre Virgen, al bienaventurado Miguel, Gabriel y Rafael, y a todos los coros de los bienaventurados serafines, querubines, tronos, dominaciones, principados, potestades, virtudes, ángeles, arcángeles, al bienaventurado Juan Bautista, Juan Evangelista, Pedro, Pablo, y a los bienaventurados patriarcas, profetas, inocentes, apóstoles, evangelistas, discípulos, mártires, confesores, vírgenes, a los bienaventurados Elías y Enoch, y a todos los santos, que fueron, serán y son, humildemente les pedimos por tu amor, que, así como te place, por todas estas cosas te den gracias a ti, sumo verdadero Dios, eterno y vivo, con tu Hijo carísimo, nuestro Señor Jesucristo, y el Espíritu Santo Paráclito, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya». (1 R 23,5-6).

Esto no es más que un haz de luz sobre la oración del seráfico Padre, oración que él eleva sobre la tierra en perfecta sintonía con la liturgia del cielo, con todos los ángeles y elegidos del paraíso, en la misma comunión de amor y de alegría de la vida intratrinitaria entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Leamos, en este momento, un pasaje del primer biógrafo:

«El varón de Dios, Francisco, ausente del Señor en el cuerpo, se esforzaba por estar presente en el espíritu en el cielo; y al que se había hecho ya conciudadano de los ángeles, le separaba sólo el muro de la carne» (2 Cel 94).

Aquí tenemos plenamente realizado lo que escribía san Pablo: «Somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20), y san Juan: «Estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1 Jn 1,3).

Todo cuanto han escrito los místicos sobre la oración como actividad previa, anticipo y reverberación de la actividad beatifica del cielo es aquí un hecho transparente, que desvela la esencia de la oración: coloquio filial y amoroso con el Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo. Es la oración cristiana por antonomasia, la oración de ese cristiano auténtico que se llama Francisco de Asís.

Oración que no es alienación de la historia, de la realidad de la vida, si nosotros, como creyentes, consideramos historia la que Dios escribe en el hombre y a través del hombre, y estimamos realidad de la vida la que eleva la naturaleza y la persona humana a la comunión de vida con Dios.

Francisco se sumerge en esta comunión de vida con Dios por medio de la oración; pero aun en la soledad, nunca se aísla de los hombres, nunca se separa de la historia, nunca desvincula su suerte de la de los hermanos. Su oración individual, contemplativa, precisamente porque nace de la unión con Dios mediante la Gracia, florece por necesidad en oración comunitaria con los hermanos y por los hermanos, porque la Gracia es también comunión con los hermanos, vida en un cuerpo único, el cuerpo místico de Cristo, que tiene muchos miembros, y vida en un único Espíritu, que nos hace a todos hijos del mismo y único Padre.

Francisco es muy consciente de ello, e incluye en su oración no sólo a los elegidos del cielo, sino también a todos los hombres de la tierra. Como prueba, baste remitir al capítulo 23 de la primera Regla en el punto en que la hemos dejado antes. En el v. 7, efectivamente, tras invitar a todos los coros de ángeles y santos a alabar y dar gracias al Señor, Francisco, al instante y sin solución de continuidad, lo cual revela que se trata de un movimiento espontáneo y connatural de su oración, baja a la tierra y se dirige a todas las categorías de hombres, sin que haya ninguna que no sea mencionada o no pueda incluirse en su larga lista, y a todas extiende su oración, que aquí se convierte necesariamente en exhortación a la verdadera fe y a la penitencia, para que todos sin excepción se salven.

He aquí cómo la acción apostólica nace de la contemplación, y el amor a los hermanos, del amor al Padre.

¿Habrá que reafirmar todavía la fecundidad de la vida contemplativa? Dando por conocida la doctrina de la Iglesia, remachada también por el Concilio (PC 7), y simplemente para ahuyentar el posible renacer del anticuado sofisma sobre la esterilidad de la vida y de la fraternidad de oración, remitimos a una enseñanza de Francisco. A propósito de los hermanos consagrados únicamente a la oración, decía él:

«Estos son mis hermanos, caballeros de la Tabla Redonda, que viven ocultos en los desiertos y en lugares apartados con el fin de dedicarse con más ahínco a la oración y meditación, que lloran los pecados propios y ajenos, que viven con humildad y sencillez; cuya santidad Dios conoce, pero es a veces ignorada por los hermanos y por los hombres. Cuando sus almas sean presentadas por los ángeles ante el Señor, entonces les mostrará el Señor el fruto y recompensa de sus trabajos, es decir, multitud de almas que se han salvado por sus ejemplos, oraciones y lágrimas, y merecerán escuchar...» (EP 72c).

El Santo podía enseñar esta doctrina porque la vivía en plenitud, y de ella daba ejemplo continuo y elocuente a los hermanos (cf. 2 Cel 172-174).

II. LA ORACIÓN COMUNITARIA EN SAN FRANCISCO

En esta línea de pensamiento de la oración contemplativa, que se abre a los hermanos y para los hermanos, es donde hay que colocar la oración comunitaria como tal, expresión de la conciencia comunitaria y de la comunión de vida con la Iglesia. En san Francisco fue muy viva y operante. Las pocas fuentes al respecto y los escasos datos que tenemos son suficientes para darnos la medida y contenidos de dicha oración. Comenzamos precisando que, para Francisco, el eremitorio, la casa de oración, no es una opción exclusiva y estable, aun cuando la vida contemplativa lo atraía de una manera preponderante. Los testimonios de los biógrafos son irrefutables, y la historia prueba que el pobrecillo de Asís, aunque contemplativo altísimo, no ha sido clasificado entre los ermitaños (cf. 1 Cel 91; LM 4,2; 12,1s; 13,1). Él es un peregrino incansable, que lleva la vida contemplativa del eremitorio por los caminos del mundo. Fruto de su experiencia profunda es lo que enseñaba a los hermanos:

«En el nombre del Señor, id de dos en dos en compostura y, sobre todo, en silencio, orando al Señor en vuestros corazones desde la mañana hasta después de tercia. Evitad las palabras ociosas o inútiles, pues, aunque vayáis de camino, vuestro comportamiento debe ser tan digno como cuando estáis en el eremitorio o en la celda. Pues dondequiera que estemos o a dondequiera que vayamos, llevamos nuestra celda con nosotros; nuestra celda, en efecto, es el hermano cuerpo, y nuestra alma es el ermitaño, que habita en ella para orar a Dios y para meditar. Si nuestra alma no goza de la quietud y soledad en su celda [es decir, su propio cuerpo], de poco le sirve al religioso habitar en una celda fabricada por mano del hombre» (LP 108h).

San Francisco tiene muy vivo el sentido de la «comunidad», o mejor, de la «fraternidad»; quiere que sus hermanos sean ermitaños en cuanto contemplativos, capaces de contemplar en todas partes, incluso por los caminos; pero ermitaños que viven una vida fraterna, comunitaria, y, por tanto, una oración comunitaria, litúrgica. La pequeña Regla para los eremitorios supone esta concepción y, consiguientemente, ofrece una síntesis armoniosa de vida eremítica y vida comunitaria, oración contemplativa y oración litúrgica, con un horario acompasado por una precisa «liturgia de las horas», con un ritmo de disciplina que descansa sobre la alternancia evangélica de la responsabilidad y de los servicios en la mutua obediencia caritativa.

Sería muy interesante seguir paso a paso el desarrollo de la oración, de individual a comunitaria, de contemplativa a litúrgica, en la primitiva fraternidad que se formó en torno a Francisco. Celano nos da una pista cuando relata cómo los hermanos le pidieron al Santo que les enseñase a orar:

«Por aquellos días, los hermanos le rogaron que les enseñase a orar, pues, caminando en simplicidad de espíritu, no conocían todavía el oficio litúrgico. Él les respondió: "Cuando oréis decid: Padre nuestro y Te adoramos, ¡oh Cristo!, en todas tus iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, pues por tu santa cruz redimiste al mundo". Los hermanos, discípulos de tan piadoso maestro, se cuidaban de observar esto con suma diligencia, puesto que ponían el máximo empeño en cumplir no sólo aquello que el bienaventurado padre Francisco les decía aconsejándoles fraternalmente o mandándoles paternalmente, sino también -si de alguna manera podían adivinarlo- lo que pensaba o estaba cavilando» (1 Cel 45).

San Buenaventura recoge la noticia y la completa:

«Se entregaban allí de continuo a las preces divinas, siendo su oración devota más bien mental que vocal, debido a que todavía no tenían libros litúrgicos para poder cantar las horas canónicas. Pero en su lugar repasaban día y noche con mirada incesante el libro de la cruz de Cristo, instruidos con el ejemplo y la palabra de su padre, que sin cesar les hablaba de la cruz de Cristo» (LM 4,3).

En el primer período, pues, los hermanos se formaron en la oración contemplativa; aprendieron del ejemplo de Francisco a meditar la pasión del Señor, a comprender y asimilar la riqueza del Padre nuestro. En un segundo tiempo y tan pronto como pudieron disponer de textos, se empeñaron en la oración canónica y oficial de la Iglesia, la celebración de la Liturgia de las Horas.

Francisco afrontó desde entonces el problema, hoy tan agudo, de la relación entre oración personal y oración litúrgica, oración individual y oración comunitaria. Se atravesaba a la sazón una encrucijada, una laboriosa fase de transición, análoga a la nuestra en muchos aspectos. La espiritualidad monástica, basada en la liturgia, formaba escuela todavía, a la vez que se estaba abriendo camino la nueva piedad, más personalizada, del pueblo que no entendía el latín y se alejaba sensiblemente del estilo aristocrático de los monasterios.

Al igual que para el planteamiento de la vida religiosa, también para la oración nuestro Santo fue colocado por la Providencia en un vértice de la historia: entre la época del feudalismo y la de los comunes, entre la espiritualidad monástica y la popular, vivamente expresada y difundida en tantos movimientos religiosos de la época. Él, con la opción fundamental de seguir siempre y en todo las huellas de Jesucristo, encontró y ofreció en armonioso equilibrio una síntesis ideal de los varios componentes e instancias de la vida espiritual y, por tanto, de la oración. Obviamente, no hemos de pensar en el resultado de un estudio ni en la formulación de una teoría; el Poverello de Asís enseñaba con la vida y abría con el ejemplo, en este caso, con su misma oración, un surco, un camino que seguir.

Francisco compuso el llamado Oficio de la Pasión adaptando a la oración contemplativa los textos bíblicos y litúrgicos, cuyo contenido desarrolla con reflexiones y afectos personales. Tradujo a la lengua vulgar, simplificó y adaptó a las categorías de su tiempo el «Cántico de los tres jóvenes en el horno» (Dan 3,57-88), creando el maravilloso Cántico de las criaturas, que quería que fuese aprendido de memoria, cantado en medio del pueblo, como alabanza a Dios e instrumento de pacificación entre los hombres. Para antes y después de las horas canónicas, resumió en una sabia antología de versículos bíblicos las alabanzas del Señor (AlHor), cuyo «Sanctus» inicial es como un eco de la liturgia del cielo. En La Verna le entregó al hermano León, que le había pedido que lo bendijera, el autógrafo que todavía conservamos y en el que, como en un espléndido «Te Deum», alaba al Señor por la inagotable riqueza de sus atributos y de sus dones de amor a los hombres (AlD). También está escrita en clave de alabanza al Señor la Paráfrasis del Padre nuestro (ParPN), en la que desentraña y comunica las riquezas de la oración que nos enseñó Jesús. Tenemos, finalmente, el estupendo capítulo conclusivo de la primera Regla (1 R 23): oración, alabanza, mensaje, que envuelve cielo y tierra, todas las categorías de la Iglesia celeste y peregrina, en el incontenible anhelo de su espíritu seráfico, para dar gracias, amar y glorificar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Estas son las expresiones características de su oración, las pocas que nos han sido transmitidas por escrito y que nos permiten penetrar en el santuario celosamente guardado de su intimidad con Dios. Así oraba Francisco: siempre abierto al universo entero, en comunión con la Iglesia del cielo y de la tierra, transformado en Cristo Jesús, con el ímpetu gozoso del Espíritu Santo, que lo proyectaba hacia el Padre y lo hacía hermano, «voz de alabanza» de toda criatura al Creador.

Para aprender de él, tendremos que familiarizarnos con sus oraciones; a tal fin podrán servirnos las ediciones de sus escritos y otras publicaciones más específicas.

Nuestro santo Fundador prescribe a sus hermanos la Liturgia de las Horas como oración comunitaria por antonomasia y oración oficial de la Iglesia, común a los clérigos y a los religiosos. Lo que sorprende en esta prescripción es particularmente la dureza con que quiere que sean castigados los transgresores. En la Carta a toda la Orden leemos:

«Ruego como puedo a fray H., mi señor ministro general, que haga que la Regla sea observada inviolablemente por todos; y que los clérigos recen el oficio... Pues yo prometo guardar firmemente estas cosas, así como Dios me dé la gracia para ello; y transmitiré estas cosas a los hermanos que están conmigo para que sean observadas en el oficio y en las demás constituciones regulares. Y a cualesquiera de los hermanos que no quieran observar estas cosas, no los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles, hasta que hagan penitencia» (CtaO 40-44).

En el Testamento insiste en el tema y recarga las tintas, ordenando incluso el arresto y captura de aquellos hermanos «que no recen el oficio según la Regla y quieran variarlo de otro modo, o que no sean católicos...» (Test 31).

Para Francisco, pues, el que «los clérigos recen el oficio divino según la ordenación de la santa Iglesia romana» (2 R 3,1), casi coincide con la observancia de la Regla y con la profesión de fe católica, por lo que no puede menos que rebelarse con vehemencia contra quienes no rezan el oficio divino o se permiten cambiar su forma. Para él, la razón suprema de toda existencia creada es la alabanza de la gloria de Dios, que es la misma razón de ser de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 1,3-17). Ahora bien, reconociendo como reconoce en el oficio divino el instrumento privilegiado para responder a tal vocación, no podía menos de querer a toda costa su cumplimiento fiel. Volcado por entero a Jesucristo y a su cuerpo místico, la Iglesia, quiere que se ejerza con celo y amor la función sacerdotal de alabanza al Padre y de oración por los hermanos.

Nuestro Santo tenía un concepto altísimo del oficio divino. Leemos al respecto en el Espejo de Perfección:

«A pesar de que durante tantos años fue aquejado de las enfermedades referidas, era tal su devoción y reverencia a la oración y al oficio divino, que, en el tiempo en que oraba o rezaba las horas canónicas, nunca se apoyaba en ningún muro o pared, sino que estaba siempre de pie y con la cabeza descubierta [es de notar que en aquel tiempo los monjes rezaban el oficio con la cabeza cubierta y sentados en la así llamada «misericordia»]... Un día llovía a torrentes; él iba a caballo por su enfermedad y gravísima necesidad. Cuando quiso rezar las horas, ya completamente calado, se apeó del caballo; con tanto fervor, devoción y reverencia recitó el oficio, de pie en el camino y desguarnecido de una lluvia continua, como si hubiera estado en la iglesia o en la celda. Y dijo a su compañero: "Si el cuerpo quiere estar sosegado y tranquilo para comer su alimento, siendo así que ambos han de ser pasto de gusanos, ¡con cuánta paz y sosiego, con cuánta reverencia y devoción debe tomar el alma su alimento que es el mismo Dios!"» (EP 94).

Adviértase la audacia de la expresión que identifica el rezo del oficio con el tomar a Dios mismo como alimento. Claramente se supone la presencia del Señor en la Palabra y en la oración de alabanza, lo mismo que en la Eucaristía: doctrina tan querida por Francisco y que el Concilio Vaticano II afirma solemnemente (Dei Verbum 21).

El pobrecillo de Asís mantenía siempre despierta y operante la conciencia de que, en el oficio divino, estaba en presencia del Señor. Una vez que se distrajo a causa de un vaso que había fabricado con sus manos, dijo: «¡Vaya trabajo frívolo... que ha logrado desviar hacia sí mi atención! Lo ofreceré en sacrificio al Señor, cuyo servicio ha estorbado». Dicho esto, arrojó el vaso al fuego, comentando: «Avergoncémonos de vernos entretenidos por distracciones fútiles mientras hablarnos con el gran Rey durante la oración» (2 Cel 97). Y por lo mismo recomendaba a sus hermanos:

«Que los clérigos digan el oficio con devoción en la presencia de Dios, no atendiendo a la melodía de la voz, sino a la consonancia de la mente, de forma que la voz concuerde con la mente, y la mente concuerde con Dios, para que puedan, por la pureza del corazón, aplacar a Dios y no recrear los oídos del pueblo por la sensualidad de la voz» (CtaO 41-42).

Está claro que nuestro Santo pone el acento en las disposiciones interiores más que en las formas externas, aunque sean las litúrgicas, corales, solemnes de las celebraciones monásticas. Para él, lo que cuenta en la oración comunitaria es sentirse parte de la Iglesia peregrina en la tierra, en comunión con la Iglesia del cielo. Quiere que los hermanos se reúnan en el coro para rezar el oficio y cantar las alabanzas del Señor, «porque en el coro se salmodia en presencia de los ángeles», en sintonía con su canto (cf. 2 Cel 197).

A la oración comunitaria de la liturgia, se une la Eucaristía, «raíz y quicio» de toda comunidad cristiana (Presb. Ord. 6). San Francisco, en una singular prescripción de la Carta a toda la Orden, manifiesta su profundo conocimiento de la Eucaristía y nos indica la manera correcta de participar en ella. Dice así:

«Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones; humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por Él. Consecuentemente, nada de vosotros retengáis para vosotros, para que a todos enteros os reciba el que se os ofrece todo entero.

»Amonesto por eso y exhorto en el Señor que, en los lugares en que moran los hermanos, se celebre solamente una misa en el día, según la forma de la santa Iglesia. Pero si hubiere muchos sacerdotes en el lugar, conténtese cada uno, por amor de la caridad, con la audición de la celebración del otro sacerdote; porque el Señor Jesucristo colma a los presentes y ausentes que son dignos de Él. El cual, aunque se vea que está en muchos lugares, sin embargo, permanece indivisible y no padece detrimento alguno, sino que, siendo uno en todas partes, obra, según le place, con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 28-33).

San Francisco parte de una contemplación extática de la presencia de Cristo glorioso en el altar, de una alabanza rebosante de estupor y alegría por la humildad abismal y el don que de sí mismo hace Jesús en la Eucaristía, para llegar a invitar, sobre todo a los sacerdotes, a que imiten su humildad, abnegación y amor, ofreciéndose a sí mismos a Aquel que se nos ofrece todo entero. La renuncia a la celebración individual de la misa, para participar en la misa única que se ha de celebrar en fraternidad, es una aplicación práctica y concreta de esa humildad, abnegación y amor, virtudes indispensables, exigidas por la Eucaristía.

En tal prescripción están presentes, sin duda, motivos históricos precisos, como la voluntad de cortar de raíz el abuso arraigado en aquel tiempo de multiplicar las misas privadas por codicia del dinero o por erróneas concepciones pietistas, que rayaban con la superstición; pero salta de inmediato a la vista de forma clarísima que el Poverello se deja guiar por la visión más pura y exacta, a nivel bíblico y teológico, de la Eucaristía. Lo esencial no es multiplicar celebraciones rituales, sino participar en ellas unidos plenamente a Cristo y a la Iglesia. La Eucaristía es la acción sacerdotal de Cristo en la Iglesia, que reúne a todos cuantos comparten la actitud de Aquel que es por antonomasia «manso y humilde de corazón», que lava los pies a los discípulos y que da como precepto suyo propio el mandamiento del amor mutuo. Más que la persona física, más que la misma celebración personal, lo que vale es la renuncia humilde hecha por amor a los hermanos y, sobre todo, la unidad de todos los hermanos con Cristo, manifestada en la participación comunitaria en la única misa.

Para recibir los frutos auténticos de la Eucaristía, lo que cuenta es comulgar con los sentimientos del corazón de Jesucristo, con humildad, amor mutuo e intimidad contemplativa. Hoy hace falta reafirmar estas exigencias de fondo, estimular sobre todo a situarse con los hechos en el contexto evangélico de la última Cena, si queremos insertarnos con la Eucaristía en el misterio pascual de Jesucristo.

No podemos forjarnos la ilusión de resolver el problema con la concelebración y la renovación externa de la liturgia; lo importante, lo esencial es palpitar al unísono con el Corazón de Cristo, que se inmola por los hermanos. Entonces la Eucaristía será verdaderamente «fuente y cumbre de nuestra vida fraterna»[2] y contribuirá eficazmente a «formar el espíritu de comunidad» (Presb. Ord. 6).

* * *

Llegados a este punto será útil precisar la verdadera naturaleza de la oración comunitaria, tal como se deduce del pensamiento y de la vida de san Francisco. Sabido es que él no fundó una orden monástica con observancia coral, sino una fraternidad evangélica con una carga muy intensa de amor mutuo. Baste recordar la paradójica exhortación del cap. 6 de la Regla bulada (2 R 6,7-8), en la que recomienda a los hermanos que se amen mutuamente más que una madre ama a su propio hijo. Damos por descontada esta enunciación, documentada abundantemente en la literatura franciscana contemporánea.

Cuando nuestras familias, en las Constituciones renovadas después del Concilio, han cambiado de rumbo, pasando de la observancia coral en sentido jurídico a la oración comunitaria, han redescubierto y recobrado sencillamente un valor específico del franciscanismo primitivo. Sólo que aún tenemos que caminar mucho para llegar a realizar el genuino pensamiento del seráfico Padre sobre la oración comunitaria.

El II Consejo Plenario de la Orden capuchina, en el n. 33 de su documento final sobre la oración, hace esta descripción exacta:

«Es verdadera oración comunitaria aquella en la que todos participan de hecho y en la que la verdadera fraternidad viene expresada en la confianza, comprensión y caridad recíproca. A este efecto pueden ser útiles, conforme a nuestra tradición, los coloquios espirituales, la comunicación de experiencias, la reflexión evangélica participada, las celebraciones comunitarias de la penitencia y de la palabra, la revisión de vida y otros medios parecidos».[3]

No sería difícil demostrar que esta descripción de la oración comunitaria y de sus varias expresiones se ajusta perfectamente a la oración de san Francisco y sus primeros hermanos. Cuando el seráfico Padre prescribe una sola misa al día en cada casa, lo hace basándose, no en leyes canónicas y normas litúrgicas o disciplinares, sino en el espíritu de renuncia en favor de los hermanos, en la humildad y amor mutuo, en la unicidad del sacrificio de Cristo que santifica a todos aquellos que son un solo corazón y una sola alma.

Esta era la concepción fundamental de la oración comunitaria, y la atmósfera evangélica en que vivió y se desarrolló la primitiva comunidad de hermanos menores en torno a Francisco. En ella convergían y a ella contribuían eficazmente las conversaciones espirituales (pensemos en los sugestivos diálogos entre el hermano Francisco y el hermano León sobre la perfecta alegría y sobre la humildad: Flor 8 y 9), los intercambios de experiencias espirituales en los encuentros fraternos tan festivos después de los viajes apostólicos (cf. 1 Cel 30), la búsqueda comunitaria de la voluntad de Dios en el Evangelio (cf. 1 Cel 15), la revisión de vida, las confesiones mutuas tan cándidas y conmovedoras, las sencillas y ardientes exhortaciones a la penitencia y a la perfección evangélica que los primeros hermanos intercambiaban entre sí y dirigían al pueblo. Todas ellas eran formas concretas, activas, vivaces, de una vida fraterna, de una oración comunitaria, enraizada en la conciencia de ser una sola familia, miembros de un único cuerpo en Cristo.

No encontraremos en la primitiva fraternidad franciscana una disciplina unitaria, una comunidad regular y organizada, ni, por tanto, una oración comunitaria, coral, como en los monasterios. De las fuentes y testimonios de aquel tiempo se deduce de manera clara e inmediata que los hermanos menores eran sumamente libres, distintos unos de otros, que iban de camino por el mundo, su auténtico claustro, o que se retiraban a las grutas y eremitorios. Pero resulta asimismo evidente que constituían un grupo bien caracterizado, homogéneo en la opción de fondo, consciente en el plano espiritual y operativo de ser una fraternidad evangélica, comprometida en realizar el designio amoroso del Padre, individualmente y juntos, con sentido de responsabilidad recíproca, los unos por los otros.

Releamos desde esta perspectiva particular los escritos y biografías de san Francisco y descubriremos la atmósfera luminosa de una vida, de una oración evangélicamente comunitaria y fraterna, en el respeto absoluto a la personalidad de cada uno. La misma historia de los capítulos es una de las expresiones más maravillosas y fecundas de esta vida y oración comunitaria de los primeros hermanos. Uno de los primerísimos testigos, Jacobo de Vitry, escribía en octubre de 1216:

«Los hombres de esta religión, una vez al año, y por cierto para gran provecho suyo, se reúnen en un lugar determinado para alegrarse en el Señor y comer juntos, y con el consejo de santos varones redactan y promulgan algunas santas constituciones, que son confirmadas por el señor papa» (cf. BAC, p. 964).

De estas asambleas comunitarias, verdaderas fiestas celebrativas de la fraternidad evangélica, en las que la oración se entrelazaba con el intercambio de experiencias y reflexiones sobre el Evangelio, nació gradualmente la primera Regla y se configuró la fisonomía espiritual de la Orden.[4]

Así nació y así se vive aún hoy el ideal del Hermano Menor. Francisco de Asís se dejó formar por el Espíritu Santo en la oración contemplativa, abierta a las dimensiones del universo. Transformado por la gracia, sintió profundamente ser Iglesia en la oración comunitaria y litúrgica, envolviendo a todas las criaturas en la alabanza cósmica del Creador. Puso, como preliminar a la Eucaristía y al anuncio de la salvación a toda la humanidad, el ser de veras «hermano menor» (cf. 1 R 16).

Así nació la familia franciscana en la historia, y ojalá que así florezca aún hoy, bajo el impulso del Espíritu Santo, su Ministro General, proyectada hacia el Padre, sobre las huellas de Cristo, al servicio de los hermanos.

N O T A S:

[1] Francisco de Osuna, Ley de amor santo, en Místicos Franciscanos Españoles, I, Madrid, BAC 38, 1948.

[2] II Consejo Plenario OFMCap, Documento sobre la oración, n. 37; en Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 68.

[3] En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 67.

[4] Cf. D. Flood - W. Van Dijk - T. Matura, La naissance d'un charisme, París, Ed. Franciscaines, 1973. El P. Flood, en la primera parte de la obra, titulada Génesis de la Regla (pp. 23-84), estudia el contexto histórico, la formación y la estructura de la primera Regla o Regla no bulada.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XVII, núm. 49 (1988) 3-24].

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