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ACCIÓN Y
CONTEMPLACIÓN |
. | Experimentamos una necesidad profunda de unidad en nuestra vida. Queremos evitar una vida dividida en compartimentos. Por un lado, tiempos de oración explícita -oración litúrgica y oración personal-; por otro, la acción al servicio de los hombres en la Iglesia y para el mundo: he ahí una concepción que rechazamos. Por otra parte, ciertas maneras de concebir la unidad entre estos dos componentes de nuestra vida no nos satisfacen. Así, el adagio: «¡Trabajar es también orar!», es verdadero, sin duda, bajo ciertas condiciones; hemos experimentado, con todo, que no es fácil vivirlo y que con demasiada frecuencia se convierte en un eslogan vacío de sentido. Asimismo, considerar la oración común o silenciosa como la ocasión de llenarnos interiormente para estar en condiciones de entregarnos enseguida a la acción, para luego tomar de nuevo fuerzas junto a los recursos ilimitados de la vida divina mediante el retorno a un tiempo de oración: he ahí otra manera de ver las cosas que no nos satisface. La revelación de Jesús a la Samaritana nos parece mucho más profunda: «El que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un manantial de agua viva que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14). El manantial no conoce un ritmo de don y de recuperación. El manantial sólo es tal en su continuo brotar. La imagen evoca una vida que se realimenta en el don mismo, en la acción misma. Entiéndasenos bien. No se trata de negar la importancia irreemplazable de los tiempos de oración explícita. Pero, sin duda, ciertas actitudes nos permitirían vivir de manera más satisfactoria la tensión inevitable entre acción y contemplación. Las que Francisco nos revela y nos recomienda en sus escritos parecen particularmente fecundas. I. EL LLAMAMIENTO A LA ACCIÓN Se impone una primera constatación: para Francisco, una actitud sólo era auténtica si se traducía en actos, una convicción sólo era profunda si se manifestaba en una acción apropiada, una enseñanza sólo podía acreditarle si primero se había dado con el ejemplo. De este modo, Francisco aparece sorprendentemente actual. ¿No estamos comprobando que los hombres de hoy, sobre todo los jóvenes, son mucho menos sensibles a una simple «ortodoxia» que a una «ortopraxis»? Al fin de cuentas, la precisión del pensamiento les importa menos que la autenticidad de la acción. O, por lo menos, para ellos, sólo la segunda puede dar peso a la primera. Francisco vivió en un mundo de exigencias muy semejantes. Eran muchos, en particular, los que se planteaban la cuestión: ¿dónde está la Iglesia verdadera? ¿Es la antigua Iglesia que invoca la sucesión apostólica, garantizada por una transmisión de poderes mediante un rito de ordenación, pero cuyos miembros aliaban con mucha frecuencia a su preocupación por la ortodoxia un estilo de vida mundano? ¿No conviene más bien buscarla en grupos marginados, condenados tal vez por la Iglesia en nombre de la ortodoxia, pero que han vuelto al estilo de vida de la Iglesia apostólica? La actitud de Francisco quizás no se inspira en una voluntad explícita de dar una respuesta a esta cuestión acongojante de su tiempo. Y, sin embargo, su ortopraxis, vivida en el seno de la Iglesia, constituyó por sí misma la mejor respuesta a ese interrogante de tantos de sus contemporáneos. 1) Espiritualidad de la acción Pongámonos primeramente a la escucha de Francisco que nos inculca la necesidad, si no la prioridad, de la acción. La Admonición 6 nos prueba cuán profundamente Francisco mismo vivió la problemática de su tiempo: de un lado, la santidad de la Iglesia primitiva en la que se caminó tras las huellas del Buen Pastor en medio de persecuciones y de pruebas de toda clase; de otro lado, la Iglesia de su tiempo en la que se contentaban con explotar las acciones del pasado en un espíritu triunfalista, sin la menor preocupación por imitarlas. Pero Francisco no lanza ninguna diatriba contra su Iglesia; prefiere acusarse a sí mismo con sus hermanos: «Por eso es grandemente vergonzoso para nosotros los siervos de Dios que los santos hicieron las obras, y nosotros, con narrarlas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6,3). Con una insistencia incansable Francisco vuelve sobre esta necesidad de la acción. No conoce otra Regla de Vida para él y para sus hermanos que la de «seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 1,2), «seguir la vida y pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo» (UltVol), «guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1). Pero él sabe que en materia de vida evangélica fácilmente se relame uno con las palabras. De ahí que no cese de recordar que la vida evangélica y el seguimiento de Cristo, tal como él los presenta en la Regla y en los otros escritos, no existen fuera de una acción evangélica: «Y suplico a Dios que Él mismo, que es omnipotente, trino y uno, bendiga a todos los que enseñan, aprenden, tienen, recuerdan y practican estas cosas, cuantas veces repiten y hacen las cosas que aquí están escritas para la salud de nuestra alma» (1 R 24,2). Enseñar, repetir, aprender... todo está ordenado a este fin: la acción. ¡Se trata de realizar, de hacer! También al final del Testamento, hecho con miras a una observancia «más católica» de la Regla, «médula» del Evangelio, Francisco prohíbe las glosas edulcorantes, y añade: «Así como me dio el Señor decir y escribir sencilla y puramente la Regla y estas palabras, del mismo modo las entendáis sencillamente y sin glosas, y las guardéis con obras santas hasta el fin» (Test 39). A los fieles, a quienes también invita a seguir a Cristo, Francisco les dirige la misma exhortación de no limitarse a hermosos pensamientos, sino de pasar a la acción: con toda la humildad y todo el amor de que es capaz, en términos que sólo emplea cuando se ventilan asuntos de capital importancia, les suplica a todos que se sientan «obligados a acoger, a poner por obra y guardar, con humildad y amor, estas palabras y las demás de nuestro Señor Jesucristo». Una variante del texto añade: «... guardarlas con santas obras ("apud se retineant cum sancta operatione"), porque son espíritu y vida» (2CtaF 87). Auténtica o no, esta variante expresa un pensamiento caro a Francisco: la puesta en práctica es el único medio de guardar auténticamente las palabras de Cristo, si no, su mismo sentido acaba por hacérsenos obscuro y escapársenos. La forma de vida evangélica y el seguimiento tras las huellas de Cristo suponen una decisión, la que el Nuevo Testamento llama «metánoia», conversión, penitencia. Para inculcar su necesidad a todos, Francisco recuerda por dos veces el texto evangélico que mejor recuerda que esa decisión debe traducirse en obras: «Haced frutos dignos de penitencia», por tanto: testimoniad con vuestras obras la seriedad de vuestra conversión (1 R 21,3; 2CtaF 25). Seguir a Cristo es comulgar con su obediencia. Por eso, los que se unen a la fraternidad, cuya Regla de vida es el Evangelio, son «recibidos a la obediencia» (2 R 2,11), por la que procuran someterse en todo al Señorío de Dios. Ahora bien, Dios manifiesta su voluntad por intermediarios humanos. De este modo hace a la obediencia crucificante, incluso desconcertante, pero también la salva de las ilusiones. El obediente queda desligado del apego a su propia razón y emplazado para probar el valor de su fidelidad a Dios por la acción: «Y si alguna vez el súbdito ve algo que es mejor y de más provecho para su alma que lo que le manda el prelado, sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios y procure, en cambio, poner por obra lo que le manda el prelado. Pues esta es la obediencia caritativa, porque cumple con Dios y con el prójimo» (Adm 3,5-6). La acción evangélica, como se ve, tiene, pues, a Dios por fin. De este modo, ella hace al hombre libre, liberado de la tiranía del «qué dirán»: «Y, aunque los tachen de hipócritas, sin embargo, no cesen de obrar bien» (1 R 2,15). Francisco insiste, finalmente, sobre la prioridad de la acción para los dos componentes «horizontales» de la vida evangélica: el amor fraterno y la misión. - El amor fraterno debe vencer no pocos obstáculos en nosotros. Por la acción es como lo conseguirá. Francisco escribe a los fieles: «Y amemos a nuestros prójimos como a nosotros mismos. Y si alguno no quiere [¿otra vez?] amarlos como a sí mismo, al menos no les haga el mal, sino hágales el bien» (2CtaF 26-27; ParPN 10). Pedagogía activa que puede transformar progresivamente el corazón. Por otro lado, Francisco sabe que nadie evitará toda ofensa hecha a un hermano; también en tal caso la reconciliación ha de hacerse con obras: «Es siervo fiel y prudente el que en ninguna caída tarda en reprenderse interiormente por la contrición, y exteriormente por la confesión y la satisfacción de obra» (Adm 23,3). Nadie está seguro tampoco de que nunca tendrá enemigos. Cristo exige amar a los enemigos. ¿Cómo? «Ama de veras a su enemigo el que no se duele de la injuria que le hace, sino que por el amor de Dios se requema por el pecado que hay en su alma. Y muéstrele su amor con obras» (Adm 9,2-3). En cuanto a la vida interna de la fraternidad franciscana, ella tiene por norma ese principio de acción que es la regla de oro del Evangelio: «Todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos» (Mt 7,12; 1 R 4,4). Imposible señalar aquí todas las aplicaciones que Francisco hace de este principio evangélico. Siempre se trata de mostrar el amor mutuo por las obras, de no amar de palabra y de boca, sino con obras y de verdad (Mc 2,18; 1 Jn 3,18; 1 R 11,6). - La misión franciscana en el mundo es, ante todo, testimonio de vida tributado a Cristo. También aquí la acción ocupa el primer puesto: « Guardad sus mandamientos con todo vuestro corazón y cumplid sus consejos perfectamente. Alabadlo porque es bueno, y enaltecedlo en vuestras obras; pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz» (CtaO 7-9). No todos tienen el don de la palabra, «pero todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17,3). Las luces que Dios les da no son, por cierto, para ellos solos, sino para el mundo. Pero deben ante todo «darlas a conocer a los demás por las obras»; «y son vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al Altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 21,2; 7,4). Hora es ya de concluir esta reflexión que esperamos no haya sido pesada. Se trataba, por el momento, sencillamente de hacer captar hasta qué punto para Francisco la acción es el signo de la autenticidad. Resultaría fácil apoyar esta constatación con su propia vida, tal como nos la cuentan sus biógrafos. 2) El consentimiento a la acción de Dios No hay vida franciscana que no sea un compromiso enérgico de seguir a Cristo con las obras. Pero en san Francisco esta afirmación es inseparable de otra más fundamental: sólo Dios es el autor de esas obras, el autor de toda acción buena llevada a cabo por nosotros. Esto es como un «leit-motiv» que se repite constantemente en sus escritos (véase Adm 2,3; 8,3; 12,2; 28,2, 1 R 17,6. 17-18; etc.). Porque, en cuanto a nosotros, «tengamos la firme convicción de que a nosotros no nos pertenecen sino los vicios y pecados» (1 R 17,7). Así, nuestra acción evangélica pertenece a Dios solo. Sólo Él nos concede el poder realizarla. Reivindicarla para nosotros equivaldría a reiterar la rebelión original de la humanidad que quiso realizarse y divinizarse por sí misma, y caer en la trampa del Adversario, inspirador de esta rebelión de autosuficiencia: «Come, en efecto, del árbol de la ciencia del bien el que se apropia para sí su voluntad y se enaltece de lo bueno que el Señor dice o hace en él; y de esta manera, por la sugestión del diablo y por la transgresión del mandamiento, lo que comió se convirtió en fruto de la ciencia del mal. Por eso, es preciso que cargue con el castigo» (Adm 2,3-5). En realidad, todo lo que hay de bueno en nosotros -pensamientos, intenciones, deseos, obras, y ante todo el reconocimiento en la fe de que Jesús es el Señor y la voluntad que de ello se deriva de someternos activamente a su señorío-, todo esto procede de la acción del Espíritu en nosotros: «Dice el Apóstol: "Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo" (1 Cor 12,3); y: "No hay quien haga el bien, no hay uno solo" (Rom 3,12)»; entendámoslo: sin la acción del Espíritu (Adm 8,1-2). Nuestra acción propia es, por consiguiente, respuesta provocada por la acción divina, don de Dios puesto en obra por nosotros. Por eso, nuestro único deseo debe ser el abrirnos a esta acción del Espíritu y corresponder a ella: «Aplíquense los hermanos a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,9). El criterio de esta apertura a la acción del Espíritu, ¿no es precisamente que no nos gloriemos del bien que Dios obra en nosotros o por nosotros? Para Francisco esta humildad, digamos, esta actitud de verdad, es capital. No sabe cómo inculcarla eficazmente. Entonces, nos conjura en nombre de lo que hay de más grande: el amor mismo que es Dios. «Por lo que, en la caridad que es Dios, ruego a todos mis hermanos, predicadores, orantes, trabajadores, tanto clérigos como laicos, que procuren humillarse en todo, no gloriarse ni gozarse en sí mismos, ni exaltarse interiormente de las palabras y obras buenas; más aún, de ningún bien que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por ellos, según lo que dice el Señor: Pero no os alegréis de que los espíritus os estén sometidos» (Lc 10,20; 1 R 17,5-6). Convencidos de deberlo todo a la acción del Espíritu en nosotros, deberíamos, desde lo mismo que Él nos permite realizar, tomar una conciencia más viva de nuestra propia incapacidad nativa para el bien: «Así puede conocerse si el siervo de Dios tiene el espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algo bueno, no por ello se enaltece su carne,[*] pues siempre es opuesta a todo lo bueno, sino que, más bien, se considera a sus ojos más vil y se estima menor que todos los otros hombres» (Adm 12). Por tanto, es Dios quien actúa en el hombre para la construcción de su Reino. De aquí se deducen algunas consecuencias prácticas. Dios ha querido, evidentemente bajo un cierto punto de vista, que nosotros seamos irreemplazables. «¡Dios necesita de los hombres!». Si nosotros no dejamos actuar al Espíritu Santo correspondiendo activamente a su obra en nosotros y por nosotros, no sólo somos inútiles, sino perjudiciales; ocupamos el sitio de otro, quien realizaría la obra de Dios en el puesto que Él a nosotros nos ha confiado, en la responsabilidad que Él nos ha conferido. Sin embargo, bajo otro punto de vista: «Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17,10; cf. 1 R 11,3; 23,7). Dios, en su libertad soberana, conserva efectivamente toda la iniciativa en la edificación de su Reino. Es, pues, libre de escoger al obrero que le plazca. Nos ha escogido porque, en su amor, ha querido confiar en nosotros. Hubiera podido escoger a cualquier otro, que hubiera realizado mejor su obra. A nosotros nos toca regocijarnos de todo avance del Reino -que es lo único que cuenta-, estemos nosotros o no en puestos avanzados: «Dichoso aquel siervo que no se enaltece más por el bien que el Señor dice y obra por su medio, que por el que dice y obra por medio de otro» (Adm 17,1). Tener envidia de aquel que parece encargado de responsabilidades más interesantes o cuya acción parece más eficaz, es, en esta perspectiva, una verdadera blasfemia: «Por lo tanto, todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice o hace en él, incurre en un pecado de blasfemia, porque envidia al Altísimo mismo, que es quien dice y hace todo bien» (Adm 8,3). El que conserva esta conciencia de la primacía de la acción de Dios, adquiere también, por lo mismo, un cierto desapego respecto a la eficacia inmediata. Dios lleva el juego según su plan y según su propio beneplácito. Resuena en la memoria la Admonición 28 de san Francisco: más que intentar exhibirnos y poner de manifiesto todo lo que el Señor nos da para nosotros y para los demás -difícilmente escaparíamos al peligro de querer ser los protagonistas-, conviene dejar al Altísimo el cuidado de manifestar a los demás Sus propias obras en nosotros. Porque el hombre que de veras quiere prestarse a la acción de Dios, entrar en el designio de Dios, se preocupa de la verdad interior de la acción; así como, por el contrario, una vida centrada sobre sí mismo busca más las apariencias que la autenticidad profunda; de este modo, corre siempre el riesgo de caer en la palabrería: «El espíritu de la carne [=quien está centrado sobre sí mismo] quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres» (1 R 17,11-12). La acción es, por tanto, un don de Dios al que hay que dar un consentimiento profundo. Así, pues, en la raíz de la acción hay primero en este sentido una pasividad, como en el «Fiat» de María en la Anunciación. Debo dejarme conducir, reaccionar ante la acción de Dios, cooperar con ella: «Dios es el que obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito», dice san Pablo (Flp 2,13). Además, todo lo que manifiesta por lo que se ve como una exigencia de Dios: la Palabra de Dios, las necesidades de mis hermanos a los que debo estar atento (esta obediencia mutua: 1 R 5,14-15), el servicio que los otros esperan, las órdenes de los superiores, las circunstancias, incluso desfavorables (esas bestias y fieras a las que san Francisco nos quiere sumisos: SalVir 13)..., todo eso me revela en realidad la acción de Dios a la que debo asentir. Es el sentido de una vida en obediencia. Evidentemente, yo no lo puedo por mis propias fuerzas. Aquí interviene la oración: «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos por ti mismo a nosotros, miserables, hacer lo que sabemos que quieres y querer siempre lo que te agrada» (CtaO 50). Esta perspectiva aporta una nueva iluminación a la doctrina de la Admonición 5 de san Francisco: no podemos gloriarnos de ninguna superioridad de nuestra ciencia, ni de nuestros distintos dones, ni de nuestra acción, aunque tuviera una eficacia casi milagrosa, sino solamente de nuestras flaquezas, «de llevar a cuestas diariamente la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo». Al igual que para Aquél que es el Hijo y que compartió nuestra flaqueza en una obediencia hasta la muerte, nuestra tentativa de obrar en perfecta coincidencia con la acción de Dios, le permite a Dios, paradójicamente, sacar partido de nuestras limitaciones (¡las ha previsto!), aun cuando esta tentativa sea para nosotros necesariamente crucificante. San Francisco, en la línea del Evangelio de san Juan, hace ver efectivamente que nuestra docilidad activa y enérgica a la acción de Dios, nos hace conformes a la imagen del propio Hijo de Dios y consuma así en nosotros la filiación divina: es hijo del Padre aquel que realiza la obra incesante del Padre. «Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda criatura humana a causa de Dios. Y sobre todos aquellos y aquellas que obren así y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor [Is 11,2; cf. Jn 1,32; Lc 4,18: al igual, pues, que sobre su Hijo], y hará en ellos habitación y morada (Jn 14,23). Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo» (2CtaF 47-52). Aquí reside el secreto último de nuestra eficacia. Francisco añade luego que este secreto es mariano también, si se nos permite la expresión. Así como se le concedió a María, por el poder del Espíritu Santo, prolongar, con su aceptación activa, el nacimiento eterno del Verbo en un nacimiento temporal que ha hecho del Verbo de Dios nuestro hermano, del mismo modo nuestro esfuerzo por acoger la acción del Espíritu de Dios y de cooperar con ella, nos da a nosotros, por este mismo poder del Espíritu Santo, prolongar el movimiento de la Encarnación, permitiéndole a Cristo que nazca en el corazón de los hombres. Él edifica el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. «Somos madres -prosigue Francisco-, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor [¡activo!] y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 53). A partir de aquí se comprende plenamente por qué para un hijo o una hija de san Francisco debe contar una sola cosa: «Aplíquense, en cambio, a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8-9). Habría que releer bajo esta luz todo lo que san Francisco dice del Espíritu del Señor. Para Francisco, el hombre nunca es el actor último de lo que realiza. La tradición franciscana implica ciertamente un «voluntarismo» característico que se origina indudablemente en el modo heroico con que Francisco respondió a las finezas de Dios. Pero se trata precisamente de una respuesta y de una cooperación (recuérdese una vez más la afirmación que acompasa el Testamento: «El Señor me dio... Y el Señor me condujo... Y el Señor me dio...»). Viceversa, el hombre, para Francisco, no es tampoco el actor último del mal. Cuando el hombre obra mal, se deja conducir por el Adversario y se inspira en esos dos satélites del demonio que Francisco llama «el espíritu de la carne» y «el espíritu del mundo» (o también «la prudencia de la carne» y «la prudencia del mundo»), nociones en las que habría que profundizar. De momento, baste recordar que, para Francisco, Satanás es un ser bien vivo y activo. Él está en el origen de la acción que, lejos de coincidir con la obra de Dios, desvía de Dios el corazón del hombre y centra al hombre sobre sí mismo y sus intereses. En realidad, Satanás lo ciega y se apodera de él. Se trata, pues, de permanecer vigilantes: «Y guardémonos mucho de la malicia y astucia de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón vueltos a Dios. Y, acechando en torno, desea apoderarse del corazón del hombre, so pretexto de alguna merced o favor, y ahogar la palabra y los preceptos del Señor borrándolos de la memoria, y quiere cegar, por medio de negocios y cuidados seculares, el corazón del hombre, y habitar en él... Por eso, pues, todos los hermanos estemos muy vigilantes, no sea que, so pretexto de alguna merced, o quehacer, o favor, perdamos o apartemos del Señor nuestra mente y corazón» (1 R 22,19-20.25). Sabemos, por lo demás, que incluso aquel que obra bien, pero se atribuye a sí mismo su acción, ha cedido ya a las sugestiones del demonio (cf. Adm 2,3-4). Así pues, para Francisco, que está en la más pura línea de san Juan evangelista, nuestras obras realizan por sí mismas un discernimiento, un «juicio»: ellas manifiestan si estamos en la luz o en las tinieblas, cegados (Jn 3,19-21). Prueban de quién somos hijos: del Padre celestial, cuyas obras realizamos (2CtaF 49), o del demonio. «Todos aquellos que no llevan vida en penitencia ni reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo [¡observemos este enlace entre Eucaristía y vida de penitencia!]; y que ponen por obra vicios y pecados; y que caminan tras la mala concupiscencia y los malos deseos y no guardan lo que prometieron; y que sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales, con los cuidados y afanes de este siglo y con las preocupaciones de esta vida, engañados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen, son unos ciegos, pues no ven a quien es la luz verdadera, nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 63-66). «¡Ay de aquellos que no mueren en penitencia», y que, por tanto, no han vivido en ella, «porque serán hijos del diablo, cuyas obras hacen, e irán al fuego eterno!» (1 R 21,8; cf. Jn 8,44). Somos, pues, hijos de nuestras obras. Pero como el origen verdadero de éstas no está en nosotros, nuestra acción manifiesta en realidad de quién somos hijos: del Padre de las Luces, cuya voluntad cumplimos, o del padre de la mentira, que nos engaña para hacernos cumplir sus deseos (Jn 8,44). ¿No nos permitiría la contemplación tener el indispensable discernimiento, que nos estableciese en la luz y nos permitiese evitar que el Adversario nos ciegue para sumergirnos en sus tinieblas? ¿No consistiría efectivamente todo el problema en ver a Dios que obra, para intentar entrar en su acción, con energía y humildad a la vez? II. CONTEMPLACIÓN Y ACCIÓN El objeto de estas páginas: acción y contemplación, impone de por sí unos límites a nuestra investigación. Por tanto, vamos a precisarlos de entrada. No consideramos aquí la oración bajo todos sus aspectos: oración litúrgica y oración silenciosa; alabanza, adoración, intercesión, acción de gracias. Se trata sencillamente de la contemplación en relación con la acción. 1) El deber de la atención En este campo, se impone una primera constatación muy sencilla. Francisco conoce la ligereza del hombre. Si no lleva cuidado, el hombre no alcanza la profundidad de su vida y, consiguientemente, no la vive en plenitud. Bajo la agitación superficial, bajo apariencias tal vez brillantes, puede estar adormecido en profundidad, ciego a las verdaderas realidades. De aquí que Francisco no se canse de exhortar a abrir los ojos interiores, a estar despiertos. Unos cuantos textos bastarán como ilustración. - En lugar de vivir superficialmente, hay que conservar una conciencia viva de la dignidad en que Dios nos ha constituido: «Repara, ¡oh hombre!, en cuán grande excelencia te ha constituido el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su querido Hijo según el cuerpo y a su semejanza según el espíritu» (Adm 5,1). Obsérvese la interpretación inmediatamente cristológica de la imagen y semejanza divinas (cf. Gén 1,26) que constituyen la dignidad del hombre, interpretación bastante rara en la tradición; es típica del cristocentrismo de Francisco. - Particularmente grave sería la actitud del sacerdote que administra la Eucaristía con rutina, olvidado de la grandeza de su vocación y de las exigencias que ella lleva consigo. Francisco le recuerda el carácter sublime de la Eucaristía y añade: Abrid los ojos, « considerad vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque Él es santo. Y así como os ha honrado el Señor Dios, por razón de este ministerio, por encima de todos, así también vosotros, por encima de todos, amadle, reverenciadle y honradle. Miseria grande y miserable flaqueza que, teniéndolo así presente, os podáis preocupar de cosa alguna de este mundo» (CtaO 23-25). Así, todo hombre, y el sacerdote por encima de todos, deben permanecer atentos a su dignidad: ¡que permanezcan despiertos al sentido de la relación con Cristo! De aquí deriva su grandeza, tanto la de su vocación como la de su acción. Ahora bien, esto supone un amor al Señor siempre en vilo. De donde una nueva serie de llamamientos a la atención: - «Reparemos todos los hermanos en el buen Pastor, que por salvar a sus ovejas soportó la pasión de la cruz» (Adm 6,1): sigue la exhortación a caminar sobre sus huellas con obras, como verdaderas ovejas suyas. - «Prestemos atención todos los hermanos a lo que dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian, pues nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo al que le entregaba y se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron» (1 R 22,1-2). - A propósito de la Eucaristía: «Mirad, hermanos, la humildad de Dios» (CtaO 28); no la celebréis, pues, sin prestar atención a esa «humildad sublime y humilde sublimidad»; sigue la invitación a entrar con todo nuestro ser en el sacrificio en el que Cristo se nos entrega (cf. CtaO 29). La atención a Cristo se concentra, por tanto y no nos extrañaremos por parte de Francisco, en la pasión y en la Eucaristía. A lo que puede añadirse muy bien la encarnación: ¿no comienza Francisco su carta a todos los fieles por una evocación admirable de la encarnación para que la tengan presente todos sus «corresponsales»? (2CtaF 4-5). Pero esta atención positiva a Cristo y a nuestra relación con él, fuente de nuestra dignidad, no es fácil. De aquí la preocupación de Francisco ante las astucias del Adversario. Por todos los medios procura éste impedirnos ver a Cristo y distraernos de lo esencial. Recuérdese el texto ya citado de 2CtaF 63-66. Se podría alargar la lista de las exhortaciones en las que Francisco dice a sus hermanos: «Considerad», abrid pues los ojos, no os dejéis cegar; y: «Prestad atención», «Reparad», no os durmáis. De ordinario, recoge entonces o glosa palabras del Evangelio. Baste por el momento citar algunos ejemplos. - «El Señor manda en el Evangelio: Mirad, guardaos de toda malicia y avaricia; y también: Precaveos de la solicitud de este siglo y de las preocupaciones de esta vida» (1 R 8,1-2; cf. Lc 12,15; 21,34): es la introducción al capítulo sobre la prohibición del dinero. Porque «el diablo quiere cegar a quienes lo codician y estiman más que a las piedras» (1 R 8,4). - A propósito de los misioneros: «Recuerden que se dieron y abandonaron sus cuerpos al Señor Jesucristo»; «Dice el Señor... no les cojáis miedo, y no tengáis miedo a los que matan el cuerpo y después de esto no tienen más que hacer. Mirad, no os turbéis. Pues en vuestra paciencia poseeréis vuestras almas» (1 R 16,10-21). - A todos los hermanos: « Recuerden lo que dice el Señor: Pero estad precavidos, no sea que vuestros corazones se emboten con la crápula y la embriaguez y en las preocupaciones de esta vida, y os sobrevenga aquel repentino día» (1 R 9,14). La atención centrada en el fin último también es efectivamente indispensable. Francisco lo recuerda «a las autoridades de los pueblos», en la perspectiva del juicio riguroso de Dios: « Considerad y ved que el día de la muerte se acerca» (CtaA 2; véase también lo que sigue en la carta). Esta atención es esencial, aunque no se fije su consideración exclusivamente en la posibilidad de la condenación: ¿no es necesario vivir de manera que no se tenga que lamentar el haber carecido de amor? Así, Francisco no se cansa de luchar contra la superficialidad, de insistir sobre la atención, sobre la vigilancia. Constatación elemental. Pero, ¿no será ella la base humana indispensable para la contemplación? Ella introduce en esa meditación, que es todavía distinta de la contemplación, pero que la prepara y es hermana de la quietud, de la paz interior: «Donde hay quietud y meditación, no hay preocupación ni disipación» (Adm 27,4). 2) Los corazones limpios verán a Dios Contemplar, contemplación: estas palabras no pertenecen al vocabulario de Francisco. Nunca emplea el sustantivo. El verbo sólo aparece en la Admonición 1, adaptación suya de un texto anterior sobre la Eucaristía. Pero no importa: ese verbo que en tal circunstancia él ha hecho suyo, está empleado en un sentido altamente significativo, y con equivalentes que proceden del lenguaje de Francisco: «Y como se mostró (el Hijo de Dios) a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero» (Adm 1,19-21). De este modo, en el pensamiento de Francisco, contemplar o ver a Dios y a su Cristo es actuar la fe a partir de un dato sensible. La contemplación es una mirada de fe sobre los seres y los acontecimientos. Es, ante todo, la mirada de fe proyectada sobre Cristo: en su realidad humana, para «ver y creer... que es el verdadero Hijo de Dios»; en su sacramento, para «ver y creer» que el pan y el vino son «realmente su santísimo cuerpo y sangre». Esta mirada no es posible más que por obra del Espíritu Santo. Solamente por el Espíritu el hombre puede ver al Hijo en cuanto igual al Padre, y ver al Padre al contemplar al Hijo, único camino hacia el Padre (cf. Adm 1,1-12). En pocas palabras, la contemplación no es otra cosa que la fe viva en ejercicio, gracias a la acción del Espíritu Santo. Ella puede y debe englobar progresivamente todo lo que constituye nuestra vida: encuentros, acontecimientos pequeños y grandes, nuestras ocupaciones de cada día. Fe viva. Ella es la que nos permite discernir en toda circunstancia a Dios presente y operante, misteriosa pero realmente. Se desarrolla en la adoración, la alabanza, la gratitud por la obra de Dios en la creación y en la historia de los hombres. ¡Qué grandes y sorprendentes son las maravillas operadas por Dios en el corazón de los hombres, para quien sabe discernirlas! Pero esta contemplación supone siempre la acción del Espíritu en nosotros. De aquí la recomendación de Francisco heredada del Apóstol: que no apaguemos el Espíritu (1 Tes 5,19), que quiere orar en nosotros y conducirnos a entregarnos a Dios, cualquiera que sea nuestra ocupación (2 R 5,2; CtaAnt 2). Así se perfila en el horizonte de nuestras vidas la buscada unidad entre acción y contemplación -¡la unidad de nuestra vida!-. Aprendiendo a ver a Dios actuando en todas partes, estaremos en condiciones de corresponder a su acción, mejor dispuestos a abrirnos a ella para dejarle obrar en nosotros. Sabemos, ciertamente, que la tarea es ardua. Escuchemos otra vez a Francisco que nos habla de las condiciones de una tal contemplación. Siempre habla de ella en relación
con un conjunto de elementos: Refiriéndose al diálogo de Jesús con la Samaritana, Francisco nos afirma: «Es lo que Él busca por encima de todo» (1 R 22,26; 2CtaF 19; cf. Jn 4,23). Transcribimos primero los textos principales. «En la santa caridad que es Dios (1 Jn 4,16), ruego a todos los hermanos, tanto a los ministros como a los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren al Señor Dios, y háganlo con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca por encima de todo; y hagamos siempre en ellos habitación y morada a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de rehuir todos los males que han de venir y de estar en pie ante el Hijo del hombre (Lc 21,36). Y cuando os pongáis en pie para orar, decid: Padre nuestro que estás en el cielo (Mc 11,25; Mt 6,9). Adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer (Lc 18,1); pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y en verdad (Jn 4,23-24)» (1 R 22,26-31). «Oh, cuán dichosos y benditos son los que aman a Dios y obran como dice el Señor mismo en el Evangelio: Amarás al Señor tu Dios, con todo el corazón y con toda la mente, y a tu prójimo como a ti mismo (Mt 22, 37.39). Amemos, pues, a Dios y adorémosle con puro corazón y mente pura porque esto es lo que sobre todo desea cuando dice: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad (Jn 4,23). Porque todos los que lo adoran, es preciso que lo adoren en espíritu de verdad (Jn 4,24). Y dirijámosle alabanzas y oraciones día y noche, diciendo: Padre nuestro que estás en los cielos (Mt 6,9), porque es preciso que oremos siempre y no desfallezcamos (Lc 18,1)» (2CtaF 18-21). «Dichosos los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Son verdaderamente de corazón limpio los que desprecian lo terreno, buscan lo celestial y nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y ánimo limpio» (Adm 16). Ensayemos un comentario de estos textos magníficos. Contemplar, recordémoslo, equivale para Francisco a ejercitarnos en una mirada de fe, que permite ver a Dios. Esta visión, don del Espíritu Santo, se ejerce eminentemente a propósito de Cristo en su humanidad, en su sacramento, en su Iglesia (cf. Test 9 a propósito de los sacerdotes). Se apoya también en cualquier otra experiencia. Requiere evidentemente una condición: la fe debe ser consecuente consigo misma y traducirse en una adhesión íntegra y completa al Señor. Francisco llama a esta adhesión íntegra y exclusiva del corazón y del espíritu al Señor «pureza», «sencillez», «pura sencillez» (cf. 1 R 17,15; Test 39; SalVir 1; etc.). Aquí interviene, pues, la ascesis, o mejor, para ser fieles al modo de expresarse de Francisco, la vigilancia. 1) Por una parte se trata, en medio de toda actividad, de «suprimir todo impedimento» al don de sí mismo a Dios. Francisco se explica. Apunta a la búsqueda de «recompensas, de realizaciones, de ventajas» personales (merces, opus, adjutorium). Él discierne ahí una astucia de Satanás que se esfuerza así por impedirle al hombre «tener su espíritu y su corazón vueltos hacia el Señor». Entendámonos bien. Somos felices también encontrando un desarrollo personal en tareas que corresponden a nuestras aptitudes y a nuestros gustos. La cuestión esencial está en otra parte: ¿hacia quién tiende realmente nuestro espíritu y nuestro corazón? Es decir, ¿para quién vivimos y obramos? ¿Para el Señor y la venida de su Reino o, en definitiva, para nuestra satisfacción personal? Un criterio para saber si nuestra vida sigue centrada sobre nosotros, que le parece decisivo a Francisco, es la ausencia de paz, la inquietud, la agitación, la irritación, o sea, lo que él llama las preocupaciones (curae), la solicitud inquieta ( sollicitudines), los negocios y cuidados seculares (saecularia desideria), en una palabra, la perturbación ( perturbatio). Todo esto proviene siempre de una crispación interior de las ideas, programas, gustos, costumbres que nos son queridas y a las que nos aferramos. ¿Nos impiden ciertas personas o circunstancias seguir aquellas orientaciones que nos parecen dar valor a nuestra vida? Inmediatamente nos sentimos perturbados, incapaces de situarnos frente a Dios, a los hombres, a las cosas, y de encontrarnos a nosotros mismos. No somos ni limpios ni pobres de corazón: nuestro tesoro no está en Dios, sino en nosotros mismos. Francisco está convencido de que nos dejamos engañar por Satanás: en rigor, es a él a quien sirve nuestro espíritu; nuestro actuar se realiza todavía, al menos parcialmente, bajo su influencia. Estamos cegados por él y nuestro corazón no puede ver a Dios: «Son unos ciegos, pues no ven a quien es la luz verdadera, nuestro Señor Jesucristo» (cf. 1 R 22,10-24; 2CtaF 63-66). Señalemos de paso que el corazón limpio, que «desprecia lo terreno», no es otro que aquel que, situándolo todo en relación con Dios, no deja que cosa alguna se convierta en objeto de codicia (Adm 16). La purificación que aquí se requiere es inaccesible a nuestros propios esfuerzos. Tenemos que pedírsela a Dios. En la admirable oración que concluye la carta a toda la Orden, Francisco nos hace orar para que Dios oriente nuestro ser, acciones y deseos hacia Él, y los haga conformes a su voluntad (¡a su acción!): por su sola gracia estaremos de este modo interiormente purgados, iluminados y bajo la moción encendida del Espíritu Santo (CtaO 50-51). 2) Por otra parte, y más positivamente, la adhesión al Señor se refleja en la oración continua. Esto es precisamente lo que nos crea un problema. Por muy purificados y sin complicaciones que nos encontremos, nos parece muy difícil estar orando siempre, a no ser que nos mantengamos en una tensión inhumana. Porque nosotros rechazamos la máxima simplista: «trabajar es también orar», en la medida en que ésta nos parece un eslogan. Ahora bien, ¿no nos da Francisco una indicación preciosa cuando vincula al «Padrenuestro» el deber de orar siempre (1 R 22,27-29, y sobre todo 2CtaF 21)? Francisco no ha querido ciertamente que recitemos «día y noche» Padrenuestros. Es necesario, pues, según parece, esclarecer su doctrina con la de san Agustín sobre la oración constante. Además, su pensamiento está en la mejor tradición agustiniana. Véase, por ejemplo, la carta de san Agustín a Flora (Carta 130, PL 33, 494-507). Si la limpieza de corazón nos aleja de una vida y de una acción centradas sobre nuestras satisfacciones, el Padrenuestro da justamente la norma de los deseos rectificados: nos enseña a desear la gloria de Dios y la venida de su Reino. Orar siempre es desear en todo y a través de todo eso único necesario. Dios, que sondea los corazones, percibe en ese deseo una oración continua. Pero, como nuestro deseo tiende siempre a cerrarse sobre sí mismo, hay que ir rectificándolo periódicamente. De ahí la necesidad para nosotros de volver regularmente a la fórmula del Padrenuestro en la oración explícita, para reorientarnos interiormente. Nuestro corazón podrá entonces estar suficientemente anclado en Dios para que toda acción sea oración, manifestación de nuestra voluntad de entrar en la acción de Dios que construye para su gloria un Reino, vida verdadera para los hombres. Esto es, sin duda, lo que Francisco llama, en la explicación de la bienaventuranza de los corazones limpios, «buscar las cosas del cielo» (=del Reino de los cielos). ¿No es así como podrán realizarse las perspectivas magníficas, mencionadas ya a propósito de la acción, que Francisco despliega ante nuestros ojos sobre la filiación divina por la realización de la obra del Padre, sobre la eficacia, que hemos llamado «mariana», de nuestra acción engendrando al Hijo en el corazón de los hombres, sobre nuestros desposorios con el Espíritu Santo (2CtaF 48-53)? Semejante unidad de acción con los Tres que son Dios, podrá hacer de nosotros «un Templo y una morada para Él, el Señor omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo». Convertidos en este Templo, podremos ofrecer nuestra vida entera como culto, como «adoración en Espíritu y en Verdad» o, según la variante sin duda intencionada de Francisco, «en el Espíritu de verdad», es decir, bajo la moción del Espíritu Santo (2CtaF 19-20). De ese modo, deberíamos también llegar a una forma de contemplación muy adaptada a las exigencias actuales: la limpieza de corazón hace ver a Dios en el ejercicio de la fe, en toda realidad. Liberados de la ceguera causada por nuestros deseos egocéntricos, se nos concederá discernir a Dios presente en todo bien que encontremos y que es testimonio de su acción, puesto que Él es su Autor (la belleza de la creación, el hombre en su grandeza y dignidad, el esfuerzo de cualquiera que busque superarse, las aspiraciones hacia la justicia y la paz en nuestro mundo, la acción secreta del Espíritu en nosotros), y por encima de todo en la contemplación de Jesucristo. Entonces brotaría de nuestros corazones la alabanza ininterrumpida. Esto, sin perjuicio de la alabanza y de la adoración silenciosa, en tiempos fuertes de oración, expresión normal de nuestro amor y necesidad ineludible de mantener la rectitud y la salud de nuestro espíritu, ajustándolo a la santidad de Dios. N O T A: * La «carne» no es el cuerpo, sino que, como en la Biblia, tal palabra designa al hombre en su condición de flaqueza original, y también en su tendencia al mal: bajo este doble título es «opuesta a todo bien». Cf. I. Omaechevarría, El "espíritu" en la Regla y Vida de los Hermanos Menores, en Selecciones de Franciscanismo n. 8 (1974) 192-211. [En Selecciones de Franciscanismo, núm. 22 (1979) 117-131] |
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