|
LA MEDITACIÓN
FRANCISCANA
|
. | NATURALEZA DE LA MEDITACIÓN FRANCISCANA Uno de los rasgos más característicos de la fisonomía espiritual de san Francisco es su discreción respecto a sus experiencias íntimas. Dotado personalmente de un exquisito "pudor" que le impedía poner al descubierto sus riquezas espirituales y temeroso de que dicho descubrimiento pusiera en grave peligro su pobreza espiritual, no se sintió obligado a describirnos su itinerario místico. Esto nos fuerza a reconstruir sus experiencias internas a través del prisma de sus enseñanzas o exhortaciones, conservadas casualmente en sus Escritos. Pero dado el carácter fragmentario de éstos, carentes de una finalidad autobiográfica, resulta casi imposible formarse una idea exacta de su vida mística. Si, para completar la imagen, nos vemos obligados a recurrir, además, a los primeros biógrafos, necesitaremos tener siempre en cuenta el influjo que ha ejercido en ellos la teología tradicional o sus propias opciones, a la hora de describir los fenómenos espirituales del santo. Sentadas estas premisas, pasemos a abordar nuestro tema. Ante todo, hemos de constatar, aunque sea brevemente, el hecho innegable de que Francisco, ya desde los inicios de su conversión, se dedicaba con frecuencia y prolongadamente a la oración mental. A su regreso de Espoleto, cuando aún vivía en casa de su padre, encontrándose en cierta ocasión con sus compañeros de fiestas, experimentó de repente la dulzura divina:
Y añade la misma fuente:
Notemos ya desde ahora el concepto maravilloso que Francisco tenía de la oración: con ella acogía en su interior a Jesucristo. El lector podrá advertir también el nexo existente entre la gracia mística al sentir la irresistible dulzura divina y la predilección por la oración en el recogimiento. En este sentido, meditar significa gustar de la dulzura de Dios presente en nosotros. Es interesante recordar otro pasaje de la Leyenda de los Tres Compañeros, que se refiere también a este primer período:
Resulta, pues, superfluo subrayar el elemento eremítico transparente en esta narración viva. Dadas las circunstancias de vida en las que se encontraba entonces, Francisco oró insistentemente y de forma particular para que la bondad paternal de Dios le revelase el camino a seguir en el futuro. Por su parte, san Buenaventura nos refiere cómo se ejercitaba la primitiva fraternidad en la práctica de la oración:
No carece de interés exponer a continuación las expresiones empleadas por los biógrafos para indicar la oración mental. Siguiendo una tradición multisecular, Tomás de Celano habla con frecuencia de «darse a la contemplación» (2 Cel 46), o también de «entregarse a las ilustraciones del cielo» (2 Cel 35) y de darse intensamente a la santa oración (2 Cel 68). El biógrafo usa directamente también la expresión meditationes sacras, «santas meditaciones» (2 Cel 7), o bien «volver de sus oraciones particulares» (2 Cel 99). La nomenclatura empleada por Celano revela, por lo menos, que se trata de una oración personal, realizada en la esfera de su interioridad, con un fervor particularmente intenso y, a ser posible, en lugares solitarios. Pero mucho más significativo resulta el concepto de oración, tal como se transparenta en algunos textos de los Escritos. En un fragmento de la Primera Regla, Francisco percibe la oración en el hecho de que «el hombre dirija la mente y el corazón a Dios» y advierte el peligro de que «nuestra mente y nuestro corazón se aparten del Señor» (cf. 1 R 22,25-26). Nos hallamos ante una intuición espiritual muy profunda. La oración digna de este nombre no puede agotarse en una retahíla de palabras sin participación del espíritu, «como hacen los paganos, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados» (Mt 6,7), o en la reflexión teórica sobre Dios, ni siquiera en un afecto piadoso pasajero. Por el contrario, orar es el encuentro personal del hombre con Dios a nivel de aquella profundidad del alma que los místicos llaman «ápice de la mente», «hondón del alma» o, con palabras más accesibles a la mentalidad moderna, centro de la personalidad humana. Tal zona del alma, elevada y santificada por la gracia, y en la cual permanecen todavía unidas la inteligencia y la voluntad, debería ser alcanzada, activada e impulsada hacia Dios en toda meditación. Llegados a este punto, hemos de tener presente el hecho de que Francisco vivió de manera sorprendente el misterio de la Santísima Trinidad. «Y hagámosle siempre allí [en el corazón y la mente] habitación y morada (cf. Jn 14,23) a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,27). Por ser el centro de nuestra persona y el lugar donde se da cita y se realiza el encuentro del hombre con Dios Trino, Francisco se esforzaba en que su oración mental estuviera unida a una búsqueda continua de soledad. Pretendía con ello crear un clima más favorable para penetrar en dicha profundidad y encontrar en su corazón a Aquel a quien alaba:
FUENTES PREFERIDAS DE LA MEDITACIÓN FRANCISCANA El diálogo de Francisco con Dios Trino se alimentaba de la Sagrada Escritura. Francisco conocía con gran claridad el motivo de la dignidad incomparable del Libro de los Libros. En la introducción de su Carta a todos los Fieles afirma:
La voz del Verbo divino resuena ininterrumpidamente en las palabras reveladas; en ellas está presente y operante la fuerza del Espíritu Santo. Por eso son «espíritu y vida» (Jn 6,64) para todo aquel que accede a las mismas con fe y amor. Esta visión, sorprendente en una persona que carecía de formación teológica, le llevó a exhortar con insistencia a sus hijos: «Retengamos, por consiguiente, las palabras, la vida y la doctrina y el santo evangelio de aquel que se dignó rogar por nosotros a su Padre...» (1 R 22,41). Francisco no tuvo tantas posibilidades como nosotros para leer la Biblia. Hasta la invención de la tipografía, cualquier libro era un objeto precioso y de precio prohibitivo, sobre todo para un amante de la pobreza. Por eso no nos ha de extrañar que conociera de memoria las partes de la Biblia que se hallaban a su alcance. Tomás de Celano dice a este respecto «que se diría que era un hombre embebido de continuo en las Escrituras» (2 Cel 104). De hecho, Francisco había aprendido a leer y escribir en la escuela parroquial de San Jorge en Asís, sirviéndose probablemente del Salterio, y puede ser que, en tal ocasión, lo aprendiera de memoria. El Oficio de la Pasión pone de manifiesto hasta qué punto conocía los Salmos. Más tarde, Francisco se encuentra ya capacitado para escoger en cualquier momento un versículo adaptado a la meditación, sin necesidad de recurrir a los libros, y lo repite tantas veces que llega a gustar profundamente de su significado y de su fuerza vital. Típico de este ejercicio es el versículo 23 del Salmo 54: «Encomienda a Dios tus afanes, que él te sustentará», que solía repetir a sus frailes cuando los enviaba a predicar la penitencia. Dicho versículo, en la versión del Salterio Romano, del cual lo citaba, expresa todavía más claramente su fe heroica en la Providencia y su mentalidad de peregrino. Tomás de Celano nos informa de cómo y con qué espíritu se acercaba Francisco, a la Biblia:
Su actitud ante la Biblia, por tanto, no estaba motivada por una curiosidad intelectual, sino por un vivo deseo de encontrarse constantemente con el Señor en su palabra revelada. Su comprensión extraordinariamente profunda del mensaje divino no dependía de una preparación cultural específica, sino que era el resultado de su connaturalidad hacia el mensaje, por obra de su transparente pureza interior, de su vigilante escucha y de su intenso amor. Su lectio divina, «lección divina», aunque verosímilmente no leyó nunca todos los libros sagrados, fue, más que lectura, meditación prolongada, admiración extasiante y docilidad pronta a traducirse en práctica. Francisco leía la palabra divina a la luz del Verbo, quien le explicaba su significado, hasta el extremo de dejar sorprendidos a los mismos exegetas. En estrecha conexión con la fuente primaria de la oración, la Biblia, se encuentran los misterios de la salvación. Es interesante constatar cómo Francisco contempla la historia de la salvación bajo el prisma singular de su carisma. Así aparece en la siguiente narración:
El ejemplo de la humildad y pobreza de Cristo guiaba su lectura y meditación bíblica y, al mismo tiempo, era para él criterio de elección preferencial y perspectiva particular de interpretación. Francisco hizo que se le expusiera la Biblia entresacándola de la Liturgia. Según parece, el misal fue, en un principio, el único medio de que disponía para adquirir sus conocimientos bíblicos. Tanto es así que el gran giro de su vida -su conversión- se realizó a través del encuentro con fragmentos bíblicos contenidos en el misal. E incluso más tarde, cuando en Santa María de los Angeles había un códice completo del Nuevo Testamento y la recitación del Oficio divino había ampliado considerablemente sus conocimientos bíblicos, Francisco atribuía una importancia preferente al fragmento evangélico de la misa del día. De hecho, en el Alverna, fray León, su compañero íntimo,
Esto mismo queda confirmado en una anotación que se encuentra en la primera página del Evangeliario unido al Breviario de san Francisco, escrita por fray León en persona:
La creación, otra fuente de meditación para Francisco, exigiría un largo estudio monográfico. Entre los varios elementos resultaría que la «mística de la naturaleza» de san Francisco es fruto exquisito de su oración en contacto vivo con las criaturas, en las cuales contempla siempre la infinita grandeza y bondad del Creador. «MÉTODO» DE LA ORACIÓN FRANCISCANA Hablar de método, es decir, de un modo racional de proceder en la práctica de la oración mental de san Francisco, puede parecer, a primera vista, una paradoja, pues ni los Escritos ni los biógrafos ofrecen ocasión alguna para deducir que él siguiera personalmente, o elaborase para otros, un sistema de meditación, como han hecho otros santos. Dicho procedimiento parecería en contradicción con la libertad evangélica a la que siempre se atuvo Francisco. Por «método», así, entre comillas, intento indicar simplemente algunas fases de la oración mental inherentes a la naturaleza humana, que Francisco no pudo descuidar, y que corresponden a su índole humano-religiosa, en lo que de ella conocemos. Se trata de un primer intento de aproximación, con todos los riesgos de subjetivismo o de interpretación forzada que pueden ir anejos. Nos apoya, sin embargo, el hecho de que también Francisco, no obstante referirse a un caso particular, habla de «las cosas que consigo de Dios a fuerza de mucha oración y meditación» (LP 106). El contacto con Dios choca en el corazón del hombre contra la naturaleza sensible, atraída y desviada por muchos otros objetos. El primer estadio fue el recogimiento. El biógrafo Tomás de Celano nos habla del esfuerzo de Francisco por apartar las distracciones durante la oración (2 Cel 97; cf. LM 10,6). También él tenía que empeñarse a fondo para verse libre de fantasías vanas y espantar las moscas fastidiosas de la distracción, antes de alcanzar una serena e intensa unión de su corazón con Dios. Francisco se sirvió de todos los medios a su alcance para favorecer el proceso de interiorización, por ejemplo, lugares solitarios, casi inaccesibles al hombre, una segunda celda dentro de la normal, con el fin de restringir al máximo el campo visual y el espacio vital, el silencio ambiental, vocal, evangélico y mental. Otro estadio en el campo del desprendimiento lo constituyó el arrepentimiento de los pecados y negligencias cometidas. El episodio narrado por Celano acerca de la infusa «certeza del perdón de todos sus pecados», acaecido posiblemente en Poggio Bustone, manifiesta la postura típica del santo. La jaculatoria: «¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador!», repetida constantemente en aquella oración, podría indicarnos su costumbre habitual al acercarse a la Santidad infinita de Dios (cf. 1 Cel 26). Este elemento de compunción no sólo se encuentra en el Confiteor de la Carta a toda la Orden, sino incluso en el Cántico del Hermano Sol: «y ningún hombre es digno de hacer de Ti mención». A todo esto seguía normalmente la consideración de un texto bíblico, o de un misterio divino, o de un acontecimiento o suceso de la jornada. Aunque sus Escritos no nos permiten sacar muchas deducciones al respecto, Francisco debía ser conocedor del procedimiento discursivo, pues no hubiera podido renunciar nunca a su naturaleza marcadamente poética. Por lo demás, falto de una cultura filosófico-teológica en sentido estricto, su procedimiento de meditación discursiva se movía más por asociación de ideas, a partir de ciertas afinidades, que por la lógica del razonamiento. Encontramos ejemplos muy significativos de este proceder en sus Admoniciones, y particularmente en la primera «acerca del Cuerpo de Cristo». Es probable que esta fase discursiva se redujera e incluso desapareciera por completo, conforme iba progresando en la contemplación mística, pues sabemos que, con el tiempo, cualquier motivo era suficiente para conseguir inmediata y plenamente el diálogo con Dios. El hecho siguiente, transmitido por Celano, nos sirve de ejemplo y documenta esta afirmación:
Como ha destacado muy bien el padre E. Grau, la devoción particular de Francisco al «Amor de Dios» no se refiere al amor que nosotros tenemos a Dios -genitivo objetivo-, sino al amor que Dios nos tiene -genitivo subjetivo-. Si bien Francisco exhorta con frecuencia a amar a Dios con todas las fuerzas, comprende que los esfuerzos humanos son infinitamente inadecuados para alcanzar las exigencias de la meta propuesta. El hombre no debe presumir nunca de haber progresado suficientemente en el camino del amor, o de poseerlo sin más, como un fin conseguido. Como demuestra claramente la última frase citada, ejemplo típico de un pensamiento que él acostumbraba saborear noches enteras, era la condescendencia del amor divino, manifestada en la historia de la salvación, lo que le colmaba de alegría y admiración indecibles. Basándonos en lo que conocemos de Francisco se puede afirmar, sin miedo a errar, que su oración contemplativa fue eminentemente afectiva. Sin preocuparse de conclusiones lógicas o de elegancia lingüística, acumulaba una serie interminable de atributos y adjetivos con los cuales alababa, adoraba, daba gracias e invocaba a Dios. No hay duda de que las oraciones del santo contenidas en sus Escritos son, de manera especial, testimonios de su contemplación. Esta es la razón por la cual nos es posible captar los afectos o alusiones dominantes de su diálogo interior con Dios. Las notas dominantes de su oración fueron: adoración reverente, alabanza extasiada y conmovida acción de gracias, mientras que la petición, cuyo objeto eran siempre gracias espirituales, ocupaba un segundo lugar. Creo oportuno citar aquí una de sus oraciones, para hacernos una idea más concreta de lo que estoy diciendo. Al final de la Carta a toda la Orden se lee:
El objeto principal de esta petición, dirigida a Dios Padre, es el ideal mismo de la vida menor: seguir lo más generosamente posible las huellas de Cristo, la vida evangélica, vivida hasta sus últimas consecuencias, a la luz iluminadora del Espíritu Santo. De su forma de conversar con Dios se evidencia, además, el carácter eminentemente teologal de su oración. Francisco abre el corazón y el centro de su persona a Dios omnipotente y misericordioso, en un arrojo de fe, de esperanza y de caridad. Esto aparecería de forma más convincente aún, si nos fuera posible examinar cada una de las oraciones contenidas en los Escritos. Conviene destacar también otra característica de la oración de Francisco: su ilimitada humildad, indicada aquí con la invocación «danos a nosotros, miserables». Comparado con la grandeza y santidad infinitas de Dios, no puede menos de considerarse un gusano, una nulidad absoluta. Es su vivencia de la minoridad en la oración. Se podría comparar a Francisco en diálogo con Dios con un experto organista, que consigue expresar con el teclado y los registros lo que vive y siente interiormente. Determinados acordes y motivos se repiten siempre, pero sin cansar a quienes escuchan el concierto. Así, Francisco, verdadero artista del espíritu, maneja, a impulsos de la gracia, una variada gama de actos y afectos en los cuales se revela y se encarna su amor. En la oración del santo, ya desde el comienzo de su conversión, se daba innato el carácter místico-experimental. La dulzura divina lo asombraba de tal modo, que el contacto con Dios se convertía en experiencia pasiva más que fruto de sus esfuerzos. Con el avanzar de sus ascensiones espirituales, esta característica sobresale cada vez más, sin anular por ello su libertad, ni disminuir su empeño personal. Con el tiempo, su oración se simplificó progresivamente hasta reducirse a una visión prolongada y estática de Dios y sus misterios. Esto mismo parece que quiera afirmar el biógrafo cuando escribe que, en el Alverna, con «la continua oración y frecuente contemplación», había conseguido «la divina familiaridad» (1 Cel 91). Sin pretenderlo, Francisco revela también un rasgo suyo biográfico cuando habla en la primera Admonición de un «contemplar con ojos espirituales», al modo de los Apóstoles, los cuales, a través de la humanidad santísima de Cristo, llegaron a la fe en su naturaleza divina. Una vez alcanzada esta situación sublime, la oración mental se transforma en contemplación mística. Los ojos de la fe, iluminados por el Espíritu Santo, penetran a través del velo del misterio y admiran por un instante, con desbordante alegría, lo que Dios se ha dignado manifestar de sí. Queda por resaltar un último estadio, típico de la meditación de san Francisco: el impulso que sacó de ella para su vida. Primeramente, su exquisita discreción y finísimo tacto espiritual, que le impedían manifestar a otros, a no ser que mediara una orden explícita de Dios en sentido contrario o una necesidad evidente, lo que había vivido o experimentado en la oración. Una de sus «bienaventuranzas» -«Bienaventurado el siervo que guarda en su corazón los secretos del Señor» (Adm 28)- alude precisamente a esta reserva espiritual. Además, Francisco se sentía impulsado a encarnar en su propia vida las inspiraciones divinas recibidas en la oración. Dice en el Testamento:
Para Francisco, por tanto, el encuentro con Dios en la oración no fue solamente una práctica piadosa con finalidad en sí misma, sino una continua interdependencia entre el orar y el actuar, que constituían en él una unidad indisoluble, en virtud de la cual la oración se convertía en acción y la vida en oración. FRUTOS DE LA MEDITACIÓN FRANCISCANA Al presentar con las últimas consideraciones el estímulo a obrar como fruto principal de la oración, he sobrepasado ya los límites del tema sobre el método de la oración. No es éste, sin embargo, su único fruto. Las fuentes antiguas destacan también otros efectos específicos. Así, Celano y, más tarde, san Buenaventura resaltan las sorprendentes sutilezas del santo en penetrar e interpretar la Sagrada Escritura, no obstante carecer de formación exegética. El Seráfico Doctor observa:
Del contacto continuo con la palabra divina en la oración personal, Francisco sacó, además, una eficacia extraordinaria para evangelizar al pueblo cristiano. «Aquella su seguridad en la predicación procedía de la pureza de su espíritu, y, aunque improvisara, decía cosas admirables e inauditas para todos» (1 Cel 72). San Francisco preparó la redacción de la Regla definitiva en la soledad de Fontecolombo, con ayunos y oraciones prolongadas. Respecto al discutido problema de la pobreza, en concreto, anota el Compilador: «Hizo también escribir en la Regla muchas cosas que pedía al Señor en asidua oración y meditación para utilidad de la Religión, afirmando que ésa era la absoluta voluntad del Señor» (LP 101). Se puede afirmar que la Regla, códice fundamental de la vida del hermano menor, es un fruto exquisito de la oración de Francisco. La misma fuente nos informa que, antes de componer el Cántico del Hermano Sol como acción de gracias por la promesa de la gloria celestial, Francisco, «se sentó, se concentró un momento y empezó a decir: "Altísimo, omnipotente, buen Señor..."» (LP 83). En Francisco se dan también frutos estrictamente personales, atribuidos por sus biógrafos a la oración, por ejemplo, la dulzura y alegría mística. Aludiendo a esto escribe Celano:
El mismo biógrafo cuenta que el santo, habiéndose retirado en cierta ocasión a un lugar solitario -probablemente Poggio Bustone- y habiendo pedido con insistencia el perdón de los pecados cometidos en la juventud: «comenzó a derramarse poco a poco en lo íntimo de su corazón una indecible alegría e inmensa dulcedumbre» (1 Cel 26). A la luz de todo lo dicho se comprende la inmensa riqueza de contenido autobiográfico, cuando Francisco en sus Alabanzas del Dios altísimo, incluidas en el papel que dio a fray León, invoca al «Señor Dios» con las expresiones: «Tú eres amor, caridad. Tú eres sabiduría... Tú eres seguridad. Tú eres quietud. Tú eres gozo, esperanza y alegría... Tú eres toda nuestra dulzura...». CONCLUSIÓN De este examen, que evidentemente no tiene la pretensión de ser exhaustivo ni definitivo, se deduce, entre otras cosas, que la oración mental ocupa el centro de la vida del hermano menor. La Orden Franciscana, por carisma especial de su Fundador, está dotada de una marcada dirección hacia lo contemplativo. No hacen falta muchas explicaciones para darse cuenta de que las condiciones actuales de vida no favorecen la realización de esta tarea, ni colectiva ni individualmente. Los impulsos más fuertes y las instancias más acusadas favorecen la actividad dinámica, la utilidad inmediata y el compromiso social. Como ha evidenciado agudamente el hermano Pierre Ives Eméry, frente al intenso esfuerzo exigido por la oración se da la «huida en lo insignificante». Por esto, es saludable exponerse a la sacudida del ejemplo y del mensaje de un santo como Francisco que fue, al mismo tiempo, uno de los más grandes hombres de oración y uno de los apóstoles más fecundos que han existido. Francisco no fue un innovador en el campo de la meditación, pues se inspiró en la mejor tradición monástico-eremítica anterior, si bien supo darle la impronta inconfundible de su sensibilidad acentuadamente poética. Es evidente también su admirable simplicidad que, sin negar las leyes psicológicas en la relación con Dios por medio de la oración, no se ata nunca a esquemas fijos o métodos inmutables, sino que se atiene a la gracia del momento. Hay que notar, sin embargo, su insistencia en rodearse de condiciones externas que facilitan el contacto con Dios. Sobresale, además, el anhelo místico y el carácter eminentemente sapiencia de su oración. Su meditación es, ante todo, un conversar confiado y afectuoso, de tú a tú, con Dios «altísimo, omnipotente y buen Señor». Por todo ello no se vio en la obligación de fijar, ni para sí ni para los demás, tiempos mínimos cotidianos señalados para la oración mental, dado que el libre empeño que le ocupaba la mayor parte de su tiempo, de día y de noche, no conocía horarios. [Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 41-50] |
|