DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

LA ORACIÓN LITÚRGICA DE NOSOTROS,
HERMANOS MENORES,
EN NUESTRA VIDA PERSONAL Y FRATERNA

por Ludovico Profili, O.F.M.

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Con ocasión de la celebración del capítulo general extraordinario (Asís, 1976) en el 750 aniversario del «tránsito» de san Francisco, la Fraternidad de los Menores, a través de sus representantes, se interroga y se coteja con el fundador, para cribar su propia fidelidad al carisma vivido por él y traducido, para nosotros, en la regla y vida.

La primera cuestión que se plantea es ésta: ¿cuál es nuestra fidelidad al «espíritu de los orígenes» respecto a la oración litúrgica, deber imprescindible decretado en el capítulo 3 de la Regla? ¿Cuál es nuestra apertura en la renovación litúrgica exigida por el concilio ecuménico Vaticano II, en la constitución «Sacrosanctum Concilium»? ¿Qué peso han tenido estas directrices conciliares en la conciencia de cada hermano menor y en la vida de muchas fraternidades? ¿No han tenido más peso, por ejemplo, sobre no pocos de nuestros frailes, las doctrinas aberrantes, las modas innovadoras, el activismo exasperado que nos han alejado de nuestro estilo de vida?

Una investigación mandada hacer, con celo y esmero, por el Ministro general, ha llevado a la individuación de las siguientes causas que han creado una notable dificultad para la plena fidelidad al carisma de nuestro fundador en el terreno de la liturgia:

-«insuficiente espacio de prioridad concedido a la oración litúrgica sobre el trabajo y las obligaciones contraídas por los frailes en particular y por las comunidades locales y provinciales;

-insuficiente importancia dada al conocimiento de la obligación moral-ética asumida con la profesión en lo que respecta a la liturgia, obligación que subyace en determinaciones jurídicas, estatutarias, de las rúbricas;

-una cierta desenvoltura en el transgredir las prescripciones de la santa Iglesia romana;

-un interés insuficiente en la ordenación de las celebraciones litúrgicas desde el punto de vista de la preparación, elección de alternativas permitidas, elaboración de programas;

-insuficiencia en la estética de las celebraciones litúrgicas y en la voluntad fáctica de estar reunida la comunidad en las mismas celebraciones».

Para superar estas dificultades -la mayor parte de las cuales nacen de una mentalidad antropocéntrica y egoísta- pienso que lo mejor será dejarse reconquistar por la visión cristocéntrica y eclesial de san Francisco; dejarse inflamar de entusiasmo por la oración litúrgica, en la cual nuestro fundador ancló su experiencia personal y la de la « gente poverella». No sólo, pero creo que nuestra experiencia en este punto podría ayudar a otros miembros del pueblo de Dios -sobre todo al clero- a hacer otro tanto. Realizaremos así un importante servicio a la Iglesia, en perfecta coherencia con la misión histórica de la orden.

1. La experiencia litúrgica de san Francisco

Coherentemente con todo su planteamiento ascético, incluso en lo referente a la vida de oración, san Francisco tiene un solo objetivo: «La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón» (1 Cel 84).

Abriendo, pues, el Evangelio con fe simple y pura, encuentra, en primer lugar, que la vida de Jesús es una síntesis de oración personal y de acción. Significativos, en este punto, son dos episodios referidos por Marcos:

-«Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta... Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron en su busca y, al encontrarlo, le dijeron: "Todo el mundo te busca". Él les respondió: "Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas..."» (Mc 1,32-38).

-Después de la multiplicación de los panes, «enseguida apremió Jesús a los discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran hacia la orilla de Betsaida, mientras él despedía a la gente. Y después de despedirse de ellos, se retiró al monte a orar» (Mc 6,45-46).

Abriendo una vez más el Evangelio con fe simple y pura, san Francisco descubre otra enseñanza de nuestro Señor Jesucristo que él se impone con su empeño de conformidad: la fidelidad del Maestro a la oración litúrgica cultual de su pueblo, determinada por normas jurídicas y de las rúbricas. Dos pasajes del evangelio de Lucas son elocuentes a este respecto:

-«Sus padres solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres» (Lc 2,41-43).

-«Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura» (Lc 4, 14-16).

Del primer texto se desprende claramente que Jesús, con su madre y su padre legal, desde los 12 años, como todos los israelitas piadosos, se trasladaba cada año en peregrinación al templo de Jerusalén para participar en los ritos pascuales que se desarrollaban desde la puesta del sol del 14 de «Nisán» hasta la mañana del 16, uniendo su voz a la de los otros peregrinos en el canto de los salmos litúrgicos.

Del segundo texto, y de otros paralelos (cf. Mt 4,23; Mc 1,21), se deduce, sin ninguna duda, que cada sábado Jesús participaba en el culto público semanal ofrecido a Dios por su pueblo, que se reunía en un lugar llamado por este motivo «sinagoga». Allí se desarrollaba un rito sacro que era esencialmente una liturgia de la palabra y que consistía en la recitación de salmos, intercalada en la lectura de un fragmento de la Ley y de los Profetas, al que seguía un comentario por parte de un asistente. El rito se concluía con la bendición de Yahvé (cf. Núm 6,24-26).

El ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, en lo referente a la oración, está presente en la mente y en el corazón de san Francisco: a él se atiene ya en la síntesis entre oración y acción, ya en el empeño por la oración personal y en el de la oración litúrgica, hasta el punto de no ser considerado ya más «un hombre que oraba, sino un hombre hecho oración» (2 Cel 95). Detengámonos, en la presente meditación, a considerar sólo su experiencia de la celebración de la Liturgia de las Horas; veamos, a través de las fuentes, la importancia que tenía esta forma de oración en la vida carismática del fundador y en la de los hermanos menores de la primera generación franciscana.

El primer testimonio al respecto es el siguiente pasaje del Espejo de Perfección: «A pesar de que durante tantos años fue aquejado de las enfermedades referidas, era tal su devoción y reverencia a la oración y al oficio divino, que, en el tiempo en que oraba o rezaba las horas canónicas, nunca se apoyaba en ningún muro o pared, sino que estaba siempre de pie y con la cabeza descubierta; algunas veces se arrodillaba, máxime por razón de que pasaba en oración la mayor parte del día y de la noche; incluso cuando iba por el mundo, se detenía siempre para decir las horas; y si por enfermedad cabalgaba, se apeaba para recitarlas» (EP 94).

Celano, a su vez, refiere un episodio del cual se recaba la máxima concentración interior que el hombre seráfico se exigía en la celebración del Oficio divino. «Creía faltar gravemente si, estando en oración, se veía alguna vez agitado de vanas imaginaciones. En tales casos no difería la confesión, para expiar cuanto antes la falta... Durante una cuaresma, con el fin de aprovechar bien algunos ratos libres, se dedicaba a fabricar un vasito. Pero un día, mientras rezaba devotamente tercia, se deslizaron por casualidad los ojos a mirar detenidamente el vaso; notó que el hombre interior sentía un estorbo para el fervor. Dolido por ello de que había interceptado la voz del corazón antes que llegase a los oídos de Dios, no bien acabaron de rezar tercia, dijo de modo que le oyeran los hermanos: "¡Vaya trabajo frívolo, que me ha prestado tal servicio, que ha logrado desviar hacia sí mi atención! Lo ofreceré en sacrificio al Señor, cuyo sacrificio ha estorbado". Dicho esto, tomó el vaso y lo quemó en el fuego. "Avergoncémonos -comentó- de vernos entretenidos por distracciones fútiles mientras hablamos con el gran Rey durante la oración"» (2 Cel 97).

El modo particular de recitar maitines, a medianoche, sin breviario, junto con Fr. León, mediante una especie de salmo responsorial sobre la humildad, compuesto espontáneamente por san Francisco (cf. Flor 8), nos habla de su apego a la «temporalidad» de las «horas canónicas», como también de su libertad frente a la esclavitud del formalismo. En lugar de sentirse dispensado de la «recitación de los maitines» por la falta de breviario, quiere santificar aquella Hora y alabar igualmente a Dios de otro modo.

El celo de san Francisco por lo que se refiere al Oficio divino llega al punto de no querer considerarse dispensado de la recitación de todas las «horas canónicas» a causa de la enfermedad de los ojos. Y solicita, por este motivo, la caridad de un clérigo que le rece el oficio: «Y aunque sea simple y esté enfermo, quiero, sin embargo, tener siempre un clérigo que me rece el oficio como se contiene en la Regla» (Test 29). Y no sólo eso, sino que tiene el atrevimiento de hacer esta conmovedora confesión ante del capítulo de Pentecostés del 1226: «En muchas cosas he pecado por mi grave culpa, especialmente porque no he guardado la Regla que prometí al Señor, ni he rezado el oficio como manda la Regla, o por negligencia, o con ocasión de mi enfermedad, o porque soy ignorante e iletrado» (CtaO 39).

La fuerza irresistible del ejemplo dado por el perfecto imitador de Cristo no podía menos que ser seguido por la «gente poverella» que en los primeros años le seguía entusiasta y generosa. «Rarísima vez, por no decir nunca, cesaban en las alabanzas a Dios y en la oración. Se examinaban constantemente, repasando cuanto habían hecho, y daban gracias a Dios por el bien obrado, y reparaban con gemidos y lágrimas las negligencias y ligerezas. Se creían abandonados de Dios si no gustaban de continuo la acostumbrada piedad en el espíritu de devoción...» (1 Cel 40).

Contemplemos, pues, al seráfico Padre y a nuestros primeros hermanos; examinémonos en ellos y empeñémonos en revivir, hoy, la sustancia de su experiencia.

2. La experiencia litúrgica del fundador
traducida en leyes y consejos

La experiencia carismática del fundador no acaba de forma simbólica y desencarnada, sino que es traducida en concreto y actualizada en la vida de cada fraile y de la fraternidad mediante la Regla. Podremos recoger todo el alcance de la legislación sobre la «recitación» del Oficio divino mediante la confrontación de los textos paralelos de las dos Reglas: la «no bulada» de 1221 y la «bulada» de 1223.

A) Regla «no bulada»

«Todos los hermanos, ya clérigos ya laicos, recen el oficio divino, las alabanzas y las oraciones, tal como deben hacerlo. Los clérigos recen el oficio y oren por los vivos y por los muertos según la costumbre de los clérigos... Y pueden tener solamente los libros necesarios para cumplir su oficio. Y también a los laicos que saben leer el salterio les sea permitido tenerlo. Pero a los otros, que no saben letras, no les sea permitido tener libro alguno. Los laicos digan el Credo y veinticuatro Padrenuestros con el Gloria al Padre, por maitines; y por laudes, cinco; por prima, el Credo y siete Padrenuestros con el Gloria al Padre; por tercia, sexta y nona, por cada una de estas horas, siete; por vísperas, doce; por completas, el Credo y siete Padrenuestros con el Gloria al Padre; por los muertos, siete Padrenuestros con el Réquiem aeternam; y por los defectos y negligencias de los hermanos, tres Padrenuestros cada día» (1 R 3,3-10).

B) Regla «bulada»

«Los clérigos recen el oficio divino según la ordenación de la santa Iglesia Romana, excepto el salterio, por lo que podrán tener breviarios. Y los laicos digan veinticuatro Padrenuestros por maitines; por laudes, cinco; por prima, tercia, sexta y nona, por cada una de estas horas, siete; por vísperas, doce; por completas, siete; y oren por los difuntos» (2 R 3,1-4).

En forma más concisa, canónicamente indisputable, se reafirma la verdad sustancial contenida en la primera Regla: la vida de cada hermano y de toda la fraternidad está centrada en la «recitación» de las «horas canónicas», a la que deben estar orientadas todas las demás actividades espirituales y materiales. Hay una novedad, no obstante, que es subrayada y que, bien entendida, ayuda a resolver las dificultades enumeradas más arriba: la celebración del Oficio divino debe ser realizada «según la ordenación de la santa Iglesia Romana», o sea, según el «Ordo» de la Capilla pontificia. Y así, como en tiempo de san Francisco -como nota el P. K. Esser- con la expresión «Oficio divino» se entendía la misa y las horas canónicas, toda la vida de los Hermanos Menores viene a estar ligada al Papa, signo y garantía de la unidad y universalidad de la Iglesia. Y esto lo hizo el santo fundador por dos motivos. Primero, para garantizar y alimentar cotidianamente, por medio de la oración litúrgica y la Eucaristía, que son el centro de su vida, una comunión de amor vital y operante con la «santa Madre Iglesia». Segundo, separarse de manera total y unívoca de los herejes y sectas de pobres que pululaban un poco por doquier y que, en particular en este terreno, combatían la sagrada jerarquía.

Los cátaros, por ejemplo, rechazaban el Antiguo Testamento y, con ello, también el Oficio divino de la Iglesia, que está entretejido, en gran parte, con textos del A. T., en particular de los salmos, hasta el punto de ser considerado como una «salmodia». Se comprende así por qué en la mente del «vir catholicus et totus apostolicus» los dos términos «recitar el Oficio» y «ser católicos» estuvieran estrechamente unidos. Por esta razón, el temor de que sus frailes, aflojando o rompiendo el vínculo del Oficio divino, aflojasen o rompiesen el vínculo de la «catolicidad», el afabilísimo Poverello aparece insólitamente riguroso. De manera que, en la Carta a toda la Orden, declara: Si algunos frailes no quisieran seguir las prescripciones relativas al Oficio, «no los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles, hasta que hagan penitencia» (CtaO 44). En el Testamento, después, da esta disposición de santa intransigencia: «Y los que fuesen hallados que no rezaran el oficio según la Regla y quisieran variarlo de otro modo, o que no fuesen católicos», sean separados de la unidad de los otros frailes y presentados al cardenal protector, el cual, como representante de la Santa Sede, «es señor, protector y corrector de toda la fraternidad» (Test 31-33).

La exigencia de la comunión eclesial es, para Francisco, tan importante, que no tiene escrúpulo por la «altísima pobreza» permitiendo a los frailes el uso del breviario, libro precioso y costoso en aquel tiempo, cuya posesión era casi un privilegio del clero pudiente. «Creer, orar, vivir, obrar, pensar con la madre Iglesia, " sentire cum Ecclesia", es para él un axioma tan evidente como el de guiarse por el Evangelio. En este sentido podemos afirmar con todo derecho que él era la "eclesialidad personificada". Por eso en un tiempo, como el suyo, de creciente individualismo, supo él combatir y atajar el peligro inyectando en la vida íntima de la Iglesia el valor eclesial de la vida cristiana, sobre todo de la vida religiosa» (K. Esser).

En plena coherencia con esta actitud, cuando escriba la Regla para los eremitorios, establecerá una admirable síntesis de contemplación y acción, de fraternidad y personalidad, de silencio y de diálogo, todo, sin embargo, ligado a la recitación del Oficio de la santa Madre Iglesia: «Y digan siempre las completas del día inmediatamente después de la puesta del sol; y esfuércense por mantener el silencio; y digan sus horas; y levántense a maitines... Y digan prima a la hora que conviene, y después de tercia se concluye el silencio... Y después digan sexta y nona; y digan vísperas a la hora que conviene» (REr 3-6).

3. La exigencia de la vida litúrgica de los Hermanos Menores
armonizada, por las Constituciones generales,
con la «mens Ecclesiae» del postconcilio

La experiencia carismática del fundador, traducida en norma de vida en la Regla, debe ser revisada por los hermanos menores que viven y trabajan en este particular momento histórico y que están obligados a observar las disposiciones de la Iglesia de la era post-conciliar. Adecuándose a las directrices del Concilio, la Orden franciscana ha concretizado su voluntad de renovación con las nuevas CC. GG., fruto de la colaboración de toda la fraternidad de los menores y, para mí, síntesis feliz de fidelidad al espíritu de los orígenes y de adaptación a «las cambiantes condiciones de los tiempos» (cf. PC 2). En lo referente a la oración litúrgica, es necesario volver a meditar, para que no sea ya más desatendido todo el capítulo 2 de las CC. GG.

A) Directrices de la parte introductoria teológico-espiritual:

-«Los hermanos menores por su profesión religiosa se proponen vivir una vida con Dios; lo que conseguirán principalmente mediante la sagrada liturgia y el espíritu de oración» (n. 22).

-«La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y a la vez la fuente de donde dimana toda su fuerza... Por tanto, de la liturgia, principalmente de la Eucaristía, se deriva hacia nosotros la gracia como de su fuente, y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual todas las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin» (n. 23: Sacr. Conc. n. 10 a-b).

-«Es necesario, pues, que los hermanos menores busquen en la liturgia de la Iglesia tanto su santificación propia como la de todos los hombres, así como la glorificación de Dios por Cristo Sacerdote y Mediador nuestro» (n. 24).

-«En el Oficio divino, ordenado según la forma de la santa Iglesia, que san Francisco rezaba fervorosamente..., así como en las demás oraciones, no sólo se incitaba a sí mismo sino aun a todas las criaturas a la alabanza del Creador por el Hijo en el Espíritu Santo» (n. 28).

B) Normas preceptivas relativas a la vida litúrgica,
que surgen como consecuencias naturales
de los principios teológico-ascéticos expuestos más arriba:

-«La Eucaristía, la Liturgia de las Horas y las demás celebraciones, ténganlas los hermanos, en cuanto sea posible, en común y a una con los fieles, según las normas de la Iglesia y de la Orden» (art. 16).

-«Todos los hermanos reciten la Liturgia de las Horas conforme a lo mandado en la Regla. Allí donde convivan, o dondequiera que se reúnan, sea la Liturgia de las Horas su oración común y de ordinario celébrese en comunidad» (art. 17, 1 y 2).

-«La celebración común de la Liturgia de las Horas no va aneja a un determinado lugar, sino a la fraternidad. Pero de ordinario prefiérase la iglesia u oratorio, tanto por ser un lugar sagrado, como porque en él puede darse un testimonio más eficaz de oración al pueblo de Dios» (art. 17,3).

Es clara, pues, la « mens» de la actual Fraternidad de los Menores, codificada en las nuevas CC. GG.:

-fidelidad a la Regla, que prescribe la celebración de todas las horas del Oficio divino;

-adecuación a las directrices litúrgicas y a la reforma del breviario establecidas por el Concilio o por los órganos competentes de la Santa Sede;

-disposiciones precisas para la celebración de la Liturgia de las Horas, ordinariamente, en común entre los hermanos y a una con los fieles;

-libertad frente al formalismo rubricista, pero también frente al antirubricismo sistemático.

Permitidme ahora -como humilde pero convincente testimonio- que refiera la experiencia actual de la fraternidad del eremitorio de las Cárceles, centrada, por una parte, en la actuación de la Regla para los eremitorios y, por otra, en la aplicación de las directrices dadas en las CC. GG. referentes a la celebración de la Eucaristía y de la Liturgia de las Horas «tenida en común y a una con los fieles». Después de cinco años, puedo confirmar delante de Dios que la experiencia ha tenido un éxito superior a mis, ya muy optimistas, expectativas. El hecho más consolador es que los participantes en la vida del eremitorio son preponderantemente jóvenes. Saturados y hastiados de tanta palabrería, materialismo y terrenismo imperantes, piden poder recogerse en silencio, alternando los momentos de oración litúrgica con largos espacios de oración personal. En este clima, algunos jóvenes maduran su opción vocacional.

Conclusión

Alejemos de nosotros cierto formalismo pre-conciliar, según el cual se nos consideraba de acuerdo con la conciencia cuando era satisfecha de algún modo la obligación grave de la «recitación» del breviario, tal vez amontonando todas juntas las «horas canónicas», sin ningún reparo en la sucesión de tiempos en que deben rezarse. Rechacemos, también, cierto laxismo post-conciliar, para el que la celebración de la Liturgia de las Horas, considerada no obligante gravemente, ha sido reducida a las dos horas principales -laudes y vísperas -, o incluso, eliminada de la vida comunitaria de las fraternidades locales. Volvamos al espíritu de los orígenes, hagamos revivir en nosotros el ardor de san Francisco por la oración litúrgica. La vida de nuestras fraternidades y la jornada de cada hermano menor sea acompasada por la celebración de todas las horas del Oficio divino. De nuestros labios y de nuestros corazones salga a Dios, cada día y muchas veces al día, el canto de bendición y de alabanza:

«Cantad al Señor un cántico nuevo,
resuene su alabanza en la asamblea de los fieles;
que se alegre Israel por su Creador,
los hijos de Sión por su Rey» (Sal 149,1-2).

Padres y hermanos, reunidos todos en este capítulo general extraordinario: el padre y fundador nos dirige la misma carta que envió a sus frailes reunidos, en este mismo lugar de la Porciúncula, en el capítulo general de 1226. Le cedo a él la palabra:

«Ruego como puedo a mi señor ministro general, que haga que la Regla sea observada inviolablemente por todos; y que los clérigos recen el oficio con devoción en la presencia de Dios, no atendiendo a la melodía de la voz, sino a la consonancia de la mente, de forma que la voz concuerde con la mente, y la mente concuerde con Dios... Pues yo prometo guardar firmemente estas cosas, así como Dios me dé la gracia para ello; y transmitiré estas cosas a los hermanos que están conmigo para que sean observadas en el oficio y en las demás constituciones regulares... Yo, el hermano Francisco, hombre inútil e indigna criatura del Señor Dios, digo... a todos los ministros generales... y a los demás custodios y guardianes de los hermanos, los que lo son y los que lo serán, que tengan consigo este escrito, lo pongan por obra y lo conserven diligentemente... Benditos vosotros del Señor, los que hagáis estas cosas, y que el Señor esté eternamente con vosotros. Amén» (CtaO 40-49).

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. V, núm. 15 (1976) 249-256]

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