DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

LA ORACIÓN DE UN CORAZÓN PURO
por Eloi Leclerc, O.F.M.

¿Cabe la oración gratuita en nuestra vida cristiana? ¿Es impulsora de la historia humana o, por el contrario, alienante? Si puede o debe tener cabida, ¿qué función puede o debe desempeñar? Aunque lejana en el tiempo, la experiencia de oración de Francisco de Asís es aleccionadora para quienes se remiten a su espiritualidad y quieren vivirla como respuesta a la llamada que la realidad actual les dirige. Así se desprende del presente artículo, cuyo autor es de sobra conocido de los lectores de lengua castellana interesados por las cosas sanfranciscanas. Presentando, con su lirismo y profundidad habituales, la experiencia de oración de Francisco, el autor de la Sabiduría de un Pobre da una respuesta, creemos, objetiva y válida, a los interrogantes enunciados.

[La prière d'un coeur pur, en Évangile aujourd'hui, núm. 72 (1971) 53-59].

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La expresión «la oración de un corazón puro», podrá sonar a algunos un tanto anticuada, e incluso suscitar cierta sonrisa benévola. «Un tema para almas ingenuas», pensarán los espíritus «avanzados». Pero sólo los fatuos se sonríen de las cosas que no entienden o que les superan. «Están demasiado verdes y buenas para escuderos», decía el zorro de la fábula al contemplar las uvas inaccesibles de la parra.

La oración de un santo es siempre inaccesible, aún cuando el santo nos haya dejado algunas de sus oraciones familiares. Su vida de oración se confunde con su experiencia de Dios. El obispo de Asís pudo experimentar personalmente lo temerario que resulta entrometerse en un dominio tan reservado: por haber querido sorprender a san Francisco en oración, perdió el habla (2 Cel 66).

No pretendemos, pues, descubrir lo que debe permanecer escondido. Nuestro propósito es mucho más modesto. Quisiéramos sencillamente llamar la atención sobre una exigencia que el mismo Francisco propone de continuo cuando invita a los hermanos a la oración. Leyendo sus Escritos quedamos gratamente sorprendidos ante la insistencia con que les recomienda que se acerquen a Dios con corazón puro.

En el capítulo 10 de la segunda Regla leemos la siguiente exhortación: «Los hermanos atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón...» (2 R 10,8-9). Esta exigencia la encontramos enunciada claramente en la primera Regla: «Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que... del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura... pues el Padre busca tales adoradores. Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y verdad» (1 R 22,26-31). Francisco no emplea este lenguaje sólo para los hermanos, sino que dirige idéntica exhortación a todos los fieles: «Por consiguiente, amemos a Dios y adorémoslo con corazón puro y mente pura, porque él mismo, buscando esto sobre todas las cosas, dijo: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad» (2CtaF 19). Esta pureza de corazón constituye también el objeto de una Admonición en la que encontramos las mismas expresiones: «Son verdaderamente limpios de corazón quienes desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y no dejan nunca de adorar y ver, con corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero» (Adm 16).

Estos textos bastarán para mostrar la gran importancia que Francisco concede en la vida de oración a la disposición íntima que él designa sencillamente con las palabras «corazón puro», y que resulta de todo punto esencial para el santo. Pero, ¿en qué consiste exactamente esta disposición?, ¿cómo podemos definir la expresión «corazón puro»?, ¿qué es «la oración de un corazón puro»?

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El primer elemento de la respuesta nos lo da san Francisco en la Carta a toda la Orden. Al pedir a los hermanos que ofrezcan puros y puramente el sacrificio del Señor, se extiende sobre el significado de esta pureza con las siguientes palabras: «Ruego en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes... que siempre que quieran celebrar la misa, puros y puramente hagan con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres; sino que toda la voluntad, en cuanto la gracia la ayude, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor en persona, porque allí solo él mismo obra como le place» (CtaO 14-15). La razón de ello es que Dios no permitiría ser tratado como un medio. Él es el «Soberano Señor».

Esta primera observación da vida, en el pensamiento de Francisco, a una estrecha relación entre el corazón puro y el sentido de Dios y de su trascendencia. El corazón puro está vinculado a cierta visión de Dios, está atento a la realidad suma de Dios y considera a Dios como Dios. La oración de un corazón puro es, esencialmente, adoración y alabanza. El propio Francisco caracteriza de esta manera el corazón puro: «Son verdaderamente limpios de corazón quienes desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y no dejan nunca de adorar y ver, con corazón y alma limpios, al Señor Dios vivo y verdadero» (Adm 16).

La relación entre el corazón puro y la adoración se inspira directamente en el Evangelio de las bienaventuranzas, que Francisco cita al principio de la Admonición sobre la pureza de corazón: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»; si bien no es imposible descubrir aquí también la huella de la corriente mística que, en aquella época, se manifestaba hasta en la literatura romancesca. Esta literatura, que celebraba las aventuras de los caballeros en busca del santo Grial, no era desconocida a Francisco. Él mismo comparaba a sus compañeros con los caballeros de la Mesa redonda. Ahora bien, en dichos romances, sólo el caballero de corazón puro contempla, al fin, la realidad misteriosa y trascendente.

Cualesquiera que sean las influencias que aquí se pueden registrar, lo que importa, sobre todo, es comprender el valor de la relación entre el corazón puro y la adoración, para lo cual hemos de superar la interpretación puramente moralizante. El corazón puro no se define, ante todo, por su perfección moral ni por la preocupación del perfeccionamiento moral. La adoración no es, tampoco, una recompensa concedida a la perfección moral. Francisco entiende el corazón puro como el corazón desembarazado de sí mismo y que coloca toda su atención en el ser mismo de Dios. Francisco repite a menudo en sus Escritos que los hermanos deben barrer de sus almas toda clase de preocupaciones con el fin de dar limpia cabida a la adoración:

«Nosotros los hermanos, como dice el Señor, dejemos que los muertos entierren a sus muertos. Y guardémonos mucho de la malicia y sutileza de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón dirigidos a Dios. Y dando vueltas, desea llevarse el corazón del hombre so pretexto de alguna recompensa o ayuda... Por lo tanto, hermanos todos, guardémonos mucho de perder o apartar del Señor nuestra mente y corazón so pretexto de alguna merced u obra o ayuda. Mas en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto los ministros como los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, del mejor modo que puedan, hagan servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él busca sobre todas las cosas» (1 R 22, 18-26). «Por consiguiente, ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios... Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga» (1 R 23,9-10).

El corazón puro se identifica con esta disponibilidad total. No es un tesoro de moralidad que quisiéramos regalar a Dios y que nos concedería el derecho de mirarle cara a cara. Se trata, más bien, del desprendimiento de sí mismo. El corazón puro constituye un abismo de atención al misterio de Dios unido a un desasimiento total de sí mismo.

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No obstante, debemos estudiar la relación entre el corazón puro y la admiración en un sentido más profundo. Pues el corazón se purifica y se desembaraza de sí mismo precisamente en la adoración. El desprendimiento profundo del propio yo, que nos sitúa en la línea de la atención de Dios, se produce realmente gracias a la admiración y maravilla del corazón humano, esenciales al acto mismo de adoración. Sólo el asombro y la admiración libran al hombre del repliegue sobre sí mismo. Si leemos las Alabanzas al Dios altísimo, destinadas a fray León, o el capítulo 23 de la primera Regla, nos convenceremos de que el corazón puro, según san Francisco, es el que se maravilla de Dios hasta el punto de no volver sobre sí mismo. Estos textos son la expresión de un deslumbramiento que provoca en el hombre la conversión total.

Queda con esto indicada la profundidad del acto de adoración y la importancia que en este acto corresponde a la admiración. El verbo «adorar» se ha empleado frecuentemente con poca propiedad. Sin hablar del uso publicitario de la palabra (por ejemplo, cuando decimos: «adoro los perfumes»), hemos de reconocer que cierto lenguaje religioso ha contribuido a vaciar la expresión de su significado propiamente sagrado. En consecuencia, para muchos cristianos, el acto de adoración equivale a un ejercicio más de piedad entre los muchos que conocemos y, por cierto, de escasa significación. Francisco posee del acto de adoración un concepto completamente distinto. Para él, la adoración es el gran negocio que acapara al hombre hasta sus raíces y lo vuelve con todas las fuerzas de su capacidad admirativa hacia su Oriente, hacia su Dios vivo y verdadero.

Intentemos penetrar un poco más en esa visión maravillosa de Dios. Para Francisco, adorar es, ante todo, dejar a Dios ser Dios. Nada más significativo a este respecto que los calificativos que emplea para designar a Dios. Le llama «Altísimo», «Todopoderoso», «Sumo Dios», «Santísimo», etc. Un cúmulo de expresiones que traducen el reconocimiento de una dimensión inaccesible al hombre como tal. Por todas partes en sus Escritos encontramos este significado del misterio de Dios: «No somos dignos de nombrarte..., de hacer de ti mención» (1 R 23,5; Cant 2).

No obstante, el sentido de la Trascendencia no tiene aquí nada de abrumador. Todo se resuelve, por el contrario, en una acción de gracias. La Trascendencia de Dios, tal como la contempla Francisco, no tiene nada que ver con la de los filósofos; no es una Trascendencia lejana y replegada sobre sí misma, ya que se ha manifestado en Jesucristo, en el misterio de la Encarnación. Y, como tal, la Encarnación es inseparable de lo que Francisco llama: «la humildad de Dios». El Altísimo, el Ser Absoluto, el Todopoderoso se ha revelado como el más próximo y el más humilde en la humanidad del Hijo de Dios. Y esto no significa en Francisco un mero accidente. Este movimiento del más alto hacia el más bajo, del más rico hacia el más pobre, del santo hacia el pecador, constituye el ser mismo de Dios, es el Ágape. Todo el misterio de Dios se encierra ahí y esto es lo que provoca en Francisco una admiración sin fin. En la Carta a todos los fieles escribe: «Él, siendo rico, quiso sobre todas las cosas elegir, con la beatísima Virgen, su Madre, la pobreza en el mundo» (2CtaF 5). La Trascendencia de Dios no hemos de buscarla en otra parte, pues se revela en este misterio de humildad y de amor.

Francisco contempla maravillado la «humildad de Cristo» no sólo como un hecho pasado que se realizó en la vida de Jesucristo, sino como un misterio permanente que se actualiza de modo sensible en la Eucaristía. «¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real vino al útero de la Virgen; diariamente viene a nosotros él mismo apareciendo humilde; diariamente desciende del seno del Padre sobre el altar en las manos del sacerdote... Y de este modo siempre está el Señor con sus fieles, como él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo» (Adm 1,15-22). «¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan! Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante él vuestros corazones; humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por él. Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero» (CtaO 27-29). El misterio de la Encarnación, considerado como revelación de la humildad de Dios y de su Ágape, se prolonga, según Francisco, en el misterio eucarístico. Y, por ello, la Eucaristía será el centro de su contemplación maravillosa de Dios.

Esta es la oración de un corazón puro, cuyo carácter esencialmente lírico se adivina con facilidad. La adoración se vuelve celebración y canto. Los Escritos de San Francisco nos ofrecen muchos ejemplos de estas efusiones líricas, como el maravilloso capítulo 23 de la primera Regla, en el que Francisco canta a Dios celebrando su designio creador y redentor: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios..., por ti mismo te damos gracias, porque, por tu santa voluntad y por tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales...» (1 R 23,1). «Por ti mismo»... la esencia misma de Dios, su misterio de amor se encuentran en el corazón de esta acción de gracias. Idéntica inspiración e igual efusión encontramos en las Alabanzas al Dios altísimo, entregadas a fray León, donde el canto del alma se despliega en forma de letanías. No creamos que se trata meramente de una simple expresión de entusiasmo pasajero. Este canto asciende de las profundidades de una existencia purificada y abierta a la gran admiración.

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Esta forma de oración podrá parecer a algunos de poca utilidad, por razón de su mismo desinterés y gratuidad. Nuestro tiempo se consuma preocupado por la eficacia en todos los dominios. Lo que importa, ante todo, es promover el progreso de la humanidad. El hombre religioso no escapa fácilmente a esta tendencia sino que, arrastrado por el ambiente, aspira a dejar sentir su presencia en la comunidad humana, que se está construyendo.

Sin menospreciar el valor e importancia de esta presencia, existen motivos para denunciar el olvido esencial al que se expone. Hemos de tomar conciencia, en efecto, de este hecho inquietante: vivimos tan absorbidos por la historia humana y por la preocupación de trabajar en ella eficazmente, que casi ya no somos capaces de pensar en Dios de manera gratuita. A fuerza de estar pendientes de la humanidad, arrastramos hacia ella todas las cosas, e incluso al mismo Dios, como a su centro único. Y, si nos queda algún tiempo para la meditación, entonces meditamos sobre nuestra propia historia y sobre Dios en la medida en que interesa a la historia. El escaso interés que suscita en nosotros la vida íntima de Dios, la Trinidad, la eternidad, la santidad, ¿no es prueba evidente del grado de reclusión que pesa sobre nosotros mismos? De ahí a pensar que Dios sólo existe en relación con el hombre, pero que carece de misterio propio, no hay más que un paso, y este paso se franquea fácilmente.

La humanidad en marcha es algo extraordinario. Pero esta grandeza no debe hacernos olvidar el fin último de nuestra marcha. San Ireneo escribe: «La gloria de Dios la constituye el hombre vivo; pero la vida del hombre está constituida por la visión de Dios». El hombre sólo alcanza su auténtica altura cuando, afincado sólidamente en la tierra, sabe levantar su mirada hacia el Altísimo. La humanidad que pierde el sentido de la visión divina acaba por girar sobre sí misma. Y como no puede vivir en absoluto sin rendirse a la adoración, se crea sus propios ídolos, sus fetiches, el ídolo de la política, del deporte, o de cualquier otra cosa. La medida del hombre se ajusta a lo que él adora. Y esta medida puede encogerse terriblemente.

Por eso la salvación del hombre está vinculada a la adoración en espíritu y en verdad. Dios quiere salvar al hombre interesándole en su propio misterio e invitándole a la adoración. En el acto de adorar, Dios libera al hombre de sus ídolos y le revela el camino de la grandeza.

«La tierra y el cielo han sido creados para que te mantengas derecho» (Paul Claudel).

No faltarán quienes repitan la objeción de siempre: el hombre pierde la mejor parte de sus energías en la adoración; y estas energías se pierden tanto en detrimento de la comunidad humana como de la transformación del mundo. De hecho, en la adoración de un corazón puro, tal como la vivió san Francisco, acontece todo lo contrario: el hombre se abre a las energías de Dios. Es cierto que semejante adoración no tiene lugar sin un desprendimiento del propio yo, como ya lo hemos señalado, pero este desprendimiento concierne únicamente a los horizontes limitados del yo. La verdadera adoración libera al hombre de todo repliegue sobre sí mismo y lo lanza al gran amor creador y redentor. Toda la vida de Francisco es una prueba evidente de cuanto estamos diciendo: el hombre que adora con un corazón puro al Dios vivo y verdadero permite que reine en el fondo de su personalidad la omnipotencia del Ágape, para convertirse en un ser iluminado que irradia el fuego del cielo en la tierra. Louis Lavelle escribe acertadamente de Francisco: «Nunca ha habido, sin duda, hombre alguno que ofreciera a todos con mayor perfección esta presencia total y el don entero de sí mismo, que no son otra cosa que la expresión de la presencia y del don que Dios hace continuamente de sí mismo a todos los seres».

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 35-40]

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