DIRECTORIO FRANCISCANO
La oración franciscana

EL MISTERIO DE LA TRINIDAD VIVIENTE
EN LA VIDA Y ORACIÓN DE SAN FRANCISCO DE ASÍS

por Michel Hubaut, OFM

.

Es difícil «decir» lo que en Francisco fue una experiencia indecible. Es arduo querer «describir» a una persona viva que vibra y reacciona ante un misterio de vida. Necesitamos, sin embargo, intentar adivinar, con modestia y respeto, a través de sus escritos, lo que fue para Francisco de Asís esta insondable realidad: LA TRINIDAD VIVA.

[Le mystère de la vivante Trinité dans la vie et la prière de saint François d'Assise, en Évangile Aujourd'hui, núm. 95 (1977) 43-50].

I. Una presencia invasora que revela poco a poco «sus nombres»

Francisco de Asís no es un teólogo profesional, que corre a veces el peligro de encasillar el contenido de la fe en una serie de tratados distintos y separados de difícil intercomunicación. Su cristianismo es una seducción, una invasión. La irrupción de la Figura aglutinante de Cristo unifica toda su vida de fe.

Francisco entra en el misterio trinitario el día en que descubre a Cristo. Él es una ilustración viviente de la promesa del mismo Jesús: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).

Para Francisco, seguir las huellas de NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, es seguir las huellas del Hijo animado por el Espíritu y completamente orientado hacia el Padre. Francisco contempla al Hijo muy amado que recibe en el bautismo y en la transfiguración toda la ternura del Padre y la plenitud del Espíritu (Lc 3,21; 9,35). Contempla a Cristo que inaugura su misión atribuyéndose, en la sinagoga de Nazaret, la fuerza del Espíritu de los profetas (Lc 4,16-21). Contempla al Señor resucitado que envía a sus hermanos en misión « como el Padre le ha enviado», y les confiere la autoridad del Espíritu para bautizar a todas las naciones «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Jn 20,19 ss.; Mt 28,16 ss.).

Si la intuición o la experiencia primera puede variar, el movimiento de los verdaderos místicos cristianos, guiado por el Espíritu, desemboca siempre en Dios Trino y Uno, único capaz de iluminar el conjunto del misterio de la salvación. Francisco es uno de tales místicos. Reducir su espiritualidad a su dimensión cristológica, sería desconocer a Francisco. La historia religiosa nos enseña que cualquier cristología desconectada del misterio trinitario se diluye con frecuencia en ideología. Francisco es lo contrario de un ideólogo. Jamás miró a Cristo sin tener en cuenta a la vez su relación filial con el Padre y su disponibilidad total al Espíritu. Jesús es la revelación y el itinerario pascual hacia el Padre. Jesús es la manifestación y la fuente del Espíritu.

Francisco no sabe teorizar. Es visual y práctico. Abre el santo Evangelio. Se abisma en la liturgia de la Iglesia. Escucha al Hijo único. Mira la Palabra que es un rostro... y descubre con su corazón la Trinidad viviente. Ésta es para Francisco un canto de amor que envuelve la tierra. Una historia de salvación que anima los siglos. Dios Trinidad no será nunca para Francisco una idea, ni siquiera teológica, sino UNA RELACIÓN VIVIDA, una Realidad Viviente, una profusión de vida, una presencia penetrante. Francisco, hombre de la Encarnación, será guiado de la Natividad a la Santísima Trinidad. Su amor fraterno y universal desembocará como un río en el océano del Dios Vivo, « suma Trinidad y... santa Unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo» (CtaO 1).

II. Una existencia evangélica que se despliega
en el interior de una presencia trinitaria

La vida de Francisco es una apuesta al Dios Trinidad de la revelación. Desde su conversión y la acogida de sus primeros compañeros hasta su configuración corporal con su Señor en el Alverna, su existencia se desarrolla en un clima trinitario.

Sus biógrafos describen en esas grandes etapas a Francisco que busca la voluntad de Dios abriendo simbólicamente por tres veces el santo Evangelio: «Como era muy devoto de la Santísima Trinidad, se quiso confirmar con un triple testimonio, abriendo el libro segunda y tercera vez...» (TC 29). «Después de una prolongada y fervorosa oración, hizo que su compañero, varón devoto y santo, tomara del altar el libro sagrado de los evangelios y lo abriera tres veces en nombre de la Santa Trinidad...» (LM 13,2; cf. 12,10). No es una acción mágica, sino una actitud de fe.

Cuando se convierte en predicador del Evangelio, jamás predica al Espíritu Santo desligado de la encarnación del Hijo. Jamás predica al Hijo encarnado desligado del poder del Espíritu. «Y predicó ante dicho sultán sobre Dios trino y uno, y sobre Jesucristo salvador de todos los hombres» (LM 9,8). Y en su primera Regla pide a los hermanos que van a misiones que «anuncien la palabra de Dios para que crean en Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador» (1 R 16,7). Este es todo su evangelio. Esta es toda la predicación y alabanza de sus hermanos. Escribe de nuevo en su primera Regla: «Y esta o parecida exhortación y alabanza pueden proclamar todos mis hermanos, siempre que les plazca, ante cualesquiera hombres, con la bendición de Dios: "Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor Dios omnipotente en su Trinidad y en su Unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas"» (1 R 21,1-2).

La predicación y la misión franciscanas son esencialmente doxológicas (en forma de alabanza trinitaria). Los hermanos no tienen otra finalidad que la de ser hombres fascinados por Dios, Trino y Uno, y suscitar adoradores del « altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad». Porque Dios vivo es sobre todas las cosas todo deseable: «En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo... deleitable y todo entero sobre todas las cosas deseable por los siglos» (1 R 23,11).

Francisco concibió y vivió su vida evangélica como una larga marcha hacia Dios Trinidad. «Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos por ti mismo a nosotros, miserables, hacer lo que sabemos que quieres y querer siempre lo que te agrada, a fin de que, interiormente purgados, iluminados interiormente y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y llegar, por sola tu gracia, a ti, Altísimo, que en perfecta Trinidad y en simple Unidad vives y reinas y estás revestido de gloria, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 50-52).

La voluntad y la gloria del Padre. El fuego y la iluminación del Espíritu. El camino doloroso del Hijo... Todo se unifica en el corazón de Francisco que quiere llegar hasta el Altísimo. He aquí, según él, la identidad y la bienaventuranza del hombre creado. No hay otras. Y si su Regla se abre y se cierra con la invocación de Dios Trinidad, no se trata, por tanto, de una mera y piadosa fórmula literaria de la época. El hermano menor apuesta toda su vida al Evangelio «¡En el Nombre del Señor!» y para «gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo... ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén» (1 R 1; 24,1.5).

Francisco, por consiguiente, sólo quiere vivir, predicar y escribir «en el nombre de la Soberana Trinidad y de la santa Unidad». Y sabe en lo más profundo de su experiencia que el Omnipotente, «Trinidad y Unidad», bendecirá y colmará de bienes inesperados a todos los que «enseñan, aprenden, conservan, recuerdan y practican estas cosas, cuantas veces repiten y hacen lo que allí está escrito para salud de nuestra alma» (1 R 24,2).

III. Una existencia humana y una humanidad
llamadas a convertirse en morada de la Trinidad santa

Francisco repite incansablemente lo que el Espíritu del Señor le dice sin cesar: «El espíritu del Señor... siempre desea, sobre todas las cosas, el temor divino y la sabiduría divina y el amor divino del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (1 R 17,16). Francisco nos enseña una y otra vez, y siempre, a dejarnos fascinar por la vida cristiana. Él es una permanente invitación a la alegría evangélica de conocer y gustar los tesoros de la Vida. ¡Y nosotros que nos quedamos tan tranquilos organizando, con abundantes multicopias y sudores, seminarios y simposios sobre todos los asuntos importantes, y olvidamos a veces ese tesoro de vida que llevamos tan cerca de nosotros!

Si alguien siente fobia por la «mística descomprometedora y alienante», que mire a los verdaderos místicos de nuestra historia y su asombrosa acción sobre el curso del tiempo. «Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 48-50). La experiencia de la Trinidad Viviente no es fruto de una larga elaboración intelectual, sino fruto de un obrar, de un compromiso con las bienaventuranzas y de una perseverante fidelidad.

Francisco sabe de qué habla. Ha luchado y llorado por ello. Sabe que el espíritu de la carne, como la zorra de las uvas de la fábula, prefiere ridiculizar esta vida interior antes que acoger, en dolorosa purificación, el espíritu del Señor. La vida trinitaria no es un objeto de consumo, sino la riqueza de un corazón desembarazado y liberado.

Cristianos de cualquier condición han osado arriesgarse para recibir esta perla preciosa. La incoherencia, las componendas y acomodos de nuestra vida nos impiden con frecuencia saborear la vida trinitaria a pesar de estar tan cerca de nosotros. «Hagamos siempre en ellos (en nuestra mente y corazón) habitación y morada a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo...» (1 R 22,27 ss.). ¡Adorar con limpio corazón y mente pura al Dios vivo, liberado de toda preocupación de mí mismo! ¡Convertirme en morada viva en la que Dios respira, ora, canta, salva! Eso es lo que Francisco desea por encima de todo. «Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama Abba, Padre» (Gál 4,6).

Francisco sabe muy bien que para atreverse a orar y entregarse a los hermanos hay que creer que la oración y el compromiso son, en primer lugar, una actividad de Dios Trinidad en mí. Un Dios más poderoso que mis pobres inclinaciones naturales o perseverancias personales. Para Francisco, orar y actuar es siempre abrir la propia morada a esa Presencia Viva que no es inventada por mí. Orar y darse es captar e identificarse con un deseo del Espíritu en nuestros corazones. Por eso repite incansablemente: «Adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer, pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que lo adoran es preciso que lo adoren en espíritu y en verdad» (1 R 22,29-31). Qué fuerza y qué paz creer esto: no son los grandes edificios de mármol o de oro (también los paganos tienen sus templos) el lugar privilegiado de la presencia de la Trinidad Viviente, sino el corazón del hombre pecador. «Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa» (Lc 19,5). Bajemos pronto al santuario de nuestro corazón y visitemos pronto el de nuestro hermano, porque Dios tiene prisa de vivir en nosotros. Como san Pablo, Francisco comprendió que esa es la máxima grandeza del hombre. «¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3,16-17).

Así pues, el hombre entero, la materia corporal, el mundo creado, las relaciones y actividades humanas, la comunidad..., reciben su dimensión auténtica y verdadera de la Trinidad Santa (cf. 1 Cor 6,19-20; 1 Tim 3,15). Francisco exulta de gozo ante ese insondable misterio que le colma, le supera y le arroba. Porque no es una ilusión piadosa, sino una revelación del mismo Jesús: «Si conocieras el don de Dios...» (Jn 4,10).

Ayer como hoy, sólo el misterio trinitario puede liberar al hombre de sus callejones sin salida y de sus desencantos mortales, de sus huidas imaginarias y quiméricas en las drogas o las ideologías. La fuerza y humildad de todos los hombres de fe consistió en creer en esta grandeza del hombre: «Conócete, hombre, conoce tu grandeza... Ante todo considera con qué nobleza fuiste formado en tu naturaleza. A mi parecer, tu nobleza consiste en que llevas, grabada por naturaleza en tu belleza, la imagen de la bienaventurada Trinidad» (San Buenaventura, Soliloquio; cf. Adm 5). Fuera de este misterio trinitario, nuestros compromisos y liberaciones son mentiras o realizaciones muy efímeras.

Fuera de esta realidad de fe corremos siempre el peligro de aplastar la vida espiritual, reduciéndola a meros ejercicios de perfeccionamiento natural, de relajación física, de liberación puramente psicológica. Ahora bien, ninguna técnica humana crea la Presencia del Dios vivo. Las técnicas sólo pueden despertarnos a la Presencia Trinitaria de Dios, que tiene siempre la iniciativa. Conocer y dominar los mecanismos psico-fisiológicos del hombre es, por supuesto, deseable, pero siempre insuficiente. Yo puedo llegar a ser un excelente «relaciones públicas», un animador de dinámica de grupos, sin ser por ello «hombre del Espíritu». Para esto hace falta estar convencido de estar interiormente «habitado», «animado» por la Trinidad Viva.

IV. Todo el misterio de la salvación es obra del amor trinitario

«Te damos gracias por ti mismo, porque POR tu santa voluntad, y POR [MEDIO] de tu único Hijo CON el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales...» (1 R 23,1).

Para Francisco, la Trinidad Viviente es creadora y redentora. Es un acto de creación y de redención permanente, una voluntad de hacer vivir y un deseo de salvar la vida. Cada una de las personas divinas actúa para la salvación del hombre y de la humanidad. Perfecciona, diviniza. Sus respectivas acciones son el Hoy de la salvación en el corazón del mundo.

Así, según Francisco, María misma es la obra santa y maravillosa de la Trinidad entera. Él ve cómo las tres divinas personas actúan juntas en el momento de la Anunciación para crear esta obra maestra de la nueva creación. «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» (OfP Ant). Ella ha sido «elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2).

Toda la revelación, acontecimientos y palabras que, desde hace milenios, encaminan y guían al hombre hacia su identidad y su salvación, es una acción trinitaria. Las Santas Palabras son Palabras de la Trinidad entera. Francisco es consciente de que comunica «las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida» (2CtaF 3). Jesús es la Palabra viva del Padre que nos habla en su Hijo. El Espíritu es la memoria viva de las palabras del Hijo. Él inspira al que las anuncia y las escribe. Él inspira al que las oye y las pone en práctica.

La misma Eucaristía es recibida por Francisco en el interior de las relaciones trinitarias. Porque Cristo Eucarístico, «siendo único en todas partes, obra según le place CON el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 33). Así Francisco contemplará y vivirá todos los sacramentos de la salvación, en esta unidad vivida, como un diálogo vivo entre el hombre y Dios Trinidad. Nos falta espacio para analizar la prodigiosa Admonición primera, que trata sobre el Cuerpo del Señor, pero su contexto trinitario es evidente. Sólo el Espíritu en nosotros puede ver y creer en la presencia del Hijo Viviente en medio de nosotros hasta el fin del mundo. Sólo el Espíritu puede recibir en nosotros a Jesús Vivo, que es el camino obligado hacia el Padre (Adm 1). Como toda la Trinidad está comprometida en la redención, Francisco no duda en confesarle sus pecados: «Yo confieso todos los pecados al Señor Dios, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo» (CtaO 38).

V. Toda su vida de oración está animada por la adoración
y la acción de gracias a la santa Trinidad

Hombre de la liturgia de la Iglesia, sus oraciones están casi siempre dirigidas a Dios Trino y Uno. ¿Cómo podría ser de otra forma en este hombre que no comprende ni vive su oración sino en la de Cristo lleno del Espíritu y siempre orientado hacia su Padre?

Para Francisco, orar equivale, una vez más, a «seguir las huellas de nuestro Señor Jesucristo». Tiene plena conciencia de que las tres Personas se bastan ampliamente para su propia gloria y alabanza. «Y porque todos nosotros, míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien has hallado complacencia, que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos has hecho, te dé gracias de todo junto con el Espíritu Santo Paráclito como a ti y a Él mismo le agrada» (1 R 23,5). Por tanto, la oración digna de Dios es necesariamente oración intra-trinitaria que nos hace participar gratuitamente en ese desbordamiento de reciprocidad en el amor. Las decenas de «Gloria Patri», «Gloria al Padre», que marcan nuestros salmos y oraciones no serán nunca una rutina para Francisco, sino un acto de adoración, una prosternación de corazón y de cuerpo. La frecuencia de esa doxología, que él intercala a menudo en sus escritos, nunca es banal (véanse sus Cartas y la Paráfrasis del Padre nuestro). Es la respiración de su fe. « Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses, tú eres el bien, todo bien, sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero» (AlD 3).

Para Francisco, Dios Trinidad es verdaderamente la última bienaventuranza del hombre. Toda su existencia culmina simbólicamente en esa asombrosa oración del capítulo 23 de la primera Regla. Este capítulo es una auténtica liturgia viva en honor de Dios Trino y Uno. En él evoca los inmensos cortejos luminosos de las iglesias orientales donde toda la humanidad está ya transfigurada por la incandescencia de la Trinidad Viva. Su visión de fe se convierte en canto lírico. La inspiración del amor vierte en cascada las palabras que se repiten, se acumulan y fusionan en la zarza ardiente del Dios Vivo (1 R 23,5-6.8-10). La oración de Francisco se ha convertido, como en la tradición oriental, en liturgia celeste. Su corazón se ha convertido verdaderamente en santuario de la Trinidad Santa. En él celebra al Dios Vivo. Ejerce plenamente su sacerdocio de bautizado. La inhabitación de la Trinidad Santa en el corazón del hombre es realmente, para Francisco, el objetivo de toda oración, de toda misión, de toda vida de penitencia.

Francisco experimentó la vida bautismal que brota de la Pascua del Señor. Este don, incomprensible desde el exterior, le colma de gozo. Salta de alegría (cf. 1CtaF 56-60).

* * *

Ojalá la triple familia franciscana, hombres, mujeres y hogares, renovada por Francisco de Asís, que restauró simbólicamente tres iglesias de Asís, encuentre de nuevo ese soplo de Vida Trinitaria (TC 60; LM 2,8).

Recordemos simplemente, para concluir, hasta qué punto esta vida de fe trinitaria ilumina y guía a Francisco en sus relaciones con sus hermanos y con el mundo. Francisco sabe hasta qué punto el amor fraterno puede convertirse en un asombroso aprendizaje de la vida trinitaria (cf. I.-E. Motte, La vida fraterna según san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, núm. 19, 1978, 117-120).

[Selecciones de Franciscanismo, vol. X, núm. 29 (1981) 264-270].

.