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VÍA CRUCIS EN EL
COLISEO |
. | PRESENTACIÓN «Si uno viese desde lejos su patria y estuviese separada por el mar, vería adónde ir, pero no tendría medios para llegar. Así es para nosotros... Anhelamos la meta, pero está de por medio el mar de este siglo... Ahora, sin embargo, para que tuviésemos también el medio para ir, ha venido de allá aquel a quien nosotros queremos llegar... y nos ha proporcionado el navío para atravesar el mar. Nadie puede atravesar el mar de este siglo, si no le lleva la Cruz de Cristo... No abandonar la Cruz, ella te llevará». Estas palabras de san Agustín, tomadas del Comentario al Evangelio de san Juan (cf. 2, 2), nos introducen en la oración del Vía Crucis. En efecto, el Vía Crucis quiere avivar en nosotros este gesto de asirnos al madero de la Cruz de Cristo a lo largo del mar de la existencia. El Vía Crucis no es, pues, una simple práctica de devoción popular con un tinte sentimental; expresa la esencia de la experiencia cristiana: «El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mc 8,34). Y por esta razón el Santo Padre cada Viernes Santo recorre el Vía Crucis ante el mundo y en comunión con él. Para la composición de esta oración, el Papa Benedicto XVI se ha dirigido este año al mundo monástico agustino femenino, encomendando la redacción de los textos a Sor María Rita Piccione, O. S. A., Madre Presidenta de la Federación de los Monasterios Agustinos de Italia "Nuestra Señora del Buen Consejo". Sor María Rita pertenece al Monasterio Agustino de Lecceto (Siena) -uno de los eremitorios toscanos del s. XIII, cuna de la Orden de San Agustín- y es actualmente miembro de la Comunidad de Santi Quattro Coronati de Roma, donde tiene su sede la casa común de formación para las novicias y las profesas agustinas de Italia. No sólo los textos son obra de una monja agustina, también las imágenes reciben forma y color de la sensibilidad artística femenina y agustina. Sor Elena María Manganelli, O. S. A., del Monasterio de Lecceto, antes escultora de profesión, es la autora de las tablas que ilustran las varias estaciones del Vía Crucis. Este entrelazarse de palabra, forma y color nos comunica algo de la espiritualidad agustina, inspirada en la primitiva comunidad de Jerusalén y fundada sobre la comunión de vida. Es un don para todos saber que la preparación del Vía Crucis nace de la experiencia de monjas que «viven juntas, piensan, rezan, dialogan», por decirlo con el retrato vivo y eficaz con que Romano Guardini bosqueja una comunidad monástica agustina. Cada estación presenta en el incipit, bajo la clásica enunciación, una brevísima frase que quiere ofrecer la clave de lectura de la estación misma. Podremos idealmente recibirla como pronunciada por un niño, casi como una llamada a la sencillez de los pequeños que, en la oración de la Iglesia, saben intuir el corazón de la realidad y un simbólico espacio de acogida, de la voz de la infancia, a veces ofendida y explotada. La Palabra de Dios que se proclama está tomada del Evangelio de san Juan, con excepción de las estaciones que no tienen un texto evangélico de referencia o lo tienen en otros evangelios. Con esta elección se ha querido evidenciar el mensaje de gloria de la Cruz de Jesús. El texto bíblico es ilustrado después por una reflexión breve, pero clara y original. La oración dirigida al «Humilde Jesús» -expresión cercana al corazón de san Agustín (Conf. 7, 18, 24), pero que abandona el adjetivo humilde con la crucifixión-exaltación de Cristo- es la confesión que la Iglesia-Esposa hace al Esposo de Sangre. Sigue una invocación al Espíritu Santo que guía nuestros pasos y derrama en nuestro corazón el amor divino (cf. Rom 5,5): es la Iglesia apostólico-petrina, que llama al corazón de Dios. Cada estación recoge una huella particular dejada por Jesús a lo largo del Camino de la Cruz, que el creyente está llamado a seguir. Así los pasos que determinan el recorrido del Vía Crucis son: verdad, honestidad, humildad, oración, obediencia, libertad, paciencia, conversión, perseverancia, esencialidad, realeza, don de sí, maternidad, espera silenciosa. Las tablas de Sor Elena María -libres de acompañamientos y elementos accesorios, esenciales en el color- presentan a Jesús en la pasión, solo, que atraviesa la tierra árida excavando un surco y regándolo con su gracia. Un rayo de luz, siempre presente y puesto en forma de cruz, indica la mirada del Padre, mientras la sombra de una paloma, el Espíritu Santo, recuerda que Cristo «en virtud de un Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha» (Heb 9,14). Con su contribución a la oración del Vía Crucis, las Monjas Agustinas desean rendir un homenaje de amor a la Iglesia y al Santo Padre Benedicto XVI, en profunda sintonía con esa particular devoción y fidelidad a la Iglesia y a los Sumos Pontífices profesada por la Orden de San Agustín. Agradecemos a estas dos Hermanas, Sor María Rita y Sor Elena María, que, nutridas por la continua meditación de la Palabra de Dios y de los escritos de san Agustín y sostenidas por la oración de las comunidades de la Federación, han aceptado compartir, con toda sencillez, su experiencia de Cristo y del Misterio Pascual, en un año en el que la celebración de la Santa Pascua cae el 24 de abril, precisamente, aniversario del Bautismo de san Agustín.
INTRODUCCIÓN [Canto]
V/. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo. Hermanos en Cristo: Nos encontramos convocados por la Palabra que se acaba de proclamar, para recorrer el Camino de la Cruz de Jesús. Fijemos nuestra mirada interior en Cristo, e invoquémoslo con corazón ardiente: «Di a mi alma: "Yo soy tu victoria". Díselo de manera que lo oiga».[1] Su voz confortadora se entrelaza con el frágil hilo de nuestro «sí» y el Espíritu Santo, dedo de Dios, teje la sólida trama de la fe que conforta y guía. Seguir, creer, orar: éstos son los pasos sencillos y seguros que sostienen nuestro camino a lo largo del Camino de la Cruz y nos dejan entrever gradualmente el camino de la Verdad y de la Vida. ORACIÓN
INICIAL Señor Jesús, Es la hora de las tinieblas: En esta hora se insinúa la
tentación de la fuga, Y tú, Señor, No, Señor, Tú solo eres «la palabra de la
verdad» (cf. Ef 1,13) «Te seguiremos a donde vayas» (cf. Mt 8,19). En esta adhesión está nuestra
adoración, R/. Amén.
PRIMERA ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 18,37-40
Pilato no encuentra en Jesús ningún motivo de condena, y tampoco encuentra en sí mismo la fuerza de oponerse a la condena. Su oído interior permanece sordo a la Palabra de Jesús y no comprende su testimonio de la verdad. «Escuchar la verdad es obedecerla y creer en ella».[4] Es vivir libremente bajo su guía y darle el propio corazón. Pilato no es libre: está condicionado desde fuera, pero esa verdad que ha escuchado sigue resonando en su interior como un eco que llama a su puerta e inquieta. Así, sale fuera, ante los judíos; «salió otra vez», subraya el texto, casi como un impulso de huir de sí mismo. Y la voz que le llega desde fuera prevalece a la Palabra que está dentro. Aquí se decide la condena de Jesús, la condena de la verdad. Humilde Jesús, Ven, Espíritu de la Verdad,
SEGUNDA ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,6-7. 16-17
Pilato vacila, busca un pretexto para soltar a Jesús, pero cede a la voluntad que prevalece y alborota, que apela a la Ley y lanza insinuaciones. Una vez más se repite la historia del corazón herido del hombre: su mezquindad, su incapacidad para levantar la mirada fuera de sí mismo, para no dejarse engañar por las ilusiones del pequeño provecho personal y elevarse, impulsado por el vuelo libre de la bondad y la honestidad. El corazón del hombre es un microcosmos. En él se deciden los grandes retos de la humanidad, se resuelven o se acentúan sus conflictos. Pero la opción es siempre la misma: tomar o perder la verdad que libera. Humilde Jesús, Ven, Espíritu de la Verdad,
TERCERA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos. Lectura del Evangelio según san Mateo 11,28-30
Las caídas de Jesús a lo largo del Camino de la Cruz no pertenecen a la Escritura; han sido trasmitidas por la piedad tradicional, custodiada y cultivada en el corazón de tantos orantes. En la primera caída, Jesús nos hace una invitación, nos abre un camino, inaugura para nosotros una escuela. Es la invitación a acudir a él en la experiencia de la impotencia humana, para descubrir cómo se ha injertado en ella el poder divino. Es el camino que lleva a la fuente del auténtico descanso, el de la gracia que basta. Es la escuela donde se aprende la mansedumbre que calma la rebelión y donde la confianza ocupa el lugar de la presunción. Desde la cátedra de su caída, Jesús nos imparte sobre todo la gran lección de la humildad, el camino «que lo llevó a la resurrección».[8] El camino que, después de cada caída, nos da la fuerza para decir: «Ahora comienzo de nuevo, Señor; pero no sólo, sino contigo». Humilde Jesús, Ven, Espíritu de la Verdad,
CUARTA
ESTACIÓN V/. Te
adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,25-27
San Juan nos dice que la Madre estaba junto a la cruz de Jesús, pero ningún evangelista nos habla directamente de un encuentro entre los dos. En realidad, en este estar de la Madre se concentra la expresión más densa y alta del encuentro. En la aparente pasividad del verbo estar vibra la íntima vitalidad de un dinamismo. Es el dinamismo intenso de la oración, que se ensambla con su sosegada pasividad. Orar es dejarse envolver por la mirada amorosa y franca de Dios, que nos descubre a nosotros mismos y nos envía a la misión. En la oración auténtica, el encuentro personal con Jesús nos hace madre y discípulo amado, genera vida y trasmite amor. Dilata el espacio interior de la acogida y entreteje lazos místicos de comunión, confiándonos el uno al otro y abriendo el tú al nosotros de la Iglesia. Humilde Jesús, Ven, Espíritu de la Verdad,
QUINTA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos. Lectura del Evangelio según san Lucas 23,26
Simón de Cirene es un hombre retratado por los evangelistas con una particular precisión en el nombre y la proveniencia, la parentela y la actividad; es un hombre fotografiado en un lugar y en un tiempo determinado, obligado de algún modo a llevar una cruz que no es suya. En realidad, Simón de Cirene es cada uno de nosotros. Recibe el madero de la cruz de Jesús, como un día hemos recibido y acogido su signo en el santo bautismo. La vida del discípulo de Jesús es esta obediencia al signo de la cruz, en un gesto cada vez más marcado por la libertad del amor. Es el reflejo de la obediencia del maestro. Es el pleno abandono a dejarse instruir, como él, por la geometría del amor (cf. Ef 3,18), por las mismas dimensiones de la cruz: «la anchura de las buenas obras; la longitud de la perseverancia en la adversidad; la altura de la expectación de los que esperan y miran hacia arriba; la profundidad de la raíz de la gracia divina, que se hunde en la gratuidad».[10] Humilde Jesús, Ven, Espíritu de la Verdad,
SEXTA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos. Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 4,6
A lo largo del Camino de la Cruz, la piedad popular señala el gesto de una mujer, denso de veneración y delicadeza, casi un rastro del perfume de Betania: Verónica enjuga el rostro de Jesús. En ese rostro, desfigurado por el dolor, Verónica reconoce el rostro transfigurado por la gloria; en el semblante del Siervo sufriente, ella ve al más bello de los hombres. Ésta es la mirada que provoca el gesto gratuito de la ternura y recibe la recompensa de la impronta del Santo Rostro. Verónica nos enseña el secreto de su mirada de mujer, «que mueve al encuentro y ofrece ayuda: ¡ver con el corazón!». [12] Humilde Jesús, Ven, Espíritu de la Verdad,
SÉPTIMA ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos. Lectura de la primera carta del apóstol san Pedro 2,21b-24
Jesús cae de nuevo bajo el peso de la cruz. Sobre el madero de nuestra salvación, no sólo pesa la enfermedad de la naturaleza humana, sino también las adversidades de la existencia. Jesús ha llevado el peso de la persecución contra la Iglesia de ayer y de hoy, de esa persecución que mata a los cristianos en el nombre de un dios extraño al amor, y de aquella que ataca la dignidad con «labios embusteros y lengua fanfarrona» (Sal 11,4). Jesús ha llevado el peso de la persecución contra Pedro, la que se alzó contra la voz limpia de la «verdad que interroga y libera el corazón».[15]Jesús, con su cruz, ha llevado el peso de la persecución contra sus siervos y discípulos, contra aquellos que responden al odio con el amor, a la violencia con la mansedumbre. Jesús, con su cruz, ha llevado el peso del exasperado «amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios»[16] y que pisotea al hermano. Todo lo ha llevado voluntariamente, todo lo ha sufrido «con su paciencia, para enseñarnos la paciencia».[17] Humilde Jesús, Ven, Espíritu de la Verdad,
OCTAVA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos. Lectura del Evangelio según san Lucas 23,27-31
Jesús, el Maestro, sigue formando nuestra humanidad a lo largo del Camino del Calvario. Encontrando a las mujeres de Jerusalén acoge con su mirada de verdad y misericordia las lágrimas de compasión derramadas sobre él. Dios, que ha llorado sobre Jerusalén (cf. Lc 19,41), educa ahora el llanto de esas mujeres para que no se quede en una estéril conmiseración externa. Las invita a reconocer en él la suerte del inocente injustamente condenado y quemado, como leño verde, como «castigo saludable» (Is 53,5). Les ayuda a que examinen el leño seco del propio corazón y experimenten, así, el dolor benéfico de la compunción. Brota aquí el llanto auténtico, cuando los ojos confiesan con las lágrimas no sólo el pecado, sino también el dolor del corazón. Son lágrimas benditas, como las de Pedro, signo de arrepentimiento y prenda de conversión, que renuevan en nosotros la gracia del Bautismo. Humilde Jesús, Ven, Espíritu de la Verdad,
NOVENA
ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos. Lectura del Evangelio según san Lucas 22,28-30a. 31-32
Con su tercera caída, Jesús confiesa el amor con el que ha abrazado por nosotros el peso de la prueba y renueva la llamada a seguirle hasta el final, en fidelidad. Pero nos concede también echar una mirada más allá del velo de la promesa: «Si perseveramos, también reinaremos con él» (2 Tim 2,12). Sus caídas pertenecen al misterio de su encarnación. Nos ha buscado en nuestra debilidad, bajando hasta lo más hondo de ella, para levantarnos hacía él. «Nos ha mostrado en sí mismo la vía de la humildad, para abrirnos la vía del regreso».[20] «Nos ha enseñado la paciencia como arma con la que se vence el mundo».[21] Ahora, caído en tierra por tercera vez, mientras «com-padece nuestras debilidades» (Heb 4,15), nos indica la manera de no sucumbir en la prueba: perseverar, permanecer firmes y constantes. Simplemente: «Permanecer en él» (cf. Jn 15,7). Humilde Jesús, ¡Ven, Espíritu de la
Verdad,
DÉCIMA ESTACIÓN V/. Te
adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,23-24
Jesús queda desnudo. El icono de Cristo despojado de sus vestiduras es rico de resonancias bíblicas: nos devuelve a la desnudez inocente de los orígenes y a la vergüenza de la caída (cf. Gén 2,25; 3,7). En la inocencia original, la desnudez era la vestidura de la gloria del hombre: su amistad trasparente y hermosa con Dios. Con la caída, la armonía de esa relación se rompe, la desnudez sufre vergüenza y lleva consigo el recuerdo dramático de aquella pérdida. La desnudez significa la verdad del ser. Jesús, despojado de sus vestiduras, tejió en la cruz el hábito nuevo de la dignidad filial del hombre. Esa túnica sin costuras queda allí, íntegra para nosotros; la vestidura de su filiación divina no se ha rasgado, sino que, desde lo alto de la cruz, se nos ha dado. Humilde Jesús, Ven, Espíritu de la Verdad,
UNDÉCIMA ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,18-22
Jesús crucificado está en el centro; la inscripción regia, alta sobre la cruz, abre las profundidades del misterio: Jesús es el rey y la cruz es su trono. La realeza de Jesús, escrita en tres lenguas, es un mensaje universal: para el sencillo y el sabio, para el pobre y el poderoso, para quien se acoge a la Ley divina y para quien confía en el poder político. La imagen del crucificado, que ninguna sentencia humana podrá remover nunca de las paredes de nuestro corazón, será para siempre la palabra regia de la Verdad: «Luz crucificada que ilumina a los ciegos»,[22] «tesoro cubierto que sólo la oración puede abrir»,[23] corazón del mundo. Jesús no reina dominando, con un poder de este mundo, él «no tiene ninguna legión».[24] Jesús reina atrayendo (cf. Jn 12,32): su imán es el amor del Padre que en él se da por nosotros «hasta el extremo».[25] «Nada se libra de su calor» (Sal 18,7). Señor Jesús, crucificado por
nosotros. Ven, Espíritu de la Verdad,
DUODÉCIMA ESTACIÓN V/. Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,28-30
«Tengo sed». «Está cumplido». En estas dos palabras, Jesús nos muestra, con una mirada hacia la humanidad y otra hacia el Padre, el ardiente deseo que ha impregnado su persona y su misión: el amor al hombre y la obediencia al Padre. Un amor horizontal y un amor vertical: ¡he aquí el diseño de la cruz! Y desde el punto de encuentro de ese doble amor, allí donde Jesús inclina la cabeza, mana el Espíritu Santo, primer fruto de su retorno al Padre. En este soplo vital del cumplimiento, vibra el recuerdo de la obra de la creación (cf. Gén 2,2.7) ahora redimida. Pero también la llamada a todos los que creen en él, a «completar en nuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo» (cf. Col 1,24). ¡Hasta que todo esté cumplido! ¡Señor Jesús, muerto por
nosotros! Ven, Espíritu Santo,
DECIMOTERCERA ESTACIÓN V/. Te
adoramos, oh Cristo, y te bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,32-35.38
La lanzada en el costado de Jesús, de herida se convierte en abertura, en una puerta abierta que nos deja ver el corazón de Dios. Aquí, su infinito amor por nosotros nos deja sacar agua que vivifica y bebida que invisiblemente sacia y nos hace renacer. También nosotros nos acercamos al cuerpo de Jesús bajado de la cruz y puesto en brazos de la madre. Nos acercamos «no caminando, sino creyendo, no con los pasos del cuerpo, sino con la libre decisión del corazón».[29] En este cuerpo exánime nos reconocemos como sus miembros heridos y sufrientes, pero protegidos por el abrazo amoroso de la madre. Pero nos reconocemos también en estos brazos maternales, fuertes y tiernos a la vez. Los brazos abiertos de la Iglesia-Madre son como el altar que nos ofrece el Cuerpo de Cristo y, allí, nosotros llegamos a ser Cuerpo místico de Cristo. Señor Jesús, Ven, Espíritu Santo,
DECIMOCUARTA ESTACIÓN V/.Te adoramos, oh Cristo, y te
bendecimos. Lectura del Evangelio según san Juan 19,40-42
Un jardín, símbolo de la vida con sus colores, acoge el misterio del hombre creado y redimido. En un jardín, Dios puso a su criatura (cf. Gén 2,8), y de allí la desterró tras la caída (cf. Gén 3,23). En un jardín comenzó la Pasión de Jesús (cf. Jn 18,1), y en un jardín un sepulcro nuevo acoge al nuevo Adán que vuelve a la tierra (cf. Jn 19,41), seno materno que custodia la semilla fecunda que muere. Es el tiempo de la fe que aguarda silenciosa, y de la esperanza que sabe percibir ya en la rama seca el despuntar de un pequeño brote, promesa de salvación y de alegría. Ahora la voz de «Dios habla en el gran silencio del corazón».[30]
PALABRAS DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI Queridos hermanos y hermanas: Esta noche hemos acompañado en la fe a Jesús en el recorrido del último trecho de su camino terrenal, el más doloroso, el del Calvario. Hemos escuchado el clamor de la muchedumbre, las palabras de condena, las burlas de los soldados, el llanto de la Virgen María y de las mujeres. Ahora estamos sumidos en el silencio de esta noche, en el silencio de la cruz, en el silencio de la muerte. Es un silencio que lleva consigo el peso del dolor del hombre rechazado, oprimido y aplastado; el peso del pecado que le desfigura el rostro, el peso del mal. Esta noche hemos revivido, en lo profundo de nuestro corazón, el drama de Jesús, cargado del dolor, del mal y del pecado del hombre. ¿Que queda ahora ante nuestros ojos? Queda un Crucifijo, una Cruz elevada sobre el Gólgota, una Cruz que parece señalar la derrota definitiva de Aquel que había traído la luz a quien estaba sumido en la oscuridad, de Aquel que había hablado de la fuerza del perdón y de la misericordia, que había invitado a creer en el amor infinito de Dios por cada persona humana. Despreciado y rechazado por los hombres, está ante nosotros el «hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, despreciado y evitado de los hombres, ante el cual se ocultaban los rostros» (Is 53,3). Pero miremos bien a este hombre crucificado entre la tierra y el cielo, contemplémosle con una mirada más profunda, y descubriremos que la Cruz no es el signo de la victoria de la muerte, del pecado y del mal, sino el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar: Dios se ha inclinado sobre nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más oscuro de nuestra vida para tendernos la mano y alzarnos hacia él, para llevarnos hasta él. La Cruz nos habla de la fe en el poder de este amor, a creer que en cada situación de nuestra vida, de la historia, del mundo, Dios es capaz de vencer la muerte, el pecado, el mal, y darnos una vida nueva, resucitada. En la muerte en cruz del Hijo de Dios, está el germen de una nueva esperanza de vida, como el grano que muere dentro de la tierra. En esta noche cargada de silencio, cargada de esperanza, resuena la invitación que Dios nos dirige a través de las palabras de san Agustín: «Tened fe. Vosotros vendréis a mí y gustareis los bienes de mi mesa, así como yo no he rechazado saborear los males de la vuestra... Os he prometido la vida... Como anticipo os he dado mi muerte, como si os dijera: "Mirad, yo os invito a participar en mi vida... Una vida donde nadie muere, una vida verdaderamente feliz, donde el alimento no perece, repara las fuerzas y nunca se agota. Ved a qué os invito... A la amistad con el Padre y el Espíritu Santo, a la cena eterna, a ser hermanos míos..., a participar en mi vida"» (cf. Sermón 231, 5). Fijemos nuestra mirada en Jesús crucificado y pidamos en la oración: Ilumina, Señor, nuestro
corazón, NOTAS: [1] San Agustín, Confesiones 1, 5, 5. (A partir de ahora las citaciones que no sean de la Sagrada Escritura y que no presenten un autor son de san Agustín). [2] Confesiones 1, 1, 1. [3] Cf. Enarraciones sobre los salmos, Salmo 45,1. [4] Cf. Tratados sobre el Evangelio de san Juan, 115, 4. [5] De la verdadera religión, 39, 72. [6] Cf. Nota de la Biblia de Jerusalén a 1 Pe 3,4. [7] Cf. Tratados sobre el Evangelio de san Juan, 26, 5. [8] Enarraciones sobre los salmos, Salmo 127, 10. [9] Cf. Enarraciones sobre los salmos, Salmo 118, Sermón 29, 1. [10] Cf. Carta 140; 26, 64. [11] Cf. R. Guardini, Los signos sagrados, Barcelona 1957, p. 14. [12] Cf. Juan Pablo II, Carta, A vosotras, mujeres (29.6.1995), n. 12. [13] Tratados sobre el Evangelio de san Juan, 34, 9. [14] Cf. Comentarios sobre los salmos, Salmo 40, 13. [15] J. Ratzinger, El elogio de la conciencia. La verdad interroga al corazón, Navarra 2010. [16] La Ciudad de Dios 14, 28. [17] Sermón 175, 3, 3. [18] Tratados sobre el Evangelio de san Juan, 113, 4. [19] Cf. S. Ambrosio, Exposición sobre el Evangelio de san Lucas, X, 90. [20] Cf. Sermón 50, 11. [21] Cf. Tratados sobre el Evangelio de san Juan, 113, 4. [22] Cf. Sermón 136, 4. [23] Cf. Sermón 160, 3. [24] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección, Madrid 2011, p. 223. [25] H. U. von Balthasar, Tú coronas el año con tu gracia, Madrid 1997, p. 217. [26] Confesiones 2, 1, 1. [27] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección, Madrid 2011, p. 226-227. [28] Cf. Enarraciones sobre los salmos, Salmo 143, 3. [29] Tratados sobre el Evangelio de san Juan, 26, 3. [30] Cf. Enarraciones sobre los salmos, Salmo 38, 20. |
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