DIRECTORIO FRANCISCANO
La Oración de cada día

EL ROSARIO
Primer misterio glorioso

 

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LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

Jesús, después de su muerte en la cruz, fue enterrado en un sepulcro nuevo que había en un huerto próximo al lugar en que lo crucificaron.

Los evangelios no nos describen el hecho mismo de la resurrección ni el cómo y cuándo precisos en que sucedió, sino las consecuencias de tal acontecimiento: el sepulcro vacío, las múltiples y variadas apariciones del Señor y las circunstancias de las mismas. Al amanecer del domingo, María Magdalena y otras piadosas mujeres fueron al sepulcro; la piedra que cerraba la entrada había sido removida, y el cuerpo del Señor no estaba allí. Después fueron Juan y Pedro, que comprobaron lo que les habían dicho las mujeres. El mismo domingo, Jesús se apareció a las mujeres y a María Magdalena, a Simón Pedro, a los discípulos de Emaús, al conjunto de los apóstoles, etc. Las apariciones a personas en particular y a grupos incluso numerosos se sucedieron en Jerusalén y en Galilea, hasta la Ascensión del Señor.

De las palabras de Cristo a los suyos después de la resurrección, recordemos algunas de las que dijo a los dos discípulos que el mismo domingo de pascua iban a Emaús. En el camino Jesús se les hizo encontradizo y entró en diálogo con ellos. Estaban tristes y desilusionados porque los sumos sacerdotes y los magistrados condenaron a muerte a Jesús y lo crucificaron. «Nosotros –añadieron– esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó...». Entonces el Señor les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras. Al acercarse a Emaús, lo invitaron a quedarse con ellos y, puestos a la mesa, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció de su lado. Ellos se volvieron a Jerusalén y contaron a los Once y a los que estaban con ellos lo que les había pasado. Estaban hablando de estas cosas, cuando Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo repetidamente: «La paz con vosotros». Aún tuvo que serenarlos, comió y les añadió: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Finalmente les dijo: «Como el Padre me envío, así os envío yo... Vosotros sois testigos de todas estas cosas».

San Pablo, camino de Damasco, vivió la experiencia del encuentro personal con el Señor resucitado, lo que cambió el rumbo y sentido de su vida. En sus cartas nos dice que los cristianos, en el bautismo, nos incorporamos a Cristo, a su muerte, y somos sepultados con él, para que, así como Cristo resucitó de entre los muertos, también nosotros, resucitados con él, andemos en una vida nueva, pues nuestra vieja condición de pecadores ha sido crucificada con Cristo y hemos quedado libres de la esclavitud del pecado. «Si habéis resucitado con Cristo –añade el Apóstol–, buscad las cosas de arriba, aspirad a los bienes de arriba».

La Resurrección, dice el Catecismo de la Iglesia católica, constituye la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó, es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús. La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte Jesús nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Ésta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios. Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección. Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección. Por último, la Resurrección de Cristo –y el propio Cristo resucitado– es principio y fuente de nuestra resurrección futura. En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles, hasta la consumación de los siglos.

Los evangelios no refieren la aparición de Jesús resucitado a su Madre. María estuvo en el Calvario, junto a la cruz, hasta que su Hijo expiró. Podemos contemplar y meditar la aflicción, dolor, amargura, soledad... que invadirían el corazón de la Virgen aquella noche. También, la ilusión y la esperanza con que aguardaría que Jesús, tal como había prometido, resucitara. Cuando Juan le diría el domingo por la mañana que había visto el sepulcro vacío, ¿María se sorprendería o más bien le diría que ya lo sabía, y que incluso Jesús se le había aparecido? Hasta su Ascensión, Cristo estuvo apareciéndose a unos y a otros, charlando y comiendo con ellos, etc. No nos habla la Escritura de las relaciones entre el Hijo resucitado y su Madre en ese tiempo; es materia que deja a nuestra consideración, para la que nos basta partir del hecho que él es el mejor hijo y ella la mejor madre.

Un Padrenuestro, diez Avemarías y Gloria.

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