DIRECTORIO FRANCISCANO
La Oración de cada día

CÁNTICO DEL ECLESIÁSTICO
(Eclo 36,1-7.13-16)

Súplica en favor de la ciudad santa de Jerusalén

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1Sálvanos, Dios del universo,
2infunde tu terror a todas las naciones;
3amenaza con tu mano al pueblo extranjero,
para que sienta tu poder.

4Como les mostraste tu santidad al castigarnos,
muéstranos así tu gloria castigándolos a ellos:
5para que sepan, como nosotros lo sabemos,
que no hay Dios fuera de ti.

6Renueva los prodigios, repite los portentos,
7exalta tu mano, robustece tu brazo.

[8Despierta la ira, derrama la cólera,
9doblega al agresor, dispersa al enemigo;
10apresura el término, atiende al plazo,
pues ¿quién podrá decirte «qué haces»?

11Que un fuego vengador devore a los que escapan,
que los opresores de tu pueblo vayan a la ruina.
12Aplasta la cabeza de los jefes enemigos
que dicen «nadie más que nosotros».]

13Reúne a todas las tribus de Jacob
y dales su heredad como antiguamente.

14Ten compasión del pueblo que lleva tu nombre,
de Israel, a quien nombraste tu primogénito;
15ten compasión de tu ciudad santa,
de Jerusalén, lugar de tu reposo.

16Llena a Sión de tu majestad,
y al templo de tu gloria.

[17Da testimonio a tus primeras criaturas,
mantén las profecías dichas en tu nombre.
18Da su recompensa a los que te aguardan,
y que tus profetas queden acreditados.

Escucha, Señor, la súplica de tus siervos,
19según la bendición de Aarón sobre tu pueblo.
Y todos los de la tierra reconozcan
que tú eres el Señor, el Dios eterno.]

 

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

1. En el Antiguo Testamento no sólo existe el libro oficial de la oración del pueblo de Dios, es decir, el Salterio. Muchas páginas bíblicas están llenas de cánticos, himnos, salmos, súplicas, oraciones e invocaciones que se elevan al Señor como respuesta a su palabra. Así la Biblia se presenta como un diálogo entre Dios y la humanidad, un encuentro que se realiza bajo el signo de la palabra divina, de la gracia y del amor.

Es el caso de la súplica que acabamos de elevar al «Señor, Dios del universo» (v. 1). Se encuentra en el libro del Sirácida, un sabio que recogió sus reflexiones, sus consejos y sus cantos probablemente en torno al 190-180 a. C., al inicio de la epopeya de liberación que vivió Israel bajo la guía de los hermanos Macabeos. En el 138 a. C., un nieto de este sabio, como se narra en el prólogo del libro, tradujo al griego la obra de su abuelo, a fin de ofrecer estas enseñanzas a un círculo más amplio de lectores y discípulos.

La tradición cristiana llamó «Eclesiástico» al libro del Sirácida. Este libro, al no haber sido incluido en el canon hebreo, terminó por caracterizar, junto con otros, la así llamada «veritas christiana». De este modo, los valores propuestos por esta obra sapiencial entraron en la educación cristiana de la época patrística, sobre todo en el ámbito monástico, convirtiéndose en una especie de manual de conducta práctica de los discípulos de Cristo.

2. La invocación del capítulo 36 del Sirácida, que la Liturgia de las Horas utiliza como oración de Laudes en una forma simplificada, está estructurada siguiendo algunas líneas temáticas.

Ante todo, encontramos la súplica a Dios para que intervenga en favor de Israel y contra las naciones extranjeras que la oprimen. En el pasado, Dios mostró su santidad castigando las culpas de su pueblo, dejando que cayera en manos de sus enemigos. Ahora el orante pide a Dios que muestre su gloria castigando la prepotencia de los opresores e instaurando una nueva era con matices mesiánicos.

Ciertamente, la súplica refleja la tradición orante de Israel y, en realidad, está llena de reminiscencias bíblicas. En cierto sentido, puede considerarse un modelo de plegaria, adecuada para los tiempos de persecución y opresión, como aquel en el que vivía el autor, bajo el dominio, más bien duro y severo, de los soberanos extranjeros siro-helenísticos.

3. La primera parte de esta oración comienza con una súplica ardiente dirigida al Señor para que tenga piedad y mire (cf. v. 1). Pero inmediatamente la atención se desplaza hacia la acción divina, que se pondera con una serie de verbos muy sugestivos: «Ten piedad (...), mira (...), infunde tu terror (...), alza tu mano (...), muéstrate grande (...), renueva los prodigios, repite los portentos (...), exalta tu mano, robustece tu brazo (...)».

El Dios de la Biblia no es indiferente frente al mal. Y aunque sus caminos no sean nuestros caminos, aunque sus tiempos y proyectos sean diferentes de los nuestros (cf. Is 55,8-9), sin embargo, se pone de parte de las víctimas y se presenta como juez severo de los violentos, de los opresores, de los vencedores que no tienen piedad.

Pero su intervención no está encaminada a la destrucción. Al mostrar su poder y su fidelidad en el amor, puede despertar también en la conciencia del malvado un sentimiento que lo lleve a la conversión. «Sepan, como nosotros lo sabemos, que no hay Dios fuera de ti, Señor» (v. 5).

4. La segunda parte del himno abre una perspectiva más positiva. En efecto, mientras la primera parte pide la intervención de Dios contra los enemigos, la segunda no habla ya de los enemigos, sino que invoca los favores de Dios para Israel, implora su piedad para el pueblo elegido y para la ciudad santa, Jerusalén. El sueño de un regreso de todos los desterrados, incluidos los del reino del norte, se convierte en el objeto de la oración: «Reúne a todas las tribus de Jacob y dales su heredad como antiguamente» (v. 13). Así se solicita una especie de renacimiento de todo Israel, como en los tiempos felices de la ocupación de toda la Tierra prometida.

Para hacer más apremiante la oración, el orante insiste en la relación que une a Dios con Israel y con Jerusalén. Israel es designado como «el pueblo que lleva tu nombre», «a quien nombraste tu primogénito»; Jerusalén es «tu ciudad santa», «lugar de tu reposo». Luego expresa el deseo de que la relación se vuelva aún más estrecha y, por tanto, más gloriosa: «Llena a Sión de tu majestad, y al templo, de tu gloria» (v. 16). Al llenar de su majestad el templo de Jerusalén, que atraerá hacia sí a todas las naciones (cf. Is 2,2-4; Mi 4,1-3), el Señor llenará a su pueblo de su gloria.

5. En la Biblia el lamento de los que sufren no desemboca nunca en la desesperación; al contrario, está siempre abierto a la esperanza. Se basa en la certeza de que el Señor no abandona a sus hijos; él no deja que caigan de sus manos los que ha modelado.

La selección que hizo la Liturgia omitió una expresión feliz en nuestra oración. En ella se pide a Dios: «Da testimonio a tus primeras criaturas» (v. 17). Desde la eternidad Dios tiene un proyecto de amor y salvación destinado a todas las criaturas, llamadas a ser su pueblo. Es un designio que san Pablo reconocerá «revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas (...), designio eterno que Dios ha realizado en Cristo, Señor nuestro» (Ef 3,5.11).

[Audiencia general Miércoles 23 de enero de 2002]

MONICIÓN PARA EL CÁNTICO

La plegaria que vamos a hacer hoy fue compuesta poco antes de la terrible persecución de Antíoco Epífanes y de la sublevación de los Macabeos. Podemos decir que es la oración emocionada de un pueblo que se siente amenazado, en sus tradiciones religiosas y en sus más profundas convicciones, por una nación enemiga y políticamente más fuerte y poderosa. Pero, al mismo tiempo, este texto es una plegaria que deja traslucir la esperanza de que Dios renovará sus antiguos prodigios en favor de Israel y hará nuevamente visible aquel brazo poderoso que en otros tiempos condujo a los hijos de Israel hacia la libertad.

Han pasado muchos siglos desde que esta plegaria se dijo por vez primera, pero su contenido continúa siendo de gran actualidad. Por eso el Espíritu quiso que se consignara en las Letras santas para que el pueblo de Dios de todos los tiempos tuviera un modelo de oración. Hoy la comunidad cristiana vive también en el mundo como en un destierro, y muchos creyentes sufren también ante el ambiente de indiferencia religiosa que amenaza frecuentemente sus más profundas convicciones. Pidamos, pues, humildemente, con este texto, que el Dios del universo nos salve, que renueve los prodigios y repita los portentos, para que los pueblos sepan, como nosotros lo sabemos, que no hay Dios fuera de él; que el Señor haga que el pueblo que lleva su nombre sea como un signo levantado, entre las naciones, que reúna a todas las tribus del nuevo Jacob, como antiguamente, para que los hombres todos crean en el Padre y en aquel a quien el Padre ha enviado.-- [Pedro Farnés]

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MONICIONES PARA EL REZO CRISTIANO DEL CÁNTICO

Introducción general

Sirac escribe su libro, el libro de Sirácida o Eclesiástico, hacia el año 180 a. C., antes de que se desencadene la tormenta de la sublevación macabaica, con la intención de demostrar a los judíos de Palestina y de la Diáspora -así como a los paganos de buena voluntad- que la auténtica sabiduría reside en Israel. Sirac cree y espera que Dios vengará a su pueblo. Este pensamiento pone en sus labios una oración pidiendo a Dios que la venganza se cumpla cuanto antes. Las pasadas hazañas de Yahvé pueden repetirse ahora, de suerte que todos los pueblos comprendan que el Señor es el Dios verdadero, el único Dios, como lo comprendió Israel en la noche del castigo.

Esta súplica en favor de la Ciudad santa puede ser salmodiada al unísono, recogiendo en un mismo coro de voz lo que es anhelo de la humanidad total. Puede también salmodiarse a dos coros, el primero ora para que Dios sea aceptado por todos los hombres como el único Dios, y el segundo implora la unión en la Iglesia, donde Dios muestra su compasión: Súplica a Dios, el Único: «Sálvanos, Dios del universo... robustece tu brazo» (vv. 1-5). Recurso a Dios misericordioso: «Reúne a todas las tribus... y al templo de tu gloria» (vv. 6-7. 13-16).

El peso de la media noche

La aceptación de Yahvé como el Único pasó por el castigo purificador. Después de una larga noche de espera, Israel comprendió que «Yo soy» no hay más que uno: «el Señor». El Único puede ser reconocido entre los gentiles, quienes también han de entrar en la media noche de la gloriosa mano y del brazo poderoso de Dios. Soportarán el castigo purificador conducente a la afirmación divina. El Padre descargó sobre Jesús el peso de la media noche. En la hora del Mal, cuando arrecia el poder de las tinieblas, «sabréis que Yo soy» (Jn 8,28). La oscuridad nocturna no es suficiente para palidecer el fulgor de la presencia divina: el Hijo elevado sobre la tierra es exaltado junto a Dios y todos le verán como Salvador del mundo. Su paso por la media noche ilumina el peso de nuestra media noche. ¡Ojalá que todos los hombres sepamos que no hay Dios fuera del Señor!

En Sión habrá supervivencia

Es verdad que muchos judíos se hallan dispersos en Asiria, en Babilonia, en Egipto y en Asia Menor. Aun quienes viven en la Tierra están sometidos unas veces a Siria, otras a Egipto. Pero ¿quién puede apagar la esperanza de que Dios reúna del este y del oeste? Al final de los tiempos vendrán los dispersos «y se postrarán ante Yahvé en el monte santo de Jerusalén», porque en Sión habrá supervivencia. El acontecimiento pascual congrega en Jerusalén a judíos, dispersos, prosélitos y forasteros romanos. Los lejanos y los cercanos son herederos de la Promesa. Basta que crean en el Señor Jesús para que reciban el don del Espíritu Santo que congrega y unifica. Junto a ellos, nosotros nos beneficiamos de la supervivencia de Sión. Ellos y nosotros nos encaminamos al monte de Sión, trono del Cordero y lugar de convocación para la multitud de los salvados.

Ten piedad de nosotros

Israel tiene suficientes títulos para implorar la misericordia de Dios: lleva el nombre de Dios sobre sí, es el primogénito, la capital de nación es morada de Dios. Dios no puede olvidarse de Israel, por quien se le conmueven las entrañas. Es Dios compasivo y misericordioso a quien la humanidad doliente y pecadora suplica: «Señor, ten piedad de mí». Nuestra convicción de que Dios se inclina propicio a nuestros gemidos se fundamenta en que contamos con un Sumo Sacerdote misericordioso, capaz de compadecerse de nuestras flaquezas porque él mismo fue tentado (Hb 4,15). La sangre de la humanidad nos impele a clamar confiadamente: Ten compasión de nosotros, Señor, ten compasión de nosotros.

Resonancias en la vida religiosa

Celo por nuestros hermanos: La identificación con la causa de Jesús produce en nosotros el celo apostólico, o el amor lleno de celo y urgencia. Nos duele que las comunidades humanas no respondan al amor inmenso de Dios; nos hiere que el Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre nuestro no sea reconocido y acogido como Dios y verdadero Padre, cuando sólo Él es nuestra salvación. Tal sufrimiento puede ser hoy hasta más penetrante, porque se intenta difuminar y borrar las fronteras entre el Dios de los cristianos y los ideales abstractos de justicia y humanismo.

El cántico del Eclesiástico puede movilizar nuestro celo apostólico, en cuanto comunidad llamada y enviada por Dios. Cualquier cosa sería deseable con tal de posibilitar el encuentro de los hombres con Dios: «infunde tu temor a todas las naciones», «amenaza con tu mano al pueblo extranjero», «castígalos a ellos». No impulsa estas súplicas un sentimiento de desprecio hacia los otros, sino el deseo de que esos hombres «sientan su poder» y «sepan, como nosotros, que no hay Dios fuera de Yahvé».

Somos el instrumento del Señor resucitado para dilatar el Reinado de Dios en este mundo: con la fuerza de su Espíritu colaboramos en la renovación de los prodigios del pasado. «Haréis obras mayores que yo». Provocaremos la reunión de los hijos de Dios dispersos por el mundo. Estamos llamados a colaborar en la implantación de la Gloria de Dios en este mundo.-- [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]

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