DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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El nexo entre historia del hermano Francisco de Asís e historia de la Orden de los hermanos Menores es un dato innegable, y sin embargo se trata de un fenómeno no fácil de descifrar, ya que entre la una y la otra se creó muy pronto una separación, y entre la historia del hermano Francisco y la de la Orden minorítica se produjo un neto distanciamiento, por no decir una verdadera ruptura. En estas primerísimas consideraciones está el núcleo de los sucesivos trabajos, contrastes, laceraciones que acompañaron a las vicisitudes de una Orden religiosa nacida de la conversión evangélica del hijo de un mercader umbro y crecido de forma sorprendente en estrecha relación con la Iglesia de Roma y en el contexto de un momento histórico que veía, entre otras cosas, la necesidad de que se tomase una iniciativa católico-romana para responder a fines en apariencia bastante diversos y sin embargo muy fuertemente ligados: la derrota de los herejes, la conquista de la nueva plataforma intelectual de los estudiantes y maestros universitarios, la afirmación política del papado en un horizonte hierocrático. Ahora bien, los fines fueron alcanzados en gran parte y de forma paradójica, gracias también a cuanto siguió a la conversión evangélica de un hombre fuertemente crítico en relación con la cultura superior y de los maestros de derecho y de teología, escasamente o nada interesado en la represión antiherética, verdaderamente decidido a seguir en todo la voluntad divina renunciando a cualquier instrumento de poder sobre los hombres. La perspectiva franciscana -en sus elementos de pobreza efectiva, de sumisión y de renuncia al poder, de precariedad y de marginalidad- se reveló en cambio difícil de realizar en relación con el desarrollo de la Orden y con la presión que provenía de la sociedad y del papado. A la muerte de Francisco se abrió la cuestión de la «difícil herencia» [Lambertini e Tabarroni, Dopo Francesco, l'eredità difficile, 1989]: ¿cuál era la herencia que el hermano Francisco había dejado a sus hermanos?, ¿cómo debía ser entendida y utilizada? Las tensiones y conflictos, que existían ya en vida de Francisco, se manifestaron en formas bastante ásperas, que exigieron intervenciones del papado, que se multiplicaron en el curso del tiempo, y que produjeron enfrentamientos durísimos en el interior de la Orden. Se impusieron necesidades imperiosas de interpretación de la Regla y del Testamento según las modalidades hermenéuticas sobre las cuales Francisco había puesto en guardia a sus hermanos:
Las glosas se hicieron sobre todo a la Regla, mientras a propósito del Testamento se nos plantea el problema de su valor jurídico. Muchas fueron las preguntas en relación con la una y el otro, ya que las metamorfosis del franciscanismo fueron impresionantes; es más, aparecieron varios franciscanismos, pretendiendo los protagonistas de los diversos grupos en litigio ser cada uno de ellos el auténtico intérprete del mensaje originario, en el esfuerzo de «volverlo a proponer» (e inevitablemente modificarlo y adecuarlo a las contingencias del momento) en relación con la evolución de la presencia minorítica en la Iglesia, en la actividad pastoral, en los centros universitarios y en la sociedad. Se realizó entonces un gran esfuerzo de reflexión sobre todo en torno al binomio pobreza/riqueza [Capitani 1985] -pasando de la práctica de la pobreza a la teoría de la pobreza, de la pobreza vivida a la pobreza pensada- y en torno a la colocación de los hermanos menores en la «historia de la salvación» (y por consiguiente en la Iglesia y en la sociedad), reflexión ayudada en este caso por concepciones joaquinistas o pseudojoaquinistas. Con el generalato de Buenaventura de Bagnoregio (1257-74) se llegó, por fin, a una redefinición general del «franciscanismo», casi a una «refundación» de una Orden ya definitivamente guiada -como escribió el ministro general- por «hombres sabios que no desdeñaron el adaptarse a la compañía de hombres sencillos» [Miccoli 1991, p. 290]. 1. EL INICIO DE LA HISTORIA DEL HERMANO FRANCISCO Por largo tiempo los historiadores han construido (y a veces continúan construyendo aún hoy día) la biografía de san Francisco sobre la base de una santidad reconocida e institucionalizada. Toda la existencia de Francisco era (y es) reconstruida a posteriori, partiendo de un dato a posteriori, la canonización por obra de Gregorio IX en 1228, y fundándose sobre fuentes que derivan de aquel acto papal y que a él se orientan. En suma, la vida de Francisco de Asís -a partir de los hagiógrafos del siglo XIII para llegar a los historiadores del siglo XX- es casi siempre la vida de un santo o, por mejor decirlo, de un santo absolutamente excepcional, único. ¿Cómo liberarse de tal posición y tales prejuicios, supuesto que sea posible liberarse de ellos? Sería en verdad conveniente que antes que nada nos preguntáramos por las razones que urgen a reconstruir la historia de Francisco, pero sin que se parta de los éxitos, es decir de la santidad del hermano Francisco. Las razones son fácilmente identificables en la inevitable contextualización, historización de su atormentada existencia. Contextualización e historización significan limitarse a la historia, a la dimensión histórica (y no confiar en las visiones construidas sobre hechos irreales o en las tentaciones teológicas o metahistóricas, o incluso ahistóricas y edificantes) de los hechos particulares que tomamos en consideración. En este capítulo nos ocuparemos de Francisco ante todo en cuanto hermano Francisco, en cuanto individuo que en determinado momento de su existencia tuvo una conversión religiosa, cambiando radicalmente el propio horizonte existencial. Nos ocuparemos, por tanto, del hermano Francisco y no de san Francisco, ni de Francisco de Asís. Cuestión de palabras, se dirá; y sin embargo, no es una cuestión terminológica, porque es el mismo Francisco quien repetidamente se autodefine como «frater Franciscus», exclusivamente como «frater Franciscus», después de su conversión religiosa. El hermano Francisco comienza, en 1205 o 1206, su aventura cristiana como uno de tantos individuos que, entre el siglo XIII y XIV, se convierten a la pobreza evangélica y al testimonio cristiano según modalidades que se inspiran en la más rigurosa tradición eremítico-penitencial y/o en las antiguas obras de misericordia. Ateniéndonos a su Testamento (dictado al final del verano de 1226), el punto de partida está en una exigencia penitencial, que se traduce en la permanencia (no se sabe por cuanto tiempo) entre los leprosos; entre los leprosos, o sea, entre los individuos cuya visión, antes de la conversión, se le antojaba «muy amarga». El practicar la misericordia con ellos es lo que transforma los valores existenciales de Francisco y, cuando se aleja de ellos, lo que le parecía «amargo» se le convirtió en «dulzura de alma y cuerpo». Esta confesión nos descubre un primer elemento de la positividad franciscana (del hermano Francisco) y de la (implícita) concepción antropológica que deriva de la plena aceptación de la encarnación de Jesucristo. La plenitud humana comporta el abandono de los valores del mundo, que ciertamente no son aquellos por los que Jesucristo murió en cruz y resucitó. Pero, préstese atención, la dulzura no es sólo un dato personal, un sentimiento del hermano Francisco; al pasar del siglo XII al XIII no son pocos los que se convierten a la vida religiosa poniéndose al servicio de los leprosos, y cuya opción se entiende «como conversatio inter pauperes más que como beneficencia» [De Sandre Gasparini 1991, p. 259]. La dulzura en clave evangélica está también en los leprosos, hombres que sufren en el cuerpo y en el alma una enfermedad terrible, y que sin embargo son todavía y siempre positivamente hombres; y es precisamente su humanidad la que les asocia a Cristo, esto es «al hombre/Dios, es decir el único, en cuanto exactamente tal, que interesa totalmente al hombre/Francisco después de la conversión» [Capitani 1991, p. 453]. El extraordinario descubrimiento de esta positividad -que constituiría «la refundación en clave exclusivamente humano/cristiana de la antropología medieval» [ibid.]- no es mérito de Francisco; es un efecto de la gracia divina, ya que había sido el mismo Dios el que condujo al hermano Francisco en medio de los leprosos, haciéndole comprender el sentido profundo, cristianamente «gozoso», de la conversatio ínter pauperes que se volverá a encontrar en la primitiva legislación franciscana:
El cambio de mentalidad comporta, en rápida sucesión, un momento de reflexión solitaria y la decisión de «salir del siglo». Se podría pensar en que la experiencia de penitente se alimentaba y se enriquecía con modelos de la tradición eremítica, vivida de formas varias en las afueras de las ciudades según formas no unívocas. Si aceptamos que él -como es probable- hubiera nacido en 1181 o 1182, Francisco era entonces, hacia 1205 o 1206, un joven en la plenitud de los veinte años. Provenía de la familia de un mercader, Pietro di Bernardone, y, probablemente, había vivido una relación no muy fácil al pretender que también él fuera sencillamente un mercader. Parece que más bien le atraían los modelos y los modos de vida caballeresca y que quería realizar un salto hacia la clase superior. Dio en cambio un salto en dirección muy diversa, o sea hizo una opción religiosa (no eclesiástica) decididamente distinta en relación con los valores del ambiente social de origen. Salió del siglo y de la lógica del mundo; pero, ¿para qué? La respuesta más legítima parecería ser: para seguir a Cristo; en una dimensión inicialmente solitaria, penitencial y eremítica, y en la concretez de un hacer y de un sentir que le parecían sugeridos por la encarnación de Jesucristo: practicando la misericordia con los leprosos, reparando pequeñas iglesias que se iban cayendo, sin proyecto alguno de tipo comunitario ni tradicional ni innovador. El hermano Francisco atribuye también a Dios, en el Testamento, el que a él se unieran algunos «fratres», hermanos. El que sin haberlo previsto se formara un pequeño grupo constituye una dificultad, ya que el hermano Francisco no entiende que tenga que aceptar para sí y sus primeros compañeros caminos y soluciones institucionales ya existentes y consolidados. ¿Qué había que hacer con los hermanos que el Señor le había dado? La solución es atribuida, una vez más, a la voluntad divina, la cual (no la Iglesia jerárquica) le empujó a orientarse hacia un puro evangelismo: «El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo evangelio» (Test 14). ¿Una novedad? La novedad es relativa, por lo menos en el plano de la formulación: por ejemplo, en el ámbito del monaquismo de Grandmont, en Aquitania, en los comienzos del siglo XII, se atribuía al «fundador» Esteban de Muret la afirmación de que no había otra regla fuera del evangelio de Cristo [Merlo 1991b, pp. 73-74]. Original es en cambio el hecho de que el hermano Francisco formalice la «sugerencia» divina en un escrito breve y sencillo, que en seguida sometió al papa para su confirmación: «Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor papa me lo confirmó» (Test 15). A partir de entonces los hermanos siguen simplemente la «vita» (véase, por ejemplo, 1 R 2,1: «Si alguno, queriendo, por divina inspiración, abrazar esta vida, viene a nuestros hermanos»), o sea, viven según la forma del santo Evangelio: dan a los pobres todo lo que poseen, excepto una túnica con el cíngulo y los calzones; dicen el oficio o rezan según sean clérigos o laicos; permanecen en las iglesias; trabajan en trabajos manuales; piden limosna cuando no reciben la recompensa por su trabajo manual; están sometidos a todos; anuncian una palabra de paz [Flood 1996; Pellegrini 1994]. 2. DE LA FRATERNIDAD A LA ORDEN El pequeño grupo de Asís se dirigió a Roma, con toda probabilidad, en 1210 (o a finales de 1209), para encontrarse con Inocencio III y obtener de él la aprobación del propósito de vida; se dieron encuentro y aprobación, aun cuando esta última fue sólo oral. El acontecimiento, del que existe más de una tradición narrativa -algunas de ellas no esconden perplejidades y resistencias papales y curiales [Miccoli 1974, pp. 740ss; Merlo 199lb, pp. 68ss]-, es central en lo que se refiere tanto al hermano Francisco como a la Iglesia de Roma; para el primero representa una especie de refrendo «institucional» de lo que fue su primera experiencia religiosa y la de sus compañeros; para la segunda representa una nueva muestra de disponibilidad en relación con los grupos y movimientos evangélico-pauperísticos. Al mismo tiempo, el hecho está lleno de posibilidades futuras para ambas partes y de mediaciones inopinables entre propuestas cristianas diversísimas. El pequeño grupo de penitentes de Asís -no era otro su nombre en aquel momento [Pellegrini 1994, pp. 54ss]- se aseguró el derecho de existir en el interior de la cristiandad católico-romana y, tal vez, algún prelado de curia había intuido el carácter excepcional de aquel grupo y del individuo que lo guiaba. Es más, parece establecerse un nexo estrechísimo entre el hermano Francisco y el pontífice romano por un lado, y, entre los hermanos menores y los ambientes curiales, por otro. Lo atestiguan, de forma inequívoca, las primeras palabras de las Reglas de 1221 y de 1223, que creemos conveniente reproducir íntegramente:
Otro testimonio explícito de los vínculos de los Menores con ambientes curiales lo contiene una carta famosa de Jacobo de Vitry escrita en 1216 después de una visita a la corte papal que entonces se encontraba en Perusa. El prelado transalpino recuerda que los fratres minores y las sorores minores «son tenidos en gran honor por el papa y los cardenales» y había quien quería abandonar la Curia para unirse a ellos [Huygens 1960, pp. 75-76; BAC pp. 963-964]. A tan sólo seis años del reconocimiento «verbal» por parte de Inocencio III, la pequeña fraternidad asisiense sufrió una primera evolución al crearse no sólo una rama femenina, sino incluso una primera institucionalización:
El cambio de la fraternidad en Orden [Merlo 1993, pp. 95-130] -independientemente de las intenciones reales del hermano Francisco y los suyos en el momento de su viaje a Roma-, tiene lugar según modalidades y tiempos no determinables con absoluta precisión, aun cuando la carta de Jacobo de Vitry es bastante explícita a propósito del capítulo general anual, de la actividad normativa realizada con el apoyo de hombres que, sin precisarlo mejor, son calificados de «boni viri» (no sería ilegítimo pensar que ellos representaban a la Iglesia romana), de los vínculos con el papado y con la actividad de predicación por toda la península italiana. No hay duda de que se trata de cambio, incluso procediendo por otros caminos: por ejemplo, comenzando por el texto de la Regla datada en 1221, hoy a nuestra disposición, que nunca fue aprobada por el papa (Regla no bulada o sin bula o también Regla primera), y que es fruto de tantas decisiones tomadas por los hermanos a lo largo del tiempo para responder a los problemas que les iban surgiendo a medida que la fraternidad/Orden iba creciendo [Flood 1967 y 1976]. Esa Regla no bulada puede ser entendida como un texto de transición: de la fluidez de los primeros años de la vida de la fraternidad a la rigidez de la definitiva formulación de la Regla bulada, aprobada por Honorio III con la carta Solet annuere en noviembre de 1223; transición también de la primitiva formulación que el hermano Francisco había elaborado «con pocas palabras y sencillamente» a aquella otra más articulada, que el propio Francisco la quiso «adornada con palabras del Evangelio» por el hermano Cesáreo de Espira, «experto en sagrada Escritura» [Jordán de Giano, Crónica, 15]. 3. EL DISTANCIAMIENTO DEL HERMANO FRANCISCO La Regla no bulada representa además un viraje en la historia evolutiva de la fraternidad hacia la Orden, siendo, con toda probabilidad, poco posterior al momento -primavera u otoño de 1220- en que Francisco tomó la grave decisión de dejar el gobierno de la Orden, confiándoselo al hermano Pedro Cattani y, poco después, al Hermano Elías [Schmitt 1977]. Parece que la decisión de distanciarse se haya debido a profundas divergencias que habrían alejado al hermano Francisco de los maestros de teología y de derecho, que habían entrado en la Orden, y de los hermanos que la dirigían. Los conflictos habrían tenido su primera manifestación mientras en 1219-20 el hermano Francisco estaba empeñado en un viaje a Tierra Santa [Miccoli 1974, pp. 748ss]. Entre 1219 y 1221 tiene lugar «uno de los momentos-clave de la fundación de la Orden de los hermanos Menores [...], momento en que los acontecimientos y la realidad obligan a Francisco a presentar la dimisión» [Desbonnets 1986a, p. 57]. Están en juego la fisonomía y el destino de la Orden que los hermanos «letrados» y sus dirigentes la querían sin particulares rupturas con la tradición monástica y canónica, mientras el hermano Francisco trataba de mantenerla según la «forma del santo Evangelio» que él experimentó en calidad de «novellus paçus», un «loco» que vive «de forma nueva», que vuelve a proponer en el presente la «locura» de Cristo y de los apóstoles, la lógica de la cruz [Miccoli 1991, p. 101]: la experimentó subvirtiendo y trastocando «todos los criterios de presencia, de intervención, de acción, de posicionamiento en la historia» [ibid., p. 100]. De aquí nacieron los contrastes con quienes de hecho se estaban poniendo a guiar la nueva Orden, como también, y sobre todo, las dificultades de ajustar las peculiaridades de una comunidad que se inspira en un «derecho divino» y las de una Orden religiosa que necesita también de un «derecho humano» [Selge 1966]; de aquí nació, por fin, la sabia acción y la mediación de la curia romana y del cardenal Hugolino, a quienes se dirige el mismo Francisco para que desarrollen una acción disciplinaria [Selge 1971]. El hermano Francisco se distancia de sus «fratres», sin dejar de ser «frater» miembro de la Orden; es más, él realiza opciones de absoluta obediencia de elevado valor simbólico y ejemplar, mientras renuncia a tener cualquier poder en relación con los hermanos, pidiendo al cardenal protector que ejerza la función de autoridad «externa» destinada a «frenar e impedir que surjan problemas, tensiones, contrastes» [Merlo 1993, p. 106], que indudablemente existían ya desde 1219-20. El distanciamiento del hermano Francisco no impide que él participe en la elaboración de la versión definitiva de la Regla de 1223 [ibid., pp. 101-102], como indican, entre otras cosas, términos y expresiones que inequívocamente remiten a la primera persona del hermano Francisco: «moneo et exhortor», «consulo vero, moneo et exhortor fratres meos», «praecipio firmiter fratribus universis», «vos carissimos fratres meos», «firmiter praecipio», «per obedientiam iniungo ministris» (2 R 2,17; 3,10; 4,1; 6,4 y 6; 9,3; 10,3 y 7; 11,1; 12,3). 4. LA «REGLA BULADA» La carta Solet annuere de Honorio III, datada en el palacio de Letrán el 23 de noviembre de 1223, es un documento de tal importancia para la historia de los hermanos Menores que el original, con la bula que pende, aún hoy se conserva y se expone «en una capilla en la iglesia inferior de San Francisco en Asís» [Rusconi 1994, pp. 95-96]. Va dirigida «al hermano Francisco y a los demás hermanos de la Orden de los hermanos Menores» respondiendo a una petición hecha por ellos. La carta de Honorio III, «con singular fuerza en el plano jurídico» [ibid., p. 96], se presenta como confirmación de un acto ya realizado por Inocencio III. Sabemos que desde la primitiva aprobación oral de 1209/10 hasta la definitiva formulación de 1223 muchas cosas habían sucedido y muchas cosas habían cambiado en el plano institucional, en relación con el crecimiento de los «hijos» del hermano Francisco y con el distanciamiento de éste de las posiciones de lo que genéricamente podemos definir como el grupo dirigente que se consolidó después de 1219-20. La Regla definitiva parece, por tanto, el resultado de una contrastada y compleja operación en la que intervienen, en una maraña difícil de desenredar, el «grupo dirigente» de la Orden, el hermano Francisco, la Curia romana a través del cardenal Hugolino de Ostia. La así llamada Regla bulada es un texto de mediación, cuyos contenidos son, en gran parte, franciscanos; pero el conjunto de normas definitivas que en ella se establecían modificaba netamente, cristalizándola, la relación dinámica y abierta que con las propias «leyes» la fraternidad había mantenido al menos por un decenio. Desde entonces la Regla constituye el texto de referencia obligatoria, con las inevitables necesidades de interpretación cada vez que aparecieran orientaciones, evoluciones y opciones no compartidas por todos. La Regla bulada es de una estructura simple y breve en relación con la precedente redacción de la Regla sine bulla: esta última consta de un prólogo y de veinticuatro capítulos, siendo algunos de ellos bastante largos y ricos en citas bíblicas, mientras la otra está compuesta de sólo doce capítulos, casi todos breves, con un número bastante menor de versículos, los más neotestamentarios. En general la Regla reconocida por el papado, parece atenuar el rigor y la creatividad del anterior cuerpo normativo, acentuando, por el contrario, la posición y las funciones jerárquicas del ministro general, de los otros ministros y de los custodios. Sin embargo ella contiene todavía una fortísima inspiración franciscana mediante un lenguaje coherente con el del propio Francisco, que, no obstante, en el verano de 1226 creyó necesario dictar su Testamento, que debería ser tenido siempre junto a la Regla y leído con ella (Test 36-37). ¿Por qué el hermano Francisco tomó estas decisiones? La respuesta no puede ser inmediata y hemos de referirnos a algunos acontecimientos posteriores a 1223, a aquellos «dos últimos años» en los que se detiene la segunda parte de la Vita beati Francisci de Tomás de Celano, tratando del período comprendido entre la estigmatización y la muerte del hermano Francisco. 5. LA «GRAN TENTACIÓN» DEL HERMANO FRANCISCO Y SU SUPERACIÓN EN LOS ESTIGMAS. El conjunto multiforme de los textos que informan acerca de los últimos años de existencia del hermano Francisco, deja transparentar con nitidez que debió vivir entonces la que ha sido definida como la «gran tentación». ¿En qué habría consistido? No es posible responder al detalle, pero es claro que se trató de una «tentación» íntima nacida de las difíciles relaciones que entonces mantuvo el hermano Francisco con sus hermanos [Merlo 1993, pp. 131ss]. Antes de la estigmatización, que las fuentes más antiguas dicen haber sucedido en septiembre de 1224, el hermano Francisco vive un largo período de difícil soledad, de insatisfacción dolorosa en relación con los éxitos de la experiencia religiosa personal y de sus hermanos como se expresaban en las opciones y en la existencia de la Orden. Ni el mismo Tomás de Celano, en su Vida, logra ocultar -acaso no lo quiere- esta soledad e insatisfacción, aun cuando intenta presentarlas según un proyecto narrativo ampliamente inspirado en un modelo cristomimético (cf 1 Cel 93). La impresión de las llagas en el monte Alverna sucede -si bien hoy se han planteado importantes cuestiones acerca de la «invención de los estigmas» [Frugoni 1993]- en un contexto de fortísima tensión entre el hermano Francisco y los «fratres». El hermano Francisco expresa la voluntad de un retorno a los orígenes y amargas valoraciones en torno a los comportamientos extraños a la auténtica vocación -franciscana, diríamos hoy- de muchísimos, demasiados hermanos: aquellos hermanos que, según el Espejo de perfección, no eran capaces ni siquiera de comprender que él experimentase «tantas tentaciones y tribulaciones» (EP 99); aquellos hermanos que, según el relato del mismo Francisco acerca de la Verdadera alegría (BAC p. 85-86), expresaban la presunción de ser «tantos y tales» que no tenían ya necesidad del hermano Francisco y que no lo querían acoger, que rechazaban su presencia, incluso en la Porciúncula, pese a que llevaba las piernas heridas por los carámbanos pendientes de la extremidad de la túnica, e iba todo embarrado y aterido de frío. La «gran tentación» ha de ser contemplada dentro de estas coordenadas y en relación con las difíciles opciones que se le presentaban al hermano Francisco, que afronta el decisivo y supremo sacrificio de su voluntad, aceptando y participando -podemos pensarlo- en los espantosos dolores de Cristo a través de su personal «pasión». Hecho obediente como Jesucristo, llagado, desciende del Alverna un hermano Francisco, que ya no se muestra resentido ni vive atribulado, interiormente pacificado, pero todavía más decidido a afirmar los puntos fundamentales e irrenunciables de su experiencia cristiana. Ahí está, en ese momento, la composición autógrafa de las Laudes Dei altissimi (las Alabanzas al Dios altísimo) [Rusconi 1982a, pp. 54ss; Bartoli Langeli 1994a, pp. 123-34] como agradecimiento por el «beneficio» recibido, o sea por la «visio et allocutio Seraphim» y por la «impresión de las llagas de Cristo en su cuerpo» [Esser 1978, pp. 90-92; Menestò 1994a]. Aquí nos encontramos con el Testamento, que, mostrando un tono riguroso y duro, es al mismo tiempo equilibrado y propositivo. Acerca de la naturaleza de este texto -dictado, recuérdese, por un hombre de unos cuarenta y cinco años, muy enfermo pero intelectualmente lucidísimo- es mucho lo que se ha escrito entre los estudiosos de franciscanismo. Lo que nosotros queremos es considerarlo en la perspectiva seguida hasta ahora, ofreciendo «en paralelo» la historia del hermano Francisco y la de la Orden de los hermanos Menores. 6. EL «TESTAMENTO» DEL HERMANO FRANCISCO El Testamento fue dictado por el hermano Francisco probablemente al final del verano de 1226. Es un documento de referencia no sólo al momento en que fue elaborado, sino a toda la historia franciscana, ya que el hermano Francisco fija en él lo que quiere que sea recordado de su experiencia personal y la de sus hermanos; tanto que ha habido quien justamente ha sostenido que de él se debe partir «si se quiere conocer la conciencia subjetiva que Francisco poseía de su itinerario y de su obra» [Miccoli 1991, p. 55]. El Testamento, es verdad, revela la «conciencia subjetiva» del hermano Francisco, pero al mismo tiempo transmite lo que él considera constitutivo de su «itinerario» y de su «obra» en un momento en que los rasgos constitutivos o eran olvidados o eran puestos en discusión. Así el Testamento llega a ser un texto integrante, no substitutivo de la Regla:
Al igual que la Regla, tampoco el Testamento puede o debe ser objeto de perfeccionamientos o comentarios, ya que ambos textos responden a la misma «inspiración» divina y ambos están escritos con idéntica sencillez y pureza. Por eso las jerarquías de la Orden deben conservar el Testamento junto a la Regla y, cuando los hermanos leen ésta en sus reuniones capitulares, deben leer también el Testamento. Es muy importante la referencia al ministro general, a los otros ministros y a los custodios como destinatarios de un mensaje específico:
He aquí cómo se van perfilando algunos de los objetivos polémicos del hermano Francisco: los hermanos que están en la dirección de la Orden y los hermanos «intelectuales», los que poseen el poder y la cultura y, sobre la base de su poder y de su cultura, aportan modificaciones al código genético del franciscanismo. Es indudable que el hermano Francisco disiente abiertamente en relación con aquellos que poseen «tanta sabiduría como la que tuvo Salomón» (Test 7) y respecto del «estudio» que puede hacer que el «espíritu de oración y devoción» decaiga (CtaAnt; cf. 2 R 5,2). Y es igualmente indudable que «la prescripción final de Francisco de que la Regla y el Testamento sean respetados sin glosa es una llamada de atención respecto de prácticas de escuelas» [Arnaldi 1978, p. 20]. La actuación de los Menores debe ser otra; por lo que el hermano Francisco propone el itinerario de su conversión religiosa, acaecida practicando «misericordia» con los leprosos, y las características de la «vida» de los orígenes en pobreza, sencillez, itinerancia; en la oración, en la frecuentación de las iglesias, en la respetuosa sumisión a los más miserables sacerdotes con cura de almas, ya que ellos, y sólo ellos, una vez recibida la ordenación «según la forma de la santa Iglesia romana» (Test 6), pueden celebrar la eucaristía, «el santísimo cuerpo y la santísima sangre» que es la única cosa que «corporalmnente» se puede ver del Hijo de Dios en este mundo (Test 9-11). De esta forma el Testamento pasa de la «recordación» a la «admonición» y «exhortación». Recordando que en los orígenes «estaban sometidos a todos», se refuerza la obligación de estarlo también en el presente; la de no ocupar posición alguna en el mundo y en la Iglesia, permaneciendo «incultos y sometidos a todos» (Test 19) y no buscando asentamientos prestigiosos y estables (Test 24); la de empeñarse en trabajos manuales «honestos» de los cuales no se derive privilegio o ventaja que les coloque sobre nadie -yo diría que éste es el valor del término «laboritium» (Test 20)-, recurriendo a pedir limosna sólo cuando no se ha recibido el «precio del trabajo» (Test 22); la de no «pedir» directa o indirectamente «documento alguno en la Curia romana» en favor de las iglesias o de la predicación de los Menores, o también para la protección de la propia persona, pues si en un lugar no son recibidos, no han de detenerse en él y han de ir a otros lugares «para hacer penitencia con la bendición de Dios» (Test 25-26). Entre la forma de «fraternidad» y la de «Orden» no puede darse un salto que suponga un cambio específico: la Orden debe continuar siendo una fraternidad que vive «según la forma del santo Evangelio» (Test 14), ya que ser «católicos» significa ser coherentes con una tradición que proviene inmediatamente de Cristo. Y aquellos de quienes se hubiere sabido que «no son católicos» -o que no recitan «el oficio según la Regla» o «quieren variarlo de otro modo»- deben ser aislados, puestos en prisión y confiados a la intervención disciplinar no de otro que del «señor de Ostia [el cardenal Hugolino de Ostia] que es el señor, protector y corrector de toda la fraternidad». Y los hermanos tienen sólo competencias momentáneas de custodia cautelar, aun cuando se trata de una custodia de rasgos bastante ásperos («custodiarlo fuertemente como a hombre en prisión día y noche») (Test 31-33). Las expresiones del Testamento que aquí se recuerdan, revelan preocupaciones respecto de las cuales Francisco habla con dureza. La dureza del hermano Francisco [Merlo 1991a, pp. 36ss] nace no tanto de razones de naturaleza personal y psicológica, cuanto de la incoherencia que él advertía entre la condición de hermano menor y el ejercicio de cualquier poder coercitivo: la fraternidad/Orden debe hacerse patente en la voluntad de cada uno de seguir con espontaneidad las normas libremente escogidas, antes incluso que aceptadas, en el momento de «tomar esta vida» (Test 16). 7. LA METAMORFOSIS DEL FRANCISCANISMO En suma, el Testamento detecta en la Orden intenciones y orientaciones precisas, que Francisco no acepta; tiene él perfecta conciencia de que están vivas y en acción: por otra parte, hay un cierto número de documentos papales, anteriores a la muerte del hermano Francisco [Rusconi 1994, pp. 96ss], que estaban favoreciendo y ratificando lo que ya hemos definido como metamorfosis del franciscanismo. Estos importantes cambios conciernen al hecho de que los hermanos se estaban involucrando pastoralmente y se estaban estableciendo en ambientes universitarios. El primer aspecto comporta el abandono de la precariedad y la búsqueda de lugares estables, que se percibe en las expresiones del Testamento, en que se invita a los hermanos a no aceptar iglesias y edificios que no estén en conformidad con la «santa pobreza prometida en la regla» y a que las iglesias y edificios sean verdaderamente pobres, de modo que en ellos se pueda vivir como huéspedes, como «advenae et peregrini» (Test 24; cf. 2 R 6,2). La transformación se hará evidente inmediatamente después de la canonización de 1228, cuando, por todas partes, comenzarán a surgir iglesias y conventos dedicados a san Francisco [Pellegrini 1984, pp. 83ss, 189ss]. Tener iglesias y conventos significaba desarrollar una actividad pastoral propia, hecha inicialmente de ejercicio de predicación y confesiones [Rusconi 1986, pp. 148ss], que rápidamente fue evolucionando en un sentido de concurrencia en relación con las estructuras territoriales tradicionales de la cura de almas [Pellegrini 1981]. En cuanto al aspecto segundo, el de introducirse en la vida universitaria, entran en juego componentes más complejos. Sabemos por el Testamento que la primitiva fraternidad franciscana estaba formada tanto de laicos como de clérigos. Por una indicación de Tomás de Celano se ve que ya en 1212-13 entraron «algunos letrados y algunos nobles» (1 Cel 57), y la ya recordada carta de Jacobo de Vitry de 1216 atestigua que entre los «hermanos menores» y «las hermanas menores» hubo «muchos seglares ricos de ambos sexos» y que hasta hubo un hombre de la curia papal que se agregó a su compañía [Huygens 1960, pp. 75-76; BAC 963,4]. Que la primitiva fraternidad franciscana comprenda incluso a miembros de estratos sociales elevados dotados de cultura y esté compuesta también de ellos, no extraña, ni parece provocar problemas antes de 1219. Fue a partir de esta fecha cuando parece formarse un grupo dirigente en el que prevalecen maestros de derecho y de teología que interpretan la presencia de los Menores en la Iglesia y en la sociedad a la luz de una cultura que no es la del hermano Francisco. Pero hay más: el grupo dirigente se institucionaliza, añadiendo nuevas «almas» al franciscanismo, por así decirlo, umbro. Al mismo tiempo, la actividad de la predicación se extiende y se perfecciona; no es ya sólo el anuncio sencillo y directo de la buena nueva y de elementales y fuertes mensajes ético-religiosos, sino que evoluciona en un sentido doctrinal imponiendo «la necesidad del estudio de la teología» [Rusconi 1981, p. 976]. Ejemplar es el testimonio de Tomás de Eccleston a propósito de la difusión entre los Menores de la formación teológica en vistas a la predicación:
A la luz de estas informaciones, el discutido billete, con el que Francisco concede al hermano Antonio autorización para enseñar «sagrada teología» a los hermanos, encuentra nuevos apoyos [Rigon 1992]. Los estudios bíblicos y teológicos se imponen en función del «oficio de la predicación»; se imponen a hermanos incluso empeñados en seguir la «sencillez» y la «pureza de conciencia». Es evidente que esto crea vínculos intensos, cuando no estructurales, con los ambientes «escolásticos» y, sobre todo, universitarios: ambientes universitarios que al comienzo del siglo XIII están en el centro de una «crisis de crecimiento» y en los que maestros y estudiantes están a la búsqueda de una nueva colocación social y eclesiástica y de una nueva relación con las formas de vida religiosa canónicamente ordenadas [Merlo 1995]. Piénsese en la entrada entre los Menores de Haymón de Faversham, tal como la describe Tomás de Eccleston [Cronistas franciscanos, pp. 98-100]. Era «sacerdote y predicador famoso». Ya orientado a una vida de penitencia y austeridad, tuvo una visión: mientras en una iglesia de su patria está rezando ante el crucifijo, desciende «del cielo una cuerda; se agarra a ella y así, con ella, es atraído al cielo». Cuando conoce a los hermanos Menores en París, madura la convicción de que ellos representan el significado auténtico del mensaje de la visión. Con otros tres maestros, celebrando la Misa, pide a Jesucristo «que le revele lo que es mejor para su salvación». Los cuatro maestros parecen orientados a la «profesión de los Menores», pero para mayor seguridad acerca de si aciertan en su opción, se dirigen al hermano Jordán de Sajonia, maestro general de los hermanos predicadores, para que les dé un consejo decisivo; el hermano Jordán confirma «con su consejo el propósito concebido». Sólo entonces los cuatro maestros se dirigen al ministro provincial de los Menores, que en la iglesia de Saint-Denis los recibe en la Orden. Haymón de Faversham se hace Menor al principio de la segunda decena del siglo, cuando todavía vivía el hermano Francisco, a quien ciertamente no conocía. Conocía en cambio a los hermanos Menores de París; por consiguiente, hermanos que estaban en contacto con los ambientes universitarios; y lo estaban en tal manera que se presentaban como modelo religioso para clérigos ya prestigiosos que, no obstante, buscaban algo que les diese el sentido de plenitud de una vocación. La plenitud es alcanzada por Haymón, o mejor por el hermano Haymón, en el ejercicio de la predicación y de la confesión dentro de una perspectiva de acercamiento a las jerarquías eclesiásticas y de intensa actividad intelectual:
Idénticos objetivos estaban consiguiendo en varias partes de Europa los hermanos Predicadores; no es casualidad que Haymón busque un consejo decisivo acerca de su futuro en Jordán de Sajonia, ministro general de los Predicadores y gran reclutador de nuevos hermanos entre maestros y estudiantes de las Universidades europeas después de haber sido él mismo reclutado por el maestro Reginaldo cuando era estudiante en el estudio parisino [Merlo 1995]. Los interrogantes nacen en torno al hecho de que el consejo del hermano Jordán oriente decididamente a Haymón y a sus tres compañeros hacia los hermanos Menores y no hacia los hermanos Predicadores (no hubiera sido absurdo pensarlo). El texto de Tomás de Eccleston no ayuda a resolver la cuestión. Se puede decir sin embargo que en los primeros años de la segunda decena del siglo XIII las distancias entre las órdenes de Predicadores y Menores disminuyeron un tanto; es más, el camino de dos movimientos que en el origen fueron tan diversos parece iniciar su confluencia entre maestros y estudiantes universitarios, a los que, en una y otra Orden, se presentaban nuevas posibilidades de testimonio religioso sin que decayese la opción originaria de ser hombres de cultura. El hermano Francisco temía a los hombres de cultura cuyas capacidades intelectuales y profesionales no estaban subordinadas «al espíritu de oración y devoción»; este temor lo expresaba cuando invitaba a los hermanos a que no comentaran, glosándolos, los textos de la Regla y del Testamento; cuando remachaba su voluntad de «temer, amar y honrar» como a sus «señores» a los sacerdotes más pobres y pecadores, aun cuando él poseyese la sabiduría de Salomón. Las metamorfosis del franciscanismo dependen con mucha frecuencia del papel eminente que maestros de teología y de derecho tienden a asumir en la orientación de la Orden. Pensemos en los miembros de la delegación que el Capítulo general de los Menores en 1230 envía a Gregorio IX para resolver las dudas nacidas en torno a la Regla y al Testamento. Encontramos entre ellos al ministro general Juan Parenti, que en el mundo había sido juez, al hermano Antonio de Padua a quien Francisco había autorizado a enseñar teología a los hermanos, al hermano Gerardo de Rossignol, «penitenciario pontificio», al hermano Haymón de Faversham ya maestro parisino, al hermano León de Perego, futuro arzobispo de Milán, al hermano Gerardo de Módena, predicador ilustre y, en fin, al menos conocido, el hermano Pedro de Brescia [Rigon 1992, pp. 188ss]. Las cuestiones que se presentaron al papa no eran ciertamente de poco relieve; por eso ellos debían constituir la representación más cualificada de una mayoría dominante de hecho en aquel momento. Estaban ausentes del todo miembros de la primera fraternidad y los hermanos que habían estado más próximos a Francisco en los últimos años de su vida, que eran quienes tal vez mejor habrían podido interpretar la voluntad y las intenciones expresadas en el Testamento y formalizadas en la Regla, que eran las cosas sobre las que se habría de discutir ante Gregorio IX. Están, por el contrario, presentes hermanos «letrados» y hermanos de grandes capacidades pastorales y operativas, en gran mayoría provenientes del mundo del valle del Po y ultramontano, los más, empeñados en una activa presencia entre los pueblos, y en relación con la Curia romana [Merlo 1996], y, con toda probabilidad, siendo conocidos por Gregorio IX y de su agrado. El discurso podría ser profundizado y ampliado en relación con el grado de representatividad real de los miembros de la delegación de 1230, pero tropezaría con las dificultades antes indicadas y que se relacionan con el desconocimiento notable de la prosopografía de las primeras generaciones minoríticas de que adolece la investigación franciscanista; en cuanto a los hermanos particulares, esta investigación ha privilegiado el estudio de la «galería de los antepasados» ilustres y canonizados [Paciocco 1990]; no ha sido igualmente amplia y profunda cuando ha tratado de la composición real de la Orden desde los orígenes hasta al menos la elección para ministro general del hermano Alberto de Pisa, primer ministro general que, al ser sacerdote, celebra la misa [Eccleston en Cronistas franciscanos, p. 132]; y estamos en 1239, a trece años de la muerte de Francisco. Por consiguiente con el hermano Alberto de Pisa tenemos finalmente un hermano-sacerdote elegido para el supremo cargo de la Orden que hasta ahora había sido regida por hermanos-laicos; éste es el signo de una metamorfosis decisiva y definitiva. Pero la composición de la delegación que se presenta al papa en 1230 indica con claridad que la parte de hermanos-sacerdotes había conseguido ya posiciones no secundarias en la Orden y que la metamorfosis del cuerpo minorítico se encontraba en un estado avanzado. Ahora hemos de volvernos a las decisiones que salen del encuentro de la delegación de los Menores con Gregorio IX: decisiones sancionadas con la Quo elongati del 28 de septiembre de 1230 [Grundmann 1961a]. La carta papal es importantísima en su estructura y en sus contenidos, ya que permite percibir los numerosos puntos que habían sido afrontados, y que no habían sido resueltos en el precedente Capítulo general de los Menores. En primer lugar, se plantea la cuestión del valor del Testamento y de las indicaciones que en él aparecen, con particular referencia a la obligación de no glosar la Regla y de no pedir «letras» a la Sede apostólica, y a propósito de «alia quaedam», no mejor precisados, «que no podrían ser observados sin gran dificultad». En suma, tenemos aquí la confirmación de que los contenidos del Testamento no eran en nada inofensivos y compartidos y creaban no pocas dificultades en el plano de la praxis y de la teoría. Gregorio IX lo resolvió todo negando valor institucional al Testamento, sobre la base de una valoración jurídica que consideraba que el texto había sido elaborado al margen de una dimensión legítimamente normativa:
En segundo lugar, por lo que concierne a algunas partes de la Regla sobre las que los hermanos tenían dudas de interpretación -precisamente de interpretación, que ellos no podían resolver, ya que el Testamento no consentía operaciones de hermenéutica de esta especie-, el papa fundamenta sus decisiones en la propia experiencia personal al lado del hermano Francisco, al haber participado en la redacción de la Regla y al haber intervenido en su aprobación por la Sede apostólica, cuando todavía era cardenal de Ostia:
Y ocurrió así que Gregorio IX responde a los hermanos reduciendo a un plano estrictamente normativo cuestiones de testimonio cristiano. La observancia del Evangelio se refiere sólo a aquellos «consejos» evangélicos «expresamente mencionados en la regla» [Miccoli 1974, p. 766]. A propósito de los «amigos espirituales», indicados en la 2 R 4,2, se amplían sus competencias en cuanto al manejo del dinero y otras operaciones económicas según una formulación «complicada, que está al límite de la mera sutileza» (Miccoli 1974, p. 767). A propósito de la propiedad de casas, iglesias y bienes muebles -de los que habla la 2 R 6,1-, que algún hermano quería que perteneciesen «a toda la Orden en común», según la tradición monástica y canonical, se establece que la Orden tenga sólo el uso. Se afirma, además, el derecho exclusivo del ministro general de examinar a los candidatos al oficio de la predicación, a excepción de cuantos estuvieran formados en «facultad teológica» y estuvieran instruidos en el «oficio de la predicación», confirmando así la línea que favorecía la plena clericalización de la Orden y la consiguiente sacerdotalización, que es poco posterior.[1] Por fin, son invitados los hermanos a que traten de crearse una normativa que agilice la representación de los hermanos-custodios en los capítulos generales destinados a la elección del ministro general. 8. LA «SACERDOTALIZACIÓN» DE LA ORDEN La Quo elongati de 1230, por muy importante que sea, no constituye el acto de afirmación definitiva de la orientación, por así decirlo, sacerdotal de la Orden. Antes y después de la emisión del documento de Gregorio IX era bastante fuerte la posición del hermano Elías, que había estado muy próximo al hermano Francisco, anteriormente a ser vicario y mientras lo fue (1221-27), y a quien el papa Gregorio IX había mandado que construyese en Asís una nueva iglesia con vistas a la canonización de Francisco [Schenkluhn 1994, pp. 193ss]; este acto tuvo lugar, como es conocido, en julio de 1228. No nos es posible ahora seguir las complicadas y difíciles vicisitudes de la Orden en la decena de los treinta del siglo XIII, cuando el hermano Elías ocupa durante un intenso y difícil septenio el cargo de ministro general, por lo que parece, defendiendo con intransigente y sin embargo equilibrada dureza la posición de los hermanos-laicos frente al partido de los hermanos-sacerdotes, que era particularmente poderoso en tierras transalpinas, en Francia y en Inglaterra. El hermano Elías -«figura trágica por excelencia» [Barone 1992, p. 62]- debió de sucumbir cuando en el Capítulo general de Roma de 1239 lo derribó la oposición que se alzó contra él: obligado a presentar la dimisión, en su lugar fue elegido el hermano Alberto de Pisa, que había sido ministro provincial de Inglaterra y estaba apoyado por el ya recordado Haymón de Faversham. Este último completó su ascensión al poder el año siguiente, sustituyendo al hermano Alberto en el vértice de la Orden. Así quedaba sancionada la hegemonía del partido «sacerdotal» y de ahí derivaba, entre otras cosas, la aprobación de una norma bastante explícita a este respecto [ed. Bihl 1941, p. 39; véanse también Gratien de París 1947, p. 152; Desbonnets 1986a, p. 156]:
Tenemos aquí la prueba evidente de una ulterior metamorfosis -por usar un término hasta ahora repetidamente propuesto- del franciscanismo al minoritismo, cuyas consecuencias y éxitos se expresan admirablemente en la crónica del hermano Salimbene de Adam; no es casualidad que éste ataque duramente a la figura y las obras del hermano Elías,[2] entre otras cosas porque el antiguo ministro general había aceptado en la Orden «a muchos inútiles», es decir, hermanos laicos, y los había promovido a guardianes, custodios y ministros cuando «en la Orden había abundancia de buenos clérigos», mientras lo elogia por haber orientado a los hermanos Menores «al estudio de la teología» [Crónica, pp. 141-147]. En suma, dentro de un plan de proselitismo que miraba a los resultados de «mayor prestigio y renombre» [Bartoli Langeli 1977, p. 628], la Orden se propone el objetivo de alcanzar los más altos niveles intelectuales -análogo discurso podría hacerse en referencia a las clases sociales eminentes [Pellegrini 1984, pp. 123-153; Merlo 1991b, pp. 93ss, 149ss]-. El generalato de Haymón de Faversham marca una etapa importante en la definitiva sacerdotalización de la Orden; sacerdotalización que podemos considerar concluida por el hermano Buenaventura de Bagnoregio (1257-74). El generalato del hermano Haymón de Faversham empuja más todavía hacia la homologación de los Menores con los Predicadores [Gratien de Paris 1947, pp. 149-154]; les une una inspiración que resulta común y que Haymón había percibido ya desde el momento de su conversión a la vida regular en París en los primeros años de la segunda de decena del siglo XIII, y una visión -conviene añadirlo- de la función de los Predicadores y de los Menores en la historia de la salvación que Gregorio IX ya había expresado en la Fons sapientiae de julio de 1234, destinada a dar a conocer la canonización de Domingo de Caleruega [Merlo 1996, pp. 27ss]. Sin embargo no se han de sobrevalorar los procesos de homologación entre los hermanos Menores y los Predicadores, ya que entre los primeros -bastante más numerosos que entre los segundos- era siempre fortísima la exigencia de mantener y defender, diría yo, dinámicamente la propia identidad [Lambertini 1992; Brufani 1992]. Gracias también a la persistencia, muchas veces subterránea, difusa, de una resistencia -«la historiografía oficial de la Orden ha hecho todo lo posible por cancelarla y dispersarla»-, basada en «el rechazo de la cultura superior, en la simplicidad y la movilidad evangélica, en el trabajo y la mendicidad itinerantes, alternados con la oración y la contemplación» [Miccoli 1974, p. 779] y, las más de las veces, vivida en formas eremíticas [Merlo 1991b, pp. 93ss], entre los Menores y entre la jerarquía de la Orden perdura constantemente «una exigencia de especificidad, o, si se quiere, de "diversidad": un sentido de alteridad respecto del sistema, que constituye [...] un componente ineliminable de la herencia de Francisco aun cuando al cambiar las situaciones y los momentos históricos ésta pueda quedar reducida al mínimo» [Tabarroni 1992, p. 121]. Tal vez una de las fases en que la exigencia de especificidad «franciscana» alcanza niveles más bajos es la del generalato de Haymón (1240-44): a los cambios biológicos que se dan en el cuerpo de la Orden minorítica responde él con intervenciones de decidida sacerdotalización que se inspiran en las modalidades operativas inauguradas en 1230 con el recurso al papado y formalizadas en la Quo elongati de Gregorio IX. A las muchas dudas e incertidumbres que aquellos cambios generaban en los hermanos, el hermano Haymón responde recurriendo a los hermanos-maestros, en particular a cuatro «intelectuales parisinos», ya maestros o futuros maestros en el Estudio (Alejandro de Hales, Juan de la Rochelle, Roberto de La Bassé, Odón Rigaldi, con la colaboración del custodio de París, el hermano Gofredo de Brie), para que elaboren un «parecer consultivo» [ibid., p. 104] en torno a la Regla, conocido luego como Expositio quatuor magistrorum super Regulam fratrum minorum, y disponiendo una amplia reforma de los libros litúrgicos «según la costumbre de la Curia romana» [Desbonnets 1986a, pp. 158-161]. Durante el generalato del maestro inglés sucede todavía un hecho de importancia excepcional: la elección de un hermano menor para el cargo episcopal.[3] El hermano León de Perego (a quien hemos encontrado ya en calidad de miembro de la delegación que se dirige a Gregorio IX en 1230) en 1241 es impuesto en la cátedra arzobispal de Milán por el legado papal Gregorio de Montelongo, aunque sólo en 1244, tras un largo período de sede vacante en el pontificado de Roma, obtuvo la confirmación y la consagración de Inocencio IV [Alberzoni 1991a, pp. 32ss]. Se trataba de un éxito -previsible, aunque no necesario- no tanto de la «tendencia clerical» [Desbonnets 1986a, p. 166], cuanto de la que ha sido definida como «línea del minoritismo internacional y del valle del Po»:[4] un minoritismo «que en general creció lejano de la Umbría y de Francisco, madurado en la actividad apostólica en estrecha relación con la Curia romana, con los hermanos Predicadores, con los ambientes de estudio y con las iglesias locales» [Rigon 1992, pp. 189-190]. En suma, el minoritismo es poligenético. Y esta característica contribuye a que la Orden, en ocasiones, corra el riesgo no sólo de alejarse (inevitablemente) de la fisonomía propia de la primitiva fraternidad, sino incluso de la imagen del propio Francisco: el hermano Francisco va siendo cada vez más santo, cada vez más mito. Sin embargo, la memoria de san Francisco es una constante que se representa con fuerza cuando, bajo el generalato de Crescencio de Jesi, el Capítulo de Génova de 1244 ordena la recogida de «recuerdos escritos» acerca de la vida y los milagros del bienaventurado Francisco. Se inaugura una vertiginosa fase hagiográfica -cuyas consecuencias histórico-filológicas se han complicado y torcido en la así llamada «cuestión franciscana» [Pásztor 1993]- que conduce a la ampliación de la legenda franciscana, volviendo a dar voz a aquellos hermanos que más próximos habían estado del hermano Francisco en vida y que de hecho habían sido marginados por la Orden, en particular al hermano León [Pásztor 1980a; Menestò 1992]. Durante el breve generalato del hermano Crescencio (1244-47) tiene lugar también la emanación por parte de Inocencio IV en 1246 de la Bula Ordinem vestrum, normalmente considerada como instrumento interpretativo que induce a una decidida mitigación de las orientaciones y vínculos pauperísticos contenidos en la Regla; entre otras cosas, extiende para los hermanos la posibilidad de recurrir al dinero no sólo por auténtica necesidad, sino también para evitar incomodidades, y, sobre todo, atribuye a la Sede apostólica la propiedad de los bienes de los Menores (cuando el donante no se reserva el derecho), consintiendo a los hermanos tener un fundamento institucional para defensa de aquella pobreza que estaba convirtiéndose en el elemento más fuerte de identidad minorítica y mendicante (y centro de discusión cerrada y dura). A mediados del siglo XIII la pobreza resulta objeto de atrevidas y sutiles reflexiones: reflexiones exigidas por la múltiple dialéctica que se derivaba de los contrastes internos en la Orden y del conflicto ideológico y eclesiológico con los maestros seculares de la Universidad de París. Cuando en 1247 Juan de Parma fue elegido ministro general, tuvo lugar un intento de llegar a un arreglo entre lo que se consideraba la identidad originaria del franciscanismo y el minoritismo tal como se había consolidado; a este intento no eran extrañas concepciones de la «historia de la salvación» ampliamente inspiradas en ideas y sugerencias joaquinistas o pseudojoaquinistas. Pero el joaquinismo minorítico constituía un grave peligro en relación con el hecho de que la teología de la historia del monje Joaquín de Fiore -construida sobre la triple sucesión de la edad del Padre, o del Antiguo Testamento, la del Hijo, o del nuevo Testamento, la del Espíritu Santo, que se estaba anunciando entonces- hacía ya algunos decenios había sido condenada por las autoridades eclesiásticas y, al ser aplicada al evento-Francisco y al evento-hermanos Menores (siendo el uno y el otro el anuncio-signo de la Tercera Edad), creaba el peligro de proyectar a la Orden de los Menores hacia una dimensión de absoluta preeminencia eclesiológica y, por tanto, eclesiástica, y de provocar inevitables reacciones de los que ocupaban las cumbres de la Iglesia y de los maestros universitarios. No es casual el que, por un lado, la disputa entre maestros seculares y maestros mendicantes en la Universidad de París se abra en 1253 y que, por otro lado, en 1255 sea condenado el Introductorius in Evangelium aeternum del hermano menor Gerardo da Borgo San Donnino por una comisión constituida por el papa Alejandro IV; la obra, publicada el año anterior, exaltaba en una perspectiva apocalíptica el evento-Francisco y el evento-Orden minorítica. En realidad, en el decenio (1247-57) del generalato del hermano Juan -tampoco él estaba inmune de las fascinaciones joaquinistas- se abrieron algunas cuestiones [Lambert 1995, pp. 103ss] que serían resueltas sólo con su sucesor, el hermano Buenaventura de Bagnoregio, elegido ministro general en febrero de 1257. 9. LA «REFUNDACIÓN» BONAVENTURIANA El hermano Buenaventura había entrado en la Orden en París en 1243. Diez años más tarde enseñaba teología y, apenas elegido ministro general, fue acogido en la Universidad de París como titular de cátedra. En los más de quince años de ministerio (1257-74) se realiza un amplio diseño de «refundación de la orden y de su modelo en términos y formas de ser que finalmente podían entrar plenamente en el cuadro institucional y de espiritualidad, en los modos de presencia y de organización, con los que, ya hacía siglos, se había manifestado la enseñanza y el mensaje cristiano en la sociedad europea occidental» [Miccoli 1991, p. 317]. No nos es posible ahora recorrer todas las etapas que se suceden en vista de la realización del aludido complejo diseño de refundación. Estamos obligados necesariamente a ilustrar sólo algunas -que en todo caso no pueden dar razón completa de la vasta acción y de la gran personalidad del hermano Buenaventura-, comenzando por la carta circular que envió a toda la Orden, a poco más de dos meses de su elección como ministro general, para indicar los diez motivos que amenazaban su fama. En realidad, la carta bonaventuriana de abril de 1257 tiene un valor programático más que de denuncia moral y profética de culpas y vicios; aun cuando esté expresado en negativo, es el proyecto de un hermano que, elevado al cargo máximo, siente el deber de llevar orden a la Orden, eliminando los defectos que podían constituir elementos de debilidad en el interior de la vastísima formación minorítica o ser considerados tales desde el exterior; de aquí las repetidas alusiones que conciernen a la no-pobreza, a la no-estabilidad, a la no-adaptación de los hermanos. Con razón se ha podido hablar, a propósito de esta carta, de un «manifiesto de "reconquista" de la Orden» [Desbonnets 1986a, p. 172]; reconquista realizada a través de algunos actos decisivos. Ante todo, son eliminadas las orientaciones joaquinistas que habían llegado a tocar a hermanos con responsabilidades de dirección. En segundo lugar, en el Capítulo de Narbona de 1260 el hermano Buenaventura trata de recoger la esparcida legislación minorítica en un único cuerpo de Constituciones, llamadas de Narbona. En tercer lugar, se dedica a escribir una nueva (y definitiva) «vida» de san Francisco, la así llamada Legenda maior aprobada por el Capítulo de Pisa en 1263 y enseguida reproducida en numerosas copias destinadas a las provincias de la Orden. En fin, durante el Capítulo de París en 1266 hace tomar la siguiente decisión radical: los hermanos debían destruir todas las legendae de san Francisco anteriores a la «vida» bonaventuriana no sólo en los códices que ellos poseen, sino también en los que se encontraban «fuera de la Orden». Veamos el texto de la decisión parisina:
En suma, san Francisco era sólo lo que decía la legenda del ministro general: un san Francisco, es obvio, literal y hagiográficamente construido según líneas y modelos seguidos e impuestos por los dirigentes de la Orden minorítíca; pero sobre todo, un san Francisco elevado a ser el «otro Cristo», el santo inalcanzable, que había de ser «venerado y no imitado» [Frugoni 1993, p. 26], o bien «el santo inimitable» [Dalarum 1994, p. 9]. El hermano Buenaventura presentaba de san Francisco la legenda oficial, definitiva y exclusiva, que, como tal, -eran al menos las intenciones-, habría tenido que poner fin a los contrastes y fisuras que nacían en la Orden precisamente en relación a la «memoria» de los modos de vida y de testimonio cristiano de la primitiva fraternidad y de su «fundador». El hermano Buenaventura, por tanto, trata de dar continuidad a la diversidad, o bien de justificar las metamorfosis acaecidas en la Orden, viendo en ellas un signo seguro, incluso un diseño explícito, de la Providencia divina. En la Epistola de tribus quaestionibus lo teoriza claramente:
La audaz interpretación del hermano Buenaventura parece sancionar los éxitos del desarrollo contrastado, no lineal, de la Orden minorítica, por lo menos en referencia a las posiciones queridas por los que constituían el vértice de la misma Orden, en el grandioso intento de «suprimir aquellas dudas, perplejidades y rivalidades que enfrentaban a los celadores de la regla, los que defendían la fiel y literal imitación de los orígenes, así como ellos lo entendían o podían recordarlo, con los hermanos de la comunidad» [ibid, pp. 294]. Hemos dicho «intento», pues en realidad el generalato bonaventuriano, mientras trata de cerrar una larga historia de contrastes explícitos o subterráneos, abre una nueva historia de contrastes bastante ásperos. Ésta se inaugura precisamente coincidiendo con el acontecimiento eclesiástico y eclesiológico conseguido por los Menores y Predicadores en el segundo Concilio de Lyon en la primavera-verano de 1274, cuando a estas órdenes se les reconoce una «evidente utilidad» para la Iglesia universal; una utilidad exclusiva, diría yo, que implica e impone el sacrificio de las muchas y múltiples experiencias religiosas que se habían manifestado y se habían organizado en el curso del siglo XIII [Le Goff 1977; De Fontette 1977]. Hubo más. Noticias (infundadas) provenientes de Lyon, según las cuales Gregorio X habría obligado a las órdenes mendicantes a aceptar la propiedad en común, de tradición monástica y canonical, están en el origen de una primera gran rebelión que comienza en los hermanos Menores de la Marca de Ancona y que se extiende a las provincias minoríticas de la Umbría y de la Toscana [Gratien de París 1947, pp. 343-44]. Esta rebelión, que fue duramente reprimida con la condena a cárcel perpetua de algunos hermanos, puede ser tomada como punto de partida de la gran confrontación entre hermanos de la «comunidad» y aquellos que serán llamados «espirituales»: conflicto que connota la historia minorítica de cuando se pasa del siglo XIII al XIV. Pero no pudiendo ocuparnos ahora de estos hechos, nos detendremos en algunos datos y consideraciones finales. Con el generalato bonaventuriano se realiza la inserción eclesiástica completa de los Menores, que culmina con el nombramiento cardenalicio del hermano Buenaventura en junio de 1273 por obra de Gregorio X. No llegarían a pasar quince años cuando el sucesor del hermano Buenaventura, el hermano Jerónimo de Áscoli, después de haber sido nombrado cardenal por Nicolás III, en febrero de 1288 fue elegido papa con el nombre de Nicolás IV [Franchi 1990]. En unos ochenta años la aventura franciscana, nacida de la conversión religiosa del hijo de un mercader de Asís, había alcanzado, diríamos, el máximo éxito en el interior de la Iglesia católico-romana con la elección de un hermano menor para papa. Pero en torno a este resultado y, sobre todo, a los modos por los que se llegó a ello, giran los grandes y graves problemas de la auténtica «cuestión franciscana». Nacida por razones textuales y filológicas, ha sufrido también ella una metamorfosis bastante significativa, deslizándose progresivamente hacia el corazón del problema de aquella «herencia» [Leonardi 1982, pp. 111-115] del hermano Francisco que es el auténtico problema histórico e historiográfico en el cual los franciscanistas (y no sólo los estudiosos de franciscanismo y minoritismo) hace ya un tiempo se han empeñado con planteamientos y con resultados no siempre coincidentes. NOTA CRÍTICA La investigación sobre la historia de Francisco de Asís, sobre la Orden de los hermanos Menores y sobre las instituciones que a ellos van asociadas, nos la proporciona una secular tradición de erudición eclesiástica que ha producido notables instrumentos de trabajo, comenzando por revistas como Archivum Franciscanum Historicum (a partir de 1908), Collectanea Franciscana (a partir de 1931), con el anejo Bibliographia Franciscana, a partir de 1943 en volúmenes independientes. Otras revistas han tenido en general un carácter mixto, entre erudición histórica e investigación teológica, tanto en Italia (por ej. Miscellanea Francescana, Studi Francescani, Analecta T.O.F., Laurentianum, Il Santo, etc.), como en el extranjero (por ej. Etudes Franciscaines, Franciscan Studies, Franziskanische Studien, Wissenschaft und Weisheit), o también se han ocupado de ámbitos regionales (en Italia, por ej. Le Venezie Francescane, Picenum seraphicum). Para orientarse en una bibliografía tendencialmente interminable pueden ayudar, en primera instancia, las indicaciones puestas al final de cada uno de los capítulos en Lambertini e Tabarroni 1989 (que puede ser fácilmente completada y actualizada, a partir de 1978, con la ayuda de Medio Evo Latino, el boletín bibliográfico publicado anualmente por el Centro italiano di studi sull'Alto Medioevo di Spoleto). Para un encuadramiento crítico de carácter preliminar acerca de la historiografía franciscana es en todo caso oportuno hacer una referencia a Stanislao da Campagnola 1974b, al que había que añadir Atti Firenze 1993. Hace ya tiempo que son punto de referencia imprescindible para la investigación histórico-crítica las actas de reuniones internacionales organizados anualmente en Asís, a partir de 1973, por la Società Internazionale di studi francescani y el Centro interuniversitario di studi francescani (un elenco analítico se encuentra en Rusconi 1993). Repetidas veces en sus congresos anuales se ha ocupado de cuestiones franciscanas también el Centro di studi sulla spiritualità medievale di Todi, en colaboración con la Academia tudertina: importante en particular Atti Todi 1971. Ocasiones de notables estudios han sido celebraciones centenarias, en particular el octavo centenario del nacimiento de Francisco (1981-82): véanse los tres catálogos Storia e arte; Chiese e conventi; Documenti e archivi. Codici e biblioteche. Miniature. Acerca de la historia eclesiástica y religiosa del Medievo se ha consultar Vauchez 1993a. Para la inserción del franciscanismo en el interior de las tensiones religiosas de los inicios del siglo XIII se hace referencia a Merlo 1991b, pp. 33-92, con noticias que se pueden extraer de Dal Pino 1973. Acerca de las experiencias contemporáneas heréticas consúltense Merlo 1989b y 1996, y Lambert 1992. Acerca de la historia del hermano Francisco, además de Manselli 1980c -una biografía que constituye el punto de llegada de una tradición de estudios secular-, la referencia obligada es Miccoli 1991 (que ha de completarse con Miccoli 1974), a quien habrá que añadir Rusconi 1991 (la voz Francesco d'Assisi en el Dizionario biografico degli Italiani) y las relaciones y las intervenciones contenidas en los Atti Assisi 1994 sobre Frate Franceesco: de particular utilidad, aquí, la reseña introductoria de Dolcini y la mesa redonda final. Innovador acerca de las relaciones de Francisco con las mujeres y la mujer, con lo femenino y la feminización, Dalarum 1994, que también representa, bajo una particular perspectiva, una sugerencia preciosa para llegar a una biografía histórica franciscana verdaderamente planteada con rigor de método y conciencia reconstructiva (ahora puesta en acto por el mismo autor Dalarum 1996). Acerca de la historia del primer siglo de vida de la Orden de los hermanos Menores continúa siendo fundamental Gratien de París 1928 (la edición española es de 1947; nueva edición 1982), que ha de completarse con Brooke 1959, Moorman 1988 (1a ed. 1968), Miccoli 1974 y Desbonnets 1986a. Para la inserción de las vicisitudes y de las características de la Orden de los Menores en la más amplia historia de los Mendicantes, rápida síntesis en Barone 1993. Sobre el fundamental tema de los estudios en los hermanos Menores, véase Berg 1977, completándolo con Atti Todi 1978. * * * N o t a s: [1] Se ha escogido el término «sacerdotalización», en lugar del otro más usado de «clericalización» [Landini 1968: Manselli 1974a], porque parece indicar mejor la progresiva introducción de los Menores en el organismo eclesiástico y en la acción pastoral, y porque con él parece evitarse la falsa alternativa entre el carácter «laical» o «clerical» de la primitiva «fraternidad» y de su evolución en «Orden» [Rusconi 1994]; en todo caso la alternativa está entre «absoluta precariedad e inestabilidad» de los orígenes y «el sucesivo proceso de estabilización y normalización institucional» [Pellegrini 1994, p. 47]. [2] En la crítica salimbeniana al hermano Elías parecen encontrarse no sólo cuestiones internas al minoritismo, sino también y sobre todo visiones culturales bastante diferentes entre individuos que pertenecen a generaciones diversas que a su vez se relacionan con el mundo y la historia según concepciones notablemente distintas, aun cuando un juicio de conjunto acerca de Salimbene de Adam queda todavía por formular [cf. Violante 1953; Capitani 1978], no obstante los loables estudios reunidos en Salimbeniana 1991. [3] Esto sucedió con retraso en relación con los hermanos Predicadores, que en 1229 ven que el hermano Guala, ya prior del convento local, es colocado en la sede episcopal de Brescia [Violante 1963, pp. 1077-78]. [4] Téngase en cuenta que en la Italia del valle del Po los hermanos Menores, los años de las décadas veinte y treinta del siglo XIII, son llamados también «pauperes minores»; así por ejemplo en Milán como en Verona [Sevesi 1909-11, pp. 259-60; Varanini 1983, pp. 106-110]; y esto sugiere la conveniencia de que se vuelva a pensar en el problema de la identidad franciscana y de las identidades minoríticas consideradas tanto desde el interior de la Orden como desde el exterior de la misma [Merlo 1991b, pp. 209, 215; Merlo 1993]. [G. G. Merlo, Historia del hermano Francisco y de la Orden de los Menores, en AA.VV., Francisco de Asís y el primer siglo de historia franciscana (Col. Hermano Francisco, n. 37). Oñati (Guipúzcoa), Ed. Franciscana Arantzazu, 1999, pp. 3-35. (La bibliografía va al final del volumen)]. |
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