DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana


DESAFÍOS FRANCISCANOS

por Francisco Martínez Fresneda, OFM

 

[Conferencia pronunciada en la Asamblea Interfranciscana, celebrada en Collado-Villalba (Madrid), en enero de 2003]

INTRODUCCIÓN

Los desafíos de los Franciscanos en España, como sucede en cualquier área cultural o social del orbe, van en una doble dirección: concretar en qué consiste el núcleo central de la vida y del mensaje de Francisco de Asís, habida cuenta de la historia del carisma franciscano, y cuáles son las condiciones fundamentales de nuestra historia, para hacer legibles y, por tanto, válidas, las perspectivas franciscanas de la existencia humana (Perfectae caritatis, 2). Estas perspectivas serán comprensibles cuando impulsen las esperanzas de los hombres dentro del marco cultural que se ha forjado a lo largo de los siglos nuestra civilización occidental, donde España está inserta.

La familia franciscana ha cumplido con éxito el recorrido señalado por el Concilio Vaticano II. Llevamos más de un siglo publicando estudios serios sobre la biografía de Francisco y su mensaje. Y todas las obediencias franciscanas han sido pródigas en la elaboración de documentos que han adaptado nuestro carisma a las circunstancias eclesiales y sociales de las distintas Regiones. Pero la efectividad de los estudios y mensajes ha sido variada. Así como en algunas Regiones de la Tierra florece el Franciscanismo, en otras no despega, debido a múltiples causas provenientes de la vivencia del carisma y de las situaciones adversas que avalan algunas sociedades. Europa respira un clima desfavorable a como tradicionalmente se ha testimoniado la fe y la herencia de Francisco. España no es ajena a esta situación. Por esto, no es tan fácil salvaguardar el sentido franciscano de la vida dentro de un clima laico, cuyas claves de convivencia pasan de largo ante todo aquello que haga referencia a Dios y a su presencia en la historia.

El núcleo básico que configura a Francisco de Asís en la historia del Cristianismo, en la historia de todos los pueblos, podemos centrarlo en la relación fraterna. Ella incluye la experiencia de Dios y la evangelización. La comunidad franciscana incorpora en su dinámica interna a quién adoramos y a quiénes evangelizamos, de forma que no se pueden separar a Dios, al hermano y al prójimo como si fueran fases diversas de nuestro caminar evangélico. Es decir, la experiencia de Dios y la evangelización están insertas en las relaciones entre los hermanos, aunque para la exposición las distingamos como momentos esenciales de nuestra vida franciscana y, por lo general, según el orden temporal de aparición en nuestra historia personal. Las tensiones habidas a lo largo de los años entre oración y acción, entre vida contemplativa y vida activa, y su necesaria repercusión en la convivencia comunitaria, no tienen sentido en sí mismas, como veremos más adelante, sobre todo al analizar el concepto de persona como relación y de testimonio como evangelización. Estos aspectos de una misma realidad franciscana suponen, incluyen y provocan otros muchos, pero, ciertamente, ellos dibujan un horizonte diáfano del mensaje de Francisco, que siempre ha estado en la base del discurrir franciscano dentro de la vida de la Iglesia.

A la vez que exponemos nuestra experiencia de Dios, del hermano y del prójimo haremos referencia a la situación de nuestra cultura, para que se muestren las posibilidades de existencia y, por consiguiente, de valoración dentro de la sociedad. En ésta, pues, nacen y se sitúan nuestros desafíos. Cuando describimos los retos que el Franciscanismo hace a la sociedad y al cristianismo, esos mismos retos se vuelven interrogantes para nosotros; nos preguntan si realmente los vivimos y constituyen realidades válidas que sean capaces de humanizar, ya que una de las características que hemos tenido ha sido inculturar la potencia del Evangelio y señalar lo que es la voluntad de Dios en los momentos cruciales de nuestra historia occidental.

Murillo: San Francisco en oración

1. LA EXPERIENCIA DEL DIOS VIVO

En toda época de cambio, sobre todo en Europa que aún se soporta sobre fundamentos cristianos, una de las preguntas obligadas es la Dios: qué es Dios, quién es Dios, cuál es su posición en la vida de la gente, cuál es su voluntad y preferencia en las diversas alternativas que se ofrecen como objetivos en la historia de los pueblos. En los análisis históricos y sociológicos habidos en España se comprueba el paso de una sociedad de cristiandad a otra en la que las instituciones sociales no se caracterizan por la impronta cristiana de otros tiempos. Aunque en España los sondeos de opinión den todavía un porcentaje alto de cristianos o creyentes en Dios al estilo del Deísmo, podemos decir que la experiencia de Dios es muy diferente a dicha creencia y pertenencia sociológica y mucho más reducida. Y en esta experiencia en cuanto tal nos situamos los Franciscanos.

Es evidente que la experiencia de Dios es la base de la vida cristiana y comprometida con el Evangelio de Francisco de Asís, y como él, de cualquiera de nosotros, que somos sus seguidores y la garantía de su carisma. Esta experiencia de fe no quiere decir sólo la afirmación de las verdades que contiene el Credo cristiano, es decir, la fides quae creditur (fe que se cree), el objeto de la fe, cuya acentuación sobre una verdad u otra varía según las exigencias e intereses de una determinada cultura o las máximas aspiraciones humanas de una época. Pensemos, por ejemplo, los matices sobre la Palabra de Dios y los Sacramentos en la Reforma y en la Iglesia Romana en Trento y en la actualidad, después del Vaticano II.

La experiencia cristiana versa en primera instancia sobre la fides qua creditur (fe con la que se cree) (Agustín, La Trinidad, 1.13, c. 2, n. 5), que se refiere a la actitud o parte subjetiva que nos relaciona con Dios, y que es distinta de los contenidos de la revelación divina que se aceptan o confiesan públicamente.

Acentuamos la fides qua, porque siempre se ha dado por supuesto, tanto en las sociedades donde el cristianismo ha sido mayoritario, como en la nuestra, como en las Comunidades religiosas, cuya razón de ser y de existir está en la fe de y en Jesucristo. En la actualidad, como todos sabemos, no sucede así. Ni la sociedad comprende al Cristianismo como un molde donde se encierra su historia, ni las Comunidades franciscanas, dentro de la laicidad mental y social europea, deben suponer la experiencia cristiana y, por supuesto, no les basta con vivir exclusivamente de la confesión oral e íntegra de los contenidos de la fe.

Comprendemos como experiencia de fe cristiana el haber experimentado a Dios con el sentido de Job: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (42,5). Job ha encontrado a Dios en la teofanía y en la palabra y, con ello, excede los discursos de los amigos y la tradición de las escuelas que le han informado y formado una imagen concreta sobre Dios. Experiencia, pues, es una situación, un acto, una vivencia, de la que se deduce un conocimiento distinto al discursivo. Estas experiencias se dan en las situaciones históricas donde vivimos, y, dentro de la historia, también con la trascendencia, que introduce al que la padece en el fundamento de su existencia originando un centro y horizonte nuevo a su vida. Es el contacto personal con Dios que se comunica y provoca la fe personal o subjetiva. La Suma Halensis (I 506 ad 3) y Buenaventura (Sobre la ciencia de Cristo, Epílogo) afirman que la sabiduría, como experiencia de la fe, hay que saborearla y produce un sabor que se vuelve saber de Dios.

Todos sabemos que la experiencia de fe de Francisco de Asís comienza y termina en Dios, es decir, en Dios como gran Rey (1 R 23,1-2; 1 Cel 16), en Dios como Padre de Jesús (2CtaF 8-9) y, finalmente, en Dios como una triple relación de Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo (1 R 23,1.10). La experiencia de fe en Dios revela a Francisco que Dios es Amor (1 Jn 4,8.16; 1 R 17,4-6) como una contraposición a sus ideales egoístas y a los ideales interesados del mundo. Dios le desquicia y quiebra los esquemas de compensación que rigen los destinos de cualquier humano, y encuentra en este centro vital la armonía personal y de toda la Creación. En ésta, Dios se coloca en el lugar más alto, es el Altísimo (Cánt 1); Dios es también sumo y glorioso, es decir, es inmenso, máximo, infinito. Dios es ilimitado en todas las dimensiones posibles de la realidad (OrSD 1).

Pero Francisco ve en el Evangelio el único camino que le ofrece la auténtica experiencia de Dios. De esta manera, Jesús le impide salirse de la historia, ya que la fe cristiana supone la revelación de Dios en la vida de Jesús y, con ello, no puede dirigirse a mundos interiores personales o a mundos exteriores de gloria divina, que minusvaloren el contexto social donde se ofrece Dios para los cristianos. Por eso Francisco une la experiencia de fe a la conversión: «Perseveremos todos en la verdadera fe y en la conversión» (1 R 23,7).

Por último, Francisco coloca la experiencia de Dios dentro de las relaciones comunitarias a fin de verificar y cuidar el desarrollo progresivo sobre su maduración personal y repercusión en la fraternidad y en el pueblo. Dejando al margen el abuso que se hacía en su tiempo de la multiplicación de las misas para ganar dinero, es significativo cómo concibe Francisco la vivencia de Dios en Cristo en un contexto fraterno: «Amonesto por eso y exhorto en el Señor que, en los lugares en que habitan los hermanos, se celebre sólo una misa cada día según la forma de la santa Iglesia. Y si hay en el lugar más sacerdotes, conténtese cada uno, por el amor de la caridad, con oír la celebración de otro sacerdote» (CtaO 30-31).

De todo esto se derivan tres cuestiones importantes. La primera es el descubrimiento de una vida nueva creada por la presencia de Dios en la misma experiencia de Francisco. La segunda, el descentramiento que supone la novedad de vida sobre los valores que la sociedad defiende como básicos para supervivencia y convivencia. La tercera, la posición privilegiada que adquiere la comunidad en el cultivo de la experiencia de Dios. Convertirse a Dios es experimentar y asumir su «mundo» y, a la vez, vivirlo en «nuestro» mundo «dentro» de la fraternidad para abrirlo a la esperanza de una humanidad que responda a los intereses de Dios, que no son otros que la gloria humana y la creación entera. De esto es testigo Francisco y todos nosotros.

La experiencia de Dios nos enfrenta a tres retos como mínimo: cuidar al máximo esta experiencia creyente y relacionar vida y oración, rechazar las actitudes diabólicas y observar la radicalidad del seguimiento.

1.ºDebemos adorar a Dios, que es «pleno bien, todo bien, total bien, que es el solo bueno... [por eso] ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra cosa queramos, ninguna otra cosa nos plazca y deleite...» (1 R 23,9). Y adorarlo permanentemente en nuestra existencia. Adorar es una actitud interior mediante la cual reconocemos a Dios como el único absoluto, como principio de la vida y de una vida santa. Por eso le bendecimos, «hablamos bien» de Él (bene dicere, euloghéin), le alabamos, le exaltamos. Le bendecimos, glorificamos y ensalzamos (1 R 21,2), porque Él nos ha bendecido previamente y gratuitamente por su amor y misericordia. Esto conduce a que nuestra vida sea una continua acción de gracias (eucharistéin), porque hacemos memoria (anámnesis) de sus continuos beneficios. La vida la debemos experimentar en Dios como un permanente don y agradecimiento. No se sostiene exclusivamente en nuestro propio poder y autonomía personal, sino que queda envuelta y fundada en una experiencia de bondad recibida y, por tanto, agradecida.

Si esto es así, hay que situar la oración en el centro de nuestra existencia cotidiana. Es tradicional la tensión entre la vida de oración y la vida apostólica. Cuando se debilita en nuestras comunidades la vida litúrgica y la oración personal, todo lo arreglamos aumentando el tiempo dedicado exclusivamente «a Dios». Y con ello sentimos que hemos superado el vacío de Dios en nuestra vida. Al poco se impone de nuevo la realidad: somos religiosos cargados de trabajo, y no podemos posponer las solicitudes urgentes de los hermanos o de los fieles. Es decir, la fides qua no existe, o duerme, o la mantenemos bloqueada, y, con ello, siguen apoderándose de nuestra vida personal y común los intereses individuales y comunitarios que traslucen intereses ajenos al Evangelio o pertenecen exclusivamente a la burocracia eclesial, social y pastoral. La vida queda entonces abandonada a la bondad y maldad natural, que andan tan entremezcladas en nuestras vidas (cf. Rom 7,15-25), a la vocalización de los contenidos de la fe y a mantener los pactos de no mutua agresión para salvaguardar las responsabilidades comunes.

Adorar a Dios, o hacer memoria de sus beneficios, o vivir en constante acción de gracias, implica una situación personal en la que nos encontramos con Dios, con el Tú, en nuestra vida cotidiana y establecemos un diálogo permanente, explícito o implícito. Cuando amamos a alguien, o nos sentimos amados por otra persona, no sólo reservamos tiempos y espacios para activar dicho amor, sino que siempre traslucimos una actitud de permanente diálogo, el cual enhebra los sentimientos y las situaciones de nuestra vida y las pone en relación con Dios; o al revés, lo escuchamos a Él por las claves evangélicas para discernir estados personales o colectivos, aunque existan momentos más intensos o exclusivos para la oración. Francisco, como Jesús (Lc 3,21; 6,12; 9,18.28; 11,2; 22,41; etc.), lo menciona cuando inicia la vida evangélica (AP 10), cuando fija nuestra forma de vida (LM 2,5) y cuando el Papa aprueba su predicación penitencial (2 Cel 16). Pero esto constituye la punta del iceberg de una vida en constante diálogo con el Dios vivo (2 Cel 94.96.98). Por eso no duda Celano en afirmar que estaba «hecho todo él no ya sólo orante, sino oración» (2 Cel 95). Sobra con leer el capítulo VIII y el IX de las Florecillas sobre la perfecta alegría y cómo rezó con fray León maitines sin breviario. Da igual la modalidad, lo importante es la referencia permanente de nuestra vida a Dios dentro de la historia.

2.ºOtro reto consiste en superar las tres fuentes de pruebas que sufrió Jesús, y superarlas por valorar la ruptura de nivel que indica la presencia del amor de Dios en nuestra existencia. Las tentaciones de Jesús señalan la búsqueda de una vida fácil, del triunfalismo y del poder (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13) y tratan de quebrar la relación filial que Jesús mantiene con su Padre. También Francisco las rechaza radicalmente: 2 Cel 46. 121. 142. 164; LM 6,11; EP 69; etc. Las tentaciones forman los tres centros en los que se apoya la actividad de las sociedades occidentales. Todos contemplamos la búsqueda desasosegada del dinero, que se retiene como fuente de libertad y de facilidad de vida; la adquisición y defensa del poder social como medio de valoración personal y la vocación al éxito personal como la máxima carta de ciudadanía. Esto origina tanto glorias efímeras como frustraciones, además de traiciones y muertes de todo tipo.

Y de aquí proceden los ataques que ponen a prueba a los Franciscanos. Las tentaciones procuran menoscabar nuestro sistema de vida. Estas tentaciones no las realizan sus agentes por medio de un enfrentamiento abierto usando las formas antiguas que elaboró el anticlericalismo, sino se combate nuestra vida con la minusvaloración de las opciones, la reducción al anonimato e irrelevancia social, y afirmando la inutilidad e ineficacia de la fe. Realmente somos inservibles a sus propósitos y objetivos. El Franciscanismo, como cualquier tipo de vida religiosa comprometida con el Evangelio, se orilla y se desplaza de las claves que conforman nuestra sociedad. Y, por otro lado, observamos la influencia del así llamado posmodernismo en nuestra cotidianidad. Esto trae consigo una de las luchas más importantes a la que nos enfrentamos en la actualidad. Es la introducción en nuestras relaciones fraternas de un estilo creyente débil proveniente de la mezcla sin discernimiento de los valores evangélicos y franciscanos con los contravalores del mundo, de lo que resulta la fragilidad de la expresión creyente y el acomodamiento de las exigencias evangélicas. Entonces el estilo franciscano no llama la atención a nadie, sino que se convierte en un oficio, quizás un poco más generoso, como hay tantos en nuestra sociedad, sobre todo los llevados a cabo por las ONG'S.

3.ºPor ello, y por último, hay que considerar las exigencias del seguimiento de Jesús que Francisco se apropia al pie de la letra. Para Jesús, y para nosotros, el anuncio del Reino es urgente y entraña un carácter radical. La urgencia y la radicalidad proceden de la llamada del Jesús histórico, que es en quien Francisco se fija para seguir a Jesús, aunque integra lo que más tarde llega con las generaciones cristianas nacidas con la experiencia de la Resurrección. Después de la Resurrección, los seguidores de Jesús acentúan la unión y comunión con Jesucristo, al que hay que creer como la Palabra definitiva de Dios (Jn 1,14-16; Heb 1,1-4), que ha originado un nuevo Pueblo que es depositario de las promesas divinas y de la salvación de Dios (Rom 1,16-17; Ef 1,5; Heb 2,10; etc.).

Pero Francisco distingue en los Evangelios los discípulos que mantienen el estilo de vida itinerante de Jesús (Mc 6,1) y la multitud que le sigue (Mc 3,7; 5,24), y, por otro lado, une la creencia en él a dicho estilo itinerante. En efecto, la itinerancia conduce a los discípulos de Jesús a abandonar todas las modalidades de una vida común, lo cual significa vivir económicamente en el aire (Mt 10,9-10; Lc 9,3; 10,4; etc., cf. 1 R 1,2; 2 R 2,5), renunciar a la familia (Mt 19,12; cf. 1 R 1,3), posponer los deberes más sagrados de Israel (Lc 9,59-60; cf. Mt 8,21-22), adquirir un comportamiento en la misión que exige una actitud delicada y amorosa que evite toda ofensa (Mt 5,21-25; cf. 2 R 10,7), cualquier juicio (Mt 7,1) y condena (Lc 6,3). Es la entrega total de sí para establecer unas relaciones de paz, que es la atmósfera donde respira Dios (1 R 14,1-6).

Este estilo de vida reclama dos actitudes básicas: 1.ª Negarse a sí mismo (Mc 8,34); odiarse a sí mismo (Lc 14,25); perder la vida (Mc 8,35). La justificación proviene del mismo Jesús: «...que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45). 2.ª Capacidad para aceptar el sufrimiento, persecución y muerte. Jesús lo advierte con la expresión de tomar la cruz y seguirle (Mc 8,34; 13,9.12-13; Mt 10,38, etc.).

La vida del discipulado es un símbolo: su estilo de vida contiene el Reinado de Dios, es decir, manifiesta en la historia el inicio de una nueva etapa de las relaciones de Dios con los hombres y, por tanto, una nueva presencia de Dios. Y esto es lo que quiere Francisco para sí y sus seguidores. Leamos estas dos citas: «La Regla y vida de los frailes menores es ésta, a saber: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1; cf. 12,4); «El Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). Por eso acierta Francisco. Al seguir sin glosa a Jesús simboliza el Reino, y, por tanto, lo exhibe.

El seguimiento a Jesús pobre y crucificado, como quería Francisco (LM 1,5; 3,3; 2 Cel 24.148; etc.), es un desafío a las frágiles exigencias de la sociedad y a la comprensión de la persona del mercado actual. Observamos que se vive de las sensaciones agradables que procuran las cosas cotidianas, como son el vestido, la alimentación, los automóviles. A esto se une que las responsabilidades asumidas son mínimas y la fidelidad en las relaciones no crean vínculos permanentes. Los Franciscanos no debemos caer en la tentación de la facilidad de vida y de la debilidad, como hemos dicho. Y debemos recordar dos expresiones paulinas altamente significativas. Pablo habla de los que deben responder a las responsabilidades de la familia y del trabajo; a continuación invita a los cristianos a estar «libres de [dichas] preocupaciones (amérimnos) [para que] vuestra dedicación al Señor sea digna y asidua, sin distracciones (aperíspastos)» (1 Cor 7,32-35). Con ello refiere la ausencia de ansiedad que debe poseer aquel que vive pendiente del Señor al no depender su vida de las tensiones que tiene establecida nuestra sociedad para la adquisición de bienes y el alcance de unos mínimos niveles de productividad, así como la general pretensión de situar a la familia dentro del patrimonio humano y económico de nuestra cultura. Ser libres de las preocupaciones comunes de toda familia para entregarse por entero al Reinado, lo que lleva consigo otros esfuerzos que no son ni sostenidos, ni avalados, ni valorados por el entorno. La dedicación al Señor, a los intereses divinos, debe ser sin interrupción, de una forma permanente, es decir, que el Señor esté en la vida cotidiana por las radicales exigencias evangélicas.

Hermano Fuego

2. LA RELACIÓN FRATERNA

Quizás la conclusión válida de haber acertado con la experiencia de Dios auténtica y el seguimiento radical de Jesús esté en la exclusividad que Francisco da a la fraternidad como medio para vivir a Dios en la historia y encontrar la verdadera identidad humana. Digamos los datos que nos da la estadística. En sus Escritos, «Señor» aparece 406 veces y «hermano» 306. Y Francisco, por revelación divina, estructura la vida fraterna según la forma del Evangelio (Test 14-18). La fraternidad la concibe como una experiencia entre hombres no ligados por el parentesco cuya relación la marca la oración, la pobreza, el trabajo, el servicio a los pobres, etc., en definitiva, el testimonio de que Jesús vive simbólicamente en las relaciones de amor de Francisco y sus hermanos.

Pero ¿qué concepción de hermano hay en Francisco para exigir unas relaciones fraternas al estilo que señala el Evangelio? Porque la fraternidad está formada por hermanos, por personas, y según comprendamos a la persona, así veremos la fraternidad de una manera o de otra. Partamos, pues, de algunas conclusiones de la antropología teológica actual sobre la concepción de persona. Veremos que estas reflexiones nos ayudarán a fundamentar la fraternidad y evitaremos identificarla sólo a partir de las afirmaciones aisladas de la espiritualidad. Por nuestra experiencia de fe, Dios es el que nos ha llamado a ser personas al elegirnos y darnos un nombre. Dialogar con Dios es responder a una relación previa divina que nos ha introducido en una vida nueva con una vocación que lleva consigo la elección y que nos configura como una unidad irrepetible. La relación que Dios establece con nosotros, que es una llamada y una vocación, nos sitúa en una dimensión ontológica nueva. Este carácter heterónomo que nos configura implica que nuestra existencia transcurre en un constante diálogo y encuentro. Por tanto, nos desarrollamos como personas cuando dialogamos con todos por la llamada dialógica de Dios. El reconocimiento de la alteridad, del otro, está inscrito en el previo o subsiguiente encuentro con el Otro, que nos hace asumir a toda la humanidad como hermana (Rom 8,29). Por eso, nada ni nadie nos es extraño. Es más, la salida de sí como relación de amor -eso es Dios en Cristo-, convierte a toda la creación en una gran fraternidad. En ésta se reconoce la igualdad radical en dignidad de todo ser ante Dios, la filiación, y, por tanto, idéntica dignidad personal para entablar las mismas relaciones, que convierte a cualquier criatura en hermana de las demás. Esto es ir más allá de la concepción del hombre como animal social; es tipificar la convivencia como fraternidad, porque la relación que constituye a la persona es la relación de amor que convierte el darse en hacerse uno a sí mismo.

Estas propuestas de la antropología teológica es lo que vive Francisco y objetiva Buenaventura al rescatar la relación de los accidentes aristotélicos y aplicarla a la definición de persona, aunque después prosiga, por lo general, la concepción del Estagirita (Sobre el misterio de la Trinidad, c. 2, a. 2, f. 9). Francisco crea dentro de la Iglesia y de la sociedad un espacio donde sean posibles las relaciones fraternas y se lleve a cabo la dimensión social del hombre (1 R 5,9; 2 R 6,10). La concepción de la persona como referencia al otro la capta por el mensaje central del Evangelio (1 R 1-2; 2 R 1-2.12), en el que Jesucristo nos hermana bajo un mismo Padre. El Espíritu es el que nos reúne en dicho amor fraterno y paterno (2CtaF; 1 R 22). De ahí que prohíba todo signo de poder o superioridad entre los hermanos, y la experiencia creyente y el seguimiento de Jesús sean la base de la radical igualdad que debe existir en la Orden, comparándola con la experiencia humana de la maternidad: «Que cada cual ame y alimente a su hermano como la madre cuida y ama a su hijo» (1 R 9; 2 R 4; REr). Los religiosos, además de ser hermanos, son hermanos menores, sumisos unos a otros, a fin de que «pongan todas sus energías y amor en el tesoro común de la fraternidad» (1 Cel 38). En la fraternidad es donde se pueden leer, por el sumo respeto y reconocimiento de los valores personales, todos los destellos que irradia Dios como presencia de la luz absoluta en la historia.

De la experiencia interna de la fraternidad, en la que aprendemos que nada del otro nos es extraño, y situada la fraternidad en tierra eclesial, se pasa a lo que son las relaciones con la comunidad humana. Por tanto, Francisco nos dice que todos debemos llamarnos y ser hermanos, y como tales mostrarnos y relacionarnos con todas las personas (1 R 5-7; 2 R 6), pues la fraternidad es una fraternidad en el mundo y para el mundo vivida en la Iglesia. Cuando la Dama Pobreza visita a los Franciscanos y les pide que le muestren el convento, nos cuenta el Sacrum commercium, 63, que «ellos la llevaron a un monte y la hicieron admirar un panorama espléndido. Dama Pobreza, le dijeron, este es nuestro convento» (1 Cel 35.39-40; cf. TC 36-45.57-60).

Los Franciscanos, pues, medimos nuestra capacidad de ser y formar fraternidad en una triple dirección: hacia la Iglesia, hacia la historia y hacia nuestra vida interna. Son tres desafíos difíciles, ahora y siempre.

A) La Iglesia, a la que Francisco nos manda obediencia (2 R 1,2 ss.) y fidelidad permanente (1 R 19,1), no es la Iglesia abstracta de los libros teológicos, no es la teórica del Pueblo de Dios que sustituye al antiguo Israel, sino la parte que corresponde a la Jerarquía, la responsable de la Evangelización, la que nos da el estatuto de existencia, con la que hay que contar para cualquier movimiento jurídico interno o apostólico externo, la garante de un «credo» de verdades, lo que antes decíamos que es la fides quae (cf. Test 6-9.13).

1.- Francisco cuando dice que seamos católicos (CtaO 40-44) significa que, «firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente prometimos» (2 R 12,4). La Iglesia es, pues, la que nos da a Jesús viviente (Test 10.13) en la Palabra y en los Sacramentos. Francisco une Iglesia con Evangelio, y coloca el Evangelio dentro de la responsabilidad jerárquica. Por eso cuando no existe tal unión la opción es siempre el Evangelio, como hizo cuando visitó al Sultán, oponiéndose con la debilidad a la política de las Cruzadas del papado de entonces. Esta realidad pertenece a lo que afirma en un ámbito todavía más amplio: Donde hay mandato de pecado, no existe la obediencia (cf. 1 R 5,2). Y por eso también la Jerarquía ha confiado y confía a nuestra Familia misiones tan difíciles como pueden ser Tierra Santa, y en tiempos pasados América, China, Japón y otras muchas, para implantar la vida cristiana con sus raíces evangélicas. Creemos que casi siempre somos fieles en esta cuestión y hemos respondido a los retos que nos ha lanzado la Iglesia. Los problemas actualmente surgen cuando solicitan de nosotros servicios que suponen incompatibilidad de intereses, o no coinciden las interpretaciones sobre alguna cuestión eclesiástica o social, o simplemente no tenemos religiosos para prestar el servicio solicitado. Por lo general, las distintas obediencias han callado, han cedido y han obedecido, pero también es verdad que han defendido lo que configura nuestra vida cuando ésta se ha visto amenazada, por ejemplo cuando se rompe la vida fraterna.

2.- Los Franciscanos somos de alguna manera los depositarios, dentro de la Iglesia, de la vida fraterna apuntada en los Evangelios. Aunque la Iglesia se identifica como una «comunidad de gracia» (LG 32), su sistema organizativo no avala la relación personal vivida en comunidad. El sacerdote [secular] no vive en comunidad y no comparte la vida con otros. Tanto las llamadas comunidades parroquiales como las apostólicas se originan a partir de una tarea, de la realización de una función, y cuando ésta desaparece se suele suprimir el grupo. Los posibles lazos personales son esporádicos y no llevan consigo la convivencia permanente. Esta sólo se da en las instituciones religiosas que profesan los tres votos, pero su origen es siempre la acción de salvar a las personas y su presencia en la historia se debe a un trabajo concreto evangelizador. Cuando la misión entre enfermos, analfabetos, etc., se cumple por otras instancias sociales, se anula la justificación del Instituto. Aunque siempre habrá pobres para rescatar de su marginación e indigencia (Mc 14,7) y, con ello, defender la existencia del Instituto.

Los Franciscanos no existimos por lo que hacemos, sino por una llamada a vivir el Evangelio en fraternidad. Quien convoca es el Señor, y no para llevar a cabo una tarea, sino para vivir fraternalmente el Evangelio. No es, pues, la misión la que crea la fraternidad, sino el «Señor, que me dio hermanos» (Test 14). Francisco responde a la llamada divina para edificar la Iglesia, y después de reparar varias, se le van uniendo hermanos para observar el Evangelio. Así se elabora la Primera Regla. Sobre unos cuantos textos evangélicos confecciona Francisco un proyecto de vida que no es otro que seguir sin glosa a Jesús de Nazaret (Test 15), que es nuestro hermano y garantiza la razón de ser hermanos (2CtaF 56). La fraternidad brota de Dios para seguir a Jesús en el contexto vital de la ciudad de Asís del siglo XIII. La fraternidad, en cuanto practica el Evangelio (1 R 17,3), lo anuncia a las gentes con pocas y sencillas palabras (2 R 9,3-4), porque la misma vida de la fraternidad es la que hace presente el Reinado, como hemos afirmado más arriba. Es el reto que nos lanza la Iglesia. No olvidemos la convicción de Francisco: «Esta es la vida del Evangelio de Jesucristo, cuya concesión y confirmación pidió el hermano Francisco al señor papa. Éste se la concedió y confirmó para él y para sus hermanos presentes y futuros» (1 R Prólogo 2; cf. 2 R 1,1-3). Y también es la misión eclesial de los Franciscanos: hacer memoria del Evangelio, que es relación fraterna; recordar a la Iglesia que es hermana de Jesús cuando está atomizada en muchísimas misiones, hechas en la soledad de los agentes de la evangelización, en la ausencia de relaciones personales entre ellos y justificadas sólo por el resultado o productividad del trabajo.

3.- Tenemos el reto sagrado de recordarle a la Iglesia que debe funcionar por el servicio y comunión mutua. Y esto se lo debemos decir por nuestro sentido de «vivir en la obediencia» (CtaO 2; 1 R 1,1; 2 R 1,1) que Francisco se encarga de mandar como uno de los rasgos de ser hermanos. Obedecerse unos a otros significa fidelidad recíproca (Adm 3), servirse mutuamente como se obsequia al Señor (1 R 9,11). Así, no es válido gobernar a la Iglesia con el poder y un poder sacralizado y centrado en la sacramentalidad ministerial. Ya lo recuerda Jesús comparando el gobierno de los tiranos y el gobierno entre sus seguidores (Mc 10,41-45 y par.; Jn 13,12-15). El único poder reconocido dentro de las instituciones eclesiales es el que nace de la relación de amor, por el que se interpreta el sentido y la calidad de su gobierno interno. Francisco dice que el que nos gobierna es el Espíritu Santo, la relación de amor que Dio ha establecido con los hombres (2 Cel 193). Este es el reto que no deberíamos olvidar nunca ante las batallas que muchas veces surgen en las elecciones, y la oferta a la Iglesia ante la forma de llevar a cabo su responsabilidad interna: el amor que asume un sistema de gobierno temporal y democrático.

B) Hemos relatado antes el pasaje del Sacrum Commercium cuando los hermanos señalan a la dama Pobreza que su convento abarca el mundo entero. Con ello pensamos que nada de la creación nos es ajeno. Y también hemos insistido en que la fraternidad está inscrita en la historia, como consecuencia del principio encarnacionista del cristianismo. Dios es «nuestro» Dios en la medida en que se hace visible y se incardina en la historia de Jesús de Nazaret. Pero también hemos acentuado la radicalidad del mensaje que debe vivir la fraternidad no pactando o asumiendo los principios que gobiernan la sociedad. Con estos parámetros los Franciscanos podemos iluminar al mundo por nuestra vida fraterna en los aspectos siguientes:

1.º Todos sabemos que uno de los principios que ha alcanzado la civilización occidental ha sido la primacía de la razón, la razón absoluta, que ha relegado a Dios al olvido. Y con la razón, la libertad individual que se concreta en la autonomía y en la capacidad de elección. Con ello parece que el hombre es más persona cuando se independiza de su ligamen familiar por la economía y es capaz de elegir entre varias propuestas mercantiles, sociales y políticas. La individualidad, marcada por la subjetividad y con las dos alas que la impulsan, la razón y la libertad, se ha hecho dueña de nuestra cultura, y cuya raíz es bien profunda y antigua: el pensamiento griego. Y hemos visto que si se han conseguido cotas altas de humanización, como son los derechos humanos, la autonomía de la conciencia moral, etc., también se han propiciado enormes injusticias, se han creado masas de esclavos en los suburbios y en los países del tercer mundo, además del individualismo, el subjetivismo ilimitado, el hedonismo, etc.

Nuestra relación fraterna puede mostrar que los problemas no son exclusivamente de los otros, sino que nos afectan a todos, pues somos relación y en cuanto relación nuestro destino no es sólo individual, sino común. Por consiguiente, la convivencia nacida de una radical igualdad en la dignidad humana es fundamental para llegar a ser persona, y esto no se puede alcanzar al margen de los demás, o usando a los demás, sino compartiendo con los demás un destino que ahora afecta a todos. Junto a esto, la libertad como autonomía y capacidad de elección no significa dar la espalda a la libertad de los demás, sino alcanzar la madurez personal para mejor servir con un sentido de vida caracterizado por el amor, que es el nivel necesario para vivir en comunidad (Adm 4). Obediencia, como hemos dicho, es capacidad de servicio mutuo, y no reflejo de una relación de sometimiento que pueda empujar al individualismo, a la despersonalización y, a lo más, a la autonomía económica.

2.º Nuestro mundo valora en exceso la economía, las relaciones de producción, etc. El hombre se ha convertido en una máquina de producir y esto le ha llevado a un envilecimiento, insolidaridad e injusticia, causas de tantos sufrimientos y muertes por el reparto de los bienes. Es más, alejado el hombre de Dios y olvidada la imagen divina que lleva todo ser, busca en el ámbito de la productividad todo lo que se le pone por delante. Sólo investiga aquello que rinde económicamente. La actitud explotadora con la naturaleza es la misma que se aplica al mismo hombre. Es el hombre que, centrado y pendiente sólo de sí mismo, olvida y pasa de los problemas humanos, y esto le lleva a despreciar a los demás, expresando una autoconciencia indigna y degradada. Por esto, con la muerte de las cosas adviene la muerte humana y de uno mismo. Los ancianos estorban, no caben en las casas y se recluyen en residencias y geriátricos en soledad, los incapacitados viven de subvenciones y sin cariño, la gente que no cumple los parámetros de una cultura rica y joven, se frustra. Parece que en nuestra sociedad, además de producir, hay que estar bien y con buena presencia.

La fraternidad franciscana tiene una de sus bases en la afirmación de Francisco: «Lo que uno es ante Dios, eso es y nada más» (Adm 19,2). La acentuación de la humildad como confesión de nuestras limitaciones da paso a recibir la dignidad por la relación de amor que Dios mantiene con nosotros. Es la imagen divina que viste al hombre y le convierte en el ser más apreciado de la creación. El valor que le damos a la persona, el reconocimiento de su dignidad, la potenciación de sus valores, etc., al margen y por encima de la productividad y eficacia, constituye uno de los elementos más hermosos que podemos mostrar a todos. La imagen materna (1 R 9,11), que Francisco emplea para el trato mutuo, es todo un síntoma del amor que nos debemos y de lo que podemos aportar a la vida de aislamiento y anonimato actual. Nuestras fraternidades pueden ser un reclamo de salvación cuando se cumplen los deseos de Francisco sobre los enfermos (1 R 2,15; 3,12; 4,2; 6,9; 10,8; Adm 24), los que viven lejos (Adm 25), los pecadores (1 R 7), los que necesitan de la misericordia (CtaM 9-11), los que no pueden cumplir la Regla (2 R 10,4-6), los difíciles para convivir (1 R 11,1-4). En definitiva, los deficientes humanos. Es el desafío que hacemos a nuestra sociedad: las personas son personas por encima de lo que producen y más allá de su supuesta perfección humana o capacidad de producir.

Esto se contempla mejor con el sentido que Francisco le da al trabajo. Aunque asuma algunas reminiscencias de la vida monástica, trabajar para evitar la ociosidad (1 R 7,10), sin embargo, el trabajo es una gracia (2 R 5,1) y una obligación que alcanza a todos los hermanos (Test 21) para beneficio de la fraternidad: «Y como remuneración del trabajo acepten, para sí y para sus hermanos, las cosas necesarias para la vida corporal» (2 R 5,3). El trabajo no contempla la dimensión productiva que puede envilecer a la persona. De ahí la proporción de minoridad que debemos tener en las diversas labores que realicemos (1 R 7,1-2; 2 R 5,4). Además no hay que olvidar que el trabajo está al servicio de los demás dentro de las actividades que la sociedad comporta (1 R 7,1-2), aunque debe huir de toda ostentación y privilegio, manteniendo el estilo de ser menor y bajo el amparo y concepción divina, que es «tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,9; cf. CtaAnt 2).

3.º La globalización y la conciencia cada vez más fuerte de que pertenecemos a una aldea común, hace que las culturas más potentes absorban a las más débiles. La inconsistencia e indefensión en las que se ven estas culturas conduce a que se pierda el sentido de vida que a través de los siglos han adquirido por medio de las instituciones sociales y religiosas. Sabemos que está en peligro la identidad de muchos pueblos con ricas visiones sobre el hombre y sobre la creación. Además, parece que el derecho a vivir de los pueblos provenga del estatuto de existencia que le dan los poderosos con su absorción. Observamos en nuestra sociedad el problema de la emigración y la incapacidad de convivir con los diferentes. Y diferentes, nacidos, por otro lado, de un tiempo romántico en el que se valoró lo individual, lo particular, lo autónomo y lo autonómico. En el fragmento, pues, se ha hecho posible mirar lo universal. Quizás ahora rozamos la posibilidad de vivir el todo desde la parte, lo universal desde lo particular, es decir, es la Europa de las Regiones, o es la Historia vista desde Europa. Pero aún no somos conscientes y menos hemos salvaguardado la convivencia y respeto con los diferentes.

La fraternidad franciscana también sabe de la tensión entre lo individual y lo común, entre lo que pertenece a la vocación comunitaria y a la persona. La dimensión que nos iguala radicalmente es la elección y llamada de Dios, que nos hace hijos suyos y hermanos entre nosotros. Es lo que Francisco afirma en el Testamento: «El Señor me dio hermanos» (Test 14), por ello «cada hermano es un don de Dios para la fraternidad» (Constituciones Generales OFM, 41). Esto crea un estilo fraterno de vida con unas normativas que favorecen la entrega personal a los valores que fundan la fraternidad, además de las relaciones personales organizadas con métodos estrictamente democráticos y solidarios. A ello se añade en el Franciscanismo la pertenencia a una misma cultura, que es, por lo general, donde se insertan las Provincias. Todo ello promueve un estilo de presencia en el que sobresale y se acentúa la disponibilidad, la humildad, la sencillez, la acogida, la pobreza, la alegría, la espontaneidad, etc. Lo comunitario se ve así reforzado por la fe, las normas, las costumbres sociales y ciertas actitudes humanas que configuran una imagen externa y paradigmática del hermano menor.

Pero la vida común se asienta en el respeto a la individualidad de cada hermano, con su sensibilidad, con su forma de ser, con su carácter y temperamento, etc., que contiene, como en una vasija de barro (2 Cor 4,7), la experiencia de Dios. La dirección que tiene el Franciscanismo va de la persona a la comunidad, no al revés. De ahí que la fraternidad no sea una suma de peones dispuestos, como un ejército o empresa, a destruir el mal y cubrir algunas necesidades del mercado sobrenatural. Por ello es tan importante en la fraternidad la formación, que descubre y desarrolla los valores personales, porque de ellos se enriquece lo común y se ofrece al mundo. La persona no se somete, por principio, a proyectos comunes rígidos que no tienen en cuenta la situación y capacidad de cada religioso. No es extraño, pues, que no tengamos grandes empresas evangelizadoras que con medios poderosos brillen en el universo eclesiástico. Con mucha frecuencia corremos el riesgo de personalizar la evangelización y poner en peligro la continuidad de cualquier obra franciscana, y, por otro lado, debilitar hasta extremos peligrosos la dimensión institucional de nuestras Familias.

La vida franciscana lleva a cabo la experiencia de fraternidad por las personas, en la parcialidad de las culturas y concretez de la historia de Jesús. No hay mediaciones universales ni ideologías que contengan toda la experiencia de la realidad. Ésta se vive en el segmento de una persona, de una Fraternidad, de una Provincia, de una Obediencia.

C) Nuestra fraternidad, mirada en su interior, también encara varios retos aún pendientes.

1.º Si vivimos, como hemos dicho, en el segmento de la persona, la Fraternidad, la Provincia y la Obediencia, también es verdad que la Familia franciscana posee una vocación universal. Nuestro estilo de ser o forma de vida no debe desfigurarse en los pueblos donde mantiene su presencia el Franciscanismo. La tendencia a valorar la persona y el fragmento de la realidad conlleva el riesgo de romper la forma común universal de pertenencia a un mismo carisma y venir de un mismo tronco. Podemos perder la visión del conjunto y disolvernos en la pequeña parcela donde estamos inculturados. Y así sucede muchas veces en las tensiones que ocurren en las relaciones entre individuo y Fraternidad, entre Fraternidad y Provincia, entre Provincia y Orden, y entre las diferentes Obediencias franciscanas. Esta tendencia a la desmembración termina en una debilidad fraterna y, por consiguiente, en la ausencia de los valores franciscanos que se explicitarían mucho mejor si fuéramos capaces de unirnos. Este es el reto. No podemos subsistir en Europa y en España con el estado actual de nuestras Provincias.

La desmembración actual entre Provincias proviene de épocas muy pasadas que respondían a otras dimensiones de la población de religiosos. Mantener esta estructura y división actual, con un número pequeño y disperso de formandos y formadores, engullidos rápidamente por las necesidades provinciales, supone impedir que nuestras fraternidades se enriquezcan con nuevos miembros que aportarían las experiencias creyentes nacidas en nuevos contextos culturales y con nuevas generaciones. El desafío está en formar jóvenes que pongan en relación el Franciscanismo con las situaciones sociales actuales. Y las generaciones no se componen con dos o tres jóvenes, sino con bastantes más y compartiendo la vida. Esto es posible en la actualidad si se divisa las Obediencias en conjuntos de Regiones, que no autonomías, por más que se adecuen a nuestra forma individual de percibir y experimentar la realidad. Morimos de viejos y de viejos hábitos de fe, misión y estructuras, incapaces de responder a los retos que nuestro mundo nos plantea en la evangelización. Seguimos mirando hacia otro lado mientras envejecemos, porque estamos a gusto y sin cambios en nuestras fraternidades y provincias de siempre, entre tanto ahogamos los destellos de los valores franciscanos que asoman en los jóvenes que viven aislados en las Provincias franciscanas. Con ello empobrecemos sobremanera las grandes misiones que aún mantenemos, aunque sea a base de agotar las fuerzas de nuestros religiosos. Esto es grave. Sin la unión, la oferta de valores franciscanos se roba a las generaciones cristianas actuales y futuras. Debemos recordar que el capital simbólico del cristianismo es impresionante: Jesús Resucitado; pero sin la Iglesia sería inoperante. Lo mismo nos sucede a nosotros: Francisco de Asís por sí mismo atrae a todos, pero sin nosotros no tendría incidencia real en los hombres.

Además, no podemos permanecer ajenos al problema del nacionalismo sin dar testimonio de que nuestra fraternidad es una fraternidad universal, que es capaz de relacionar los valores de las culturas y de compartirlos con hermanos y con gentes de nacionalidades distintas a partir de una única experiencia de Dios. Es decir, dar prioridad a ser franciscano (experiencia de Dios según la tradición franciscana) y franciscano andaluz o gallego o valenciano (cultura donde se vive y mediatiza la experiencia), a ser andaluz o gallego o valenciano, y encerrar en estas culturas exclusivamente el ser franciscano, prevaleciendo aquéllas sobre ésta. Por regla general, pensemos por ejemplo en América, los Franciscanos hemos sabido integrar la revelación de Dios en Jesús en nuestra experiencia creyente a lo largo de los siglos. Dios (universal) se ha ofrecido a sí mismo en una historia individual como es la de Jesús de Nazaret (particular). Y Dios (universal) sólo se ha puesto al alcance del hombre cuando ha hablado desde el mismo hombre (particular). Y, a la vez, Jesús, persona perteneciente a una cultura concreta, ha llegado a ser hermano universal y su vida ser válida para todos en el momento que Dios ha asumido su historia como historia propia al resucitarle de entre los muertos. Por lo mismo, los valores de nuestras sociedades son segmentos que tienen validez universal en el momento que se dejan asumir por la experiencia creyente que identifica al Franciscanismo a nivel universal, y precisamente es esa experiencia divina que vivimos la que avala y valora nuestra peculiar cultura, desterrando todo lo que no es de Dios, es decir, lo que destruye al hombre. Y, a la vez, el Franciscanismo, como transmisor de la experiencia creyente, sólo puede dejarse oír en la medida que habla desde una cultura particular. Por eso, como diremos más adelante, nosotros crecemos en la medida que nos encarnamos en las culturas, y nuestras Obediencias viven en los segmentos llamados «provincias». Nuestra experiencia divina nunca admitirá y comprenderá un Dios que hable de una forma intemporal e inespacial a los hermanos de todos los tiempos y de todas las tierras, ni nuestras órdenes podrán gobernarse desde un despacho que dicte obediencias a los religiosos como si fueran soldados de un ejército o peones anónimos de una empresa multinacional. La riqueza de la experiencia de fe vivida en fraternidad debe ajustarse a los valores de la propia cultura, y ésta, por la experiencia de fe, debe estar abierta para poder relacionarse con las demás, evitar la absolutización de su sentido de vida, confirmar sus valores desde Dios y ser portadora de la salvación humana. Este desafío no lo solemos hacer con voces públicas que extiendan a todos los vientos nuestra visión de la vida, que también, sino a través de nuestro testimonio de vida fraterno y de las comunidades creyentes a las que asistimos en su proceso de maduración humana y cristiana.

2.º Otro reto importante es la dimensión cultural de nuestras Obediencias. En primer lugar entiendo por cultura todas las tradiciones, desde el lenguaje hasta las expresiones antropológicas, sociales y religiosas, que dan sentido a los pueblos. Por consiguiente, el Franciscanismo si no crece se empobrece. Aleja de sí la posibilidad de enriquecerse en los procesos de inculturación que lleva a cabo cuando encara la inserción en los pueblos aún por evangelizar o en las nuevas generaciones de nuestra sociedad occidental. Por otro lado, se anula la capacidad de enriquecer al cristianismo si no le da el sesgo especial de nuestro carisma cuando se funda una iglesia o cualquier grupo de compromiso cristiano. Compruébese la cantidad de comunidades cristianas o no cristianas que luchan en los ámbitos de la defensa de la naturaleza, de la justicia y la paz, y en donde no se oye voz alguna franciscana.

En segundo lugar, la cultura, entendida como objetivación de fe, es muy floja en las diversas Obediencias. Aquí no vale invocar a Francisco para orillar el esfuerzo intelectual, o apelar a la pobreza para impedir tener los medios necesarios para formarse bien. Empleamos mucho trabajo y dinero en cosas más accidentales de nuestra vida común. En tiempos pasados hemos padecido la tensión que nace entre el estudio y el estilo de vida pobre y humilde que sigue a Jesús crucificado (CtaO 51; 1 R 1,2). No hay duda que Francisco prescinde de los estudios entendidos como instrumentos de poder social en su tiempo. Lo que pretende es «tener la mente y el corazón vueltos a Dios» (1 R 22,19-25) y ser testimonio de Jesús, como hemos dicho. Aquí se encuadra la frase de que los hermanos que no saben «letras, no se cuiden de aprenderlas» (2 R 10,8). Pero también es indudable que Francisco defiende la formación para los que predican (CtaAnt 2; cf. LM 11,1) y acoge con gozo a las personas sabias en la Orden (1 Cel 57). Francisco no es un fundamentalista ni quiere que sus hermanos sean fundamentalistas ignorantes al servicio de un amo para que se adueñe de sus vidas. Él favorece la radicalidad del Evangelio, y es cierto que sobre esto no da pie a diálogo alguno (Test 15). Pero también es verdad que apoya la formación global, humana e intelectual, para que la Orden cumpla una función válida en el seno de la Iglesia y para beneficio de todos. Recordemos lo del Testamento: «Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen...» (Test 20-22). En nuestro caso esto no es ser un temporero inexperto actual. Es una actitud seria de responsabilidad social.

En tercer lugar, ni el trabajo manual ni el intelectual, para los cuales se necesita el esfuerzo de la formación, reemplaza ni sustituye la experiencia de Dios, y menos da lugar a la fe, con cuya vivencia nos introducimos en su ámbito, es decir, en el ámbito de Jesucristo. Y al revés, la experiencia de fe no transmite los medios para objetivarla y hacerla válida a los demás. Con todo, es un reto nuestra forma de afrontar los estudios ante la sociedad actual, que mide sus esfuerzos por la productividad y eficacia, dejando al margen si los estudios hacen al hombre más persona y más persona creyente. Los estudios son un medio de la fe y de la madurez humana cuando objetivan la experiencia creyente y preparan a los Hermanos para ser buenos y hacer el bien (Buenaventura, Epistola de tribus quaestionibus, 12). Aquí viene al pelo este párrafo del Doctor Seráfico: «Por eso invito al lector al gemido de la oración por medio de Cristo crucificado, cuya sangre nos lava las manchas de los pecados, no sea que piense que le basta la lección sin la unción, la especulación sin la devoción, la investigación sin la admiración, la circunspección sin la exultación, la industria sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia, el espejo sin la sabiduría divinamente inspirada» (Itinerario, Prólogo, 4). Recordemos la palabra paulina epígnosis, que es un conocimiento de la voluntad divina que implica atenerse a dicho conocimiento por medio de una conducta que es coherente con dicho conocimiento. Es distinto a la gnosis, conocimiento, pues en nuestro caso inteligencia y existencia van unidos en orden a describir la conversión por la fe cristiana para que produzca frutos de amor (Rom 1,28; Col 1,9-10; 3,10; 1 Tim 2,4; etc.).

Si esto es así, nunca los estudios constituyen una ideología por la cual se justifiquen actitudes y posturas egoístas o fundamentalistas, o puedan romper la fraternidad franciscana. La Orden de los Menores siempre ha crecido cuando se ha insertado en una cultura, y se ha roto cuando una concreta interpretación del Evangelio o la Regla se ha convertido en un fundamentalismo irracional o en una ideología con pretensiones de absoluto. Los Franciscanos no elevamos a categoría de creencia ningún sistema de pensamiento y menos lo retenemos como verdad eterna. Todos los paradigmas mentales son válidos si nos hacen buenos, y con ellos hacemos el bien, y no son válidos si nos alejan del amor.

3.º- Lo que hemos propuesto como retos de la fraternidad franciscana a la Iglesia y a la sociedad actual dista mucho de ser plenamente realidad en nuestras fraternidades. Pero tampoco esto nos debe preocupar en exceso. En el Franciscanismo no existe como suprema aspiración alcanzar el perfecto cumplimiento de las reglas y estatutos. La perfección pertenece a Dios y nosotros participamos de ella cuando la divisamos en el horizonte como una meta a alcanzar por medio de un seguimiento, un camino, que es el que recorrió Jesús, que es don de Dios y esfuerzo personal y fraterno. La fraternidad es un don, que se recibe y acoge, y nos esforzamos en llevarla a puerto por el poder de Dios tras las huellas de Jesucristo. La fraternidad, pues, es un proceso, una esperanza, una perspectiva de futuro. Pero también es verdad, y no debemos olvidarlo, que la esperanza se fundamenta en datos reales que hacen creíble su existencia plena en el futuro. Y la esperanza se actúa practicando las cuatro claves de la comunidad cristiana primitiva que transmiten los Hechos en un contexto muy distinto al monástico de la época de Francisco: la escucha de la Palabra, la oración, la eucaristía, la ayuda mutua (Hch 2,42); o los consejos evangélicos de la obediencia, pobreza y castidad; o la rica tradición franciscana que arranca de Francisco y abarca ocho siglos de historia en el seno de la Iglesia, donde se acentúa el amor mutuo (Jn 13,54; cf. 1 R 11,6), el servicio fraterno como significado de la obediencia (Rom 12,1-20; 1 R 5,10 ss.), la honra recíproca (Gál 5,13; cf. 1 R 11,7-8), el lavarse los pies unos a otros (Jn 13,14; cf. 1 R 6,3-4), etc.; en definitiva, reproducir la actitud de Jesús para con sus discípulos, que no vino «a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28; cf. 1 R 4,5-6).

Duccio di Buoninsegna: Cristo se despide de los Apóstoles

3. EVANGELIZACIÓN

No distinguimos, como se hace en la vida religiosa, entre identidad y misión, o entre la fraternidad y la misión o misiones que llevamos a cabo. No está dentro de nuestra concepción creyente separar estas dimensiones de la fe, ya que percibimos a la persona de una forma distinta a la sustancia y a la subjetividad, en contraposición a la existencia y a la objetividad, como hemos expuesto más arriba. Descartemos, pues, un espacio interno y otro externo en nuestra vida; o un tiempo dedicado a la individualidad y fraternidad y otro a la misión. Nos hacemos y somos en la relación de Dios, tanto en el lugar y en el tiempo fraterno, como simultáneamente en los espacios evangelizadores. Por eso señalamos, más que campos de misión, un estilo de ser franciscano en la evangelización.

No debemos olvidar la comprensión de evangelización que propone la Evangelii nuntiandi. Evangelizar no es sinónimo de la actividad pastoral. La Iglesia se define a partir de la misión de Jesús, por tanto, lo primordial para ella es evangelizarse a sí misma, y en la medida que se evangeliza puede continuar el ministerio de Jesús (EN 15). Es decir, el testimonio es el motor de toda misión pastoral, ya que ésta no tiene su origen en la Iglesia, sino en Jesús.

Partimos de tres certezas de Francisco. Al ser Dios la Bondad absoluta, Francisco concluye que todo es amor, porque todo viene de Él e ilumina a todas las criaturas: «[Padre nuestro] que estás en los cielos; en los ángeles y en los santos; [...] inflamándolos para el amor, porque tú, Señor, eres amor; habitando y llenándolos para la bienaventuranza, porque tú, Señor, eres sumo bien, eterno, del cual viene todo bien, sin el cual no hay ningún bien» (ParPN 2). Si el amor abarca toda la realidad, Francisco experimenta a Dios como belleza, gozo y alegría, que le conduce a una relación con la creación como admiración, contento y alborozo (AlD 4). Esto entraña un vacío de sí que remite a la kénosis del Hijo de Dios (Flp 2,7). Francisco rompe con los intereses vitales para dar paso a Dios en sus relaciones. Como el Verbo se despoja de sí para dar paso al hombre, a fin de que las dos realidades se conozcan y puedan entrar en comunión. La base de la Kénosis en Francisco es Dios-Amor, el itinerario es Jesús de Nazaret, el espacio toda la creación, el lugar desde donde evangeliza la Iglesia y el marco es la simplicidad y la pobreza. Como bien comprende Buenaventura: «La contemplación no puede existir sino en la suma simplicidad; y la suma simplicidad no puede existir sino en la máxima pobreza; y ésta es de esta Orden» (Hexaémeron, col. 20, n. 30).

La segunda certeza es el testimonio, que se enraíza en la experiencia de fe y se explicita en sus contenidos. Francisco dice en la 1 R 17,3: «Que todos los hermanos prediquen con las obras». Obras es igual a vida, la cual es en sí misma evangelizadora. En la CtaO 9 especifica Francisco: «...Pues para esto os ha enviado al mundo entero [el Hijo de Dios], para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz...». Se nos envía a todo el mundo para que por medio de la palabra y las obras, es decir, la vida fraterna, demos un testimonio, que es el contenido de nuestra evangelización. El contenido es Jesús, la Palabra eterna del Padre que se hace visible en la historia (Jn 1,14). Los Franciscanos somos testigos de dicha Palabra de Dios. La actitud que se deduce es la de la escucha, la de percibir a Jesús como Palabra de amor que el Padre nos dirige personal y comunitariamente. Esto conlleva el ser evangelizados, sentirnos cambiados por Dios y ser introducidos en la novedad de su vida, pues de esta novedad de vida somos testigos. Y lo desarrollamos siguiendo a Cristo pobre y crucificado, como se afirma en 1 R 14,1-6 cuando Francisco precisa el ir por el mundo cumpliendo los consejos de Jesús en la misión de los doce (Lc 9,3) y de los setenta y dos (Lc 10,4-7; cf. 1 R 16; 17,5-9; 2 R 3,10-14).

La tercera certeza es que la fraternidad está presente en todo el mundo y, en cuanto tal, no tiene fronteras. Vivir en un lugar y participar de la vida de los pueblos son presencias que traslucen un testimonio, que ya de por sí es evangelizador, sin buscar con ansiedad qué se hace y para qué trabajo estamos ahí, y aún menos valorando el trabajo por la productividad. El sentido de la presencia es el testimonio de amor, no la acción, y el amor puede producir o no producir, ser efectivo o no efectivo, lo que hace siempre es personas y personas felices. De esta forma la presencia franciscana puede justificarse en cualquier parte: en Tierra Santa y Marruecos, con escasos resultados en su evangelización, o en las favelas de Brasil, haciendo personas de niños sin futuro. La experiencia de un Dios universal y bondadoso no conoce límites, ni en el campo de la realización personal ni en el social. La misma actitud con la que se convive en fraternidad y con las personas es la que nos relaciona con las culturas y con la naturaleza. Es el mismo amor de Dios el que llama al individuo a la vida, le incorpora a una vida en fraternidad y establece el hábitat para que sea posible. Cada realidad, a su nivel, es vestigio, imagen y semejanza de Dios (Buenaventura, Sobre la ciencia de Cristo, c. 4 sol.; Itinerario, c. 1, n. 2; Breviloquio, p. 5, c. 1; etc.).

Presentes en el mundo, testigos de una Palabra que escuchamos y de una nueva vida, los Franciscanos actuamos dentro de la historia. Esta acción, acorde con nuestro sentido de vida, recoge las esperas de los hombres y las introducimos en la historia de la esperanza cristiana. Como hemos afirmado, nada ni nadie nos es ajeno ni debe ser desconocido. Toda la creación es objeto de nuestro trabajo. Pero también es cierto que existen prioridades evangelizadoras que dimanan directamente de la vida de Jesús de Nazaret y de la voluntad de Francisco, pues conforman nuestro estilo fraterno de vida y han encontrado siempre en la Iglesia su apoyo y bendición. Me refiero a la evangelización de los marginados con medios pobres, es decir, con la relación personal como primera medida de la misión. Es una consecuencia del testimonio como prioridad evangelizadora.

A) Los pobres, los pequeños, los pecadores, los diferentes. Poco antes de morir, cuando Francisco hace recuento de sus actitudes y actos y da una mirada retrospectiva a su vida, es curioso que sean Dios y los marginados lo primero que le viene a su memoria: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia; en efecto, como estaba en pecados, me parecía muy amargo ver los leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia» (Test 1-2). Francisco vive a un Dios cristificado, y de la misma forma entiende a los marginados, es decir, cristificados, porque Jesús fue humilde y pobre. Así justifica nuestra misión: «Y deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y los débiles, y con los enfermos y los leprosos, y con los mendigos en los caminos» (1 R 9,2; cf. Test 3). Y no nos debe extrañar el situarnos en este mundo, porque la Orden está fundada sobre la pobreza y humildad de Cristo: «...Francisco se fundamentó a sí mismo y fundamentó la Religión sobre piedra firme, es decir, sobre la excelsa humildad y pobreza del Hijo de Dios, llamándola Religión de los Hermanos Menores» (LP 9; cf. 1 R 7,2; 1 Cel 37; LM 7,9; EP 44; etc.). Los Franciscanos, al ser una comunidad de pobres, aseguramos la sintonía con los marginados, como sucedió con Jesús.

Cuando decimos «pobres» indicamos una situación humana que tiene muchas modalidades, que cambia con el paso del tiempo. Fijémonos, por ejemplo, en la actuación de Jesús con los pobres de su tiempo.

1.º Jesús se dirige a los pobres como pertenecientes a su propio ámbito. Él abre a Dios a los pobres (ptochói); es para los pobres. Jesús proclama que el Reino futuro transformará las condiciones de los hombres que sufren cualquier tipo de marginación. Pero la actuación de Jesús no se ciñe sólo a anunciar la bienaventuranza futura de los pobres, sino que, en una situación vital concreta y una experiencia de Dios única, les hace presente el mensaje de bondad y vida, y el Reino queda contextualizado y comprendido por los que pertenecen a este ámbito histórico de la marginación. Son los pobres a los que se les anuncia la Buena Nueva y a los que se les destina el Reino (cf. Lc 4,18; 6,20; Mt 11,5).

2.º Pero a éstos se une otro grupo social especialmente querido por Jesús. Son los pequeños (mikrós), los más pequeños (elachistós), los modestos (prays), en definitiva, los sencillos y humildes (tapeinós). Según la tradición son los apacibles, mansos, insignificantes o inferiores, que muestran una peculiar fe en Dios que castiga a los soberbios y ensalza a los humildes, y que Jesús los relaciona con la venida del Reino (Lc 1,38.48.52; Mt 11,28-30). Supone vivir bajo el paraguas de Dios, situar el corazón en Él, rendirse a Él.

3.º También los pecadores (hamartolói) son predilectos. Como pecador se comprende al injusto, perverso, mentiroso, etc.; en su conjunto implica quebrantar el orden de la creación impuesto por Dios (1 Sam 3,13-14). El pecador deambula como extraño, o habita alejado del pueblo y, por ende, de la salvación. Por eso se les unen los paganos (ethne), que forman un grupo de exclusión dentro del ámbito salvífico yahvista.

Por consiguiente, no existe dentro de este nivel sociológico de los pobres grupo alguno en el que se mire especialmente a Dios. Es una categoría humana que ciertamente tiene una ubicación sociológica, pero es mucho más amplio que el que define la carencia de bienes materiales. Pues bien, todo este mundo del tiempo de Jesús, como el simbolizado por los leprosos en tiempos de Francisco, también lo podemos identificar fácilmente en nuestra sociedad actual, porque «a los pobres los tenéis siempre entre vosotros y podéis socorrerlos cuando queráis» (Mc 14,7). Por tanto, es una dimensión humana que cambia según regiones, según generaciones. Lo importante es que no se absolutice ninguna de ellas, y se esté abierto constantemente a ellos, porque los Franciscanos somos así. La solidaridad, pues, con la pobreza es una cuestión que afecta interiormente a la fraternidad y determina la misión.

Pero la consecuencia de esta solidaridad como la dimensión de pobreza de la creación es no olvidar la finalidad de la misión: restituir la vida, humanizarla, que, en nuestro credo, significa divinizarla. Quiero decir que nuestra pobreza con la que nos unimos a los pobres manifiesta que todos los bienes son propiedad de Dios (1 R 17,5-9). De aquí procede el desarraigo de todo bien y, por tanto, el no tener apoyo en cosa alguna, sino en Él. Esto, que proviene de un proceso creyente intenso y radical, nos encamina a una búsqueda incesante para hacer partícipes a todos de unos beneficios que, al pertenecer a Dios, corresponde disfrutarlos a todas sus criaturas. Esta misión, nada fácil en la mentalidad de la propiedad, de los derechos individuales y colectivos y del consumo de toda clase de bienes, sólo se puede mostrar con el testimonio fraterno. Repito otra vez que la evangelización nace del testimonio de la fraternidad e incluye el mismo movimiento humano, sin separar lo interno y externo de nuestra vida. Con esta experiencia, la vida se vuelve acción de gracias y cada persona y pueblo se puede reconciliar consigo mismo cuando busca y se responde a sus aspiraciones con la conquista de ser personas, de ser humanos, en la dimensión de la relación de amor, que no de simple tenencia de cosas. Es más, la perspectiva de la creación cambia. No es una lucha del tener más y más, que conduce a las guerras y a la muerte, sino encaminar a la gente a ser más humanos, descubriendo las huellas de Dios que hay en cada uno y en la naturaleza creada. ¡Cuántas veces nos han evangelizado los pueblos de África y América, que con pocas cosas mantienen una relación humana muy rica y variada

B) Un reto fundamental que se nos presenta a los Franciscanos es la integración de los seglares en nuestro ámbito testimonial fraterno. Es evidente el debilitamiento de la Orden Franciscana Seglar. No entramos en las causas, que recorren un camino que va desde la crisis de identidad del Franciscanismo hasta la pérdida de los campos de acción que tradicionalmente han tenido, como son las obras sociales y las devociones religiosas, asumidas por la responsabilidad de los Estados u otras organizaciones laicales eclesiásticas, lo que ha puesto de manifiesto una falta de adaptación a las transformaciones sociales actuales. La solución a esto ha sido la más fácil vista desde la vagancia y la irresponsabilidad: clausurar la OFS por decreto, o dejar que se extinga por sí misma.

Las razones de la existencia de las fraternidades seglares franciscanas son las mismas que justifican la existencia de los Franciscanos y Franciscanas de las diversas Obediencias en la Iglesia y en el mundo. Es concebir y vivir la fraternidad seglar en sí misma con las coordenadas que venimos describiendo para los religiosos. Los seglares franciscanos no entran dentro del cristianismo de masas o el llamado cristianismo sociológico. El sentido de la vida nacido de la experiencia de Dios de Francisco es idéntico para todos, aunque se concrete en diversos estados o formas de existencia que ampara cualquier grupo humano. El debilitamiento o fortalecimiento de nuestra identidad corre parejo para todas las formas de configurarse el carisma de Francisco, las denominadas Primera Orden, Segunda Orden y Tercera Orden. Las razones que hemos aducido para existir y dar razón de nuestra esperanza fundadas en la fraternidad son válidas para todos. Si estamos convencidos de esto será sencilla la adaptación a la vida laical y a su situación y contexto que entrañan en cada región. Por tanto, lo primero que hay que dilucidar sobre los seglares franciscanos es su opción vital franciscana, y después, por el testimonio de vida fraterna, qué misión desempeñan en las Obediencias, en la Iglesia y en el mundo. No es lo que sucede en las organizaciones seglares que existen en otras instituciones religiosas y en las parroquias, pues lo que las distingue es su misión y la misión las identifica cristianamente en la sociedad. Repetimos: los Franciscanos se nos reconoce por la forma de vida evangélica, la experiencia del Dios de Jesús y su repercusión en la vida personal integrada en una fraternidad con unos contornos de minoridad bien precisos.

Esto lo podemos mostrar con los mismos escritos de Francisco. La fascinación que provoca Francisco con su austeridad de vida y predicación penitencial atrae a muchos seguidores, que por mil causas no pueden integrarse en su régimen fraterno (cf. 1 Cel 37; Flor 16). Y Francisco les enseña en las dos redacciones de su Carta a todos los Fieles el mismo sentido de vida que está impreso en la 1 R y 2 R para nosotros. La primacía de Dios (vv. 4-11; cf. 1 R 22,19; 23,1-4; 2 R 2,1.16; 5,1); la centralidad del Evangelio y el camino de Jesús (vv. 3.5.14.23.56; cf. 1 R 9,5; 22,41; 23,3.5; 2 R 1,1), el amor del Espíritu (vv. 54-60; cf. 1 R 23,5); es la triple relación divina a la que se debe adorar y alabar (vv. 18-21.61-62; cf. 1 R 17,18-20; 22,26) en un contexto litúrgico (vv. 22-24.33-35; 1 R 3; 2 R 3) y que motiva la conversión y vida de penitencia (vv. 25.37.40.46; cf. 1 R 22,5-9; 2 R 2,2-5), cuya máxima expresión es el amor a todos, incluso a los enemigos (vv. 26-27.38; cf. 1 R 22,1-4; 2 R 10,10), y que deriva en comportamientos morales bien precisos como el no juzgar (vv. 28-30; cf. 1 R 4,4; 2 R 2,17; 3,10), dar limosna (vv. 30-31; cf. 1 R 9,9), ser misericordiosos (vv. 42-43; 1 R 4,6; 5,9-11; 2 R 10,5-7), etc.

C) Uno de los contenidos del testimonio evangelizador de nuestras fraternidades es la paz. Francisco describe la figura franciscana del evangelizador con la pobreza y ser portadores de paz, siguiendo a Jesús (1 R 14,1-6; cf. Lc 9,3; 10,4-7). Es más: la misión de paz tiene el mismo rango para Francisco que la forma de vida evangélica que adopta como configuración para la Orden. En el Testamento v. 15 dice: «El Señor me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio». Poco más adelante, v. 23, afirma: «El Señor me reveló que dijésemos este saludo: El Señor te dé la paz.» Revelación (apokal'yptein) es quitar el velo; es la manifestación del rostro de Dios a los hombres para que le veamos y compartamos su vida. En este caso Dios es la paz; paz que es la relación de amor que nos ha llamado a la existencia; relación de amor que transmite su vida y es la posibilidad que nosotros tenemos para existir y desterrar la violencia como causa de la muerte.

Por consiguiente, la paz es una manifestación de la voluntad de Dios para Francisco, por ello es un hecho inamovible para la vida y misión Franciscana. La experiencia de la paz nace de Dios, que no exclusivamente de la necesidad de los hombres para convivir. Por tanto para Francisco se inscribe en la experiencia creyente. Nuestra misión de paz se concreta en la relación que debemos establecer entre nosotros y entre los hombres. La paz, pues, encierra la disposición que se debe mantener con los hermanos que forman la fraternidad: «Y todo el que quisiere hacerse mayor entre ellos, sea su ministro (cf. Mt 20,26) y siervo; y el que es mayor entre ellos se haga como el menor (Lc 22,26). Y ningún fraile haga mal o hable mal al otro; sino más bien, por la caridad del espíritu, voluntariamente se sirvan y obedezcan unos a otros (cf. Gál 5,13)» (1 R 5,11-13; cf. 4,6; 7,1-2; 2 R 10,6).

Francisco dice y manda a sus seguidores también: «Cuando van por el mundo, no litiguen ni contiendan con palabras (cf. 2 Tim 2,14), ni juzguen a los otros; sino sean apacibles, pacíficos y moderados, mansos y humildes, hablando a todos honestamente, según conviene» (2 R 3,10-11; cf. 1 R 11,9-12). Esta actitud, siguiendo el ejemplo de Jesús, lleva consigo el amor a los enemigos: «Amar a los que nos persiguen y reprenden y acusan, porque dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen y calumnian (Mt 5,10)» (2 R 10,10; cf. 1 R 14,4-6; 22,1). Por eso, es lógico que los hermanos eviten la ira, o el juicio sin misericordia, y den siempre el perdón a los que les injurien, lo cual exige la compostura del siervo que sufre la violencia sin merecerla ni contestarla y la forma de vida histórica de ser menores y serviciales para con todos: «[Los frailes] no hagan litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios (1 Pe 2,13) y confiesen que son cristianos» (1 R 16,6).

La paz comporta, al menos, tres tareas para Francisco y para nosotros, que constituyen dos bases fundamentales para ser humanos: la justicia, la libertad; y cerrar las heridas de las guerras de nuestra sociedad occidental, lo que postula la reconciliación.

1.ª Para que exista la paz es necesaria la justicia. Creo que la cultura occidental posee muchos mecanismos legales e instituciones sociales para la distribución justa de las riquezas a fin de alcanzar la mayor igualdad entre los trabajadores y la reivindicación justa del trabajo y de la responsabilidad social que merece cada persona, además de la defensa de la igualdad de oportunidades entre todos los miembros que componen la sociedad. Los Franciscanos podemos exigir el cumplimiento de tales leyes o denunciar a los movimientos sociales para que se cumpla lo que está establecido y se legisle contra las nuevas situaciones de injusticia. En todo caso, la sociedad occidental es autónoma en este menester y ella es la que debe resolver los conflictos. Lo que nos pertenece es hacer memoria de que la justicia se cumpla y recordar que es también un don, porque por más exigencias y leyes que se confeccionen, jamás se alcanza la perfección en este ámbito. La trampa, la mentira y el abuso es moneda corriente en nuestra sociedad y en los Palacios de justicia. Por ello, también hay que remitirse a Dios para su cumplimiento. Y no porque sean creyentes los agentes de la justicia y puedan arrepentirse después de la confesión de sus faltas. Quizás sea lo último que se les pase por su cabeza. Pero hay que proclamar que la justicia es justicia de Dios para todos, porque el universo es propiedad de Dios, porque es su Creador. Todos los bienes pertenecen a Dios y los distribuye según su voluntad (2 Cel 77). Si Dios se revela como Creador, Padre y Providente, los hombres forman una única familia o fraternidad (1 R 5,12-15; 7,15; etc.), y pueden usar y tienen derecho a todos los bienes de la tierra y, además, se deben ayudar unos a otros para cubrir todas sus necesidades (1 R 9,10-12). Esta es la raíz de la justicia; es la que debemos vivir en nuestras fraternidades y ofrecerla al mundo como fundamento. Como no exista esta base, toda justicia se pudre y se termina con la violencia de las armas y la «justicia» (?) que imponga el poderoso de turno.

2.ª La Libertad. Francisco vive la libertad al desligarse de las cosas (1 Cel 93). Este distanciamiento obedece a la intención de mantener con ellas una relación amorosa y no de poder, o uso indebido, o de alejarse de las vicisitudes del mundo. Él se libera de las ataduras paternas y del dinero (TC 6; 1 Cel 43) por su religación a Dios. La liberación de las cosas es fruto de la presencia de la relación de amor que Dios mantiene con él (2 R 2,7-8). Por ello Francisco se capacita para elegir y se faculta para construir y recorrer su propio y específico proyecto vital. La libertad modela a Francisco cuando va asumiendo los valores que le cristianizan y humanizan al superar las esclavitudes que transmite su propia condición de ser contextuada históricamente: «...con los muchos combates ha adquirido un aspecto más alegre; las injurias han fortalecido su ánimo; y, caminando libre por todas partes, procede con más magnanimidad» (1 Cel 13).

Este es el camino de Francisco, que Occidente enarbola como el hombre más libre que ha habido. Nosotros podemos proponerlo como desafío a nuestra sociedad, que retiene la libertad como su máxima conquista o aspiración. Pero la autonomía, la capacidad de elección, el sentido de la vida terminan en un cuarto nivel que es el específico franciscano. Sigamos leyendo la vida de Francisco. Sabemos que el amor de Dios y a Dios de Francisco origina su desprendimiento y pobreza. Dicha pobreza no se puede medir por una norma económica, sino de actitudes, y, más que de actitudes, de sentido de ser y existir, es decir, de Kénosis, con el significado de dominio de sí, sufrimiento y estar disponible para todo y para todos. La libertad entonces es para Francisco capacidad de amar sostenida en la confianza en Dios, que lleva consigo la extrema renuncia a los legítimos proyectos personales (cf. 1 Cel 1; TC 7-8). La libertad como amor sería uno de los mayores mensajes que podríamos ofrecer justamente a la cultura de la libertad occidental.

3.ª La reconciliación. No hay que demostrar que vivimos en una situación de violencia, que abarca muchas relaciones personales, sociales, nacionales e internacionales. Lo que se propuso en su día España y Europa después de las guerras del siglo XX es aprender a convivir, porque el silencio y el olvido no solucionan nada.

Decimos, en primer lugar, que la reconciliación indica que la violencia perpetrada contra los demás tiene que superar sus consecuencias. La sangre derramada clama, no la venganza, sino la justicia. Sabemos que la modernidad es insuficiente para superar la violencia por el uso absoluto de la razón y de la subjetividad, pues éstas no bastan para restañar las heridas de la violencia, que divide y enfrenta a las personas y sociedades. La paz entonces se presenta como reconciliación entre el verdugo y la víctima y las consecuencias que conlleva la muerte en el entorno de la víctima. No es sólo la persona que muere la que clama justicia; es la sociedad que, ante la pérdida indiscriminada de sus miembros, necesita rehacerse. La solución de todo esto pasa por eliminar aquellas instancias que han provocado que existan verdugos y víctimas. Es crear las condiciones de vida donde las relaciones humanas sean posibles por el reconocimiento al derecho de vivir de todos y cada uno de los componentes de cualquier sociedad. Y la fraternidad en sí misma es el mejor testimonio que podemos dar ante este derecho a la vida.

Hay que advertir que para hacer justicia a las víctimas y reconciliarse con ellas es esencial devolver lo que se ha robado. Muchas culturas e instituciones sociales se enquistan en sus procesos humanizadores porque no encuentran un lugar de reconciliación al verse imposibilitadas para restituir la vida. Y la reconciliación real y afectiva pasa por ahí. No basta con evitar futuras injusticias, ya que la memoria de las anteriores minará los procesos de acercamiento mutuo y de una paz estable. Sucede lo que tantas veces se escucha en los familiares de las víctimas: «Sólo perdonaré cuando me devuelvan a mi hijo, o a mi marido, o a mi familiar, o a mi conciudadano». Entonces, o se abre la cultura a un Dios que salve lo que la historia ha orillado injustamente, sin justificar nunca lo que la ha provocado, o no se dará ni el cierre de las heridas, ni la credibilidad y potencia para crear y asegurar que no vuelvan a producirse situaciones que sean origen de divisiones y violencias. Y esto vale tanto para las situaciones sociales como para las personales. La reconciliación tiene su base en la actitud creyente que remite a un Dios que perdona a los verdugos y puede devolver la vida a las víctimas. Y Él lo sabe muy bien, porque su Hijo fue una víctima que padeció la violencia de los verdugos. Y fue Él quien resucitó a la víctima y perdonó a los verdugos sin asomo de venganza después de la Pascua. Nuestra vida franciscana debe ser testigo de este Dios que perdona y restituye la vida.

En segundo lugar, la reconciliación también abarca otras aspiraciones. La reconciliación entraña un campo más amplio que la simple superación de preocupaciones internas, o a alcanzar equilibrios pacíficos a partir del miedo común a la destrucción, por simple educación. Nosotros debemos mostrar otro camino de reconciliación. Jesús y Francisco no funcionan por miedos ni por los estilos impersonales de la buena sociedad y la diplomacia, sino por el empeño en recuperar la inocencia primera de la creación o en hacer presente en la historia la paz prometida al final de la historia, y por la asunción y vivencia de los valores personales y comunes que conducen a descubrir y tomar conciencia de la armonía básica que existe entre todas las criaturas. Aunque ello suponga para muchas colectividades la renuncia a ciertos derechos, para que accedan al mínimo vital los pobres y divulguen al mundo que el pecado está acechando a la puerta como fiera que te desea, y a quien hay que dominar (Gén 4,7). Esto engloba desenmascarar los actos, los hábitos y las instituciones fratricidas, escondidas, en cuanto adaptadas a las necesidades de las sociedades, como es la ley de la productividad, o de la competencia, o del poder social, o manifiestas, en cuanto son poderes que no son tan fáciles de sacudirse por los beneficios que generan para mucha gente, como, por ejemplo, el comercio de armas, emigrantes y niños, el tráfico de drogas, etc.

En tercer lugar, reconciliar es aprender y enseñar a convivir. Lo primero que debemos enseñar a todos es tener el coraje de reconocer la propia culpa y tomar conciencia de que se están haciendo mal las cosas. Para esto hay que romper la impermeabilidad del corazón, que nos hace insensibles a los sufrimientos de los demás. Además hay que descubrir la propia mentira de la vida, que se recubre de mil caretas que hacen imposible el acceso a la interioridad, tanto en lo referente a la misma persona, como en lo referente a Dios y a los demás. Y ello es muy importante, porque cuando se es consciente de la situación de pecado, en ese preciso instante se experimenta el perdón. En estas situaciones es donde se revela Dios con las dimensiones de amor misericordioso. Aquí resplandece la impresionante personalidad divina que evita que la persona, al sentirse culpable, caiga en la desesperación y huya de la vida, ya que Dios es el que hace que perciba el don de la reconciliación (cf. 2 Cor 5,18-19). Por último, aprender a dialogar, pues con el diálogo conocemos la existencia del diferente, lo reconocemos en sus valores y podemos compartir la vida.

CONCLUSIÓN

Todos estos retos y desafíos podemos resumirlos en que los Franciscanos seamos custodios de la esperanza cristiana. Una de las recomendaciones que Pablo VI dirigió al Capítulo General OFM de Madrid, celebrado en 1973, fue precisamente éste: «Aunque no falten la fragilidad y la malicia humana, por vuestra parte acentuad el bien y tratad de promoverlo, de manera que por fin, en todo y en todos, ocupe el primer puesto y brille la esperanza del mundo futuro, que es propia y peculiar de los discípulos de Cristo (1 Test 4,13). ¡Sed, pues, en el mundo custodios de esta esperanza» (Selecciones de Franciscanismo núm. 6, 1973, 231-232).

La esperanza cristiana incluye alcanzar progresivamente los objetivos que lleva consigo la humanización de los pueblos en la perspectiva cristiana, que arranca de la defensa de toda vida en la tierra y que cada ser cumpla la finalidad por la cual lo ha creado Dios. Los Franciscanos debemos defender toda legítima aspiración de cada pueblo, de cada persona. Y lo hemos descrito en parte en las páginas anteriores.

Pero ser custodios de la esperanza cristiana lleva consigo, sobre todo, orientar nuestra vida y la historia hacia Dios, el único que puede valorar en plenitud la existencia de cada ser, por minúsculo que sea. Repetimos la cita de Francisco (1 R 23,9): «Ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra cosa queramos, ninguna otra cosa nos plazca y deleite [...] sino a Dios, que es pleno bien, todo bien...». No desear otra cosa en la vida sino a Dios, no quiere decir la negación de los bienes, como si Dios fuera el máximo bien entre las cosas preciosas de la vida y comprendido en continuidad esencial con ellas; o fuera un bien que viene a completar las bondades que se adquieren a lo largo de la existencia, pues el tener todos los bienes en esta tierra no implica necesariamente la plenitud del bien. Dios es Él, y ante Él sólo vale una actitud de acogida desinteresada que da paso al ser de la bondad gratuita por antonomasia. Quizás sea éste el reto que nos presenta la Iglesia y el mundo, y lo que realmente podamos ofrecer como ruptura de nivel de toda la historia humana para que alcance su objetivo final.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXXII, núm. 95 (2003) 250-279]

 


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