DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana


BURGUESÍA Y FRANCISCANISMO EN LA EDAD MEDIA

por Jacinto Fernández-Largo, OFM

 

[Texto original: Burguesía y franciscanismo en la Edad Media, en Selecciones de Franciscanismo, vol. VIII, núm. 24 (1979) 433-454; en Verdad y Vida, vol 38, núm. 149-150 (1980) 47-74]

La personalidad de Francisco de Asís es compleja. Simbiosis entre contorno y dintorno, como cualquier historia humana, necesita que nos aproximemos a ella recreando en lo posible el mundo en que vivió; aplicar al Santo categorías y parámetros de hoy sería deformarlo.

El presente artículo, conferencia que su A. tuvo en el Congreso Hispano-Portugués de Lectores Franciscanos habido en Málaga en septiembre de 1979, pretende reconstruir el contorno histórico del Seráfico Patriarca y estimular su investigación concreta. Emplazar adecuadamente al Pobrecillo, contribuirá a clarificar su imagen retrospectiva y redundará en mayor provecho espiritual de cuantos vivimos de su espíritu.

INTRODUCCIÓN

En el día de hoy se pretende componer la llamada Historia Integral, que presenta una visión dinámica del desarrollo de las sociedades humanas con el fin de comprender el presente por el pasado y éste por aquél.[1] Consciente más que nunca de su historicidad, el hombre actual sabe que estudiar el pasado ayuda a explicar el presente, que no es sino el conjunto de posibilidades a que se redujo el pasado al desrealizarse.[2] Superados los estadios narrativo y pragmático, cabe definir la Historia compuesta hoy como el lugar geométrico de todas las ciencias del hombre aplicadas al pasado, concepción que impone necesariamente el principio de interdisciplinariedad.

Objeto de la Historia son las actividades humanas, clasificables en cuatro niveles: Economía, Política, Cultura-Espíritu y Relaciones Exteriores. Entre tales niveles discurre una perenne interacción temporal y espacial. Puesto que la temporalidad humana se reduce a duración, ésta sirve para catalogar las actividades del hombre como estructuras, coyunturas y simples acontecimientos. Denominamos estructuras económicas a las formas permanentes dentro de un sistema que condicionan el reparto de riqueza, mientras que las coyunturas vendrían señaladas por la producción fluctuante entre expansión y depresión. El acervo de conocimientos y la riqueza de vida espiritual conforman la estructura cultural. Las estructuras económico-sociales suelen ser más perdurables que las político-culturales: es evidente que en cualquier asociación humana permanece más la vida material y organizativa que los puntos de vista sobre la persona y el mundo. En consecuencia, las ideas favorecen la crítica y las actitudes revisionistas derivan del pensamiento.

Analizar un período determinado de la Historia equivale a solidificarlo en una consideración sincrónica. Pero hemos de guardarnos de aplicar a tiempos pretéritos categorías propias del presente, ni se debe perder de vista la dificultad inherente al buceo en el alma de lejanas edades. Aplicando semejantes criterios, nos adentraremos ahora en la época transcurrida desde finales del siglo XI hasta últimos del XIII, tiempo en que Europa se conforma. En tal período se produce un movimiento cíclico de expansión, calificado por ciertos historiadores como fase A de la coyuntura, cuya plenitud abarca el siglo XIII y comienzos del siguiente. La expansión viene hoy llamada desarrollo; crecimiento sería el mero aumento cuantitativo y desarrollo equivale al crecimiento sumado al cambio social por él producido. Se trata de un incremento cualitativo.

La persona humana no se reduce a simple engranaje de los diversos niveles operativos. Innúmeras interacciones entre todos los miembros de una sociedad tejen la circunstancia de cada momento en que el individuo desenvuelve su libertad, forman las normalidades del hombre concreto. En las postrimerías de la Edad Media cobra vigor la idea del individuo en dialéctica con su mundo respectivo, se refuerza la concepción inmanentista al paso que la transcendencia queda minimizada. En la actualidad, la Religión (transcendencia) es considerada «otra cosa» perfectamente compatible con la autonomía inmanente propia de la naturaleza humana; de ahí, el diálogo.

Toda sociedad humana condiciona los puntos de vista de sus componentes sobre cuestiones que atañen a la marcha de la totalidad. Con referencia a cualquier problema colectivo, se dan siempre conservadores del «statu quo», eclécticos abiertos parcialmente a las novedades, e innovadores que reclaman el cambio. Son las diversas ideologías o masificación de los ideales.

La Historia actual presta también atención a las relaciones entre las grandes individualidades, las minorías y las masas. Calificamos de «hombres coyunturales» a aquellas grandes personalidades que identifican actitud intelectual con postura vital: presiden e impulsan un viraje hacia el futuro, intuyen los signos de los tiempos y conducen el cambio. En general, desaparecen pronto, controvertidos tanto por los inmovilistas interesados como por los futuristas críticos, que los retienen insuficientes.

Otro problema afecta a nuestra reflexión: el de la naturaleza del vínculo que liga la evolución de la Espiritualidad y las transformaciones de la sociedad. A este propósito, impresiona constatar con L. Génicot que «las exigencias espirituales aumentan en la medida en que disminuyen las dificultades económicas».[3] Que la vida espiritual es deudora de las estructuras económicas y de las relaciones sociales lo demuestran cumplidamente B. H. Rosenwern y L. K. Little.[4] Sin embargo, al establecer un nexo entre Espiritualidad y sociedad corremos el riesgo de infravalorar el papel desempeñado por las grandes figuras de la santidad, pasando por alto el carácter atemporal de sus mensajes. Vana resultaría la misión de un santo eminente ante una sociedad impreparada para recibirlo; pero tampoco hay que soslayar su función personal en la historia de la Espiritualidad. Esta observación nos pone en contacto con la naturaleza de la Iglesia, sacramento del encuentro de Dios con el hombre.

Enseña K. Rahner que lo carismático en la Iglesia designa el lugar en que Dios, su Señor, dispone de ella como de un sistema abierto.[5] Para la Iglesia no sólo tiene validez lo que el vértice quiera, disponga o apruebe, sino también cuanto el carisma auténtico va descubriendo bajo formas siempre nuevas e inesperadas. Carisma y ministerio eclesial, libertad profética y autoridad institucional no se oponen ni excluyen; más bien están ordenados el uno hacia el otro, cual se deduce de la Sagrada Escritura.[6] El Vaticano II, en su Constitución sobre la Iglesia, n.º 12, conceptúa los carismas como simples dones de gracia difundidos con carácter general y adaptados a las necesidades concretas de la Iglesia en una época determinada; pero el juicio sobre su autenticidad y uso ordenado corresponde a los rectores de la Iglesia.

Cabría afirmar, en términos generales, que los movimientos renovadores nunca partieron del ministerio ni se vieron promovidos por la Iglesia jerárquica; tuvieron origen en pequeños grupos que vivían su carisma de miembros de la Iglesia en el mundo. Ante un ministerio eclesial carente de apertura de espíritu y de sensibilidad pastoral para aceptar justificadas aspiraciones de reforma, se robustece la crítica a la Iglesia y acreciéntase el peligro de que el movimiento reformista degenere en herejía. Tres son los componentes que suelen converger en todo movimiento reformista o fundación de nuevas órdenes religiosas: la personalidad carismática del fundador; la Regla, constitutiva de la comunidad y vehículo de su impacto en la realidad histórica; la «llamada de la época», captada por el fundador, persona despierta a los signos de su tiempo y anticipador del futuro.[7]

L.-F. Amiel: Carlomagno, Emperador de Occidente

I. CARACTERIZACIÓN SUCINTA DE LA EDAD MEDIA

I) LA ALTA EDAD MEDIA

Forjada por tres legados básicos -la romanización, el Cristianismo y las invasiones germánicas-, la Europa occidental cristaliza en el imperio Carolingio durante el siglo VIII. Hasta rebasar ampliamente el año mil, el Occidente europeo se va consolidando cual fortaleza amenazada a Mediodía por el Islam, por los vikingos al Norte y al Este por los magiares. Europa se yergue poco a poco sobre la espina dorsal del Rhin y alcanza un equilibrio inestable con el mundo musulmán. Entre los siglos VIII y XI se impone como sistema defensivo idóneo el régimen feudal, basado en la confusión de la propiedad y la soberanía y en la rígida jerarquización de la sociedad. Vida y economía son esencialmente rurales y autárquicas: se muere en este mundo para vivir en la eternidad. Una larguísima fase B de estabilidad demográfica, contracción económica y acusada polarización social discurre desde el siglo VIII al XI.

Cristianizado en apariencia y regido por un poder centralizador al cual apoya el clero, el Occidente se empeña en construir la Ciudad de Dios. El poder laico confiere fuerza de ley a los decretos eclesiásticos: una Capitular de Pipino hace suyas en 755 las decisiones del Concilio de Ver relativas a los deberes dominicales y a la abstención del trabajo; los carolingios convirtieron en obligatorio el diezmo para el clero. En correspondencia, la Iglesia rogaba por el Rey, le proporcionaba cuadros administrativos y garantizaba la lealtad de los súbditos al consagrar el juramento, base de las instituciones políticas, como sucedió con Wamba en Toledo en 672, con Pipino en 751 y en 787 con Egfrido de Inglaterra. La Fe se convirtió en patrimonio tutelado por el soberano, cuyo deber es transmitirla íntegramente; de ahí, el «Compelle eos intrare», «Hazles entrar a la fuerza», aplicado a los sajones por Carlomagno en sus violentas campañas y que el propio Emperador presidiera Concilios donde se discutía la procesión del Espíritu Santo, el culto de las imágenes y la disciplina clerical y que se opusiera a la herejía del adopcionismo.[8]

La antigua Roma pagana se transforma en Roma eterna y en ulterior Roma sacra mediante largo e interesante proceso. Casiodoro esperaba ya que Teodosio renovara «la Santa Ciudad de Roma».[9] Tema central de la política imperial constituye la continuidad de Roma en el imperio carolingio, cuyos teólogos defienden un monismo imperial y cuestionan quién de los dos, Papa o Emperador, detenta la plena potestad.[10] Aix-la-Chapelle, Aquisgrán, es proclamada «nueva Roma», las Papas ensalzan a Carlomagno cual «nuevo Constantino»[11] y, en los frescos del palacio de Ingelheim, el Emperador figura junto a Constantino y Teodosio.[12] Carlomagno recuerda a León III (795-816) que misión del Papa es interceder ante Dios por la felicidad del Imperio y que cumple al Emperador realizar la idea de un Imperio de cristianos.[13]

La teoría política de una unidad de orden superior comprensiva de todos los cristianos en una «república cristiana», «res publica christiana», había sido desarrollada ya por escritores orientales y aplicada al Imperio bizantino.[14] Y Alcuino podía hablar de la expansión del «imperium christianum» incluso mediante la conversión forzada, idea que recibiría posterior aprobación canónica en el famoso Decreto de Graciano (hacia 1140), compilación en la cual quedan justificadas las guerras contra infieles y herejes en base a la conversión impuesta.[15] De tales premisas proviene el concepto de «guerra santa» o «bellum christianum», merecedor de privilegios espirituales. León IV en 848, a raíz de la reciente conquista musulmana de Sicilia, promete a los francos que combatieran la amenaza islámica a Roma que no se les negará en absoluto el reino de los cielos, «regna illa coelestia minime negabuntur»;[16] al exhortar a los ejércitos imperiales en su lucha frente a los paganos europeos septentrionales, dicho Papa reitera la salvación eterna a los caídos en la contienda;[17] por último, Urbano II asegura, en carta escrita, a los condes de Besalú, Ampurias, Rosellón y Cerdeña que les serán perdonados los pecados a quienes sucumbiesen en la expedición contra los sarracenos de Tarragona[18] y expresa el mismo convencimiento cuando llama solemnemente a la cruzada en el Concilio de Clermont, de 1095. Las campañas musulmanas en Italia contribuyeron a precisar el concepto de «res publica christiana»;[19] el Pontífice Juan VIII denuncia toda alianza con enemigo como alianza contra la fe, «impium foedus».[20]

2) LA BAJA EDAD MEDIA

El sistema político carolingio entra en disolución en los decenios inmediatos al año mil. Aparecen entonces instituciones feudales vasalláticas, las órdenes monásticas ejercen creciente influencia espiritual y en la misma Iglesia se inicia una reforma que desembocará en la lucha de las Investiduras y en la aventura de las Cruzadas. La literatura occidental del momento presenta la sociedad cristiana según un esquema nuevo, difundido con rapidez. Clérigos, guerreros y campesinos constituyen categorías sociales distintas y complementarias. En realidad, semejante visión tripartita del mundo y de la sociedad proviene de raíces remotas: recuérdense los tres hijos de Noé, los tres de Rigr en la mitología germánica y la ideología funcional de los dioses indoeuropeos.[21] Este esquema figura por primera vez en la libre traducción del De consolatione philosophiae de Boecio llevada a cabo por Alfredo el Grande de Inglaterra a finales del siglo IX: el Rey ha de contar con «jebedmen» u hombres de plegaria, «fyrdmen» u hombres de caballo y «weoremen», hombres de trabajo. Aelfric y Wulfstan repiten la estructura un siglo más tarde.

Según expone Adalberón, obispo de Laón, en el poema que hacia 1020 dedicó al capeto Roberto el Piadoso, el pueblo cristiano es uno solo por el bautismo, aunque organizado en tres órdenes integrantes de la ciudad terrestre: «oratores», que ruegan; «bellatores», que combaten, y «laboratores», que trabajan. «Oratores» y «bellatores» forman la casta señorial; «laboratores», la de los siervos. A lo largo de la Edad Media se sacralizan las tres clases, convirtiéndolas en realidad objetiva y eterna, creada y deseada por Dios. A veces, «ordo» viene sustituido por «conditio» en el siglo XI y por el año 1200 se impone el término «estado», señal de que la visión de la sociedad se laiciza progresivamente, sobre todo al añadirse una cuarta clase, la de los mercaderes. De poderosa economía y no dispuestos a someterse a clérigos ni guerreros, los mercaderes marcan el tránsito a la economía abierta, en la que las condiciones socioprofesionales jerarquizan la sociedad no ya en vertical -«órdenes»-, sino en horizontal -«estados»-. Dejando de ser considerada de derecho divino, la sociedad deviene modificable por el hombre de iniciativa, cuya mirada se fija en la vida terrena y en la muerte. Baste aludir aquí a las danzas de la Muerte, a la jocosa literatura burguesa y a la iconografía sacra y profana imperante al concluir la Edad Media.

La estructura político-religiosa implantada por Carlomagno comportaba la sumisión del poder espiritual al temporal. Paralelamente a la difusión del feudalismo, el clero se aseglaró en el curso del siglo X. Las investiduras creaban obispos aristocráticos y siervos liberados constituían el clero rural, incurso en concubinato y entregado a trabajos manuales. Algunos monasterios como Montecasino, San Gall y Saint-Riquier escapan a la decadencia general: el monasterio es el lugar en que se adora a Dios por antonomasia.[22] El noble borgoñón Bernón, fundador y abad de Gigny, restaurador de Baume, pidió en 909 al duque de Aquitania Guillermo VIII la solitaria aldea de Cluny, donde fundó en septiembre de 910 un nuevo monasterio sujeto a una interpretación personal de la Regla benedictina e independiente de cualquier poder civil y eclesiástico. Gobernado por larga serie de abades sobresalientes, Cluny dejó sentir su influencia en todas las cortes europeas, desde la de Enrique II (1002-1024) emperador de Alemania y la de Roberto el Piadoso de Francia (996-1031) a la de Esteban de Hungría (997-1038), recién convertido al Cristianismo. Guarín, un monje de Lezet, fue llamado por Seniofredo, conde de Barcelona, para que reformase el monasterio de Cuxá y el abad Oliva de Ripoll, luego obispo de Vich, fomentó la reforma cluniacense.[23] Poco después, Sancho el Mayor entabla relaciones con san Odilón y le envía al monje Paterno, quien acomete en 1025 la reforma de San Juan de la Peña.[24] Cluny se afianza en Castilla bajo los reinados de Fernando I (1037-1065) y de Alfonso VI (1072-1109) y choca con los obispos mozárabes, contrarios a su reforma.

Con Nicolás II se inicia la reforma que Gregorio VII llevará al ápice, sostenido por Cluny. Gregorio reclamaba para la Iglesia la «libertas» o independencia y el derecho exclusivo de juzgar la sociedad cristiana, renunciando así a la política seguida desde Carlomagno. Superados los temores de que el mundo terminara en el año mil o en 1033, a la Iglesia le apremiaba que la realeza de Cristo fuera reconocida por todos, que se edificara la «civitas terrena spiritualis», la Ciudad de Dios descrita por san Agustín. Mantiénese todavía la identificación carolingia entre sociedad e Iglesia, pero no acata al Emperador como fuente única de autoridad. Al Papa, Vicario de Cristo, corresponde el «jus supremum» y ha de sometérsele toda potestad.[25] La llamada reforma gregoriana desencadenó en el interior del mundo cristiano la lucha de las Investiduras y hacia el exterior originó el espíritu de las Cruzadas.[26] Ya el Sínodo de Charroux de 989 funda la primera organización para respetar la Tregua de Dios, proclamada con solemnidad después de 1020. Sin embargo, la Iglesia va mostrándose condescendiente con el uso de las armas: Alejandro II escribe en 1063 al arzobispo de Narbona que no es pecado derramar sangre de los infieles y que participar en una guerra útil a la Iglesia constituye una reparación penitencial equivalente a la peregrinación o a la limosna; y en 1066 animaba a Guillermo el Conquistador a invadir Inglaterra, concediéndole el «estandarte de san Pedro», el «vexillum Sancti Petri». Confiados en la absolución de sus culpas, acudieron los caballeros franceses con Alfonso VI ante Toledo. La espiritualidad de la Cruzada nace a últimos del siglo XI de la fusión de todos estos elementos. La convocatoria de Urbano II en 1095 implicaba una nueva función («officium») para el «ordo laicorum», la lucha contra los enemigos de la Iglesia.[27] No es casual que el Cisma con Constantinopla se consumara en 1054, al emprender el Papado y la Iglesia occidental nuevos rumbos en el campo religioso. Y de 1140 data la colección canónica de Juan Graciano, de profundas repercusiones en la legislación.

Importante papel en la economía medieval desempeñó la fiebre constructora de templos a partir de 1003, constatada por Raúl Glaber.[28] Exceptuadas ciudades como Génova y Venecia, las Cruzadas no enriquecieron al Occidente en la medida sostenida por ciertos historiadores. El origen del progreso mantenido desde 1080 hasta 1220 ha de buscarse en la tierra, fundamento de la economía medieval. En aquel mundo todavía agrícola, renacen las ciudades y surgen nuevas fuerzas sociales dedicadas a profesionales que presuponían capital financiero o cultural. La fuerte expansión económica y demográfica se traduce en las Cruzadas -que empobrecieron a la nobleza y pusieron de manifiesto las incipientes rivalidades nacionales-, en la aceleración de la Reconquista española y en la progresión hacia el Este de los germanos. Las ciudades italianas y la región entre el Sena y el Escaut presencian una verdadera revolución comercial, extendida al Báltico y al mar del Norte por la Hansa alemana.

Las ciudades funcionaron como centros políticos, administrativos y militares en el Imperio romano; su importancia económica era secundaria. Al Cristianismo, religión urbana en principio, se debe la continuidad urbana del Occidente, representada por el Obispo. En la Alta Edad Media se vislumbran ya determinados antecedentes del municipio posterior. Así puede reputarse al «conventus ante ecclesiam» (concejo abierto, en España), protegido por un edicto del rey lombardo Rotario en 643 cual reunión que asumía decisiones y ejercía autoridad local. Antes del siglo XI no existen funcionarios locales, sino «hombres buenos», «boni homines», por lo general, peritos en leyes de la corte episcopal. Ciertas estructuras del «municipium» romano perduran en la Edad Media; por ejemplo, la «urbs» o casco urbano y su «territorium», transformado en «comitatus» o diócesis con sus aldeas («vici»), casas diseminadas («pagi»), puntos fortificados («castella»), villas y alfoces. Entre los siglos X y XI, las grandes estados eclesiásticos procedentes de los periodos lombardo y carolingio se fraccionan y pasan a manos de señores feudales menores. Por otra parte, ya desde principios del siglo XI corría la opinión común de que toda ciudad con obispo detentaba derecho a su diócesis, identificada con su «contado». Las relaciones entre Iglesia y Estado suponían el mayor problema jurídico para el municipio, sobre todo a partir de la independencia pedida por Gregorio VII en el siglo XI. Las ciudades crecen a expensas del Emperador y del Obispo, que con frecuencia era también su señor feudal.

H. Pirenne ha puesto de relieve que la ciudad medieval se desarrolla en base a su función económica. Instalada cabe el núcleo antiguo, la ciudad es un arrabal, el «podgrozie» eslavo, el «portus» occidental, que progresa a impulsos de un complejo conjunto de estímulos. Lucien Febvre dirigió un sonado debate acerca de la condición social de sus habitantes: hubo advenedizos, «homines novi», escapados de la esclavitud de la tierra o provenientes de las «familiae» monásticas; había miembros de las clases dominantes que prestaban dinero a través de los «ministeriales». Las zonas más urbanizadas durante la Edad Media son aquellas donde convergen grandes rutas comerciales: Italia y Alemania septentrionales, Flandes, el nordeste de Francia con las ferias de Champagne concurridas por mercaderes del norte y del sur en los siglos XII y XIII. Tales regiones coinciden con las llanuras más ricas, sometidas a la rotación trienal de cultivos, surcadas por el arado de vertedera que arrastra el caballo de labor. La emigración del campo a la ciudad desde el siglo X al XIV implicó uno de los mayores fenómenos de la Cristiandad, si bien más del 50 por ciento de la población activa seguía aplicada a la agricultura y sólo un 5 por ciento estaba urbanizada. Cuando la sociedad urbana se impuso paulatinamente, la Iglesia percibió el cambio con intuición segura: todavía en el siglo XII, monjes como Pedro el Venerable, abad de Cluny, o san Bernardo de Citeaux indicaban el camino a la Cristiandad; los directores espirituales del siglo XIII, franciscanos y dominicos, se instalan ya en ciudades y guían las almas desde el púlpito o la cátedra universitaria.

Además de lugar de cambios, la ciudad es taller productivo con división del trabajo en especializaciones artesanas. Las Corporaciones resultaron monopolios que eliminaban la concurrencia y frenaban la producción. El gran comercio terrestre y marítimo impulsó la economía monetaria. En primer lugar, se acuñan piezas de plata de elevado valor («gruesos»); luego, piezas de oro (el florín florentino en 1252; el escudo de S. Luis entre 1263 y 1265; el ducado veneciano en 1284).[29] Alfons Dopsch planteó ya en 1930 a los medievalistas el problema del papel desempeñado por la moneda.[30] Al terminar el siglo XIII predomina la economía monetaria, alimentada también por el abundante oro sudanés.[31] La Iglesia, acumuladora de mayor riqueza que los otros estamentos durante la época de tesaurización, puso en circulación sus tesoros del año mil en adelante para financiar la construcción. Las grandes abadías actuaron como «establecimientos de crédito», según ha confirmado Robert Génestal.[32] Con el tiempo, se manifiesta la mentalidad de lucro en todas las clases sociales.[33] Frente a una sociedad cada vez más opulenta, el abad Ruperto de Deutz estigmatiza en 1128 el desarrollo urbano cual efecto del pecado y años antes su correligionario Guiberto de Nogent había condenado el movimiento comunal de Laón. La Iglesia entona la apología de la pobreza y predica el retorno a la simplicidad evangélica («vita vere apostolica»); desde el siglo XI, los autores espirituales recurren al «desprecio del mundo» («contemptus mundi»), remedio válido hasta para la simonía del clero.[34]

Todos estos factores quedan reflejados en un equilibrio institucional, el triángulo Monarquía y señoríos, Cortes, municipios. Pontificado e Imperio, en lucha enconada por el «dominium mundi», amagan el repliegue ante el impulso de las monarquías nacionales. El proceso de desacralización del mundo incoado por la reforma gregoriana acarrea la emancipación de la sociedad laica. Gobernada por Alejandro III e Inocencio III, la Iglesia logra el poder máximo sobre la sociedad; pero ya los clérigos postulaban la revisión de relaciones entre lo espiritual y lo temporal.[35] Lejano aun de la abundancia, el Occidente persigue con ahínco desde el siglo XII el confort y el lujo, al menos su aristocracia, y contempla la vida humana como menos precaria y más seductora. La nobleza accede a los gozos del espíritu y de la cultura: «chansons de geste» de las cortes feudales de Francia septentrional, lides de amor cortés en las meridionales.[36]

II. LA BAJA EDAD MEDIA EN ITALIA

Federico IISu situación en el centro del mundo mediterráneo ha convertido siempre a Italia en encrucijada de caminos y crisol de gentes. Nada sorprende que en la península, sede principal del Imperio romano, resurgieran las ciudades más tempranamente: reavivando su profundo legado romano, las ciudades italianas aprovecharon su emplazamiento para servir de intermediarias entre el noroeste de Europa y el Oriente. Por el valle del Pó se alcanzaban los pasos alpinos que conducían a la Europa central y nórdica. La «vía francígena» enlazaba Piacenza, Lucca, Florencia, Viterbo y Roma con las ferias de Champagne y la región flamenca. Desde los siglos IX y X, Venecia controlaba el comercio con Bizancio y Oriente Medio. Génova y Pisa disponían de flotas ya en el período carolingio y, acosadas por los sarracenos, las incrementaron para enfrentarse al Islam y ayudar a los normandos en la conquista de Sicilia. Estas tres ciudades apoyaron hacia 1100 las Cruzadas con resolución y su comercio con Bizancio, Alejandría y la costa siria salió beneficiado.

El municipio naciente aparece en Italia entre los siglos X y XI. En las pequeñas ciudades de la undécima centuria se distinguen ya los «maiores» (señores feudales terratenientes) y los «minores» (artesanos y campesinos). El «populus» de las mayores, como Pavía, estaba integrado en 1084 por «capitani» (principales arrendatarios y componentes de la curia episcopal), «valvasores» (señores feudales menores), «maiores» y, finalmente, «minores». En 1045 se unieron las clases caballerescas a los «cives» y alrededor de 1075 las instituciones comunales cobraron estabilidad. El emperador Enrique IV otorga en 1081 a Toscana los primeros privilegios sustanciales que conocemos: se compromete a no edificar palacio ni castillo en Lucca, renuncia a la jurisdicción sobre Pisa y a designar Marqués de Toscana sin consulta previa a los pisanos. El obispo Otto de Freizing constata ya en el siglo XII que las ciudades italianas «están gobernadas por la voluntad de los cónsules más que por los gobernantes»[37] y el judío Benjamín de Tudela informa que «no tienen rey ni príncipe que los gobierne, sino jueces designados por ellos mismos».[38] La aparición de los cónsules a finales del siglo XI o inicio del XII confirió consistencia al municipio.

Resultaría engañoso clasificar a la población urbana o «cives» por su actividad económica, ya que muchos ejercían varios oficios. Los «maiores» o nobles rurales se agrupan en familias y forman la clase elevada. Practicaban también el comercio: en 1192-1193 un tal Giovanni di Cavalcanti es el «consul mercatorum», cónsul de los mercaderes. Éstos traficaban con tejidos e importaban especias y oro de Oriente; los del interior de la península (Siena, Piacenza) solían ser banqueros o cambistas. Cargo relevante era el de Juez, detentado casi siempre por un miembro de las familias «maiores». Los Notarios, laicos letrados que alternaban su ocupación con otros menesteres, abundan ya en los años postreros del siglo XIII. Escasos en el municipio inicial, los artesanos fueron aumentando y se organizaron en gremios; poseían tierras. Pequeños propietarios y braceros ejercían de labradores y pastores.

Para el incremento demográfico ganado entre los siglos XII y XIII sólo es posible un cálculo aproximado. Padua pasó de 15.000 habitantes en la segunda mitad del siglo XII a 35.000 en 1320; Florencia, que entró en el XIII con 50.000 y lo terminó con el doble, tuvo que ampliar dos veces su cinturón de murallas; lo mismo ocurrió con Pisa, más precoz. Al concluir el siglo XIII, parece que únicamente 23 ciudades de Italia centro-septentrional contaban con 20.000 moradores. Venía a sumarse al crecimiento natural la inmigración de poseedores de tierras o de pequeños negocios, que no abandonaban, y la de siervos de la gleba del señorío feudal. Mas téngase presente que buena parte de la población se encontraba desarraigada: los mercaderes, por ejemplo, fueron itinerantes hasta 1300, fecha en que el comercio se vuelve sedentario; así, Venecia tenía 10.000 agentes en Constantinopla antes de la cuarta Cruzada de 1204. «Gente nuova» se llamaba a quienes empezaban a participar en la política ciudadana, como nuevos ricos y advenedizos.

De los escasos datos concernientes al origen de los municipios cabe extraer tres elementos acusados: 1.º Los «boni Nomines» quedan reemplazados por un cuerpo institucional permanente en calidad de órgano ejecutivo: los cónsules fijos, hacia 1085 los había en Pisa y en 1125, en Siena. 2.º Transferencia paulatina del poder jurisdiccional al municipio: los cónsules suplantan al Obispo o señor y el Emperador acababa reconociéndolo «de jure»; tal aconteció en 1116 en Bolonia, en 1162 en Génova, en 1168 en Pavía y la Paz de Constanza de 1183 debilitó más todavía la jurisdicción episcopal. 3.º Las ciudades obtienen derechos fuera de sus perímetros y afianzan sus relaciones con otros municipios.

Los cónsules varían en cuanto al número y duración del oficio y veían limitada su autoridad por la asamblea o parlamento («arengo») de todos los ciudadanos. Con posterioridad, los cónsules decidían junto con el «concejo». El «gran Concejo» constaba de 400 miembros; el «secreto», de 40. Los componentes eran elegidos indirectamente entre los ciudadanos notables o a suertes. De cada sesión se levantaban actas notariales o «riformanze». Ante una crisis militar se recurría a la «balia» y a los «savi» para solucionar problemas financieros.

Dado que el consulado no extirpaba las discordias entre familias, se buscó un forastero capaz e imparcial: fue el Podestà. Federico Barbarroja designó uno para Milán ya en 1162. El cargo duraba un año o seis meses. Perito en leyes, percibía un salario y, concluso el oficio, su gestión venía investigada mediante el «sindicatus». El Podestà tenía vetado el comercio y había de residir en la ciudad, que normalmente no le reelegía. Sus atribuciones eran las de administrador y cabeza judicial, aunque no gobernaba. Los pujantes poderes del «Popolo» mermaron en la segunda mitad del siglo XIII los del Podestà, reducido en el XIV a una especie de juez con facultades policiales. La Podestería llegó a convertirse en profesión regular en la centuria decimotercera: el «Oculus Pastoralis» y el «Liber de Regimine Civitatum» de Juan de Viterbo, de hacia 1260, son auténticos manuales de consejos para Podestàs.

Los propios ciudadanos desempeñaban buena parte de la administración en su tiempo libre. Las partidas principales de la Hacienda recaían en los sueldos de los funcionarios y en la guerra. Se recaudaba por tasaciones y contribuciones. La tasación directa imponía una cantidad total a cada distrito de la ciudad, pero teniendo en cuenta la riqueza de las familias particulares. Por el padrón, cualquier habitante abonaba la misma cantidad. El «allibramentum» tasaba según el censo de la propiedad: en 1162 lo encontramos en Pisa y alrededor de 1250 había suplantado a la tasación por hogares en casi todos los municipios. Los impuestos indirectos versaban sobre peajes, aduanas, compraventas y, de modo especial, sobre la sal, que constituía un monopolio. Los municipios echaron mano también del empréstito forzoso o voluntario y acabaron contrayendo deudas de Estado, situación que se dio por primera vez en Génova.

Las diversas partes del «Contado» («capitanie», «pleberie» o «sesti») estaban obligadas a proporcionar hombres a caballo: «miles», el jinete aislado, y «consortes», un grupo. Núcleo de la milicia comunal era la caballería; la infantería enrolaba a los hombres entre los 14 y 70 años de edad.

La ciudadanía habilitaba para el desempeño de cargos y el ciudadano había de poseer casa en la ciudad y jurarle fidelidad. La gente sometida del Contado libraba impuestos por el hogar, suministraba trigo, perseguía a los malhechores y protegía a los mercaderes, además de jurar ayuda en la guerra («ostem et cavalcatam», infantería y caballería) y consejo («parlamentum») en tiempo de paz. El «Carroccio» simbolizaba el enardecido patriotismo del municipio. El primero aparece en Milán con el arzobispo Heriberto, quien plantó un mástil elevado con el estandarte ciudadano sobre un carro. Tropas escogidas defendían el «Carroccio», cuya pérdida en batalla suponía desgracia grande.

Aparte de las querellas entre familias, otra escisión afectaba al municipio: las diferencias que oponían al «populus» y nobles y magnates, personificación del ethos guerrero caballeresco. El noble anteponía su parentesco a la individualidad propia y organizaba su mesnada privada («masnaderii morantes cum eis in domo», dicen los documentos). «Consorzerías» o alianzas sellaban la amistad entre familias linajudas. Con el correr del tiempo, numerosos municipios cayeron bajo el poder de una familia única y se transformaron en tiranías formales o en «Signorías». En cuanto al «populus», resulta bastante difícil delimitarlo; el «Capitano del popolo» defendía sus intereses, mientras que los gremios controlaban la actividad económica.

Federico Barbarroja (1152-1190) pretendió reforzar su autoridad al sur de los Alpes, sobre todo en Lombardía, con seis expediciones lanzadas entre 1154 y 1184. Federico II (1220-1250) contendió la Italia central a su legítimo señor, el Papa. Pesados impuestos y rehenes exigidos por los Podestàs imperiales provocaron la formación de alianzas -Ligas lombardas de 1167 y 1198-, cuyos ejércitos estaban integrados por «tallia militum», contingentes de cada ciudad. Huelga añadir que el Papado fomentó tales coaliciones antiimperiales.

III. LA BAJA EDAD MEDIA EN ASÍS

Del Asís medieval Según se deduce de las excavaciones arqueológicas en su Forum, «Assisium» había alcanzado importancia relativa durante el Imperio Romano. La reconstrucción del perímetro romano completo ocupó muchos años en la Alta Edad Media y ha sido descrita por L. Bracaloni.[39] Los calificados en la documentación de «muri veteres», murallas antiguas, tenían un desarrollo lineal de 1.500 metros; el «murus communis», la muralla levantada por el Común de Asís, de 4.619 metros, ceñía la ampliación medieval. Primitiva catedral era la iglesia de Santa María. Sabemos por san Pedro Damián que por el año 1029 surgió una áspera disputa entre el Obispo Ugo y el pueblo acerca de la colocación del sarcófago de san Rufino, al fin depositado en la iglesia a él consagrada, de acuerdo con la voluntad popular; posteriormente, la basílica de San Rufino contó con cabildo de canónigos.

Alrededor de tres núcleos se agrupaba el hábitat de la ciudad medieval: el de San Rufino; el de «Murorupto», contrada que utilizaría los sillares de la muralla para erigir la basílica de San Francisco; el de Santa María Maggiore. La comprobación de semejantes núcleos inspiró a A. Fortíni su teoría de las tres ciudades:[40] la de los canónigos de San Rufino, la imperial («Murorupto») y la episcopal, rodeando a Santa María. La ciudad imperial, con centro en la Rocca o castillo, fue desmantelada en 1198 con ocasión de la «captio capitalis» u ocupación de la Rocca; las otras dos no se renovaron sino en 1316 y, entre tanto, el Común organizaba la vida sobre el antiguo foro, la Piazza actual. Para Bracaloni,[41] la única ampliación medieval constatable es la realizada en 1260 hacia el Este con la finalidad de construir el Protomonasterio de Santa Clara. La ampliación de 1316 se llevó con meticulosidad: fue determinado el material de construcción, los lotes asignados por suerte fueron estructurados, cuidóse la infraestructura y el trazado de la red viaria y de las plazas.[42] La distribución administrativa del Asís medieval se regía por «porte» y por parroquias.[43] Larga polémica ha producido la localización de la casa natal de san Francisco.[44]

Antonio dei Veghi escribía en 1442 que la Cancillería de Asís había sido incendiada. Hoy por hoy, subsisten las fuentes documentales siguientes: Archivo de S. Rufino y Archivo Comunal, estudiados por Arnaldo Fortini[45] y por C. Cenci.[46] Noticias interesantes pueden recabarse de la documentación notarial, extensiva desde el siglo XI al XIII.

Al prestar atención a la realidad social de Asís en el medievo, tropezamos de inmediato con el «pacto de 1210» asentado entre «maiores» y «minores». Se trata del primer acto de liberación colectiva de siervos de la gleba y de otras categorías de rústicos asimilables; con esta decisión, Asís se anticipó a Parma (1236-1237), Reggio Emilia (1242), Vercelli (1234), Bolonia (1256-1257) y Florencia (1289).[47] Ciertos historiadores explican tal precocidad por la influencia de san Francisco;[48] no obstante, la intervención del Santo parece nula en este aspecto.[49] El pacto de 1210 venía a clausurar una aguda crisis de equilibrio político-social en la ciudad. En las postrimerías del siglo XII se desató un conflicto entre «boni homines» y «homines populi», según recoge un documento de noviembre de 1203.[50] La discordia estalló antes de abril de 1198, momento en que los «homines populi» destruyeron la Rocca, vencieron a la guarnición de Conrado de Ürslingen, duque de Espoleto y conde de Asís, arrasaron las casas-torre de los «boni homines» y diez castillos del condado, en que aquéllos habían buscado refugio.[51] A comienzos de enero de 1200, algunos «boni homines» solicitaron la ciudadanía de Perusa,[52] avivando con ello la rivalidad de ambas ciudades. Cuando Federico I Barbarroja fue electo Emperador en 1152, hubo de hacer concesiones a sus poderosos parientes de la Casa Guelfa.[53] Nombró Duque de Toscana y de Espoleto a su tío Guelfo VI de Baviera;[54] pero ante su fidelidad dudosa, Federico separó en 1160 del ducado de Espoleto el condado de Asís y lo confirió a la propia ciudad, eximiéndola de otra sujeción salvo la imperial. Asís se desarrolló indisturbada por algunos años, hasta que en 1167 Cristiano de Maguncia, Canciller imperial, bajó a Italia central para someterla a Barbarroja. Ocupada Asís en 1174 -la «captio capitalis» mencionada en el Pacto de 1210-, tres años después Conrado de Ürslingen se instalaba allí cual representante del emperador.[55] Tanto el ducado de Espoleto como el condado de Asís formaban parte de los territorios cedidos antaño a la Iglesia por los emperadores, pero las pretensiones papales chocaban ahora con la política imperial. Es el caso de las «recuperaciones» de Inocencio III, suscitadas ya en tiempo de Federico y Adriano IV.[56] Cuando los asisienses abatieron la autoridad de Conrado de Ürslingen en 1198, Inocencio III se trasladó al ducado de Espoleto y fueron firmados diversos acuerdos entre el Papa y varios Comunes, uno de ellos Perusa.[57] Asís y Perusa litigaron por el dominio de la zona intermedia durante los años siguientes: en el combate de Collestrada de 1202 ó 1203, los «homines populi» asisienses sufren descalabro y el joven a Francisco es retenido en prisión por un año.[58] Parte de los «boni homines» regresaron a Asís con el final de 1203 y los «homines populi» prometieron resarcirles los daños causados.[59] Hasta 1209 se prolongaría el forcejeo diplomático entre las dos ciudades.[60] El 9 de noviembre de 1210 El Pacto acaba con las hostilidades internas en Asís y el documento llama «maiores» y «minores» a las partes contrapuestas.

Vale la pena profundizar en la identidad de estas clases sociales de Asís. Siguiendo a la «carta pacis» de 1203, «boni homines» son quienes moran en la ciudad desde mediado el siglo XII y en ella poseen casas-torres, disponen de «castra» o fortalezas en sus tierras y ejercen jurisdicción sobre hombres del Condado; se trata de «milites» que han servido al Emperador.[61] Se reducían a una veintena de familias, si bien poderosas y organizadas en «consorterie» ya desde 1151.[62] Los «homines populi» se presentan como entidad anónima, aunque en los actos comunales aparecen en general relacionados con San Rufino, la catedral; por sus repetidas intervenciones en la vida comunal destaca Tancredo di Ugo di Tebalduccio,[63] uno de cuyos hijos tal vez fuera Ángel Tancredi, compañero de Francisco. El «populus» confirió régimen comunal a Asís entre 1198 y 1203 y en el año anterior había creado un ejército con caballería dirigido por el espoletino Girardo di Giliberto,[64] al que sucedió Albrico Tudertino;[65] «milites» de las Marcas y del Valle umbro figuraban entre tales fuerzas.[66] Para estas conquistas, la ciudad aprovechó el ocaso de la autoridad de la Casa de Suabia en Italia central a raíz de la muerte de Enrique VI a últimos de septiembre de 1197.[67] La «carta pacis» de 1203 refleja la derrota infligida a los «homines populi», que aspiraban a abolir el «hominitium»; el «populus» obtendría la revancha en 1210 cuando, «pro bono pacis et concordiae», el «hominitium» queda abolido como abuso intolerable.

La clave de la lucha intestina en Asís estribaba en el «hominitium».[68] ¿Qué oculta este término? Tratábase de un negocio jurídico mediante el cual un hombre libre y sus herederos se sometían al poder de otro que les garantizaba defensa y protección, «defensio et protectio». El «comendado» restaba sujeto a un «dominium» llamado «capitantia» o «segnoria» en Asís, y venía conocido como «homo capitalis», «homo bonus et fidelis», hombre bueno y leal. Contrae obligaciones («servitia») reales y personales; la «dativa», el «albergum», «adjutorium in militia vel in placito». Expresión material del «hominitium» era la entrega periódica del «exermium», presentes de pan, carne, peces, aves y vino. En definitiva, el «hominitium» establecía una relación personal y perpetua de hombre a hombre de estricta naturaleza feudal. El Común de Asís nace, en verdad, de la derrota sufrida en 1210 por los «boni homines» y el subsiguiente Pacto:[69] sus «cives» dejan de ser «homines alicuius» y devienen «homines comunes».[70]

En las ciudades italianas del Medievo había «maggiori, mediocres, minori»,[71] pero la nomenclatura varía mucho. El binomio «maiores-minores» traduce genéricamente la disposición jerárquica de la sociedad: «maioritas» equivale a «autoritas» y «minoritas», a sumisión y obediencia; es la terminología correspondiente a la desigualdad funcional entre los hombres. Ocupan la cima el Emperador con su «maiestas, sublimitas; magnificentia» y la humildad del Papa, «servus servorum Dei».[72] El Pacto de 1210 reviste interés singular para la historia del franciscanismo. Desde Paul Sabatier viene considerado cual una de las bases de discusión relativa al origen de la minoridad franciscana. Sabatier relaciona ésta con los «minores» asisienses en lucha por la libertad social y por su participación en el poder.[73] Autores como H. Roggen, Stanislao da Campagnola, Kajetan Esser sostienen que la «minoritas» franciscana es ajena a la ciudadanía.[74] Mas lo cierto es que todavía carecemos de una auténtica biografía histórica de san Francisco.[75] El Santo estuvo realmente entre los «homines populi»; ahora bien, ¿se sintió un «minor»? Habría que precisar el significado social del calificativo «minor» antes de 1210, año del Pacto. Ciñéndose a las fuentes franciscanas, los franciscanistas caen en un integralismo histórico parcial y soslayan desentrañar el valor semántico común de «minores» en el contexto de la cultura medieval; en cambio, lo lleva a cabo J. Le Goff en un artículo modélico acerca de relaciones entre experiencia religiosa y cuadro sociocultural.[76] El Común de Asís desarrolló sus instituciones primitivas a lo largo de un decenio de crisis y la parquedad de las fuentes explica nuestra ignorancia. Agreguemos que en mayo de 1212, los benedictinos de Monte Subasio alquilan al Común un terreno sito en el mercado,[77] destinado a que allí, en el antiguo Foro, se construya la Casa del Común; pasados tres años, ya fue firmado en ella un documento.[78] De 1213 en adelante se enriquece la documentación referente a las instituciones militares.[79] Los cónsules desaparecen después de 1212, sustituidos por el Podestà. No cabe duda de que la aparición del Común influiría en Francisco, despierto joven de 17 años a la sazón y que participó en la guerra de Perusa; aquellos años tempestuosos y bélicos provocarían su posterior pacifismo.

Asís se contaba entre los comunes italianos agrícolas.[80] El aumento demográfico sostenido desde finales del siglo XI a mediados del XIII condujo a la roturación de tierras nuevas y proliferaron los contratos a media y larga duración; las condiciones de las enfiteusis permitían fijar las familias al suelo e incrementar la productividad.[81] Molinos y batidores de cáñamo y lino se multiplicaron; de la lana se sabe poco, aunque Asís la producía. El documento más antiguo relativo a las Corporaciones o Artes se remonta a 1233: elenca las Corporaciones o «societas mercatorum, societas macellariorum, societas gabellorum, societas calçolariorum» y «societas variorum».[82]

La ciudad conoció también un comercio intenso, aunque limitado a procurarse las materias primas o los productos acabados de que carecía. Mercaderes de posibilidades financieras, como Pietro Bernardone, se dedicaban a la importación internacional: de las ferias de Champagne procedían los «panni franceschi» o paños franceses, entre ellos los famosos «scarlatti» o escarlata, vendidos por Francisco en Foliño para obtener dinero con que reparar San Damián.[83] Francisco dominó el francés y a este respecto es interesante cuanto dice F. Cardini.[84] Por otra parte, Asís estaba integrado en el sistema regional de las Ferias umbras, iniciado con la perusina del 1 de abril, seguida por la de Asís en julio-agosto, la de Castiglione del Chiusi a mitad de septiembre y la de Gubbio, asimismo septembrina.[85]

El Condado de Asís figura por vez primera en un documento del siglo VIII, y el diploma de 21 de noviembre de 1160, dado por Federico Barbarroja, especifica su extensión y confines.[86] La Diócesis y el Condado coincidían sensiblemente. Fuentes de los siglos XI al XIV revelan numerosos asentamientos laicos y religiosos en el Condado.[87] Tales asentamientos se efectuaron en diversos momentos históricos: los topónimos de matriz predial (Agnano, Ansano, Armenzano, Bertiñano...) denotan la época romana; origen lombardo se trasluce en Santa María de Gualdo, el Gualdo, Piano del Gualdo; entre los siglos X y XIV tuvieron lugar la mayoría de asentamientos, realizados algunos sobre una fundación monástica precedente: así, San Apolinar iuxta Sambrum, Sant'Angelo de Limiciano; otros muchos crecieron en torno a una «pieve» o parroquia rural que, a su vez, se basaba en un «pagus» romano.[88] Fuente primordial para los asentamientos religiosos la constituye el Catastro de 1354, manuscrito 85 del Archivo de San Rufino.[89] Conocemos los laicos gracias a la relación de fuegos de las 52 bailías del año 1232, que censa 2.254 hogares;[90] aplicando el coeficiente de 5'5 por hogar, resultarían 12.397 almas.

J. Benlliure: Francisco predica en la plaza de Asís

IV. SOBRE EL CARISMA DE S. FRANCISCO
EN RELACIÓN A SU TIEMPO

La Edad Media no llegó a plantearse el concepto de Espiritualidad. En aquella época sólo se distinguía entre doctrina (fe dogmática y normativa) y disciplina (actuación de la fe, generalmente en el ámbito de una Regla religiosa). Desde el siglo XIX se entiende por Espiritualidad la dimensión religiosa de la vida interior que, a través de la ascesis y de la experiencia mística, crea relaciones personales con Dios. Sistematizada y transmitida por la enseñanza, la Espiritualidad se diversifica en escuelas: carmelita, franciscana, ignaciana, etc. Pero esta concepción restringe la Espiritualidad a los religiosos; se considera ahora Espiritualidad al conjunto de relaciones entre ciertos aspectos del misterio cristiano, resaltados de modo particular en determinada época social y cultural. Todas las variaciones deben encuadrarse dentro de los límites impuestos por la Revelación y la Tradición, so pena de convertirse en heréticas.

La Alta Edad Media se sintió atraída por el Antiguo Testamento, mejor adecuado a su mentalidad. El mosaico de S. Germigny-des-Prés representa a Dios por el Arca de la Alianza. Prácticas vetero-testamentarias fueron impuestas para que la fe cristiana no degenerara en superstición: los monjes irlandeses del siglo VI propagaron muchas costumbres hebraizantes entre el pueblo celta -equiparación del domingo al sábado, la obligación de la décima, los preceptos del Levítico en moral sexual. Benito de Aniano, hijo de un noble visigodo de Septimania y convertido al ascetismo hacia 773, planea los monasterios centralizados y prima la liturgia sobre el apostolado. Puede afirmarse que la época carolingia es una civilización litúrgica en la cual los fieles se atienen a un conjunto de ritos para obtener ventajas: retenían la Misa como don recibido de Dios, no como sacrificio eucarístico.[91] Amalario explicaba las analogías entre la Misa y ciertos episodios bíblicos en su De ecclesiasticis officiis y, aunque condenado en el Sínodo de Quierzy en 838, sus teorías gozaron de gran predicamento durante parte de la Edad Media.

La reforma cluniacense aportó formas pietistas. El primigenio «ora et labora» benedictino se centró en el «Opus Dei» o esplendor de la liturgia.[92] Plenamente convencidos de la eficacia de la oración constante y colectiva, turnos de monjes se sucedían en el coro de Cluny para recitar 215 salmos diarios, leer la Biblia entera en un año y escuchar cuatro horas de lectura de autores eclesiásticos («lectio divina»).[93] El trabajo era meramente simbólico: copiar y miniar códices en los «scriptoria»; en Cluny no se prestaba atención especial al estudio.[94]

La expansión material del Occidente desde el fin del siglo XI a comienzos del XIV se vio acompañada por la aparición de una Espiritualidad nueva. Al desarrollo urbano, al auge del comercio y al absorbente afán de lucro muchas almas respondieron con una vida interior anclada en el Evangelio y en la vida apostólica. Movimientos de beguinas y begardos florecen en el rico Flandes;[95] en Lyon surge Pedro Valdo con sus Pobres;[96] la floreciente Lombardía proporciona los Humillados de Milán y en Provenza y Languedoc cobra vigor extraordinario la herejía albigense o cátara,[97] difusa también en Italia.[98] Por toda Europa occidental deambulan eremitas austeros cuyas prédicas arrastran multitudes. Seguir «desnudos al desnudo Crucificado» es un lema de atracción poderosa en los movimientos evangélicos vigentes desde el siglo XI al XIII.[99] Con la segunda mitad del siglo XII, mercaderes italianos y cruzados introducen en Occidente las corrientes dualistas arraigadas ya en los países eslavos: es el Bogomilismo búlgaro y de Bosnia, supervivencia del remoto maniqueísmo.[100] Ninguna herejía medieval portaba tal carga subversiva antifeudal como el Catarismo, que llegó a relacionarse con determinados valdenses y con el milenarismo de Joaquín de Fiore. A los obstinados albigenses la Iglesia opuso la guerra -Simón de Montfort y su cruzada, rematada por el Tratado de París de 1229- y la represión mediante la Inquisición.

Por conducto de los monjes griegos basilios del Lacia -San Nilo de Grottaferrata ya en el siglo X-, de Calabria y de Sicilia se venía difundiendo por Occidente la Espiritualidad hesicasta, cuyo ideal estriba en la unión con Dios en la soledad. Algunos monjes palestinos del siglo V siguieron el modo de vida del hesicasmo, de raíces bíblicas, sobre todo en san Juan.[101] Los escritos del monje bizantino Gregorio Sinaíta, de últimos del XIII, y, egregiamente la síntesis de su comentador san Gregorio Palamas (1296-1359), sistematizaron la doctrina hesicasta. Retirado del mundo, el monje se consagra a meditar el misterio de Dios, en el que Palamas distingue la Esencia, inaccesible en absoluto, y las Energías, participaciones libérrimas y amorosas a sus criaturas. La luz del Tabor irradia en la Eucaristía y preconiza el retorno de Cristo; alcanzada esta luz tabórica en el éxtasis, transforma el corazón y la existencia humanos y baña la materia toda del universo. De las enseñanzas palamitas, ratificadas en el Concilio de Constantinopla de 1351, se nutre la tradición hesicasta del Monte Athos.[102]

Estos movimientos evangélicos y de pauperismo fontal aletean en el ámbito espiritual complejo que enmarcó el carisma de Francisco y sería deseable detectar sus posibles resonancias sobre la notoria originalidad sanfranciscana. El Santo habla de su vida en términos de conversión (Test 1; 1 Cel 88; TC 68). En 1205, en el curso de una enfermedad, Francisco toma conciencia de una vocación que desborda las simples exigencias bautismales, pero que no se esclarece hasta que escucha la perícopa evangélica de la «misión de los Apóstoles» en Mt 10,7-13.[103] Persuadido ya de que el Señor quiere de él que predique el reino de Dios y la penitencia, su reacción fue inmediata y resuelta: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica» (1 Cel 22-23; TC 25-26). La asunción personal de la misión apostólica transformará a Francisco en Heraldo del gran Rey, en apóstol de Cristo en el mundo entero (1 Cel 120), dispensador de la evangelización didáctica a los fieles (1 Cel 89), y de la kerigmática a los infieles (1 Cel 55).

Pero esta madurez vocacional rebasa los límites personales y se trueca en camino de fe para cuantos le imitaron atraídos por la veracidad de su doctrina y la simplicidad de su vida (TC 27). Francisco devino así «forma Minorum». El texto de la «misión de los Apóstoles» y los tres relativos a la «sequela Christi», el «seguimiento de Cristo» (Mt 19,21; Lc 9,3; Mt 16,24), leídos con Bernardo de Quintaval en la iglesia de San Nicolás, representaron la respuesta de Dios para su vida. Y precisamente la vida de Francisco según «la forma del santo Evangelio» constituyó la Regla y vida que los compañeros de primera hora desearon seguir. Esencial a la vocación franciscana es el anuncio de la penitencia, como certifican los Tres Compañeros (TC 36). Los capítulos 3, 9 y 12 de la segunda Regla o Regla bulada perfilan la fisionomía de la Orden franciscana, al presentar a los hermanos cual evangelizadores itinerantes y siervos pobres del Señor (2 R 6). Francisco mismo recordará que Dios ha enviado a los hermanos por el mundo para dar testimonio con palabras y obras (CtaO 9). Predicar y hacer creíble la palabra con las obras es el principio inspiracional y operativo de la vida franciscana.

Desde la Protorregla aprobada de viva voz por Inocencio III a la Regla bulada que Honorio III confirmara,[104] el carisma primordial de san Francisco patentizó incondicional, aunque no indolora, sumisión a la Santa Romana Iglesia. Lo que la hodierna «Lumen Gentium», núm. 45, retiene componentes esenciales de cualquier Regla, viene expresado por Francisco mediante los verbos «revelar» y «confirmar» (Test 15): el primero alude a la aceptación de la palabra de Dios; el segundo implica el reconocimiento de la autoridad eclesiástica. Con simplicidad gozosa emanada de una vivencia determinante, Francisco y los suyos doblegaron en Letrán la perplejidad de los Cardenales curiales y la mente crítica de Inocencio III, celosísimo de la plenitud temporal de la «Santa Madre Iglesia Romana» y, simultáneamente, bien atento a las sugerencias renovadoras del Espíritu en su tiempo (1 Cel 33; AP 34; LP 114; EP 68). El factor inspiracional de la primitiva «Forma de vida» franciscana ha permanecido inmutable a través de las fases evolutivas de la legislación franciscana, mientras las normas fácticas de vida religiosa han variado de acuerdo con un grupo en crecimiento y operante en tiempos y ambientes diversos.[105] La bula «Solet annuere» de 1223 ratificaba una Regla cuya sustancia había aprobado ya Inocencio III,[106] inclusa la gran novedad de la pobreza absoluta que, por encima de un milenio de vida religiosa, enlazaba directamente con el hontanar apostólico.

La fraternidad es un ideal común a todo instituto de vida consagrada, además de constituir un valor eclesial (Per. Car. 15). Pero la fraternidad franciscana aportaba la novedad revolucionaria de ignorar por completo la diferencia de estado u origen de sus integrantes, quebrando así la idea medieval de que los estamentos de la ciudad terrestre eran debidos a la voluntad ordenada de Dios. Las energías desencadenadas por los movimientos religiosos de la Baja Edad Media confluían libremente en el franciscanismo, basado en ciega obediencia al Papa; ya Burkhard de Urspeg, prior premonstratense, que en su viaje a Italia de 1210 conoció a los franciscanos, resalta las desviaciones de Humillados y Pobres de Lyon y alaba la sumisión de los Hermanos Menores a la Santa Sede.[107]

Ahora, momento en que la Iglesia apremia a los Institutos religiosos a poner al día el propio carisma fundacional, es más necesario que nunca adentrarse en el horizonte histórico de san Francisco, genio espiritual de la Humanidad, para rastrear las raíces profundas vinculadas a su tiempo y poner de relieve su fecunda actualidad en el nuestro. Semejante estudio no desdorará su personalidad única, sino la acercará a los hombres de hoy, desengañados de tantas cosas y, como siempre, indigentes del Absoluto.

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ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA

Para la Introducción, véanse: J. Reglá: Introducción a la Historia. Socioeconomía. Política-Cultura, Barcelona, Ed. Teide, 1975.- E. Kahler y C. M. Rama: Teoría de la Historia. Introducción a los estudios históricos, Madrid, 1968.- H. Stuart Hughes: La Historia como arte y como ciencia, Madrid, 1967.- M. Bloch: Introducción a la Historia, México, 1952.

Entre la ingente bibliografía relativa al Apartado I, recomendamos: J. Le Goff: La civilización del Occidente medieval, Barcelona, Ed. Juventud, 1969.- M.-D. Chenu: La Théologie au XIIe siècle, París 1957.- Idem: La Théologie comme science au XIIIe siècle, París 1957, 3.ª ed.- H. de Lubac: Exégèse médiévale. Les quatre sens de l'Ecriture, 3 vols., París 1959-1961.- E. Amann: Los Carolingios, en Historia de la Iglesia dirigida por A. Flitche y V. Martin, vol. VI, Valencia, Edicep, 1975.- R. G. Villoslada: Edad Media. La Cristiandad en el mundo europeo y feudal, en Historia de la Iglesia Católica, Madrid, Edica (BAC), 1958.- W. Ullmann: The growth of papal government in the Middle Age, Londres 1955.- H. Mc. Ilwain: The growth of political thought in the West, Nueva York 1950.- E. Lewis: Medieval political ideas, 2 vols., Londres 1954.- J. B. Morrall: Political thought in Medieval Times, Nueva York 1962, 2.ª ed.- P. Riché: Education et culture dans l'Occidente barbare, 6e-8e siècles, París 1962.

Cuanto hemos expuesto en el Apartado II depende de D. Waley: Las ciudades-república italianas, Madrid, Ed. Guadarrama, 1969.- Consúltense además, E. Jordan: L'Allemagne et 1'Italie aux XIIe et XIIIe siècles, París 1939.- J. Renouard: Les Villes d'Italie de la fin du Xe siècle au début du XIVe siècle, Cours de la Sorbonne, 1962.- L. Salvatorelli: L'Italia comunale, Milán 1940.- R. S. López y J. W. Raymond: Medieval Trade in the Mediterranean World, Nueva York 1955.- G. Luzzato: An economic History of Italy, Londres 1961.- G. Fasoli: Dalla «civitas» al comune, Bolonia 1961.- W. Goetz: Le origini dei comuni italiani, Milán 1965.- J. Renouard: Les hommes d'affaires italiens du Moyen Age, París 1949.- F. Bocchi: La città medievale italiana, Florencia 1973.- E. Fiumi: Sui rapporti economici fra città e contado nell'età comunale, en Arch Stor Ital 1956.- E. Ruffini: I sistemi di deliberazione collettiva nel medievo italiano, Turín 1927.- V. Franchini: Saggio di Ricerche su l'Istituto del Podestà nei Comuni Medievali, Bolonia 1912.- G. De Vergottini: Origini e sviluppo storico della comitatinanza, en Studi Storici, XLIII, 1929.- P. Brezi: Le relazioni tra i Comuni italiani e l'Impero, en Nuove Questioni di Storia Medioevale, Milán 1964.- F. Niccolai: I consorzi nobiliari ed il comune nell'alta e media Italia, Bolonia 1940.- F. Ercole: Dal Comune al Principato, Florencia 1929.- G. Luzzato: Storia economica d'Italia. Il Medioevo, Florencia 1963.- H. Pirenne: La città del Medioevo, Bari 1971.- G. Tabacco: La storia politica e sociale, en Storia d'Italia, II: Dalla caduta dell'Impero romano al secolo XVIII, Turín 1974.- AA. VV.: Popolo e Stato in Italia nell'età di Federico Barbarrossa, Turín 1970.

Nuestra exposición sobre el Asís bajomedieval se funda en las diversas Ponencias presentadas al IV Congreso de la Sociedad Internacional de Estudios Franciscanos, recogidas en Atti del IV Convegno della Società Internazionale di Studi francescani, Asís 1977. [A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959].

Para lo referente a la Espiritualidad del Apartado IV, consúltese el breve, pero denso libro de A. Vauchez: La Spiritualità dell'Occidente medioevale, Milán, Ed. Vita e Pensiero, 1978.

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N O T A S:

[1] Cf. M. Bloch: Apologie pour l'Histoire ou métier d'historien, París 1949. L. Febvre: Combats pour l'Histoire, París 1965.

[2] Cf. W. Bauer: Introducción al estudio de la Historia, Barcelona 1952.

[3] Cf. L. Genicot: L'érémitisme dans son contexte économique et social, en L'eremitismo in Occidente nei secoli XI e XII, Milán 1965, pp. 45-69.

[4] Cf. B. H. Rosenvern y L. K. Little: Social meaning in the monastic and mendicant spiritualities, en Past and Present 63 (1974) 4-32.

[5] Cf. K. Rahner: Das Charismatische in der Kirche, en Geist und Leben 42 (1969) 251-262.

[6] Cf. H. Schürmann: Ursprung und Gestalt. Erörternungen und Gegegnungen zum N. T., Düsseldorf 1970, pp. 236-267.- Das Kirchliche Amt in N. T., Wege der Forschung, vol. 439, editado por Kertelge, Darmstadt 1977, pp. 362-412.

[7] Cf. W. Dirks: Die Antwort der Mönche, Francfurt 1953, 2.ª ed. (Trad.: La respuesta de los frailes, San Sebastián, Ed. Dinor, 1957).- J. B. Metz: Zeit der Orden? Zur Mystik und Politik der Nachfolge, Friburgo 1977, p. 45.

[8] Sobre el Adopcionismo, cf. E. Amann: Los Carolingios, en Historia de la Iglesia, dirigida por A. Flitche y V. Martin, vol. II, Valencia, Ed. Edicep, 1975, pp. 121-147.- F, J. Simonet: Historia de los mozárabes de España, Madrid 1897, reproducción fotomecánica de Amsterdam 1967, I, pp. 261-277.- A. Harnack: History of Dogma, Nueva York 1961, V, pp. 278-292.- R. D'Abadal: La batalla del adopcionismo en la desintegración de la Iglesia visigoda, Barcelona 1949.- C. Sánchez Albornoz: Islam de España, en L'Occidente e l'Islam nell'Alto Medioevo, Espoleto 1965, I, p. 155.

[9] Cf. F. Heer: The intellectual History of Europe, Nueva York 1966, p. 29.

[10] Cf. K. F. Morrison: The two kingdoms. Ecclesiology in Carolingian Political Thought, Princeton 1964.

[11] Así, Adriano I (772-795); cf. H. Fichtenau: The Carolingian Empire. The Age of Carlomagne, Nueva York 1964, p. 83.

[12] Cf. H. Fichtenau: The Carolingian Empire. The Age of Carlomagne, Nueva York 1964, p. 83, nota 6.

[13] Cf. Monumenta Germaniae Historica, Epistolae, IV, p. 137, nota 93.

[14] Cf. R. Manselli: La respublica christiana e l'Islam, en L'Occidente e l'Islam nell'Alto Medioevo, pp. 118-120.- Sobre el concepto bizantino de «sacerdotium» y «regnum», cf. D. J. Geanakoplos: Byzantine East and Latin West. Two Worlds of Christendom in Middle Age and Renaissance, Nueva York, 1966.

[15] «Decretum Graciani» en Migne: Patrologia Latina, 187, L. II, c. XXII, col. 1195, y L. II, c. XXII, q. IV, col. 1198.- H. Fichtenau: Il concetto imperiale di Carlomagno, en I problemi della civiltà carolingia, I, Espoleto 1953.

[16] Cf. Monumenta Germaniae Historica, Epistolae, V, 601.- Comentan la carta de León IV: C. Erdmann: Die Entstehung des Kreuzzuggedanken, Estuttgart 1935, p. 23.- P. Alphandery: La chrétienté et l'idée de croisade, París 1954-1959, I, p. 16.- M. García-Pelayo: El Reino de Dios, arquetipo político, 1959, p. 174.

[17] Cf. León IV: Epistula ad exercitium francorum, en Migne: PL 115, cols. 655-657.

[18] Cf. P. Kehr: Papsturkunden in Katalonien, en Abhandlungen der Gesellschaft der Wissenschaften zu Göttingen, sección filológico-histórica, nueva serie, XVIII, 2. Berlín 1926, pp. 287-288.

[19] Cf. R. Manselli: La respublica christiana e l'Islam, en L'Occidente e l'Islam nell'Alto Medioevo, p. 30.

[20] Cf. G. Vismana: Impium foedus. La illiceità delle aleanze con gli infedeli nella «res publica christiana» medioevale, Milán 1950.

[21] Cf. G. Dumézil: Los dioses de los indoeuropeos, Barcelona 1970.- Idem: L'idéologie tripartite des Indo-européens, Bruselas 1958.

[22] Cf. M. Bloch: La société féodale, T. 1, 1939, p. 139.

[23] Cf. M. Defourneaux: Les français en Espagne aux XI et XII siècles, París 1949, pp. 18-21.

[24] Cf. R. del Arco y Garay: España cristiana, en Historia de España, dirigida por Menéndez Pidal, VI, p. 381.

[25] Cf. G. Landner: The concepts of Ecclesia and Christianitas and their relations to the Idea of Papal Plenitudo potestatis from Gregory VII to Boniface VIII, en Miscelanea histórica pontificia, XVIII, 1954, pp. 49-77.

[26] Cf. A. Flitche: Reforma Gregoriana y Reconquista, en Historia de la Iglesia, vol. III, Valencia, Edicep, 1976, pp. 55ss y 93-112.

[27] Cf. P. Alphandéry y A. Dupront: La Chrétienté et l'idée de croisade, 2 vols., París 1954-1959.

[28] Cf. J. Le Goff: La civilización del Occidente medieval, Barcelona 1969, p. 95.

[29] Cf. R. López: Settecento anni fa: il ritorno all'oro nell'Occidente duecentesco, 1955.

[30] Cf. A. Dopsch: Economie-nature et économie-argent dans l'histoire mondiale, 1930.

[31] Cf. A. Sapori: Le marchand italien au Moyen Age, París 1952.- C. Cipolla: Money, prices and civilization in the Mediterranean World, Princeton 1956.- Ph. Dollinger: La Hanse, XIIe-XVIIIe siècles, París 1964.

[32] Cf. R. Génestal: Rôle des monastères comme établissements de crêdit étudié en Normandie du XIe à la fin du XIIIe siècle, París 1901.

[33] Cf. C. Violante: I vescovi dell'Italia centro-settentrionale e lo sviluppo dell'economia monetaria, en Studi sulla cristianità medioevale, Milán 1972, pp. 325-347.

[34] Cf. M.-D. Chenu: Moines, clercs et laics au carrefour de la vie évangélique (XIIe siécle), en Rev Hist Eccles 49 (1954) 59-89.

[35] Cf. D. Waley: The Papal State in the Thirteenth Century, Londres 1961.

[36] Cf. R. R. Bezzola: Les origines et la formation de la litterature courtoise en Occident, 3 vols., París 1944-1960.- H. Davenson: Les Troubadours, París 1960.

[37] Cf. Monumenta Germaniae Historica, XX, p. 396.

[38] Cf. The Itinerary of Benjamin of Tudela, editado por M. N. Adler, Londres 1907, p. 5.

[39] Cf. L. Bracaloni: Assisi medioevale. Studio storico-topografico, en Archivum Franciscanum Historicum 7 (1914) 3-19.

[40] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, pp. 242ss; II, pp. 80 y 88.

[41] Cf. L. Bracaloni: Assisi medioevale. Studio storico-topografico, en Arch Franc Hist 7 (1914) 12.

[42] Cf. C. de Giovanni: L'ampliamento di Assisi nel 1316, en Bollettino della Deputazione di storia patria per l'Umbria, LXXII/1, 1975, pp. 1-78.

[43] Sobre éstas, cf. Rationes decimarum Italiae nei secoli XIII e XIV. Umbria, editado por P. Sella, Città del Vaticano 1952.

[44] Para el tema de la casa natal, cf. G. Abate: La casa dove nacque S. Francesco d'Assisi nella sua nova documentazione storica, Gubbio 1941.- Idem: La casa natale di S. Francesco e la topografia di Assisi nella prima metà del secolo XIII, en Bollettino della Deputazione di Storia patria per l'Umbria, LXIII/1, 1966, pp. 5-110.

[45] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, para los siglos X al XIII.

[46] Cf. C. Cenci: Documentazione di vita assisana 1300-1500. I, 1300-1448, Grottaferrata 1974; II, 1449-1530, Grottaferrata 1975; III, Judici, Grottaferrata 1976.

[47] Cf. E. Sereni: Agricoltura e mondo rurale, en Storia d'Italia. I: I caratteri originali, Turín 1972, p. 183.

[48] Así L. Salvatorelli: Vita di S. Francesco di Assisi, Turín 1973, pp. iniciales.

[49] Es la opinión razonada de P. Brezzi: Francesco e i laici del suo tempo, en Francesco d'Assisi e francescanessimo dal 1216 al 1226. Atti del IV Convegno della S.I.S.F., Asís 1977, p. 177.

[50] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, pp. 556-559.

[51] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, I/1, pp. 152, 154-155; II, pp. 43-53; III, p. 17.

[52] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, pp. 547, 554-555.

[53] M. Maccarrone: Papato e Impero dalla elezione di Federico I alla morte di Adriano IV (1152-1159), Roma 1959, pp. 316-317.

[54] Cf. Historia Welforum, editada por E. Künig, Stuttgart 1938, p. 56.

[55] Cf. P. V. Riley: Francis' Assisi: its political and social History, 1175-1225, en Franciscan Studies 34 (1974) 400.

[56] Cf. M. Maccarrone: Studi su Inocenzo III, Padua 1972, pp. 9-21.- P. Zerbi: Papato, Impero e «respublica Christiana» dal 1187 al 1198, Milán 1955.

[57] Cf. D. Waley: The Papal State in the Thirteenth Century, Londres 1961, p. 37.

[58] Cf. F. Penacchi: L'anno della prigionia di S. Francesco a Perugia, en Archivio per la storia ecclesiastica dell'Umbria, 2, 1915, pp. 543-560.

[59] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, II, pp. 166-178.

[60] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, pp. 570-573.

[61] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, p. 574.

[62] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, pp. 44 y 288.

[63] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, I/1, p. 155; II, pp. 290-291.

[64] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, p. 555; II, pp. 181-182.

[65] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, p. 173.

[66] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, pp. 580-591.

[67] Cf. E. Jordan: Histoire du Moyen Age. IV, 1: L'Alemagne et l'Italie aux XIIe et XIIIe siècles, París 1939, p. 175.

[68] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, II, pp. 132-134.- G. Luzzato: Dai servi della gleba agli albori del capitalismo. Saggi di storia economica, Bari 1966, pp. 229-243, 247-276, 351-393.

[69] Cf. P. V. Riley: Francis' Assisi: its political and social History, 1175-1225, en Franciscan Studies 34(1974) p. 413.

[70] Cf. G. Tabacco: La costituzione del regno italico al tempo di Federico Barbarrossa, en el colectivo: Popolo e Stato in Italia nell'etá di Federico Barbarrossa, Turín 1970, pp. 161-177.

[71] Cf. F. Bocchi: La città medioevale italiana, Florencia 1973, pp. 23-31.

[72] Cf. W. Ullmann: The individual and Society in the Middle Age, Baltimore 1966.- J. Le Goff: Le vocabulaire des catégories sociales chez S. François d'Assisi et ses biographes du XIII siècle, en Ordres et classes. Colloque d'histoire sociale, París 1973.

[73] Cf. P. Sabatier: Vie de S. François, París 1931, p. 149. [Trad.: Francisco de Asís, Valencia, Ed. Asís, 1994].

[74] Cf. H. Roggen: Die Lebensform des hl. Franziskus von Assisi in ihren Verhältnis zur feudalen und bürgherlichen Gesellschaft Italiens, Malinas 1965, pp. 39-40; cf. un resumen y análisis de este trabajo hecho por A. Pompei: La influencia religioso-social de S. Francisco y de su primitiva fraternidad en el siglo XIII, en Selecciones de Franciscanismo n. 9 (1974) 328-335; [también, en este mismo menú].- Stanislao da Campagnola: Gli Ordini religiosi e la civiltà comunale in Umbría, en Storia e arte in Umbria nell'etá comunale. Atti del VI Convegno di Studi umbri, Perusa 1971, pp. 478-479.- Idem: Francesco di Assisi nei suoi scritti e nelle sue biografíe dei secoli XIII-XIV, Asís 1977, p. 171.- K. Esser: La Orden franciscana. Orígenes e ideales, Oñate, Ed. Aránzazu, 1976, pp. 56-59.- S. Clasen: Francisco de Asís y la cuestión social, en Sel Fran n. 9 (1974) 263-275; [también, en este mismo menú].- H. Roggen: ¿Hizo Francisco una opción de clase?, en Sel Fran n. 9 (1974) 287-295; [también, en este mismo menú].- H.-J. Stiker: Un creador en su tiempo: Francisco de Asís, en Sel Fran n. 9 (1974) 296-307.- I.-E. Motte: Se llamarán «Hermanos Menores», en Sel Fran n. 12 (1975) 274-280.

[75] Cf. R. Manselli: I biografi moderni di S. Francesco, en San Francesco nella ricerca storica degli ultimi ottanta anni. Atti del IX Convegno del Centro di studi sulla spiritualità medioevale, Todi 1971, pp. 9-31.

[76] Cf. J. Le Goff: Le vocabulaire des catégories sociales chez S. François d'Assisi et ses biographes du XIII siècle, en Ordres et classes. Colloque d'histoire sociale, París 1973.

[77] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, pp. 579-580.

[78] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, p. 585.

[79] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, pp. 580-583, 610.

[80] Cf. H. Desplanques: Campagnes ombriennes. Contribution à l'étude des paysages ruraux en Italie centrale, 1969, p. 105.

[81] Cf. G. Mira: Aspetti dell'economia umbra del IX all'XI secolo, en Atti del III Convegno di studi umbri, Perusa 1965, p. 150.

[82] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, p. 179.

[83] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, I/1, pp. 44-46, 278.

[84] Cf. F. Cardini: L'aventura di un cavaliere di Cristo. Appunti per un studio sulla cavaleria nella spiritualità di San Francesco, en Studi Francescani 78 (1976) 127-198.

[85] Cf. G. Mira: Prime indagini sulle fiere umbre nel medioeveo, en Studi in onore di E. Corbino, II, Milán 1961.

[86] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, pp. 67-68, 536.

[87] Cf. P. J. Jones: Per la storia agraria italiana nel Medio Evo: lineamenti e problemi, en Riv. Storica Italiana 76 (1964) 287-348.

[88] Cf. R. Francovich: Geografia storica delle sedi urbane. I Castelli del contado fiorentino nei secoli XII e XIII, Florencia 1973, pp. 18ss.

[89] Cf. C. Cenci: Documentazione di vita assisana 1300-1500, I, Grottaferrata 1974, p. 19.

[90] Cf. A. Fortini: Nova vita di S. Francesco, ed. de 1959, III, p. 73.

[91] Cf. J. A. Jungmann: Missarum sollemnia, I, 1953, pp. 65ss.

[92] Cf. J. Leclercq: Espiritualidad occidental. Fuentes, Salamanca 1967, pp. 105-199.- Idem: Espiritualidad occidental. Testigos, Salamanca 1967, pp. 143-174.

[93] Cf. sobre el horario cluniacense N. Hunt: Cluny under Saint Hugh, 1049-1109, Indiana, Notre-Dame, 1967, pp. 99-120.

[94] Cf. J. Leclercq: The love of Learning and the Desire for God. A Study of Monastic Culture, Nueva York 1962, pp. 23-26, 77-79.

[95] Cf. W. M. McDonnell: The Beguines and Beghards in medieval culture with special emphasis on the belgian scene, New Brunswick 1954.

[96] Cf. M. Mollat: Le probleme de la pauvreté au XIIe siècle, en Vaudois languedocines et Pauvres catholiques (Cahiers de Fanjeaux, 2), Toulouse 1967.

[97] Cf. R. Manselli: L'eresia del male, Nápoles 1963.

[98] Cf. A. Dondaine: La hiérarchie cathare en Italie. De heresi catharorum, en Archivium Fratrum Praedicatorum, XIX, Roma 1949, pp. 280-312.- C. Violante: Eresie nelle città e nel contado in Italia dall'XI al XIII secolo, en Studi sulla Cristianità medioevale, Milán 1972.

[99] Cf. R. Grégoire: L'adage ascétique «Nudus nudum Christum sequi», en Studi storici in onore di O. Bertolini, Pisa 1972.

[100] Cf. D. Angelov: Il Bogomilismo. Un'eresia medioevale bulgara, Roma, 1979.- A. Borst: Die Katharer, Estuttgart 1953.- A. Dondaine: L'origine de l'hérésie médiévale, en Riv. di Storia della Chiesa in Italia, VI, Roma 1952, pp. 47-73.- R. Nelli: Le phénomène cathare, Toulouse 1964.

[101] Cf. Apothegmata Patrum. Rufo, 1, en Migne: Patrologia Greca 65, 389.- San Basilio: Epistola 45, 1, Ad monachum lapsum, en Migne: PG 32, 365.

[102] Cf. I. Hausherr: L'hésichasme. Etudes de spiritualité, en Orient. Christ. Period. 22 (1956) 5-40, 247-287.- J. Meyendorff: Grégoire Palamas. Défense des saints Hésychastes, Lovaina 1959, pp. 1-727.- Filocalia de los santos Népticos, por el obispo Macario de Corinto y Nicodemo de Hagiorita, Venecia 1782.- L'Athos et le monachisme orthodoxe, en Contacts, París 1960.

[103] Cf. L. Hardick: Storia della Regola e la sua osservanza agli inizi dell'Ordine minoritico, en el colectivo Introduzione alla Regola francescana, Milán 1969, p. 9.

[104] Cf. A. Ghinato: Una Regola in cammino, Roma-Vicenza 1973.

[105] Cf. M. Conti: La Missione degli Apostoli nella Regola francescana, Génova 1972, pp. 20-22.

[106] Cf. K. Esser: La Orden franciscana. Orígenes e ideales, Oñate, Ed. Aránzazu, 1976, pp. 139ss.

[107] Cf. Testimonia minora saeculi XIII de sancto Francisco Assisiensi, ed. de L. Lemmens, Quaracchi 1926, pp. 17-18.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol.VIII, núm. 24 (1979) 433-454]

 


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