DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana


EL MOVIMIENTO FRANCISCANO DE LOS ORÍGENES Y LA MUJER

por Marco Bartoli

 

Este artículo se presentó en el Congreso celebrado en La Verna, del 20 al 25 de agosto de 1990, y se publicó bajo el título «Il movimento francescano delle origini e la donna», en Studi Francescani 88 (1991) 379-391.

1. LAS MUJERES EN EL SIGLO XIII

Martini, Sta. Clara y Sta. IsabelPara comprender el tema de las relaciones de Francisco y sus compañeros con las mujeres, hay que recordar, aunque sólo sea sumariamente, la condición en que éstas se hallaban a principios del siglo XIII. Y, a la hora de hacerlo, nos encontramos con un problema de historiografía: todo lo que sabemos sobre las mujeres del medievo lo han escrito varones. Salvo rarísimos casos, la mayoría de las fuentes que nos informan sobre la vida concreta de las mujeres han sido escritas por clérigos. Las mujeres son una parte de ese mundo inmenso y silencioso formado por los marginados, por cuantos carecen de voz propia en la historia. La historia, la historia escrita, la han redactado quienes han podido dominarla; en cambio, los pobres, la gente carente de cultura, los sin voz no nos han legado testimonios escritos: su historia sólo puede reconstruirse interpretando las fuentes escritas por otros. Y ése es también el caso de las mujeres.

Este mismo silencio es un signo elocuente de la condición de la mujer en la sociedad medieval. En la sociedad medieval la mujer carece de voz, se encuentra en una situación de minoridad. Lo cual quiere decir que, en esa condición general de minoridad en que se halla la mujer, el ámbito de la vida religiosa es un espacio privilegiado donde se da cierta expresión de la vida femenina. De hecho, durante los siglos XII y XIII se asiste en Europa occidental a un gran florecimiento de vida y de experiencias religiosas femeninas. Un importante historiador alemán, Herbert Grundmann, habla de «un movimiento religioso femenino» existente entre los siglos XII y XIII. Se trata de experiencias muy diversas, pero que, por su novedad, llaman la atención del investigador. Durante los primeros siglos de la Edad Media, las únicas experiencias religiosas femeninas fueron experiencias monásticas. En el siglo XII, y sobre todo en el XIII, se asiste, en cambio, al florecimiento de las más variadas experiencias: experiencias de vida activa y experiencias de vida contemplativa, experiencias de estricta clausura y experiencias de contacto con el mundo de los pobres y de los necesitados. Las mujeres son así mismo protagonistas de los nuevos movimientos religiosos que surgen en torno a los predicadores itinerantes. ¿Quiénes eran esos predicadores itinerantes? Generalmente eran monjes o laicos que empezaban a predicar en las ciudades. En Francia y en Flandes hubo muchos predicadores que atrajeron con su palabra una considerable cantidad de varones, y más aún de mujeres, un séquito de gente que los seguía a pie, de ciudad en ciudad. De modo que también las mujeres forman parte esencial de todos los movimientos heréticos. Tanto los valdenses, que permitían predicar a las mujeres, como los cátaros concedían a las mujeres un cometido, un espacio, una importancia que raramente habían tenido en anteriores épocas de la Iglesia.

¿Cuáles fueron las causas de esta participación de las mujeres en la vida religiosa? Dos sobre todo. La primera fue el cierre de los lugares tradicionales de afluencia de la vida religiosa: los monasterios benedictinos cesaron de acoger mujeres, o no acogían lo suficiente. A partir de 1198, los cistercienses, la última gran Orden fruto de una reforma benedictina, que habían dado un fuerte impulso a los monasterios femeninos, limitan con la autorización del papa la fundación de nuevos monasterios femeninos y terminan por renunciar a nuevas fundaciones. Existe, por tanto, una petición que no es atendida por las estructuras tradicionales de la vida religiosa. Sin embargo, este cierre no explica por qué surgieron todas estas experiencias religiosas femeninas. Sin embargo, puede observarse cómo este fenómeno coincide con otra realidad importante de estos dos siglos, es decir, con el nacimiento o, mejor dicho, con el renacimiento de las ciudades. En efecto, las ciudades plantean problemas religiosos completamente nuevos, puesto que ponen en comunicación ambientes sociales muy diversos unos de otros, presentan amplios estratos de pobreza que antes se hallaban difuminados en el campo y que ahora toman cuerpo en las grandes masas de campesinos que se han trasladado a las ciudades creando nuevos problemas para la predicación y para la presencia de la Iglesia en esos nuevos contextos. El problema de la nueva religiosidad femenina se enmarca también dentro del problema más amplio de las nuevas exigencias de religiosidad urbana de los siglos XII y XIII.

2. FRANCISCO DE ASÍS Y LAS MUJERES

Giotto, San Francisco y Sta. Clara Cuando Francisco se encontró con el mundo religioso femenino, se encontró con una serie de experiencias ya en marcha, con una vibración que conmovía al mundo en que él vivía. ¿Cuál fue la actitud personal de Francisco hacia las mujeres? ¿Qué actitud propuso a los frailes? En el corpus de los escritos de Francisco hay escasísimas referencias a las mujeres: aparte del título de la denominada Carta a todos los fieles, sólo encontramos algunas breves observaciones, un capítulo en cada una de las Reglas y, prácticamente, nada más. A mi parecer, esta escasez de referencias explícitas responde a una actitud que Francisco quería comunicar a sus frailes. Una actitud sumamente prudente y respetuosa, pero nada misógina, es decir, una actitud sin hostilidad ni prejuicios. Intentamos explicarlo a partir precisamente de los dos fragmentos contenidos en las Reglas.

El primero se encuentra en la Regla no bulada. En él invita a los hermanos a guardarse a malo visu et frequentia mulierum (1 R 12, título), es decir, de las miradas deshonestas, impuras, y del trato con mujeres. Eran preocupaciones muy concretas. La descripción que de ellas nos presenta la Regla no bulada es muy viva: «Ninguno se entretenga en consejos con ellas, o con ellas vaya sólo de camino, o coma a la mesa del mismo plato» (1 R 12,2). Son consejos prácticos, con la finalidad de evitar un roce exagerado, un trato demasiado familiar que pudiera suscitar la sospecha, la preocupación de otros. Idéntica preocupación por la sospecha que pueda producir la actitud exterior aparece también en la Regla bulada (2 R 11). Y esta preocupación no se refiere sólo a tener una actitud general de respeto y de cercanía a la vez; también es una preocupación concreta, pues se determina que no se admitan mujeres a la obediencia. Este punto aparece muy claramente en la Regla, y no puede afirmarse que sea algo colocado en ella por los clérigos que aconsejaron a Francisco y le ayudaron a redactarla. «Y ninguna mujer en absoluto sea recibida a la obediencia por algún hermano, sino que, una vez aconsejada espiritualmente, haga penitencia donde quiera (1 R 12,4): ésa es la idea de Francisco. Las mujeres no deben ser recibidas en la fraternitas franciscana, pero puede hablarse con ellas y se las puede aconsejar. En este fragmento se percibe igualmente la idea de que existen muchos lugares donde puede hacerse penitencia, distintas experiencias en las que las mujeres pueden vivir la vida religiosa, diferentes ambientes donde pueden llevar a la práctica sus inquietudes y experiencias. La opinión de Francisco es que los hermanos hablen con estas mujeres, que las aconsejen espiritualmente, pero que luego les dejen seguir su propio camino. Es una observación importante, pues en la misma época en que Francisco escribía estas palabras, había en cambio quienes se proponían fundar Órdenes mixtas. Las más famosa de ellas fue la de Fontainebleau, fundada algunos decenios antes por Roberto de Arbrisel; en ella vivían, en un único recinto monástico, tres comunidades distintas: una comunidad de mujeres viudas y vírgenes; otra, dedicada a la Magdalena, de mujeres redimidas, y una tercera, de varones. Las tres comunidades estaban regidas por una abadesa que tenía el gobierno de toda la comunidad. Eran comunidades de estricta clausura y sólo se reunían para la oración. Estos monasterios «dobles» y «triples», valga la expresión, tuvieron un éxito bastante considerable en toda Europa.

Francisco nunca quiso fundar una Orden mixta en este sentido. Por otra parte, tampoco optó por el camino seguido por muchos contemporáneos suyos como, especialmente, Domingo de Guzmán. ¿Qué es lo que hizo santo Domingo? A la hora de combatir la herejía, pensó en combatirla primero entre las mujeres, de hecho, su primera fundación, en Pruille, en el sur de Francia, fue una fundación femenina, constituida por ex-cátaras, que con su vida en común daban testimonio de vida religiosa. Domingo actuó, pues, como reformador o animador de comunidades femeninas. Cuando fue a Roma, el papa le encargó que reformara el monasterio de San Sixto, es decir, el monasterio de Santa María in Monte, que se llamaría más tarde de San Sixto. Domingo recibió un encargo oficial respecto a comunidades femeninas. En cambio, Francisco no tuvo esta preocupación. Ni fundó una Orden doble ni fue reformador de monasterios femeninos. En la Regla bulada repite sustancialmente las mismas normas que en la Regla no bulada: manda «firmemente a todos los hermanos que no tengan trato sospechoso o consejo de mujeres (suspecta consortia); y que no entren en monasterios de monjas, fuera de aquellos que tienen una licencia especial concedida por la Sede Apostólica» (2 R 12,1-2).

Teniendo en cuenta esta actitud de Francisco hacia las mujeres, una actitud que parece prudente en relación con las mujeres, hay que indicar, no obstante, que en sus encuentros personales con ellas manifiesta una libertad y una franqueza que raramente se encuentra en otros casos de entonces. La vida itinerante le imponía con frecuencia encontrarse y tratar con mujeres. Pues bien, en estos encuentros y trato Francisco actúa con gran libertad espiritual. Hay dos ejemplos muy interesantes: uno es el caso de Práxedes, una eremita romana, de la que nos habla el Tratado de los Milagros; el segundo es el de Jacoba de Settesoli, una mujer perteneciente a la nobleza de Roma.

Veamos primero el segundo caso. Cuando Jacoba de Settesoli o Settesogli, esposa de Graziano Frangipane, conoció a Francisco (tal vez a finales de 1212), era cabeza de una de las más importantes familias romanas. Los Frangipane remontaban su estirpe nada menos que a la gens Anicia, es decir, la familia a la que perteneció el papa Gregorio Magno, una familia que afirmaba que sus orígenes llegaban hasta Rómulo. Los Frangipane eran protagonistas de la vida de Roma desde hacía al menos dos siglos; poseían feudos en Cisterna, Terracina y Astura; en Roma ocupaban el Palatino con la Turris Cartularia y el Septisonium, de donde proviene precisamente el nombre de Settesoli. En esta familia existía una tradición de vigorosas figuras femeninas, como por ejemplo, Aldruda Frangipane, quien en 1144, tras quedar viuda al poco de contraer matrimonio con el conde Bertinero di Romagna, no dudó en colocarse al frente de las milicias de la Romaña para liberar Ancona, asediada por el ejército imperial a las órdenes de Cristiano de Maguncia.

Sobre la amistad espiritual que unió a fray Jacoba y a Francisco se ha escrito mucho; por eso, me limito a hacer unas breves observaciones. La primera es que ni Francisco ni Jacoba pensaron nunca en que ésta optara por una vida de tipo claustral: después de la muerte de su marido y tras la mayoría de edad de sus hijos, Jacoba quiso permanecer en el siglo. Su religiosidad es de tipo activo, un ideal que la impulsó, entre otras cosas, a patrocinar la primera instalación de los hermanos menores en Roma, junto a la iglesia de San Biagio, cerca de un hospicio, en el Trastèvere. Esta religiosidad de tipo activo, característica de Jacoba, probablemente es fruto de la larga tradición de viudas romanas -viduae, dedicadas a las obras de piedad-, de las que encontramos testimonios desde los tiempos de san Jerónimo; pero, a la vez, es una de las características del nuevo movimiento religioso femenino de la época, que dio vida en muchos lugares, Roma incluida, a experiencias de toda clase. La segunda observación se refiere al hecho de que las fuentes comparan constantemente a Jacoba y a la Magdalena. Sin duda, esta aproximación se basa sobre todo en el episodio más famoso de la vida de esta mujer romana, aquel en el que Francisco, viendo la cercanía de su muerte, manda escribirle una carta, pidiéndole que venga a verle y le traiga de aquellos dulces que solía prepararle durante sus estancias en Roma; como se sabe, la carta nunca se expidió porque, cuando iba a partir el mensajero, llegó Jacoba, trayendo todo cuanto Francisco había mandado pedir (cf. LP 8; 3 Cel 37-39; EP 112). Las Fuentes comparan este episodio con el de la Magdalena: así como ésta ungió el cuerpo del Señor para la sepultura, Jacoba alegró los últimos momentos de la vida de Francisco. Este acercamiento entre Jacoba y la Magdalena, repetido en las Fuentes, parece sugerirlo también la tradición penitencial de la religiosidad de Jacoba. En cualquier caso, se trata de una figura excepcional. El mismo apelativo, un tanto jocoso, de fray Jacoba es un reflejo de que, según Francisco, para ella no debían tener vigencia ni siquiera las normas tradicionales de la clausura y de la separación de sexos.

La figura de Práxedes, en cambio, remite a otro aspecto de la nueva religiosidad del siglo XIII: la experiencia religiosa de las mujeres que habían preferido optar por formas de aislamiento, más exactamente, por formas de reclusión. A estas mujeres se las llama cellane, o reclusas o encarceladas. Se recluían sobre todo junto a las basílicas (especialmente en Roma) o junto a las iglesias, entregadas a la oración. Vivían solas o en pequeños grupos, sin ver a nadie, y se sustentaban con las limosnas que les daban los peregrinos. También había reclusas que vivían junto a los monasterios; otras, en cambio, permanecían encerradas en una o varias habitaciones de sus propias casas. Este fenómeno tiende a crecer constantemente entre los siglos XII y XIV. Respecto a Práxedes, sabemos que Francisco se interesó activamente por su forma de vida religiosa. Práxedes era una de estas reclusas. Cuando conoció al Santo de Asís vivía encerrada junto a un monasterio desde hacía cuarenta años. Dice el Tratado de los milagros: «Práxedes, famosísima entre las religiosas de Roma y del imperio romano, se esconde desde muy tierna niñez en un encierro austero y vive en él por cuarenta años por amor de su Esposo eterno, merecedora por esto de singular confianza de san Francisco. Francisco la recibe a la obediencia -cosa no otorgada a ninguna otra mujer- y le concede el hábito de la Religión, es decir, túnica y cordón» (3 Cel 181). En este caso Francisco contraviene su propia Regla, a instancias de una religiosa reclusa que pide, al final de la vida, ser una religiosa menor.

Así, pues, el encuentro entre el franciscanismo y el mundo femenino no impulsó inmediatamente nuevas formas de vida común religiosa femenina. La atención de Francisco y de sus primeros compañeros se centra más bien en dialogar con todas las formas de vida religiosa femenina: una viuda se mantiene en su estado de viudez y, aunque está unida a Francisco con una intensísima amistad espiritual, continúa viviendo con su familia y dedicándose a obras de caridad; una reclusa viste el hábito franciscano, pero no por eso deja de seguir viviendo su experiencia penitencial de mujer encerrada, tal como lo había hecho hasta entonces. Son los lazos espirituales con mujeres que permanecen en el mismo estado que vivían antes.

3. CLARA

Bottes, San Francisco y Sta. Clara Clara es el único caso en el que este esquema funcionó de modo diferente. La historia de la amistad entre Francisco y Clara es extraordinaria y, al mismo tiempo, es indicio del tipo de relación que Francisco mantenía con las mujeres. Como se sabe, Clara provenía de una familia de la pequeña aristocracia de Asís, es decir, de aquel ambiente que desde unos decenios antes se había establecido en la ciudad de Asís y que, a principios del siglo XIII, se opuso a la pars populi, a la que pertenecía, en cambio, Francisco. Como es también sabido, cuando Francisco estaba prisionero en Perusa por haber combatido al lado de la pars populi, Clara estaba exiliada en la misma ciudad por pertenecer al bando contrario, el de los nobles que, junto con Perusa, luchaban contra la pars populi de Asís.

Es interesante tener en cuenta este ambiente social en el que vive Clara, porque es un aspecto que la une con las experiencias religiosas femeninas de su época. Muchas de estas experiencias están animadas, efectivamente, por mujeres provenientes de la aristocracia. La condición de la mujer en el seno de las familias aristocráticas era algo paradójica. Por una parte, la domina era exaltada por la poesía cortés-caballeresca como el ser más sublime que el hombre podía imaginar (es la idea del amor cortés y la idea de la esclavitud de amor a la mujer, sublimada, colocada sobre un pedestal); por tanto, la mujer estaba, en cierto sentido, en la cima del prestigio social. Pero, por otra parte, la realidad concreta era que en la familia aristocrática la mujer vivía encerrada en casa y constituía una mercancía de cambio en la política matrimonial de la familia; la custodia de la virginidad de las hijas y de las esposas era una de las preocupaciones del pater familias. En este sentido, en las familias aristocráticas la mujer tenía una libertad muchísimo más reducida que las mujeres de otros ambientes, por ejemplo, las de ambiente burgués y comercial. En los estatutos comunales puede verse cómo la esposa de un comerciante tenía derecho a poseer una tienda, a estipular contratos cuando el marido estaba ausente por motivo de negocios, y otros derechos similares de los que una mujer noble difícilmente podía disfrutar con idéntica libertad. Se da, pues, una contradicción que tal vez podría explicar, por ejemplo, la intolerancia hacia la familia manifestada a veces por las mujeres de la aristocracia.

La amistad entre Francisco y Clara, dos jóvenes pertenecientes a los dos bandos en lucha, creció, como es conocido, durante varias citas, preparadas por compañeros de confianza, cum honesta societate, «con discreta compañía», dice la Leyenda de Clara (LCl 7c). Vale la pena comentar brevemente la palabra honesta, pues la Regla no bulada recomienda también la honestidad, cuando dice que los sacerdotes pueden hablar con las mujeres, pero deben hacerlo honestamente, honeste (1 R 12,3). La palabra honesta, honeste viene de honor, y es la palabra feudal por excelencia. Indica el comportamiento de una persona de buena familia. La compañía honesta de la que habla la Leyenda es la compañía de una mujer de la misma clase social que Clara. Estas citas permanecieron ocultas a la familia de Clara hasta después de tomar la decisión de seguir a Francisco y escapar, la noche del Domingo de Ramos de 1211 ó 1212, con la probable benevolencia del obispo Guido. Debe subrayarse la libertad con que Francisco actuó en todos estos hechos. Él fue, sin duda, quien eligió o insinuó la fecha, el Domingo de Ramos; él fue quien cortó los cabellos de Clara, como dice el papa Alejandro IV en la Bula de canonización (n. 6). Francisco nunca fue sacerdote ni obispo, y cuando le cortó los cabellos a Clara ni tan siquiera era todavía diácono (la tonsura de una virgen estaba reservada al obispo ordinario del lugar); en aquel momento era un simple laico que asumía la responsabilidad de consagrar a una virgen. En la Vida segunda de Tomás de Celano se dice que, cuando a Francisco le reprocharon que no visitara con más frecuencia a las Damas Pobres de San Damián, respondió: «Carísimos, no creáis que no las amo de veras. Pues si fuera culpa cultivarlas en Cristo, ¿no hubiese sido culpa mayor el haberlas unido a Cristo?» (2 Cel 205). Francisco sintió con mucha fuerza la responsabilidad de haber sido quien desposara a Clara con Cristo; al menos así se deduce del testimonio de Celano; y hay que tener presente que escribió la Vida segunda en vida de Clara y que, por tanto, difícilmente podía afirmar algo con lo que Clara no estuviera de acuerdo. Sin embargo, la elección de Clara suscitaba no pocos problemas a la pequeña fraternidad de la Porciúncula. Es probable que, al principio, Francisco se planteara su relación con Clara, tal como determinó posteriormente en la Regla no bulada, es decir, dándole su consejo espiritual e invitándola a hacer penitencia donde prefiriera, es decir, en un monasterio benedictino. Tal vez pensara Francisco resolver así toda su relación con Clara, manteniendo quizá una amistad espiritual.

Clara marchó al monasterio de San Pablo de las Abadesas. Esta elección es muy significativa, porque Clara no fue allí con el propósito de ser monja profesa, puesto que ya había vendido sus bienes. Para poder ser monja profesa en un monasterio importante de benedictinas como el de San Pablo, había que aportar una dote. En cambio, Clara se presentó en el monasterio después de haber vendido su dote y, por tanto, lo lógico es que la acogieran como conversa, es decir, como sirvienta, como mujer de ayuda para el monasterio. En el fondo nos hallamos ante una experiencia idéntica a la de Francisco, quien, después de devolverle los paños a su padre, se marchó como penitente a un monasterio (cf. 1 Cel 16b). Así, pues, Clara se presentó como penitente en el monasterio de San Pablo de las Abadesas. Como se sabe, estando en aquel monasterio fue cuando ocurrió la primera reacción de su familia, pero al presentarse ante los familiares con la cabeza «tonsurada», es decir, como «mujer de iglesia», éstos no pudieron hacer nada contra ella (LCl 9). La lucha, con todo, fue muy fuerte, el encuentro muy tenso. Algunos días después Clara abandonó el monasterio de San Pablo. Generalmente se dice que lo hizo por miedo a la familia. Pero lo cierto es que se dirigió a Santo Ángelo de Panzo, que era un monasterio con muchas menos posibilidades de defenderse, pues, según las investigaciones de don Mario Sensi, era una comunidad de tipo semi-monástico, al estilo de las «beguinas», bastante de moda por entonces. De ello se deduce que la elección de Clara no estuvo dictada por miedo al exterior, a su familia, sino por una opción religiosa.

A Clara no le bastaba la vida de penitente en un monasterio benedictino; buscaba algo más, algo diverso. Esta hipótesis la confirma el hecho de que volviera a trasladarse de lugar. ¿Cuándo se produce este segundo traslado? Cuando se le une su hermana Inés y, por tanto, puede pensar no sólo en llevar a la práctica su propia experiencia personal, sino también en poner en marcha una comunidad realmente nueva. Precisamente por eso conseguiría entonces que Francisco le diera San Damián, ante la posibilidad de dar a luz una nueva experiencia. Si Clara hubiera querido defender a Inés de la familia, no habría elegido San Damián, que era una iglesita donde la familia, en la que había siete caballeros armados, hubiera podido tomar en cualquier momento a quien hubiera querido. En San Damián nació una comunidad nueva. Reconstruir la trayectoria de estos acontecimientos es también muy importante para conocer por qué Francisco parece dejar sola a Clara en aquellos momentos. El relato de la Leyenda de Santa Clara no menciona para nada a Francisco cuando habla del choque con la familia, de la llegada de Inés y de los varios traslados. Parece como si Francisco estuviera a un lado, como si se mantuviera a la expectativa. De hecho, en el Testamento de Clara hay un pasaje que induce a pensar en esa actitud más bien prudente de Francisco: «Y el bienaventurado Francisco gozó mucho en el Señor al ver que, aun siendo nosotras débiles y frágiles corporalmente, no rehusábamos indigencia alguna, ni pobreza, ni trabajo, ni tribulación, ni ignominia, ni desprecio del mundo, sino que más bien considerábamos todas estas cosas como grandes delicias, según lo había comprobado frecuentemente examinándonos a la luz de los ejemplos de los santos y de sus propios hermanos. Y movido a piedad para con nosotras se comprometió a tener, por sí mismo y por su religión, un cuidado diligente y una solicitud especial en favor nuestro, como si de sus hermanos se tratara» (TestCl 27-29). Esta última frase se encuentra también en la Regla de Clara, al igual que la alusión a la forma de vida que Francisco dio a las sorores de San Damián. Leyendo este pasaje quizás pueda decirse que, en un primer momento, Francisco pensó resolver el problema de Clara, tal como se determina en la Regla no bulada: invitándola a hacer penitencia donde quisiera; pero, tras comprobar la insistencia y persistencia de Clara y de sus compañeras en su deseo de vivir en altísima pobreza, Francisco se plegaría a aceptar hacerse cargo de ellas con la misma solicitud con que atendía a sus frailes. Dicho con otras palabras, la perseverancia de Clara obligó en cierto modo a Francisco a considerarla como parte de la fraternidad franciscana. De hecho, puede afirmarse que desde aquel momento Clara entró a formar parte del mundo franciscano, exactamente igual que los hermanos, sin ninguna distinción entre la primera y la segunda Orden, pues ambas constituyen una misma y única cosa. Pero la comunidad de San Damián representa una excepción, debida a la obstinada insistencia de Clara, quien supo ganarse también un lugar de excepción en el corazón de Francisco.

En cuanto se quiso un reconocimiento oficial de la nueva experiencia, surgieron los problemas. En 1215 el Concilio IV de Letrán determinó que todas las nuevas experiencias religiosas debían tomar como Regla una de las ya aprobadas por la Iglesia. En San Damián se eligió probablemente la Regla benedictina, y Francisco invitó a Clara a aceptar el título de abadesa. Era un título que no le gustaba. No sólo se trataba de una cuestión de humildad, como da a entender Tomás de Celano en su Leyenda de santa Clara (LCl 12). No se trataba simplemente de optar por ser humilde, por ser la última de todas, sino de preservar el carácter original de la comunidad de San Damián. Para conservar la originalidad de su experiencia, Clara actuó con mucha inteligencia, con gran intuición espiritual. Al mismo tiempo que aceptaba la Regla benedictina y, por tanto, el título de abadesa, presentó al papa una petición extraordinaria, obteniendo el primer documento pontificio de toda la historia del movimiento franciscano. Es un documento extraordinario, bellísimo y absurdo al mismo tiempo: se trata del privilegium paupertatis, el privilegio de la pobreza. Todos los monasterios, de varones o de mujeres, pedían privilegios al papa; cuantos más privilegios tenía un monasterio, más importante era. Clara obtuvo del papa el privilegio de no tener ningún privilegio, el privilegio de que nadie pudiera obligarla a poseer bienes, a tener posesiones. Este documento es un absurdo jurídico, pues es una contradicción «in se», pero es bellísimo. Dice Clara en su Testamento: «Para mayor cautela me preocupé de que el señor papa Inocencio… y otros sucesores suyos reforzaran con sus privilegios nuestra profesión de santísima pobreza» (TestCl 42). Hasta hace poco se dudaba de que Inocencio III hubiera escrito efectivamente este documento, pero es tal el número de manuscritos en que se ha conservado, que los investigadores tienen la certeza de que Inocencio III lo concedió realmente. Clara hizo que los papas sucesivos confirmaran el privilegio de la pobreza, pues ésta era la base sobre la que se fundaba la originalidad de la experiencia de San Damián. De hecho, la experiencia de San Damián es la experiencia de la pobreza absoluta, la experiencia de vivir al día: una experiencia absurda desde el punto de vista humano, si se piensa que, todavía en vida de Clara, en San Damián llegaron a haber probablemente unas cincuenta hermanas y que todas vivían de la caridad. Cincuenta personas que no sabían lo que comerían al día siguiente constituían un auténtico problema. Había que confiar en que la cuestación de cada día fuera abundante. Es comprensible, por tanto, la preocupación del papa ante una forma de pobreza tan radical. Pero esta elección diferenciaba a San Damián de todas las experiencias anteriores y contemporáneas. El problema de la pobreza se planteó de manera radical después de la muerte de Francisco, pues, como es notorio, inmediatamente surgieron disputas en el seno de la Orden franciscana. En 1230, cuatro años después de fallecer san Francisco, se celebró en Asís un capítulo más bien turbulento y que, de hecho, concluyó en nada, por lo que la Orden envió al papa una comisión de expertos con el fin de pedirle que resolviera una serie de cuestiones pendientes. Entre ellas estaban el problema de la observancia del Testamento y del Evangelio, el problema del uso y de la gestión de los bienes, el problema de la relación con las religiosas. El papa respondió con la bula Quo elongati, un escrito muy importante para interpretar la vida y la Regla franciscana. Y aquel papa no era otro que el conocido cardenal Hugolino, que había elegido el nombre del Gregorio IX al subir al pontificado, amigo de Francisco, a quien ayudó, como afirma el prólogo de la bula, en la redacción de la Regla. Se trataba, por tanto, de un hombre muy familiarizado con el mundo franciscano. Ahora bien, en esta bula el papa dispone, entre otras cosas, que los hermanos pueden tener un procurador que atienda a la gestión de sus bienes, declara que los frailes no están obligados a la observancia de todos los consejos evangélicos, sino sólo de los preceptos explícitamente recordados en la Regla; determina que el Testamento no constituye una obligación jurídica para la comunidad, y declara que, para visitar comunidades religiosas de mujeres, hay que pedir licencia a la Sede Apostólica.

La bula Quo elongati no provocó reacciones inmediatas en la Orden (más tarde los «fraticelli» de las Marcas de Ancona hablaron muy mal de ella). Pero cuando llegó a San Damián la noticia de que el papa quería regular la elección de los hermanos destinados al monasterio, Clara contestó con una respuesta muy personal, con aquel famoso discurso que puede definirse como una «huelga de hambre». Junto a San Damián había fijos cuatro o cinco hermanos: unos se ocupaban de la cuestación y, por tanto, de traer al monasterio el pan de cada día; los otros se ocupaban del alimento espiritual y, por consiguiente, de la predicación. Clara dijo: «Quítenos ya para siempre a todos los frailes, toda vez que nos retira a los que nos administran el nutrimento de vida» (LCl 37c), y despidió a todos los hermanos. Clara se sintió con derecho a decir qué era lo que debía hacerse en San Damián; se sintió autorizada a responder al papa, pensó que tenía autoridad espiritual para hacerlo, porque había conocido a Francisco antes que Hugolino y, consiguientemente, era una de las pocas personas con autoridad espiritual para dar su opinión sobre un documento tan importante como aquella bula papal. Clara se tomó esta gran libertad para mantener la originalidad de San Damián y la unidad con el conjunto del movimiento franciscano.

Dos años antes había ocurrido otro episodio no menos famoso. En 1228, con motivo de la canonización de Francisco, el papa pasó por Asís. Probablemente se acercó en aquella ocasión a San Damián e intentó convencer a Clara de que no se podía vivir siempre en una precariedad semejante, por lo que debía aceptar, al menos, alguna posesión; viendo la tenacidad con que ella mantenía su propio punto de vista, el papa le dijo: «Si temes por el voto, Nos te desligamos del voto»; a lo que Clara respondió: «Santísimo Padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo» (LCl 14), como si dijera: «Santidad, no habéis comprendido que la pobreza no tiene otra finalidad que el seguimiento de Cristo».

En la posterior lucha franciscana en torno al tema de la pobreza, se estuvo debatiendo durante más de cien años una cuestión muy importante, concretamente: si el papa podía o no podía desligar del voto de perfección evangélica. Y es interesante observar cómo Clara fue la primera en afirmar con radicalidad que la elección de la pobreza es más importante que la obediencia al papa. A principios del siglo XIV morirían en el sur de Francia varios franciscanos quemados en la hoguera por defender la libertad de no poseer graneros en sus conventos y por afirmar que «el papa que nos impone tener graneros es un hereje, y nosotros debemos seguir a Dios antes que a los hombres». Clara demostraba tener una libertad espiritual, cuando decía sustancialmente lo mismo setenta años antes. ¿De dónde provenía esta libertad espiritual? El papa sabía bien que ella era la primera compañera de Francisco. La gran libertad de Clara se basaba sobre la conciencia de este hecho.

En su lecho de muerte, en torno a Clara estaba León, Ángel y Rufino, es decir, los amigos más íntimos de Francisco. Pero Clara también había sido amiga de fray Elías; por ejemplo, le escribía a Inés de Bohemia: «Sigue los consejos de nuestro venerable padre el hermano Elías, ministro general; antepón su consejo al de todos los demás, y tenlo por más preciado que cualquier regalo» (2CtaCl 15-16). Esta amistad contemporánea con León y con Elías puede parecer extraña, pero no se olvide que Clara representa la unidad de la primera generación franciscana, dotada de un espíritu unitario. La pertenencia a la primera generación franciscana une a Elías y a León mucho más de lo que normalmente se piensa. De hecho, Elías es el último Ministro general que defiende a los hermanos laicos; después de él, todos los Ministros serán clérigos. Por otra parte, Elías era una personalidad compleja; con todo, su amistad con Clara da que pensar.

La defensa de la pobreza fue para Clara la opción básica, de tal modo que al final de su vida se vio obligada a escribir su propia Regla. En ella refundía disposiciones de la Regla de san Benito, de las constituciones que el cardenal Hugolino había redactado para los monasterios de las pauperes dominae inclusae, de la Regula bullata y de la Regula non bullata; pero en esencia se trataba de una Regla nueva, pensada y compuesta por ella, y en la cual defendía con fuerza el principio de la pobreza. Era la primera vez en toda la historia de la Iglesia que una mujer escribía una Regla para mujeres, lo cual es un dato muy revelador de la importancia de Clara en la historia de la Iglesia. Tanto le importaba su Regla que confiaba no morir antes de haber tenido en sus manos y haber besado la bula de aprobación. Y lo logró. Falleció con la satisfacción de haber visto dos días antes su Regla aprobada, y con la esperanza de que sus hermanas y compañeras pudieran tener una estabilidad de vida en común, definitivamente ligada a la Orden franciscana. Era la última tarea que Clara se había propuesto al final de su vida.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIII, núm. 69 (1994) 407-418]

 


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