ES NAVIDAD,
¡DESPÓJATE DE TU TRISTEZA!
Carta de Navidad
del Ministro General de la Orden de Hermanos Menores,
Fr. José Rodríguez Carballo
Queridos
hermanos: Es Navidad, la fiesta del Dios-con-nosotros, del Emmanuel. Es
Navidad, la fiesta del Verbo hecho carne; del Hijo que, sin dejar de serlo, se
hace nuestro hermano (cf. 2 Cel 198). Es Navidad, anuncio de paz: "Gloria
a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama" (Lc
2,14), Cristo "es nuestra paz" (Ef 2,14). Es Navidad, buena noticia
para toda la humanidad: El Impasible se siente arrastrado por una inmensa
pasión de amor. Sí, la Navidad nos revela el carácter
pasional de la encarnación: revela la pasión de Dios por el
hombre. Navidad es el inicio de las bodas entre Dios y la humanidad, el inicio
de un amor que será más fuerte que la muerte (cf. Cant 8,6). Y si
es cierto que "hay más alegría en dar que en recibir"
(Hch 20,35), entonces Navidad no es sólo fiesta de la alegría del
hombre porque se siente amado, sino también la fiesta de la
alegría de Dios porque ama. Navidad es el nacimiento de Dios en la
tierra, nacimiento del hombre en los cielos.
"OS ANUNCIO UNA GRAN
ALEGRÍA" (Lc 2,10)
En Navidad todo invita a la
alegría. Y el motivo de esa alegría es sencillo, y a la vez
humanamente increíble, sólo comprensible desde la fe: Dios
nos ha visitado, la carne de Dios se ha hecho solidaria con nuestra debilidad.
Finalmente el hombre es abrazado por quien lo ama. Pero esto se realiza de un
modo totalmente nuevo e inesperado. Si los ídolos se caracterizan por su
"grandeza enorme", su "esplendor extraordinario" y su
"aspecto terrible" (cf. Dan 2,31), si en otros tiempos Dios se
reveló como un Dios grande, tremendo, potente y glorioso, un Dios que
infunde temor (cf. Gén 3,10), ahora, al cumplirse la plenitud de los
tiempos (cf Gál 4,4), Dios manifiesta su grandeza en la pequeñez
de un recién nacido, su esplendor fascinante en un niño envuelto
en pañales, y su aspecto tremendo en un niño tiritando de
frío en un establo (cf. Lc 1,12). El Altísimo y Omnipotente
Señor, precisamente porque es grande, es también aquel del cual
no se puede pensar nada más pequeño (cf. Lc 9,48). El Dios que se
nos revela en Navidad, de hecho, es un Dios pequeño, impotente,
necesitado del hombre; un Dios frágil e indefenso, que se confía
al hombre (cf. Lc 2,7). Y, precisamente por ello, se expone al rechazo (cf. Jn
1,11). Es la vulnerabilidad del amor, que no puede no respetar la libertad del
hombre. Pero a cuantos le acogen en su pobreza, humillación y humildad,
a cuantos le acogen en su vulnerabilidad, les da "el poder de llegar a ser
hijos de Dios" (Jn 1,12).
La Navidad es siempre la fiesta de los
pobres y sencillos, y es que "Dios ama hablar con los sencillos" (
Volg. Pr 3,23). María fue la primera en recibir la
invitación a la alegría (Lc 1,28), y su Magníficat
es el himno de exultación de todos los humildes (cf. Lc 1,46ss). Los
pastores son los primeros en recibir la buena noticia del nacimiento del
Salvador (cf. Lc 2,10), y en responder a ella con la alabanza (cf. Lc 2,20).
Juan salta de gozo cuando estaba todavía en el seno de su madre (cf. Lc
1,44), y cuando Jesús da comienzo a su ministerio, el Precursor "se
llena de alegría por la voz del Esposo" (Jn 3,29). Por su parte,
Francisco, el Poverello, el mismo que hacia el final de sus días,
ya medio ciego y en medio de las mayores privaciones, pudo cantar el
Cántico de las Criaturas, considerando la humildad de la
encarnación, y contemplando el misterio de la Navidad deja derretir su
corazón en inefable gozo (cf. 1 Cel 84).
Es la alegría de la Navidad
comunicada a los pobres, a los sencillos, a los limpios de corazón, como
María, los pastores, Juan, Francisco. Dios no se revela a los sabios y
prudentes (cf. Lc 10,21), escoge a lo que el mundo desprecia (cf. 1 Cor 1,28).
Estos no se alegran ni siquiera por lo que Dios hace en ellos. Sería
como apropiarse del don recibido. Los pobres y sencillos se alegran porque se
descubren llenos de Dios. Y es que cada uno lo acoge en la medida en que lo
magnifica, y es capaz de magnificarlo en la medida en que cede el puesto a su
grandeza, abajándose. La Navidad no sólo nos muestra el camino
que Dios ha recorrido para encontrarse con el hombre, sino también el
camino que el hombre debe recorrer para acoger a Dios: Él, siendo rico
se hizo pobre por amor, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9);
Él, "el Pastor grande de las ovejas" (Heb 13,20), se muestra a
los últimos, como a los pastores; a los humildes, como a María; a
los pequeños, como a Francisco; a cuantos se retiran para dejarle
crecer, como a Juan. La grandeza del amor de Dios se manifiesta en hacerse
pequeño. Del mismo modo, la grandeza del hombre se muestra en dejar
espacio a aquel por cuyo nacimiento una legión del ejército
celestial alaba a Dios diciendo: "Gloria a Dios en el cielo y en la tierra
paz a los hombres de buena voluntad" (Lc 2,14).
"ALEGRÉMONOS
TODOS EN EL SEÑOR" (Flp 4,4)
¡Alegrémonos hermanos!,
porque ha llegado el momento prometido. ¡Alegrémonos! ¡Hagamos
fiesta!, ¡Participemos de la alegría de Dios! (cf. Sof 3,14-17).
Sí, hay motivos más que sobrados para alegrarnos. Los que no
saben leer los signos de los tiempos con los ojos de Dios, viendo las
dificultades por las que está atravesando la Iglesia, pensemos, entre
otras cosas, en los últimos escándalos; viendo las dificultades
por las que atraviesa nuestra Orden y toda la vida consagrada, pensemos en la
escasez de vocaciones; y viendo las dificultades por las que atraviesa la
sociedad, pensemos no sólo en la crisis económica que afecta a
tantos, particularmente a los más pobres, sino también la
profunda crisis cultural que estamos viviendo, piensan que hay muchas razones
para estar preocupados, y se dejan arrastrar por la tristeza, induciendo a
otros al desánimo. A muchos de estos Dios les parece abstracto e incluso
inútil, a otros muchos, sin que lo confiesen abiertamente, les pesa el
silencio de Dios. Son muchos los que ante una realidad como la que hemos
descrito y que es ciertamente dura, están viviendo la misma experiencia
por la que atravesaban los discípulos de Emaús antes de
encontrarse con el Resucitado, reflejada en aquel "nosotros
esperábamos
" (Lc 24,21). En cambio, para quien sabe leer todo
desde Dios, sin cerrar los ojos ante todas estas realidades que acabamos de
señalar, descubre sobrados motivos para estar alegres. Estos asumen la
realidad no como una derrota sino como un desafío, una oportunidad y un
kairós. Y todo ello porque saben que el Señor vino para
quedarse con nosotros -"plantó su tienda entre nosotros" (Jn
1,14)-; vino para caminar a nuestro lado todos los días, hasta el final
de los tiempos (cf. Mt 28,21). Ya no nos podrán llamar abandonados, ni a
nuestra tierra devastada (cf. Is 62,4). Hemos sido visitados por quien
esperábamos: El Salvador, el Mesías, el Señor (cf. Lc
2,11).
Si la fuente de la alegría
está en la posesión de un bien conocido y amado, y en el
encuentro y la comunión con los demás, con mayor razón
como creyentes y como Hermanos Menores estamos llamados a experimentar una gran
alegría cuando entramos en comunión profunda con Dios, confesado
con el bien supremo (cf. AlD 3), aun en medio del invierno, y de la
noche oscura por la que uno pueda estar pasando.
"
PARA QUE
VUESTRA ALEGRÍA SEA PLENA" (Jn 15,11)
En estos tiempos delicados y duros
es cuando más necesario se hace el testimonio de la alegría.
Quienes seguimos "más de cerca" a Cristo estamos llamados a
participar de la alegría del mismo Jesús: "Os he dicho estas
cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestra
alegría sea plena" (Jn 15,11). La alegría plena no es una
posibilidad, menos aún una utopía. Para nosotros los creyentes es
una responsabilidad. Si la alegría "está determinada por el
descubrimiento de sentirse satisfechos" (H. G. Gademer); si la
alegría es la experiencia de plenitud, entonces quien ha gustado el amor
de Dios, y lo ama con corazón acogedor y agradecido, no puede dejar de
gustar esa alegría que nadie le podrá arrebatar: ni las
tribulaciones de todo tipo, ni las situaciones de gran sufrimiento y
contradicción (cf. 2 Cor 7,4; Col 1,24). Es más, entonces
descubrirá la necesidad de testimoniar esa alegría que inunda su
corazón en medio de quienes están pasando por las mismas
situaciones. Y su vida será un canto: la canción de la
alegría que ahonda sus raíces en la certeza de caminar de la
mano del Dios-con-nosotros. Y su canto ayudará a que la vida de
los demás sea una vida abierta a la esperanza. Para cuantos creemos en
Cristo, la Navidad es invitación apremiante a ser testigos de la
alegría en un mundo triste, a pesar de tantas distracciones, o
probablemente a causa de tantas distracciones, que le alejan de la razón
verdadera para estar alegres: Cristo Jesús.
Queridos hermanos: siendo la
alegría una responsabilidad para nosotros, en cuanto cristianos y a
título añadido en cuanto hijos de Francisco, no podemos privar al
mundo del testimonio de esa alegría, indecible y gloriosa
(cf. 1 Pe 1,8-9), que nace de la fe en Cristo y que consiste en una vida
escondida en Dios.
Algunos podrían preguntarse:
¿Cómo, cuándo y dónde testimoniar esa alegría?
Para responder a estas preguntas pienso sobre todo en el deber de mostrar la
alegría de nuestra vocación. La vocación nos llegó
sin que la hayamos provocado nosotros. En cierto sentido podemos decir que nos
hemos tropezado con Él y la hemos ido descubriendo a medida que le
permitíamos entrar en nuestro corazón, a través de la
escucha de la Palabra y la participación en los sacramentos, y en la
medida en que hemos acogido las mediaciones que el mismo Señor
ponía en nuestro camino para discernir su proyecto sobre nosotros. Y
poco a poco, casi sin darnos cuenta, fue naciendo una fuerte pasión por
Cristo que nos llevó a seguirle, asumiendo el Evangelio como regla
y vida, y abrazando la misma vida de Jesús: obediente, sin
nada de propio, y en castidad (cf. 2 R 1,1). Y al mismo tiempo nació la
pasión por los demás, particularmente por los últimos, y
la pasión por la Iglesia, pues descubrimos que a Jesús no se le
puede seguir dando la espalda a los rostros de Cristo pobre y crucificado, y
que no podemos amar a Cristo al margen de la Iglesia. Y nos entregamos de todo
corazón a llevar el don del Evangelio a los demás porque nos
sentíamos habitados por él. Y, como en el caso de la samaritana,
la sed saciada se convirtió en anuncio y misión (cf. Jn 4,1ss).
Son muchos los hermanos que, aún
después de muchos años y en medio de toda clase de pruebas,
siguen testimoniando la alegría de su vocación. Pienso en los
hermanos que viven con gozo sin nada propio y que por ello son
verdaderamente libres de todo afán de poder y de poseer. Son tan pobres
que sólo tienen a Dios y eso les basta, pues lo han descubierto como
riqueza a saciedad (cf. AlD 4). Son tan pobres que sienten la alegría de
la libertad evangélica. Pienso en los hermanos que viviendo desde la
lógica del don, y superando cualquier tipo de barrera cultural,
religiosa y geográfica, se entregan incondicionalmente a llevar la buena
noticia del Evangelio a todos, a los de cerca y a los de lejos.
Pienso en quienes son probados por la enfermedad, o en quienes, como Pablo,
sienten el dolor de una espina clavada en su carne (cf. 2 Cor 12,7), y,
sin embargo, siguen derramando sonrisa y sembrando alegría a su
alrededor, porque se sienten amados por el Dios amor (cf. AlD 4). Pienso en
quienes, sabedores de que llevan su vocación en vasijas de barro (cf. 2
Cor 4,7), pero seguros de que en su debilidad se manifiesta la potencia del
Señor (cf. 2 Cor 12,9), siguen, día a día, soportando el
peso y el calor de la jornada, con la mano en el arado sin mirar atrás,
a pesar de que el suelo a roturar se presenta duro y haya que contar con muchas
piedras y malezas que ponen en peligro el que la semilla fructifique. Pienso,
en fin, en cuantos acogen con gozo el don de los hermanos (cf. Test 14), y, al
mismo tiempo, se dedican con constancia a construir fraternidad, sin esperar
nada a cambio sino el bien del hermano. ¡Gracias, hermanos, por ser
misioneros de la alegría!
Junto a estos, hay otros hermanos en los
cuales el peligro de la rutina, de la desmotivación, de la tristeza, de
la mediocridad y de la falta de pasión en la entrega se hace presente en
sus vidas y se trasparenta en sus rostros. Sufren y sin querer hacen sufrir
pues no se les ve felices. En situaciones así, si uno no quiere entrar
en un camino sin retorno, se hace necesario volver al primer amor, a
redescubrir al Dios-con-nosotros. Se hace necesario volver a la
oración, fuente de la que mana la alegría de encontrarse con el
Señor, fuego contra el frío de la indiferencia, de la
desmotivación y de la tristeza. Cuando oramos nuestro corazón se
libra de tantas escorias y nos libra de los caprichos del humor pasajero.
Además, cuando entramos en nuestro cuarto y en lo secreto oramos al
Padre (cf. Mt 6,6), sentimos otra gran alegría: la de interceder por los
demás. Como lo fue para Francisco, también para nosotros, la
experiencia de Dios ha de ser la primera fuente de alegría. Por otra
parte es necesario descubrir la belleza de la fraternidad abierta a la Iglesia,
al mundo y a la creación entera. El invierno por el que estamos
atravesando en la vida religiosa y franciscana, y en la misma vida de la
Iglesia, no ha de verse como un camino de muerte, sino como un tiempo de
poda, el tiempo propicio para trabajar las raíces, para volver a lo
esencial, para dejaros encontrar de nuevo por Dios. Lo demás lo
hará él y nuestra vida volverá a ser un canto a la
alegría.
"¡DESPÓJATE DE TU TRISTEZA!" (cf. Bar
5,1)
Hermano, tú que vives envuelto en
la tristeza, despójate de ella, porque "ya reina tu Dios" (Is
52,7), porque el recién nacido es el Emmanuel, el
Dios-con-nosotros (cf. Mt 1,23). Vosotros que estáis atravesando
una noche oscura y que pensáis que hemos llegado al ocaso,
"no estéis tristes ni lloréis [
], porque la
alegría del Señor es vuestra fuerza" (Neh 8,9-10). Navidad
nos cuestiona profundamente si estamos viviendo o no la alegría del
Dios-con-nosotros. La humanidad tiene necesidad de una vida cristiana y
franciscana que sea trasparencia de Cristo y que se manifieste en la
donación total, gozosa y apasionada. Ésta será una gran
propuesta vocacional. Somos misioneros más por lo que somos que por lo
que hacemos o decimos. Ser alegres, cambiar nuestras actitudes deprimentes,
negativas y derrotistas por otras entusiastas, positivas y esperanzadoras, es
la condición sine qua non de una pastoral vocacional y de un
anuncio creíble del Evangelio. Francisco nos muestra el camino para
llegar a sembrar alegría: dejar que Cristo entre en nuestros corazones,
en nuestra vida, y caminar mano con mano con los demás: primero con los
hermanos que el Señor me regaló, y con los que comparto vida y
misión, y luego con todos los hombres amados de Dios, particularmente de
los últimos y de los excluidos.
Con un abrazo de Paz y Bien, os deseo a
todos: ¡Gozosa y Feliz Navidad!
Roma, 8 de noviembre 2011, fiesta del
Beato Juan Duns Escoto.
Vuestro hermano, Ministro y siervo,
Fr. José Rodríguez Carballo, Ministro general OFM