DIRECTORIO FRANCISCANO
Florecillas de San Francisco (Flor)

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Capítulo XXXVIII
Cómo San Francisco conoció en espíritu
que el hermano Elías estaba condenado
y que moriría fuera de la Orden

En cierta ocasión en que estaban de familia juntos en un lugar San Francisco y el hermano Elías, fue revelado por Dios a San Francisco que el hermano Elías estaba condenado, que apostataría de la Orden y que, finalmente, moriría fuera de la Orden. Por esta razón concibió San Francisco hacia él tal repulsión, que ni le hablaba ni conversaba con él; y, si ocurría que el hermano Elías venía a su encuentro, desviaba el camino y tiraba por otro lado para no encontrarse con él.

Así que el hermano Elías fue cayendo en la cuenta y comprendió que San Francisco estaba disgustado con él. Queriendo saber el motivo, un día se acercó a San Francisco para hablarle, y, cuando San Francisco trató de evitarlo, el hermano Elías lo detuvo cortésmente por la fuerza y comenzó a rogarle discretamente que, por favor, le dijera por qué motivo él esquivaba de aquel modo su compañía y su conversación. San Francisco le respondió:

-- El motivo es éste: me ha sido revelado por Dios que tú, por causa de tus pecados, apostatarás de la Orden y morirás fuera de ella; además Dios me ha revelado que tú estás condenado.

Al oír esto, dijo el hermano Elías:

-- Padre mío reverendo, te pido por amor de Cristo que tú, por esta causa, no me esquives ni eches de tu presencia, sino que, como buen pastor, a ejemplo de Cristo, encuentres y acojas a la pobre oveja que se pierde si tú no la ayudas. Pide a Dios por mí, para que, si es posible, revoque Él la sentencia de mi condenación, ya que se halla escrito que Dios perdona y cambia la sentencia si el pecador se enmienda de su pecado; y yo tengo tanta fe en tu oración, que, aunque estuviera en lo profundo del infierno, si tú hicieras oración por mí a Dios, yo me sentiría aliviado. Así que yo te suplico que encomiendes a Dios a este pecador, puesto que Él ha venido para salvar a los pecadores, para que me reciba en su misericordia.

Decía esto el hermano Elías con gran devoción y muchas lágrimas, por lo que San Francisco, como padre lleno de piedad, le prometió pedir por él a Dios; y así lo hizo. Y, orando a Dios con mucha devoción por él, conoció, por revelación, que su oración era escuchada por Dios en lo referente a la revocación de la sentencia de condenación del hermano Elías y que, finalmente, su alma no sería condenada, pero que ciertamente saldría de la Orden y moriría fuera de la Orden.

Y así sucedió, ya que, habiéndose rebelado contra la Iglesia el rey de Sicilia, Federico, y siendo por ello excomulgado por el papa él y todos los que le prestaran ayuda y consejo, el hermano Elías, que era reputado como uno de los hombres más doctos del mundo, requerido por el rey Federico, se puso de su parte y se hizo rebelde a la Iglesia; por esta razón fue excomulgado por el papa y privado del hábito de San Francisco.

Hallándose así excomulgado, enfermó gravemente. Enterado de ello un hermano suyo, hermano laico que había seguido en la Orden y que era hombre de vida ejemplar, fue a visitarle, y le dijo entre otras cosas:

-- Hermano mío carísimo, yo siento gran pesar de verte excomulgado y fuera de la Orden y que vas a morir en esta situación. Pero, si tú ves el camino y el modo como yo pueda ayudarte y sacarte de este peligro, gustosamente me tomaré cualquier trabajo por ti.

-- Hermano mío -respondió el hermano Elías-, la única salida es que tú vayas al papa y le supliques, por amor de Cristo y de su siervo San Francisco, por cuyas enseñanzas yo abandoné el mundo, que me absuelva de la excomunión y me devuelva el hábito de la Orden.

Su hermano le aseguró que de buen grado haría todo lo que estuviera de su parte por la salvación de su alma. Se despidió de él y fue a postrarse a los pies del Santo Padre, suplicándole con mucha humildad que concediera esa gracia a su hermano por amor de Cristo y de San Francisco. Y plugo a Dios que el papa le concediera que volviese en seguida y, si encontraba al hermano Elías aún con vida, lo absolviera, de parte suya, de la excomunión y le devolviera el hábito. Con esto partió muy contento y volvió apresuradamente al hermano Elías; lo halló aún con vida, pero en trance de morir; lo absolvió de la excomunión y le devolvió el hábito. El hermano Elías pasó de esta vida; y su alma fue salvada por los méritos y las oraciones de San Francisco, en las que el hermano Elías había tenido gran esperanza (1).

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

Capítulo XXXIX
Cómo San Antonio, predicando ante el papa y los cardenales,
fue entendido por gentes de diversas lenguas
(2)

El admirable vaso del Espíritu Santo, San Antonio de Padua, uno de los discípulos y compañeros predilectos de San Francisco, que le llamaba su obispo (3), predicó una vez en consistorio delante del papa y de los cardenales; en este consistorio había muchos hombres de diversas naciones: griegos, latinos, franceses, alemanes, eslavos, ingleses y de otras diversas lenguas del mundo. Inflamado por el Espíritu Santo, expuso y desarrolló la palabra de Dios con tanta eficacia, profundidad y claridad, que todos los que se hallaban en el consistorio, aunque eran de lenguas tan diversas, entendieron claramente todas sus palabras sin perder una, como si hubiera hablado en el idioma de cada uno de ellos; hasta tal punto, que todos quedaron estupefactos, y les pareció que se había renovado el antiguo milagro de los apóstoles en tiempo de Pentecostés, cuando hablaron en todas las lenguas por la virtud del Espíritu Santo. Y se decían unos a otros con admiración:

-- ¿No es de España (4) este que predica? Pues ¿cómo es que todos nosotros le oímos hablar en la lengua de nuestro país?

Y el mismo papa, lleno de admiración por la profundidad de sus palabras, dijo:

-- A la verdad, éste es arca del Testamento y armario de la divina Escritura (5).

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

Capítulo XL
Cómo San Antonio predicó a los peces,
y por este milagro convirtió a los herejes

Queriendo Cristo poner de manifiesto la gran santidad de su siervo San Antonio y acreditar su predicación y su doctrina santa para que fuese escuchada con devoción, se sirvió en cierta ocasión de animales irracionales, como son los peces, para reprender la necedad de los infieles herejes, del mismo modo como en el Antiguo Testamento había reprendido la ignorancia de Balaam.

Fue en ocasión que San Antonio se hallaba en Rímini, donde había una gran muchedumbre de herejes (6). Durante muchos días había tratado de conducirlos a la luz de la verdadera fe y al camino de la verdad, predicándoles y disputando con ellos sobre la fe de Jesucristo y de la Sagrada Escritura. Pero ellos no sólo no aceptaron sus santos razonamientos, sino que, endurecidos y obstinados, no quisieron ni siquiera escucharle; por lo que un día San Antonio, por divina inspiración, se dirigió a la desembocadura del río junto al mar y, colocándose en la orilla entre el mar y el río, comenzó a decir a los peces como predicándoles:

-- Oíd la palabra de Dios, peces del mar y del río, ya que esos infieles herejes rehúsan escucharla.

No bien hubo dicho esto, acudió inmediatamente hacia él, en la orilla, tanta muchedumbre de peces grandes, pequeños y medianos como jamás se habían visto, en tan gran número, en todo aquel mar ni en el río. Y todos, con la cabeza fuera del agua, estaban atentos mirando al rostro de San Antonio con gran calma, mansedumbre y orden: en primer término, cerca de la orilla, los más diminutos; detrás, los de tamaño medio, y más adentro, donde la profundidad era mayor, los peces mayores. Cuando todos los peces se hubieron colocado en ese orden y en esa disposición, comenzó San Antonio a predicar solemnemente, diciéndoles:

-- Peces hermanos míos: estáis muy obligados a dar gracias, según vuestra posibilidad, a vuestro Creador, que os ha dado tan noble elemento para vuestra habitación, porque tenéis a vuestro placer el agua dulce y el agua salada; os ha dado muchos refugios para esquivar las tempestades. Os ha dado, además, el elemento claro y transparente, y alimento con que sustentaros. Y Dios, vuestro creador cortés y benigno, cuando os creó, os puso el mandato de crecer y multiplicaros y os dio su bendición. Después, al sobrevenir el diluvio universal, todos los demás animales murieron; sólo a vosotros os conservó sin daño. Por añadidura, os ha dado las aletas para poder ir a donde os agrada. A vosotros fue encomendado, por disposición de Dios, poner a salvo al profeta Jonás, echándolo a tierra después de tres días sano y salvo. Vosotros ofrecisteis el censo a nuestro Señor Jesucristo cuando, pobre como era, no venía con qué pagar. Después servisteis de alimento al rey eterno Jesucristo, por misterio singular, antes y después de la resurrección. Por todo ello estáis muy obligados a alabar y bendecir a Dios, que os ha hecho objeto de tantos beneficios, más que a las demás creaturas.

A estas y semejantes palabras y enseñanzas de San Antonio, comenzaron los peces a abrir la boca e inclinar la cabeza, alabando a Dios con esos y otros gestos de reverencia. Entonces, San Antonio, a la vista de tanta reverencia de los peces hacia Dios, su creador, lleno de alegría de espíritu, dijo en alta voz:

-- Bendito sea el eterno Dios, porque los peces de las aguas le honran más que los hombres herejes, y los animales irracionales escuchan su palabra mejor que los hombres infieles.

Y cuanto más predicaba San Antonio, más crecía la muchedumbre de peces, sin que ninguno se marchara del lugar que había ocupado.

Ante semejante milagro comenzó a acudir el pueblo de la ciudad, y vinieron también los dichos herejes; viendo éstos un milagro tan maravilloso y manifiesto, cayeron de rodillas a los pies de San Antonio con el corazón compungido, dispuestos a escuchar la predicación. Entonces, San Antonio comenzó a predicar sobre la fe católica; y lo hizo con tanta nobleza, que convirtió a todos aquellos herejes y los hizo volver a la verdadera fe de Jesucristo; y todos los fieles quedaron confortados y fortalecidos en la fe. Hecho esto, San Antonio licenció a los peces con la bendición de Dios y todos partieron con admirables demostraciones de alegría; lo mismo hizo el pueblo.

Después, San Antonio se detuvo en Rímini muchos días, predicando y haciendo fruto espiritual en las almas (7).

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

Capítulo XLI
Cómo el hermano Simón, hombre de gran contemplación,
libró de una gran tentación a un hermano
que estaba para dejar la Orden
(8)

En los primeros tiempos de la Orden, viviendo todavía San Francisco, entró en la Orden un joven de Asís de nombre hermano Simón. Dios le adornó y dotó de tanta gracia y de tanta contemplación y elevación de espíritu, que toda su vida era un espejo de santidad, como lo oí de quienes por largo tiempo estuvieron con él. Muy raras veces era visto fuera de la celda; y las pocas veces que estaba con los hermanos, hablaba siempre de Dios.

No había estudiado nunca el latín, y, con todo, hablaba tan profundamente y con tanta sublimidad de Dios y del amor de Cristo, que sus palabras parecían palabras sobrenaturales. Una noche sucedió que, habiendo ido al bosque con el hermano Jacobo de Massa para hablar de Dios, se entretuvieron hablando dulcísimamente del amor divino durante toda la noche, y por la mañana les parecía haber estado poquísimo tiempo, como me lo refirió el mismo hermano Jacobo.

El hermano Simón recibía las divinas iluminaciones y las visitas amorosas de Dios con tanta suavidad y dulzura de espíritu, que muchas veces, al sentirlas venir, se echaba en la cama, porque la tranquila suavidad del Espíritu Santo le pedía no sólo el reposo de la mente, sino también el del cuerpo. Y en aquellas visitas divinas era con frecuencia arrebatado en Dios, y se volvía totalmente insensible a las cosas corporales. Una vez sucedió que estando él así suspenso en Dios e insensible al mundo, abrasado por dentro de amor divino y sin sentir nada exteriormente con los sentidos corporales, un hermano quiso hacer la experiencia de comprobar si era como parecía; fue, cogió una brasa y se la aplicó al pie desnudo; el hermano Simón no sintió nada, ni la brasa le dejó señal alguna en el pie, no obstante haber seguido así tanto tiempo, que se apagó por sí sola.

Este hermano Simón, cuando se sentaba a la mesa, antes de tomar el alimento corporal, tomaba para sí y daba a los demás el alimento espiritual hablando siempre de Dios. Con estos discursos devotos convirtió en cierta ocasión a un joven de San Severino, que había sido en el siglo un galán vanidoso y mundano y era noble de sangre y muy delicado en su cuerpo. El hermano Simón, cuando lo recibió en la Orden, guardó consigo sus vestidos seglares; era, en efecto, el hermano Simón el encargado de iniciarlo en las observancias regulares. Pero el demonio, que anda buscando cómo poner tropiezos a todo bien, puso en él tan fuerte estímulo y tan ardiente propensión de la carne, que le era del todo imposible resistir. Por ello fue al hermano Simón y le dijo:

-- Devuélveme mis vestidos de seglar, porque no puedo ya resistir las tentaciones carnales.

Y el hermano Simón, lleno de compasión hacia él, le decía:

-- Siéntate un poco conmigo, hijo mío.

Y comenzaba a hablarle de Dios, con lo que la tentación se marchaba. Volvía de nuevo la tentación, él volvía a pedir los vestidos al hermano Simón por causa de la tentación, y, hablándole él de Dios otras tantas veces, cesaba la tentación.

Así varias veces, hasta que, por fin, una noche le asaltó la tentación con mayor fuerza de lo acostumbrado, y, no pudiendo resistir de ninguna manera, fue al hermano Simón y le pidió de nuevo todos sus vestidos de seglar, ya que le era absolutamente imposible seguir. Entonces, el hermano Simón, como lo había hecho otras veces, lo hizo sentar junto a él; y, mientras le hablaba de Dios, el joven reclinó la cabeza en el regazo del hermano Simón presa de gran melancolía y tristeza. El hermano Simón, movido fuertemente a compasión, alzó los ojos al cielo, y, poniéndose a orar muy devotamente por él, quedó arrobado y fue escuchado por Dios. Al volver en sí, el joven se sintió libre del todo de aquella tentación, como si jamás la hubiera tenido.

Más aún, el ardor de la tentación se cambió en ardor del Espíritu Santo, porque se había acercado a aquel carbón encendido que era el hermano Simón, y quedó todo inflamado en el amor de Dios y del prójimo, en tal grado, que, habiendo sido una vez apresado un malhechor, al que habían de ser arrancados los dos ojos, movido a compasión, fue él animosamente al rector, cuando estaba reunido el consejo en pleno, y con muchas lágrimas y súplicas pidió que le fuera arrancado a él un ojo y otro al malhechor para que éste no quedara privado de los dos ojos. Al ver el rector y su consejo el gran fervor de la caridad de este hermano, perdonaron al uno y al otro.

Se hallaba un día el hermano Simón en el bosque en oración experimentando gran consolación en su alma, cuando una bandada de cornejas comenzó a molestarle con sus graznidos; él entonces les mandó, en nombre de Jesús, que se marcharan y no volvieran. Al punto partieron aquellos pájaros, y ya no fueron vistos ni allí ni en todo el contorno. Este milagro fue conocido en toda la custodia de Fermo, a la que pertenecía aquel convento (9).

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

Capítulo XLII
Algunos santos hermanos: Bentivoglia,
Pedro de Monticello y Conrado de Offida.
Y cómo el hermano Bentivoglia llevó a cuestas a un leproso
quince millas en poquísimo tiempo

La provincia de la Marca de Ancona estuvo antiguamente adornada, como el cielo de estrellas, de hermanos santos y ejemplares, que, como lumbreras del cielo, han ilustrado y honrado a la Orden de San Francisco y al mundo con sus ejemplos y su doctrina.

Entre otros hay que enumerar, en primer lugar, al hermano Lúcido el antiguo, que fue verdaderamente luciente por la santidad y ardiente por la caridad divina; su lengua gloriosa, informada por el Espíritu Santo, obtenía frutos maravillosos en la predicación (10).

Otro fue el hermano Bentivoglia de San Severino (11), a quien vio una vez el hermano Maseo de San Severino elevado en el aire por mucho tiempo mientras oraba en el bosque. Debido a este milagro, dicho hermano Maseo, que era párroco entonces, dejó el beneficio y se hizo hermano menor; y fue de tanta santidad, que hizo muchos milagros en vida y en muerte; su cuerpo está sepultado en Marro.

Ese hermano Bentivoglia, una vez que se hallaba en Trave Bonanti cuidando y sirviendo a un leproso, recibió orden de su superior de trasladarse a un convento distante quince millas. No queriendo él abandonar al leproso, con gran fervor de caridad se lo cargó a cuestas y lo llevó, desde la aurora hasta la salida del sol recorriendo todo aquel camino de quince millas, hasta el convento al que era destinado, que se llamaba Monte Sanvicino. Aunque hubiera sido un águila, no hubiera podido hacer volando todo aquel recorrido. Este divino milagro despertó en toda la región gran estupor y admiración.

Otro hermano, fray Pedro de Monticello (12), fue visto por el hermano Servadeo de Urbino, guardián suyo a la sazón en el convento viejo de Ancona, levantado corporalmente, a cinco o seis brazas del suelo, hasta los pies del crucifijo de la iglesia ante el cual estaba en oración. Este hermano Pedro había ayunado una vez con gran devoción durante la cuaresma de San Miguel Arcángel (13), y el último día de esta cuaresma, estando orando en la iglesia, un hermano joven que se había ocultado expresamente bajo el altar mayor atisbando algún hecho de santidad, le oyó conversar con San Miguel Arcángel en estos términos. San Miguel decía:

-- Hermano Pedro, tú te has fatigado fielmente por mí y has mortificado tu cuerpo de diferentes maneras. Pues bien, yo he venido para consolarte; puedes pedir la gracia que quieras, y yo te la obtendré de Dios.

-- Santísimo príncipe de la milicia celestial, fidelísimo celador del honor de Dios, protector misericordioso de las almas -respondió el hermano Pedro-, yo te pido esta sola gracia: que me obtengas de Dios el perdón de mis pecados.

-- Pide otra gracia -dijo San Miguel-, porque ésa te la alcanzaré muy fácilmente.

Y como el hermano Pedro no pedía nada más, el arcángel terminó:

-- Por la fe y la devoción que me profesas, yo te conseguiré esa gracia que pides y muchas otras.

Acabada esta conversación, que se prolongó por mucho tiempo, desapareció el arcángel San Miguel, dejándolo sumamente consolado.

Contemporáneamente a este santo hermano Pedro vivía el hermano Conrado de Offida (14). Ambos formaban parte de la familia del convento de Forano, de la custodia de Ancona. El hermano Conrado fue un día al bosque para contemplar a Dios y el hermano Pedro le fue siguiendo a escondidas para ver qué le sucedía. El hermano Conrado se puso en oración y comenzó a suplicar a la Virgen María con gran devoción y muchas lágrimas que le obtuviera de su Hijo bendito la gracia de experimentar un poco de aquella dulzura que sintió San Simeón el día de la Purificación, cuando tuvo en sus brazos a Jesús, el Salvador bendito. Hecha esta oración, fue escuchado por la misericordiosa Virgen María. En aquel momento apareció la Reina del cielo con su Hijo bendito en los brazos en medio de una luz esplendoroso; se acercó al hermano Conrado y le puso en los brazos a su bendito Hijo; él lo recibió con gran devoción, lo abrazó y lo besó apretándolo contra el pecho, consumiéndose y derritiéndose en amor divino y en un consuelo inexplicable. Y también el hermano Pedro, que estaba viendo todo desde su escondrijo, sintió en su alma una grandísima dulcedumbre y consolación.

Cuando la Virgen María dejó al hermano Conrado, el hermano Pedro se volvió rápidamente al convento para no ser visto de él; pero luego, al ver al hermano Conrado que volvía muy alegre y jubiloso, le dijo el hermano Pedro:

-- Hombre celestial, hoy has tenido una gran consolación.

-- ¿Qué dices, hermano Pedro? ¿Qué sabes tú lo que he tenido? -dijo el hermano Conrado.

Y el hermano Pedro:

-- Sí que lo sé, sí que lo sé. Te ha visitado la Virgen María con su Hijo bendito.

Entonces, el hermano Conrado, que, como hombre verdaderamente humilde, deseaba mantener secretas las gracias de Dios, le rogó que no dijera nada a nadie. Y desde entonces fue tan grande el amor que se tuvieron el uno al otro, que no parecía sino que en todo tuvieran un solo corazón y una sola alma.

Este hermano Conrado liberó en una ocasión, en el convento de Sirolo, a una mujer poseída del demonio, orando por ella toda la noche y apareciéndose a su madre; y a la mañana siguiente huyó para no ser hallado y honrado del pueblo.

En alabanza de Cristo. Amén.

Capítulo XLIII
Cómo el hermano Conrado amonestó a un hermano joven
que servía de escándalo a sus hermanos
y le hizo cambiar de conducta

Este mismo hermano Conrado de Offida, admirable celador de la pobreza evangélica y de la Regla de San Francisco, fue de vida tan religiosa y tan llena de méritos ante Dios, que Cristo bendito le honró con muchos milagros en vida y en muerte.

Entre ellos, uno fue éste: habiendo llegado una vez, de paso, al convento de Offida, los hermanos le rogaron, por amor de Dios y de la caridad, que amonestara a un hermano joven que había en aquel convento, y que perturbaba a toda la comunidad, tanto a viejos como a jóvenes, por su manera de portarse pueril, indisciplinado y libre; descuidaba habitualmente el oficio divino y las demás observancias regulares. El hermano Conrado, por compasión para con aquel joven y accediendo a los ruegos de los hermanos, le llamó aparte y con fervor de caridad le dirigió palabras de amonestación tan eficaces y llenas de unción, que, bajo la acción de la gracia divina, de niño que era, se volvió súbitamente maduro por su manera de comportarse; y tan obediente, bueno, diligente, piadoso y pacífico, tan servicial, tan aplicado a toda obra de virtud, que así como antes toda la casa andaba perturbada por causa de él, después todos estaban contentos y consolados y lo amaban profundamente.

Y plugo a Dios que poco después de su conversión muriera dicho hermano joven, con gran sentimiento de los hermanos. Pocos días después de su muerte se apareció su alma al hermano Conrado, que estaba en piadosa oración ante el altar de aquel convento, y le saludó devotamente como a padre suyo. El hermano Conrado le preguntó:

-- ¿Quién eres?

-- Yo soy el alma de aquel hermano joven que murió hace unos días -respondió.

-- Y ¿qué es ahora de ti, hijo carísimo? -volvió a preguntarle el hermano Conrado.

-- Padre amadísimo -respondió-, por la gracia de Dios y por vuestra enseñanza, me ha ido bien, porque no estoy condenado; pero, debido a algunos pecados que cometí y que no tuve tiempo para expiar suficientemente, estoy padeciendo penas muy grandes en el purgatorio. Te ruego, padre, que de la misma manera que me has ayudado cuando estaba vivo, así ahora tengas a bien socorrerme en mis penas rezando por mí algún padrenuestro, ya que tu oración es tan poderosa ante Dios.

Entonces, el hermano Conrado, accediendo de buen grado a su ruego, dijo por él una sola vez el padrenuestro con el Requiem aeternam, y aquella alma dijo:

-- ¡Oh padre carísimo, cuánto bien y cuánto refrigerio siento ahora! Por favor, dilo otra vez.

Así lo hizo el hermano Conrado. Cuando lo hubo rezado, dijo aquella alma:

-- Padre santo, cuando tú oras por mí, me siento totalmente aliviado. Te pido, pues, que no dejes de rogar por mí a Dios.

Entonces el hermano Conrado, viendo que aquella alma era ayudada tan eficazmente por sus oraciones, rezó por ella cien padrenuestros; y, en cuanto los hubo terminado, dijo el alma:

-- Te doy gracias, padre mío, de parte de Dios, por la caridad que has tenido para conmigo, porque por tu oración estoy ya libre de todas las penas, y así me voy al reino celestial.

Dicho esto, desapareció. Y el hermano Conrado, para dar a los hermanos alegría y consuelo, les refirió punto por punto toda esta visión.

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

* * *

1) Otra vez aparece en las Florecillas la sombra del hermano Elías, cuya memoria fue tan maltratada por el partido de los «espirituales» (cf. supra, Flor 4 n. 6). Datos biográficos acerca de él en LP 17 n. 14. El grupo de los celantes lo consideró como el responsable principal de la evolución de la fraternidad a costa del puro ideal de los orígenes. La crítica histórica ha rehabilitado hoy en gran parte la memoria del inteligente colaborador de San Francisco, de cuya confianza gozó siempre, a pesar de cuanto se dice en este relato.

2) Este capítulo y el siguiente están dedicados a San Antonio de Padua, una de las conquistas más valiosas de la primera generación franciscana, si bien él no fue de los «compañeros» de San Francisco.

3) Así en el encabezamiento de la carta en que le autorizaba a enseñar la teología a los hermanos: «Al hermano Antonio, mi obispo». Está atestiguada por 2 Cel 163.

4) En aquel tiempo se daba el nombre de España a toda la península Ibérica; Portugal, patria de San Antonio, era uno de los reinos de España.

5) Fue, en efecto, Gregorio IX quien, según la Legenda de San Antonio, le calificó de «arca del Testamento» después de oírle predicar (Legenda Assidua 11).

6) Se trata de los cátaros o patarenos, muy extendidos a la sazón en el norte de Italia.

7) La predicación a los peces aparece por primera vez en la vida de San Antonio escrita por Juan Rigaud entre 1293 y 1319, pero el escenario es cerca de Padua. El sermón está calcado, a todas luces, en el que San Francisco dirigió a los pájaros (supra, Flor 16), aunque con un contenido poético muy inferior. Por otra parte, como sucede en otros milagros atribuidos a San Antonio en época tardía, los seres irracionales aparecen instrumentalizados para un fin apologético, mientras que el diálogo que San Francisco entabla con las hermanas aves, con la hermana cigarra, con la hermana liebre, con el hermano fuego, carecen de una ulterior intención; les habla, o, mejor, se habla a sí mismo, a impulsos de una fe que le hace sentirse hermano de toda creatura, efecto del amor del Padre Dios.

8) Comienzan ahora los trece capítulos en que los protagonistas no son ya los «compañeros» de San Francisco, sino una serie de hermanos de gran virtud de la Marca de Ancona, en cuyo escenario geográfico y espiritual se realizó la compilación Actus-Fioretti, como dijimos en la introducción.

El hermano Simón de Asís fue uno de los puntales de la resistencia pacífica a la evolución de la «comunidad»; según Ángel Clareno, fue perseguido, junto con el grupo de celantes, por el ministro general Crescencio de Jesi. Murió en 1250.

9) Según el texto latino, era el convento de Brunforte. La «custodia» era una circunscripción regional dentro de una provincia religiosa. La provincia de la Marca de Ancona, una de las creadas en 1217, contaba en los comienzos del siglo XIV con siete custodias y 88 conventos.

En el manuscrito de Actus, publicado por M.A.G. Little, se lee al final de este capítulo: «Y yo, hermano Hugolino de Monte Santa María, estuve en Brunforte durante tres años y vi con mis propios ojos este milagro, bien notorio así a los seglares como a los hermanos de toda la custodia».

10) De este hermano Lúcido habla repetidas veces el libro de las Conformidades, de Bartolomé de Pisa. También él es mencionado por Ángel Clareno entre los celantes perseguidos por Crescencio de Jesi. Y no sabemos si debe ser identificado con aquel inquieto hermano Lúcido, que no paraba en ningún lugar, y a quien San Francisco señalaba como ejemplo de sentido de peregrinación (EP 85).

11) Se trata del Beato Bentivoglia (latinizado, Bentivolius) de Bonis, de la familia de este apellido, fallecido en fecha incierta, después de 1232. Su culto ha sido reconocido oficialmente.

12) También su culto ha sido oficialmente reconocido con el nombre de Beato Pedro de Treia, nombre actual del antiguo Monticello. Murió en 1304, en el convento de Sirolo. Figuró entre los más destacados del grupo de los «espirituales».

13) Era una de las «cuaresmas» observadas por San Francisco, por la devoción que él profesaba al arcángel San Miguel. Comenzaba en la fiesta de la Asunción. Fue durante esa cuaresma, en 1224, cuando recibió las llagas.

14) El Beato Conrado de Offida, entrado en la Orden en 1256 y fallecido en Bastia en 1306, es, juntamente con Pedro Juan Olivi, uno de los representantes más autorizados y venerados del partido de los «espirituales»; se distinguió por su espíritu de contemplación y su amor a la pobreza. De él habla ampliamente Ángel Clareno.

Florecillas - Cap. 30-37 Florecillas - Cap. 44-48

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