DIRECTORIO FRANCISCANO
ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS

VALORES EVANGÉLICOS
DE LA REGLA DE S. FRANCISCO HOY

por Julio Micó, o.f.m.cap.

.

Las palabras del Señor: «Convertíos y creed en la buena noticia» (Mc 1,15) podrían ser el marco adecuado desde donde leer esta reflexión sobre los valores evangélicos contenidos en nuestra Regla.

Como creyentes que intentan seguir a Jesús, la invitación a convertirnos para poder creer en la actualidad del Reino nos lanza irremediablemente por el camino de la búsqueda esperanzada de nuestra propia identidad, con la plena convicción de que, si nos dejamos guiar por su Espíritu, avanzaremos en nuestro empeño por crear una Fraternidad que responda a las exigencias de la Iglesia y de la sociedad.

El Concilio Vaticano II supuso para nosotros un despertar de esperanzas, que puso en movimiento todo un dinamismo de renovación en fidelidad a los orígenes y abierto a los retos que la sociedad nos presentaba; fruto de ello fueron las diferentes Constituciones, que representan la «lectura actualizada» de nuestro proyecto de vida, es decir, de la Regla. Pero si, a nivel teórico, podemos darnos por satisfechos al haber conseguido la meta propuesta, no cabe decir lo mismo al hablar de su actuación o de su puesta en práctica.

Hemos convertido el diseño de nuestra identidad, tal como aparece en las Constituciones, en pura ideología sin apenas incidencia en nuestra vida real. Hemos creado una dicotomía entre lo que decimos ser y lo que somos en realidad, y esto nos ha llevado a una progresiva búsqueda de nuestras satisfacciones individuales, renunciando a lo utópico de nuestro proyecto común como Fraternidad. El espíritu del «postmodernismo», del que tal vez ni siquiera hayamos oído hablar, ha calado también entre nosotros, haciéndonos desistir de creer y trabajar por ese modo nuevo de ser personas que Jesús expresó con el concepto de Reino y que Francisco y sus primeros compañeros llevaron, dentro de sus posibilidades, a la práctica.

Estamos tocados por el «desencanto» y la solución individualista del «sálvese quien pueda», actitud que desentona con nuestra condición de seguidores de Jesús conforme al proyecto concebido por Francisco. Por eso nuestra apelación a la realidad, por pobre que ésta sea, no puede convertirse en horizonte o meta que justifique nuestro desencanto, sino todo lo contrario. La constatación de nuestras limitaciones y nuestra incapacidad creativa deben ser el punto de partida para caminar de nuevo en busca de esa utopía evangélica que nos manifestó Jesús con su propia vida y que Francisco y los suyos intentaron seguir como la única forma para ellos de su realización como hombres creyentes.

1. VIVIR EL EVANGELIO DENTRO DE LA IGLESIA

Nuestra identidad como Franciscanos se centra en el seguimiento evangélico de Jesús. Pero si a nivel teórico esto está claro, no lo está tanto cuando descendemos a la práctica. Seguramente hoy casi nadie nos identifica a nivel de Fraternidad como un grupo que ha optado de forma especial por el seguimiento radical del Evangelio. Nuestra vivencia del Evangelio se difumina entre la masa gris de los cristianos que ha llegado a conciliar de forma voluntarista las exigencias evangélicas con los antivalores del Reino. De este modo damos la sensación de no ser capaces de querer demostrar con nuestra vida lo que un tanto eufóricamente defendemos a nivel teórico como nuestra identidad evangélica.

El creer en la buena noticia del Reino no se reduce al campo de las ideas y de las puras intenciones. Aceptar el Reino es albergar una confianza existencial en que los valores que nos ofrece Jesús en su Evangelio son fundamentales para nuestra realización humana y que, por tanto, merece la pena arriesgarse a vivirlos, aunque tengamos que abandonar nuestras propias seguridades. Optar por el Evangelio es atreverse a reconocer que el único camino posible de nuestra realización es el recorrido por Jesús al desenmascarar y enfrentarse con el mal para crear unas condiciones humanas en las que los hombres pudieran vivir y madurar según el proyecto amoroso de Dios.

Esta decisión supone riesgos, pero hay que asumirlos como parte integrante de nuestra respuesta a la llamada que nos hace Jesús para que le sigamos. La opción por el Evangelio no es, pues, una idea abstracta y vacía; supone una concretización de actitudes y de hechos que confieren al grupo que las adopta un talante radical que ofrece como alternativa, aun a costa de sentirse desautorizados y marginados por aquellas formas sociales en que se encarna y expresa el mal al que pretendemos combatir.

Esta opción evangélica no podemos hacerla al margen de los demás creyentes que forman la Iglesia. Ésta es el ámbito natural -y sobrenatural- en el que hemos recibido el poder creer en el Evangelio y, por lo tanto, el único espacio donde poder vivirlo. Como organización humana que intenta encarnar su misterio por medio de estructuras, es, y lo será siempre, deficiente. De ahí que sea posible y deseable una crítica lúcida en todas direcciones. Pero debemos ser realistas y apoyar su proceso de conversión con nuestra propia conversión, de modo que cada vez sea más consecuente con el misterio que encarna.

El sentirnos parte de ella nos puede ayudar a trabajar con humildad, aunque sin falsos respetos ni miedos por clarificar actitudes y situaciones que ayuden a hacer más transparente el Evangelio del que es portadora y anunciadora, de modo que a los creyentes nos anime a seguirlo mejor y, a los que no lo son, les ofrezca el testimonio de una Iglesia consecuente con lo que anuncia.

2. LLAMADOS A SEGUIR A CRISTO

La vocación de hermanos menores nos coloca de lleno en el seguimiento de Jesús dentro de la Iglesia. Más allá de todas las mediaciones que hicieron posible nuestra vocación franciscana, está la llamada del Señor a configurar nuestra existencia según el modelo de hombre realizado por Jesús como primicia de los que aceptan vivir según la dinámica del Reino.

Nuestra primera profesión fue una respuesta ilusionada a esta llamada, confiados no tanto en la seguridad de nuestra propia fidelidad cuanto en la fidelidad del que nos llamó, el cual es poderoso para hacernos caminar por el camino de la conversión; una conversión que supone la asimilación progresiva de los sentimientos de Cristo.

Esta primera profesión, más que un acto aislado, fue el comienzo de una forma nueva de vida caracterizada por el deseo evangélico de formar una Fraternidad orante, pobre y casta, obediente y menor, que comparte el gozo de la propia fe con los demás creyentes que forman la Iglesia, y lo anuncia a los que no lo conocen pero buscan un modo nuevo de ser y sentirse hombres.

Mantener viva la ilusión primera, aunque enriquecida por la aportación de la experiencia, además de ser una expresión de la fidelidad a la opción tomada, compromete nuestra honestidad a la hora de presentar el proyecto franciscano a los posibles candidatos. Pues más que de presentar proyectos escritos, de lo que se trata es de ofrecer proyectos encarnados en la vida. El primer paso, por tanto, de una buena pastoral vocacional es que la Fraternidad crea existencialmente que su proyecto tiene futuro y no dé la resignada impresión de «liquidación por derribo».

Una exigencia de la fidelidad es la formación, ya que supone saberse necesitado de conversión y, por tanto, de cambio. Dada su importancia, no puede dejarse ni a la improvisación ni a la buena voluntad. Requiere tener claro para qué y cómo se forma, lo cual presupone un modelo claro de Fraternidad que, enraizado en el pasado, sea capaz de arrostrar los retos que le ofrece el presente y que le presentará el futuro.

Este empeño no debe quedarse en la formación inicial, que necesita ser continuada durante toda la vida a través de la llamada formación permanente; una formación que o la tomamos en serio o terminará haciendo de la Fraternidad un grupo de desfasados con algún que otro parche mal pegado de cursillos.

Debemos recobrar la alegría de nuestra vocación no de una forma ingenua. La experiencia que nos proporciona el paso del tiempo, más que motivo de desesperada amargura, debiera ser una constatación gozosa de la paciente bondad de Dios para con nosotros que nos empuja a caminar hacia el futuro como lugar de plenitud. Por lo tanto, la forma más coherente de agradecer esta llamada es rejuvenecerla constantemente con una actitud de conversión.

3. ORAR SIEMPRE AL SEÑOR

El sentirnos llamados al seguimiento de Cristo nos conduce, como condujo a Francisco, al encuentro con Dios; un encuentro que verifica la realidad de nuestra fe. Se da por supuesto que Dios centra nuestra fe y ésta nuestra vida. Pero, ¿qué supone realmente Dios en la organización de nuestro existir? ¿Constituye el centro desde el que nos sabemos y alrededor del cual construimos nuestra vida?

Estas preguntas pueden ser inquietantes por cuanto nos revelan lo formalista que es nuestra fe, hasta el punto de no repercutir apenas en la formulación práctica de nuestro vivir. Una prueba de la superficialidad que reviste nuestra fe es la escasa acogida de nuestro corazón a lo absoluto de Dios, es decir, la oración.

Indudablemente, una sociedad que avanza en la línea de la secularización hasta llegar al agnosticismo no favorece demasiado el ambiente de «oración y devoción» del que nos habla Francisco. Pero, precisamente por eso, necesitamos una mayor personalización de nuestra fe para poder dar razón, de forma responsable, de nuestra esperanza. En un mundo cada vez más centrado y cerrado en el hombre cabe nuestra actitud de apertura a Dios como una oferta de gratuidad donde el hombre pueda reencontrarse trascendiéndose y rompiendo sus propias barreras.

Hoy, cuando parece acentuarse el axioma de que «el hombre es la medida de todas las cosas», tenemos la oportunidad si no de ofrecernos como maestros de oración, sí al menos como testigos de la trascendencia. Con ello seguiríamos una larga tradición, encabezada por Francisco, en la que muchos hermanos nuestros supieron transmitir lo que para ellos constituía el centro de su existir: la presencia de Dios entre los hombres.

Si somos consecuentes con lo fundamental de nuestra opción evangélica, ni el apostolado, ni el trabajo, ni ocupación alguna pueden ser un obstáculo continuado para nuestra búsqueda y adoración de Dios, liberando toda nuestra creatividad para hacer posible la presencia viva de Dios que nos funda, nos acompaña y nos espera.

4. POBRES PARA DIOS Y SOLIDARIOS CON LOS HOMBRES

En el encuentro con el Señor, si de verdad es sincero, experimentamos lo que es Dios y lo que somos nosotros, su riqueza y nuestra pobreza. Sin embargo, a pesar de percibir esta nuestra menesterosidad existencial, no es lo determinante a la hora de hacer nuestra opción. Lo que nos empuja a hacernos pobres por el Reino es el ejemplo kenótico de Cristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por nosotros al tomar la carne de nuestra debilidad y predicar la buena noticia del Reino en una situación de pobreza itinerante y desarraigada.

La Fraternidad primitiva supo traducir en formas provocadoras esta actitud evangélica, presentándose como un grupo alternativo que ofrecía una forma nueva de organización económica, donde la satisfacción de las propias necesidades no producía víctimas. La austeridad y la solidaridad fueron los dos elementos donde encarnaron su pobreza, y estos mismos elementos son los que nos deben cuestionar también la nuestra.

Ante una sociedad, cuya economía se funda en el consumismo, cabe exigirnos un poco de lucidez para ver y saber distinguir las verdaderas necesidades personales de las creadas artificialmente para incrementar la producción y, con ella, la riqueza. No podemos ser tan ingenuos en nuestra inserción en la sociedad, lanzándonos a un mimetismo irreflexivo que nos iguale con los demás. El consumo del primer mundo, en el que nos encontramos, ya no es tan inocente, pues necesita para su mantenimiento seguir despojando de sus riquezas naturales, de su trabajo y de su dignidad, al llamado tercer mundo, y esto nos debe hacer pensar a la hora de concretar nuestra pobreza.

Por otra parte está la solidaridad. La necesidad, ya tradicional, de buscar bienhechores solventes que nos pudieran construir los conventos y ayudar económicamente en situaciones graves ha hipotecado, con frecuencia, nuestra libertad y nuestra identidad al convertirnos en un grupo de pobres elitistas. Nuestras relaciones con los pobres reales han sido, la mayoría de las veces, paternalistas, mientras que hemos considerado como un honor el rodearnos de gentes de clase distinguida. Desde esta situación, por desgracia no superada del todo, difícilmente podemos presentarnos como una Fraternidad pobre que comulga con la situación y las esperanzas de los pobres.

El querernos pobres de cosas no responde a una voluntad de ascetismo. Si nos sabemos pobres, tendremos que admitir la existencia de otro tipo de riquezas, que nos impiden, tanto o más que las materiales, el estar disponibles para Dios y el servicio a los hombres. El saber, el poder y otros valores más personales, pueden ser motivo de apropiación, aferrándonos a ellos como fundamento de nuestras seguridades. Sin dejar de reconocer nuestras cualidades y de tenernos una justa autoestima, no podemos utilizarlos como medio de dominio o de presión, sino que debemos compartirlos en forma de servicio solidario, sobre todo, con los más necesitados.

5. LA GRACIA DE TRABAJAR

Una consecuencia de nuestra opción pobre es la de satisfacer nuestras necesidades como Fraternidad por medio del trabajo. Sin embargo, y dado que la economía provincial se abastece, fundamentalmente, del ministerio, se da una desproporción entre lo que se trabaja y lo que se recibe. La economía clerical ofrece estos inconvenientes, el tener unos ingresos superiores a nuestra condición y el permitir un trabajo por debajo de nuestras exigencias.

El sistema conventual que predomina en nuestras Fraternidades favorece la existencia de unas ocupaciones que nadie controla y que, de forma seria, no pueden entenderse como trabajo. El trabajo, para ser tal, requiere una dedicación constante que repercuta, de algún modo, en la sociedad. Convertir la ocupación en trabajo es una trampa que sólo puede permitirse el que tiene asegurados de antemano los medios de subsistencia.

El trabajo, no obstante, tiene un valor en sí mismo que no puede reducirse a lo puramente crematístico. Además de ser un medio para adquirir lo necesario para la vida, el trabajo tiene como función la propia realización personal y la ayuda solidaria a los demás, por lo que cabe el trabajo desinteresado y sin remuneración.

De no optar por convertirnos en un grupo de marginados, y parece ser que los tiros no van por ahí, se requiere una profesionalización que centre nuestro trabajo y lo concrete en algo serio, tanto para el propio individuo como para la Fraternidad y la sociedad en la que se vive y se sirve.

6. SENTIRSE HERMANOS

El mismo Espíritu que nos lleva al seguimiento evangélico de Jesús es el que nos da unos a otros para formar la Fraternidad. Esto significa que nuestra Fraternidad es puro don, pura gracia, con vistas a testimoniar el nuevo tipo de relaciones humanas que nos ofrece Jesús por medio del Reino.

La creación de la Fraternidad supone, además del compromiso de amarse y ayudarse a responder con fidelidad al Evangelio, la existencia de unas bases humanas que hagan posible la construcción de un grupo donde las relaciones fraternas sean testimonio de una convivencia gratificante.

Este talante abierto y acogedor de la Fraternidad puede ser una oferta para una sociedad que sólo se agrupa de forma corporativista para defender sus propios intereses, pero que se refugia en su intimidad individualista a la hora de compartir su vida. Aportar un espacio en el que cada uno pueda ser él mismo y relacionarse personalmente con los otros puede ser tarea de nuestras Fraternidades, como también el basar estas relaciones, no en el poder o el dominio, sino en el servicio y la minoridad.

La Fraternidad, por último, puede aportar el ser signo de una humanidad reconciliada, donde no tengan sentido ni las luchas ni los desniveles sociales, y esto porque se ha cambiado la ambición por la solidaridad, de modo que cada uno pueda contar entre sus derechos, y también entre sus deberes, la realidad del amor y del encuentro fraterno.

7. PENITENTES DE CORAZÓN Y DE OBRA

La penitencia, entendida en el sentido tradicional de actos, no ofrece actualmente mucho interés. Pero no cabe duda de que, si pretendemos ser una Fraternidad evangélica, hay que recuperar el sentido de la conversión continua y su expresión en actitudes y gestos. El sacramento de la penitencia es el principal de ellos, pero cada uno, y la Fraternidad como tal, puede encontrar mil modos de decirse y decir a los demás que somos penitentes sabedores de nuestra fragilidad a la hora de seguir el Evangelio y que, como tales, tomamos nuestras medidas. Aceptar los achaques de la enfermedad y la vejez, afrontar el cansancio del trabajo como parte de nuestro servicio menor, decidirnos a profundizar en nuestras relaciones fraternas, sobre todo con aquellos hermanos con los que no congeniamos, ayunar de comida y de pequeños caprichos entregando el importe a los pobres, y otras muchas cosas que se nos pueden ocurrir, facilitarían nuestra docilidad penitente a la hora de permanecer abiertos a la gracia.

Además de todos estos gestos que ayudan a nuestra conversión, la faceta penitencial de nuestra vida puede ser recuperada desde una nueva dimensión si nos decidimos a afrontar, con realismo y de forma activa, la opción evangélica en que estamos empeñados y sus previsibles consecuencias. Esta aceptación gozosa del seguimiento de Jesús requiere un ambiente de austeridad alegre y luminosa que manifieste nuestra voluntad de buscar lo necesario, el Reino de Dios y su justicia, como una forma gratificante de realización.

8. LAS ESTRUCTURAS DE LA FRATERNIDAD

La Fraternidad, como grupo de hermanos reunidos por el Espíritu de Jesús para amarse recíprocamente y manifestar así que el Reino ha comenzado, necesita unas estructuras mínimas que hagan posible y favorezcan esta realidad. Generalmente, se detecta una desconfianza ante ellas porque se supone que están, casi exclusivamente, para solucionar nuestros problemas individuales, sin tener en cuenta el bien del grupo. Sin embargo, hay que retornar el sentido de la Fraternidad y sus necesidades como una instancia superior, a cuyo bien deben contribuir todos los particulares, sin abusar tampoco, por parte de la autoridad, confundiendo su propio bien con el general, e imponiendo como provechoso para la Fraternidad lo que solamente él ve como favorable. Este peligro se ahuyenta con el diálogo y el contraste de pareceres.

El funcionamiento de esta organización que llamamos Fraternidad depende de la colaboración de todos. Por tanto, el valor que debiera animar nuestra esperanza de que la Fraternidad sea evangélicamente eficaz toma el nombre de corresponsabilidad. Es decir, que la creación de un futuro, que sea razonablemente satisfactorio en cuanto a la marcha de las estructuras, depende de nuestra capacidad de conferirle a la Fraternidad un dinamismo que nos permita trabajar con ilusión en el proyecto de vida en el que estamos empeñados. El buen o mal funcionamiento de las estructuras fraternas es problema nuestro y, por lo tanto, a nosotros nos toca resolverlo. Exigirnos optimismo en estos momentos no es más que apelar a la fe que decimos poseer, reconociendo que el Espíritu del Señor es el primer interesado en que caminemos hacia adelante, si nosotros contribuimos, al menos, suprimiendo obstáculos.

9. LA ACTIVIDAD APOSTÓLICA

En nuestras Fraternidades, el apostolado participa de la ambigüedad y el clericalismo que caracteriza al apostolado de la Iglesia en general. Ambigüedad porque, al no estar claras las fronteras de la fe y la increencia, satisface un tipo de demanda sociológica que no distingue las verdaderas exigencias y necesidades de la fe, de otras más difusas que podríamos llamar «religiosas». Si la Iglesia no se decide a clarificar cuál es realmente el grupo de creyentes que necesita ser animado en su fe, y ese otro grupo al que le basta con la simple práctica religiosa, difícilmente se podrá hacer una labor ministerial que ayude a la toma de conciencia de la grandeza, pero también de las exigencias, del compromiso cristiano.

La otra faceta de nuestro apostolado es el clericalismo. Sin pretender minusvalorarlo, es un hecho que nuestra principal actividad se concreta en el ministerio pastoral; y eso debido, quiérase o no, a nuestra concepción clerical de la Orden.

En el fondo de todo esto subyace una determinada eclesiología verticalista que convendría revisar; de lo contrario, resulta un tanto hipócrita nuestra insistencia en identificarnos como Fraternidad no-clerical, mientras que todas nuestras estructuras, también la apostólica, están pensadas desde el clericalismo.

Otra concepción de Iglesia más horizontal, como Pueblo de Dios, nos daría otra forma de ver y organizar el apostolado, que en la actualidad queda bastante confuso al no estar definidas las fronteras de la creencia y la increencia, ofreciéndonos la posibilidad de trabajar en ministerios que no requieren, necesariamente, la condición de clérigos para realizarlos, y que pueden ser evangelizadores para esa gran masa que está dejando o ha dejado ya de ser creyente.

A la hora de concretar esos ministerios no-clericales deberemos tener en cuenta nuestra condición de religiosos franciscanos. Así como no todos los ministerios clericales son aptos para nuestros clérigos, del mismo modo tampoco los hermanos laicos pueden tomar indiscriminadamente cualquier opción o tarea. Existen opciones concretas de índole secular a las que nosotros, por nuestra condición de religiosos franciscanos, no podemos comprometernos de forma absoluta por ser, más bien, tarea de los laicos-seglares.

Pero esto tampoco se puede tomar como motivo para descomprometer nuestra opción radical por el Evangelio, limitándola a esa zona ambigua de nuestros intereses particulares. Toda nuestra tarea ministerial, sea clerical o no, deberá estar marcada por nuestra identidad de religiosos franciscanos.

10. ABIERTOS A LA VOLUNTAD DE DIOS

El habernos decidido a seguir a Jesús desde el Evangelio nos sitúa en la condición de buscadores de la voluntad de Dios para realizarla en nuestra vida. Esta actitud se espesa y organiza en lo que nosotros llamamos obediencia; una obediencia que debe estar acompañada por el discernimiento y cuyo sujeto es la Fraternidad.

Las funciones de autoridad y servicio están puestas para asegurar esta apertura a la voluntad divina, pero no debería agotarse en ellas tal responsabilidad. Es la propia Fraternidad la interesada en que todos obedezcamos al proyecto evangélico que hemos prometido; por tanto, debe ser la misma Fraternidad, además de los superiores, la que ejercite este deber de discernimiento, sin limitar el hecho de la obediencia a un diálogo autoridad-súbditos.

Los Capítulos provinciales y locales son el lugar adecuado para el descubrimiento y concretización de lo que entendemos por voluntad de Dios, dejando a los superiores el cuidado último de que se lleve a cabo. Es decir, que los superiores deberían ser los «gerentes» de las decisiones de la Fraternidad adoptadas en capítulo, siempre que sean una concretización de los valores expresados en la Regla y las Constituciones, y que la misma Fraternidad ha descubierto como voluntad de Dios para ella. Este primer descubrimiento de la voluntad divina no puede ser tomado como motivo de atrincheramiento en el propio modo de ver las cosas, frente a las restantes Fraternidades y los superiores. El discernimiento de una Fraternidad debe incluir también los pareceres de las otras y de los superiores, adoptando la «objeción de conciencia» solamente en casos límite y no como forma ordinaria de camuflar el empecinamiento de la propia voluntad.

11. LA AFECTIVIDAD DE LOS HERMANOS

La castidad célibe no puede ser entendida exclusivamente como simple renuncia a la actividad sexual. El ejemplo de Jesús nos muestra que la renuncia al ejercicio de la sexualidad es, más bien, una consecuencia de haber abandonado el proyecto familiar para dedicarse más plenamente al anuncio del Reino. Esta opción deja sin sentido el que nos planteemos el ejercicio de la sexualidad, por cuanto que nuestra afectividad ha tomado la forma celibataria y fraterna. De ahí que entrar en la Fraternidad suponga el abandono de todo proyecto familiar y la dedicación del potencial afectivo a las relaciones entre los hermanos y el trato con los demás.

Sin embargo, el optar por unas relaciones célibes no quiere decir que debamos renunciar a una afectividad cálida. El cariño materno que nos ofrece Francisco como modelo a superar de amor fraterno debería cuestionarnos si nuestras relaciones no pecan de adustez, como fruto de una afectividad atrofiada o acartonada.

Nuestras relaciones afectivas en la Fraternidad deberían ser una oferta de que, más allá de toda relación de pareja, existen otras formas de relacionarse afectivamente, que pueden ser tan humanizadoras y gratificantes como ella. Nuestra afectividad célibe, vivida en Fraternidad de una forma abierta pero profunda, debería ofrecer el valor testimonial de que el Evangelio nos urge a recrear unas formas nuevas de relacionarnos afectivamente, en las que el sexo no es el valor absoluto e indiscutible de maduración humana.

12. ANUNCIADORES DEL EVANGELIO

Actualmente, la evangelización entre infieles, más conocida por «Misiones», ha tomado una dinámica diferente. Los conceptos fiel-infiel, fruto de una mentalidad de cristiandad, han quedado superados por el binomio creyente - no creyente.

La presencia evangélica en otras culturas no cristianas ha sido una constante en nuestra tradición y puede seguir siéndolo. Pero el verdadero problema, por tocarnos más de cerca, radica en la descristianización de nuestra propia cultura europea. Aquí es donde nos estamos jugando nuestra identidad misionera. Si somos capaces de abrirnos, de forma dialogante, a las masas cada vez más descristianizadas para ofrecerles la buena noticia del Reino, habremos recuperado una de las facetas que nos define como franciscanos.

CONCLUSIÓN

Como parte de la Iglesia que se afana por vivir y ofrecer a los demás el Evangelio, nuestra misión radica en ser significativos desde nuestra identidad. Una identidad que, si no se logra simplemente con una vuelta arqueológica a los orígenes, tampoco se consigue ignorándolos en aras de una adaptación inconsciente y atropellada.

Como portadores del carisma de Francisco, nos incumbe la responsabilidad de preguntarnos constantemente de qué vivimos y para qué; de lo contrario, podemos caer en la trampa de ofrecer palabras huecas, cuyo contenido anida ya en otros grupos y lugares.

El hecho de tener que volver una y otra vez a releer nuestras propias raíces puede resultar un ejercicio penoso, ya que siempre nos encontraremos con el Evangelio y sus exigencias; pero puede ser también un encuentro gozoso con aquello que nos funda y nos permite un respiro a la hora de afrontar con esperanza los retos que la Iglesia y la sociedad nos plantean.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XIX, n. 56 (1990) pp. 264-274]

.