DE SAN FRANCISCO Y DE SANTA CLARA DE ASÍS |
MEDITACIÓN SOBRE
EL |
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Las biografías antiguas y modernas de Francisco de Asís son innumerables. Ellas nos presentan y comentan ampliamente, aunque con frecuencia sin espíritu crítico, su figura y los acontecimientos de su vida. Menos conocida es su obra escrita, poco extensa, es verdad, pero lo bastante consistente como para revelar un mensaje rico y coherente, distinto a veces de la imagen que se tiene de Francisco. Su escrito más conocido por el público en general es el Cántico del Hermano Sol, objeto de nuestra meditación. Esta presentación y breve comentario querrían ayudar a intuir las profundas perspectivas sobre la relación entre Dios y el mundo de las criaturas que el Cántico contiene. Un poema muy estructurado El Cántico, pronunciado y redactado en dialecto umbro, es uno de los primeros textos literarios de la lengua italiana. Una simple ojeada a su presentación tipográfica descubre una articulación muy elaborada: una estrofa introductoria, dirigida a Dios; ocho estrofas que empiezan con la aclamación «Loado seas, mi Señor» y que se reagrupan, a su vez, en cuatro pares (masculino-femenino los tres primeros); un estribillo final, que es una llamada a las criaturas. Aunque las circunstancias en que el Cántico fue dictado hacen que parezca una creación espontánea, hay sin embargo motivos para pensar que fue madurando y perfilándose lentamente en el consciente-inconsciente de su autor, cuya dimensión poética revela. Un canto surgido al final de la noche Es un tópico bastante corriente presentar a Francisco como un juglar alegre, despreocupado, músico y bailarín. El Cántico del Hermano Sol sería expresión de su forma ligera de ser. Ahora bien, los testimonios más antiguos y fiables sobre el origen de este poema fijan el momento de su composición al término de una noche oscura. Estamos en el año 1225, uno antes de la muerte de Francisco. Éste yace gravemente enfermo y casi totalmente ciego. En el jardín del monasterio de San Damián, donde Clara lo ha acogido, llega a tocar, durante el transcurso de una mala noche, el fondo físico y psíquico del sufrimiento. Sumido como en agonía, compadecido de sí mismo -escribe el biógrafo (LP 83d)-, se vuelve mediante la oración a Dios y, en un arranque de esperanza, se abre a la certeza de la vida futura que le espera. El Cántico que va a dictar Francisco a continuación es un canto de victoria sobre la desesperación que acaba de superar, una mirada todavía bañada en lágrimas, pero ya sosegada, a la bondad y armonía que Dios crea en el universo. Alabanza a Aquel que nadie puede nombrar El título que se da comúnmente al Cántico (de las Criaturas o del Hermano Sol) puede inducir a error y dar a entender que es un canto de alabanza a la creación. La verdad es que todo el texto está completamente centrado en Dios. Salvo el estribillo final, todos los versículos se dirigen a Dios, no a las criaturas. Los paralelos bíblicos con los que se compara este poema, el salmo 148 y el Cántico de las criaturas (Dan 3,57-90), se dirigen a las criaturas, a las que invitan a la alabanza. Francisco, en cambio, habla directamente a Dios. Y Dios es invocado ante todo en su supereminencia, en su distancia (¡transcendencia!): es Señor (diez veces se le designa con este nombre), Altísimo y omnipotente, suyas son la alabanza, la gloria, el honor y toda bendición (enumeración inspirada en Ap 4,9-11); la creación debe alabarlo, bendecirlo, darle gracias y servirlo. Su grandeza no excluye, sin embargo, la cercanía y la ternura, pues es «buen Señor». Con todo, tras atribuirle esos cuatro títulos, consciente de la inaccesibilidad de Dios y de la incapacidad del hombre de adueñarse de Él nombrándolo, Francisco concluye con la afirmación: «ningún hombre es digno de hacer de ti mención». Esta frase traza un límite. Todo, en la creación y en el hombre, apunta y muestra a Dios, todo habla de Él, todo lo revela, pero nada puede jamás abarcarlo en una palabra, en una imagen o un concepto. Dios está siempre allende, más lejos, en la otra ribera. Fraternidad y gloria de la creación Dios es el único al que le corresponde la alabanza, reconocimiento, mediante la acción de gracias asombrada y entusiasta, de su manifestación en el mundo. Pues todas las criaturas muestran algo de la gloria esplendorosa de Dios. Francisco enumera seis elementos constitutivos de nuestro universo familiar: el día y la noche, con sus luces diurna (el sol) y nocturnas (la luna y las estrellas); el aire, con sus diferentes estados (viento, nublado y sereno); el agua; el fuego; la tierra, con su vegetación: hierbas, flores y frutos. (Se advierte la ausencia de animales). Estas realidades están asociadas por parejas de ambos sexos: sol-luna, aire-agua, fuego-tierra. A cada una de estas criaturas se le da, según su sexo simbólico, el nombre de hermano, hermana, madre. ¿Qué genial intuición impulsó a Francisco a descubrir, por primera vez en la historia, una especie de parentesco de sangre entre el hombre y los seres inanimados? En efecto, los términos «hermano-hermana», «madre» implican, además de familiaridad y de cierta ternura, la base de una misma naturaleza y de un mismo origen. Los elementos celebrados están amasados con la misma misteriosa materia que nosotros y provienen del mismo impulso creador. Entre ellos y nosotros no hay discontinuidad radical, sino lazos que deben ser resaltados. El poema describe la belleza, el esplendor, la claridad, la utilidad, la pureza, la robustez y fuerza, el carácter alegre y precioso de estos hermanos y hermanas. El aire y la tierra no reciben calificativos -aunque a esta última se le llama, misteriosamente, «madre»-, pero Francisco detalla la movilidad incesante del primero y la armoniosa fecundidad de la segunda. Y todo ello con una simplicidad y sobriedad extremas. Palabras de cada día, ordinarias, no rebuscadas expresan, con una especie de inmediatez, lo que existe y tal como el hombre lo ve. Todo está lleno de armonía: el mundo está reconciliado, pacificado. No hay ninguna alusión al carácter nocivo, desenfrenado o destructor del viento, del agua, del fuego, de las quemaduras del sol, realidades que Francisco no podía ignorar. El Santo se sitúa, deliberadamente sin duda, en una perspectiva paradisíaca, como si exorcizara el lado negativo y el miedo a lo creado. En el mundo presente, todavía desordenado, ve ya ahora y celebra la tierra nueva y los cielos nuevos. Transmutación del lado negativo de la existencia humana ¡Qué contraste ofrecen las estrofas siete y ocho, tras el asombro ante la belleza de la creación reflejado en las seis anteriores! Del mundo de los objetos se pasa al hombre. Y no al hombre en su gloria, sino al hombre herido por la ofensa, aquejado por la enfermedad y atormentado por la angustia, abandonado a las garras de la muerte, «de la cual ningún hombre viviente puede escapar». Frente y en oposición a la luminosa armonía de las cosas, se yergue un reino de negatividad: el sufrimiento humano y la muerte, su desenlace ineludible. Las estrofas siete y ocho son un testimonio patente de esa travesía de la noche que Francisco ha tenido que recorrer. La revelación del amor divino es lo único que capacita al hombre para perdonar las ofensas y sobrellevar en paz la enfermedad y el abatimiento. Al final del camino del dolor se perfila la corona, trofeo de victoria. La misma muerte, a la que se designa con el tierno nombre de hermana, es presentada como amansada. Puesto que es imposible librarse de ella, vale la pena penetrar en su oscuro misterio, entregarse a la voluntad de Dios con la seguridad de que, una vez franqueado el umbral, se penetra en un lugar donde ya no existe la muerte. Por eso, con el mismo impulso de antes, Francisco puede alabar a Dios desde el lado negativo del ser humano que, una vez asumido, desemboca en la esperanza. Una armonía insólita A primera vista, el Cántico parece simple y lleno de unidad. Una lectura atenta revela bien pronto su complejidad e incluso algunas cisuras. Como hemos dicho, su centro no radica en lo creado, sino en el Dios sin nombre. La actitud que se exige a las criaturas, cósmicas o humanas, para con Él es la pura alabanza de Dios, cuya realidad todos los seres transparentan. Es una doxología cantada en alta voz por todo cuanto existe. El carácter luminoso y glorioso del encabezamiento y de las seis primeras estrofas del Cántico parece romperse de golpe. Surge entonces el mundo humano, evocado en su dimensión trágica: heridas relacionales, enfermedad, angustia y muerte. Pero sobre ese campo de batalla resuena una melodía sosegada que canta el amor, el perdón, la paz, la corona de gloria, la voluntad santísima de Dios. Como un eco de la bienaventuranza de los afligidos y de los perseguidos, aparece dos veces la palabra «bienaventurados». La unidad del Cántico, su armonía en el contraste, proviene del hecho de ensamblar y reconciliar los dos rostros de la realidad. Dios se manifiesta en el esplendor de la creación, y también se manifiesta en el seno de la noche humana, cuando el hombre la asume. No puede suprimirse ninguna de estas dos caras de la realidad. La alabanza a Dios puede brotar tanto de la contemplación del orden admirable de la creación, como de las más hondas profundidades del sufrimiento humano, si se percibe y asume su sentido secreto. En este año de san Juan de la Cruz (1991), uno no puede menos que aproximar esos dos cantos, aparentemente diferentes pero en realidad parecidos, que son el Cántico del Hermano Sol y el Cántico de la noche oscura. También Francisco, «¡Oh, dichosa ventura!», salió de él mismo, para encontrar y cantar al Innombrable, «en una noche oscura estando ya su casa sosegada». [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXI, n. 62 (1992) 177-180] |
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