DIRECTORIO FRANCISCANO

ESTUDIOS SOBRE LOS ESCRITOS
DE SAN FRANCISCO Y
DE SANTA CLARA DE ASÍS


EL CARISMA DE FRANCISCO DE ASÍS.
COMENTARIO A LA REGLA BULADA DE 1223

por Julio Micó, OFMCap

 

[En esta versión informatizada, omitimos las 410 notas, con abundante bibliografía, que lleva el original impreso; algunas las insertamos, del todo o en parte, en el texto, entre corchetes].

La Regla de 1223, junto con el Testamento, ha sido el único escrito de Francisco que ha alimentado durante años y siglos a los continuadores del carisma institucional del Santo: la Orden Franciscana.

La Regla ha sido desde siempre el exclusivo punto de referencia a la hora de entenderse y proyectarse como franciscanos. Su calidad jurídica de Ley Fundamental le permitía constituirse en la única portadora del carisma de Francisco hasta el punto de ser capaz, por sí sola, de dar fundamento a esa amplia organización de órdenes y congregaciones franciscanas. Sin embargo cabe preguntarse si responde a la realidad esa confianza puesta en la Regla como portadora del carisma original de Francisco; es decir, si la Regla bulada de 1223 refleja con fidelidad la «forma del santo Evangelio» que el Señor le inspiró a Francisco y éste hizo escribir «en pocas y sencillas palabras» para que el Papa la aprobara; o es, más bien, una Regla negociada por Francisco, los Ministros y la Curia romana en la que los rasgos más vigorosos del proyecto original están eliminados o, al menos, difuminados por los condicionamientos ambientales y la política curial de organización de los nuevos Movimientos religiosos.

Para responder a estas preguntas nada mejor que analizar el contenido del escrito, colocándolo dentro del contexto histórico que lo motivó y acompañó en su evolución hasta fijarlo en la Regla que hoy conocemos como «bulada».

DISTINTAS REDACCIONES DE LA REGLA

La «forma de vida» de Francisco tiene su origen en la experiencia del Misterio encarnado en Jesús. Este Misterio experimentado personalmente se concretiza, escriturizado, en el Evangelio, norma y forma de su vida y de la de todos aquellos que se le quieran unir. La Regla, antes que norma escrita, es experiencia vivida; una exigencia coherente del abrirse al Dios manifestado en el Cristo evangélico. Solamente después, y de acuerdo con las necesidades concretas, se traducirá en letra, procurando que no sustituya a la experiencia sino manteniéndola siempre a su servicio, fijando en cada momento su dinamicidad. De ahí que Francisco no distinga entre las diversas redacciones de la Regla. Para él la Regla es siempre una y la misma, a pesar de que varíe su redacción. Como expresión literaria de la «forma de vida» evangélica concedida por el Señor, deberá estar siempre atenta para traducirla con fidelidad, por eso tendrá que ser revisada continuamente por todos los hermanos reunidos en Capítulo con el fin de que en cada momento pueda ser signo y referencia exigente del proyecto de vida prometido al Señor. [Francisco entendió las diferentes redacciones de la Regla como la única forma de responder, desde situaciones distintas, a la inspiración del Señor concretada en la «forma del santo Evangelio». Así se explica la labor de los Capítulos generales, tal como apunta Vitry en una de sus cartas].

LA REGLA PRIMITIVA O «PROTOREGULA»

El género de vida que toma Francisco después de su conversión se limita a un comportamiento eremítico sin intención alguna de formar un grupo o movimiento religioso. [Basta recordar a Celano que nos lo describe diciendo que «en este período de su vida vestía un hábito como de ermitaño, sujeto con una correa; llevaba un bastón en la mano, y los pies calzados» (1 Cel 21). Sólo cuando se le acercan los primeros compañeros, con el fin de compartir su vida, abordará el Evangelio como «forma de vida» y norma de convivencia (cf. 1Cel 24; 2Cel 15; LM 3,3; TC 29). La normalización eclesial del grupo exigía la extensión por escrito de su Proyecto de vida, puesto que la Curia romana necesitaba conocer con detalle las características y pretensiones de los movimientos que pedían su aprobación. El mismo Francisco nos dice en su Testamento que «después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor papa me lo confirmó» (Test 14s).

Esta noticia sobre el «Propositum» o primera forma de vida la concreta Celano en su Vida I diciendo que «viendo el bienaventurado Francisco que el Señor Dios le aumentaba de día en día el número de seguidores, escribió para sí y sus hermanos presentes y futuros, con sencillez y en pocas palabras, una forma de vida y regla, sirviéndose, sobre todo, de textos del santo Evangelio, cuya perfección solamente deseaba. Añadió, con todo, algunas pocas cosas más, absolutamente necesarias para poder vivir santamente. Entonces se trasladó a Roma con todos los hermanos mencionados queriendo vivamente que el señor papa Inocencio III le confirmase lo que había escrito» (1 Cel 32).

La «forma del santo Evangelio» que Francisco adopta y trata de plasmar en un escrito tiene unas características especiales que enlazan con los Movimientos de espiritualidad laica y no con los de tradición monástica o eremítica, más bien clericales. El Evangelio de Misión, común a todos ellos, es el marco en el que se organiza la «forma de vida» alumbrada por Francisco y que se concreta en una confianza inmensa en Dios providente que los hace caminar por el mundo preocupados solamente en agradarle y comunicar la Buena Noticia del Evangelio. El «Propositum» originario de Francisco se concibe como una «vida»; por tanto, la base sobre la que se apoya la Fraternidad Franciscana más que jurídica es evangélica.

La imagen social que da la nueva Fraternidad contrasta enormemente con el entorno en que aparece. Asís primeramente y después los alrededores donde vive y actúa el grupo los reciben como provocadores de un orden socio-religioso que estaba fraguándose en los Comunes y del que se desligan para ofrecer una alternativa pauperística basada en el Evangelio.

La Curia romana tampoco los aceptaba mucho mejor. Inocencio III estaba aprobando por aquellos años diversos grupos religiosos. En 1201 a los Humillados; en 1208 a los Pobres Católicos de Durando de Huesca; en 1210 aceptaba el primer «Propositum» de los Pobres Lombardos de Bernardo Primo; en 1212 el de los Penitentes relacionados con el grupo anterior; en el mismo año el segundo «Propositum» de los Pobres Lombardos.

Los «Penitentes de Asís» llegaron, probablemente, en la primavera de 1210, justamente en el momento en que la Curia inocenciana entraba en contacto con todos estos Movimientos. Sin embargo sería ingenuo pensar que la aprobación «oral» de los «Penitentes de Asís» hubiera significado en la política de Inocencio III o en la actividad curial un acontecimiento de relieve. Esto supondría darle demasiado peso a los humildes orígenes franciscanos y dejarse sugestionar por la sucesiva expansión y los resultados conseguidos.

A partir del relato de Celano sobre la fijación por escrito del «Propositum» y posterior entrega a la Curia para su aprobación se han hecho varios intentos por recuperar el texto primitivo, aunque con escaso éxito. En primer lugar porque, según Quaglia, tal «Propositum» no se escribió nunca. Sin embargo los testimonios de Francisco y Celano antes aducidos hacen suponer lo contrario, pero persiste el interrogante de por qué no se ha conservado tal redacción.

Algunos franciscanistas responden a esta pregunta diciendo que no ha llegado hasta nosotros porque está incluida en la Regla de 1221. Este documento presenta, en realidad, ciertas anomalías redaccionales que evidencian el empleo mal asimilado de fragmentos anteriores al momento de ser escrita. Así, por ejemplo, la ausencia del término Hermanos Menores hasta el capítulo VI y la mención del papa Inocencio III a quien Francisco promete obediencia, muerto en Perusa en julio de 1216.

Estas anomalías de la Regla de 1221 se explican por la praxis legislativa de la Fraternidad. La acomodación de la Regla a las necesidades concretas se realizaba en los Capítulos generales con la aportación de los frailes y los boni homines que controlaban la Fraternidad por parte de la Curia. Su método era, más bien, acumulativo, por lo que Hardick insinúa como forma de aproximación al «Propositum» primitivo el desmantelamiento de normas y demás textos cuyo tiempo de inserción conocemos.

Así, habría que suprimir los textos escriturísticos añadidos por Cesáreo de Espira; las prescripciones relativas al noviciado y a la posibilidad de pasarse a otra Orden, según la bula de Honorio III Cum secundum consilium de 1220. Además habría que añadirle al capítulo I la perícopa de Lucas 9,3 sobre la Misión de los discípulos, suprimida en un Capítulo general; así como anular también la concesión hecha por el mismo Capítulo sobre el uso de una segunda túnica y la posesión de libros. Pero, como el mismo Hardick reconoce, la absoluta integridad del texto es imposible de recuperar, por lo que todo se reduce a conjeturas.

LA REGLA DE 1221

Esta Regla, como ya hemos dicho anteriormente, es una ampliación progresiva de la escrita en 1210. Jacobo de Vitry narra en una de sus cartas escrita en 1216 que «los hombres de esta Religión, una vez al año, y por cierto para gran provecho suyo, se reúnen en un lugar determinado para alegrarse en el Señor y comer juntos, y con el consejo de santos varones redactan y promulgan algunas santas constituciones, que son confirmadas por el señor papa» (BAC 964).

Celano puntualiza con más detalle sobre el modo cómo se introdujo en el capítulo VII el texto de una amonestación general que Francisco mandó escribir en un Capítulo: «Guárdense los hermanos de mostrarse ceñudos exteriormente e hipócritamente tristes; muéstrense, más bien, gozosos en el Señor, alegres y jocundos y debidamente agradables» (2 Cel 128). Esta forma de legislar evidencia que la Fraternidad no tenía una institución «regular» por la que regirse, sino que se trataba de una legislación «abierta».

El motivo de que se redactara esta versión de la Regla hay que buscarlo en la gran crisis que sufrió la Fraternidad durante la permanencia de Francisco en Oriente. Jordán de Giano narra con profusión en su Crónica todos estos avatares, que terminaron con la petición al Papa de un Cardenal Protector y la satisfacción de que así, con el favor de Dios, se calmaran los perturbadores inmediatamente y Francisco reformase la Orden según su Regla.

El grupo de frailes pertenecientes a la nueva Fraternidad, los llamados «ministros y letrados», con una formación científica y dotados de talento práctico, insistía en la necesidad de unos cuadros jurídicos más rígidos y, en particular, una clarificación de las competencias y jurisdicción de los nuevos cargos. El ejemplo de las antiguas Órdenes monásticas y el canon 13 del Concilio IV de Letrán, que prohibía la creación de cualquier Orden que no se adaptase a alguna de las Reglas tradicionales, les hacía empeñarse en una Fraternidad más organizada jurídicamente que hiciera imposible cualquier capricho individualista. Francisco no pensaba así, pero tuvo que acudir a Roma para arreglar el asunto. La petición de Hugolino como Cardenal Protector apresuró, seguramente, la redacción de una Regla para presentarla a la Curia.

Si tenemos que creer al Espejo de Perfección (EP 3) esta redacción se hizo en medio de conflictos y tensiones entre los distintos bandos. Los «ministros y letrados» presionaron para que se suprimiera el texto de Lucas 9,3 del principio de la Regla, aunque después aparece en el capítulo XIV; pero no acaba aquí todo. Si se prescinde del capítulo final, que es de puro trámite conclusivo, esta Regla tiene cuatro capítulos -XIII, XV, XVIII y XIX- en que no se cita la Escritura. Además de la coincidencia de que en ellos se conceden nuevos derechos a los superiores. De todo esto se deduce que el grupo de «ministros y letrados» influyó en su composición y que el Capítulo general de 1221, en el que Francisco presentó la Regla para darle los toques finales, añadió los capítulos antes mencionados. No obstante, su influencia debió de ser limitada ya que no terminó de agradarles del todo y reclamaron una nueva redacción que respondiera mejor a la verdadera situación de la Fraternidad. [Es evidente la tendencia de los Ministros hacia las reglas tradicionales de san Benito, san Agustín, etc., y, como es natural, la que hizo Francisco en 1221 no sigue esta línea. La Leyenda de Perusa, dentro de su partidismo, trae el relato del encontronazo de Francisco con los Ministros a raíz de la redacción de la Regla (LP 17). Este mismo texto lo trae también el Espejo de Perfección, 1].

La reelaboración que hace Francisco de la Regla de 1221, aún habiendo asumido las aportaciones de los Capítulos y de los controles Curiales, no puede ser considerada como un texto «legal» puesto que su intención es ser una «forma de vida». Detrás de su normativa, organizada más por asociación de ideas que por lógica, deja entrever la vida real de una Fraternidad itinerante compuesta de «predicadores, orantes, trabajadores, tanto clérigos como laicos» (1R 17,5), que procuran su subsistencia cotidiana dedicándose al trabajo manual o, en caso de necesidad, a la limosna. En su proyecto de imitar a Cristo en pobreza y humildad hay una alegría que lo convierte en modelo de una forma nueva de vivir la fraternidad. La Regla de 1221 conserva todavía la fresca eficacia y la fascinación que une a Francisco y sus más fieles compañeros a la experiencia evangélica originaria, evidenciando esa continuidad de evolución ideal, afirmada por todos los biógrafos, entre el franciscanismo primitivo y el más reciente desarrollo empujado por las mismas fuerzas internas y las circunstancias exteriores.

LA REGLA BULADA DE 1223

La Regla de 1221 no había satisfecho ni al grupo de «ministros y letrados» ni a los representantes de la Curia, motivo por el que no fue presentada a Roma para su aprobación.

Las Leyendas mencionan tres Reglas, de las cuales dos son posteriores a la de 1221. El Espejo dice que Francisco compuso tres Reglas: la confirmada, sin bula, por Inocencio III; otra más abreviada que se perdió, y la confirmada por Honorio III con la bula (EP 1). San Buenaventura aclara que la Regla perdida no es la de 1221, pues se la considera como la aprobada por Inocencio III, sino otra posterior (LM 4,11). Los Tres Compañeros hablan de «varias Reglas» anteriores a la bulada (TC 35), tal vez refiriéndose a las distintas redacciones por las que pasó antes de ser aprobada. Por último, Celano trae las palabras referentes a los enfermos que Francisco hizo escribir «en cierta Regla» (2 Cel 175). Estas mismas palabras se encuentran, con algunas variantes, en el capítulo X de la Regla de 1221 (1R 10,3s).

Analizando los datos aportados, parece bastante sospechosa la existencia de una Regla «más breve» perdida. Las explicaciones que se dan carecen de fundamento. ¿Por qué razón tenía fray Elías que hacer desaparecer la Regla si era una condensación de la otra más extensa de 1221 que estaba ampliamente divulgada? Los motivos de la invención y aplicación a fray Elías del «extravío» de la Regla pueden ser otros.

En el invierno de 1222 a 1223 Francisco subió con fray León y el jurista fray Bonizo a Fonte Colombo para redactar la Regla. Inmediatamente después se dirigió a Roma para consultar al cardenal Hugolino algunos problemas relacionados con la misma. El Capítulo general celebrado en junio también trabajó el documento, consiguiendo los «ministros y letrados» algunas modificaciones. La diferencia entre la Regla de 1223 y la que escribió en Fonte Colombo pudo dar pie a la formación de la «leyenda» sobre «la Regla más breve, perdida». Si tenemos en cuenta la situación en la que acabó fray Elías, resulta verosímil que le atribuyeran a él la causa de la desaparición. No obstante, las Leyendas tienen cuidado en mantener que la Regla bulada pertenece también a Francisco, puesto que la volvió a redactar literalmente idéntica a la primera, cuando todos sabemos la parte que tuvieron en ella el grupo de «ministros y letrados» y la Curia romana por medio de Hugolino.

El contenido de la Regla de 1223 es, en conjunto, una síntesis de la anterior. Se han eliminado casi todas las citas bíblicas y las largas exhortaciones, confirmándole un elegante estilo lacónico y jurídico que contrasta con el pesado y sencillo de Francisco. Además de los fragmentos pertenecientes al derecho canónico, que son extraños al Santo, han sido remodeladas también estilísticamente muchas de sus ideas; no obstante ofrece elementos suficientes para comprender en qué consistía el carisma de Francisco vivido por una Orden aprobada por la Iglesia, aunque sería de ciegos no admitir el salto cualitativo que ha sufrido el carisma de Francisco de la Regla de 1221 a la bulada de 1223, pues no resultaba fácil trasferir una experiencia de vida en un contexto canónico y jurídico sin correr el riesgo de desnaturalizarla.

Al leerlas de forma comparada se percibe inmediatamente que las diferencias no son únicamente formales, técnicas o cuantitativas, sino cualitativas, mutilantes y edulcorantes, lo cual no significa que en la Regla bulada no estén afirmados con explícita decisión los principios fundamentales del carisma franciscano, sino que algunas prescripciones e insistencias típicas de la Regla de 1221 que caracterizaban la Fraternidad primitiva, han desaparecido.

LAS EXPOSICIONES DE LA REGLA

La dinamicidad con que Francisco percibía la «forma del santo Evangelio» revelada por el Señor le impedía fijarla por escrito de una vez para siempre; de ahí su transmigración por distintas redacciones hasta llegar a la de 1223 que, por su cualidad de «bulada», era ya intangible. Francisco tuvo que hacer un gran esfuerzo para asimilar esta realidad, hasta el punto de que hay momentos en que inconscientemente se le olvida (2Cel 193).

Si Francisco, sobre todo después de haber sido confirmada la Regla, exige con tanto empeño su cumplimiento, no es por considerarla únicamente como un documento jurídico que emane obligatoriedad, sino por verla como una expresión de su carisma aceptado por la Iglesia; expresión más o menos incompleta, pero que le es suficiente para recordarle la «forma del santo Evangelio».

Desde que la Fraternidad se vio obligada, por necesidades de evolución, a darse una constitución que la definiera, los intentos de formular el carisma dentro del marco jurídico utilizado por la Curia romana para organizar los nuevos Movimientos sólo pudieron ser controlados por la tenaz insistencia de Francisco en mantener su «forma de vida» lo más coherentemente posible con su inspiración original. La advertencia del Testamento de que «no introduzcan glosas en la Regla ni en estas palabras diciendo: Esto quieren dar a entender» (Test 38) indica la tendencia de la nueva Orden por «leer» la Regla en un contexto jurídico. Una vez desaparecido el Santo, esta propensión ya no contará con obstáculos importantes que la frenen, llegando ya en 1230, solamente cuatro años después de morir Francisco, a pedir al papa Gregorio IX que les aclare si la Regla obliga al cumplimiento de todo el Evangelio o solamente a los preceptos que en ella se contienen.

La respuesta, después de descalificar el Testamento anotándolo entre los documentos no jurídicos y, por tanto, no vinculantes para los frailes, trata de sosegar los ánimos aduciendo que sólo «obliga» lo que está contenido en la Regla. Las posteriores interpretaciones auténticas de los Papas, referentes a la Regla, discurrirán por ese mismo camino del juridicismo, y las primeras exposiciones de la Regla intentarán, igualmente, hacerla inteligible a una Orden preocupada por su «cumplimiento» desde una óptica jurídica.

Las exposiciones de los Cuatro Maestros, Hugo de Digne [aunque esta exposición está escrita en un tono más espiritual, todavía se resiente de cierto juridicismo], San Buenaventura y Ángel Clareno, por no citar otros, son una muestra del interés con que abordan la Regla las primeras generaciones de frailes; un interés condicionado por la nueva situación de la Orden dentro del estatuto eclesial. Posteriormente seguirán apareciendo exposiciones de la Regla, todas con el mismo matiz canónico-jurídico, hasta llegar a los años cincuenta (del siglo XX) en que comienza a percibirse un giro más espiritual en el tratamiento de este documento.

Pero será el comentario histórico-espiritual de Esser el que marque el cambio definitivo en la forma de abordar la Regla. En realidad había sido precedido por un libro sobre la Regla -el Werkbuch- escrito en colaboración por Hardick, Terschlüssen, Esser, Grau y Scheffer. En esta misma línea han seguido los pocos que han tratado la Regla de una forma global, aunque haya que destacar también los muchos trabajos sobre temas particulares de la misma.

En la distribución temática de la Regla he seguido el sistema tradicional en capítulos, aunque subdivididos en fragmentos para más practicidad, porque creo que no hay motivos suficientes para afirmar que su división en capítulos fue debido a su uso litúrgico. Si es verdad que Francisco acostumbraba a escribir de un tirón -o, mejor, a dictar- también lo es que la Regla bulada no fue redactada solamente por él, sino que le ayudaron otros. Ya he insinuado antes los equilibrios de fuerza que aparecieron antes de su redacción. Incluso el mismo texto evidencia no sólo la ayuda de algún perito en las partes más propiamente jurídicas, sino en la refundición, en muchos fragmentos, del pensamiento de Francisco en un lenguaje elevado y extraño al Santo. De esto se deduce que los últimos retoques de la Regla fueran más de los técnicos que del propio Francisco, y que fueran ellos mismos, ya que hasta entonces todas las Reglas aprobadas por la Iglesia estaban divididas en capítulos, los que la redactaron así, con el título de cada capítulo.

Santuario de Fonte Colombo

Capítulo I.
¡EN EL NOMBRE DEL SEÑOR!
COMIENZA LA VIDA DE LOS HERMANOS MENORES

1. La Regla y Vida de los Hermanos Menores es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad.

a) LA REGLA Y VIDA

La Regla, para los que nos encontramos con ella como un documento anterior y precedente a nuestra opción religiosa, nos aparece como un manojo de leyes y preceptos dispuestos a organizar y «regular» nuestra vida. Sin embargo, las Reglas antes de ser normas han sido vida. Una vida alumbrada por grandes hombres de fe profunda y carismática que han atraído en torno suyo a otros hombres deseosos de compartir tal experiencia.

A las grandes Reglas monásticas, como norma de conducta, preceden siempre la Vida de los Padres que, escritas por alguno de sus discípulos, pretenden mantener por medio de sus enseñanzas la fuerza de cohesión que ejercieron cuando estaban vivos. Las Reglas siempre sustituyen a las Vidas de estos carismáticos y, por tanto, expresan solamente aquellos rasgos institucionales que son posible mantener en la fijación de un carisma, por mucho empeño que se ponga en detallarlo y regularlo. Si para conservar las experiencias magistrales de estos guías espirituales ha sido necesario concretarlas en fórmulas normativas, como son las Reglas, no podemos olvidar su sentido relacional y de referencia que contienen respecto a aquellas Vidas que las han motivado.

Las Reglas aparecidas durante la baja Edad Media, aunque en formas distintas, también mantienen estas características de expresión escrita de una Vida. El paso de una vida religiosa monástica, entendida como contemplación serena del misterio, a otra de tipo evangélico-pauperístico, inquieta e itinerante, se refleja en las Reglas de estos Movimientos medievales. Envueltas en un evangelismo comunicativo que les hace prescindir de los monasterios como lugares exclusivos de realización espiritual, sus Reglas no fijarán con tanto detalle la organización cotidiana, sino que se limitarán a esbozar a grandes rasgos los principios espirituales que fundan su experiencia.

Dentro de este contexto hay que colocar la Regla de Francisco para aproximarnos a su significado y alcance. Más que un reglamento, es la descripción programática de la «forma de vida» intuida por el Santo como revelada por el Señor y aprobada por la Iglesia. Una descripción hecha en y para un contexto preciso, lo cual supone la omisión de muchos detalles obvios para ellos. De ahí que no pretendamos encontrar en la Regla lo que no se pretendió al escribirla, y es la descripción pormenorizada del carisma franciscano. Para Francisco, la Regla es la cristalización escrita de la vida y ésta la experiencia del Evangelio en un contexto concreto; por ello los términos «Regla», «Vida» y «Evangelio» son estratos diferentes de una misma realidad: el descubrimiento del Misterio de Dios traducido en vida y expresado por escrito en la Regla.

En el vocabulario de Francisco el término Regla, para expresar esta última concretización de su experiencia, es un tanto tardío. En la 1 Regla aparece dos veces (1,1 y 24,4), mientras que en su lugar prefiere emplear el término Vida. La Carta a un Ministro usa también el vocablo Regla (13.22), pero es en la Regla bulada donde el término prevalece sobre el de Vida, posiblemente a raíz de la aprobación de la Regla. El mismo Celano, en su Vida I, emplea ambos términos como sinónimos (1Cel 32).

El concepto de Vida, además de ser sinónimo de Regla, indica el género de vida llevado por los frailes (1R 2,1; 2R 2,1), manteniendo así la relación existente en las antiguas Reglas monásticas entre la experiencia vivida y la normada o regulada. Que Francisco lo entendió así es evidente, puesto que nunca la consideró como algo acabado y absoluto, sino que la vio siempre como el signo escrito de la vida evangélica prometida al Señor, abierta en todo momento a los posibles cambios que una Fraternidad regida por el Espíritu podía realizar. Con la aprobación de la Regla se paralizaba esta dinamicidad, dando lugar a la aparición de las Constituciones como concretización en el tiempo del carisma de Francisco.

La Regla franciscana es la última que se aprobó en la Iglesia [La única excepción es la Regla de santa Clara, aprobada en 1253, aunque puede considerarse como la versión femenina de la Regla de Francisco], no obstante la prohibición del Concilio IV de Letrán en 1215 de que en adelante no se fundara ninguna Orden nueva con Regla propia, sino que debían aceptar una de las ya aprobadas. Sin embargo los franciscanos, tal vez porque el Papa había ya intuido su utilidad y les había aceptado el esbozo de Regla presentado en 1210, conseguían que una nueva redacción de ésta fuera aprobada en 1223 con la bula Solet anuere. Así quedaba constituida jurídicamente la Fraternidad como una Orden eclesial, pues uno de los elementos que definían a las Órdenes propiamente dichas, distinguiéndolas de otros grupos también aprobados por la Iglesia, era tener una Regla.

b) HERMANOS MENORES

A la denominación de la Fraternidad como Hermanos Menores, que aparece ya de un modo oficial en esta Regla, no se llegó sino a través de titubeos coincidentes con la búsqueda de la propia identidad del grupo. El interés por despojar de todo sentido social el contenido de esta denominación -Hermanos Menores- concediéndole únicamente un valor evangélico destruye, aún sin pretenderlo, esa fuerza que originó la aceptación y popularidad del movimiento franciscano consistente en haber sabido conectar con los deseos socio-religiosos del momento, respondiendo desde ellos a las interpelaciones del Evangelio.

El cambio del feudalismo a una sociedad más democrática de «comunes» había influido en la concepción de la vida religiosa. De una relación vertical, padres-hijos, como era la monástica, se había pasado a otra horizontal de hermanos. [La denominación de «hermanos» no era nueva en la vida religiosa. Al inicio de la vida monástica oriental fue un término común; san Basilio llama a su Orden «Fraternidad»; pero, en general, los monjes se llamaban hermanos entre ellos mismos, en contraposición al abad]. La denominación de «hermanos» y «fraternidades» a los componentes de un grupo aparece de forma masiva en la baja Edad Media. Términos que son empleados tanto en un contexto social -las agrupaciones gremiales- como religioso -los Movimiento evangélicos-.

Lo mismo hay que decir respecto a la palabra menores. No cabe duda de que Francisco le da un contenido evangélico; pero atribuir al Evangelio incluso la formulación de esta actitud parece no tener en cuenta el ambiente que rodeó al Santo. Mayor y Menor eran fórmulas prácticas de clasificación a todos los niveles. En el Asís de Francisco se aplica a dos facciones políticas en lucha por el poder. Sin embargo la opción de Francisco y sus compañeros por ser y llamarse menores no puede identificarse con la decisión de integrarse entre los menores como clase social. El contenido que le da Francisco es ese más generalizado de inferioridad dentro de una escala jerarquizada y que se refiere más a su posición dentro de la Iglesia que en la sociedad de clases de su tiempo. El entorno social de la Fraternidad -gente baja y despreciada, pobres, débiles, enfermos, leprosos y mendigos- está muy lejos de ser el grupo de menores que aparece en el Pacto de 1210 disputando el poder a los mayores. Por eso hay que descartar de una vez el contenido partidista del término menores adoptado por Francisco, lo cual no quiere decir que se le despoje también de su connotación social.

En el siglo XIII, e incluso antes, los términos societas y fraternitas son propios de las asociaciones religiosas de laicos y penitentes, en oposición a los conceptos de ordo y religio que se aplican a los grupos de religiosos propiamente dichos. El que Francisco haya conservado el término Fraternidad en su Orden revela el común origen con estas agrupaciones laicales; afinidad confirmada por la expresión «somos Penitentes, oriundos de la ciudad de Asís» con que se autodefinen los primeros compañeros del Santo (AP 19).

Celano relata en su Vida I el momento en que Francisco decidió poner a la Fraternidad el título de Hermanos Menores: Se decía en la Regla: «Y sean menores»; al escuchar esas palabras, en aquel preciso momento exclamó: «Quiero que esta Fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores» (1 Cel 38). La Regla en cuestión es la de 1221, que en el capítulo VII prohíbe a los que sirven en casas extrañas ocupar cargos de responsabilidad (1R 7,1.2).

A pesar de tratarse de un fragmento bastante antiguo, no puede remontarse al «Propositum» de 1220, ya que su redacción negativa indica la experiencia de abusos que motivaron la formulación. Por otra parte, el calificativo de Orden que da Celano a la Fraternidad no puede situarse en los orígenes, sino en un período de tiempo más avanzado.

En general, los Cronistas extraños a la Orden reconocen al grupo como Hermanos Menores, pero resulta difícil datar el momento exacto en el que escribieron sus Crónicas. Burcardo de Ursperg dice que «en aquel mismo tiempo (…) surgieron en el seno de la Iglesia dos nuevas Órdenes religiosas, que fueron aprobadas por la Sede Apostólica: la de los Hermanos Menores y la de los Predicadores», afirmando de los primeros que por entonces se llamaban Pobres Menores, pero que andando el tiempo, y dándose cuenta de que a veces la fama de mucha humildad puede llevar a la vanagloria y de que cabe el peligro de envanecerse ante Dios por motivos de pobreza, como les ocurre a muchos que la soportan engañosamente, prefirieron llamarse Hermanos Menores en vez de Pobres Menores, sumisos en todo a la Sede Apostólica.

Del único que sabemos la fecha en que se anota la denominación de Hermanos Menores a los frailes franciscanos es Jacobo de Vitry. En una carta escrita a sus amigos en 1216, manifestándoles las impresiones que le han producido los diversos Movimientos religiosos, enumera entre ellos a los Hermanos Menores: «Por aquellas tierras hallé, al menos, un consuelo, pues pude ver que muchos seglares ricos de ambos sexos huían del siglo, abandonándolo todo por Cristo. Les llamaban Hermanos Menores y Hermanas Menores» (BAC 963).

El título, por tanto, de Hermanos Menores que aparece en la Regla no es una adquisición evidente de los primeros tiempos, sino que aparece después de muchas dudas y ambigüedades como una autoidentificación de la Fraternidad. Los biógrafos suelen proyectarlo a los orígenes, pero el hecho de que en la Regla de 1221 se silencie el calificativo de Menores en los seis primeros capítulos hace sospechar de su existencia tan temprana. El primero que lo data, como hemos dicho, es Jacobo de Vitry, lo cual supone que en 1216 ya se les llamaba así. El contenido de este título oficial es evangélico, aunque en su formulación influyó el ambiente socio-religioso del tiempo. [Respecto a la opinión de F. Uribe de que no fue la situación social del medioevo la que inspiró a Francisco su ideal de minoridad, sino la figura de Cristo pobre y humilde, el Cristo siervo de Dios que se inclina para lavar los pies a los discípulos, hay que decir que tiene razón en parte, ya que cabe la posibilidad de preguntarle el motivo por el que Francisco adoptó esa imagen y no otra].

La actitud de minoridad es la nota original y programática del franciscanismo. [El «éramos indoctos y estábamos sometidos a todos» del Testamento refleja el modo con que han decidido vivir la «forma del santo Evangelio». Más que la pobreza o la fraternidad, lo que los distingue de los otros movimientos itinerantes es su vivencia del Evangelio de Misión en disponibilidad y sin críticas a nadie]. Supone la convicción de que el cristiano se realiza evangélicamente sirviendo a Dios y a los hombres; de ahí que asegure por todos los medios -humildad, pobreza y obediencia- el permanecer en el último puesto como garantía de disponibilidad. La minoridad es el horizonte desde el que se experimenta a Dios manifestado en Cristo y, al mismo tiempo, la propia realidad humana, relacionándolos con ese Jesús anonadado y servidor.

c) EL EVANGELIO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

El mismo Francisco confiesa en su Testamento: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor papa me lo confirmó» (Test 14s).

Los biógrafos han ampliado en sus Vidas esta escueta descripción del proceso seguido por Francisco en la fijación escrita de su opción evangélica (1Cel 22; TC 25; LM 3,3.4). El Evangelio será, tanto para Francisco como para sus primeros compañeros, la norma que decide su opción (TC 28s). Pero el deseo de vivir dentro de la Iglesia suponía la aprobación de este Proyecto por el Papa y, como era costumbre, tenía que ser por escrito. La acogida de la Curia romana no fue del todo agradable, sin embargo el cardenal Juan de San Pablo reconoce haber encontrado «un varón perfectísimo que quiere vivir según la forma del santo Evangelio y guardar en todo la perfección evangélica» (TC 48).

La «revelación» de que debía vivir «según la forma del santo Evangelio» supone en Francisco haber discernido los signos de los tiempos, articulando la maduración de una «forma de vida» que se venía fraguando desde hacía tiempo. [La opción de vivir «según la forma del santo Evangelio», en vez de «según la forma de la santa Iglesia romana», fue lo que capacitó a Francisco para responder, desde el Evangelio, a las exigencias de las nuevas condiciones históricas]. En el siglo XI los monjes más sensibles al cambio intentaban su renovación espiritual tomando como base la interpelación del Evangelio. La conexión directa con el pueblo, haciéndole partícipe de esta inquietud, llevó a algunos monjes y clérigos a lanzarse a una predicación itinerante que, como consecuencia, produciría en los siglos XI y XII una floración de Movimientos pauperísticos cuya única referencia era el Evangelio vivido en radicalidad.

Algunos de estos Movimientos, ante la imposibilidad de realizar su proyecto de vida dentro de la Iglesia, terminaron desistiendo, para acabar fundando monasterios según la tradición. Otros, por el contrario, preferirán seguir en su empeño aunque la Iglesia oficial los excomulgue al considerarlos herejes. Unos y otros, con mayor o menor acierto, trataron de ser consecuentes con las exigencias del Evangelio; y unos y otros siguieron tomando el Evangelio como norma de vida aunque no pudieran, o no quisieran, realizarlo plenamente en la Iglesia. Ruperto de Deutz, los Cartujos, Esteban de Muret y Norberto de Xant son un ejemplo del evangelismo que animaba a los Movimientos pauperísticos.

Pero donde con mayor efervescencia aparece este deseo radical de vivir el Evangelio es en los nuevos grupos de base laical. En 1179 se dirigía a Roma Pedro Valdo y sus compañeros para que el Papa les aprobara el poder vivir, de forma absoluta y literal, según la doctrina del Evangelio. Al comenzar el siglo XIII acudirán también a Roma para reconciliarse y ser aprobados por la Iglesia los Pobres Católicos de Durando de Huesca y el grupo de Bernardo Primo. Tomando como base la profesión de fe de Pedro Valdo se propondrán observar como preceptos los consejos evangélicos.

Dentro de este ambiente de evangelismo literal se enmarca la expresión de Francisco: «observar el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» como el exponente de una opción radical por seguir a Cristo. La realización de la vida cristiana es entendida por el Santo de un modo dinámico, como una itinerancia al Padre siguiendo las huellas de Cristo. El Evangelio se convierte así en un indicador normativo que marca la pauta del seguimiento. La vida cristiana, la vida religiosa, no puede tener otro objetivo más que el Evangelio. De ahí que al formular la «forma de vida» para los hermanos no busque principios ya elaborados sino el Evangelio en su literalidad.

El prólogo de la Regla de 1221 comienza con una frase escueta: «Esta es la vida del Evangelio de Jesucristo, cuya concesión y confirmación pidió el hermano Francisco al señor papa. Este se la concedió y confirmó para él y para sus hermanos, presentes y futuros» (1R Pról. 1s). Pero al enunciar el contenido de esta Regla y Vida nos encontramos que se reduce a «seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo». La Regla de 1223 formula este principio de un modo más categórico: «La Regla y Vida de los hermanos menores es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad» (2R 1,1). Todo lo que sigue -es decir, el contenido material del documento- es una explicitación de este anuncio evangélico, los trazos que configuran el concepto que Francisco tiene del Evangelio. Por eso todas las exhortaciones, más o menos imperantes, están hechas para proteger el cumplimiento de las «palabras, vida y doctrina y el santo Evangelio», lo mismo que se pide al final de la Regla para que «pidan al señor papa un cardenal de la santa Iglesia romana que sea gobernador, protector y corrector de esta Fraternidad; para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2R 12,3-4).

Esta aceptación del Evangelio como norma absoluta de vida no se limitó al círculo de los hermanos, sino que Francisco trató de comunicarla también a las Hermanas Pobres o Clarisas, quienes eligieron «vivir según la perfección del santo Evangelio» (FVCl 1), lo mismo que a determinados grupos de laicos.

La figura de Francisco como hombre evangélico está vigorosamente trazada en todas sus biografías y escritos relativos al Santo. Como ejemplo bastará la Crónica de Jordán de Giano y la Vida I de Celano. Giano traza en breves líneas lo que constituye, ya desde el principio, el perfil evangélico del Santo: «En el año del Señor 1209, tercero de su conversión, habiendo escuchado en el Evangelio lo que Cristo dijo a los discípulos al enviarlos a predicar, se deshizo inmediatamente del bastón, la alforja y el calzado, cambió de hábito, adoptando el que llevan ahora los hermanos, y se hizo imitador de la pobreza evangélica y predicador solícito del Evangelio» (Crónica 2).

Celano profundiza un poco más al decir: «La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón. En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras» (1 Cel 84).

Vivir «según la forma del santo Evangelio» significaba para Francisco abordar decididamente el Misterio de Dios experimentado, convirtiéndolo en horizonte de sentido para su vida. La forma concreta de articularlo, no obstante las pretensiones absolutas de Francisco, estará condicionado por las limitaciones propias de todo momento histórico que contempla las cosas desde una óptica muy particular. Sin embargo, su visión del Evangelio conserva aquellos rasgos esenciales -como son lo absoluto del Reino y la urgencia de dejarlo todo por él- que lo hicieron fuerza renovadora no sólo de la Iglesia sino también del mundo.

La «forma del santo Evangelio» por la que opta Francisco responde al movimiento de espiritualidad laica inspirada, principalmente, en el Evangelio de Misión y que aparece en la Regla de 1221 con una fuerza expresiva que responde fundamentalmente a su intuición original, cosa que no sucede con la Regla bulada de 1223. El principal texto evangélico que define el carisma franciscano, por resumir el Evangelio de Misión escuchado en la Porciúncula, que aparece en la Regla de 1221: «Cuando los hermanos van por el mundo, nada lleven para el camino: ni bolsa ni alforja, ni pan, ni pecunia, ni bastón» (1R 14,1), desaparece del capítulo III de la Regla bulada donde se habla de la itinerancia de los hermanos. El olvido no parece casual, puesto que en las mismas fuentes se insinúa una fuerte polémica sobre la inclusión o no del texto, lo cual indica una intencionalidad de estructurar la Fraternidad a partir de moldes tradicionales, en detrimento de la «forma del santo Evangelio» defendida por Francisco.

d) VIVIENDO EN OBEDIENCIA, SIN PROPIO Y EN CASTIDAD

La observancia del Evangelio propuesta como norma de conducta se realiza desde una situación especial dentro de la Iglesia, como es la vida religiosa. Su formulación reductiva en los llamados «consejos evangélicos» de obediencia, pobreza y castidad representan el culmen jurídico del proceso de institucionalización de las nuevas Órdenes religiosas.

San Benito, al hablar en la Regla sobre la profesión, dice que el novicio «prometa delante de todos en el oratorio perseverancia, conversión de costumbres y obediencia ante Dios y sus santos». Durante la Edad Media, y debido al error de los copistas que tansforman el término conversatio en conversio, tal expresión resulta incomprensible y se suprime. Igualmente la stabilitas no tenía ya razón de ser al desaparecer los abusos que trataba de corregir. Así quedaba solamente la obediencia. Por eso en algunas Órdenes monásticas, incluso en la Orden de Predicadores, aparece solamente en la fórmula de profesión la obediencia. La desaparición de la pobreza y la castidad como forma explícita de expresar el estado religioso, siendo así que empezaron siendo el único empeño evangélico del monacato primitivo, producirá la creación de esta fórmula tripartita de los «consejos» en un momento de plena forma jurídica de la Iglesia.

El Concilio II de Letrán, en 1139, será el primero en enumerar esta tríada, imponiéndola a las nuevas Órdenes canonicales. La Regla de los caballeros de San Juan de Jerusalén -Orden de Malta- aprobada en 1153, enumera también la tríada «obediencia, pobreza, castidad» como fórmula de profesión. Posteriormente entrará en la Regla de los Trinitarios de 1198, lo mismo que en la Orden del Espíritu Santo. Estas dos últimas Reglas fueron aprobadas por Inocencio III, quien afirma haber sido él mismo el que introdujo la fórmula en la Regla de los Trinitarios. Esto hace suponer a Casutt que fue también el mismo Papa el que introdujo los tres votos en la Regla franciscana o, al menos, convenció a Francisco para que los pusiera en el «Propositum» de 1210.

Si no se puede probar que esta fórmula de los «consejos» fuera una imposición de la Curia, sin embargo habrá que tener en cuenta que en las Reglas no aparecen nunca estas virtudes como materia de los tres votos que expresan la vivencia evangélica en la vida religiosa. Para Francisco, lo que se promete -y en esto sigue la tradición de los Movimientos pauperísticos- no es el cumplimiento de los votos, sino la observancia del Evangelio. La obediencia, la pobreza y la castidad son virtudes importantes supuestas en el Evangelio, pero que no expresan el modo personal en que lo entiende Francisco.

Con toda seguridad, esta tríada no formaba parte del «Propositum» originario de 1210, pues aunque aparece en la Regla de 1221 corresponde a un estrato de elaboración posterior. El «vivir en obediencia, castidad y pobreza» responde, incluso en el orden de enumeración, a la fórmula incluida por la Curia romana en las reglas de los Trinitarios y del Espíritu Santo. La relegación de la pobreza al último lugar y la precedencia concedida a la obediencia pudo estar sugerida por el temor curial de que la Fraternidad se contagiase de ideas y actitudes heréticas. Lo cierto es que la Regla bulada resume de nuevo la fórmula, pero cambiando el orden. Si Francisco acepta y se acomoda a las normas canónicas que la Curia le propone, sin embargo continúa moldeando la vida de la Fraternidad «según la forma del santo Evangelio» en vez de hacerlo «según la forma de la santa Iglesia romana».

2. El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia romana. Y los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores.

a) EL HERMANO FRANCISCO PROMETE OBEDIENCIA Y REVERENCIA AL SEÑOR PAPA Y A LA IGLESIA ROMANA

Con esta expresión de vasallaje se manifiesta la relación Fraternidad-Iglesia, o mejor, Fraternidad-Jerarquía. La aprobación por parte del Papa del primitivo grupo de Francisco entraba dentro del plan de captación de Movimientos pauperísticos realizado por Inocencio III. La intención del papado de utilizar todos estos Movimientos para la renovación espiritual del pueblo por medio, sobre todo, de la lucha contra la herejía, es también evidente. Sin embargo en esta relación sumisa con la Iglesia jerárquica es donde creció y maduró la fe eclesial de Francisco, al mismo tiempo que ponía a salvo la supervivencia de la Fraternidad, amenazada tanto por el desmoronamiento interno a causa de las divergencias, como por los ataques recelosos del exterior.

La perspectiva eclesiástica que le tocó contemplar a Francisco no era, por cierto, alagadora. Desde la Curia romana, que Jacobo de Vitry describe tan ocupada «en las cosas temporales y mundanas, en cuestiones de reyes y de reinos, en litigios y procesos que apenas permitían que se hablara de algún asunto de carácter espiritual», hasta los «pobrecitos sacerdotes de este siglo», la mayor parte de la jerarquía presentaba un aspecto poco favorable para inspirar fe en ella. A pesar de haber mejorado la salud moral del clero respecto a siglos anteriores, la Iglesia jerárquica todavía conservaba el doloroso contraste de compartir el poder más absoluto con la debilidad espiritual más deprimente. Ello explica la profundidad con que tuvo que vivir Francisco el misterio eclesial, al mismo tiempo que sus limitaciones de forma.

El concepto que tiene Francisco de la Iglesia es, más bien, tradicional, reduciéndolo, la mayoría de las veces, a la jerarquía, sobre todo la de Roma. Así no es extraño que en sus Escritos aparezca como lugar de salvación, principalmente porque los sacerdotes posibilitan a los fieles, mediante los sacramentos y la Palabra, la participación en el Misterio de Cristo.

Las relaciones de Francisco con la Curia romana se remontan a los orígenes de la Fraternidad, con motivo de la aprobación del «Propositum» o Proyecto de vida. La jurisdicción práctica que ejercía el Papa sobre las diócesis cercanas a Roma explicaría el hecho de que Francisco fuera directamente allí, según cuentan los biógrafos, sin el recurso previo al Obispo de Asís.

Los Tres Compañeros narran que, una vez concedida la licencia para predicar, «el bienaventurado Francisco dio gracias a Dios y, puesto de rodillas, prometió humilde y devotamente al señor papa obediencia y reverencia» (TC 52). Esta ceremonia era precisamente la que se celebraba durante la consagración de un obispo por parte del Papa. El texto de la promesa se encuentra en la Regla de 1221: «El hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta Religión, prometa obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores» (1R Pról. 3). La fórmula se remonta al alto medioevo y fue empleada para todo tipo de promesas de fidelidad al Papa.

El juramento aparecido en la Regla es una cláusula nueva que no se encuentra en ninguna de las Reglas precedentes y que, por tanto, pone de manifiesto el propósito de Inocencio III de crear una relación especial entre la Sede Apostólica y la nueva Orden surgida en una diócesis dependiente directamente de ella, reservando a la inmediata subordinación y vigilancia del Papa el oficio propio del obispo diocesano frente a un grupo religioso.

Es muy probable que fuese el mismo Inocencio III el que impusiese a Francisco la inserción de este juramento de fidelidad en el texto de la Regla. Los Tres Compañeros dejan entender que: «Los otros hermanos prometieron obediencia y reverencia al bienaventurado Francisco, como lo había mandado el señor papa» (TC 52). La unidad lógica que existe entre el juramento de los hermanos a Francisco y de éste al Papa hace pensar que el precepto se refiere a ambos. De todos modos resulta evidente que la relación de Francisco y su fraternidad con la Santa Sede reviste características especiales que no se encuentran en los otros Movimientos, aunque presten obediencia y reverencia al Papa, como Durando de Huesca, y quieran permanecer, como en el caso de Bernardo Primo en su profesión de fe, bajo el magisterio y régimen de nuestro Señor Jesucristo y de su Vicario el Papa Inocencio y sus sucesores.

Si la intención de Francisco había sido siempre someter a la Curia su «forma de vida» para que pudiera llevarse a cabo dentro de la eclesialidad, el Papa debía también asegurar el control de la Fraternidad para que se desarrollara dentro de la línea marcada por la Curia respecto a la aprobación de los nuevos Movimientos pauperísticos. De ahí que exigiera la organización de la fraternidad en dependencia directa de una sola cabeza -Francisco y sus sucesores- que, a su vez, dependiera también del Papa. A esta «sumisión» estaba condicionada la protección de la Curia para que la Fraternidad pudiera desenvolverse normalmente. La dificultad que encontraron la mayoría de Movimientos para que la Santa Sede los protegiera fue su reticencia a darse una organización que permitiera el control curial.

Francisco, al parecer, aceptó esta realidad sin demasiado dramatismo, pues estaba convencido de que en el fondo de todo este montaje institucional se encontraba el «lugar» donde poder vivir el Evangelio. El mismo Sabatier reconoce que la idea de oponer el Evangelio a la Iglesia, idea que se hallaba en el fondo de todos los intentos heréticos, parece que jamás se presentó a la mente de Francisco, mucho menos aún a su corazón. No amó el Evangelio por una parte y a la Iglesia por otra, sino que los amó a los dos con un amor único e ingenuo, sin pensar jamás que pudieran separarse.

Su fe inquebrantable en la Iglesia hasta el último momento -tal como aparece, sobre todo, en el Testamento- viene resumida en un breve fragmento de la Vida I de Celano: «Pensaba que, entre todas las cosas y sobre todas ellas, se había de guardar, venerar e imitar la fe de la Santa Iglesia romana, en la cual solamente se encuentra la salvación de cuantos han de salvarse. Veneraba a los sacerdotes, y su afecto era grandísimo para toda la jerarquía eclesiástica» (1 Cel 62).

Ante la imposibilidad de tratar directamente con el Papa los asuntos concernientes a la Fraternidad, pedirá un cardenal Protector que haga sus veces y pueda, siempre que lo necesite, escucharle y atenderle (TC 65). Pero a pesar de haber mantenido buenas relaciones -no sólo reverentes, sino algunas de ellas de profunda amistad- con relevantes personalidades eclesiásticas, no se limitó a ser un simple eco de la autoridad, sino que mantuvo su conciencia lúcidamente crítica, como lo demuestra su negativa a servirse de los privilegios papales para su apostolado (Test 25).

Francisco fue hijo de la Iglesia más y mejor que nadie en su tiempo. Pues en lugar de considerar la fe, al igual que lo hacían tantos otros, como una obediencia disciplinaria a las órdenes de la jerarquía, como una sumisión física en la que nada tendrían que ver la voluntad, la inteligencia y el corazón, Francisco vivificó su misión obedencial, la fortaleció y la exaltó mediante un incomparable amor.

Este amor es el que hizo personificarse en Francisco la sumisión a la Iglesia. Creer, orar, vivir, obrar, pensar y sentir con la Iglesia fueron para él principios tan evidentes como el vivir el Evangelio. Burcardo de Ursperg, como observador ajeno a la Fraternidad, dice de los Hermanos Menores que eran «obedientes en todo a la Sede Apostólica». De ahí que la celebración que hacen de Francisco los biógrafos como vir catholicus / Et totus apostolicus no sea una exaltación interesada por parte de una Orden en plena vinculación con la Sede Apostólica, sino el reconocimiento de un hombre con fe penetrante que supo encontrar, allí donde los demás Movimientos pauperísticos naufragaban, la presencia de Cristo en su Iglesia.

b) LOS DEMÁS HERMANOS OBEDEZCAN A FRANCISCO Y A SUS SUCESORES

De poco hubiera valido, según las palabras de Inocencio III, la obediencia de Francisco y sus sucesores a la Sede Apostólica si los hermanos no se hubieran comprometido también a obedecerles. El sistema vinculante es jerárquicamente perfecto: Francisco obedece al Papa y los demás hermanos le obedecen a él. Cuando se trata de poner bajo la dependencia de la Santa Sede algún monasterio, basta con el juramento de fidelidad prometido por el abad. Pero con los Menores la fuerza aglutinante es de tipo personal, de ahí que sea necesario asegurar el vínculo que los cohesiona haciéndolos Fraternidad, como es la obediencia. En el primer encuentro con la Curia romana, los hermanos que acompañan a Francisco, según el precepto del Papa, ya le prometen «obediencia y reverencia» (TC 52), juramento que recoge el prólogo de la Regla de 1221 (1R pról. 4).

Cuando la Fraternidad contaba todavía con pocos miembros y podían relacionarse personalmente con Francisco, esta promesa mantenía un valor de realidad práctica; pero con el aumento de los frailes y la división territorial de la Fraternidad, la obediencia se tuvo que limitar, la mayoría de las veces, a los superiores respectivos, quedando así la obediencia prometida al General como símbolo de unidad y disponibilidad de los hermanos a la Iglesia. No obstante debemos tener en cuenta que el gobierno de la Orden hasta 1239, en que fue destituido fray Elías, se realizó en términos centralistas, acumulando el General poderes casi absolutos.

La Regla recuerda la obligación de que la Fraternidad tenga siempre un Ministro general a quien obedezcan todos (2R 8,1). Por eso Francisco, según cuenta Celano en plan ejemplar, después de su renuncia al generalato promete obediencia al nuevo Vicario, Pedro Catáneo. La dificultad práctica que existía en la obediencia directa al General resulta evidente por la resolución que toma Francisco de pedirle al Vicario un guardián haga sus veces y a quien pueda, en todo momento, obedecer (2 Cel 151). Esta delegación simbólica en el guardián de la autoridad del Ministro general se refleja en el Testamento cuando dice: «Y quiero firmemente obedecer al ministro general de esta Fraternidad y al guardián que le plazca darme» (Test 27). Sin embargo, al exigir a los hermanos que obedezcan a sus superiores, sólo hace referencia a los guardianes (Test 30).

La fórmula de juramento de fidelidad por la que se obliga a todos los hermanos a obedecer a Francisco y a sus sucesores responde a un concepto de Fraternidad de tipo piramidal en el que su cabeza representa a todo el grupo, y a través de ella se relaciona con el cabeza de otra entidad, el Papa, estructurada también de la misma forma, que es la Iglesia. Una fórmula parecida de obediencia al Ministro aparece en la Regla de los Trinitarios de 1198 en la que intervino, como he dicho antes, Inocencio III.

En esta forma de vasallaje feudal por la que la Orden se sometía a la voluntad de la Santa Sede con vistas, sobre todo, a su utilización apostólica, se encubre también la fe de Francisco y sus hermanos en el misterio de la Iglesia. Misterio que no llega a comprenderse en su profundidad espiritual por los condicionamientos del tiempo, pero que les permite, no obstante, poderlo vivir con intensidad y audacia como el único ámbito posible de gracia y presencia de Cristo.

* * *

Capítulo II.
LOS QUE QUIEREN TOMAR ESTA VIDA
Y CÓMO HAN DE SER RECIBIDOS

Con este capítulo comienza, de forma descriptiva, la explicación detallada del «vivir según la forma del santo Evangelio». Es uno de los capítulos que evidencia con más facilidad la mano de los canonistas aplicando el derecho vigente. No obstante conserva todavía el ambiente de desprendimiento gozoso y sin críticas en que debe realizarse la «forma de vida» de los hermanos.



1. Si algunos quieren tomar esta vida y vienen a nuestros hermanos, remítanlos a sus Ministros provinciales; a ellos solamente, y no a otros, se concede la licencia de recibir hermanos.

Y los ministros examínenlos diligentemente sobre la fe católica y los sacramentos de la Iglesia. Y si creen todo esto, y quieren profesarlo fielmente, y guardarlo firmemente hasta el fin, / y no tienen mujeres -o, en el caso de tenerlas, también las mujeres han entrado ya en monasterio, o les han dado la licencia con la autorización del obispo diocesano, emitido ya el voto de continencia y siendo las mujeres de edad tal que de ellas no puedan originarse sospecha-, / díganles la palabra del Santo Evangelio: que vayan y vendan todo lo suyo y procuren distribuírselo a los pobres. Y, si no pueden hacerlo, les es suficiente la buena voluntad.

Y guárdense los hermanos y sus ministros de tener solicitud por las cosas temporales de ellos, a fin de que hagan libremente de las mismas cuanto el Señor les inspire. Con todo, si se requiere un consejo, están autorizados los ministros para remitirlos a algunas personas temerosas de Dios, con cuyo consejo distribuyan su bienes a los pobres.

a) LA ADMISIÓN

El ingreso en la Fraternidad, tal como se formula en la Regla bulada -«si algunos quieren tomar esta vida»- refleja más una iniciativa humana que una inspiración divina. Sin embargo en la Regla de 1221 queda más clara la dimensión gratuita de la vocación al decir que «si alguno, queriendo, por divina inspiración, abrazar esta vida, viene a nuestros hermanos, sea recibido benignamente por ellos» (1R 2,1). En realidad, Francisco concibió siempre como un don el poder vivir «según la forma del santo Evangelio»; por eso, al describir en el Testamento su itinerario espiritual, comienza diciendo: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia» (Test 1), y el mismo Señor es el que le da también los hermanos para que emprendan juntos la aventura del Evangelio (Test 14).

Si la Regla no es más que «la vida del Evangelio de Jesucristo» que el Señor le concedió escribir (Test 39), los hermanos que llegan para vivirla no pueden hacerlo por iniciativa propia, sino porque han sido llamados, lo mismo que Clara y sus hermanas que, por divina inspiración, eligieron vivir «según la perfección del santo Evangelio» (RCl 6,3). Los biógrafos interpretan igualmente la vocación a la Fraternidad como un don de Dios (1Cel 24; 27; 28; 32; TC 36). Por ello la actitud de los hermanos a los que se acercan tales candidatos, como dice la Regla de 1221, debe ser de afable acogida; posteriormente los presentarán a sus Ministros.

Existe un viejo problema con relación a la persona que, por derecho, le corresponde admitir a los candidatos. Mientras en la Regla de 1221 se precisa que son los Ministros provinciales, en la bulada solamente a los Ministros, «y no a otros, se conceda la licencia de recibir hermanos». Es decir, que el derecho lo tiene el Ministro general, pero debe delegarlo solamente a los Ministros provinciales.

La recepción de los candidatos estuvo primeramente concentrada en la persona de Francisco, según se desprende de la Leyenda de Perusa, pues «en el tiempo en que todavía nadie era admitido a llevar la vida de los hermanos sin el permiso del bienaventurado Francisco, un día vino a verle, con otros compañeros que querían entrar en la religión, el hijo de un señor de Lucca, noble según el mundo» (LP 70), aunque los Tres Compañeros refieren que, algunas veces, la solía delegar (TC 41). Incluso después de la creación de las Provincias parece ser que mantuvo tal costumbre en Italia, ya que Jordán de Giano nos cuenta que «al cruzar el mar el bienaventurado Francisco junto con Pedro Catáneo, experto en leyes y jurisconsulto, dejó dos Vicarios, fray Mateo de Narni y fray Gregorio de Nápoles. Estableció a Mateo en Santa María de la Porciúncula, con el cargo de estar allí para recibir a los que debían ser acogidos en la Orden, y a Gregorio para que, yendo por Italia, confortara a los hermanos» (Crónica 11).

A esto parece aludir el Espejo de Perfección cuando dice que «todos los hermanos de la Orden» acudían a la Porciúncula, «y era aquél el único lugar donde eran admitidos a ella» (EP 8). Ángel Clareno concreta más la noticia explicando que se trataba de «todos los que querían entrar en la Religión provenientes de cualquier parte de Italia». Esto parece reflejar la Regla de 1221 que, en realidad, no hace más que fijar la costumbre nacida a raíz de la división de la Orden en Provincias en 1217, pues Jordán de Giano cuenta que Cesáreo de Spira fue admitido a la Orden por fray Elías cuando era Provincial de Siria. Y el mismo Cesáreo comenzó ya desde el principio, como Provincial de Alemania, a recibir candidatos, hasta el punto de que el año siguiente -es decir, en 1222- había crecido tanto la Provincia que se celebró el primer Capítulo (Crónica 9.11). El sentido común induce a creer que, tan pronto como se vio la necesidad de fraccionar la Orden en Provincias, se delegó a los Provinciales, sobre todo a los más distantes del centro de Italia que es donde se encontraba Francisco, el derecho de admitir candidatos, aunque el padre Esser supone que el Ministro encargado de recibir a los candidatos, de que habla la Regla de 1221, es el General.

El hecho de la concentración de poder en el General es evidente, si comparamos las dos Reglas. Por eso cabe preguntar cuál fue el motivo que indujo a tomar tal decisión. La respuesta parece que deba buscarse en la influencia del cardenal Hugolino en la estructuración de la Orden y, más concretamente, en la redacción de la Regla. Resulta lógico pensar que si la Fraternidad se organiza bajo una sola cabeza -el General-, con el fin de ser mejor controlada por la Curia, éste dispusiera de todos los poderes, sin dejar cabos sueltos que, en momentos de crisis, podía dificultar una intervención enérgica. Parece razonable que Hugolino tuvo que ver en la formulación de este principio, pues al surgir la duda en 1230 sobre el derecho de los Vicarios provinciales a recibir hermanos, cuando los Ministros estuvieran en el Capítulo general, Gregorio IX contesta en la bula Quo elongati diciendo «que no pueden, por la razón de que esta facultad no la tienen ni siquiera los Ministros provinciales, si no les es dada a este respecto una licencia especial, y así como el Ministro general la puede conceder a los Provinciales, también pueda negarla. Y puesto que, según la Regla, la facultad de admitir hermanos a la Orden puede ser conferida solamente a los Ministros provinciales, mucho menos tienen potestad de conferirla a otros los Ministros provinciales, a los cuales solamente, y no a otros, es conferida».

Aunque este principio centralista existía en la práctica, sin embargo mantenía una coherencia con la organización de la Orden, vinculada a la Iglesia a través del Ministro general.

b) LA FE CATÓLICA

La primera obligación del Ministro, según este fragmento, es la de examinarles diligentemente sobre la fe católica y los sacramentos. Sin embargo, la Regla de 1221 describe este deber no tanto como una indagación sobre la ortodoxia del candidato, cuanto una exposición práctica de la «forma de vida» que llevan los hermanos, con el fin de animarlos a optar por ella. La figura del Ministro aparece aquí menos inquisitorial, pues lo único que se le pide es que «lo acoja benignamente, y lo anime, y le exponga con esmero el tenor de nuestra vida» (1R 2,3). Esto no quiere decir que les tuviera sin cuidado la calidad de la fe de los candidatos, como veremos más adelante, pero indica que no es una preocupación tan fuerte como para desplazar, en un primer contacto, la exposición clara de la «forma del santo Evangelio» y animar al candidato.

Esta preocupación por asegurar, ya de entrada, la ortodoxia de los candidatos indica que la Curia estaba exigiendo, cada vez más, a la Orden una seguridad en la fe eclesial que la distinguiera de los Grupos pauperísticos heterodoxos. Inocencio III había cambiado la situación de la Curia respecto a estos Movimientos, al admitir la posibilidad de acción, incluso dentro de la Iglesia, a condición de que se mantuviera la ortodoxia de la fe y la autoridad pontificia y jerárquica fuera reconocida.

A los Movimientos pauperísticos venidos de la herejía, como los Valdenses, Pobres Católicos, grupo de Bernardo Prim, etc., se les exigía una profesión de fe como condición indispensable para ser aprobados por la Iglesia. A los Franciscanos, en cuanto provenientes de la ortodoxia, ni hizo falta eso, pero se tuvo la precaución de eliminar todo peligro asegurando una fe sana, tanto en los candidatos como en los hermanos ya profesos. Ante esta situación se comprenden las precauciones tomadas, puesto que el peligro de infiltración de candidatos con ideas un tanto heterodoxas, ahora que la Orden se había extendido por regiones con un gran contingente de herejes, se convertía en una amenaza para la Fraternidad, ya que en lo único que los distinguía de los grupos pauperísticos, caídos en la herejía, era su fidelidad a la Iglesia de Roma. Esta semejanza les trajo complicaciones a la hora de presentarse al pueblo, hasta el punto de que el Papa tuvo que garantizar con varias bulas la catolicidad del Movimiento y su Regla ante las sospechas de los obispos.

Aunque la Regla de 1221 no aplica a los candidatos el examen sobre la fe, dedica un capítulo a alertar a los frailes sobre la necesidad que tiene la Orden de permanecer firme en la fe: «Todos los hermanos sean católicos, vivan y hablen católicamente. Pero, si alguno se aparta de la fe y vida católica en dichos o en obras y no se enmienda, sea expulsado absolutamente de nuestra Fraternidad» (1R 19,1s). El método seguido es casi idéntico al empleado por Inocencio III con los herejes: Intentar, por todos los medios, convertirlos; sólo en el caso de que se resistan, podrán aplicarse las penas eclesiásticas y civiles.

Desconocemos por completo el contenido del interrogatorio, pero se supone que versaría sobre los artículos de la fe más combatidos, como era la Trinidad, la paternidad y bondad de Dios Creador, la encarnación del Hijo de Dios nacido de María y muerto por nosotros en la cruz, la resurrección y ascensión, junto con la presencia sacramental; también el misterio de la Iglesia centrado, sobre todo, en la autoridad de la jerarquía proveniente de su ordenación sacramental. Parece curiosa la distinción que se hace entre la fe católica y los sacramentos, como si éstos no fueran también objeto de la fe. La razón parece ser que el concepto de «fe católica» se medía por el Credo, el cual no contiene todas las «verdades de fe» ni, por supuesto, los sacramentos.

El examen sobre la fe no se reduce a comprobar teóricamente el conocimiento que de ella pudiera tener el candidato, sino que, además de creerlo, se exigía «profesarlo fielmente y guardarlo firmemente hasta el fin». La confesión de la propia fe era un elemento constituyente de la vocación del Hermano Menor; dentro de su programa estaba el «martirio» como testimonio, por eso uno de los modos de estar entre los infieles era «no promoviendo disputas ni controversias, sino sometiéndose a toda criatura por Dios y confesando que eran cristianos» (1R 16,6); confesión que podía llegar a provocar la muerte y a poner a prueba la consistencia de la propia vocación como Hermano Menor. Pero, sin ir tan lejos, la exigencia de una fe práctica en el candidato era imprescindible a la hora de optar por la «forma de vida» franciscana, puesto que, en realidad, no se trataba más que de enfrentarlo con la «vida del santo Evangelio» a la que debía dar una respuesta desde su más profundo ser de creyente.

c) SITUACIÓN DE LIBERTAD

A la comprobación de una fe firme, no sólo en confesarla, sino también en practicarla, sigue la averiguación del estado del candidato. Este alambicado fragmento proviene del derecho canónico entonces en uso y detalla las condiciones que se deben dar para el ingreso de los casados en la Fraternidad. Para que los candidatos que «tienen mujer» puedan ser recibidos a la Orden, se les exige dos cosas: o que sus esposas hayan entrado en algún monasterio o que les hayan dado licencia -con el permiso del obispo diocesano- para entrar en religión, habiendo hecho las mujeres voto de castidad y estando, por su edad, fuera de toda sospecha (2R 2,4). Las Decretales de Graciano ya regulan estos casos, y las posteriores de Gregorio IX las amplían. En cuanto a las Órdenes, la del Espíritu Santo los tiene en cuenta en la legislación, así como los Cistercienses y los Dominicos. Estas dificultades para la entrada en Religión de los matrimonios jóvenes se refleja también en el Anónimo de Perusa (AP 41), lo cual indica el ambiente que existía entre los casados de abandonar el matrimonio para entrar en alguna Orden.

Más allá de estas normas jurídicas, la renuncia al matrimonio y a la familia es una exigencia para seguir a Jesús en completa libertad. Así lo entendieron y practicaron los carismáticos ambulantes que formaron el Movimiento de Jesús, y así lo entendieron también los Movimientos pauperísticos medievales. Además de ser una tradición que acompañó siempre a la vida religiosa en los Movimientos itinerantes, parece que se ve con mayor claridad esta superación del matrimonio como disponibilidad al seguimiento itinerante de Cristo. De hecho Francisco lo toma en la Regla de 1221 como uno de los niveles de desprendimiento para poder «seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1R 1,4).

d) RENUNCIA A LOS BIENES

Dentro del proceso de desprendimiento, a la renuncia al matrimonio para los casados sigue la renuncia a los propios bienes. Los Ministros no tienen, en este caso, que esforzarse para buscar motivaciones que convenzan a los candidatos; les basta con repetir las palabras del Evangelio: «Que vayan y vendan todo lo suyo y procuren distribuírselo a los pobres».

Todos los biógrafos narran la decisión de plasmar la Fraternidad, a raíz de la llegada de Bernardo, sobre la base de esta cita evangélica de Mateo 19,21: «Si quieres ser un hombre logrado, vete a vender lo que tienes y dáselo a los pobres, que Dios será tu riqueza; y, anda, sígueme a mí» (TC 29; 1Cel 24; 2Cel 15; LM 3,3). Con toda seguridad este texto formaba parte del Propositum de 1210, pues Francisco mismo dice en su Testamento que, después de haberlo probado el Papa, «los que venían a tomar esta vida, daban a los pobres todo lo que podían tener» (Test 16). La Regla de 1221 conserva este mismo texto, añadiendo otros que indican también la radical elección del reino y las consiguientes renuncias, entendidas como el único modo viable de «seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1R 1s).

Para Francisco está claro que el Evangelio sólo se puede vivir desde la pobreza; de ahí que los iguale casi hasta identificarlos, como en el Testamento a Clara, en el que aparece su firme voluntad de «seguir la vida y pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza» (UltVol 1s).

La renuncia a los bienes es, pues, una opción radical de entrega a Dios, el signo de haber tomado el Evangelio como norma de vida (EP 107), por eso califica de «carnal» la actitud del hermano que, al ingresar, repartió sus bienes entre sus familiares, en lugar de dárselos a los pobres (2Cel 81). El gesto de comenzar la vida de conversión con el desprendimiento de los bienes en favor de los pobres forma parte de la actitud con que leen y viven el Evangelio los grupos pauperísticos. Así, Pedro Valdo y sus compañeros exponen en su profesión de fe en 1180: «Yo, Valdo, y todos mis hermanos (…) hemos decidido ser pobres hasta el punto de no preocuparnos por el mañana ni recibir oro ni plata ni otra cosa; sólo el vestido y la comida diaria».

El desprendimiento de los propios bienes en favor de los pobres, más que un acto material o jurídico, es la voluntad de desprenderse cordialmente de toda seguridad humana, confiando sólo en Dios. Por eso la Regla de 1221 puntualiza que el candidato venda todas sus cosas y las dé a los pobres, «si quiere y puede hacerlo según el espíritu sin impedimento» (1R 2,4). El episodio de fray Juan el Simple que, por deseo de Francisco, devuelve el buey que le pertenecía en propiedad a su humilde familia (2 Cel 190), ayuda a entender el sentido de la suficiencia de la buena voluntad en el caso de que no se puedan desprender materialmente.

Los destinatarios de los bienes repartidos son los pobres, en contraposición a las costumbres monásticas que, según la Regla de san Benito, permitían que la donación se hiciera al monasterio. En cuanto al modo de hacerlo se deja a la iniciativa del candidato. Los frailes no deben meterse interesadamente en el asunto; todo lo más, y en caso de que pidan consejo, les enviarán a alguna persona de confianza, para que les aconseje en el modo de repartir sus bienes. La Regla de 1221, aunque prohíbe a los hermanos «recibir dinero alguno ni por sí ni por intermediarios», sin embargo, permite que, «si lo precisan, por causa de esta necesidad, pueden los hermanos recibir, al igual que los demás pobres, las cosas necesarias al cuerpo, excepto el dinero» (1R 2,7). Este caso particular no aparece en la Regla bulada, tal vez para cortar evidentes abusos o porque la organización les permitía ya recurrir a los «amigos espirituales». Celano relata dos casos en que aparece la actitud intransigente de Francisco respecto a la retención de los bienes de los novicios (2 Cel 67.81). Con esta renuncia práctica al matrimonio y a los bienes, queda el candidato en disposición para comenzar a vivir «la forma del santo Evangelio» que se expresa en la Regla.

2. Después, concédanles las prendas del tiempo de la probación; o sea: dos túnicas sin capucha, y cordón, y calzones, y capotillo hasta el cordón; a no ser que a los mismos ministros les parezca alguna vez otra cosa según Dios.

La vestición del hábito determina el comienzo del año de noviciado. Su introducción en la Orden fue sólo en 1220, y los hechos que motivaron esta determinación papal fue la crisis que conmovió a la Fraternidad durante la permanencia de Francisco en Oriente. Hasta entonces se entraba directamente en la Orden mediante la imposición del hábito. Esta costumbre no era nueva, pues en los orígenes del monacato, el mero hecho de entregarle al postulante el hábito monástico significaba que hacía profesión de monje; así ocurrió con el mismo san Benito. San Pacomio exige ya un tiempo de prueba antes de la imposición del hábito. San Basilio añadió al acto material la profesión oral. La regla de san Benito propone el tiempo de prueba, la imposición del hábito y la profesión oral.

El excesivo crecimiento de la Fraternidad, sin ningún tipo de control formativo, trajo una serie de inconvenientes que no pasaban desapercibidos a los observadores extraños a la Orden. Jacobo de Vitry, a pesar de la simpatía con que miraba al nuevo Movimiento, escribía en 1220: «Debo añadir, con todo, que, a mi juicio, esta Orden incurre en un serio peligro, porque envía a través del mundo de dos en dos, no solamente a los religiosos ya formados, sino también a los jóvenes todavía imperfectamente formados, quienes más bien debieran ser probados y sometidos durante algún tiempo a la disciplina conventual» (BAC 964).

La petición de ayuda a la Curia, por parte de Francisco, para organizar la revuelta Fraternidad y la oportunidad del Papa para exigir cierto control, trajeron como consecuencia la bula de Honorio III Cum secundum consilium, en la que dice: «Por consiguiente, por la autoridad de las presentes cartas prohibimos admitir a alguien a la profesión de vuestra Orden, si antes no ha hecho el año de probación». Inocencio III escribía al Ministro de los Trinitarios para que, si alguno quería ingresar en la Orden, sirviera en el convento al Señor durante un año, a expensas suyas, excepto la comida. Si, pasado ese tiempo, pareciera bien al Ministro, a los hermanos y al mismo postulante, podría ser recibido. El noviciado formaba parte de las estructuras monásticas, aunque había también otros Movimientos, como los Valdenses, que exigían un largo noviciado y la profesión de los votos a los miembros más comprometidos. Por ello, mientras la Fraternidad se mantuvo como Movimiento, empleó la forma de ingreso libre sin ningún tipo de pruebas, cosa que no se pudo mantener al organizarse posteriormente en Orden religiosa.

En cuanto al contenido de este año de noviciado, sabemos muy poco. Seguramente no residían en la misma «casa de formación», sino que estaban distribuidos indistintamente por los conventos bajo la responsabilidad de un hermano. Jordán de Giano cuenta en su Crónica que, debido a la escasez de sacerdotes, un sacerdote novicio tenía que celebrar la misa y confesar a los hermanos de Spira y Worms en las grandes solemnidades (Crónica 28). Esto parece indicar que, si bien no se les aislaba por completo, se reducía al máximo su actividad en el exterior.

Lo único que les distingue de los hermanos profesos es alguna pequeña modificación en el hábito. Se tiene la delicadeza de concederles dos túnicas, aunque sin capucho, en vistas a su condición de principiantes. En vez del capucho usarán el «caparón» o capotillo, especie de manto corto que servía también para cubrirse la cabeza. Por eso Eccleston cita el ejemplo de un novicio que traía a su casa, metidas en el caparón, las limosnas que había recibido.

La institución del noviciado, aunque constata la desaparición de un método de formación por contacto directo con la vida, resultaba necesaria para garantizar un mínimo de organización en la Fraternidad.

3. Y, cumplido el año de probación, sean recibidos a la obediencia, prometiendo guardar siempre esta vida y regla. Y de ningún modo les estará permitido salir de esta religión, según el mandato del señor Papa; porque, según el santo Evangelio, ninguno que pone la mano en el arado y mira atrás es apto para el reino de Dios.

Y los que ya han prometido obediencia, tengan una túnica con capucha y otra sin capucha los que quieran tenerla. Y quienes están apremiados por la necesidad pueden llevar calzado. Y todos los hermanos vistan ropas viles y puedan, con la bendición de Dios, remendarlas de sayal y de otros retales.

Amonesto y exhorto a todos a que no desprecien ni juzguen a quienes ven que se visten con prendas muelles y de colores y que toman manjares y bebidas exquisitos; al contrario, cada uno júzguese y despréciese a sí mismo.

El año de prueba termina con la profesión o promesa de guardar siempre la Vida y Regla. Sobre el modo de realizarla los autores de entonces no dicen nada debido, tal vez, a que el rito era común a todas las Órdenes.

a) LA PROFESIÓN

Tradicionalmente existían en la Iglesia latina tres tipos fundamentales de profesión religiosa: la professio super altarem, que, generalmente, se realizaba en el ofertorio de la misa [Fue implantada en occidente por la Regla de S. Benito. Expresa el carácter de consagración de la vida religiosa, concebida como una oblación santificada por el altar y radicada en él, y, al mismo tiempo, la relación con la acción eucarística]; la professio in manus, que podía hacerse fuera de un lugar sagrado [Se difundió en el siglo XII y dice relación al simbolismo propio del contrato feudal. La utilizan las Ordenes religiosas mendicantes que traen su origen en la Edad Media. El rito pone de relieve la entrega personal consistente en el abandono a la protección divina], y la professio super hostiam, que tenía lugar antes de recibir la comunión [Parece traer su origen simbólico del juramento corriente en algunas órdenes militares y muy enraizado en la tradición española (Lázaro de Aspurz).

Aunque el Prólogo de la Regla de 1221 dice que «El hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta religión, prometa obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores» (1R Pról. 3s), no parece que deba entenderse como la «profesión religiosa» de Francisco y sus primeros compañeros, pues en la Regla bulada se repite esa misma fórmula como expresión de una orden estructurada bajo una sola cabeza -el general- y en dependencia directa del Papa como cabeza de la Iglesia. [El P. Lázaro de Aspurz parece entender que «del prólogo de la Regula non bullata -aun prescindiendo de las encontradas opiniones de los críticos sobre la fecha de composición- se deduce que el Papa Inocencio III, al aprobar oralmente la primera forma vitae en 1209-10, recibió de Francisco la promesa de obediencia y reverencia en forma de verdadera profesión, y es de suponer, con el gesto simbólico de rigor, tal como lo practicaban los Canónigos Regulares de Letrán, gesto que, por lo demás, encaja bien en los gustos caballerescos del joven fundador»].

Si esto no es, al parecer, ninguna fórmula de profesión, ¿cuándo comenzó a concretarse en un rito la acogida de los candidatos «a la obediencia, prometiendo guardar siempre esta Vida y Regla»? Las fuentes callan sobre el particular, pero no parece probable que la primera fórmula se redujera a la mera promesa de obediencia, pues este término tiene en los escritos de Francisco un sentido más amplio que el tradicional voto de obediencia monástica.

Hugo de Digne, en su comentario a la Regla, trae una fórmula que, a pesar de no ser literal, debe acercase bastante a la pronunciada en la profesión: «Prometiendo delante de Dios y los santos guardar siempre la Vida y Regla del bienaventurado Francisco, por el señor papa Honorio confirmada…». La fórmula que posteriormente figura en las Constituciones Narbonenses de 1260 parece demasiado elaborada para que pueda remitirse a los orígenes de la Fraternidad.

Como se puede comprobar, el objeto de la profesión en el comentario de Hugo de Digne no son los votos, sino la Vida y Regla. La Curia, sin embargo, no aceptó este lenguaje y usó el término voveo -hacer voto- para indicar el acto de la profesión. Francisco, siguiendo la tradición monástica, tal como aparece en la Regla de san Benito, emplea el verbo promittere -prometer-. A la «promesa de obediencia» por parte del novicio, corresponde el «recibir a la obediencia» por parte de la Fraternidad (2R 2,11).

b) MODO DE VESTIR

La parquedad con que se nos ha dado a conocer el contenido del noviciado y la profesión, contrasta con la descripción detallada del vestido. La Edad Media era una época de estratificación social en «órdenes», cuyo uniforme, o modo de vestir, expresaba su realidad. El uniforme unía al grupo y lo identificaba ante los demás, de ahí que haya que tomar a los biógrafos con precaución, cuando proyectan a los orígenes el hábito oficial ya evolucionado, pero también los que pretenden negar a la Fraternidad primitiva un vestido distinto al de los campesinos que les diferenciara de ellos.

La opción por un tipo de vida cristiana más comprometida, como era el caso de los penitentes, ermitaños, grupos pauperísticos, etc., suponía la adopción de un vestido que manifestaba su nuevo estado de vida. Si la túnica de Francisco y los suyos no tenía nada que ver con los hábitos de los monjes, tampoco se identificaba, por lo menos en la largura, con la ropa usada por los campesinos.

Celano, los Tres Compañeros y san Buenaventura son acordes en afirmar que, al descubrir Francisco su vocación evangélica, se vistió con una túnica pobre, ceñida por una cuerda (1Cel 22; TC 25; Lm 3,1). Sin embargo, Giano exagera un poco al decir en su Crónica que el hábito, tomado por Francisco en 1209, era el mismo que llevaban los frailes en 1262 (Crónica 2). Celano, en su ejemplarizante Vida segunda, no habla de la forma, pero dice que Francisco en toda su vida no tuvo más ropa que la túnica, la cuerda y los calzones (2 Cel 55), lo cual no es del todo exacto.

Los primeros compañeros que llegaban a Francisco para compartir su vida, comparten también su modo de vestir (TC 29; AP 14). Y el mismo santo manifiesta en su Testamento que «se contentaba con una túnica, remendada por dentro y por fuera; con el cordón y los calzones» (Test 16); fundamentalmente lo mismo que dicen las Reglas, Celano (1 Cel 39) y Jacobo de Vitry, quien describe a los Hermanos Menores diciendo que «no usan vestidos de pieles o de lino, sino solamente túnicas de lana con capucho, no añaden capas o palios o cogullas u otra clase de vestidos» (BAC 966).

La extrañeza con que recibe la gente a los primeros frailes, vestidos con trajes viles y pies descalzos, responde más al parangón que hacen con los otros frailes o monjes que a su originalidad (TC 34), pues ya los predicadores itinerantes franceses vestían de este modo. De Roberto de Arbrissel se dice que iba siempre con los pies descalzos y vistiendo ásperas túnicas de saco. Bernardo de Thiron y sus seguidores llevaban hábito monástico, pero tan vil, burdo y peloso, que más se parecía a las ovejas, cuya lana se había tomado para confeccionar la tela, que al hábito de otros monjes. Vital de Savigny andaba también descalzo y pobremente vestido. De Norberto de Xant, fundador de los Premostratenses, dice su biógrafo que, habiendo repartido sus bienes a los pobres, iba vestido con una sola túnica de lana y los pies descalzos. Su programa era el Evangelio y, a imitación de los Apóstoles, no llevaba ni calzado, ni alforja ni dos túnicas.

Los Movimientos evangélico-pauperísticos, a partir del texto de la misión de los Apóstoles, adoptan de forma unánime la norma sobre el vestido. Los grupos menos radicales se contentarán con prescribir vestidos humildes, pero los más radicales llevarán a la práctica literalmente el texto evangélico antes mencionado, llegando algunos hasta el extremo de negar la salvación a los que utilizaran más de una túnica.

Esta actitud de pobreza orgullosa o autosuficiente asoma, en cierto modo, en la Carta que dirige san Bernardo a su sobrino Roberto, ironizando su vuelta al monasterio de Cluny: «¿La salvación -dice- se asegura mejor buscando la vanidad de los trajes que la modestia de los vestidos? Si las mórbidas y tibias pieles, si los finos y preciosos paños, si las largas mangas y los amplios capuchos, si las sobrevestes de animales salvajes o el blanco tejido hacen el santo, ¿por qué me entretengo aquí en vez de seguirte yo también?».

Francisco, por el contrario, advierte y exhorta a los hermanos que «no desprecien ni juzguen a quienes ven que se visten de prendas muelles y de colores y que toman manjares y bebidas exquisitos; al contrario, cada uno júzguese y despréciese a sí mismo». El seguimiento de Cristo pobre no es una carga pesada que haga surgir la envidia de los que viven de otro modo. El ser pobre es una gracia que concede el Señor, por eso debemos aceptarla con alegría.

La descripción del vestido presentado por la Regla responde a la tradición de los Movimientos evangélico-pauperísticos, distinguiéndose, por lo tanto, de los usados por los monjes. En comparación con el traje monástico, contrasta la parquedad en el vestir de los hermanos, reduciéndose a dos túnicas, cuerda y calzones.

Celano, en su tendencia a poner proféticamente en boca de Francisco lo que ocurría en su tiempo, dice que «no quiere que los hermanos tengan en ningún caso más de dos túnicas; concede, sin embargo, que éstas puedan reforzarse cosiéndoles algunos retazos. Manda que se tenga horror a los paños finos, y a los contraventores censura acremente ante todos; y para confundirlos con el ejemplo, cose sobre la propia túnica un tosco retal de saco. Aun a la hora de la muerte misma, pide que la túnica de mortaja esté cubierta de tosco saco.

Permitía, con todo, a los hermanos, a quienes asistía una razón de enfermedad o necesidad, llevar sobre la carne una túnica más blanda, pero con tal de que el hábito exterior fuese áspero, y vil. Pues decía: «Vendrán días en que en tal grado se suavizará el rigor, dominará la tibieza hasta tal punto, que los hijos de un padre pobre no se avergonzarán ni en lo más mínimo de usar incluso paños de la calidad de la escarlata, distintos sólo en el color» (2 Cel 69).

El hábito, en resumen, que es el signo de consagración a Dios, al mismo tiempo que expresa la pertenencia a la Fraternidad; de ahí que privar a un hermano del hábito, como indica la Regla de 1221, signifique la expulsión (1R 13,1).

* * *

Capítulo III.
EL OFICIO DIVINO, EL AYUNO Y CÓMO HAN DE IR
LOS HERMANOS POR EL MUNDO

1. Los clérigos cumplan con el oficio divino según la ordenación de la santa Iglesia romana, a excepción del salterio, desde que puedan tener breviarios. Y los laicos digan veinticuatro «padrenuestros» por maitines; por laudes, cinco; por prima, tercia, sexta y nona, por cada una de estas horas, siete; por vísperas, doce, y por completas, siete. Y oren por los difuntos.

La obligación para los hermanos del rezo del oficio divino viene descrita en esta Regla con precisión canónica. Sin embargo será conveniente irnos hasta los orígenes para ver el proceso seguido por la Fraternidad en la práctica de esta oración litúrgica.

En el Testamento Francisco recuerda que «el oficio lo decíamos los clérigos al modo de los otros clérigos, y los laicos decían "padrenuestros"» (Test 18); pero da la casualidad que los biógrafos no apoyan esta noticia, por lo que hace sospechar que se trata de una proyección ejemplar para inducir a los hermanos al cumplimiento de la Regla. El problema, a mi entender, radica en saber si la Fraternidad nace o no clerical, puesto que el hecho de las tonsuras, en caso de ser clericales, llevaría consigo la obligación del oficio divino (LM 3,10; TC 52; AP 36. Sólo TC afirman que se trata de tonsura clerical).

El comportamiento de la primitiva Fraternidad respecto al oficio, que nos transmiten los biógrafos, parece indicar que no. Celano refiere en su Vida primera que, al volver los hermanos de Roma e instalarse en Rivotorto, pidieron a Francisco que les enseñase a orar, «pues, caminando en simplicidad de espíritu, no conocían todavía el oficio eclesiástico» (1Cel 45). San Buenaventura, queriendo disimular esta simplicidad de los primeros hermanos, dirá que se entregaban continuamente más a la oración mental que a la vocal «debido a que todavía no tenían libros litúrgicos para poder cantar las horas canónicas» (LM 4,3). En vez del oficio recitaban «padrenuestros» y la antífona «Te adoramos, Cristo» que les había enseñado Francisco.

Esta práctica evidencia que la primitiva Fraternidad no se planteó la recitación del oficio, sino que asistían, cuando les era posible, al que se celebraba en la iglesia más próxima (TC 38). Por tanto, la afirmación de Francisco en su Testamento que «el oficio lo decíamos los clérigos al modo de los otros clérigos, y los laicos decían "padrenuestros"» sólo es inteligible si se le quita el carácter canónico que tiene en la Regla bulada y se le deja solamente un contenido cultural; es decir, que los que sabían leer o recordaban el salterio de memoria lo recitaban con los clérigos de las iglesias, mientras los que no lo conocían rezaban los «padrenuestros». Pero, ¿quería decir eso Francisco al escribir el Testamento?

Con el ingreso, hacia 1215, de sacerdotes y gente con estudios cambia la situación de la Fraternidad, imponiéndose la organización del oficio divino. La Regla de 1221 refleja este proceso al decir:

«Los clérigos cumplan con el oficio y digan por los vivos y por los difuntos lo que es costumbre entre los clérigos. Y por los defectos y negligencias de los hermanos digan cada uno un "miserere" con un "padrenuestro".

»Y pueden tener solamente los libros necesarios para cumplir con su oficio. Y también a los laicos que saben leer el salterio les está permitido tenerlo. Pero a los demás, ignorantes de las letras, no les está permitido tener ningún libro.

»Los laicos digan el "credo" y veinticuatro "padrenuestros" con el "gloria"; por tercia, sexta y nona y en cada hora, siete; por vísperas, doce; por completas, siete "padrenuestros" con el "réquiem"; y por los defectos y negligencias de los hermanos, tres "padrenuestros" cada día» (1R 3,4-10).

Según esto, los hermanos quedan divididos en tres grupos a la hora de rezar el oficio divino, alabanzas y oraciones: los «clérigos» en sentido cultural, «los que saben leer» y los laicos en ambos sentidos [Para el P. Schmucki el «oficio divino, alabanzas y oraciones» serían tres formas diversas de rezar, correspondientes a los tres grupos de frailes de que habla la Regla de 1221]. A los primeros se les relaciona no con los monjes, que solían tener un oficio más complicado, sino con los curas seculares, por ser más fácil su acceso a la hora de recitar el oficio. Tanto a éstos como a los hermanos que saben leer se les permite disponer de los libros necesarios para la oración litúrgica. En cuanto a los hermanos que no saben leer se les propone una oración ya tradicional en estos casos. De todos modos, y a pesar de esta normativa, la carencia de libros era evidente, ya que durante el vicariato general de Pedro Catáneo, en 1220/21, la Fraternidad de la Porciúncula sólo disponía de un ejemplar del Nuevo Testamento para rezar las lecturas de maitines, y el compilador añade: «En aquel tiempo, los hermanos no tenían breviarios, ni siquiera muchos salterios» (LP 93).

Con la Regla bulada, la normalización del oficio divino adquiere un matiz más canónico. Aquí ya no se tiene en cuanta la capacidad cultural de los hermanos, sino su condición canónica de clérigos o laicos. De la fórmula tripartita de la Fraternidad que nos ofrece la Regla de 1221 se pasa a esta otra bipartita en la que desaparece el grupo de los laicos que saben leer. El problema está en conocer a cuál de los dos grupos se han incorporado. Mientras unos defienden que están incluidos entre los laicos que rezan los «padrenuestros», otros opinan que el término «clérigos» de la Regla bulada comprende a los laicos letrados.

Aunque no se pueden aportar demasiadas pruebas en ninguno de los dos sentidos, lo más presumible, dada la influencia de la Curia romana en la redacción de la Regla, es que su sentido fuese estrictamente canónico, a pesar de que la mayoría de frailes, incluso el mismo Francisco, siguiera pensando la acepción cultural del término. Parece impensable que, tanto fray Elías como los otros Ministros e intelectuales laicos tuvieran que dejar en 1223 de rezar el oficio para comenzar con los «padrenuestros».

La frase tan lapidaria con que se ordena el cumplimiento del oficio divino no puede ser obra más que de un experto canonista curial, pues la referencia a rezarlo «según la ordenación de la santa Iglesia romana» indica una vinculación con el rito litúrgico de la capilla papal. El motivo por el que se adoptó no es tanto la fidelidad de Francisco a la Iglesia de Roma cuanto la incomodidad que suponía para los hermanos el tener que adaptarse a las distintas liturgias según los diferentes lugares en que se encontraban. Para acabar con este inconveniente y disponer de un oficio uniforme para todos los hermanos se adoptó el de la corte papal, exceptuado el salterio; pues los frecuentes desplazamientos de la curia pontificia obligaban a reducir el oficio y, en consecuencia, la forma y magnitud de los libros. Por eso resultaban más idóneos para la Fraternidad franciscana, itinerante por naturaleza.

La excepción del salterio se debe a la enorme difusión que tenía el llamado salterio «galicano». La costumbre medieval de aprender a leer con el salterio, hacía que se lo supieran de memoria; por eso era más inteligible que el «romano», restringido casi exclusivamente a la capilla papal.

El difícil giro ex quo habere poterint breviaria ha motivado diversas formas de lectura, aunque creo que se debe mantener el sentido causal: «por este motivo, podrán tener breviarios».

La costumbre del oficio de los «padrenuestros» para los hermanos que no saben leer se remonta a la tradición monástica, pasando después a las nuevas Órdenes. Así los Templarios deberán rezarlo cuando no hayan podido recitar el otro oficio. Igualmente lo adoptarán también la Orden Tercera de los Humillados, el grupo de Bernardo Prim, la Orden del Espíritu Santo y los Carmelitas.

Por la actitud que tomó Francisco respecto a los hermanos que no rezaban el oficio según se manda en la Regla, incluyéndose a veces él mismo, debió de representar algo muy importante para la Fraternidad. El padre Esser lo justifica con la cohesión que suponía para el grupo. Pero tal vez se debiera también al poder vinculante con que miraba Francisco todas las normas emanadas de la Curia romana y que, en los últimos años, se convirtieron en una obsesión. Su idealismo, su quebrantada salud y cierto aislamiento de la Orden durante la fase de expansión internacional dificultaron una percepción y valoración realista de los innumerables obstáculos que impedían traducir en la práctica las prescripciones relativas al oficio divino. Una prueba de ello es la imposibilidad de observar el estatuto litúrgico con que se encontró la Orden hasta después de 1230 cuando en el «scriptorium» de Asís se escribieron los prototipos de los breviarios corales para todas las Provincias.

De todos modos, darle a esta decisión de adoptar el oficio de la capilla papal un sentido de original conexión y reverencia a la Iglesia de Roma parece excesivo, pues la Regla de los Hospitalarios del Espíritu Santo, aprobada en 1201, manda que los clérigos observen el oficio de la curia papal. Si esto indica que ambas Órdenes tuvieron una gran influencia de Inocencio III y su Curia, no se puede deducir de ello ni hacer apologías sobre la fe eclesial de Francisco. Si el Santo conservó siempre su incondicional sumisión a la Iglesia fue algo más que por eso y, tal vez, a pesar de eso.

Aunque sorprende a algunos que Francisco no diga nada respecto a la actitud espiritual que deben adoptar los hermanos en la recitación del oficio, sin embargo se explica si tenemos en cuenta que, en la normalización de la liturgia de las horas, se percibe más la mano del entendido canonista que la de Francisco; por eso es necesario acudir a otros escritos, como la Carta a toda la Orden, donde aparecen las motivaciones para celebrar el oficio como una alabanza a Dios.

Después de haber confesado sus trasgresiones de la Regla, sobre todo en lo referente al oficio divino, Francisco pide a fray Elías, Ministro general, «que haga que la Regla sea inviolablemente guardada por todos; y que los clérigos digan el oficio con devoción en la presencia de Dios, no poniendo atención en la melodía de la voz, sino en la consonancia del alma, de manera que la voz sintonice con el alma, y el alma sintonice con Dios, para que puedan hacer propicio a Dios por la pureza del corazón y no busquen halagar los oídos del pueblo por la sensualidad de la voz» (CtaO 40-42).

Si la Fraternidad se ha formado y reunido «en el nombre del Señor», su única preocupación debe ser «seguir la voluntad del Señor y agradarle» (1R 22,9); de ahí que, «removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren al Señor Dios, háganlo con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca por encima de todo» (1R 22,26). Esta actitud de limpia apertura ante el Señor Dios es la única que puede adoptar el hermano menor de forma coherente con la opción por la «forma del santo Evangelio». Por ese motivo la oración, sobre todo litúrgica, es el acto fundante de la fraternidad. Al menos así lo entendió Francisco y trató de trasmitirlo a los hermanos.

El contexto del fragmento de la Carta a toda la Orden que estamos analizando se encuentra en la Regla de san Benito. En el capítulo XX, que lleva por título «De la reverencia en la oración», dice: «Si cuando queremos solicitar alguna cosa de hombres poderosos, no osamos hacerlo sino con humildad y reverencia, ¡cuánto más deberemos suplicar al Señor Dios de todas las cosas con toda humildad y pura devoción! Y pensemos que somos oídos no por el mucho hablar, sino por la pureza del corazón y compunción de lágrimas. Por lo mismo, la oración debe ser breve y pura, a menos que tal vez se prolongue por un afecto de la inspiración de la divina gracia».

Esta misma actitud recomienda Francisco al recitar el oficio: hacerlo «con devoción en la presencia de Dios». Aquí el término «devoción» es algo más que un simple sentimiento sicológico o un fervor religioso; se trata de una disposición radical del hombre que le hace abandonarse totalmente a Dios, un don de sí mismo, una adhesión plena y sin condiciones a lo que se experimenta como Absoluto y Suficiente.

El recitar el oficio «con devoción en la presencia de Dios» debe ser un deseo empeñativo para el hermano menor; por eso hay que procurar evitar todo aquello que lo enturbia, como podría ser la preocupación por la «melodía de la voz», buscando, más bien, la «consonancia del alma, de manera que la voz sintonice con el alma, el alma sintonice con Dios».

La preocupación de Francisco por mantener la alabanza del Señor como la actividad del hombre ocupado y entregado por completo a Dios es evidente, y la sospecha de que «la melodía de la voz» podía ser un obstáculo para los hermanos en la recitación del oficio estaba más que fundada. Giano cuenta en su Crónica que los frailes de Alemania, con motivo de celebrar el Capítulo de Worms en 1222 y no disponiendo todavía de una iglesia capaz para todos, cantaban los oficios en la catedral, alternando con los canónigos (Crónica, 26). Poco después de la llegada de los frailes a Inglaterra en 1224, según narra Eccleston en su Crónica, una de sus preocupaciones fue la de solemnizar la liturgia conventual cantando el oficio con música propia, cuando apenas eran tres o cuatro clérigos en un convento. Esto indica que la celebración del oficio cantado era bastante corriente entre los frailes.

La advertencia de Francisco, por tanto, no está fuera de lugar, pues se trataba de «hacer propicio a Dios por la pureza del corazón, sin tratar de halagar los oídos del pueblo por la sensualidad de la voz». Por eso, para que el oficio sea una alabanza devota, los hermanos deben procurar que «la voz sintonice con el alma, y el alma sintonice con Dios». Aunque ya he dicho anteriormente que el contexto de este fragmento de la Carta es la Regla de san Benito, no se puede negar una alteración en el enunciado, pues san Benito dice: «Consideremos, pues, de qué manera hemos de asistir ante la presencia de la Divinidad y de sus ángeles, y estemos en la salmodia de tal modo que nuestra mente concuerde con nuestros labios».

Indudablemente, no se puede admitir que Francisco lo hiciera de forma intencionada como contraposición a la Regla de san Benito, pues además de ser complementarios, según un texto de Adam Scoto a principios del siglo XIII, tiene idéntico fin: el mismo Dios. La diferencia radica en el modo de llegar hasta Él; mientras en san Benito es la Palabra el centro de atención, en Francisco es la contemplación de esa misma Palabra, sin el ambiguo ropaje del canto, la que debe centrar la atención del hermano.

Celano dibuja en su Vida segunda la devoción con que rezaba el Santo: «En el rezo de las horas canónicas era temeroso de Dios a par de devoto. Aun cuando padecía de los ojos, del estómago, del bazo y del hígado, no se apoyaba en muro o pared durante el rezo de los salmos, sino que decía las horas siempre de pie, la cabeza descubierta, la vista recogida y sin languideces. Si cuando iba por el mundo caminaba a pie, se detenía siempre para rezar sus horas; y si a caballo, se apeaba. Un día volvía de Roma; no cesaba de llover; se apeó del caballo para rezar el oficio; pero, como se detuvo mucho, quedó del todo empapado en agua. Pues decía a veces: "Si el cuerpo toma tranquilamente su alimento, que más tarde, a una con él, se convertirá en pasto de gusanos, con cuánta paz y calma debe tomar el alma su alimento que es su Dios"» (2 Cel 96).

Si nos hemos extendido un poco más en el comentario de este fragmento sobre el oficio divino, es por la importancia que le da Francisco dentro de la estructura de la «forma de vida» de la Fraternidad. La alabanza litúrgica es la respuesta que dan los hermanos, como Iglesia, al don de Jesús ofrecido por el Padre. Si el Señor es el único que les concedió «hacer penitencia», de modo que pudieran seguir sus huellas hasta llegar al Padre, la única preocupación de la Fraternidad y su razón de ser es la alabanza de Dios.

EL AYUNO

En una vida penitencial, como era la de los Hermanos Menores, no podían faltar las prescripciones referentes al ayuno. Francisco participaba también de esta expresión de la espiritualidad medieval, pero antes de analizar el contenido del fragmento convendrá ofrecer el contexto ascético en el que se mueve.

En términos generales el ayuno de los monjes y demás Órdenes religiosas gira, en los siglos XII y XIII, en torno a dos fechas principales: el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la santa Cruz, y la Pascua de Resurrección. De este modo el año quedaba dividido en dos tiempos, uno penitencial y otro de mayor libertad.

La Regla de san Benito, los Cartujos, Premostratenses, etc., imponen el ayuno desde septiembre hasta Pascua lo mismo que los Dominicos y Carmelitas. Los Movimientos pauperísticos, tanto ortodoxos como heréticos, participan también de este ambiente penitencial, aunque con menor rigidez [En estos Movimientos, tanto ortodoxos como heterodoxos, hay que distinguir a los itinerantes de los sedentarios. Los primeros tienen que condicionar el ayuno a las circunstancias, puesto que, normalmente, dependen también de la limosna. Respecto a los segundos, el ayuno está más organizado]. Los Cátaros, desde una visión dualista del mundo, se privaban de comer carne, huevos y lacticinios, por estar relacionados con la reproducción. Sin embargo esto no era privativo de los Cátaros; el mismo santo Domingo ordena a Pons Roger, un cátaro convertido a la ortodoxia, «que se abstenga de carne, huevos y lacticinios, o sea, de todo lo que trae origen de la carne, durante todo el año, excepto en los días de Pascua, Pentecostés y Navidad, en los cuales, para desmentir su error pasado, le mandamos que los coma».

Dentro de este marco penitencial hay que colocar el fragmento de la Regla sobre el ayuno.

2. Y ayunen desde la fiesta de Todos los Santos hasta la Navidad del Señor. Sin embargo, la santa cuaresma que comienza en la Epifanía y se prolonga cuarenta día continuos, la que el Señor consagró con su santo ayuno, los que la ayunen voluntariamente, sean benditos del Señor, y los que no quieran ayunarla no sean obligados; pero la otra, que dura hasta la resurrección del Señor, ayúnenla. En otros tiempos, en cambio, no están obligados a ayunar sino los viernes. Con todo, en tiempo de manifiesta necesidad no están obligados los hermanos al ayuno corporal.

La práctica del ayuno tuvo en Francisco una evolución a lo largo de su vida, por lo menos en cuanto respecta a la normalización para los frailes. Según afirma Giano, en la primitiva Regla o «Propositum» los hermanos ayunaban los miércoles y viernes y, con el permiso de Francisco, también los lunes y sábados, mientras que los otros días comían carne (Crónica, 11). El incidente de los Vicarios, mientras Francisco se encontraba en Oriente, convocando un Capítulo entre los «seniores» y promulgando unas Constituciones en las que se modificaba la regulación del ayuno, pone en evidencia que no todos compartían esta liberación de Francisco en lo referente al ayuno. Lo cierto es que, tal vez en connivencia con Hugolino que acababa de redactar una Regla para las Damas Pobres en la que se imponía un ayuno riguroso, los Vicarios decidieron que los hermanos no comieran carne pedida intencionadamente, sino sólo en el caso de que la ofrecieran de modo espontáneo. Además, establecieron el ayuno obligatorio los lunes, miércoles y viernes, con la particularidad de que los lunes y sábados no podían procurarse lacticinios, a no ser que los ofrecieran espontáneamente (Crónica, 11). Francisco no aceptaba esta determinación y, en un gesto de fina ironía, se come la carne que le habían preparado, haciendo prevalecer la norma evangélica sobre la comida de los misioneros a la monaquizante de los Vicarios (Crónica, 12).

Una vez vuelto y suprimidas tales normas, reafirmó su parecer en la Regla de 1221. En ella dice: «Y todos los hermanos guarden, asimismo, el ayuno desde la fiesta de Todos los Santos hasta la Navidad y desde la Epifanía, cuando nuestro Señor Jesucristo comenzó a ayunar, hasta la Pascua. Fuera de estos tiempos, no estén obligados a guardar el ayuno, según nuestra vida, sino el viernes. Y, según el Evangelio, pueden comer de cuanto manjares les ofrezcan» (1R 3,11-13).

Esta Regla supone, en materia de ayuno, una gran liberación respecto al «Propositum» primitivo y la práctica de las otras Órdenes religiosas. Suprime los ayunos que van desde el 14 de septiembre hasta el 1 de noviembre, y desde el 25 de diciembre hasta el 6 de enero, es decir, dos meses completos, además de los lunes, miércoles y sábados.

La Regla bulada todavía avanza más en este proceso de suavización en materia de ayunos al suprimir la cuaresma de la Epifanía; aunque bendiga especialmente a los que la observen. Con esto quedaban reducidos los ayunos de los frailes por lo menos a tres meses y medio en relación a la mayoría de las instituciones monásticas de aquel tiempo, lo cual es una demostración del empeño que tuvo que poner Francisco para mantener a la Fraternidad en actitud itinerante, frente a la presión del grupo de intelectuales apoyados por el cardenal Hugolino, que pretendían un acercamiento cada vez mayor a las estructuras monásticas.

El fragmento termina con una advertencia de que «en tiempo de manifiesta necesidad no están obligados los hermanos al ayuno corporal». Ya la Regla de 1221 insinuaba también que «en tiempo de manifiesta necesidad, obren todos los hermanos, en cuanto a las cosas que les son necesarias, según la gracia que les otorgue el Señor, porque la necesidad no tiene ley» (1R 9,16).

Este principio de libre responsabilidad en el modo de realizar la «forma de vida» sólo es válido si se entiende dentro de un marco evangélico pauperístico donde la itinerancia es la manera habitual en que se desenvuelve la Fraternidad. El ayuno corporal no es un absoluto, sino sólo una ayuda y un signo de que «debemos también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados» (2CtaF 32). Este es el verdadero ayuno que nos abre a la voluntad de Dios haciéndonos disponibles para trabajar por el Reino y se convierta en realidad; lo otro, el esclavizar al hermano con un lista intocable de ayunos, es haber cambiado de óptica respecto al Evangelio y leerlo no desde una situación itinerante, sino desde el asentamiento conventual.

Podría parecer extraño que al hablar del ayuno no lo haga también de la abstinencia, siendo así que están relacionados íntimamente en la tradición de la Iglesia. El motivo es simplemente que, en la Edad Media, el ayuno incluía también la abstinencia de carnes y, en cuaresma, incluso de huevos y lacticinios. La mayoría de las Órdenes observaban casi siempre este tipo de ayuno cuaresmal, pero a los Menores, por su condición de itinerantes, les resultaba un tanto difícil esta práctica.

Además de la abstinencia incluida en los ayunos, existían otros días en que se observaba sola. Algunas Órdenes la prescribían durante todo el año o una gran parte del mismo. Ya vimos cómo Francisco no aceptaba para la Fraternidad este rigorismo de la abstinencia, en parte porque el medio de adquirir los alimentos era el trabajo y la caridad, y no se podía condicionar la buena voluntad de los donantes, pero también porque el Evangelio estaba por encima de los rígidos programas de abstinencia seguidos por los Grupos pauperísticos con influencias dualistas, como los Cátaros, las distintas Órdenes monásticas y los Mendicantes.

La actitud liberal de Francisco respecto a los ayunos y abstinencias de la Fraternidad contrasta con la imagen ayunadora que nos dan los biógrafos. Si hemos de creer en san Buenaventura, Francisco «inmola a Cristo su cuerpo en todo tiempo por los rigores del ayuno». Además de las tres cuaresmas que permite la Regla, ayunaba otras tantas en honor de san Pedro y san Pablo, la Asunción y los Ángeles (LM 9,3). Según la narración ejemplar de Celano, los primeros compañeros de Francisco se castigaban con frecuentes ayunos (1Cel 40; 2Cel 21) hasta el punto de que el Santo tuvo que moderar tales exageraciones. Sólo en esto discordaban sus enseñanzas y sus prácticas (TC 59; 2Cel 129).

A pesar del dualismo agustiniano que subyace en las prácticas penitenciales de la Iglesia medieval, Francisco se muestra menos riguroso que las restantes Órdenes o grupos eclesiales. Incluso aparecen rasgos de humana y delicada compasión hacia los enfermos, como son el comer con ellos en días de ayuno, pedir carne para que se alimenten, o irse con uno de ellos a una viña para satisfacer su comprensivo capricho de enfermo (2Cel 175s).

Francisco no toma el ayuno como un medio maniqueo de justificarse, sino que lo utiliza «y en grandes cantidades, como lo exigía el ambiente» como signo de conversión abierta y disponible a las exigencias y amor de Cristo. El ayuno es, según Francisco, un medio de posponer «nuestro cuerpo con sus vicios y pecados, porque viviendo nosotros carnalmente, quiere el diablo arrebatarnos el amor de nuestro Señor Jesucristo y la vida eterna, y perderse con todos en el infierno» (1R 22,5). Esta relativización del ayuno en favor de la conversión es lo que hace del Santo un hombre austero, pero no sombrío.

3. Aconsejo, amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a mis hermanos que, cuando van por el mundo, no litiguen ni contiendan de palabra, ni juzguen a otros; sino sean apacibles, pacíficos y mesurados, mansos y humildes, hablando a todos decorosamente, como conviene… Y no deben cabalgar sino apremiados por una manifiesta necesidad o enfermedad. En toda casa en que entren digan primero: «Paz a esta casa». Y les será permitido, según el santo Evangelio, comer de todos los manjares que se les sirven.

Con este fragmento comienza propiamente el modo concreto de realizar la Fraternidad: el seguimiento de Cristo. Las normas dadas hasta ahora podrían aplicarse a cualquier Orden, regular o monástica, no así las que siguen a continuación. La visión del Evangelio desde una óptica misional, propia de los Movimientos pauperísticos, hace que Francisco entienda también su proyecto evangélico como un «seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo» (1R 1,1). La vida según el Evangelio no es una simple imitación de Cristo, sino su seguimiento; Cristo, camino y pastor, peregrino y extranjero, es el único medio de llegar al Padre. De este modo, el proyecto cristiano de vida adquiere tal dinamicidad que no puede estructurarse a partir de la imitación estática de las virtudes de Cristo, sino de su seguimiento itinerante.

a) COMPORTARSE COMO MENORES

En realidad, aunque no se explicite en textos evangélicos, se trata de recordarles la actitud menor que deben adoptar en su «ir por el mundo», y que se concreta en las bienaventuranzas mateanas. La relativa similitud de la Fraternidad con los Movimientos pauperísticos-itinerantes hacía fácil el mimetismo de la contestación y la crítica que caracterizaba a estos grupos. Por eso era necesario, para mantenerse en la coherencia de la opción menor que habían hecho, el recordar y poner en práctica la actitud de siervos disponibles al servicio del Reino.

Francisco había caído en la cuenta de que el continuo caminar juntos de un lugar a otro llevaba mucho tiempo y el peligro de enfrentarse entre ellos o criticar de los demás. De ahí que en la Regla de 1221 aparezcan formulaciones negativas de algunas normas, lo cual supone tristes experiencias en la marcha de la Fraternidad. El texto, como era costumbre en Francisco, es un amasijo de normas y citas bíblicas que tienen por finalidad basar en el Evangelio los valores de tal comportamiento:

«Y guárdense todos los hermanos de calumniar y de contender de palabra; más bien, empéñense en callar, siempre que Dios les dé la gracia. Ni litiguen entre sí ni con otros, sino procuren responder humildemente, diciendo: Soy un siervo inútil. Y no se aíren, porque todo el que se deja llevar de la ira contra su hermano será condenado en juicio; el que dijere a su hermano: Raca, será condenado por la asamblea; el que le dijere: Fatuo, será condenado a la gehena de fuego. Y ámense mutuamente, como dice el Señor: Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Y muestren con obras el amor que se tienen mutuamente, como dice el apóstol: No amemos de palabra y de boca, sino de obra y de verdad. Y a nadie insulten; no murmuren ni difamen a otros, porque está escrito: Los murmuradores y difamadores son odiosos para Dios. Y sean mesurados, mostrando una total mansedumbre para con todos los hombres; no juzguen, no condenen. Y, como dice el Señor, no reparen en los pecados más pequeños de los otros, sino, más bien, recapaciten en los propios en la amargura de su alma. Y esfuércense en entrar por la puerta angosta, porque dice el Señor: Angosta es la puerta, y estrecha la senda que lleva a la vida y son pocos los que la encuentran» (1R 11,1-13).

Celano pone en boca de Francisco estas mismas advertencias: «Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados. Y permaneced pacientes en la tribulación, seguros, porque el Señor cumplirá su designio y su promesa. A los que os preguntan responded con humildad; bendecid a los que os persigan; dad gracias a los que os injurien y calumnien, pues por esto se nos prepara un reino eterno» (1Cel 29).

Tanto los textos anteriores como el fragmento de la Regla que estamos comentando, expresan la esencia de la «forma de vida» y su peculiaridad. Se trata de los principios evangélicos de misión dentro del espíritu de las bienaventuranzas. Esta coherencia entre bienaventuranzas y misión es lo que confiere originalidad a la lectura que hizo Francisco del Evangelio, ya que si la Fraternidad es enviada en misión, lo es de una forma peculiar, pues los hermanos están entre los hombres para ser los menores, no sólo de forma espiritual, sino «según la forma del santo Evangelio».

Los biógrafos -ya lo hemos visto- describen estos principios como una recordación de Francisco a la joven Fraternidad; sin embargo esto no quedaba en simples principios teóricos, sino que en muchos casos tenían que sufrir las consecuencias de haber adoptado tal actitud, pues

«aunque los hermanos fueron tratados por este señor con tanta caridad, otros los consideraban como los más abyectos, y muchos, grandes y pequeños, se mofaban de ellos y los injuriaban y les quitaban a veces las ropas vilísimas que llevaban. Cuando los siervos de Dios quedaban desnudos, porque, según el consejo evangélico, llevaban una sola túnica, no por eso reclamaban lo que les habían quitado. Si algunos, movidos de compasión, se los devolvían, los recibían de buen grado.

»Algunos les arrojaban barro; otros, poniéndoles dados en las manos, los invitaban a jugar con ellos; y otros, agarrándolos por detrás de la capucha, los llevaban colgando a su espalda.

»Estas y otras cosas parecidas hacían con ellos, y los consideraban tan despreciables, que los molestaban sin miramiento cuanto querían. Sobre esto, tuvieron que pasar hambre y sed, frío y desnudez y otras indecibles tribulaciones y angustias. Y todo lo sobrellevaban con inmutable paciencia, en conformidad con la instrucción dada por el bienaventurado Francisco. Y jamás manifestaban tristeza ni turbación, ni maldecían a los que los ofendían...» (TC 40).

b) NO VAYAN A CABALLO

Los principios evangélicos de misión, en un contexto de bienaventuranzas, se explicita ahora en cuatro consejos que deben configurar el comportamiento de los hermanos que van por el mundo: No cabalgar, saludar con la Paz, comer lo que les den y no usar dinero.

El primero de ellos, «no ir a caballo», es una historización de la situación marginal de los apóstoles en misión vista por una sociedad de caballeros. Una consecuencia lógica de la opción itinerante era adoptar los medios de transporte adecuados a su posición. Una itinerancia llevada en pobreza no sería consecuente si se sirviera de los medios propios de la buena sociedad. [Entre los monjes existía la costumbre de usar caballos para los viajes con el fin de no verse obligados a mendigar, cosa que les estaba prohibida por los cánones. La Regla de los Trinitarios no permitía a los suyos tener ni usar caballos, sino sólo asnos y en caso de necesidad. La Regla franciscana de 1221 parece que haga referencia a esta costumbre cuando dice a los frailes que «de ningún modo tengan bestia alguna ni consigo, ni en casa de otro, ni de ningún otro modo» (1R 15,1). Los mismos Dominicos tampoco podían cabalgar ni ir en carruaje]. Por tanto, la decisión de Francisco de que los hermanos no cabalguen sino en caso de necesidad «como podían ser los enfermos» encuadra perfectamente en el contexto menor del tiempo. [Sin embargo esta decisión podría estar reforzada, tal vez de forma inconsciente, por la reacción del «convertido» que hay en Francisco. El aspirar a ser caballero y el «cabalgar» era un símbolo de su posición social; pero una vez convertido, el «no cabalgar» se convertirá en signo de la opción por la «forma del santo Evangelio»].

Los Movimientos itinerantes acostumbraban también a no usar caballerías para trasladarse, pues su contexto de vida no admitía este medio de transporte; como no entraba tampoco dentro de la «forma de vida» de Francisco. En la Regla de 1221 impone a todos los hermanos, «tanto clérigos como laicos, que cuando van por el mundo o residen en lugares, de ningún modo tengan bestia alguna ni consigo, ni en casa de otro, ni de ningún otro modo. Ni les sea permitido cabalgar a no ser que se vean obligados por la enfermedad o por una gran necesidad» (1R 15,1s).

Los biógrafos nos refieren que Francisco, al final de su vida, «débil y enfermo como estaba, tuvo que viajar montado a caballo», pues, «no pudiendo caminar a pie, recorría los poblados montado en borriquillo» (1Cel 63.98). Cuando posteriormente evolucionó la Orden hacia esquemas conventuales, se fue introduciendo la costumbre de usar, primero el asno, y después los caballos para trasladarse. Giano cuenta que, siendo Provincial de Alemania Juan del Pian del Carpine, «como era corpulento, acostumbrada a trasladarse en un asno, y los hombres de aquel tiempo, por la novedad de la Orden y la humildad de la cabalgadura, se acercaban con mayor devoción a su asno -por el ejemplo de Cristo, que usó más el asno que el caballo- que ahora a las personas de los Ministros, debido a la costumbre de los hermanos de ir siempre a caballo» (Crónica, 55). Esto lo escribía Jordán en 1262 cuando hasta el mismo san Buenaventura, que era General, se desplazaba montado a caballo. También Eccleston pone entre las acusaciones contra fray Elías el hecho de tener un caballo para sus viajes.

A pesar de todo, el texto de la Regla estaba ahí y había que darle una explicación. Jacobo de Vitry ya lo hizo al decir que los hermanos no deben cabalgar porque sería una vana ostentación mundana. Van a pie como es propio de los siervos, porque es mejor correr descalzo sobre espinas para llegar a la gloria, que correr a caballo entre prados en flor para terminar en el infierno.

El «no cabalgar» es un gesto que hay que colocar dentro de la opción menor contenida en la «forma del santo Evangelio»; sacarlo de este contexto es vaciarlo de sentido, convirtiéndolo en una norma sin expresividad y rayana en el absurdo.

c) EL SALUDO DE PAZ

El saludo de paz es otro de los elementos del Evangelio de misión adoptado por Francisco en la «forma de vida» y que responde a la tradición pauperística de los Movimientos itinerantes. Ya Norberto de Xant, fundador de los Premostratenses, empleaba este saludo en sus recorridos apostólicos, alegando que anunciaba la paz no por méritos propios, sino por haberse convertido, por la gracia de Dios, en imitador de los apóstoles.

El texto de saludo de Lucas 10,5 lo traen las dos Reglas, lo cual hace presumible que estuviera ya en el «Propositum» de 1210. Este saludo no es de pura cortesía sino que responde a un verdadero deseo del Santo de comunicar una realidad que experimenta como un don del Espíritu (1R 17,15), por eso dice en el Testamento que «el Señor me reveló que dijésemos este saludo: El Señor te dé la paz» (Test 23). Algunas de las cartas las encabezaba con este saludo, y en la bendición a fray León le desea igualmente «la paz del Señor» (BenL 2).

No cabe duda de que el origen de este saludo de paz es evangélico, pero no creo que Francisco lo extrajera exclusivamente de la audición del Evangelio de misión en la Porciúncula, por eso no hay que extrañarse de que lo modificara según las circunstancias, pues esto era normal entre los Movimientos itinerantes.

El contenido de la paz ofrecida por Francisco se relaciona con la salvación mesiánica de la que es signo y, a la vez, consecuencia. Por tanto no es algo que se pueda conseguir solamente con la voluntad de evitar conflictos, sino que nace de esa apertura penitencial al acontecimiento salvador de Jesús muerto en la cruz para pacificar todas las cosas.

La paz, como don del Espíritu, sólo es posible si se acepta que en lo más profundo del hombre está operando hasta trasformar su posición ante Dios y, en consecuencia, ante los demás hombres; porque, en definitiva, el sentido de la paz no es otro sino hacernos conscientes de que en Jesús hemos comenzado un modo nuevo de relacionarnos con Dios. Esta experiencia profunda de sentirse salvados o pacificados es lo que llevaba a Francisco a tratar de comunicarlo a los demás; pero él sabía que para ser comunicadores de paz, antes hay que dejarse pacificar; de ahí que al describir el comportamiento de los hermanos cuando van por el mundo, ponga como actitud fundamental la minoridad o el reconocimiento de que somos servidores del Reino construido sobre la paz.

Los Tres Compañeros ponen en boca de Francisco una exhortación a la paz: «Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones. Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, para vendar a los quebrados y para corregir a los equivocados. Pues muchos que parecen ser miembros del diablo, llegarán todavía a ser discípulos de Cristo» (TC 58).

Por eso era motivo de extrañeza para los ciudadanos de Asís, apenas acabada la guerra con Perusa y sin haber encontrado todavía la paz interna, que la nueva Fraternidad se presentara deseando la paz (LP 101), ya que sonaba a burla en medio de una sociedad deshecha por la guerra; sin embargo, Francisco no proponía solamente la paz política, sino, principalmente, la paz evangélica que permitiera a los Comunes posibilitar la conversión penitencial de sus ciudadanos. Tomás de Spalato nos refiere que en la arenga tenida por Francisco en la plaza del Palacio del Común de Bolonia «todo el contenido de sus palabras iba encaminado a extinguir las enemistades entre los ciudadanos y a restablecer entre ellos los convenios de paz» (BAC 970).

Los biógrafos nos indican que no fue ésta la única invitación a construir la paz comunal tan deteriorada por los efectos de la guerra. En forma alegórica habla Celano de la «expulsión de los demonios de la discordia» en Arezzo (2Cel 108). Igualmente, en Perusa, alerta a los caballeros sobre su sedición popular, recordándoles la concordia (2Cel 37). También el episodio del lobo de Gubio traído por «Actus beati Francisci» podría referirse a la reconciliación entre el Común y cierto noble opresor del pueblo (Flor 21). Pero donde más incidencia tuvo Francisco en su afán de pacificar la sociedad fue en el hecho de reconciliar al obispo Guido II y al podestà de Asís, Opórtolo, componiendo para tal caso una de las estrofas del Cántico de las criaturas (EP 101).

d) LIBERTAD EN EL COMER

La sucesión lógica, una vez se ha entrado en una casa y se ha saludado deseando la paz, es la disposición referente a la comida. Ya hemos visto antes la radicalidad con que tomaban las Órdenes religiosas los ayunos y abstinencias. Pero un Movimiento como el Franciscano, lanzado por los caminos del mundo y a merced de la caridad pública, no podía prever ni exigir el tipo de comida que debían darles; de ahí que pudieran seguir, también en esto, lo normado en la misión de los apóstoles.

Esta norma evangélica que, en principio, es aplicable de un modo general, se suele limitar a la posibilidad de tomar cualquier clase de alimento fuera de los días de ayuno prescritos por la Regla y la Iglesia; es decir, que así como Francisco evolucionó respecto a los ayunos, suprimiéndolos poco a poco hasta llegar a los preceptuados en la Regla bulada, con relación a la abstinencia fuera de los días de ayuno conservó siempre el mismo modo de pensar, según se desprende de los hechos (Crónica, 12). Indudablemente en el Evangelio de misión no tiene este sentido restrictivo, pero Francisco lo historizó colocándolo dentro del marco penitencial de su tiempo, en el que los ayunos y abstinencias eran elementos indispensables.

Sin embargo en la Regla de 1221 rompe estos condicionamientos, dejando en libertad a los hermanos para que, «en caso de necesidad, séales lícito a todos los hermanos, dondequiera que estén, servirse de todos los manjares que pueden comer los hombres, como dice el Señor de David, el cual comió los panes de la ofrenda, que no estaba permitido comer sino a los sacerdotes. Y recuerden lo que dice el Señor: Pero estad precavidos, no sea que vuestros corazones se emboten con la crápula y la embriaguez y en las preocupaciones de esta vida, y os sobrevenga aquel repentino día; pues como un lazo caerá encima de todos los que habitan sobre la faz del orbe de la tierra. Y, de modo semejante, en tiempo de manifiesta necesidad, obren todos los hermanos, en cuanto a las cosas que les son necesarias, según la gracia que les otorgue el Señor, porque la necesidad no tiene ley» (1R 9,13-16).

Aquí aparece claro que el texto no se refiere sólo a las abstinencias, sino también a los ayunos cuando las circunstancias obliguen a ello, porque la necesidad no tiene ley. Pero conviene recordar que se trata de una excepción que confirma la norma general del ayuno.

Esta libertad frente a la comida parece que no era bien vista por todos los hermanos. Pues, como ya hemos visto antes, apenas Francisco se fue a Oriente, los dos Vicarios generales convocaron un Capítulo con los «seniores» y establecieron, entre otras cosas, que los frailes no podían comer carne fuera de los días de ayuno, a no ser que los fieles se la ofrecieran espontáneamente; más aún, ordenan que los lunes y los sábados no comieran lacticinios, a no ser que se los dieran (Crónica, 11).

La presión de las otras Órdenes e, incluso, de los Movimientos pauperísticos de influencia dualista se estaba mostrando a la hora de configurarse la Fraternidad en una Orden; pero precisamente por eso, Francisco estaba decidido a no poner más obligaciones que las aparecidas en el Evangelio de misión; así lo confirma la anécdota, antes mencionada, que nos refiere Giano cuando Francisco y Pedro Catáneo estaban sentados para comer y les llegó la noticia de tales decisiones (Crónica, 12), lo mismo que la lucha por mantener en las dos Reglas el principio de libertad en el comer, a pesar de que fue asesorado por el cardenal Hugolino, un hombre de mentalidad tan distinta en lo referente a esta materia.

Sin embargo, todo este empeño no fue suficiente para convencer a los frailes. Una lectura conventual de la Regla deformó muy pronto este principio, por otra parte muy claro, de la libertad en el comer. Hugo de Digne y san Buenaventura ya lo interpretan como una concesión exclusiva para los frailes que se encuentran fuera de los conventos; y las Constituciones de Narbona, Asís y París mandan que los ayunos de la Regla sean de tipo «cuaresmal», es decir, sin huevos ni lacticinios, y que en los conventos no se coma nunca carne, excepto los enfermos y débiles.

Esta interpretación tan cerrada se debió a la influencia de las demás Órdenes y, sobre todo, a la estructura del capítulo III de la Regla bulada donde esta frase no aparece en el fragmento sobre el ayuno, sino en el siguiente, que trata sobre el modo de ir los frailes por el mundo [En la 1R aparece tres veces: 3,13; 9,13; 14,3]. Una interpretación muy sutil que escapaba totalmente a un Francisco «simple y sin letras», pero que iba también más allá de su modo itinerante de concebir la Fraternidad y las normas evangélicas que configuraban su «forma de vida».

El ayuno, las abstinencias eran para Francisco medios ascéticos que expresaban y ayudaban a abrirse penitencialmente a la conversión; por eso mismo no se podían utilizar como un absoluto que condicionara la estructura itinerante de la Fraternidad. Pero los tiempos habían cambiado, y al hacerse ésta sedentaria, ya no tenía sentido mantener las normas de misión.

* * *

Capítulo IV.
LOS HERMANOS NO RECIBAN DINERO

Este capítulo sobre la prohibición de recibir dinero determina el cauce en el que se deben desenvolver los dos siguientes, el trabajo y la limosna, que constituyen la base de sustentación de la Fraternidad.

La aversión ya tradicional de Francisco al dinero queda, en parte, evidenciada por la fuerza con que prohíbe a los frailes su uso. Sin embargo deberá colocarse dentro del contexto sociorreligioso en que se realizó, para comprender su verdadero alcance y sentido.

Aunque el dinero, ya desde antiguo, había sido empleado como objeto de cambio en ocasiones concretas, es en la baja Edad Media, con el crecimiento de ciudades y mercados, cuando se hizo ordinaria la venta de productos naturales del campo o artículos artesanales a cambio de dinero, que era lo que predominaba en las ciudades. Hacia finales del siglo XII y principios del XIII el uso del dinero fue aumentando en sustitución del cambio de objetos en especie. Al valor del suelo y del trabajo se unió, cada vez con más fuerza, el valor del capital. Junto al terrateniente y el jornalero apareció el capitalista.

A pesar de que todos intentaban, de algún modo, llegar a poseer dinero como medio más seguro de capitalización, fueron los comerciantes los que consiguieron alzarse con la mayor baza. Francisco, hijo de comerciante, conocía por experiencia lo que significaba el dinero en el nuevo sistema económico. El poder, residente hasta ahora en la nobleza, estaba pasando a los comerciantes que se habían convertido en señores naturales de una sociedad capitalista.

Los Movimientos Religiosos aparecidos durante este período se caracterizaban, tal vez por una reacción normal, por una lectura radical del Evangelio que les llevaba a vivir el compromiso cristiano desde un tipo de pobreza contestataria que excluía todo uso de dinero como medio de posesión e, incluso, de subsistencia.

1. Mando firmemente a todos los hermanos que de ningún modo reciban dinero o pecunia ni por sí mismos ni por intermediarios.

Este mismo rechazo del dinero es también una constante del ideal pauperístico de Francisco. Lo que habrá que preguntarse es cuáles fueron los motivos de fondo que le empujaron a tomar esta decisión, más bien tradicional, en una época de movilidad social y de progresivo afianzamiento de una economía monetaria; una de las respuestas podría ser su condición de convertido. El cambio sicológico que le hace alterar el esquema de valores, expresado en los términos simbólicos de amargo y dulce (cf. Test 3), explicaría esta aversión por el dinero como forma de asegurar los medios de subsistencia para la Fraternidad, siendo así que ese mismo dinero había constituido un valor esencial en su vida familiar.

Ante esa decisión de Francisco por hacer propias las reivindicaciones pauperísticas de unos grupos que, mirando hacia el pasado, habían optado por seguir manteniendo una tipología de Cristo y los Apóstoles que no correspondía a la nueva situación social, cabe la tentación de pensar que Francisco, al prohibir el dinero como forma de subsistencia, se unió al carro del retraso histórico que llevaba la Iglesia en relación a las nuevas formas de vida ciudadana, siendo así que la Fraternidad la había adoptado como lugar preferente de su actividad. El miedo a la capitalización que se suele aducir como justificante de esta actitud de vivir sin dinero es, desde luego, poco convincente; pues la negativa a recibirlo cuando, por otra parte, se equipara la Fraternidad con los otros pobres (1 R 2,7) indica que el motivo de prescindir del dinero no es el miedo a la capitalización -ningún pobre se había hecho rico con las limosnas en metálico- sino la coherencia de la «forma del santo Evangelio» adoptada.

La noticia de los Tres Compañeros de que «en todas las Reglas recomendó principalmente la pobreza y que fueran muy diligentes sus hermanos en rechazar la pecunia» (TC 35) viene confirmada por las dos que poseemos. En la de 1221 se prohíbe a los frailes «recibir dinero alguno, ni por sí mismos ni por intermediarios», de los postulantes que entraban a la Orden (1R 2,6). Después se determina que los hermanos «por el trabajo puedan recibir todas las cosas necesarias, menos dinero» (1R 7,7). Por último, hay un capítulo entero dedicado a prohibir que los hermanos reciban dinero:

«El Señor manda en el Evangelio: Mirad, guardaos de toda malicia y avaricia; y también: Precaveos de la solicitud de este siglo y de las preocupaciones de esta vida. Por eso, ninguno de los hermanos, dondequiera que esté y dondequiera que vaya, tome ni reciba ni haga recibir en modo alguno moneda o dinero ni por razón de vestidos ni de libros, ni en concepto de salario por cualquier trabajo; en suma, por ninguna razón, como no sea en caso de manifiesta necesidad de los hermanos enfermos; porque no debemos tener en más ni considerar más provechosos los dineros y la pecunia que las piedras [El dinero o «denarius» eran las monedas de oro y plata, mientras que la «pecunia» estaba compuesta por otros metales de menor calidad]. Y el diablo quiere cegar a quienes los codician y estiman más que las piedras.

»Guardémonos, por lo tanto, los que lo hemos dejado todo, de perder, por tan poquita cosa, el reino de los cielos. Y si en algún lugar encontráramos dineros, no les demos más importancia que al polvo que pisamos, porque vanidad de vanidades y todo vanidad. Y si acaso -¡ojalá no suceda!- ocurriera que algún hermano recoge o tiene pecunia o dinero, exceptuada tan sólo la mencionada necesidad de los enfermos, tengámoslo todos los hermanos por hermano falso y apóstata, ladrón y bandido, y como quien tiene bolsa, a no ser que se arrepienta de veras.

»Y los hermanos de ningún modo reciban ni hagan recibir, ni pidan ni hagan pedir, pecunia como limosna, ni dinero para algunas casas o lugares; ni acompañen a quien busca pecunia o dinero para tales lugares; pero los hermanos sí pueden realizar, en favor de esos lugares, otros servicios que no sean contrarios a nuestra vida. Con todo, los hermanos, en caso de evidente necesidad de los leprosos, pueden pedir limosna para ellos. Pero guárdense mucho de la pecunia. Asimismo, guárdense todos los hermanos de andar corriendo mundo por ningún negocio turbio» (1R 8,1-12).

Este idealismo de pretender mantener a toda una Fraternidad sin hacer uso del dinero es algo que se podía realizar dentro de un contexto determinado, como era el de los orígenes, pero que en el dinamismo de la evolución estaba condenado a la impracticabilidad. De hecho ya se comienza haciendo una excepción con los enfermos, y si no se multiplicaron estas excepciones fue porque se echó mano de la ficción jurídica de los «amigos espirituales» que, en realidad, venían a confirmar la imposibilidad de vivir sin dinero; pero esto ya lo veremos más adelante.

Los biógrafos, como es natural, reflejan esta característica de la Fraternidad de negarse a recibir dinero. La justificación de no aceptarlo como los demás pobres radica en que su pobreza no es tan pesada como la de ellos porque la consideran una gracia de Dios (TC 39). Sin embargo, no siempre aparece motivada teológicamente; los ejemplos que trae Celano sobre las ridículas correcciones que solía hacer Francisco a los que tocaban el dinero, así como el dinero convertido en víboras (2Cel 65-68), viene referido también por Jacobo de Vitry y se remonta a las Vidas de los Padres del desierto. Estas exageraciones de no tocar tan siquiera el dinero no aparecen en los Escritos de Francisco; simplemente advierte que no se haga uso de él.

2. Sin embargo, únicamente los ministros y custodios provean con cuidado solícito, por medio de amigos espirituales, a las necesidades de los enfermos y al vestido de los hermanos, teniendo en cuenta los lugares, las épocas y las regiones frías, como vean que lo aconseja la necesidad; dejando siempre a salvo, como se ha dicho, el no recibir dinero o pecunia.

La experiencia debió enseñar al Santo lo difícil que era manejar dinero en casos determinados sin extenderlo, poco a poco, a otros no tan necesarios. La Regla de 1221 lo permite «en caso de manifiesta necesidad de los hermanos enfermos» o «en caso de evidente necesidad de los leprosos» (1R 8,3.10), aunque en este último caso no quede demasiado claro si la limosna puede ser en metálico. La Regla bulada quita esta posibilidad de que los frailes usen dinero, descargando la responsabilidad de los enfermos y de buscar vestido para los hermanos solamente en los Ministros y Custodios y esto aún por medio de «amigos espirituales».

El asentamiento de la Fraternidad había creado una serie de necesidades que era imposible atender sin recurrir al dinero. En buena lógica se hubiera tenido que aceptar su manejo, entrando así en el círculo de la normalidad. Pero Francisco, tal vez porque no llegó a asimilar del todo la dirección en que evolucionó la Orden, hizo lo posible por mantener una organización económica que prescindía del manejo del dinero y que había sido pensada para un grupo itinerante, en una Fraternidad ya instalada que necesitaba de él. El dilema estaba en aceptar con realismo el uso del dinero o, tal como se resolvió, mantener el tipo pauperístico de economía, recurriendo a los «amigos espirituales» en las cosas que hacía falta utilizarlo.

Algunos Movimientos pauperísticos usan este término de «amigo» para designar a los miembros del grupo que permanecen en sus casas. En nuestro caso concreto bien pudiera referirse a los «penitentes franciscanos» laicos, encargados de recoger limosnas en metálico para atender a las necesidades señaladas en la Regla; o, aunque menos probable, los verdaderos amigos del santo que, colocados en una buena posición social, podían satisfacer estas necesidades.

El miedo a la utilización del dinero en cosas necesarias obligó ya en marzo de 1226 a los misioneros de Marruecos a la utilización de los privilegios papales. En la bula «Ex parte vestra» se les dice que «no pudiendo encontrar gratis víveres en esa tierra, dado que se acostumbra ahí a ayudar a los pobres no con panes sino con dinero, la necesidad urgente os obliga caritativamente a aceptar, aunque con moderación, dinero y gastarlo sólo para comidas y vestidos... nos, atendiendo a vuestra loable tarea y a vuestro propósito, accediendo a vuestras súplicas, os dispensamos de los supradichos preceptos en esas regiones, siempre que os impele la antedicha necesidad y la conveniencia a ello invite, y con tal de que no sobrevenga el dolo ni la ambición engañe vuestra sinceridad»; de este modo se salvaba el ideal pauperístico de la Fraternidad, al mismo tiempo que los superiores podían satisfacer las necesidades de los frailes. Las experiencias misioneras, tanto en Oriente como en el centro de Europa, aconsejaban cierta flexibilidad; de ahí la recomendación de que los superiores sean sinceros a la hora de aplicar la Regla.

La diversidad de lugares, tiempos y regiones frías que deben tener en cuenta los Ministros cuando atiendan a los hermanos viene también encomendada al abad en la Regla de san Benito: «Ha de darse a los hermanos la ropa que corresponda a las condiciones y al clima del lugar en que viven, pues en las regiones frías se necesita más que en las templadas. Y es el abad quien ha de tenerlo presente».

Resulta sorprendente la machacona insistencia de Francisco para que, en cualquier circunstancia, los hermanos «no reciban dineros o pecunia», tal vez sin tener en cuenta que las necesidades de una Fraternidad itinerante se reducían al mínimo vital -comida y vestido- y esto se podía conseguir con relativa facilidad por medio del trabajo y, en caso de no ser suficiente, recurriendo a la limosna. Pero en una Orden asentada y con una organización apostólica en auge donde los medios para realizar tal cometido -casas de estudio, libros, etc.- no se podían conseguir sino con dinero, era imposible que pudiera prescindir de él. La solución que se dio, evitando su manejo al máximo y, al mismo tiempo, utilizándolo de forma encubierta por medio de otras personas, no contribuyó a expresar realmente lo que significaba para Francisco y sus compañeros el rechazo del dinero como medio de vida.

* * *

Capítulo V.
MODO DE TRABAJAR

Ante el rechazo de Francisco de recibir dinero o poseer cosa alguna, habrá que preguntarse cómo o en qué actividad podría encontrar la fraternidad los medios de subsistencia. Una Fraternidad que no disponía de posesiones de las que sacar rentas ni, por su opción laical, acepta remuneraciones o limosnas a cambio del servicio apostólico prestado, debía basarse en el ejercicio de alguna actividad que fuera suficiente para conseguir el alimento diario, el vestido, las herramientas y los libros para el rezo, etc. La elección del trabajo manual como opción económica pobre de la Fraternidad no es un dato aislado, sino que se coloca dentro de una toma de postura ante una sociedad en transformación. El trabajo manual forma parte de los elementos que configuran la «forma del santo Evangelio» que el Señor le ha inspirado a Francisco y que éste ha asumido como un ámbito válido para responder desde la fe. [Sobre el Francisco trabajador no tenemos una idea clara. Frente a su insistencia en las Reglas y su propia confesión en el Testamento de que «trabajaba con sus manos y quería seguir trabajando» -confesión apoyada por el testimonio de los biógrafos- está el hecho curioso de que nunca nos lo presentan trabajando. Las únicas excepciones son cuando reparaba iglesias y el entretenimiento, más que trabajo, en la confección de un vaso de madera durante una cuaresma, hasta el punto de hacer creíble la puntualización de san Buenaventura: «El mismo Francisco trabajaba poco, a no ser para evitar el ocio; y aunque él fue un observador perfectísimo de la Regla, no creo que hubiera ganado nunca con su trabajo más de doce denarios o su equivalente» (Expositio super Regulam, p. 334)].

Pero el trabajo, si bien es cierto que ha acompañado siempre la experiencia de la vida religiosa, tiene un significado diverso según los grupos que lo han tomado como integrante de su vida consagrada al Señor. El trabajo manual ocupa bastante tiempo en la vida de los anacoretas y ermitaños del desierto. San Benito lo recuerda en su Regla advirtiendo que «si las circunstancias del lugar o la pobreza exigen que ellos mismos tengan que trabajar en la recolección, que no se disgusten, porque precisamente así son verdaderos monjes, cuando viven del trabajo de sus propias manos, como nuestros Padres y los apóstoles».

Con la aparición de los monasterios las Reglas integran el trabajo dentro de la armonía monástica. Así san Agustín advierte que en todo monasterio bien ordenado debe repartirse el día entre el trabajo, la lectura y la oración. San Benito detallará con mayor minuciosidad el tiempo que se debe ocupar en tales empleos, aduciendo que «la ociosidad es enemiga del alma; por eso han de ocuparse los hermanos a unas horas en el trabajo manual, y a otras, en la lectura divina».

La dedicación preferente de los monjes al trabajo intelectual dejó para los «conversos» las ocupaciones manuales. Algunas reformas monásticas, como los Cistercienses, recuperaron para los monjes el trabajo manual al admitir solamente las posesiones que pudieran atender por sí mismos. Esta actitud les valió la ironía de los Cluniacenses que se preguntaban: ¿Qué nuevo género de vida es éste en el que los monjes se dedican a cavar campos, roturar bosques y acarrear estiércol? Pero muy pronto los monjes también fueron insuficientes para cultivar ellos solos las grandes extensiones que habían desecado o ganado al bosque, por lo que tuvieron que incorporar de nuevo a los «conversos» para que se dedicaran exclusivamente a los campos y granjas.

Los Movimientos herético-pauperísticos de los siglos XI y XII son los que, de forma general, revalorizaron el trabajo manual adoptándolo como uno de los elementos fundamentales de su opción. El vivir del trabajo de las propias manos, sin ganar más de lo necesario para satisfacer las propias necesidades, pertenece ya al ideal apostólico de los mismos herejes. El grupo de Arrás, a principios del siglo XI, consideraba una norma apostólico-evangélica el ganarse la vida con el trabajo de sus manos; y los de Colonia, un siglo después, se definieron como los «pobres de Cristo» que, perseguidos como los apóstoles y los mártires, vagan de un lugar a otro, rezando y trabajando, contentándose con tener lo suficiente para vivir.

Los Humillados adoptaron también la costumbre de dedicarse al trabajo manual como medio de subsistencia. Montaron talleres para tejer lana y, al mismo tiempo que trabajaban juntos, podían también dar trabajo a los predicadores itinerantes que iban visitando las distintas comunidades, como era ya tradicional entre los Movimientos heréticos. Los valdenses, como grupo pauperístico itinerante, no llegaron a unificar criterios respecto a la adopción del trabajo manual como medio de subsistencia. Mientras los franceses, posteriormente llamados Pobres de Lyon, vivían a costa de las limosnas de los fieles, los del norte de Italia, llamados también Pobres Lombardos, trabajaban manualmente para ganarse el pan.

De todo esto se deduce que el trabajo manual, aunque estuvo más o menos integrado en la organización de la vida religiosa, es en el Movimiento pauperístico medieval, tanto ortodoxo como herético, donde se le da un mayor relieve al concebirlo como elemento indiscutible, sobre todo en la corriente laica italiana, de la propia opción evangélica. No obstante, existe una diferencia en la forma de elegir el trabajo; mientras unos lo hacen de forma autónoma dentro de sus propias empresas -los Humillados, por ejemplo-, los otros son asalariados o artesanos ambulantes que trabajan a cambio de un jornal. La diferencia es importante por cuanto da lugar a dos tipos de pauperismo: el itinerante, más desarraigado, y el sedentario, más proclive a la acumulación y, por tanto, a la incoherencia de ser pobre en una comunidad rica.

El Movimiento de Francisco enlaza con esta tradición italiana de pauperismo laico que adopta el trabajo manual asalariado como un elemento integrante de su opción evangélica. Desconocemos si en el «Propositum» presentado al Papa en 1210 había ya alguna disposición sobre el trabajo. Lo cierto es que en la Regla de 1221 existen indicios que hacen suponer una larga experiencia laboral ya desde los primeros tiempos. El capítulo VII comienza alertando a los frailes para que no tomen cargos o responsabilidades que pongan en peligro la minoridad, lo cual es una muestra de que existía ya una experiencia negativa respecto a estos cargos, hasta el punto de obligar a Francisco a precaver a los hermanos para que no se volviera a caer en lo mismo. De todos modos, y a pesar de encuadrarse dentro del marco idílico de los orígenes, las fuentes avalan esta suposición de que la actividad laboral formaba parte del programa de vida de la primitiva Fraternidad (1Cel 39; TC 41).

1. Aquellos hermanos a quienes ha dado el Señor la gracia del trabajo, trabajen fiel y devotamente, de forma tal que, evitando el ocio, que es enemigo del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, a cuyo servicio deben estar las demás cosas temporales.

Francisco concibe el trabajo manual como una gracia que forma parte de ese otro don más grande concedido también por el Señor: la «forma del santo Evangelio». Después que el Padre se nos dio en la creación haciéndonos a su imagen y semejanza y entregándonos a su Hijo para que fuéramos salvos por Él (2CtaF 11); después que tanto bien nos ha comunicado, hasta entregarse enteramente a nosotros por medio de su Hijo a fin de que sigamos sus huellas y podamos llegar hasta Él (1R 23,1; 2CtaF 11; CtaO 29), toda posibilidad de respuesta dentro de esta «forma de vida» es un don y una gracia que no nos podemos apropiar como si naciera de nuestras propias raíces. Aunque Francisco no llegó a esa espiritualidad basada en una teología del trabajo tal como la tenemos hoy, intuyó y experimentó que toda actividad que nos lleva a la alabanza responsiva de un Dios «que nos ha hecho y nos hace todo bien» (1R 23,8) no puede ser entendida más que como una gracia del Señor.

Sin embargo es curioso que, siendo el trabajo una gracia integrante de la «forma del santo Evangelio» que la Fraternidad asumió como opción, no se aplique a todos los hermanos sino sólo «a quienes ha dado el Señor la gracia del trabajo». ¿Qué es lo que ha ocurrido en realidad para que el trabajo manual que en los orígenes constituye para todos un elemento coherente de la opción evangélico-pauperística se convierta en la ocupación de un grupo que no podemos asegurar siquiera que fuera numeroso? ¿Cuál era el valor del trabajo dentro del esquema estructural que estaba adquiriendo la Orden en su evolución por encontrar un nuevo puesto dentro de la Iglesia? Todas estas son preguntas que tenemos que responder si, de verdad, queremos entender el sentido dado al trabajo manual dentro de esta regla, ya que cabe el peligro de entender como valor fundamental, y por tanto vinculante, lo que no es sino un modo parcial de vivirlo dentro del arco evolutivo de la Fraternidad.

El trabajo, como elemento de la «forma de vida» que nos ofrece Francisco, sólo puede convertirse en norma de vida para los que nos hemos comprometido a asumirla como proyecto si llegamos a devolverle el contenido significativo que le dio Francisco como fundador o alumbrador de una nueva forma de leer y vivir el Evangelio dentro de la Iglesia.

Como ya hemos dicho antes, el trabajo manual se integra en la «forma de vida» que la primitiva Fraternidad asume como el mejor modo de estructurarse a partir del Evangelio. El optar por una vida «como los demás pobres» suponía también aceptar su esquema económico, tomando el trabajo manual como medio ordinario de poder atender sus necesidades. La Regla de 1221 mantiene todavía un cuadro laboral que, seguramente, responde a una realidad anterior a su redacción; basta recordar que, solamente dos años después, desaparecería de la Regla bulada.

El capítulo VII de la Regla no bulada nos describe una Fraternidad itinerante donde los hermanos «sirven y trabajan» en casa de otros. Los que tenían un oficio cualificado antes de entrar en la Fraternidad pueden seguir ejerciéndolo con tal de que no esté en contradicción con su proyecto evangélico, para ello dispondrán de las herramientas adecuadas. Los que no tenían oficio podían trabajar como peones agrícolas o servidores domésticos. A estos últimos se les pone una condición, y es que «no sean mayordomos ni cancilleres ni estén al frente en las casas en que sirven». Es decir, que el trabajo debe ser coherente con la opción menor.

Las citas bíblicas que motivan el trabajo están tomadas de Pablo: «El que no quiera trabajar que tampoco coma», y «cada uno permanezca en el arte y oficio que tenía cuando fue llamado»; además cita el salmo 127: «Del trabajo de tus manos comerás; dichoso tú que todo te irá bien» (2Tes 3,10; 1Cor 7,24; Sal 127,2). El modelo cristológico de los Evangelios esta vez no puede reforzar un valor fundamental de la «forma de vida» porque, francamente, el Jesús trabajador manual no aparece en las narraciones evangélicas. Esto demuestra, una vez más, que el modelo cristológico de la corriente pauperística italiana tiene otras fuentes, además de los Evangelios. El matiz apostólico que se le quiere dar a la Fraternidad primitiva reviste caracteres especiales que no se confunden, sin más, con los grupos apostólicos itinerantes que se remiten exclusivamente a los Apóstoles y cuya única fuente económica es la aportación de los fieles que les escuchan.

La utilización de la cita paulina: «El que no quiera trabajar que tampoco coma», da pie a pensar que la invitación de Francisco al trabajo se dirige a todos los hermanos, tengan o no un oficio cualificado; sin embargo, la división tripartita que hace de la fraternidad en «predicadores, orantes, trabajadores» (1R 17,5) desbarata esta suposición, ya que, de ser así, la normativa laboral estaría referida exclusivamente a los hermanos «trabajadores». Pero ¿esta división indica situaciones estables o, por el contrario, refleja ocupaciones rotativas a las que se dedican todos los hermanos, cada cierto tiempo, por constituir elementos fundamentales de la «forma del santo Evangelio»?

Respecto a los «orantes» y «trabajadores» está claro que no constituían ocupaciones permanentes u «oficios» incompatibles (LP 103; 2Cel 163), sino que eran modelos alternos de vivir la «forma de vida», como da a entender la Regla para los eremitorios (REr 10; 2Cel 178). En cuanto a los «predicadores» hay que tener en cuenta que, si bien la predicación era considerada como un oficio para el que se requería la autorización del Ministro, no era una actividad sistemática -como los Dominicos- sino ocasional, por lo que no requería una preparación y dedicación exclusiva, pudiéndose compartir con otras actividades [La predicación oficial o docta era mirada con recelo, lo cual indica que no era una ocupación exclusiva, ni siquiera importante]. Por tanto, cabe pensar que predicación, contemplación y trabajo manual son tres niveles de la Fraternidad que, respetando cualidades y carismas personales, competen a todos los hermanos y no a tres grupos diferentes y especializados.

Esta apertura laboral que nos presenta la Regla de 1221, y que seguramente no correspondía ya a la realidad, es ignorada por la Regla bulada de 1223, no sabemos si intencionadamente o para adecuar la legislación a los hechos. El caso es que esta Regla supone ya que no todos los hermanos trabajan, sino solamente «aquellos hermanos a quienes ha dado el Señor la gracia del trabajo». Admitir que Francisco acepta con ello la evidencia de que existen otras ocupaciones en la fraternidad -la predicación, la contemplación, etc.- que eximen del trabajo manual es suponer que la advertencia del Testamento, presentándose como modelo programático de trabajador manual, es fruto de las debilidades de un hombre moribundo que recuerda con nostalgia los comienzos de la Fraternidad y pretende aplicarlos de nuevo a una Orden que ya no admite tales esquemas. [Está claro que al hablar del trabajo como una «gracia» presupone otras actividades que no las llama «trabajo» y que, a mi entender, no lo sustituyen... El Santo despeja en el Testamento el equívoco de la «gracia de trabajar» al afirmar que «los que no saben, aprendan». Además, el trabajo no es una opción: «y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en algún oficio compatible con la decencia»].

Sin embargo, la presencia de este texto denota que el significado dado por Francisco al trabajo manual como un elemento caracterizante de la vocación menor de la Fraternidad ya no cuadra dentro del esquema organizativo de una Orden en evolución que busca un puesto dentro de la Iglesia. En el momento de redactarse la Regla bulada no trabajan ya todos los hermanos, sino solamente un grupo, no sabemos si reducido o no. Lo cierto es que el asentamiento progresivo de la Fraternidad en casas o lugares construidos para ellos y el consecuente acercamiento a un apostolado más clerical, condicionaba el mantenimiento del trabajo manual como forma propia de ejercer la minoridad y adquirir lo necesario para la subsistencia, por eso fue perdiendo sentido el trabajar «para los demás» y quedó un grupo de hermanos, seguramente laicos, como expresión significativa de la «gracia del trabajo» concedida por el Señor a la fraternidad.

EL MODO DE TRABAJAR

La actitud laboral de los hermanos que han recibido esa gracia debe ser la de trabajar «fiel y devotamente». La fidelidad es la única respuesta coherente ante el don del trabajo por el que se hace presente la solicitud amorosa de Dios. Si el trabajo es concebido por Francisco dentro del ámbito religioso en el que todo, absolutamente todo, sale de las manos de Dios para convertirse en regalo salvador y liberador del hombre, su aceptación y ejercicio no puede darse sino desde la fe. Gracia del trabajo y trabajar con fidelidad son el diálogo salvífico con el que Dios y el hombre entran en relación para hacer efectivo el Reino.

Sin embargo, este «trabajar con fidelidad» tiene unas características que no pueden ser ajenas a la fidelidad global a la «forma del santo Evangelio» concedida por el Señor y de la que forma parte; me refiero a la actitud menor. La Regla de 1221 no habla sólo de trabajar, sino también de servir, cosa que desaparece en la bulada; un servicio que no puede hacerse de cualquier forma ni desde cualquier sitio: sólo desde la minoridad o desde el sometimiento a todos es posible servir o trabajar con fidelidad. La fidelidad en el trabajo manual brota, pues, de la opción por vivir la «forma de vida» desde la minoridad. Al «éramos indoctos y estábamos sometidos a todos» del Testamento sigue como consecuencia lógica el «y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en algún oficio compatible con la decencia».

El término «con devoción» con el que se cualifica la actitud laboral del hermano está lejos de significar esa disposición piadosa por la que se entiende hoy. Aquí no se trata de hacer del trabajo un acto piadoso, sino lo mismo que el término «con fidelidad», de responder desde la fe y con todas nuestras fuerzas a esa gracia del trabajo que nos ofrece el Señor. «Fiel y devotamente» son, pues, uno de esos dobletes tan familiares a Francisco con los que trata de expresar un contenido polisignificativo. Fidelidad y devoción son, en definitiva, la actitud del hermano menor frente al trabajo percibido como una gracia del Señor.

TRABAJO Y ORACIÓN

El trabajo manual, aunque para Francisco era uno de los elementos que realizaban la «forma del santo Evangelio», no suponía ningún absoluto; tenía sus límites en cuanto a la forma de ejercerlo y, también, en cuanto a la finalidad y duración. La insistencia por urgir a los hermanos a que «trabajen en algún oficio compatible con la decencia» no quita que lo reduzca a sus justas proporciones. «Evitar el ocio, que es enemigo del alma» y respetar «el espíritu de la santa oración y devoción».

Nos podrá parecer una finalidad muy pobre la de trabajar para evitar el ocio; pero en la Regla de 1221 ya se habla de que «todos los hermanos procuren ejercitarse en obras buenas, porque escrito está: Haz siempre algo bueno, para que el diablo te encuentre ocupado. Y además: La ociosidad es enemiga del alma. Por eso, los siervos de Dios deben entregarse constantemente a la oración o a alguna obra buena» (1R 7,10ss).

El trabajo formaba parte de esas «buenas obras» en las que deben ejercitarse los hermanos, y sería equivocado por nuestra parte pretender exigirles una visión laboral de que adolecieron. El trabajo manual tenía para ellos una resonancia apostólica que formaba parte de la vida global, pero que no constituía una ocupación continua y exigente como en la actualidad. Aunque más adelante veremos la otra finalidad del trabajo -«recibir lo necesario para sí y sus hermanos»-, no obstante queda la sospecha de que ni para Francisco ni para la Fraternidad el trabajo fuera algo tan serio y organizado como lo practicaban algunos Movimientos pauperísticos -los Humillados- o lo entendemos hoy. [A pesar de que, teóricamente, el trabajo manual formaba parte de la opción pauperística de la Fraternidad, no tenemos datos que avalen una organización seria de esta actividad. La práctica parece que no correspondía a la teoría, no sólo porque así lo reflejase el ambiente antilaboral en el que se escribieron las biografías, sino incluso los mismos Escritos del Santo. Da la impresión de que se está defendiendo un valor -el trabajo manual- que se urge como fundamental, pero que en la práctica no se acepta así. Por otra parte hay que reconocer que el trabajar nunca fue un ideal para la antigüedad. En la patrística no existe una teología del trabajo, y menos entre los teólogos medievales. La valoración positiva del trabajo es una invención reciente de la sociedad industrial en la que el trabajo ha podido manifestarse como creador más que como una necesidad de subsistencia o como una especie de maldición].

Nos resulta difícil para una mentalidad como la nuestra basada en la idea -no sin cierta intención utilitarista- de que el trabajo hace al hombre, el aceptar que se trabajara para evitar la ociosidad. Creeríamos que se trata de una imposición de los Ministros si no tuviéramos textos paralelos de Francisco que apuntan lo mismo. Ya hemos visto la Regla de 1221, pero en el mismo Testamento manda que todos los hermanos trabajen, «no por la codicia de recibir la paga del trabajo, sino por el ejemplo y para combatir la ociosidad» (Test 21).

Si al principio, cuando los hermanos eran menos y llevaban una vida ambulante, cabía la posibilidad de perder el tiempo, después que se asentaron en conventos y fue decreciendo la costumbre de trabajar «para los demás», el ocio se convirtió en un verdadero problema. Problema, por otra parte, que se plantea en todo grupo cerrado. Ya san Agustín se lamenta de que algunos monjes venidos de las clases sociales más bajas no quieran trabajar, y la Regla de san Benito prevé que uno o dos ancianos vigilen a los demás monjes durante la lectura. Los Cluniacenses llegaron a suprimir el trabajo, pero Pedro el venerable tuvo que introducirlo de nuevo. De la ociosidad reinante en los conventos se lamenta también Celano en un tiempo en que la Fraternidad está ya bien organizada (2Cel 162).

La desaparición progresiva del trabajo manual coincide con la evolución de la Orden hacia formas conventuales. El tiempo en que se escribe la Regla bulada ocupa el término medio de esa transición de trabajar «para los demás» a tenerlo que hacer para el servicio exclusivo del convento. Aquí todavía hay un grupo de hermanos a quienes el Señor les ha dado «la gracia del trabajo», pero todos sabemos que a trabajar se aprende, por eso sospechamos que el trabajo manual no debía gozar de demasiadas simpatías en la Fraternidad cuando Francisco, sólo tres años después, manda en el Testamento que todos los hermanos trabajen y «los que no lo saben, que lo aprendan». No sabemos si este «todos» se refiere a la Fraternidad entera o solamente a los que no se ocupan en otros menesteres. Celano recuerda el pasaje (2Cel 161) pero sin aclarar este particular.

El otro condicionamiento del trabajo es que «no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción», cosa lógica en una Fraternidad que ha optado por la «forma del santo Evangelio» y, como dice Francisco en la Regla de 1221, «después que hemos abandonado el mundo, ninguna otra cosa hemos de hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle» (1R 22,9).

2. Y como remuneración del trabajo acepten, para sí y para sus hermanos, las cosas necesarias para la vida corporal, pero no dinero o pecunia; y esto háganlo humildemente, como corresponde a los que son siervos de Dios y seguidores de la santísima pobreza.

Además de ser un remedio para la ociosidad y servir de buen ejemplo, el trabajo tiene también una consecuencia material que es el cubrir las necesidades vitales más imprescindibles, no sólo individuales sino a nivel fraterno. Aquí se palpa todavía una Fraternidad cuya estructura económica, al menos de forma teórica, está basada en el trabajo; pero si hemos de admitir que sólo trabaja un grupo de hermanos -«aquellos a quienes dio el Señor la gracia del trabajo»-, entonces está claro que no era suficiente y, por tanto, había que recurrir a la limosna como forma ordinaria de adquirir los medios de subsistencia. Es decir, que el sistema económico de la Fraternidad basado, en un principio, sobre el trabajo pasa, por falta de trabajadores, a ser insuficiente para cubrir las necesidades mínimas que pueda tener el grupo. [No parece que se desprenda del texto de la Regla que los hermanos «a los que el Señor dio la gracia de trabajar» han de proveer con su trabajo a las necesidades materiales de toda la Fraternidad].

El fragmento de la Regla que estamos analizando puede dar pie a la creencia de que las recompensas recibidas a cambio del trabajo bastaban para atender las necesidades de la Fraternidad; y eso, si no fue en los primeros tiempos cuando el número de trabajadores era mayor, mucho menos ahora cuando las circunstancias lo habían reducido a un grupo reducido de hermanos. Trabajo y limosna siempre van unidos; la diferencia radica -como veremos en el capítulo siguiente- en el cambio de significado que ha sufrido la limosna. De ser algo suplementario cuando no bastaba la remuneración del trabajo, pasa a convertirse en una actividad independiente que se justifica por sí misma. El Testamento volverá a relacionar trabajo y limosna -devolviéndole a ésta su carácter de suplencia- al advertir a los hermanos que solamente «cuando no nos den la paga del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 22).

En los textos donde se habla del trabajo se especifica también la posibilidad de recibir a cambio, tanto para el que trabaja como para sus hermanos, lo necesario para el cuerpo. Sin embargo no está ligado de una forma absoluta; primero, porque hay servicios desinteresados -como los leprosos- que no admiten recompensa y, después, porque no se trabaja por un salario, sino que éste se recibe «humildemente, como corresponde a los que son siervos de Dios».

Por tanto, el hecho de no recibir salario no es motivo suficiente para dejar de trabajar, puesto que el trabajo recibe sentido no del jornal percibido sino de la opción evangélica hecha en minoridad. Si el trabajo es una gracia del Señor ¿cómo hablar de derechos cuando todo lo hemos recibido gratis? Al renunciar voluntariamente al derecho del salario nuestro trabajo revela a los hombres el don de Dios y cumplimos el consejo de Misión: «Dad gratis lo que habéis recibido gratis».

Dentro de este contexto se aprecia el valor del trabajo; valor espiritual primeramente, pero que tiene consecuencias sociales. La Fraternidad ya no es un monasterio que se basta a sí mismo cultivando sus posesiones; ni tampoco un Movimiento que monta una industria para ganarse la subsistencia. El grupo franciscano opta por un tipo de trabajo eventual y dependiente que le permite mantenerse sin ser demasiado gravoso a la sociedad, al mismo tiempo que permanece al servicio de todos.

En el momento de redactarse esta Regla, no obstante, la Fraternidad ha perdido parte de su movilidad; de ahí que el trabajo rezume en este capítulo cierto sabor monacal, no llegando a expresar el significado que Francisco le dio dentro de su «forma de vida». No se trata de admitir que los frailes rehuyan el trabajo manual, sino de explicar que lo hacen porque ha perdido significación dentro de una Orden con aspiraciones ministerio-clericales en la Iglesia que ya no necesita del trabajo manual para la subsistencia, puesto que tiene otras fuentes.

* * *

Capítulo VI.
NADA SE APROPIEN LOS HERMANOS,
LA MENDICACIÓN Y LOS HERMANOS ENFERMOS

Este capítulo es una continuación del tema emprendido en el anterior; es decir, las fuentes de mantenimiento de la Fraternidad y sus posibles implicaciones en la marcha de la misma. Si se les prohíbe aceptar dinero a cambio del trabajo, sin embargo cabía la posibilidad de que les ofrecieran las residencias donde vivían, terrenos, etc., acumulando así unos bienes que les servían de lastre en su marcha por el mundo como peregrinos y extranjeros.

Cuando el trabajo no les ofrezca lo suficiente para subsistir, en vez de exigir el jornal o asegurarse rentas, lo lógico es que vayan a pedir limosna, porque entonces no es ninguna vergüenza sino un derecho el que tienen de adquirir por este medio lo necesario. La falta de seguridad material no deberá ser nunca un motivo de tensión en la Fraternidad. La ausencia de comodidades debe suplirse por un entrañable afecto que abra sinceramente a los hermanos entre sí y puedan comunicarse sus necesidades. Como caso típico de este amor está la preocupación por los enfermos. En ellos deberá reflejarse la calidad de ese amor que, a pesar de cultivarse en la pobreza, no se atrofia ni pierde fuerza de entrega.

1. Los hermanos no se apropien nada para sí, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna.

Nuestra concepción jurídica de la propiedad puede proyectarse a la hora de entender este fragmento de la Regla. Pero lo que quiere decir Francisco con el término apropiarse va más allá de la simple posesión de una titularidad jurídica respecto a los inmuebles. Su experiencia de Dios como «bien pleno, todo bien, bien total, verdadero y sumo bien» (1R 23,9) le empuja a decir a los hermanos que «restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede» (1R 17,17).

Ese dominio absoluto de Dios sobre las cosas y la toma de conciencia, por parte del hombre, de que debe servirse de ellas con agradecimiento, lo piensa y expresa Francisco en esquemas feudales: Dios, rey y señor universal de todas las cosas, es el que concede a modo de feudo temporal los bienes de la tierra. El hombre, simple feudatario de Dios, está obligado a devolverle a su Señor todo cuanto posee. Por eso, retener o apropiarse valores o cosas es para Francisco un acto que rompe el sentido de relación con Dios y, por tanto, corta sus propias raíces humanas cometiendo pecado [Cuando el hombre rompe su equilibrio relacional con Dios deja de tener sentido, porque cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es y no más (Adm 19,2)].

Este es el fundamento teológico en el que se encuadra el concepto de apropiación y permite a Francisco romper el cerco de la propiedad para mirar las cosas desde la libertad del que las recibe como un don. Renunciar a la propiedad es querer estar abiertos a todos como menores, de modo que «todo aquel que venga a ellos, amigo o adversario, ladrón o bandido, sea acogido benignamente» (1R 7,14), ya que si se ha optado por seguir a Jesús según la forma del santo Evangelio, esto incluye el desprendimiento y la renuncia a defender las cosas como propias, hasta el punto de que, «si en algún lugar no son recibidos, márchense a otra tierra a hacer penitencia con la bendición de Dios» (Test 26).

Este breve fragmento sobre la no apropiación debe colocarse en el arco evolutivo que experimentó la Fraternidad en su dimensión itinerante. Frente a la estabilidad del monacato, los nuevos Movimientos de reforma se caracterizan por su dinamicidad apostólica que ahonda sus raíces en la visión pauperística del Evangelio. Los Movimientos más radicales entenderán su opción cristiana lanzándose, desprovistos de todo, por los caminos y ciudades con el único propósito de comunicar su experiencia de Cristo, pobre y caminante. Burcardo de Ursperg dice del grupo de Bernardo Prim que «llevaban la vida de los Apóstoles, no queriendo poseer nada ni tener residencias fijas, deambulando por pueblos y castillos».

En este mismo ambiente crece la Fraternidad agrupada en torno a Francisco. Su primitivo proyecto de vida excluye tanto la sedentarización como la consecuente, aunque no esperada, apropiación de las residencias. A través de los Escritos del Santo aparece la progresiva estabilidad que va adquiriendo la Fraternidad, al mismo tiempo que la preocupación de Francisco por mantenerla libre frente a las nuevas realidades que se van presentando.

La alusión del Testamento sobre la permanencia en las iglesias del primitivo grupo (Test 18) y la noticia que sobre este particular dan los Tres Compañeros permiten deducir la no existencia de residencias fijas y la utilización de albergues ocasionales donde pernoctar (TC 32.38). La Regla de 1221 ofrece ya, además de estos grupos completamente itinerantes, otros que viven en eremitorios o en otros lugares, advirtiéndoles de que «no se apropien para sí ningún lugar, ni se lo veden a nadie» (1R 7,13s). La Regla bulada supone que los frailes se han instalado en casas; por eso prohíbe que se las apropien, lo mismo que los lugares y otras cosas.

En la Carta a toda la Orden habla también de los lugares en los que están establecidos los frailes y celebran normalmente el culto (CtaO 30). Pero es en el Testamento donde advierte que «se guarden los hermanos de recibir en absoluto iglesias, moradas pobrecillas, ni nada de lo que se construye para ellos, si no son como conviene a la santa pobreza que prometimos en la Regla, hospedándose siempre allí como forasteros y peregrinos» (Test 24). Ante la inevitable instalación de la Fraternidad, el Santo procurará mantener por encima de todo el distanciamiento de la propiedad embarazante que impida dedicarse con toda libertad al seguimiento de Cristo pobre.

Celano trae en su Vida II algunos ejemplos que ilustran la actitud de Francisco respecto a la posesión de inmuebles, aportando como única justificación a la negativa de recibir las casas de Bolonia y Asís, o tener una celda en propiedad, que «cuando el Señor estuvo en la soledad, donde oró y ayunó por cuarenta días, no hizo construirse allí ni celda ni casa alguna, sino que estuvo al amparo de una roca de la montaña» (2Cel 57ss).

Jacobo de Vitry sigue en esta misma línea afirmando que «a ningún hermano de esta Orden le está permitido poseer nada. No tienen monasterios ni iglesias; ni campos ni viñas, ni ganado; ni casas ni otras posesiones; ni donde reclinar su cabeza» (BAC p. 966). Aunque un poco idealístico, refleja la primera intención franciscana de permanecer al margen de todo uso de poder o de reconocimiento de derechos. El no apropiarse de las casas donde viven es el último recurso para conservar, al menos como signo, el carácter itinerante de una Fraternidad que se va estableciendo progresivamente.

Si en los Escritos de Francisco aparece claro lo que entendía por apropiación, en las fuentes biográficas más tardías se supone una distinción entre propiedad y uso de las cosas, sutileza un tanto extraña para la mentalidad del Santo. Sin embargo no se puede descartar del todo que la apropiación de la Regla no tenga también esta matización jurídica, puesto que los frailes intelectuales y el mismo Hugolino, que participaron en su composición, tenían esta mentalidad y la interpretación así [El episodio de la casa de Bolonia que el cardenal Hugolino dice ser suya para que puedan volver los frailes indica esta mentalidad].

2. Y, cual peregrinos y forasteros en este siglo, que sirven al Señor en pobreza y humildad, vayan por limosna confiadamente. y no tienen por qué avergonzarse, pues el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo.

El reducido grupo de trabajadores que, además, no debían exigir remuneración alguna por su labor, era insuficiente para proveer lo necesario en una Fraternidad cada vez más numerosa. Por eso hacía falta el recurso diario a la limosna pedida de puerta en puerta. Esta práctica es justificada por la condición de peregrinos y extranjeros que deben adoptar los hermanos, pero que en realidad va tomando, cada vez más, un matiz espiritual que sustituye al real.

El evangelismo peregrinante es propio de los Movimientos medievales. Por eso, servir al Señor en pobreza y humildad, sintiéndose peregrinos y extranjeros, es el núcleo del carisma franciscano, y a esta actitud menor se apela a la hora de vencer el sonrojo de la mendicidad, aduciendo el ejemplo de Cristo que se hizo pobre por nosotros.

Vivir de limosna es una constante de los Movimientos religiosos pauperísticos entregados a la predicación del Evangelio y al trabajo manual no remunerado. No obstante, esta deducción del ejemplo de Cristo haciéndose pobres con los pobres era vista por la jerarquía como un deshonor para el estado eclesiástico. Dentro de este ambiente hay que colocar el Movimiento franciscano que opta por un tipo de vida al servicio de los demás, pero también a sus expensas. La práctica de la mendicidad sufrió una evolución paralela a los demás elementos fundamentales de la Fraternidad, por eso es necesario analizar su desarrollo.

El grupo primitivo admitía en su programa la limosna como medio de subsistencia, pero la dedicación más continua al trabajo manual y su movilidad itinerante la convierten en algo subsidiario que no supone molestia para los fieles y puede ser entendida como expresión configurante de minoridad. La Regla de 1221 dedica un capítulo a la petición de la limosna considerándola como necesaria a un grupo que, a pesar de trabajar algunos, no recibe lo suficiente para mantenerse y que, por eso mismo, adopta un sentido religioso de desvalimiento hasta el punto de convertirle en derecho de los pobres. El texto dice así:

«Empéñense todos los hermanos en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo, y recuerden que nada hemos de tener en este mundo, sino que, como dice el Apóstol, estamos contentos teniendo qué comer y con qué vestirnos.

»Y deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos.

»Y cuando sea menester, vayan por limosna. Y no se avergüencen, y más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente, puso su faz como piedra durísima y no se avergonzó; y fue pobre y huésped y vivió de limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos. Y cuando los hombres los abochornan y no quieren darles limosna, den por ello gracias a Dios, pues por los bochornos padecidos recibirán un gran honor ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo. Y sepan que el bochorno no se imputa a los que lo padecen, sino a los que lo causan. Y la limosna es la herencia y justicia que se debe a los pobres, adquirida para nosotros por nuestro Señor Jesucristo. Y los hermanos que trabajan en su adquisición recibirán gran recompensa, y se la hacen ganar y adquirir a los que se la dan; porque todo lo que dejen los hombres en el mundo se perderá, pero tendrán el premio del Señor por la caridad y las limosnas que hicieron» (1R 9,1-9).

En una Fraternidad donde el único medio de subsistencia era el trabajo manual no necesariamente remunerado, sólo quedaba una salida, y era el recurso a la limosna. Pero conviene recordar que, si bien es verdad que la Fraternidad acogía tanto a clérigos como a laicos, permaneció ajena a toda participación en funciones estrictamente clericales, rechazando también, como es lógico, la reivindicación de las «décimas» o las limosnas reservadas a los clérigos. Por eso no es justo meter dentro del pauperismo clerical la práctica mendicante de la fraternidad, puesto que Francisco la recomienda solamente cuando sea necesario, después de haber trabajado; y, entonces, no como los clérigos sino como los otros pobres.

Francisco radica el fundamento de la mendicidad en el seguimiento pobre y humilde de Jesús. Un seguimiento que hace inteligible el vivir gozoso solamente con lo imprescindible y les posibilita la solidaridad real con los pobres reales. El recuerdo de un Jesús, Hijo de Dios, convertido en pobre peregrino y mendicante, juntamente con la Virgen y sus discípulos [esta imagen de Cristo pobre es historizada por Francisco de un modo absoluto hasta hacerlo «mendicante»], es la única fuerza para vencer el sonrojo de tener que ir de puerta en puerta mendigando lo necesario para vivir. La limosna representa la herencia y justicia dejada a los pobres y que, según Francisco, nos consiguió nuestro Señor Jesucristo; pero, al mismo tiempo, tiene también sus límites, como el no recibir más de lo necesario. [En esta visión hay una demanda de justicia para el pobre que basa en un preciso «deber» la práctica de la mendicidad: un concepto que se profundiza en la afirmación de Francisco: «Jamás fui un ladrón; quiero decir que de las limosnas, que son la herencia de los pobres, siempre acepté menos de lo que me tocaba, a fin de no lesionar el derecho de los otros pobres, pues hacer lo contrario es cometer un robo (LP 15)»].

Si el recurso a la limosna, en caso de necesidad, estaba apoyado en un derecho de justicia hacia los pobres, la mendicidad era un servicio, una actividad espiritual que repercutía tanto en el que la daba, como en el que la recibía. Por eso Francisco subraya que los hermanos ocupados en pedirla, no sólo tendrán una recompensa grande, sino que ofrecen esa misma posibilidad de conseguirla también a los donantes (1R 9,9). Esta última idea viene repetida en la Carta a los Fieles, donde se les exhorta a tener caridad, humildad y hacer limosnas (2CtaF 30s). Como se puede apreciar, tanto el dar como el recibir limosna están dentro de un contexto religioso en el que Cristo y el Evangelio se perciben como pobreza radical.

Aunque la mendicidad se condiciona a la remuneración del trabajo (1R 7,7s), se da por supuesto que tal actividad entra en las ocupaciones de los hermanos. Pero a medida que la Fraternidad se va instalando en conventos y abandona el trabajo manual, la necesidad de la limosna se hace más imperiosa, hasta convertirse en el principal medio de subsistencia.

La Regla bulada, aunque permite recibir lo necesario a cambio de trabajo, no lo relaciona con la mendicación. Ésta parece haber adquirido ya tal carta de naturaleza que no se le puede tratar como medio subsidiario. Por eso se aborda simplemente su raíz evangélica en la ejemplaridad de Cristo para animar a los hermanos a vencer la vergüenza que les causa la mendicación.

El Testamento vuelve a relacionarla con el trabajo, diciendo que solamente «cuando no nos den la paga del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 22); pero ya era una utopía pretender volver a los orígenes. Las limosnas que se hacían a los frailes ya no eran por una prestación laboral sino ministerial, así que el mantenimiento de una Orden sin recursos propios se confiaba a la caridad de los fieles. La perfecta organización de la mendicidad se dio bastante pronto, y se advierte en los biógrafos del Santo el proyectar como una ocupación evidente lo que, al principio, era sólo esporádico (2Cel 71.75; TC 38.55).

3. Esta es la excelencia de la altísima pobreza, la que a vosotros, mis queridísimos hermanos, os ha constituido en herederos y reyes del reino de los cielos, os ha hecho pobres en cosas y os ha sublimado en virtudes. Sea ésta vuestra porción, la que conduce a la tierra de los vivientes. Adheridos enteramente a ella, hermanos amadísimos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, jamás queráis tener ninguna otra cosa bajo el cielo.

Si el contenido de este himno a la pobreza puede atribuirse a Francisco, la forma no responde a su forma de redactar. Está demasiado bien construido estilísticamente para que pueda ser suyo; incluso su densidad teológico-bíblica no tiene paralelos en los demás Escritos, por lo que hay que admitir, concretamente en este fragmento, la colaboración de peritos en la puesta a punto de la Regla.

La pobreza absoluta que necesita, incluso, de la mendicidad es cantada aquí como herencia y porción que conduce a la tierra de los vivientes. La exaltación de la pobreza como virtud fundamental y característica del franciscanismo toma pie, en todo lo escrito sobre el Santo, de este himno. Pero hay que acercarse a sus Escritos para comprobar si, efectivamente, fue algo fundamental en su espiritualidad o, por el contrario, se queda simplemente en un himno.

La tradición pauperística ponía a Francisco en una situación tal que le condicionaba la inteligencia del Evangelio a partir de una pobreza absoluta. La radicalización de esta virtud le induce a poner en el mismo plano a Cristo, el Evangelio y la pobreza, de modo que no se trata ya de una simple virtud, sino de una opción por el Evangelio o seguimiento de Cristo. En el breve testamento enviado a las Clarisas, poco antes de su muerte, reafirma su voluntad de «seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza» (UltVol 1s). Igualmente le aconseja a fray León que «se comporte, con la bendición de Dios y su obediencia, como mejor le parezca que agrada al Señor Dios y siga sus huellas y pobreza» (CtaL 3).

La pobreza de la que habla aquí Francisco es algo más que la ausencia de bienes y comodidades. Se trata de la misma vida de Cristo ofrecida como don a Francisco y sus hermanos y que éstos tratan de seguir humildemente. Por otra parte, el descubrimiento del Evangelio que les interpela en pobreza no debe ser motivo de frustración cristiana, ya que supone optar por el tipo de vida que llevó Jesús y que le condujo, como les conducirá a ellos, a la plenitud de sentido del vivir con Dios.

Ante esta decisión de seguir al Señor en pobreza no cabe vacilar y abandonar el proyecto, puesto que es la concretización, para ellos, del plan de un Dios que les ama y quiere salvarlos. Por eso lo deben defender con todas sus fuerzas, ya que representa la única posibilidad de ser fieles a la interpelación del Evangelio.

4. Y dondequiera que estén y se encuentren unos con otros los hermanos, condúzcanse mutuamente con familiaridad entre sí. Y expongan confiadamente el uno al otro su necesidad, porque si la madre nutre y quiere a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno querer y nutrir a su hermano espiritual?

Y si alguno de los hermanos cae enfermo, los otros hermanos le deben servir como quisieran ellos ser servidos.

Su condición de peregrinos y forasteros que no quieren poseer bajo el cielo otra cosa más que la pobreza, no debe ser motivo para una postura de adusta despreocupación y reserva hacia los hermanos; al contrario. La familiaridad y cariño tendrán que suplir el vacío producido por la ausencia de bienes y que, de no llenarlo convenientemente, podría convertirse en deshumanizante. En una Fraternidad itinerante y sin recursos, todo debe ser compartido, hasta las necesidades. Y como tipo ejemplar de disponibilidad comprensiva que se preocupa y responsabiliza del crecimiento de la persona que hay en cada hijo, está la imagen de la madre.

En la Regla de 1221 aparece también este caso particular, animando a los hermanos a que manifiesten «confiadamente el uno al otro su propia necesidad, para que le encuentre lo necesario y se lo proporcione. Y cada uno ame y nutra a su hermano, como la madre ama y nutre a su hijo, en las cosas para las que Dios le diere gracia» (1R 9,10s). La imagen de la madre que aquí se propone como ejemplo de imitación es recogida en la Regla bulada como prototipo a superar.

Indudablemente Francisco, con este ejemplo, no pretende forjar las relaciones fraternas sobre el cañamazo de las familiares. La Fraternidad no es una familia en sentido natural, sino que se construye a partir de la llamada del Espíritu a seguir las huellas de Jesucristo según la forma del santo Evangelio, de ahí que hable de hermanos espirituales. Pero esto no quita que las relaciones entre los hermanos sean afectuosas y profundas.

El término «espiritual» puede ser desvirtuado si se desliga del conjunto de la vida que llevaban los hermanos. Desprovistos de toda seguridad material con la que hacer frente a la vida, el único apoyo es el hermano que materialice la providencia y vigilancia de Dios sobre sus hijos. En este fragmento se subraya lo que, en términos modernos, podríamos calificar de infraestructura de la Fraternidad. Un grupo no puede madurar espiritualmente si no dispone de ese ámbito afectivo que le permita experimentar lo que es el amor y la preocupación de unos para con otros.

La descripción que hace Celano, aunque un poco estereotipada, de la caridad que anima al grupo de los primeros compañeros manifestada en sus encuentros, dista mucho de ser un simple sentimiento espiritual. Allí se habla de besos y abrazos, risas y alegrías (1Cel 38). Igualmente los Tres Compañeros habla del íntimo amor con que se amaban unos a otros y se ayudaban y daban de comer mutuamente como una madre a su hijo único. El amor que les unía era tan entrañable que les parecía lógico llegar, incluso, a dar la vida no sólo por el nombre de Cristo sino también por salvar a sus hermanos (TC 41). Como ejemplo de esta actitud traen la anécdota del fraile que, al ver a su hermano ser apedreado por un loco, no duda en ponerse delante con el fin de parar con su cuerpo las piedras (TC 42).

La Regla de 1221 quita a estas noticias toda falsa sospecha de ser entendidas como cándidas «florecillas». Al hablar en el capítulo VII de la afabilidad con que deben acoger a todo tipo de personas, les advierte que «dondequiera que estén o en cualquier lugar en que se encuentren unos con otros, los hermanos deben tratarse espiritual y amorosamente y honrarse mutuamente sin murmuración. Y guárdense de mostrarse tristes exteriormente o hipócritamente ceñudos; muéstrense, más bien, gozosos en el Señor y alegres y debidamente agradables» (1R 7,15s; 11,5s).

Pero donde mejor se muestra el profundo y desinteresado amor es en el servicio a los hermanos enfermos. En una de las Admoniciones proclama dichoso al fraile «que ama tanto a su hermano cuando está enfermo y no puede corresponderle como cuando está sano y puede corresponderle» (Adm 24). El amor a los hermanos enfermos está por encima de cualquier norma, incluso del ayuno. Por eso Celano trae algunos ejemplos que ilustran la supremacía de la comprensión hacia los demás, sobre las mismas normas de conducta que para Francisco eran casi sagradas (2Cel 175s).

La Regla no bulada dedica un capítulo a los hermanos enfermos en el que se presupone todavía la movilidad de los frailes y la consiguiente dificultad de desligarse del grupo y quedarse atendiendo al enfermo. Así dice que «si alguno de los hermanos, esté donde esté, cae enfermo, los otros hermanos no lo abandonen, sino desígnese un hermano o más, si fuera necesario, para que le sirvan como querrían ellos ser servidos; pero, en caso de extrema necesidad, pueden dejarlo al cuidado de alguna persona que esté obligada a atenderle en su enfermedad.

»Y ruego al hermano enfermo que por todo dé gracias al Creador, y que desee estar tal como el Señor le quiere, sano o enfermo, porque a todos los que Dios ha predestinado para la vida eterna los educa con los estímulos de los azotes y de las enfermedades y con el espíritu de compunción, como dice el Señor: "A los que yo amo, los corrijo y castigo."

»Y si alguno se turba o irrita contra Dios y contra los hermanos, o quizá pide con ansia medicinas, preocupado en demasía por la salud de la carne, que no tardará en morir y es enemiga del alma, esto le viene del maligno, y él es carnal, y no merece ser de los hermanos, porque ama más el cuerpo que el alma» (1R 10,1-4).

En la Regla bulada ya no existe, prácticamente, el problema de la itinerancia, por eso sólo se insiste en la delicadeza con que se debe tratar a los enfermos, proponiendo una meta evangélica y naturalmente «servirlos, como quisieran ellos ser servidos».

* * *

Capítulo VII.
PENITENCIA QUE SE HA DE IMPONER
A LOS HERMANOS QUE PECAN

Si alguno de los hermanos, por instigación del enemigo, incurre en aquellos pecados mortales de los que está determinado entre los hermanos que se recurra a solos los ministros provinciales, están obligados dichos hermanos a recurrir a ellos cuanto antes puedan, sin demora.

Y los ministros mismos, si son presbíteros, impóngales la penitencia con misericordia; pero si no lo son, hagan que se la impongan otros sacerdotes de la Orden, como les parezca que mejor conviene según Dios. Y deben evitar airarse y conturbarse por el pecado que alguno comete, porque la ira y la conturbación son impedimento en ellos y en los otros para la caridad.

La preocupación por el hermano, como gesto que fundamenta la Fraternidad, va más allá del enfermo hasta llegar al que ha caído en alguna incoherencia con la vida profesada, el que ha cometido pecado. En este fragmento se habla de los pecados reservados a los Ministros provinciales, práctica que supone una organización ya bastante avanzada de la Fraternidad, cuya institución precisa desconocemos. También indica el modo como se debe tratar a los penitentes.

a) LOS PECADOS RESERVADOS

Este detalle de elencar unos pecados precisos, cuya absolución depende exclusivamente del Ministro provincial, forma parte de la evolución que experimentaron en la Orden los cargos o responsabilidades de los Ministros hasta llegar, poco a poco, a presentarse como pastores espirituales.

En los orígenes, según cuenta Celano, «confesaban con frecuencia sus pecados a un sacerdote secular de muy mala fama, y bien ganada, y digno del desprecio de todos por la enormidad de sus culpas; habiendo llegado a conocer su maldad por el testimonio de muchos, no quisieron dar crédito a lo que oían, ni dejar por ello de confesarle sus pecados como solían, ni de prestarle la debida reverencia» (1Cel 46). La Regla de 1221 limita ya esta libertad mandando que «mis hermanos benditos, tanto clérigos como laicos, confiesen sus pecados a sacerdotes de nuestra Religión. Y, si no pueden, confiésenlos a otros sacerdotes discretos y católicos» (1R 20,1s).

Jordán de Giano nos dice en su Crónica la solicitud que tenía el Ministro provincial de Alemania, Cesáreo de Spira, por asegurar para sus hermanos confesores de la Orden. Como, «después de haber colocado a los hermanos en Colonia y en las ciudades antes dichas, se encontró con tanta escasez de sacerdotes que en Spira y Worms un solo sacerdote novicio celebrada y confesaba a los hermanos en las grandes solemnidades. En aquel mismo año hizo promover a tres al sacerdocio» (Crónica, 28). Por el mismo motivo se tuvo que abandonar la primera vez Nordhausen, puesto que la Fraternidad estaba compuesta, exclusivamente, por hermanos laicos y era, según cuenta Giano, pesado para el Custodio «ir y volver cada vez que había que confesarlos; después de permanecer tres años, los quitó para consuelo de ellos, distribuyéndolos en otras casas» (Crónica, 44).

Tomás de Eccleston trae también una anécdota que refleja la costumbre, incluso de los Ministros, de confesarse con sacerdotes de la Orden: «Cuando (el hermano Agnelo) sintió que la muerte estaba próxima, dijo al hermano Pedro de Tewkesbury: "Tú conoces toda mi vida ". Y como el hermano Pedro le respondiera que nunca le había hecho una confesión general, movió la cabeza y comenzó a llorar fuerte y en seguida hizo una confesión de toda su vida con admirable contrición».

La Regla de 12211 insinúa ya que a los Ministros se les ha cargado de una responsabilidad especial por cuanto «les ha sido confiado el cuidado de las almas de los hermanos, de las cuales tendrán que rendir cuentas en el día del juicio ante el Señor Jesucristo si alguno se pierde por su culpa y mal ejemplo» (1R 4,6). Si en un principio esta responsabilidad podía ser entendida como algo puramente carismático, la intensa acción de los Ministros, juntamente con Hugolino y Francisco, para darle a la fraternidad una estructura más estable, llegaría a conseguir que tuviera un carácter plenamente jurídico.

En la Carta a un Ministro, en la que aparece una especie de anteproyecto, en materia penitencial, de la Regla bulada se dice: «Si alguno de los hermanos, por instigación del enemigo, peca mortalmente, esté obligado, por obediencia, a recurrir a su guardián (...). Asimismo los hermanos están obligados, por obediencia, a remitirlo con un compañero a su Custodio. Y el Custodio mismo provea con misericordia, como querría que se hiciera con él en caso semejante. Y si el hermano cae en otro pecado, venial, confiéselo a un hermano suyo sacerdote. Y, si no hay allí sacerdote, confiéselo a un hermano suyo, hasta que tenga sacerdote que lo absuelva canónicamente, como está dicho. Y estos hermanos no tengan en absoluto potestad de imponer ninguna otra penitencia que ésta: "Vete y no vuelvas a pecar"» (CtaM 14-20).

Este fragmento de la Carta es interesante porque, además de distinguir entre pecados veniales y mortales, reserva a la jurisdicción del Ministro o Custodio solamente los primeros, con la consiguiente potestad de imponer la penitencia; mientras que para los veniales, basta cualquier sacerdote de la Orden para absolverlos.

La Regla bulada estrecha todavía más el cerco de los pecados reservados y la potestad jurídica de perdonarlos. Ya no se trata de todos los pecados mortales, sino solamente de aquellos que han decidido los hermanos reservarlos al Ministro provincial. Con esto quedaban los Ministros investidos no sólo del poder carismático, sino también del pastoral. Sobre los pecados concretos que estaban reservados al Ministro no sabemos nada, puesto que la Regla los calla en beneficio de las decisiones capitulares, tanto generales como provinciales; pero en la Regla de 1221 aparecen algunos pecados que Francisco trata con bastante rigor, sobre todo los que van contra la obediencia (1R 5,16), la pobreza (1R 8,7) y la castidad (1R 13,l). Posiblemente los pecados reservados de que habla la Regla estuvieran en relación con éstos.

b) SI SON SACERDOTES

El proceso de clericalización nacido en la Fraternidad apenas comenzaron a entrar en ella numerosos clérigos, no había alcanzado todavía, a pesar de haberles concedido jurisdicción pastoral, el punto máximo de elegir para Ministros solamente a los sacerdotes. Entre los primeros Ministros están fray Pacífico, Bernardo de Quintaval, Juan Parenti y fray Elías que son laicos o, al menos, no son sacerdotes. Eccleston dice en su Crónica que el primer General sacerdote fue Alberto de Pisa en 1239. Por eso no debe extrañar, a pesar que la clericalización de la Fraternidad iba en aumento, que se ponga a los Ministros el condicionamiento de «si son presbíteros», porque entonces era posible que no lo fueran.

La imposición de la penitencia no viene tarifada, sino que se deja a la discreción del propio Ministro, confiando en que éste procederá «según Dios», y no dejándose llevar de sus impulsos.

c) NO PERTURBARSE POR EL PECADO DE LOS DEMÁS

Esta advertencia denota haber captado con agudeza la propensión natural que todos tenemos a juzgar con severidad los pecados de los demás, como si se trataran de ofensas hechas a nuestra propia persona en vez de a Dios. Por eso en la Regla de 1221 se pone en guardia a los hermanos para que se guarden «tanto los Ministros y siervos como los otros, de turbarse o airarse por el pecado o el mal del hermano, pues el diablo quiere echar a perder a muchos por el delito de uno solo; más bien, ayuden espiritualmente, como mejor puedan, al que pecó, ya que no necesitan de médico los sanos, sino los enfermos» (1R 5,7s).

En esta misma dirección va una de las Admoniciones al poner en evidencia la actitud que se debe tomar ante los pecados de los otros, pues «sea cual fuere el pecado que una persona cometa, si, debido a ello y no movido por la caridad, el siervo de Dios se altera o se enoja, atesora culpas. El siervo de Dios que no se enoja ni se turba por cosa alguna, vive, en verdad, sin nada propio» (Adm 11,2s).

La Carta a un Ministro nos ofrece el más bello ejemplo sobre el modo de comportarse de los Ministros ante el hermano pecador. Dice así: «Y en esto quiero conocer que amas al Señor y me amas a mí, siervo tuyo y suyo, si procedes así: que no haya en el mundo hermano que, por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti después de haber contemplado tus ojos sin haber obtenido tu misericordia, si es que la busca. Y, si no busca misericordia, pregúntale tú si la quiere. Y, si mil veces volviere a pecar ante tus propios ojos, ámale más que a mí, para atraerlo al Señor; y compadécete siempre de los tales. Y, cuando puedas, comunica a los Guardianes que, por tu parte, estás resuelto a comportarle así» (CtaM 9-12).

Esta comprensión caritativa no se reduce solamente a los Ministros, sino que «ninguno de los hermanos que sepa que un hermano ha pecado lo abochorne ni lo critique, sino tenga para con él gran compasión y mantenga muy en secreto el pecado de su hermano, porque no son los sanos los que necesitan del médico, sino los enfermos» (CtaM 15).

No obstante, este modo de comportamiento tan comprensivo para con los pecadores, que encuadra perfectamente dentro de la figura ejemplar que tenemos de Francisco, existe otra faceta en sus Escritos que contrasta con ella de un modo evidente. Tanto en el Testamento, donde se pide a los hermanos que si encuentran a alguno de los frailes que no reza el Oficio según la Regla o no sea católico lo denuncien progresivamente hasta entregarlo al cardenal Protector, como en la Carta a toda la Orden donde se dice que no hay que tener por católicos a los hermanos que no guardan la Regla y no los quiere ver ni hablar con ellos hasta que hagan penitencia (CtaO 44), aparece con una dureza para con los pecadores que no se concilia con lo anterior.

Un intento justificativo podría ser la grave enfermedad que le aquejaba y el conocimiento que tenía de la Orden, un tanto parcial y rigorista, a causa de los compañeros que le asistían. De todos modos, queda como comportamiento típico y ejemplar para con los hermanos pecadores este modo compasivo de ayudarles a salir de la situación.

* * *

Capítulo VIII.
ELECCIÓN DEL MINISTRO GENERAL DE ESTA FRATERNIDAD
Y CAPÍTULO DE PENTECOSTÉS

En este capítulo se define la organización de la Orden. Organización que, por tratarse de un grupo, en principio, itinerante, reviste características especiales. La ausencia de monasterios, por una parte, controladores naturales de los frailes, y la necesidad que tenía el papado, por otra, de mantener a su servicio a la Fraternidad, definirán este tipo de estructura jerárquica garantizada por unas relaciones personales de obediencia.

El cuadro de mando está perfectamente organizado: el Ministro general al frente de toda la Fraternidad; los Ministros y Custodios a la cabeza de las Provincias y Custodias; los Guardianes como responsables de la Fraternidades locales. El ensamblaje de todos estos hermanos se da en los Capítulos generales y provinciales, donde se dialoga y se llega a la formulación de normas prácticas que regulen la Vida, aunque el poder está todavía muy centralizado y el General goza de absolutos poderes de gobierno.

1. Todos los hermanos estén obligados a tener siempre por Ministro y siervo general de toda la Fraternidad a uno de los hermanos de esta religión, y estén obligados firmemente a obedecerle.

Como se ha insinuado anteriormente, la estructura de los Movimientos itinerantes estaba montada sobre bases estrictamente personales. La mayoría de ellos habían surgido alrededor de algún carismático que polarizaba la atención de todos los miembros. No obstante este centralismo se hacía notar poco ya que, por lo general, desconfiaban de toda jerarquía rígida que condicionara la espontaneidad del Movimiento. Una de las mayores dificultades con la que tuvo que enfrentarse Inocencio III a la hora de captar para la Iglesia a algunos grupos disidentes, fue el de su organización jerárquica. La Curia necesitaba un control de estos Movimientos que solamente podía garantizarse con una organización personal que centralizase el poder en una sola cabeza. Este es el caso del grupo franciscano.

Apenas se han unido a Francisco algunos compañeros con el fin de compartir su vida, y deciden ir a Roma para que les aprueben el Propositum, tienen que prometer todos obediencia y reverencia a Francisco, según el precepto del señor Papa (TC 52). Esta noticia es bastante verosímil, ya que la Regla de 1221 dice en su Prólogo: «El hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta Religión, prometa obediencia y reverencia al señor Papa Inocencio y a sus sucesores. Y todos los otros hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores» (1R Pról. 3s). Esta total dependencia de los hermanos a la persona de Francisco no es solamente jurídica, sino que responde a una atracción carismática que hace impensable, al menos en los primeros años, otro tipo de organización.

En 1217, y ante el extraordinario crecimiento de la Fraternidad, se llegará a dividirla en Provincias y éstas, posteriormente, en Custodias, disminuyendo un poco la centralización que hasta entonces había caracterizado el gobierno de la Orden. Y digo un poco porque, si bien es verdad que a los Ministros se les reconocían algunos derechos que anteriormente eran propios del Ministro general, éste mantenía la exclusiva de nombrarlos o destituirlos (1Cel 48 y 77; Giano, Crónica, 9; Eccleston, I).

La crisis de 1220 motivó la reestructuración de la Fraternidad y con ella la concesión de poderes, cada vez más amplia, a los Ministros. El mismo Francisco se vio, poco a poco, reverentemente marginado del gobierno, nombrando un Vicario que, en la práctica, llevaba el peso de la Orden. La enfermedad del santo y la impotencia para seguir rigiendo una Fraternidad cuya organización desbordaba sus posibilidades de control, fueron los motivos de su relevo en el gobierno. Francisco siguió como cabeza carismática de la Fraternidad, reconociéndolo como tal no solamente los hermanos sino también la Curia y los Cronistas extraños a la Orden, quedando la función práctica de la dirección a cargo de los Vicarios, quienes la desempeñaron, como antes lo había hecho Francisco, de modo absolutista.

La corrección de este fallo organizativo sólo tuvo efecto en 1239, a raíz de los abusos cometidos durante el generalato de fray Elías, de quien dice Giano que tenía bajo su poder a toda la Orden, como la había tenido antes el bienaventurado Francisco y fray Juan Parente, su sucesor (Crónica, 61). Si este centralismo resultaba aceptable en el Santo, por su condición de creador y animador de la Fraternidad, no lo era tanto después de su desaparición. Si se mantuvo fue, además de ser personalidades muy absorbentes las que gobernaron, por la facilidad que suponía para la Curia mantener el control de la Fraternidad organizada de este modo. Si no lo apoyaba directamente, tampoco le preocupó demasiado el poner remedio cuando aparecieron los primeros síntomas del absolutismo abusivo que caracterizó el generalato de fray Elías.

Este fragmento de la Regla todavía no presiente estos inconvenientes. Se reduce simplemente a enunciar que la Fraternidad debe estar encabezada por un Ministro general a quien todos deben obedecer. La parquedad de noticias sobre las funciones que corresponden a este cargo dan a entender que Francisco era considerado todavía, aunque tuviera un Vicario, el organizador y cabeza de la Fraternidad; de ahí que no sienta preocupación por describir la figura del General, que considera evidente. Celano intenta llenar este vacío describiendo, por boca de Francisco, el perfecto Ministro general (2Cel 184ss), retrato que tomará Clara a la hora de enumerar las cualidades de la abadesa.

2. Cuando éste fallezca, hágase la elección del sucesor por los ministros provinciales y custodios en el capítulo de Pentecostés; y a este capítulo deban siempre concurrir los ministros provinciales, dondequiera que lo estableciere el ministro general; y esto han de hacerlo una vez cada tres años, o en otro término de tiempo mayor o menor, como lo haya ordenado el dicho ministro.

Y si alguna vez parece claro al conjunto de los ministros provinciales y custodios que el dicho ministro es insuficiente para el servicio y utilidad común de los hermanos, estén obligados los referidos hermanos, a quienes se ha confiado la elección, a elegirse en el nombre del Señor otro para custodio.

Por la misma razón que silenció anteriormente las funciones del Ministro general -su evidencia-, calla también aquí las del capítulo, aduciéndolo simplemente para urgir la elección del nuevo Ministro en caso de fallecimiento del anterior o de su incompetencia para el gobierno.

La reunión de hermanos -el Capítulo-, como celebración de la Fraternidad y preocupación común de la marcha de la misma, se confunde con sus orígenes. Los tres Compañeros hablan de dos Capítulos anuales, en Pentecostés y San Miguel; pero al describir el modo de desarrollarse solamente aparece el de Pentecostés, en el cual se reunían todos los hermanos en la iglesia de Santa María de los Ángeles «y trataban de cómo observar como mayor perfección la Regla, y destinaban hermanos a las diversas Provincias para que predicaran al pueblo y para que, a su vez, colocaran a otros hermanos en sus provincias (TC 57). A todo esto sigue una serie de consejos prácticos que encajan perfectamente dentro de la mentalidad de Francisco, según aparece en sus Escritos.

En 1216 Jacobo de Vitry nos dice cómo se desarrollaban los Capítulos: «Los hombres de esta Religión, una vez al año, y por cierto para gran provecho suyo, se reúnen en un lugar determinado para alegrarse en el Señor y comer juntos, y con el consejo de santos varones redactan y promulgan algunas santas constituciones, confirmadas por el señor papa. Después de esto, durante todo el año se dispersan por Lombardía, Toscana, la Pulla y Sicilia» (BAC 964). En su Historia del Oriente nos vuelve a decir, unos años después, que «una o dos veces al año se reúnen todos, en un tiempo y lugar determinados, con objeto de celebrar el Capítulo general; sólo dejan de acudir los que se hallan en tierras muy alejadas o al otro lado del mar. Después del Capítulo, su superior los vuelve a enviar, en grupos de dos o más, a las distintas regiones, provincias y ciudades» (BAC 966).

La Regla de 1221 habla de tres Capítulos: «Cada Ministro podrá reunirse con sus hermanos una vez por año, en la fiesta de San Miguel Arcángel, y donde mejor les parezca, para tratar de las cosas que se refieren a Dios. Y todos los Ministros, los de ultramar y los ultramontanos una vez cada tres años, y los demás una vez al año, vendrán al Capítulo de Pentecostés junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula, a no ser que el Ministro y siervo de toda la Fraternidad haya determinado otra cosa» (1R 18).

Este fragmento denota ya la restricción de los Capítulos generales sólo a los Ministros, cosa que antes había permanecido abierto a todos los hermanos, como nos dice Giano en su Crónica: «En el año del Señor 1221, el 23 de mayo, indicción XIV, en el santo día de Pentecostés, el bienaventurado Francisco celebró el Capítulo general en Santa María de la Porciúncula. Al Capítulo, según la costumbre entonces en vigor, asistieron tanto los profesos como los novicios, estimándose en unos 3.000 el número de hermanos que acudieron» (n. 16). Este sería el último Capítulo abierto a todos los hermanos, puesto que la Regla bulada se adapta ya a las normas del Concilio Lateranense IV que manda a los priores y abades reunirse en Capítulo cada tres años en sus respectivos reinos y provincias.

Sobre el modo de elegir al Ministro general no se dice nada, tal vez porque se seguía la forma común en tales elecciones. Sin embargo es interesante la funcionalidad que se le da al cargo. En el caso de que los Ministros crean que dicho General no es competente para el servicio de los hermanos, deben elegir otro. La primera impresión que ofrece el texto es de ambigüedad, pues no aparece claro si se elige para sustituirle o simplemente para ayudarle. Pero el texto paralelo de la Regla de Santa Clara parece confirmar que se trata de sustituirle (cf. RCl 4,7-8 y 24). En todo caso queda claro que los cargos no son ningún privilegio, sino que están en función del servicio y utilidad de los frailes.

3. Y después del capítulo de Pentecostés puede cada uno de los ministros y custodios, si quiere y le parece conveniente, convocar a sus hermanos una vez ese mismo año a capítulo en su custodia.

Con la desaparición del Capítulo general como asamblea de todos los hermanos, donde se revisaba la marcha de la fraternidad y se promulgaban leyes con la simple finalidad de cumplir mejor lo que habían prometido al Señor, se había roto esa forma directa de autogestión. Para paliar ese problema producido por el aumento considerable de frailes y la expansión que habían alcanzado, se llegó a la creación de los Capítulos provinciales. Una vez terminado el de los Ministros para la fiesta de Pentecostés, podían éstos reunir en sus respectivas Provincias a todos sus hermanos para comunicarles las decisiones prácticas que habían tomado y ver el modo de ejecutarlas. En definitiva no era más que una trasposición del antiguo Capítulo general, ahora ya imposible, a cada una de las Provincias.

La Regla de 1221 ya dice que «cada Ministro podrá reunirse con sus hermanos una vez por año, en la fiesta de San Miguel Arcángel, y donde mejor les parezca, para tratar de las cosas que se refieren a Dios» (1R 18,1). Esta misma posibilidad se concede también en la Regla bulada. Sin embargo, la Crónica de Jordán de Giano hace suponer que, al menos en Alemania, no se celebraban los Capítulos provinciales con la asistencia de todos los hermanos. [Está claro que no fueron todos los frailes, puesto que sólo se avisó a los hermanos de las ciudades vecinas, y el mismo Giano dice que «fray Cesáreo envió a dos hermanos con cartas para los hermanos de Salzburgo, los cuales no habían venido al Capítulo» (Crónica, 26-27; Ibid. 33.37.51)].

La selección aristocrática de los componentes de los Capítulos dieron a éstos un cariz más técnico y burocrático, desapareciendo la finalidad religiosa que prevalecía en los orígenes. Tan pronto como pudieron -a la caída de fray Elías como General- tomaron el derecho de elegir sus propios Ministros. Así en 1239, dice Giano: «Los hermanos de Sajonia tuvieron el Capítulo provincial en Magdeburgo el día de la natividad de la bienaventurada Virgen María, eligiendo como Ministro a fray Marcardo el pequeño» (n. 69). Lo mismo sucedió en Inglaterra a partir de 1240; los capitulares elegían a sus Ministros.

En resumen, este capítulo de la Regla en el que se tratan los asuntos concernientes al gobierno y dirección de la Fraternidad muestra una posición intermedia entre los Movimientos itinerantes, reacios a organizarse jerárquicamente, y las órdenes tradicionales con un gobierno aristocrático. Aún dentro de la evolución franciscana, este capítulo ocupa un lugar intermedio entre las asambleas abiertas de los primeros tiempos y los Capítulos con una representación selecta.

* * *

Capítulo IX.
LOS PREDICADORES

Este capítulo sobre los predicadores representa en la Regla la normatización de la actividad más característica del Movimiento franciscano: la predicación evangélica. Como seguidor de las corrientes pauperístico-itinerantes, Francisco entendió su opción evangélica como un vivir y predicar a Cristo pobre y servidor (Giano, Crónica, 2). La Fraternidad por él formada seguirá alimentando esta visión; y en su posterior organización y desarrollo al servicio de la Iglesia, aunque de distinta forma, continuará ejerciendo como función especial el apostolado de la predicación.

En el momento de redactarse este capítulo -en 1223-, la predicación constituía ya un oficio que requería preparación y dedicación plena, de ahí que estuviera ejercida por un grupo concreto de hermanos. Las presentes advertencias se dirigen, pues, al equipo de predicadores oficiales y no a los hermanos en general.

1. Los hermanos no prediquen en la diócesis de un obispo cuando éste se lo haya prohibido.

Y ninguno de los hermanos se atreva absolutamente a predicar al pueblo, si no ha sido examinado y aprobado por el ministro general de esta fraternidad, y no le ha sido concedido por él el oficio de la predicación.

Aquí aparecen, en forma negativa, las dos condiciones que se requieren para poder ejercer en la Orden el oficio de predicador: hacerlo de acuerdo con el obispo y tener licencia del Ministro general.

a) NO PREDIQUEN CONTRA LA VOLUNTAD DEL OBISPO.

Así sin más, esta prohibición no parece tener mayor trascendencia que hacerse eco del decreto del concilio Lateranense IV en que se amenaza con la excomunión a todos los que, sin autorización de la Sede Apostólica o del Obispo del lugar, pretendan usurpar el oficio de la predicación, tanto en público como en privado. Pero detrás de esta advertencia está toda una toma de postura frente al modo de ejercer el apostolado de la predicación no solamente entre los contemporáneos del santo, sino también en los dos siglos que le preceden.

En toda la historia de la Iglesia anterior a la Edad Media la predicación a los fieles es competencia exclusiva de la jerarquía. Sólo con el despertar religioso en algunos grupos utilizados por Gregorio VII para reformar la Iglesia aparecerán los primeros intentos, por parte de los laicos, de predicar el Evangelio que han descubierto como norma clarificadora de sus vidas. Este impulso del Evangelio como una invitación a seguir la vida de los apóstoles en pobreza absoluta y predicación itinerante aparece a un mismo tiempo tanto entre los grupos heréticos como en los que permanecen fieles a la Iglesia.

Pobreza y predicación apostólica son el contenido esencial de la herejía extendida por Colonia y al sur de Francia, y lo seguirá siendo hasta principios del siglo XIII. Contemporáneamente a estos herejes, aparecerán a principios del siglo XII algunos predicadores itinerantes que se diferenciarán solamente en su voluntad de que la autoridad eclesiástica legalice su conducta y el empeño en mantenerse alejados de toda doctrina heterodoxa. La Iglesia concedió en algunos casos a estos predicadores itinerantes la licencia para predicar. Roberto de Arbrissel, Bernardo de Thiron, Enrique de Lausana y Norberto de Xant serían una representación del predicador itinerante ortodoxo, aunque todos ellos tuvieran dificultades a la hora de ejercer su apostolado, terminando la mayoría como fundadores de órdenes religiosas y salvándose así de las iras de la jerarquía que persiguió furiosamente toda predicación itinerante.

En 1179 Pedro Valdo y sus compañeros se dirigían a Roma, después que el obispo de Lyon los expulsara de su diócesis por haber predicado sin autorización, para ver si conseguían permiso, pero no les fue posible. Igual suerte corrieron el grupo de los Humillados. Habiendo recurrido al Concilio para que les aprobase su Forma de Vida, éste les permitió que siguieran viviendo evangélicamente, pero sin predicar en público ni tener reuniones entre sus seguidores. Estas medidas no tuvieron ningún efecto, pues tanto unos como otros, después de un breve tiempo de reflexión, siguieron predicando en contra de la decisión papal.

Cinco años después, en 1184, Lucio III condenaba como herejes a todos los que osaran predicar sin el permiso de la Curia o de sus respectivos obispos. Esta situación tensa duraría hasta 1201 en que Inocencio III aprobaba el Propositum de la tercera Orden de los Humillados en el que se les permitía predicar en sus reuniones sobre materias morales, no sobre la fe y los sacramentos, con tal de que pidieran el consentimiento del obispo.

En 1208 el mismo papa recibía a un grupo de Valdenses, los Pobres Católicos, encabezados por Durand de Huesca, y les aprobaba un Propositum en el que se les permitía, entre otras cosas, seguir predicando públicamente, con tal de que fuera con el conocimiento de los obispos y no entorpecieran la predicación parroquial. Dos años después, en 1210, llegaba a Roma el grupo de Bernardo Prim con el fin de que los aprobara el Papa, lo que, efectivamente, consiguieron. En el Propositum aprobado en 1212 se les autoriza a seguir predicando públicamente con el consentimiento del Obispo. El contenido de la predicación de estos dos últimos grupos, puesto que estaban formados en su inmensa mayoría por clérigos, abarcaba también el dogma.

Dentro de este mismo contexto se debe ver la visita a Roma de Francisco y sus compañeros en 1209-10 para que el Papa les aprobara provisionalmente el Propositum o esbozo de regla presentada. Los biógrafos aseguran que la licencia para predicar en público la penitencia se concedió solamente después de haberles hecho las tonsuras y haberlos convertido en clérigos (LM 4,10). Pero no está del todo claro que la tonsura concedida fuera clerical, sino, más bien, un signo de vinculación a la Curia o la Iglesia de Roma, puesto que en la práctica y a la hora de conceder licencia para predicar, Francisco no tiene en cuenta la condición de clérigo o laico, sino simplemente la capacidad de ejercer la función (TC 59).

Además, el permiso concedido por el Papa era, en principio, para predicar la penitencia, lo cual no exigía ningún tipo de preparación teológica por tratarse de simples exhortaciones al cumplimiento de los deberes cristianos. Sólo posteriormente, y debido a la entrada de clérigos en la Fraternidad, se distinguirá la predicación teológica sobre los artículos de la fe y los sacramentos, de las exhortaciones morales o penitenciales.

La Regla de 1221 conserva todavía estos dos tipos de predicación. En el capítulo XVII, dedicado a los predicadores, ofrece unas directrices para que los hermanos que tienen este oficio no se lo apropien, convirtiéndolo en motivo de orgullo y prestigio personal. La Admonición 7 habla, igualmente, del peligro que corren los predicadores de aprovecharse de su oficio en beneficio propio, en vez de ponerse a su servicio y obrar en consecuencia. Estas exhortaciones a la humildad no son gratuitas, pues el equipo de predicadores había conseguido cierto poder dentro de la fraternidad, como era el formar parte de la aristocracia capitular. [Según Giano, los predicadores formaban en Alemania un grupo que asistía a los Capítulos (Crónica, 37.51).

Junto a la predicación oficial hay otra que pueden hacer todos los hermanos cuando les parezca conveniente, y que se reduce a una exhortación o lauda: «Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias y adorad al Señor omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas. Haced penitencia, haced frutos dignos de penitencia, que presto moriremos. Dad y se os dará. Perdonad y se os perdonará. Y si no perdonáis a los hombres sus pecados, el Señor no os perdonará los vuestros; confesad todos vuestros pecados. Dichosos los que mueren en penitencia, porque estarán en el reino de los cielos. ¡Ay de aquellos que no mueren en penitencia, porque serán hijos del diablo, cuyas obras hacen, e irán al fuego eterno! Guardaos y absteneos de todo mal y perseverad hasta el fin en el bien» (1R 21,2-9).

El oficio de la predicación desempeñado por la Fraternidad bajo la dependencia de la Curia, aunque suponía una garantía frente a la autoridad de los obispos, no eximía del deber de predicar con su consentimiento, y más todavía conociendo el pensamiento que sobre el particular tenía Francisco, que no quería predicar ni siquiera contra la voluntad de los párrocos más pobres, los moralmente sospechosos (Test 7).

Los biógrafos han recogido esta actitud de dependencia del Santo frente a la jerarquía, al mismo tiempo que el empeño de los frailes predicadores por liberarse de estos condicionamientos, dando lugar a lo que posteriormente sería la exención. El Espejo de la Perfección, sospechoso por tantos motivos, parece reflejar con bastante fidelidad las discrepancias entre algunos frailes predicadores y el mismo Francisco sobre el método a seguir en la adquisición de permisos para el apostolado. Mientras los primeros pretenden un privilegio que los defienda contra la negativa de algunos obispos, todo ello en miras al bien de las almas, Francisco piensa que será de mayor provecho convertir primero a los obispos con el testimonio de una vida humilde y respetuosa, ya que así les encargarán que prediquen al pueblo y éste les escuchará mejor que con sus privilegios (EP 50).

Esta problemática no debió de ser tan irreal, como muestran las primeras bulas concedidas a la Fraternidad, cuando en el Testamento advierte que, «estén donde estén, no se atrevan a pedir en la Curia romana, ni por sí ni por intermediarios, ningún documento en favor de una iglesia o de otro lugar, ni so pretexto de predicación, ni por persecución de sus cuerpos» (Test 25). Si en algunos casos, como nos cuenta Giano, los frailes eran bien recibidos por los obispos (n. 22.24), en otros no lo eran tanto. Ante la sospecha de herejía levantada por los primeros frailes llegados a Francia, el mismo Papa tuvo que enviar a los Obispos y teólogos de París la bula Pro dilectis filiis en la que se garantizaba su ortodoxia y fidelidad a la Iglesia (n. 4). Francisco nunca pretendió oponerse a la voluntad de los Obispos, y como anécdota curiosa está la que nos cuenta Celano: sólo con la humilde terquedad pudo el Santo convencer al Obispo de Imola para que le dejara predicar en su diócesis (2Cel 147).

El fragmento este de la Regla se encuentra a caballo entre la dependencia del Obispo, tal como pensaba el Santo, y el simple actuar con el consentimiento de los mismos, tal como se les había concedido a los Movimientos pauperísticos aprobados por la Curia. Si por el momento quedaba equilibrada la responsabilidad pastoral del Obispo en su diócesis y la del Papa en toda la Iglesia, pronto se llegaría a una dependencia absoluta de la Curia en la que, a fuerza de privilegios papales, los predicadores pudieran ejercer su oficio con independencia de la voluntad del Obispo.

b) NO PREDIQUEN SIN LICENCIA DEL MINISTRO GENERAL.

Para que los hermanos puedan ejercer el oficio de la predicación no basta tener el consentimiento de los Obispos, sino que se requiere la previa autorización del Ministro general que garantice, por medio de un examen, la capacidad del futuro predicador. Este recurso no es nuevo, pues ya a los Movimientos pauperísticos aprobados por Inocencio III se les exige que los predicadores sean controlados por sus superiores. Lo que extraña es que a esas alturas, en 1223, se vuelva otra vez a centralizar la concesión de las licencias que anteriormente dependía ya de los Ministros provinciales.

Los biógrafos han tenido mucho cuidado en hacer resaltar que la Fraternidad no predica en nombre propio, sino por misión de la Iglesia (1Cel 36; TC 54). Tanto es así que los Tres Compañeros dicen que, después de aprobar el Propositum de 1210, el Papa le dio licencia a Francisco, lo mismo que a sus hermanos, «para predicar la penitencia en todo el mundo, pero con la condición de que los que habían de predicar obtuvieran primero autorización del bienaventurado Francisco. Todo esto lo aprobó después en el consistorio» (TC 51).

El oficio de examinador lo desempeñaba el Santo durante el Capítulo general, ya que era el momento más adecuado puesto que allí se reunían todos los frailes y de allí partían los grupos de predicadores. La misma Leyenda refiere que «acabado el Capítulo, daba la bendición a los hermanos y destinaba a cada uno a su Provincia. A los que tenían el espíritu de Dios y la conveniente elocuencia, fueran clérigos o laicos, les daba licencia para predicar» (TC 59).

La Regla de 1221 extiende esta responsabilidad de controlar la predicación a los Ministros provinciales. Por eso advierte que «ningún hermano predique contra la forma e institución de la santa Iglesia y a no ser que se lo haya concedido su Ministro. Y guárdese el Ministro de concedérselo sin discernimiento a nadie» (1R 17,1). La Regla bulada restringe otra vez tal atribución a sólo los Ministros generales, lo cual no parece muy viable, puesto que a los Capítulos generales ya no acudían todos los hermanos, sino una representación, y la visita del General, por muy diligente que fuera en cumplir esta obligación, no podía ser muy frecuente. La única forma posible era la licencia por escrito, pero en este caso no habría posibilidad de examen. De todo ello se deduce que tal medida centralizadora parece responder a la reacción contra la crisis de 1220, pero que, en la práctica, no se podía realizar; por eso Gregorio IX volverá a autorizar a los Ministros provinciales, en 1240, para que puedan conceder licencias a los predicadores.

Está claro que la predicación oficial necesitaba control y no se podía dejar al arbitrio de cada uno, pero pretender centralizarlo en la persona del General para garantizar mejor su ortodoxia parece una medida demasiado ambiciosa por parte de la Curia, sobre todo teniendo en cuenta el desarrollo numérico y geográfico que había alcanzado la Orden. El hecho de que esta decisión no era viable está en que unos años después tuvo que dejarse esta competencia en manos de los Provinciales.

2. Amonesto además y exhorto a estos mismos hermanos a que, cuando predican, sean ponderadas y limpias sus expresiones, para provecho y edificación del pueblo, pregonando los vicios y las virtudes, la pena y la gloria, con brevedad de lenguaje, porque palabra sumaria hizo el Señor sobre la tierra.

El oficio de la predicación no es algo independiente de la vida, sino el modo de expresarla y de comunicarla a los demás. Para aquellos que han elegido seguir al Señor en pobreza y humildad, la predicación es el vehículo que manifiesta su opción evangélica de penitencia; por eso tiene que mantener unas características que evidencien tal actitud interior.

En el capítulo sobre los predicadores de la Regla de 1221 aparecen una serie de consejos sobre la humildad que parecen, a primera vista, estar fuera del contexto de la predicación; sin embargo no es así. Francisco, al advertir que todos los hermanos prediquen con las obras está indicando que predicar con la palabra no es más que una de las formas de comunicar la acción salvadora de Dios en nosotros, por eso suplica a todos sus hermanos, «predicadores, orantes, trabajadores, tanto clérigos como laicos, que procuren humillarse en todo, no gloriarse ni gozarse en sí mismos, ni exaltarse interiormente de las palabras y obras buenas; más aún, de ningún bien que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por ellos, según lo que dice el Señor: "Pero no os alegréis de que los espíritus os estén sometidos...". Guardémonos, pues, todos los hermanos de toda soberbia y vanagloria; y defendámonos de la sabiduría de este mundo y de la prudencia de la carne, ya que el espíritu de la carne quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras» (1R 17,5-6 y 9-11).

La preocupación del Santo por mantener a toda costa a sus frailes en la minoridad, que es lo que caracteriza su forma de vida, hace que atienda de modo especial a los predicadores, puesto que eran los que corrían más peligro de enorgullecerse por su oficio. La Admonición 7 antes citada dibuja maravillosamente el doble efecto -de muerte o de vida- que puede tener la ciencia para los frailes, sobre todo predicadores: «Son matados por la letra los que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus consanguíneos y amigos. También son matados por la letra los religiosos que no quieren seguir el espíritu de las divinas letras, sino prefieren saber sólo las palabras e interpretarlas para otros. Y son vivificados por el espíritu de las divinas letras quienes no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo se la restituyen al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7,1-4).

Una predicación así no podía ser sino trasparente y sincera, como son las palabras del Señor: «examinata et casta» (Sal 12,7; 17,31). Por eso, la finalidad de los sermones no es mostrar la propia sabiduría o erudición, sino el provecho del pueblo, anunciándole las palabras justas; es decir, los vicios y las virtudes, la pena y la gloria.

El temario aquí propuesto no está dirigido a la predicación penitencial. Si bien es verdad que una de las características de la predicación itinerante es su practicidad, ello no quiere decir que tenga que faltarle rigor teológico. En líneas generales, estas advertencias coinciden con las subrayadas por Inocencio III en uno de sus sermones al decir que el predicador cauto debe componer sus sermones de acuerdo con la diversidad de circunstancias y personas, de modo que una de las veces hablará sobre las virtudes, otra sobre los vicios, o bien de las penas o, tal vez, de los premios.

Los cauces por donde debe discurrir la predicación son lo bastante amplios como para dar cabida tanto a los sermones para el clero, por lo general más cultos, como para el pueblo; lo único que se pretende es desterrar toda disquisición y floritura que embote orgullosamente al predicador, pero que sirva de muy poco para el pueblo. El predicador, según Francisco, debe ser una transparencia del Evangelio que anuncia, no una pantalla que lo oculte o sustituya. Por saber lo difícil de esta actividad, advierte a los predicadores que sean precavidos.

Capítulo X.
AMONESTACIÓN Y CORRECCIÓN DE LOS FRAILES

En este capítulo se aborda la relación entre los Ministros y los demás frailes que, en términos generales, se podría reducir a la penitencia. Puesto que la obediencia, o la relación interpersonal, es el fundamento de la fraternidad itinerante, aquí se fijan los límites dentro de los cuales tiene que desarrollarse esta apertura recíproca.

El punto referencial al que mira todo servicio en la Fraternidad es el Proyecto evangélico cristalizado en la Regla y que todos los hermanos han prometido seguir. La tradición monástica y socio-religiosa había vaciado esta apertura servicial al Evangelio en unos moldes de absoluta dependencia feudal y verticalista que hacían de la obediencia una inmolación de la propia persona al superior, entendido como sacramento exclusivo de la voluntad divina.

Francisco, aunque participaba de esta concepción tradicional de la obediencia, ofrece, sobre todo, en los primeros años, una organización de la fraternidad que patentiza la lúcida responsabilidad de todos los hermanos, superiores y súbditos, en la realización del Proyecto evangélico emprendido. Ni los Ministros pueden ir más allá de lo prometido al Señor en la Regla, ni los otros deben quedarse más acá. Unos y otros han de revisar continuamente su propia actitud menor para poder abrirse en reciprocidad y confianza, ayudándose a crecer en la fidelidad a las exigencias evangélicas.

1. Los hermanos que son ministros y siervos de los otros visiten y amonesten a sus hermanos, y corríjanlos humilde y caritativamente, y no les manden algo que esté en contra de su alma y de nuestra regla.

Pero los hermanos que son súbditos recuerden que renunciaron por Dios a los propios quereres. Por lo cual, les mando firmemente que obedezca a sus ministros en todo lo que prometieron al Señor guardar y no está en contra del alma y de nuestra regla.

Los dos lugares desde los que se puede servir a la fraternidad están bien delimitados en este fragmento. Los Ministros deberán ejercerlo visitando, exhortando y corrigiendo a los frailes con humildad y amor. Los súbditos, acogiendo estas advertencias como una ayuda al cumplimiento de lo que han prometido al Señor.

La Regla de 1221 dedica un capítulo entero a las relaciones entre los Ministros y los otros hermanos:

«Todos los hermanos que son constituidos Ministros y siervos de los otros hermanos, distribuyan a éstos en las Provincias y en los lugares donde estén, visítenlos frecuentemente y amonéstenlos y anímenlos espiritualmente.

»Y todos los otros mis benditos hermanos obedézcanles prontamente en lo que mira a la salvación del alma y no está en contra de nuestra vida.

»Y pórtense entre sí como dice el Señor: "Todo lo que quisierais que os hicieran los hombres, hacédselo también vosotros a ellos"; y: "No hagas a otro lo que no quieres que se te haga a ti".

»Y recuerden los Ministros y siervos que dice el Señor: "No vine a ser servido, sino a servir", y que les ha sido confiado el cuidado de las almas de los hermanos, de las cuales tendrán que rendir cuentas en el día del juicio ante el Señor Jesucristo si alguno se pierde por su culpa y mal ejemplo» (1R 4,2-6).

Una de las precauciones que tomó Francisco antes de partir hacia Oriente, según cuenta Giano, fue dejar a uno de los Vicarios «para que, yendo por Italia, confortara a los hermanos» (Crónica, 11). La obediencia se presenta así como un quehacer común, tanto de los superiores como de los súbditos.

La cosa no tendría más complicaciones si siempre se resolviera así: unos sirviendo, y los otros confiándose. Pero, además del egoísmo que nos empuja a retorcer las cosas para nuestro provecho, está también la diversidad de pareceres que pluralizan el sentido de lo justo y lo conveniente; de ahí que haya que prevenir también las situaciones conflictivas límite en la que se puede ver la organización práctica de la Fraternidad.

La experiencia que tiene Francisco como fundador de un grupo religioso es progresiva; es decir, parte de un pequeño grupo de compañeros con ideas afines en el que su autoridad moral realiza la función coordinadora sin autoritarismos. Más tarde, cuando se impone la necesidad de crear nuevos Ministros, recordará a los frailes que no tengan poder o dominio entre sí, pues «como dice el Señor en el Evangelio, los príncipes de los pueblos se enseñorean de ellos y los que son mayores ejercen el poder en ellos; no será así entre los hermanos; y todo el que quiera hacerse mayor entre ellos, sea su ministro y siervo, y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor» (1R 5,9-12).

Francisco, al hablar de los Ministros, comprende que su función no les exime ni preserva de la debilidad ni, incluso, de la equivocación. Por eso en la Regla de 1221 aparece una vigilancia mutua que garantiza el mejor cumplimiento del Proyecto emprendido. La autoridad que posee el Ministro no le autoriza a confundir, y menos identificar, la voluntad de Dios con la suya, mandando lo primero que se le ocurra. El ejercicio de su función tiene como finalidad la evidenciación de los valores que el grupo tiene como fundamentales y la consiguiente animación para que todos los realicen. Esto es lo que entiende Francisco al advertir que no se puede mandar en contra del alma o de la Regla, y «si alguno de los Ministros manda a un hermano algo contra nuestra vida o contra su alma, el tal hermano no esté obligado a obedecerle, pues no hay obediencia allí donde se comete delito o pecado. Sin embargo, todos los hermanos que están bajo los Ministros y siervos consideren razonable y atentamente la conducta de los Ministros y siervos; y si vieren que alguno de ellos se comporta carnal y no espiritualmente en conformidad con nuestra vida, y que, después de una tercera amonestación, no se enmienda, denúncienlo en el Capítulo de Pentecostés al Ministro y siervo de toda la Fraternidad, sin que oposición alguna se lo impida. Y si entre los hermanos, estén donde estén, hay alguno que quiere proceder según la carne y no según el espíritu, los hermanos con quienes está amonéstenlo, instrúyanlo y corríjanlo humilde y diligentemente. Y si sucede que después de una tercera amonestación no quiere enmendarse, remítanlo, lo más pronto que puedan, a su Ministro y siervo, o háganselo saber, y el Ministro y siervo obrará con él como mejor le parezca que conviene según Dios» (1R 5,2-6).

La plasmación en una Regla de este principio de responsabilidad común a la hora de velar por la realización y crecimiento de los valores de la Fraternidad era demasiado audaz para que pudiera continuar formando parte de un texto legislativo. La autoridad quedaba minada, y la experiencia parecía exigir, después de la crisis sufrida, una mayor rigidez en los cuadros de gobierno. Además, estaba el inconveniente de que a los Capítulos generales solamente acudían ya los Ministros provinciales, por lo que era difícil hacer llegar allí las posibles acusaciones que se pudieran tener contra ellos. El resultado es que en los escritos posteriores desaparece este control mutuo de actitudes, quedando solamente para los súbditos, como aparece en el Testamento (Test 30) y en la Carta a un Ministro (CtaM 14-20). La responsabilidad queda así separada; por una parte se urge a los Ministros una solicitud humilde y caritativa para con los hermanos, mientras que a éstos se les pide una obediencia absoluta.

La obligación de visitar y animar a los hermanos viene exigida por el Concilio IV de Letrán, y responde más a una necesidad de mantener el contacto y la unidad del grupo que a procurar una fiscalización molesta tal como se ha entendido hasta hace poco. Por lo que respecta a los súbditos, se va diluyendo progresivamente la obediencia lúcida hasta llegar al paroxismo de la Vida II de Celano en que se propone como modelo de fraile obediente al que se entrega al superior con la misma docilidad impersonal de un cadáver (2Cel 152).

A medida que la Fraternidad se transforma en Orden, las relaciones personales de los hermanos van tomando, miméticamente, las formas tradicionales de la obediencia monástica. Por eso, a la hora de buscar el modo más genuino en que se plasmó la obediencia al Proyecto evangélico por mediación de los hermanos, será de mayor validez cuanto más nos acerquemos a los orígenes.

2. Y dondequiera que hay hermanos que sepan y conozcan que no pueden guardar espiritualmente la regla, deben y pueden recurrir a sus ministros. Y los ministros acójanlos caritativa y benignamente, y tengan con ellos una familiaridad tan grande, que puedan los hermanos hablar y comportarse con los ministros como los señores con sus siervos; pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos.

En este fragmento la iniciativa parte de los súbditos, y es el caso concreto de que no puedan guardar la Regla según el espíritu allí donde el Ministro les ha enviado. La obediencia dibujada anteriormente con unos trazos tan fuertes tiene aquí una excepción, y es cuando no se puede vivir, por los motivos que sean, el tipo de vida por el que se ha optado. En tales circunstancias no cabe otra solución más que ponerse en camino y buscar al Ministro para contarle su caso y esperar la respuesta. Así lo entiende también la Regla de 1221 al advertir que «los hermanos, dondequiera que estén, si no pueden guardar nuestra vida, recurran, lo antes posible, a su Ministro, poniéndolo en su conocimiento. Y el Ministro procure proveer tal como querría que se hiciese con él si se encontrase en caso semejante» (1R 6,1s).

Entre los Escritos del Santo están la Carta a un Ministro y otra a fray León que suponen el recurso a Francisco en busca de ayuda. El primero, ante las dificultades que le plantean algunos hermanos, hasta el punto de impedirle -según cree él- amar al Señor Dios, siente la tentación de dejar el cargo y retirarse a un eremitorio. La respuesta de Francisco no intenta quitar importancia al problema con el fin de evitar complicaciones, sino que le insinúa otra perspectiva desde donde poder afrontarlo y solucionarlo (CtaM 2-7).

En la Carta a fray León no aparece tan claro el recurso, pero la contestación da a entender que existe vacilación en el modo de agradar al Señor y seguir sus huellas y pobreza. La respuesta de Francisco le remite a su responsabilidad: «Compórtate, con la bendición de Dios y mi obediencia, como mejor te parezca que agradas al Señor Dios y sigues sus huellas y pobreza. Y si te es necesario para tu alma por motivo de otro consuelo y quieres venir a mí, ven, León» (CtaL 2-4). La Crónica de Giano hace también referencia a la decisión que tomaron los frailes, enviados por el Capítulo a Hungría y Alemania, de volver otra vez a Italia ante las dificultades que se les presentaron (Crónica, 5).

Lo absoluto del Proyecto evangélico está por encima de toda obediencia; más aún, es precisamente lo que la motiva y la justifica, empujando a la creación de formas y oficios, como puede ser el de Ministro, que garanticen su plena realización. Ante la llegada de los hermanos que vienen en busca de ayuda para sus dificultades, los Ministros los recibirán con amor y bondad. La Regla de 1221 ya prevé esta situación, advirtiendo que «el Ministro procure proveer tal como querría se hiciese con él si se encontrara en caso semejante» (1R 6,2).

Celano ha conservado, tal vez para llenar el vacío que sobre la función de los Ministros existe en los Escritos del Santo, el retrato del llamado a ser cabeza de todos los hermanos. Entre las varias virtudes que se le exigen está la de ser un hombre «que consuele a los afligidos, como último asilo que es de los atribulados, no sea que, por no hallar en él remedios saludables, el mal de la desesperación domine a los enfermos» (2Cel 185). Tales virtudes podrían ser entendidas como una proyección celanense sobre los orígenes; pero da la casualidad de que la misma santa Clara la toma en su Regla para describir la figura de la abadesa (RCl 4,11-13), lo cual confirma su cualidad sanfranciscana.

Si la Regla bulada ofrece inmunidad a los Ministros frente a las acusaciones de los súbditos, sin embargo les exige una familiaridad tal que los hermanos puedan hablarles y tratarles como los amos a sus criados; actitud que se comprenderá mejor si se piensa en el tipo de relaciones que existían entre los señores feudales y sus siervos en el tiempo en que se escribía esto.

La Regla de 1221 ya prohibía designar el oficio de Ministro con el título de prior para que no se creyera superior a los demás, urgiendo que todos se llamasen hermanos menores; y como símbolo de esta igualdad servicial pide que unos a otros se laven los pies (1R 6,3s; Adm 4). En la Regla bulada se profundiza más en el sentido de servicio que tiene el cargo de Ministro, colocándolo no al mismo nivel que los otros hermanos, sino por debajo y a su servicio, como estaban los siervos respecto a sus amos. Y eso por una lógica interna, pues así debe ser, que los Ministros sean siervos de todos los hermanos.

3. Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a que se guarden los hermanos de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, preocupación y solicitud de este mundo, difamación y murmuración, y no se preocupen de hacer estudios los que no los hayan hecho. Aplíquense, en cambio, a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el espíritu del Señor y su santa operación, orar continuamente al Señor con un corazón puro, y tener humildad y paciencia en la persecución y en la enfermedad, amar a los que nos persiguen y reprenden y acusan, porque dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen y calumnian. Dichosos los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Y quien persevere hasta el fin, éste se salvará.

Las posiciones antes descritas, tanto de los Ministros como de los otros frailes, sólo pueden ser tomadas si se ha entendido bien lo que quiere decir minoridad. La desconfianza a programar en solitario la opción diaria del Evangelio, requiere haberse autocomprendido como relativo y necesitado de la mediación de los demás. Solamente después de haber descubierto a Dios como absoluto y seductor se puede prescindir de la vana tentación de buscarle en solitario; de ahí que a las exhortaciones sobre la obediencia o búsqueda de Dios en solidaridad, siga la minoridad que las motiva y hace posibles (Adm 20).

El fragmento comienza alentando a los hermanos a que se guarden de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, preocupación por las cosas del mundo, detracción y murmuración, afán de cultura; es decir, de todas esas actitudes que para el mundo constituyen medios imprescindibles de realización personal y que para el Santo son impedimentos que obstaculizan la apertura al Espíritu del Señor que es el único que realiza en nosotros la verdadera obra de humanización.

El elenco de vicios parece estar inspirado en Inocencio III, quien advierte al Maestro de la Orden militar de Santiago que sus súbditos deben abstenerse, entre otras cosas, del pecado de detracción y murmuración. Pero donde se evidencia mayor afinidad es en la Regla de la Orden del Espíritu Santo en que se manda echar de sí toda avaricia, envidia, soberbia, murmuraciones y malicia. Todas aquellas cosas que impiden un acercamiento limpio a la presencia de Dios. No obstante, en este fragmento de la Regla se ven reflejados unos temas muy queridos por el Santo que fueron tratados con mayor amplitud en los capítulos XVII y XVIII de la Regla de 1221.

Al hablar de los predicadores en esa misma Regla, pone en evidencia la división interna en que se debate el cristiano al experimentar en él las tensiones entre la carne y el espíritu: «Guardémonos, pues, todos los hermanos de toda soberbia y vanagloria; y defendámonos de la sabiduría de este mundo y de la prudencia de la carne, ya que el espíritu de la carne quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres. Y éstos son aquellos de quienes dice el Señor: En verdad os digo, recibieron su recompensa. El espíritu del Señor, en cambio, quiere que la carne sea mortificada y despreciada, tenida por vil y abyecta. Y se afana por la humildad y la paciencia, y la pura, y simple, y verdadera paz del espíritu. Y siempre desea, más que nada, el temor divino y la divina sabiduría, y el divino amor del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (1R 17,9-16).

Frente al peligro de vaciar de contenido la minoridad que caracteriza al grupo, acumulando actitudes y posiciones incoherentes con la opción de la forma del santo Evangelio que habían tomado, Francisco les advierte que traten de ser consecuentes, manteniéndose en el lugar eclesial que el Señor les había designado. En este contexto evolutivo de la Fraternidad hacia formas y posiciones dentro de la Iglesia que se alejaban peligrosamente de la intuición original que había tenido Francisco al formar el grupo, no es extraño que apunte un detalle, por otra parte innecesario en el conjunto del capítulo, que pone de manifiesto cuál era su actitud frente al intelectualismo que se estaba fraguando en la Fraternidad. El no se preocupen de hacer estudios los que no los hayan hecho es algo más que un consejo destinado a los pobres hermanos laicos para que no caigan en la tentación del intelectualismo. A mi parecer se trata de una toma de postura en la que se valora cuál es la función de los estudios dentro del carisma de la Fraternidad; una valoración que se repite en el Testamento al recordar que los primeros compañeros habían optado por ser indoctos y sometidos a todos (Test 19).

Con esto no hace más que volver sobre lo dicho tantas veces y que en el Capítulo XXII de la Regla de 1221 deja como testamento a los hermanos antes de partir hacia Oriente: «Ruego a todos los hermanos, tanto a los Ministros como a los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren al Señor Dios, y háganlo con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca por encima de todo; y hagamos siempre en ellos habitación y morada a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, que dice: Vigilad, pues, orando en todo tiempo, para que seáis considerados dignos de rehuir todos los males que han de venir y de estar en pie ante el Hijo del hombre. Y, cuando os pongáis en pie para orar, decid: Padre nuestro, que estás en los cielos. Y adorémosle con puro corazón, porque es preciso orar siempre y no desfallecer» (1R 22,26-29).

La experiencia presencial del Dios trinitario transforma toda la existencia de modo que incluso las persecuciones y enfermedades pueden convertirse en medios de seguir a Cristo. Por eso invita a sacar consecuencias de las palabras del Señor: «Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian, pues nuestro Señor Jesucristo, cuya huellas debemos seguir, llamó amigo al que lo entregaba y se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron. Son, pues, amigos nuestros todos los que injustamente nos causan tribulaciones y angustias, sonrojos e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; y los debemos amar mucho, ya que por lo que nos hacen obtenemos la vida eterna» (1R 22,1-4).

* * *

Capítulo XI.
LOS HERMANOS NO ENTREN
EN MONASTERIOS DE MONJAS

Mando firmemente a todos los hermanos que no tengan sospechoso trato o consejos de mujeres; y que no entren en monasterios de monjas, fuera de aquellos hermanos que tienen una licencia especial concedida por la Sede Apostólica; tampoco se hagan padrinos de varones o de mujeres, ni con esta ocasión se origine escándalo entre los hermanos o acerca de ellos.

Situando este capítulo dentro de la estructura de la Regla, habría que decir que su función es simplemente de relleno, de explicitación del voto de castidad que se promete al principio, como toda profesión de vida religiosa aceptada por la Iglesia, pero que no constituye un elemento caracterizante de la opción franciscana. Esto no quiere decir que careciera de importancia para Francisco; pero es una virtud, lo mismo que otras muchas, que se sobreentienden y se practican sin concederles un puesto relevante en el ensamblaje del proyecto de vida.

Dentro de la visión pesimista que caracteriza la sexualidad en el medioevo, y de la que Francisco es también partícipe, adquiere, no obstante, un matiz especial debido seguramente a un enfoque de cortesía caballaresca y al ensanchamiento del concepto de pureza mucho más allá de la simple castidad. No creo necesario entrar en el tema de la caballería para analizar la relación cortés, al menos formalmente, que existía respecto a la mujer y la influencia que pudo tener en la estructuración del proyecto evangélico de Francisco; pero es cierto que, más allá de la imagen de soldado de Cristo dada por Celano a la figura de Francisco, aparece una actitud de cortesía caballeresca que se refleja en su concepción de la mujer y en la relación con ella.

El otro factor que positiviza la virtud de la castidad tal como la percibe Francisco, dentro siempre del panorama negativo en que se mueve lo sexual en la edad media, es su conexión con ese concepto más amplio de pureza, no sólo en el sentido corporal, sino de limpieza total del hombre en sus actitudes hacia Dios.

Recibir al Señor en el sacramento con un corazón puro y con cuerpo casto (2CtaF 14) es afirmar que la castidad no es una virtud aislada sino que forma parte de esa tensión por lo trascendente que relativiza lo terreno y nos dispone a «buscar lo celestial y no dejar nunca de adorar y contemplar al señor Dios vivo y verdadero con corazón y ánimo limpio» (Adm 16,2). La castidad, pues, se enmarca dentro de la vigilancia que deben mantener todos los hermanos para que, «removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren al Señor Dios, y háganlo con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca por encima de todo» (1R 22,26).

El capítulo, no cabe duda, está dirigido a favorecer la castidad prometida al Señor. Pero así como en otros aparecen motivaciones evangélicas, en éste sólo se aducen normas jurídicas del derecho canónico entonces vigente para alentar a los hermanos sobre las precauciones que debían tener respecto a las mujeres.

a) RELACIÓN CON LA MUJERES

La figura de la mujer como encarnación de una sexualidad negativa y tentadora para el hombre es ya tradicional desde los orígenes del monacato; de ahí su alejamiento de ella y su desconfianza para aceptarla en un proyecto común de vida. Los movimientos pauperísticos medievales, aun manteniendo muchos de ellos un dualismo de procedencia cátara, rompieron esta tradición y crearon un nuevo concepto de participación de la mujer en la vida religiosa.

Estos movimientos se caracterizaban por admitir entre sus seguidores a las mujeres. Aquellos que se dejaron influenciar por la intransigencia de la Iglesia y terminaron por estructurarse en formas monásticas tuvieron que hacerlo en monasterios dobles o mixtos, como fue el caso de Fontevrault y Prémontre, creados, respectivamente, por los predicadores itinerantes Roberto de Arbrissel y Norberto de Xant. En realidad no era ninguna innovación en la Iglesia, pues ya en el siglo IV en Oriente, y en el VI en Occidente se practicaba esta modalidad claustral. La comunidad de hombres y la de mujeres habitaban en edificios separados, uniéndose en la misma iglesia, pero separados por un tabique, para el rezo común del Oficio.

Los otros movimientos que no quisieron enrolarse en la vida monástica tuvieron que sufrir, además de las acusaciones de herejía por parte de la Iglesia, las calumnias de llevar una vida licenciosa cohabitando promiscuamente hombres y mujeres. Hugo de Rouen afirma, en tono despectivo, que «los herejes llevan consigo mujerzuelas a las que no les une ni el vínculo conyugal ni el deber de la consanguinidad sino el contubernio de la propia lujuria. Dicen llevar vida común en sus casas y, según costumbre apostólica, tener mujeres consigo: "Nosotros observamos la forma de vida apostólica, por eso no rechazamos a las mujeres sino que las recogemos lícitamente en nuestras casas y las sentamos a nuestra mesa"».

San Bernardo, en su predicación sobre la herejía, aportaba una solución muy simple: reunir en comunidad y por separado a hombres y mujeres, de modo que pudieran vivir en castidad sin ir deambulando por los campos, causando escándalo y sospecha. Lo que no entendía san Bernardo era que la razón de ser de estos grupos estaba precisamente en ir predicando de forma ambulante y sin los condicionamientos claustrales. Bernardo de Ursperg, al hablar del Grupo de Bernardo Prim, dice que «las mujeres iban por los caminos junto con los hombres, y muchas veces se quedaban en sus casas; y se decía de ellos que se acostaban juntos en la cama porque, según manifestaban, eso procedía de los apóstoles».

Esta suspicacia frente a los nuevos grupos no era exclusiva del pueblo, sino también de la jerarquía. En la carta circular de 1210 anunciando a los arzobispos y obispos el reconocimiento pontificio de los Lombardos reconciliados o Grupo de Bernardo Prim, ya se les advierte que, si han prometido continencia, deberán evitar en el futuro toda relación sospechosa con mujeres. Pero en el Propositum aprobado dos años después prometerán «evitar el trato sospechoso con mujeres, de modo que nadie se encuentre a solas con una de ellas, ni siquiera para hablar, a no ser en presencia de testigos cualificados o personas de confianza. Los hermanos y hermanas, sin embargo, no dormirán nunca en una misma casa, ni se sentarán a la misma mesa».

Estas precauciones parece que fueron tomadas también por el primitivo grupo franciscano. Jacobo de Vitry cuenta en 1216 la impresión que le produjo el movimiento llamado de Hermanos Menores, compuesto por personas de ambos sexos. Al describir su actividad dice que «durante el día van a las ciudades y a las aldeas para conquistar a los que puedan, dedicados así a la acción; y durante la noche, retornando al despoblado o a lugares solitarios, se dedican a la contemplación. Las mujeres, por su parte, viven juntas en algunos hospicios cerca de las ciudades, y no reciben nada, sino que viven del trabajo de sus manos» (BAC 964).

La Regla de 1221 ofrece un capítulo en el que, además de enumerarse los posibles peligros, motiva evangélicamente el comportamiento en castidad: «Todos los hermanos, donde quiera que estén o vayan, guárdense de las malas miradas y del trato con mujeres. Y ninguno se entretenga en consejos con ellas, o con ellas vaya solo de camino, o coma a la mesa del mismo plato. Los sacerdotes hablen honestamente con ellas cuando les dan la penitencia u otro consejo espiritual. Y ninguna mujer en absoluto sea recibida a la obediencia por algún hermano, sino que, una vez aconsejada espiritualmente, haga penitencia donde quiera. Y estemos todos muy alerta y mantengamos puros todos nuestros miembros, porque dice el Señor: Quien mira a la mujer para apetecerla, ya ha cometido adulterio con ella en el corazón. Y el Apóstol: ¿Es que ignoráis que vuestros miembros son templo del Espíritu Santo?; así, pues, al que violare el templo de Dios, Dios lo destruirá» (1R 12,1-6).

Este fragmento supone ya cierta experiencia negativa. Quiere decir, o que la Fraternidad en sus comienzos se relacionaba normalmente con las mujeres, como lo hacían los movimientos laicos, o que la gente los veía así, aunque no fuera esa la realidad. Lo cierto es que, tal vez aconsejados por la Curia, trataron de poner remedio para no levantar sospechas, incluso prohibiendo que se acepten mujeres a la obediencia, siendo así que el mismo Francisco había recibido a Clara y a Práxedes, una enclaustrada romana (TestCl 4; TC 181).

La Regla bulada es lacónica a este respecto: No tengan sospechoso trato o consejos de mujeres. La evolución de la Fraternidad comportaba la entrada, cada vez más imperiosa, en los cauces jurídicos de la Iglesia. Con esto no quiero decir que Francisco viera mal la regulación de las precauciones respecto a la castidad [Sin embargo hay que tener en cuenta sus relaciones con Clara y Jacoba de Settesoli, con las que se comporta de un modo especial. A pesar de la prohibición de que las mujeres entraran en el convento de la Porciúncula (LP 8), a Jacoba sí que la deja. Para ver la psicología de Francisco respecto a la mujer es iluminativo 2 Cel 113, lo mismo que los paralelos LP 37 y EP 86], puesto que comulgaba con el ambiente de infravaloración de la sexualidad; una prueba de ello es la dedicación de un capítulo de la Regla de 1221 a la fornicación: «Si, por instigación del diablo, fornicare algún hermano, sea despojado del hábito, que ha perdido por su torpe pecado, y déjelo del todo y sea expulsado absolutamente de nuestra Religión. Y haga después penitencia de sus pecados» (1R 13).

El fragmento es duro y demuestra lo que significaba para Francisco la castidad dentro de la forma del santo Evangelio prometida al Señor. Herejía y fornicación son incompatibles con la condición de hermano menor. Por eso a los que caen en tales fallos no se les expulsa propiamente de la Fraternidad, sino que se les invita a terminar con la farsa de llevar un hábito que no corresponde a la actitud interior de amar a Dios y adorarlo con puro corazón y casto cuerpo (LM 5,4).

La identidad del hermano menor se quiebra cuando en vez de remover impedimentos para servir, amar, honrar y adorar al Señor Dios con limpio corazón y mente pura se pone la fornicación como una barrera que impide consagrarse por entero a Él. Por eso lo más lógico es que deje la Fraternidad y haga después penitencia de sus pecados.

Si la regulación de las precauciones tendentes a proteger la castidad era algo necesario, no parece que lo fuera tanto la imagen que se hizo de ella al evolucionar posteriormente la Orden. Poco a poco se va perdiendo esa espontaneidad respetuosa en relación con las mujeres, propia de los movimientos pauperísticos laicos, para volver otra vez a esa actitud recelosa y despectiva que caracterizaba a la tradición monástica.

Celano, sobre todo en su Vida II, nos ofrece una imagen tan misógina de Francisco que muy difícilmente la hacen creíble; más bien se adivina un intento de proyectar sobre el Santo los problemas que tenía planteados la Orden a la hora de escribirse las Leyendas. Para Celano, la mujer no es una persona con la que se pueda tratar, sino un peligro del que hay que huir y compadecer (2 Cel 112). Así hace decir a Francisco que es frivolidad toda conversación con mujeres, fuera de la confesión o de algún breve consejo que se acostumbra (2Cel 114).

Esa mirada pesimista de la sexualidad, encarnada en la mujer como tentación, que aparece en las biografías tiene, no obstante, algunos resquicios por los que parece vislumbrarse el justo sentido dado por Francisco a la castidad, y las precauciones vigilantes que debían tomarse para seguir amando y sirviendo al Señor con toda fidelidad.

En el episodio de los muñecos de nieve, convertidos por Francisco en su familia, se evidencia una intención lúdica de autoconvencimiento de que el ejercicio de una vida sexual responsable, como es la matrimonial, además de tener sus propias gratificaciones, comporta también una serie de sacrificios que no es honesto eludir. En esto precisamente consiste la tentación: en pretender distorsionar la opción matrimonial, tomando de forma irresponsable solamente su aspecto gozoso. Esta visión de la mujer como objeto exclusivo de placer es lo que impide entregarse con toda solicitud al servicio de Dios (LM 5,4; 2Cel 117).

b) RELACIÓN CON LAS MONJAS

Esta prohibición de entrar en monasterios de monjas, además de ser una expresión de limpio respeto hacia las hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial (FVCl 1), refleja la normativa canónica del tiempo y los problemas de la Orden respecto al compromiso adquirido de asistirlas. El Concilio III de Letrán ya normaba en 1179 que, si algún clérigo se atrevía a visitar los monasterios sin motivo manifiesto y razonable, fuera retenido por su Obispo.

Sin embargo esta norma que, al parecer, era general, no se encuentra en la Regla de 1221, a pesar de que Hugolino escribe en su Regla para las Damianitas en 1218-19: «Mandamos firme y rigurosamente que ni la abadesa ni las sores permitan jamás a persona alguna, religiosa o seglar o de cualquier dignidad, entrar en el monasterio; y a nadie absolutamente le sea lícito entrar sino a los que fueren autorizados por el Sumo Pontífice o por Nos o, después de Nos, por aquel a quien el señor Papa creyere conveniente encargar especialmente que, como Nos ahora, tenga cuidado y solicitud especial de vosotras».

El motivo por el que se omitió no lo sabemos; lo cierto es que las relaciones con las Damianitas parten, al parecer, de un contraste: el estrecho contacto de Francisco con Clara y sus monjas, hasta el punto de comprometer a toda la Orden en su asistencia, y el precepto de la Regla bulada prohibiendo su ingreso a los que no tuvieran una autorización especial de la Sede Apostólica.

La relación de Francisco con Clara, aun antes de entrar en San Damián, es un dato tan evidente que no merece que nos detengamos en probarlo. Incluso los contactos de la primitiva Fraternidad con las Damianitas, a pesar de llegarnos por una fuente tan sospechosa como las Florecillas, parece tener un sustrato histórico. Lo cierto es que en un escrito enviado por Francisco a las Damas Pobres de San Damián, y que insertó Clara en su Regla, les dice: «Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo dispensaros siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, y como a ellos, un amoroso cuidado y una especial solicitud» (FVCl 1s).

Indudablemente hay un compromiso contraído por Francisco, en nombre de toda la Orden, de cuidar de las monjas. Cuidados que se concretaban «en un capellán con un compañero clérigo de buena fama y prudente discreción, y dos hermanos legos, amantes de la santa conversación y honestidad, para ayuda de nuestra pobreza» (RCl 12,5-6) Lo que, al parecer, Francisco no estaba dispuesto a admitir era el cuidado de los otros monasterios que, al amparo de San Damián y favorecidos por el cardenal Hugolino, habían surgido.

Mientras Francisco se encontraba en Oriente había muerto el visitador cisterciense fray Ambrosio, cosa que aprovechó el cardenal Hugolino para solucionar el problema. Fray Felipe Longo se encargó de atender espiritualmente estos monasterios, convirtiéndose así en el sucesor de fray Ambrosio. Con el fin de actuar más eficazmente, obtuvo plenos poderes pontificios para defender a las Damas Pobres y excomulgar a quienes las molestasen (Giano, Crónica, 13). De vuelta a Italia, Francisco trató el problema con la Curia hasta conseguir que fueran anuladas tales decisiones tomadas en su ausencia (Giano, Crónica, 14).

Esto no consiguió apaciguar del todo las tensiones, a pesar de que la Regla bulada prohibiera tajantemente la entrada en los monasterios, pues en 1230 Gregorio IX escribió la bula Quo elongati dando contestación a las preguntas de los frailes sobre la interpretación de la Regla y el Testamento. Respecto al capítulo en cuestión les dice que ninguno, sin la autorización de la Santa Sede, puede acercarse a los monasterios de monjas. Y con el nombre de monasterio se entiende el claustro, la casa y las oficinas internas, porque a las demás dependencias donde también los seglares tienen acceso, también los hermanos pueden entrar, por motivos de predicación o de colecta de limosnas, naturalmente aquellos a quienes se ha concedido por los respectivos superiores teniendo en cuenta su madurez e idoneidad. Se exceptúan siempre, sin embargo, los monasterios de las pobres monjas reclusas; a nadie se concede facultad de acceder a ellos si no es con licencia especial de la Sede Apostólica.

Al enterarse Clara de esto, «doliéndose de que las hermanas habían de tener rara vez el manjar de la doctrina sagrada, habló gimiendo: "Quítenos ya para siempre a todos los frailes toda vez que nos retiró a los que nos administraban el nutrimiento de vida..."» (LCl 37).

El mismo contraste que se da entre la voluntad de Francisco y su promesa de cuidar espiritualmente de las Damas Pobres y la limitación de visitar los monasterios solamente a los que la Santa Sede les diera una autorización especial, se refleja también en las Leyendas, principalmente en la II de Celano.

En ella aparece una cosa evidente, y es que Francisco se retrajo poco a poco de visitarlas, al mismo tiempo que responde a los hermanos sorprendidos por esta actitud: «No creáis que no las amo de veras. Pues si fuera culpa cultivarlas en Cristo, ¿no hubiera sido culpa mayor el haberlas unido a Cristo? Y si es cierto que el no haber sido llamadas, para nadie es injuria, digo que es suma crueldad el no ocuparse de ellas una vez que han sido llamadas. Pero os doy ejemplo para que vosotros hagáis también como yo hago. No quiero que alguno se ofrezca espontáneamente a visitarlas, sino que dispongo que se destinen al servicio de ellas a quienes no lo quieren y se resisten en gran manera: tan sólo varones espirituales, recomendables por una vida virtuosa de años» (2Cel 205).

Para ilustrar este principio, Celano trae un par de ejemplos: el de un religioso que tenía dos hijas en el monasterio y se ofreció al Santo para llevarles un regalo, y el de otro que, ignorando la prohibición, se acercó un invierno al monasterio. En ambos casos, la fuerte decisión de Francisco se aprecia por la calidad de las penitencias impuestas (2 Cel 206).

Pero no termina con esto la serie de relatos conducentes a mostrarnos la postura del Santo con relación a las Clarisas. El gesto simbólico del canto del Miserere en medio de la ceniza es una invitación a las monjas para que se estimen tanto como ella y desechen de su corazón todo otro tipo de sentimientos (2 Cel 207).

El resumen que hace Celano de la actitud de Francisco hacia las monjas refleja bien su sentir: «Tal era su trato con las mujeres consagradas; tales las visitas, provechosísimas, pero motivadas y raras. Tal su voluntad respecto a todos los hermanos: quería que las sirvieran por Cristo -a quien ellas sirven-, cuidándose, con todo, siempre, como se cuidan las aves, de los lazos tendidos a su paso» (2 Cel 207).

Las Damianitas, a pesar de su consagración a Dios, como mujeres siguen siendo una trampa donde puede quedar atrapada la virtud de los frailes; por eso hay que tratarlas con precaución. Lo que no sabemos del todo es si esta actitud hacia las Damas Pobres con que Celano nos presenta a Francisco responde a la realidad o, por el contrario, es una proyección con intenciones ejemplarizantes.

c) RELACIÓN DE PARENTESCO ESPIRITUAL

La acepción del término «compatres», en el texto original, como «padrinos» ha hecho difícil la inteligencia de este fragmento como norma de vigilancia para la castidad, ya que no se entiende muy bien qué peligro puede haber para la virtud de la castidad en el hecho de apadrinar a un niño o a una niña. A mi entender, lo que aquí se propone como peligroso no es tanto la relación de «padrinazgo» cuanto de «compadrazgo»; es decir, que si hay que evitar el hacerse «compadres» no es por la peligrosidad que pueda suponer el relacionarse con el ahijado o ahijada, sino con los padres de éstos; pues el «compadrazgo» es una relación entre padres y padrinos que, no cabe duda, está motivada por el apadrinamiento.

Aunque el «compadrazgo», por sí mismo, sólo relaciona espiritualmente con los padres de los bautizados, sin embargo se le daba -y se le sigue dando en algunos lugares- un vínculo social y casi familiar. Por eso los concilios y reglas monásticas insisten, una y otra vez, en que los monjes no se hagan compadres y eviten así toda familiaridad con mujeres.

Esta prohibición tiene cierta lógica, por cuanto tal parentesco podría ser ocasión para mantener al fraile ligado a determinadas familias, lo cual contrasta con la opción radical de abandonarlo todo, incluso la propia familia, para seguir a Cristo. Además, aunque por su parte no hubiera mala intención, podría originar escándalo entre los mismos frailes o en la gente seglar; de ahí que ponga sobreaviso a los frailes para que procuren evitar todos estos inconvenientes, y el modo más eficaz es prohibiendo la causa de ellos; es decir, el ser compadres por haber apadrinado a alguien.

* * *

Capítulo XII.
LOS QUE VAN ENTRE SARRACENOS Y OTROS INFIELES

Este capítulo cierra los temas de la Regla hablando sobre las misiones y el cardenal protector. En principio parecen dos temas sin ilación, sin embargo tienen una unidad interna: la regla termina con la vocación misionera porque, como actitud martirial, es la forma perfecta de realizar la vocación del hermano menor; una vocación que sólo puede entenderse dentro de la Iglesia.

La decisión de evangelizar a los sarracenos forma parte, desde muy pronto, del plan misional de la Fraternidad. Francisco había vivido el ambiente de cruzada que envolvía toda la cristiandad y después de su conversión seguirá pensando, aunque con métodos distintos, ganar a los infieles para Cristo y la Iglesia. La creación del cardenal protector como elemento de control y enlace con la jerarquía de Roma forma también parte de la relación especial que existió entre la Fraternidad y la Curia. La figura del cardenal protector no es ninguna cuña dentro del movimiento franciscano. Francisco lo concibe como algo lógico y necesario que lo vincule palpablemente con la Iglesia, dentro de la cual solamente es posible vivir el Evangelio en pobreza y humildad.

1. Aquellos hermanos que quieren, por inspiración divina, ir entre sarracenos y otros infieles, pidan para ello la licencia a sus ministros provinciales. Pero los ministros no otorguen la licencia para ir sino a los que vean que son idóneos para ser enviados.

Este fragmento supone ya, como algo adquirido, la misión entre infieles; por ello se reduce a reglar los trámites necesarios para conseguir la licencia.

Las relaciones de la Cristiandad con los infieles, sobre todo los musulmanes, había adquirido desde fines del siglo XI un matiz bélico. La respuesta organizada de la Iglesia ante la invasión árabe se había reducido a la creación de las Cruzadas. Inocencio III, ya desde los primeros momentos de su pontificado, había tomado como tarea prioritaria la recuperación de los Santos Lugares. El Concilio IV de Letrán supuso la proclamación solemne de la V Cruzada; una Cruzada que, a pesar de concebirse como guerra santa, incluía también ciertos intentos evangelizadores, según se deduce de la carta enviada por el Papa al Ministro de la Orden de Santiago en 1210, donde manda que en la lucha contra los sarracenos se intente sólo defender a los cristianos de sus incursiones -autodefensa-, procurando atraerlos a la fe cristiana -evangelización-.

Este nuevo concepto de Cruzada debió llegar también hasta Francisco, pero no sabemos la influencia que pudo tener en su decisión, tanto esta idea como la llamada del Papa a la Cruzada. Lo cierto es que, al poco tiempo de organizarse el primer grupo de compañeros, intentará, según cuenta Celano, embarcarse para Siria con el fin de predicar la fe cristiana y la penitencia a los sarracenos y demás infieles. Ante la imposibilidad de conseguir el objetivo, se dirigirá un año después a Marruecos a predicar el Evangelio al Miramamolín y sus correligionarios; pero de nuevo, una enfermedad le obligará a volverse desde España y desistir de la empresa (1Cel 55-56). En 1219, al fin, conseguirá llegar hasta el Sultán de Egipto, pero el fracaso apostólico y la crisis de la Fraternidad surgida en Italia le harán volver al año siguiente. No obstante, la presencia franciscana entre infieles seguirá por medio de la Provincia de Siria que, ya en 1217, encabezaba fray Elías.

La relación de los hermanos, y en concreto de Francisco, con los infieles es vista de forma distinta por los cronistas extraños a la Orden y los frailes pertenecientes a ella. Mientras los primeros encuadran estas relaciones dentro de una política de Cruzada, los biógrafos prefieren situarlos en un contexto martirial.

Jacobo de Vitry habla de los Menores en su Historia del Oriente diciendo que «no sólo los fieles cristianos, sino también los mismos sarracenos y los caídos en las tinieblas de la incredulidad admiran su humildad y virtud; cuando van sin ningún temor a predicarles, los reciben gustosamente y les proveen con agrado de lo necesario» (BAC 967). Posteriormente describe con todo detalle la llegada de Francisco a Damieta para entrevistarse con el sultán Melek el-Kamil (Ibid.).

Igualmente los cronistas benedictinos ingleses dicen que los frailes menores no se contentaban con predicar la Palabra de Dios a los fieles, sino que llegaban incluso a los paganos y sarracenos para dar testimonio de la verdad; muchos de ellos alcanzaron la gloria del martirio. Por fin, Ernoult narra también la entrevista de Francisco con el Sultán, dándole un matiz clerical (BAC 968s).

Los hagiógrafos y cronistas franciscanos prefieren verlo en clave martirial; de ahí que Celano (1Cel 55; 2Cel 30.152), san Buenaventura (LM 9,5; 13,2) y Jordán de Giano (Crónica, 10) refieran los encuentros de los frailes con los infieles en un contexto de testigos del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo (1R 16,10-13). El martirio es para Francisco el signo más grande de amor a Jesús; por eso, ante el conocimiento del martirio de los cinco hermanos en Marruecos pudo exclamar: «¡Ahora ya tengo cinco verdaderos hermanos menores!» (Crónica, 7s).

La actitud misional de Francisco, aunque mezclada en un ambiente de Cruzada, se desarrolla a partir de haber concebido la forma del santo Evangelio como misión. Igual que había hecho lo posible para que la forma de vida de los hermanos se desarrollara en un ambiente de minoridad sin críticas negativas contra nadie, y menos contra la institución eclesial, ahora calla también el juicio que le pudiera merecer el enfrentamiento de la Iglesia con los sarracenos por medio de una cruzada militar, prefiriendo crear formas no violentas de relación con ellos y poderles comunicar así el mensaje del Evangelio.

La intención de Francisco al ir a tierras de misión es encontrar el martirio como testigo del Evangelio. Por eso, antes de partir para Oriente, se despide de sus hermanos: «Prestemos atención todos los hermanos a lo que dice el Señor: "Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian", pues nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo al que lo entregaba y se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron. Son, pues, amigos nuestros todos los que injustamente nos causan tribulaciones y angustias, sonrojos e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; y los debemos amar mucho, ya que por lo que nos hacen obtenemos la vida eterna» (1R 22,1-4).

Sin embargo la experiencia le hará cambiar de opinión, pues el martirio sólo puede conseguirse a cambio de una predicación polémica y ofensiva contra los seguidores de Mahoma, y este modo de actuar no es el propio de Francisco. [Creo que no hace falta demostrar que Francisco no era un hombre polémico y que, por tanto, no le iba el enfrentamiento con nadie. Su opción menor le impedía ver en los demás un enemigo al que combatir; basta ver el contenido pacificador de todos sus sermones].

El capítulo XVI de la Regla de 1221, aun manteniendo ese espíritu de disponibilidad hasta el martirio si hace falta, es un ejemplo de presencia misional entre infieles:

«Dice el Señor: He aquí que os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Así, pues, cualquier hermano que quiera ir entre sarracenos y otros infieles, vaya con la licencia de su Ministro y siervo. Y el Ministro déles licencia y no se la niegue, si los ve idóneos para ser enviados; pues tendrá que dar cuenta al Señor si en esto o en otras cosas procede sin discernimiento.

»Y los hermanos que van, pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos modos. Uno, que no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda criatura por Dios y confiesen que son cristianos. Otro, que, cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la Palabra de Dios para que crean en Dios Omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y hagan cristianos, porque, a menos que uno renazca del agua y el Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios» (1R 16,1-7).

Esa presencia provocativa entre los sarracenos, con el fin de encontrar el martirio, es silenciada en favor de esa otra servicial y menor, propia de los hermanos [El P. Esser apunta muy acertadamente si el uso de la preposición «entre» en vez de «a» en la frase ir entre los sarracenos y otros infieles de las dos Reglas es casual o encierra una intencionalidad de encarnación en el propio medio cultural]. La advertencia evangélica sobre la prudencia y la simplicidad con que encabeza el capítulo da a entender que la conducta de los hermanos en tierras de misión no puede ser alocada e imprudente, aunque sea con la noble finalidad de encontrar el martirio, sino que tienen que vivir su fe cristiana teniendo en cuenta la realidad y permaneciendo abiertos y sensibles a los signos de los tiempos. Solamente entonces será necesario anunciar de palabra el Evangelio, ofreciendo la posibilidad de que los demás lo puedan aceptar libremente.

El fragmento de la Regla bulada que estamos analizando elimina esta forma de presencia testimonial, limitándose a dar unas normas a los hermanos que van entre infieles sobre el procedimiento a seguir. La decisión de ir entre los sarracenos, por cuanto supone un riesgo de martirio, es una llamada especial de Dios que no se puede imponer ni manipular. Por eso, la función del Ministro es simplemente la de discernir sobre su autenticidad, actuando en consecuencia (1R 16,4). El apoyo organizativo que había recibido, por parte de la Curia, esta aventura misionera, hacía cada vez más improbable el hecho del martirio; por eso se tiende, poco a poco, a espiritualizarlo, convirtiéndolo en un acercamiento testimonial y doloroso hacia Cristo crucificado (1Cel ; LM 9,9).

2. Además: impongo por obediencia a los ministros que pidan al señor papa un cardenal de la santa Iglesia romana que sea gobernador, protector y corrector de esta fraternidad; para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos.

La sucesión, dentro de un mismo capítulo, del tema de las misiones y la petición de un cardenal protector tienen, además de los nexos teológicos antes apuntados, una conexión lógica para Francisco, ya que su institucionalización fue inmediatamente después de su regreso de Oriente Giano, Crónica, 14). El cardenal protector, como figura jurídica, parece ser una innovación de la Fraternidad franciscana, aunque en la Regla hugoliniana para las Clarisas de 1218-1219 ya se dice que «al morir el cardenal o el obispo de la Iglesia romana encargado especialmente de vosotras, debéis procurar solícitamente pedir siempre que el Señor Papa nombre otro de entre sus hermanos (los cardenales), al cual podáis recurrir sobre todo, en caso de necesidad, por medio del visitador o por un mensajero propio. La Orden del Espíritu Santo de Saxia, aprobada en 1200, ordena también la petición al Papa de un cardenal que sea visitador y protector de la casa central de Roma; no obstante, existen serias dudas sobre la autenticidad del texto que aparece en Migne.

La figura del cardenal protector, en este caso concreto de Hugolino de Ostia, por cuanto en las mismas fuentes aparece ya controvertida, resulta también polémica a la hora de enjuiciarla los estudiosos. Según E. Pasztor; la representación de las relaciones Francisco-Hugolino en la Vida I de Celano no encuentran confirmación en las fuentes sucesivas. Salvo el encuentro en Florencia, donde el cardenal prohibió a Francisco continuar su viaje a Francia, que traen todas las fuentes, sólo el grupo de los Tres Compañeros y el Anónimo Perusino recuerdan su mediación ante el Papa en la aprobación de la Regla y el nombramiento como cardenal protector (TC 62; AP 44). Los demás no ofrecen una imagen de Hugolino, admirador benévolo de Francisco, pero que no interviene en la evolución de la Fraternidad. [De las fuentes no se deduce de quién partió la iniciativa; mientras Giano y Celano dicen que fue el propio Francisco quien pidió al Papa un cardenal que hiciera sus veces y con el que pudiera hablar cuando tuviera necesidad, les escuchara y resolviera sus problemas y los de la Orden (Crónica, 14; 2Cel 25), los Tres Compañeros hablan de un ofrecimiento del propio cardenal con el fin de aconsejarles, ayudarles y protegerles (TC 61). No obstante ambas fuentes son conciliables, ya que se podría tratar de un primer contacto -según los TC- que cuajará después en una institucionalización].

Esta doble visión da pie a que los estudiosos aborden la figura del cardenal protector desde ángulos diversos. ¿Fue Francisco el que pidió para la Fraternidad la presencia de un cardenal protector con todas sus atribuciones o fue, más bien, la Curia romana la que lo impuso como condición para que el grupo entrara a formar parte de la institución eclesial?

En general, se había admitido siempre como posesión pacífica el hecho de que había sido Francisco el primero en adelantarse a la Curia para que se le concediera un cardenal protector. P. Sabatier, desde una situación científicamente más crítica y vitalmente antirromana, vio la necesidad de interpretar las fuentes subrayando el condicionamiento que supuso para el carisma de Francisco la intervención de la Curia romana, hasta el punto de convertir un grupo o Fraternidad carismática en una Orden homologable por su estructura a las ya existentes dentro de la institución eclesial.

Basándose en las fuentes más propensas a magnificar la figura de Hugolino, sobre todo la I de Celano, el P. Esser defiende, desde una posición claramente antisabatieriana, la iniciativa de Francisco a la hora de pedir a la Curia un cardenal protector. Los motivos que aduce son de simple fidelidad a la Iglesia romana y la comprensión, por parte de Hugolino, del carisma franciscano.

Posteriormente, en mayor o menor grado, casi todos los estudiosos se han alineado en alguna de estas dos tendencias. A mi modo de ver, la diferencia radica en el contexto histórico en el que se colocan y tratan de interpretar las fuentes. Indudablemente, leídas de forma aséptica, todas las que narran el hecho hacen partir de Francisco la iniciativa de pedir a Hugolino como protector; sin embargo, analizando la conducta de la Curia romana frente a los nuevos movimientos que se le acercaban a pedir su aprobación, se comprende que la función de Hugolino como protector de la Fraternidad estuviera encaminada a controlar su evolución, de modo que no cayese en las redes de la herejía.

La misión del cardenal, por tanto, respondía a la política curial de la que Francisco no podía escapar si quería formar parte de la institución eclesial, aunque ello supusiera la presencia de una autoridad que condicionaba, por serle extraña, la organización jurídica y legislativa de la Fraternidad. En esto reside el drama de Francisco, en necesitar de la Iglesia para vivir su carisma y comprobar, a la vez, que las formas institucionales en que la Curia la va cristalizando no responden al concepto de «Vida» que le había revelado el Señor. [Tanto Schmucki como Manselli son partidarios de la tesis antisabatieriana de que no fue la Curia quien condicionó la evolución de la Orden hacia unas formas que contrastaban con la forma de vida intuida por Francisco, sino que fue la propia dinámica interna de la Fraternidad, al asumir la incorporación de una mayoría de clérigos e intelectuales, la que determinó la estructura de la Orden].

Puestas así las cosas, el problema cambia; puesto que, en definitiva, no se trata tanto de saber de quién partió la iniciativa cuanto de comprobar si, efectivamente, Hugolino controlaba como cardenal protector -es decir, como representante de la Curia- el desarrollo de la Fraternidad hasta encauzarla y colocarla dentro de las coordenadas políticas utilizadas por Roma en la estructuración de los nuevos movimientos religiosos.

Las relaciones de Hugolino con Francisco aparecen ya desde el principio marcadas por cierto tinte autoritario, al prohibirle que se desplace a Francia porque la situación de la Fraternidad en la Curia es difícil. Solamente cuando haya dejado dos vicarios que aseguren su representación al frente de la Fraternidad, podrá irse a Oriente. Los sucesos ocurridos durante su ausencia no pudieron pasar desapercibidos a Hugolino [Es demasiada casualidad que las normas dadas por los seniores coincidieran con las tendencias rigoristas de Hugolino, tal como aparecen en la Regla que redactó por aquellas fechas para las Clarisas. Respecto al privilegio conseguido por Fr. Felipe es imposible que lo obtuviera sin el consentimiento del Cardenal, puesto que éste era el responsable inmediato de las monjas]; sin embargo, sólo se arreglaron cuando volvió Francisco y forzó la solución. A raíz de esto, aparecen una serie de hechos que no aclaran del todo la pretendida iniciativa de Francisco al pedir a Hugolino como protector, ni la desinteresada condescendencia de éste al admitir el cargo.

Si, según las fuentes, la institución del protector se hizo inmediatamente después de volver Francisco de Oriente porque lo creía fundamental para la estabilidad de la Orden, ¿como es que no aparece en la Regla de 1221? Si se le urgió la composición de una Regla para que la Fraternidad tuviera una estructura jurídica y pudiera ser aprobada por la Curia, ¿por qué no se aceptó la de 1221 y se prefirió redactar otra más negociada en la que tuviera parte el mismo Hugolino, como representante de la Curia, y los Ministros? ¿Qué otros motivos hubo, además de su quebrantada salud, para la dimisión práctica de Francisco del cargo de general al frente de la Fraternidad? Todos estos interrogantes ponen en entredicho la petición ingenua de Francisco para que se concediera un cardenal que hiciera las veces del Papa en la Fraternidad «para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos».

Hugolino, además de ser amigo de Francisco y su Fraternidad, era un cardenal de la Curia consciente de su responsabilidad en la marcha del engranaje político de la Iglesia romana; por eso no es de extrañar que tratara de adaptar el carisma de Francisco al plan global que la Curia estaba llevando en relación con los movimientos pauperísticos y religiosos de entonces. En este sentido Hugolino, como cardenal protector, tenía que asegurar el control de la Fraternidad para hacer posible su permanencia dentro de la Iglesia, cosa que Francisco debió comprender y admitir, aunque ello supusiera una remodelación de su carisma que no coincidía con el proyecto original.

Las atribuciones que le da la Regla al cardenal son las de gobernar, proteger y corregir la fraternidad; prácticamente los mismos que aparecen en el Testamento, donde el cardenal de Ostia es el señor, protector y corrector de toda la Fraternidad (Test 33). El papel que tuvo en la evolución de la Fraternidad es importante, no sólo en calidad de protector, sino posteriormente como cabeza de la Iglesia de Roma. [Basta ver las distintas bulas e intervenciones en favor de la Orden. Los biógrafos y cronistas también reflejan la importancia de esta figura: 1Cel 73 y 99-101; 2Cel 25; TC 61; J. de Giano, Crónica, 14]. Sin embargo para Francisco, la figura del cardenal protector va más allá de su importancia jurídica, ya que representa la concretización, con todas sus ventajas e inconvenientes, de la Iglesia romana a la que poder obedecer y tener la garantía de que su opción evangélica en pobreza y humildad se realiza dentro de los cauces eclesiales, único lugar donde es posible el encuentro con el Señor.

CONCLUSIÓN

Después de haber analizado el contenido de la Regla ya no es posible preguntarnos, como hacíamos al principio, si contiene el carisma de Francisco en su forma más madura o, por el contrario, está devaluado por los condicionamientos jurídicos de la Curia. La pregunta debe ser, más bien, esta otra: ¿Cómo está formulado y qué representa dentro de las corrientes religiosas que estaban fraguando en la Iglesia a principios del siglo XIII?

La Regla de 1223 es la expresión de una Fraternidad que, inspirada por el carisma de Francisco, ha tratado de organizarse y encontrar su identidad dentro del cuadro religioso de la Iglesia. Indudablemente su búsqueda hasta llegar a esta concretización fue larga y dificultosa, pero ofrece la posibilidad de seguir el proceso que experimentó el carisma de Francisco a través de esta transformación. Las reglas son formas de objetivar, en un momento determinado, la «Vida» que intuyó Francisco y que la fraternidad hace suya en un tiempo concreto. Por eso no es lo mismo -no puede ser lo mismo- el Propositum de 1210 y la Regla de 1223. Y no lo es por la sencilla razón de que la Fraternidad no era tampoco la misma ni tenía la misma significación dentro de la sociedad y de la Iglesia. El modo de percibir la evolución sería analizando las distintas redacciones de la regla hasta llegar a la de 1223. Pero como sólo disponemos de la redacción de 1221, la comparación tiene que hacerse, necesariamente, entre estas dos.

A pesar de estar redactada después de volver Francisco de Oriente, la Regla de 1221 conserva el frescor de la Vida según la forma del santo Evangelio que provocó y aglutinó a la primitiva Fraternidad. Su referencia a vivir una pobreza itinerante enraizada en los movimientos religiosos laicales, donde el trabajo manual y la limosna son la base económica del grupo, explica que la Fraternidad vive todavía dentro de un marco de libertad sin demasiados condicionamientos eclesiástico-clericales. No es que rehúsen estar dentro de la Iglesia; su ida a Roma para que se les aprueba esta forma de vida da a entender que querían estar dentro de ella, pero desde una situación de minoridad laica, con todo lo que ello comporta.

El crecimiento de la Fraternidad y su mayor peso dentro de la sociedad en que actuaban y de la misma Iglesia condicionaron el modo de vivir el carisma original. Se necesitaban normas que la defendieran del peligro de autodestrucción y fijaran unos límites a su identidad. Además, su incorporación a los cuadros de la Iglesia tenía como contrapartida la aceptación de leyes y formas de organización que limitaban su capacidad de estructurarse según el proyecto original. Por eso en la Regla de 1221 se encuentran mezcladas actitudes de una Fraternidad más simple y sin demasiados condicionantes, con otras de mayor preocupación por controlar situaciones abusivas que ponían en peligro su misma coherencia. Esta Regla ofrece el primer tirón evolutivo que sufrió la Fraternidad en su esfuerzo por acomodarse a una realidad socioeclesial que se le imponía como un reto a su supervivencia. El aceptarlo supuso tener que vaciar el carisma en unas formas que no habían sido pensadas en principio.

La Regla bulada de 1223 representa el momento en que la Fraternidad tiene que optar por su incorporación oficial a la Iglesia de Roma, adoptando los cuadros estructurales que se le exigen para tal fin. Por ello, en cierto modo, rompen con la corriente de los movimientos pauperistas laicos para incorporarse a una tradición «regular» que es la única que se les permite como Orden aprobada. Francisco era consciente de eso y aceptó la prueba de tener que transformar su intuición original, basada en la forma del santo Evangelio, en una forma de vida tendente a identificarse, cada vez más, con la formas de vida religiosa de tradición eclesiástico-regular.

De la Regla de 1223 podemos decir que contiene el carisma de Francisco tal como era posible en una Fraternidad que había decidido integrarse en los cuadros eclesiásticos. Lo cual no supone ignorar que esta opción supuso la renuncia a una forma de vida que Francisco había intuido como posible y que la Fraternidad, en sus primeros años, la encarnó en cierto modo, tal como aparece en la Regla de 1221.

[En Selecciones de Franciscanismo, n. 75 (1996) 376-404; n. 77 (1997) 226-241; n. 78 (1997) 453-473; n. 79 (1998) 22-38; n. 80 (1998) 211-226; n. 81 (1998) 379-400; y n. 82 (1999) 93-112].

 


Volver