DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


EL EVANGELIO DE SAN FRANCISCO:
POBREZA Y ALEGRÍA

por Victoriano Casas García, OFM

 

Evangelario Aproximarse a Francisco de Asís y al movimiento franciscano, que de él parte, es quedar gozosamente conmovido al encontrarse con una de las cimas más transparentes del Evangelio, acogido y escuchado, vivido y actuado, anunciado y proclamado.

La vida de este hombre pequeño, Francisco, fue corta en el tiempo: cuarenta y cuatro años (1182-1226). Con todo, fue tan intensa y tan genuina que él marcó para siempre, con su originalidad, integridad y vitalidad, la espiritualidad cristiana. Al tratarse aquí de una experiencia, no es fácil describirla, pero lo que sorprende en él es la radical armonía entre la escucha del Evangelio, la vida según el Evangelio y su anuncio tanto a cristianos como a no cristianos.

Con apenas veinticinco años, un día, participando de la Eucaristía en la capillita de Santa María de los Ángeles, la Porciúncula, en Asís, él se sintió, a la vez, visitado y fulminado por el Evangelio: «No os procuréis oro, ni plata, ni calderilla... ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón... Al entrar en la casa, saludadla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz...». Este tesoro y esta perla poblaron de tal gozo el corazón y la vida de este joven inquieto, que exclamó: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica».[1]

Como un grano de mostaza se fue alzando en él este germen de Evangelio a lo largo de su vida. Ya al final de ella, echando una mirada retrospectiva a todo el camino andado, escribe en su Testamento: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo lo hice escribir en pocas palabras y sencillamente y el señor papa me lo confirmó».[2] Con esta noticia y propuesta abre Francisco la Regla de los Hermanos Menores: «La regla y la vida de los Hermanos Menores es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad» (2 R 1,1).

Pocos son los escritos de Francisco; sin embargo, todos ellos se encuentran adornados de textos, sobre todo, del Evangelio. Él no fue un estudioso, y por eso su acercamiento a la sagrada Escritura no fue desde la mentalidad del que investiga para dominar, sino desde la del creyente que busca con humilde y confiada paciencia la voluntad de Dios. Esta fue su actitud constante a lo largo de su vida: «Nunca fue oyente sordo del Evangelio sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza».[3] La hermenéutica bíblica de Francisco es existencial, es decir, vuelta a la praxis y a la experiencia.

En los comienzos de su conversión él no tuvo interés por predicar y tanto menos por reformar la Iglesia. Su preocupación central fue descubrir lo que Dios quería de él. Francisco ciertamente preguntó y buscó, con todo la única respuesta que aquietó sus aspiraciones la encontró en el Evangelio. Con los brazos abiertos y el corazón desnudo y pobre él se situó ante el Evangelio, escuchándolo, meditándolo, asimilándolo, sin predeterminarlo, sin discriminarlo, sino con sencillez, como los niños. La revelación del Evangelio para él es la persona de Cristo, su vida, su comportamiento, y seguidamente lo que Él enseñó y mandó a sus discípulos. Aquí residen la armonía y la globalidad evangélicas de la experiencia de Francisco. Es lo que él confesará al final de su vida, en la «Última voluntad» dirigida a Clara y a sus hermanas: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin» (UltVol 1).

El despojamiento, la kenosis, el rebajamiento de Cristo es lo que ha tocado el corazón de Francisco. Haciéndose hombre, ésta fue la condición que asumió Jesús, el Señor. Y ésta es la motivación para la pobreza radical de Francisco y sus hermanos: «Y, cual peregrinos y forasteros en este mundo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad, vayan por limosna confiadamente. Y no tienen por qué avergonzarse, pues el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo».[4]

Fue su identificación con Cristo lo que llevó a Francisco a una vida según el Evangelio. El anuncio y el testimonio de esta experiencia lo convirtió en un hombre del Evangelio. Su penetración de Cristo fue tan incomparable que nadie como Francisco en transmitirnos la memoria y la imagen pura de Jesús. Acercándonos a este hombre evangélico tenemos en verdad la fuerte e indeleble impresión que es a Cristo a quien encontramos. En Francisco se renovó para el mundo la presencia transparente y diáfana de Cristo. Francisco no puede ser entendido sino desde Jesús. Cristo lo poseyó de tal modo que se convirtió en un símbolo vivo y cercano de Él. La comunión de fe, de vida y de obediencia llevó a Francisco a experimentar lo escrito por el apóstol: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).

La ternura y la imaginación aguda de G. K. Chesterton hicieron que escribiese: «Mientras siempre pareció cosa natural explicar a san Francisco a la luz de Cristo, no se les ha ocurrido a muchos explicar a Cristo a la luz de san Francisco. Acaso la palabra "luz" no sea aquí metáfora propia; pero idéntica verdad se implica en la metáfora corriente del espejo. San Francisco es espejo de Cristo un poco como la luna es espejo del sol. La luna es mucho menor que el sol pero también está mucho más cerca de nosotros; y, siendo menos brillante, resulta más visible. En idéntico sentido san Francisco se halla más próximo a nosotros; y, siendo un simple hombre como nosotros, resulta así más imaginable».[5]

Francisco propone a todos el Evangelio como fundamental y constante norma de vida. Así a los Hermanos Menores: «... para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente prometimos» (2 R 12,4). Así a Clara y a sus hermanas: «Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey Padre celestial y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo dispensaros siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, y como a ellos, un amoroso cuidado y una especial solicitud» (FVCl). A los seglares que desean vivir este camino, él los introduce en el Evangelio: «Puesto que soy siervo de todos, a todos estoy obligado a servir y a suministrar las odoríferas palabras de mi Señor» (2CtaF 2). El Evangelio, escuchado y aceptado, es capaz de cambiar y transformar la vida. Esto es lo que han de testimoniar también los seglares franciscanos: «Somos madres (del Señor) cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a la luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 53).

El encuentro con Dios, sumo bien, suficiencia del hombre

Ser rico o ser pobre depende de las condiciones sociales, diversas según los tiempos y los lugares de la tierra. Cuando la pobreza es absoluta, faltando los medios para subsistir, se camina hacia la muerte. Hay por lo mismo grados y niveles de riqueza y de pobreza. En general, pobreza quiere decir carencia de bienes, de los que disponer como propiedad, como placer, como consumo, como medio de trabajo. El grado efectivo de pobreza tiene sus consecuencias: inseguridad económica, disminución o pérdida del influjo social, etc. Forman parte del fenómeno de la pobreza todas las insuficiencias a las exigencias de la vida: falta de formación, debilidad, falta de libertad, aislamiento, indefensión... La pobreza es señal de un mundo turbado por el mal y necesitado, por lo mismo, de salvación.

En la eliminación de la pobreza concreta, que depende de las condiciones sociales, cuenta el compromiso y la lucha contra la pobreza, mal no querido por Dios. La preocupación de los cristianos por los necesitados es la señal viva de su acogida de Cristo, del que los pobres son sacramento (Mt 25,31-46). A los pobres que aceptan libremente ser pobres, Cristo ha prometido la dicha del Reino de Dios (Mt 5,3; Lc 6,20). Ser pobre y vivir pobre es lo que en verdad posibilita la postura justa y acertada para acoger el Reino de Dios. Francisco fue un rico al que Dios, Sumo Bien, hizo pobre en este mundo. Francisco se descubrió con las manos vacías ante Dios. Ante Él, este joven rico aprendió a renunciar a su vivir orgulloso, autosuficiente. Su sometimiento gozoso le llevó a reconocer a Dios, hasta ahora ciertamente para él Desconocido como «todo bien, bien total, verdadero y sumo bien... el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce» (1 R 23,9). Es a este Dios gratuito, que invade de gozo y de fiesta el corazón del hombre, al que canta Francisco rescatado: «Tú eres toda nuestra riqueza a saciedad» (AlD 4).

La riqueza y juventud de Dios hacen pobre a Francisco

Borgianni: Trinidad En tiempo de Francisco existían movimientos cristianos que elegían la pobreza como forma de vida. Sin embargo, Francisco y sus hermanos están libres de la tristeza que muestran estos grupos heréticos. El gozo de Francisco y de sus compañeros no manifiesta tanto el estado de su «yo», que ha sido de renuncia, pobreza, abnegación, crucifixión con el Crucificado, cuanto su sentirse y saberse reconciliados, llenos de un sentimiento de familiaridad y compasión universales con todo y con todos, ya que la conversión -el hacer penitencia para acoger al Dios de la absoluta novedad, riqueza y juventud- es una actitud que limpia al hombre de toda agresividad y lo hace hermano de todos con el corazón bondadoso y generoso de Dios.

La impresión que Francisco y sus hermanos ejercen sobre los hombres de todo tiempo es la de una felicidad y gozosa paz, que caracterizan su búsqueda, acogida y adoración de Dios en la fraternidad: «Al despreciar todo lo terreno y al no amarse a sí mismos con amor egoísta, centraban todo el afecto en la comunidad y se esforzaban en darse a sí mismos para subvenir a las necesidades de los hermanos. Deseaban reunirse, y reunidos se sentían felices...»; a causa de la pobreza estaban siempre serenos, libres de toda ansiedad y preocupación, sin afanarse por el futuro...[6]

Francisco, acogiendo la Palabra viva de Dios, descubre la preferencia que Él muestra por los pobres: «¿En quién voy a fijarme? En el humilde y contrito que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2; cf. SC 8). Francisco elige, pues, la pobreza porque así se lo ha revelado el Altísimo, al escuchar el Evangelio: «Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo... Nada llevéis en el camino... Aquel que quiera venir detrás de mí, niéguese a sí mismo...» (Mt 19,21; 10,9.10; 16,24). Esto es lo que declaró y propuso a sus hermanos: «Hermanos, ésta es nuestra vida y regla y la de todos los que quisieran unirse a nuestra compañía» (TC 29).

Francisco no se hace pobre porque ha visto a otros que son pobres, sino porque esto es lo que oyó de Cristo y el modo de vida que Él eligió. Por eso, la pobreza franciscana no es, en primer lugar, un ejercicio ascético, sino la unión vital con Cristo, la aceptación de la comunión de sentimientos y de vida con Él, continuando en la historia su presencia salvadora. Esta es la experiencia y la palabra que Francisco deja a sus hermanos, antes de morir, en el Testamento: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio».[7]

Conmovido y seducido por la pobreza de Cristo pobre

Los movimientos pauperistas del tiempo de Francisco veían el paradigma de su vida pobre en la vida de los apóstoles y la de la primitiva comunidad de Jerusalén. Francisco tenía ante sus ojos, sobre todo, la vida pobre de Cristo pobre. Esto es lo que conmovió e impresionó a este joven burgués y rico. Lo «alcanzó» (Flp 3,12) tanto que en él produjo un profundo sentimiento de participación emocional y cordial. Un día Francisco estaba comiendo con sus hermanos. Uno de ellos empezó a hablar de la pobreza de Cristo y de su Madre bendita. Francisco se sintió tan hondamente conmovido, que se levantó de la mesa, se sentó en el suelo y llorando continuó comiendo su mendrugo de pan.[8]

Jesús no es sólo el Mesías de los pobres. El Cristo es verdaderamente pobre. La pobreza no puede separarse de la persona, de la vida y de la acción salvadora de Cristo. La santa pobreza emerge por encima de todas las demás virtudes, al tiempo que es su fundamento, ya que «el mismo Hijo de Dios, "el Señor de las virtudes y el Rey de la gloria", sintió por ella una predilección especial, la buscó y la encontró "cuando realizaba la salvación en medio de la tierra"».[9]

Cristo pobre cautivó el pensamiento de Francisco. A lo largo de su vida él se entregó a vivir según el ejemplo suyo. «Por eso, el bendito Francisco, como verdadero imitador y discípulo del Salvador, en los comienzos de su conversión se entregó con gran amor a la búsqueda de la santa pobreza, deseoso de encontrarla y decidido a hacerla suya» (SC 4). Francisco se mueve plenamente en sus sentimientos desde los sentimientos de Cristo Jesús pobre y despojado (Flp 2,5-8). No ha sido una teología sistemática, reflexionada y ofrecida por él, sino el encuentro personal y determinante con Cristo lo que ha llevado a Francisco a vivir y a enseñar así. Desde el espíritu y la vida de Cristo, la pobreza evangélica despliega todo su significado y sentido histórico y salvífico. Lo que a él le ha sido revelado como «forma de vida», él lo ofrece a sus hermanos como experiencia a hacer: «... cual peregrinos y forasteros en este mundo, que sirven al Señor en pobreza y humildad... no tienen por qué avergonzarse, pues el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo. Esta es la excelencia de la altísima pobreza, la que a vosotros, mis queridísimos hermanos, os ha constituido en herederos y reyes del reino de los cielos, os ha hecho pobres en cosas y os ha sublimado en virtudes. Sea ésta vuestra porción, la que conduce a la tierra de los vivientes. Adheridos enteramente a esta pobreza, hermanos queridísimos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, jamás tengáis otra cosa bajo el cielo».[10]

Con una desconcertante frescura nos sorprende en la vida de Francisco la iniciativa de Dios. La fuente inagotable, invisible y, a la vez, deslumbrante, de su vocación, de su invitación y de su inaudito protagonismo es el corazón abierto de Dios amor, de Dios salvador y de Dios señor y dador de vida. Francisco sabía que lo más que le puede pasar a un hombre se llama Dios. Fue Él el que lo llamó por su nombre. Fue Él quien primero lo amó. Francisco estaba inundado del sol nuevo de aquella mañana que se alzó en su vida torturada y perdida cuando él se decidió a responder gozosamente a Aquel que lo llamaba: «De muy buena gana lo haré, Señor» (TC 13). La conciencia que él tiene de sí mismo y de sus hermanos es de que «para esto os ha enviado el Señor Dios al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay otro omnipotente sino Él» (CtaO 9). Francisco, antes rico y elegante, ahora andrajoso y feliz, permanece fiel a su identidad de ser voz de Cristo, su mensajero, su heraldo, también cuando los ladrones lo encuentren cantando por el bosque en lengua francesa alabanzas al Señor. Él, como hombre que ha nacido otra vez, responde: «Soy el pregonero del gran Rey», y «sacudiéndose la nieve, de un salto se puso fuera de la hoya, a donde lo habían arrojado, y, reventando de gozo, comenzó a proclamar a plena voz, por los bosques, las alabanzas del Creador de todas las cosas».[11]

El encuentro con Jesucristo fue tan conmovedor que la vida de Francisco anduvo al ritmo de la juventud de Dios. Esta fuente de agua viva, que le fue dada gratis (Jn 4,10.14), hizo que él y sus hermanos se percibiesen como «un nuevo y pequeño pueblo», que se siente contento con tener solamente a Jesucristo, Altísimo y Glorioso (EP 26). Tal es su contento que no quiere tener ninguna otra cosa bajo el cielo, al haber elegido él y sus hermanos la dicha y bienaventuranza de la altísima pobreza, que es la persona de Jesucristo, exclusivamente y para siempre (2 R 6,2-7). La felicidad de este hombre pobre lo convierte a él y a sus hermanos en «juglares de Dios, el Señor», capaces de cantar desde la Palabra de Dios todas las demás palabras, descubiertas y oídas en el misterio de las criaturas y en el corazón de los hombres, a los que desean, como única recompensa, que acepten la dicha de vivir en la conversión sincera, abiertos al gozo espiritual.[12]

Menores y pobres, conviviendo entre los despreciados y débiles

Ser pobre y vivir pobre significa no considerarse ni colocarse como centro. Quien retiene la propia voluntad como propiedad inalienable se enaltece hasta el punto de considerarse autosuficiente. La experiencia y enseñanza fundamental de Francisco es: Todo bien es propiedad de Dios. Dios realiza el bien y lo manifiesta por medio del hombre, su instrumento. El corazón de la pobreza franciscana es un acontecimiento que se da en lo íntimo del hombre, referido a su encuentro fascinante con la zarza ardiente de Dios (Ex 3). Restituir todo a Dios es reconocer en todo y siempre el reinado de Dios en nuestra existencia; es la rica y feliz experiencia de despojamiento y pobreza. Todo es don de Dios, también nosotros mismos y nuestros hermanos los hombres. El Altísimo, Señor Dios, es quien dice y hace todo bien (Adm 7,4; 8,3).

Hay un aspecto determinante de la pobreza franciscana, que pide no únicamente ser pobre o hacerse pobre, sino vender todo lo que uno tiene, distribuyéndolo a los pobres. Es la condición para formar parte de la fraternidad franciscana: «Si algunos quieren tomar esta vida y vienen a nuestros hermanos... díganles las palabras del santo Evangelio: que vayan y vendan todo lo suyo y procuren distribuírselo a los pobres» (2 R 2,1.5). El cumplimiento personal del sentido de la pobreza evangélica pasa por el cuidado y la preocupación por los pobres, es decir, el amor a los necesitados es condicionante del tomarse en serio la llamada de Cristo pobre (Mt 19,21).

El despojamiento y la desnudez espiritual es ciertamente exigencia de la pobreza. Elegir la pobreza, entregar todo lo que uno tiene como propio lleva a Francisco evidentemente a pedir a los hombres con una gran formación científica que desean entrar en la Fraternidad franciscana, el renunciar a su ciencia para seguir a Cristo pobre y crucificado en la desnudez de su cruz (cf. 2 Cel 194). Francisco no es un hombre de ciencia, es decir, no se expresa con el lenguaje de la mediación cultural. Para él la sabiduría está personalizada, no siendo por lo mismo ni una doctrina ni una conclusión de la misma, ya que en este caso sólo los doctos y cultos la poseerían, mientras que los simples no tendrían jamás acceso a ella. La sabiduría para Francisco es más bien una relación con la persona de Jesús, el Hijo de Dios, es tenerlo incrustado en la médula y los huesos, es estar vestido de Él. Esto no se realiza en el plano del puro conocimiento, sino acogiendo y recibiendo el cuerpo y la sangre de Cristo y actuando el bien mediante la conversión (cf. lCtaF II,8; 2CtaF 67).

Ser pobre es vestir pobremente (Test 16-18). El pobre, a diferencia del rico, propietario, no tiene otro recurso para vivir sino el propio trabajo. Francisco trabaja con sus manos y quiere que todos los hermanos hagan igual. Cuando falte el trabajo, recurran a la limosna: «Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en algún oficio compatible con la decencia. Los que no lo saben, que lo aprendan... Y cuando no nos den la paga del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 20-22). En verdad, Dios es el gran limosnero. En sus manos nos encontramos. Es Él quien nos convida a su mesa generosa. Los hermanos pueden usar los instrumentos convenientes a su trabajo: «Y puedan tener las herramientas e instrumentos convenientes para sus oficios» (1 R 7,9).

En los comienzos de la Fraternidad, cuando eran muy pocos, los hermanos no tenían vivienda estable. En su vida de predicadores ambulantes hallaban refugio donde podían: puertas de entrada de las ciudades, casas de campo o abandonadas y, con predilección, las iglesias: «Y bien gustosamente permanecíamos en iglesias. Y éramos indoctos y estábamos sometidos a todos» (Test 18-19). Al aumentar el número de hermanos considerablemente, se hubo de introducir el noviciado y el estudio; la nueva relación de obediencia en las fraternidades exigía tener casas, pero sin establecerse en ellas como si fuesen de su propiedad: «Guárdense los hermanos de recibir en modo alguno iglesias, moradas pobrecillas, ni nada de lo que se construye para ellos, si no son como conviene a la santa pobreza que prometimos en la Regla, hospedándose siempre allí como forasteros y peregrinos» (Test 24).

Menores y pobres entre los pobres, han de sentirse contentos de convivir con los más queridos por Cristo, su imagen humillada y despreciada: «Y deben gozarse (los hermanos) cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos» (1 R 9,2). Sin embargo, han de esforzarse por ayudarlos y socorrerlos: «Los hermanos, en caso de evidente necesidad de los leprosos, pueden pedir limosna para ellos» (1 R 8,10). Los hermanos han de discernir cómo ayudar en cada caso a los pobres con los medios de que disponen. Tener misericordia y compasión de los pobres implica un compromiso de lucha contra la pobreza impuesta. Son determinantes las palabras de Francisco ante una situación puntual: «Es necesario, hermano (dijo a su compañero ante un pobre que se encontraron en el camino), que devolvamos el manto al pobrecillo, porque le pertenece. Lo hemos recibido prestado hasta topar con otro más pobre que nosotros» (2 Cel 87).

El Franciscanismo, a lo largo de sus siglos de historia, ha desarrollado su compromiso con los pobres de múltiples modos: desde la fundación de los Montes de piedad, especie de bancos para préstamo de dinero a los pobres en condiciones accesibles para ellos, hasta las numerosas fundaciones de hermanos y hermanas de la Tercera Orden Regular, sobre todo en los siglos XIX y XX, volcados en trabajos asistenciales a los débiles, marginados y enfermos.

La pobreza para los Franciscanos ha sido en la historia la dolorosa crux fraternitatis. Las controversias acerca del «vivir sin nada propio» (2 R 1,1) surgían de la concepción de que aquí se trataba de una exigencia de carácter jurídico de un precepto, cuya violación o cuyo cumplimiento se podían verificar jurídicamente.

La alegría y generosidad de Francisco

La alegría junto con la pobreza son las dos características espirituales de la concepción franciscana de la vida. Francisco fue un joven «alegre y generoso» (TC 2). La simplicidad es la fuente de donde bebe su agua el gozo profundo y permanente, que es el rostro puro de la alegría. Y Francisco fue un hombre simple, a la vez que dotado de una intensa emotividad: gozaba con una flor, temía ser incomprendido, tenía una sensibilidad extremadamente vulnerable, manifestaba antipatías y simpatías, con gusto se mostraba compasivo y servicial, era siempre veraz y auténtico, dispuesto siempre a dar a todo aquel que le pidiese por amor de Dios. Alegre, jovial, espontáneo en sus reacciones y firme en sus decisiones tomadas.

De carácter apasionado, dominado por la emotividad, fue un ideal-pasión el que unificó todas sus energías emotivas, llevándole al manantial puro de la simplicidad, del que brotaba cristalina y fresca la alegría. Es sensible a los colores y a los vestidos preciosos. En su juventud gustaba con agrado los platos exquisitos. Todavía, despojado, libre y enfermo, antes de morir, desea comer un dulce que le prepara la señora fray Jacoba. Junto a sus manifestaciones de profunda bondad tenía signos de gran ternura.

Tenía su personalidad un rasgo fundamental, que manifestó con frecuencia en su vida: el sentido de lo concreto, que lo hacía alejarse de toda abstracción y de toda evasión, del teorizar y del huir del compromiso. «Y éramos indoctos» (Test 19).

«Lo que me parecía amargo, se me cambió en dulzura de alma y cuerpo»

Subercaseaux: Hospital de leprosos La seducción de Dios, en el encuentro con Cristo pobre, llevó a Francisco a la conversión absoluta. Este acontecimiento radical y determinante produjo en él un cambio de valores, sin causar, con todo, trastorno alguno en la estructura de su carácter. Su emotividad ardiente seguía tan viva; ahora ya unificada y centrada en el ideal-pasión, merced a las revelaciones del Señor y a sus esfuerzos, hace que Francisco se afirme cada día con más seguridad. Un día, estando en el castillo de Montefeltro, «donde a la sazón se estaba celebrando un gran convite y cortejo con ocasión de ser armado caballero uno de los condes..., al enterarse Francisco de que había allí tal fiesta y de que se habían reunido muchos nobles de diversos países, dijo al hermano León: "Subamos a esta fiesta; puede ser que, con la ayuda de Dios, hagamos algún fruto espiritual..."; lleno de fervor y espíritu, se subió a un poyo y se puso a predicar, proponiendo este tema en lengua vulgar: "Es tanto el bien que espero, que toda pena es para mí un placer"» (Ll l). Este tema era una canción de trovadores.

Este sumo bien para Francisco no es un ideal abstracto; es el Dios vivo, del que él oyó su voz ante el Crucificado de San Damián. Este hombre en verdad se siente conquistado, «alcanzado» (Flp 3,12) por Jesucristo. Todos los elementos de su persona entran en un proceso de unificación y de reconciliación. Su emotividad ha sido hondamente afectada y su coraje y espontaneidad le llevan a entregarse a lo que Cristo le va revelando: «Al separarme de los leprosos, aquello que me parecía amargo, se me cambió en dulzura de alma y cuerpo y, después de esto, permanecí un poco de tiempo y salí del siglo» (Tes 3).

Francisco no soportaba las contradicciones. Ahora se siente lleno de gozo cuando lo llaman loco: «Soy el pregonero del gran Rey»; «Descansa, rústico pregonero de Dios», le replican los ladrones (1 Cel 16). Su espíritu se va poco a poco simplificando y purificando, al tiempo que su gozo va creciendo. Él, que era un ambicioso de vanagloria, ahora sólo lo es de pobreza y humildad: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio... Y aquellos que venían a tomar esta vida, daban a los pobres todo lo que podían tener; y estaban contentos con una túnica... Y no queríamos tener más» (Test 14-17). Ya no se preocupa de vestidos preciosos y de platos exquisitos; al contrario, ni siquiera desea juzgar y tanto menos condenar a gente que vive así: «Amonesto y exhorto a todos mis hermanos a que no desprecien ni juzguen a quienes ven que se visten de prendas muelles y de colores y que toman manjares y bebidas exquisitos; al contrario, cada uno júzguese y despréciese a sí mismo» (2 R 2,17). Su sincera bondad ahora se manifiesta como ternura: «Y exponga confiadamente un hermano a otro su necesidad, porque si la madre nutre y quiere a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno querer y nutrir a su hermano espiritual?» (2 R 6,8). Ahora cuenta más el hacer y el vivir evangélicamente que la búsqueda del saber: «... y no se preocupen de hacer estudios los que no los hayan hecho. Aplíquense, en cambio, a lo que por encima de todo deben anhelar: tener el espíritu del Señor y su santa operación».[13]

«Dios, el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce»

Pobreza y alegría están unidas en la experiencia de Francisco al brotar de la misma disposición fundamental de fe ante Dios, el Sumo Bien, suma suficiencia, al que uno se abandona con adhesión personal y, por lo mismo, amorosa. De aquí surge la originalidad de vida y la felicidad franciscana: dichosos en una situación de pobreza, seguros sin apoyo alguno en esta tierra, trabajando sin el agobio de la paga y de la codicia, creando desde el no-poder un orden social y humano nuevos. La coherencia sencilla lleva a vivir la fe en las situaciones diversas del vivir cotidiano. Saberse amado de Dios puebla de gozo el corazón y la vida de Francisco. Felicidad, bien total, dulzura... eso es Dios para Francisco. Dios es suficiente, el resto sobra. Las cosas continúan siendo necesarias para la vida humana, pero han sido, por lo mismo, ya relativizadas. Dios es la felicidad, porque Él es lo más que le puede pasar a uno. Todo lo demás es un añadido. Francisco afirma y canta a cada paso la exclusividad de Dios: «Ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos agrade y deleite, sino nuestro Creador, y Redentor, y Salvador, solo verdadero Dios... el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce...» (1 R 23,9).

Si Dios es el único señor, nadie puede ejercer dominio sobre nadie. Francisco no contempla esto como conclusiones o propuestas ascéticas, sino como evidencias sencillas del Evangelio: «Y nadie sea llamado prior, mas todos sin excepción llámense hermanos menores. Y lávense los pies el uno al otro» (1 R 6,3-4). «Igualmente, ninguno de los hermanos tenga potestad o dominio, y menos entre ellos».[14] El problema y el movimiento de igualdad se forma de abajo arriba mediante un esfuerzo de promoción de uno mismo y de abajamiento de los demás. En la minoridad franciscana el movimiento es «al revés»: de arriba a abajo. Y esto simplemente porque ante la infinita altura del Altísimo, omnipotente, buen señor, todos se sienten pequeños y sin relieve alguno. Desaparecen así los complejos neuróticos de superioridad e inferioridad. Esta inversión de cosas es una exigencia evidente de una fe vivida en simplicidad, realizable, como lo ha mostrado Francisco.

La misma realidad se verifica en la obediencia. Porque Dios es el Señor, su voluntad se convierte en una obsesión para Francisco. La obediencia no es tanto una actitud con vistas a la comunidad, como una actitud en relación con Dios. Es una sensibilidad hacia su gloria y hacia su querer. Siendo esto así, la obediencia no se limita a los superiores, sino que se da allí donde se manifiesta la voluntad de Dios: obediencia de los hermanos unos hacia otros (obediencia fraterna recíproca): «Sírvanse y obedézcanse los hermanos unos a otros de buen grado» (1 R 5,14). Obediencia a toda criatura humana: «... no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos» (1 R 16,6). Obediencia a las criaturas irracionales y a los acontecimientos: «Y ruego al hermano enfermo que por todo dé gracias al Creador; y que desee estar tal como el Señor le quiere, sano o enfermo...» (1 R 10,3; cf. SalVir 16-18).

«El hombre es lo que es ante Dios, y nada más»

No guardar nada para uno mismo, no aparentar lo que uno no es, no buscar estar sobre los demás, reconocer y aceptar las propias carencias, todo esto es señal de una gran libertad interior. El hombre se reconoce y se acepta tal cual es sólo ante la presencia y transparencia de Dios: «cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más» (Adm 19,2). La libertad la vive el hombre en el amor que Dios le tiene y en la obediencia confiada con que se entrega a Él.

Recibirlo todo de las manos de Dios gozosamente, soportarlo todo con paciencia es vivir en la tierra de Dios, felicidad del hombre: «el siervo de Dios no puede saber cuánta paciencia y humildad posee mientras todo le vaya a su gusto. Mas cuanta paciencia y humildad muestra el día en que le contrarían quienes deberían complacerle, tanta tiene y no más» (Adm 13,2-3). El gozo lo transfigura todo, elevándose por encima de todo. Hay gozo en amar cuando se está cerca como cuando se está lejos: «Dichoso el siervo que tanto ama y respeta a su hermano cuando está lejos de él como cuando está con él, y no dice a sus espaldas nada que no pueda decir con caridad delante de él» (Adm 25).

Hay gozo dando no sólo cosas, sino entregándose uno mismo: «... estaba siempre pronto (Francisco) a entregarse por entero a sí mismo hasta agotarse; y daba muy gozosamente cuanto le pedían» (2 Cel 181).

Francisco supo también del gozo de la creación artística, como expresión plástica de su honda y radical experiencia de Dios: el pesebre de la Navidad en Greccio fue para él la ocasión de una de las experiencias de gozo más inolvidables: Francisco estaba «derretido en inefable gozo» (1 Cel 85).

«Muéstrense gozosos en el Señor y alegres y debidamente agradables»

La alegría se vive en la espontaneidad. Francisco soportaba con dificultad la tristeza y la melancolía. El gozo interior no tiene nada que ver con la vanidad, la fatuidad, la frivolidad, las palabras ociosas, sino con la serenidad de un corazón en paz y libre de amargura: «¡Ay de aquel hermano que se deleita en palabras ociosas y vanas y con ellas incita a los hombres a la risa!» (Adm 20,3). Mesura, agrado, alegría gozosa, sin alboroto, son talantes franciscanos: «Guárdense los hermanos de mostrarse tristes exteriormente o hipócritamente ceñudos; muéstrense, más bien, gozosos en el Señor y alegres y debidamente agradables» (1 R 7,16).

El gozo interior y el exterior se alimentan del pan de un corazón puro (cf. LP 120).

El gozo verdadero bebe su agua del manantial de la pobreza y la humildad, antídotos contra el afán de tener, acaparar y acumular: «Donde hay paciencia y humildad, no hay ira ni desasosiego. Donde hay pobreza con alegría, no hay codicia ni avaricia» (Adm 27,2-3).

El gozo se vive en el sufrimiento, por medio del cual el hombre es despojado de sí mismo y hecho libre para vivir en Dios como en su casa de confianza. Desde ahí la muerte no es ya nociva, sino una hermana que hay que esperar y acoger gozosamente como puerta que introduce al hombre en el encuentro definitivo: «Bienvenida sea mi hermana muerte» (2 Cel 217).

«Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas»

Dibujo, San Francisco y los ánimalesPara Francisco la naturaleza no está corrompida. La naturaleza y la vida proceden de Dios. Están ahí para manifestarlo y servirlo. El mundo todo, por lo mismo, es un inmenso coro del que se alza un canto de alabanza jamás interrumpido.

Francisco canta a las criaturas con un amor de pobre, que le impide desear poseerlas. Nunca él se ha atrevido a materializar el espíritu, pero tampoco él ha osado nunca espiritualizar la naturaleza. En verdad, en su materialidad él no veía ni contemplaba sino su significado nuevo, espiritual, como en la mañana del mundo, cuando todo salió bello y puro de las manos de Dios.

Francisco, por eso, predicó a los pájaros e inundado de gozo los bendijo (1 Cel 58). Acogió con premura y alegría a un pez, estando él en el lago Trasimeno, llamándolo hermano (1 Cel 61). Al contemplar el sol, la luna y las estrellas del firmamento sus ojos y su ánimo rebosaban de gozo (1 Cel 80). Se hizo amigo de un faisán, de una cigarra, de las ovejas, de un pájaro acuático y de los lobos de Greccio.[15] Los candiles, las lámparas, las candelas, las piedras, los árboles, la hierba, los gusanillos, las abejas... fueron amados y cantados, respetados y admirados por este hombre del Evangelio, pacificado y hermano de todas las cosas y todos los seres: «Deja que los candiles, las lámparas y las candelas se consuman por sí, no queriendo apagar con su mano la claridad, que le era símbolo de la luz eterna. Anda con respeto sobre las piedras, por consideración al que se llama Piedra... A los hermanos que hacen leña prohíbe cortar del todo el árbol, para que le quede la posibilidad de echar brotes. Manda al hortelano que deje a la orilla del huerto franjas sin cultivar, para que a su tiempo el verdor de las hierbas y la belleza de las flores pregonen la hermosura del Padre de todas las cosas. Manda que se destine una porción del huerto para cultivar plantas que den fragancia y flores, para que evoquen a cuantos las ven la fragancia eterna. Recoge del camino los gusanillos para que no los pisoteen; y manda poner a las abejas miel y el mejor vino para que en los días helados de invierno no mueran de hambre. Llama hermanos a todos los animales, si bien ama particularmente, entre todos, a los mansos» (2 Cel 165).

Las criaturas no son ya esclavas del poder o víctimas del placer, sino que son reconocidas en su soberana dignidad de «criaturas de Dios». Francisco las acoge como notas vibrantes para componer el Cántico de las criaturas. Todas ellas oyen su invitación a dar gloria y honor, bendición y alabanza a Dios (Ap 5,13). Es un canto a la vida, que supera todas las fronteras y barreras, también la de la muerte corporal, descubriendo una creación redimida y reconciliada, que sabe la dicha de ser y de pertenecer a Dios.

La postura del hombre en medio del universo es ser «juglar de Dios», es decir, criatura de amor, capaz de inaugurar el canto nuevo de la misericordia y la ternura, del gozo y el perdón, contento de reconocer y de cantar, respetar y descubrir a todos los seres como hermanos. Un sentido nuevo, de cortés y digna hospitalidad al tiempo que de exuberante alegría, hermana a toda la creación. «¿Qué son, en efecto, los siervos de Dios sino unos juglares que deben mover el corazón de los hombres y elevarlo al gozo espiritual?» (LP 83g).

Conclusión

Hay en verdad por todas partes un suspirar creciente por una sociedad nueva por más humana. La forma manifiesta que Francisco y sus hermanos tuvieron de vivir la fraternidad fue ciertamente el principal servicio pastoral a la Iglesia y al mundo: enviados como hermanos y para hacer hermanos.

El estilo de vida en fraternidad puede ser hoy igualmente un signo para este mundo nuestro, ansioso de comunión, a la vez que para una Iglesia en busca de formas mayormente comunitarias. Dar testimonio de vida en fraternidad ha sido y seguirá siendo la aportación del Franciscanismo a la construcción de la Iglesia y de la humanidad, creyente o no. Testimoniar nuestra vida en fraternidad es el mejor medio de evangelizar. Nuestro estilo apostólico es evangelizar desde la fraternidad menor, sencilla, abierta, pacificada y pobre.

La vida y el proyecto evangélico de Francisco de Asís nos muestra que, teniendo menos, se tiene más gozo, se es más feliz. El obispo Guido de Asís apremiaba a Francisco a que aceptase por lo menos algunas posesiones para poder garantizar la subsistencia material de sus hermanos, a lo que él respondió: «Señor, si tuviéramos algunas posesiones, necesitaríamos armas para defendernos. Y de ahí nacen las disputas y los pleitos, que suelen impedir de múltiples formas el amor de Dios y del prójimo; por eso no queremos tener cosa alguna temporal en este mundo».[16] Poseer de manera estable una propiedad lleva a armarse contra quienes puedan eventualmente disputársela. Para Francisco, armarse y equiparse contra los ataques a la propiedad es un potencial que perturba o roba la paz. Una vida pobre, despojada, libre de toda propiedad es un servicio a la paz evangélica. Opus paupertatis pax.

Francisco y sus hermanos se adentraron en el medio popular, preferentemente marginado, con una forma de vida pobre, menor, libre. Esto quiere decir bajarse del tren de la riqueza, de centrarse y concentrarse en sí mismos. Es el servicio de inculturación del franciscanismo. A ejemplo de Jesús escoger la pobreza, la humildad es una opción libre frente al deseo de acaparar, que es algo desequilibrado y desequilibrante.[17]

Francisco y sus hermanos se vieron libres de la reacción del rico, es decir, hacerse gestores de los pobres. Por ello no aceptaron imponer su voz a los que no tenían voz, no aceptaron pactos de poder, ni alternativas de gestión para liberar a los pobres. Francisco y sus hermanos aceptaron y vivieron la reacción del solidario, o sea, desapropiados, siervos... para amar, opinar, defender al oprimido padeciendo con él, solicitando la conversión del opresor.

Los pobres nos manifiestan lo injustos que somos y, a la vez, el amor que Dios nos tiene. Francisco siguió a Cristo pobre, por eso él se hizo también pobre. Nadie se entrega a Dios y deja de vivir. El mundo no da la paz, aunque lo diga. Francisco en verdad nos dice que teniendo menos se tiene más gozo, se es más feliz.

* * *

N O T A S:

[1] 1 Cel 22.- Cf. V. Casas, Francisco de Asís, Madrid, Paulinas, 1983, 219-238.

[2] Test 14-15.- Cf. V. Casas, San Francisco, la riqueza de la fraternidad, en Vida Religiosa 60 (1986) 129-135.

[3] 1 Cel 22.- Cf. V. Casas, Francisco de Asís lee e interpreta la Biblia, en Selecciones de Franciscanismo n. 38 (1984) 257-277.

[4] 2 R 6,2-3; 2 Cor 8,9.- Cf. V. Casas, Francisco de Asís, inquietante testigo del Evangelio, en Vida Religiosa 54 (1983) 272-282.

[5] G. K. Chesterton, San Francisco de Asís, Barcelona, Juventud, 1966, 153.

[6] 1 Cel 39.- Cf. H. Grundmann, Religiöse Bewegungen im Mittelalter, Hildesheim 1961; H. Schalück, Armut und Heil, Munich 1971; Nueva Historia de la Iglesia, II, Madrid, Cristiandad, 1977, 369-374.

[7] Test 14.- Cf. V. Casas, Francisco de Asís, hombre de paz y testigo de Dios, en Pastoral Misionera 1982 (6), 569-582.

[8] Cel 200.- Cf. V. Casas, La «ortopraxis» de Jesús. N. Testamento: cuando la vida desborda la ley, en Biblia y Fe n. 38 (1987) 42-63.

[9] SC 2; cf. Sal 23,10; 73,12; Sab 8,2; Lc 11,10.- Cf. V. Casas, Jesús humillado, en Biblia y Fe n. 29 (1984) 68-81.

[10] 2 R 6,2-6.- Cf. V. Casas, Jesús de Nazaret, pobre al servicio de los pobres, en Biblia y Fe n. 14 (1979) 133-147.

[11] 1 Cel 16.- Cf. V. Casas, El bautismo: experiencia de vida, en Biblia y Fe n. 34 (1986) 74-92.

[12] LP 83g.- Cf. V. Casas, Francisco de Asís, profeta de Dios y siervo de los hombres, en Misión Abierta n. 76 (1983) 125-131.

[13] 2 R 10,7-9.- Cf. V. Casas, El cristianismo primitivo y la cultura humana, en Verdad y Vida 42 (1984) 355-383.

[14] 1 R 5,9.- Cf. V. Casas, Jesús de Nazaret: autoridad hecha servicio, en Biblia y Fe n. 20 (1981) 19-32.

[15] Cf. 2 Cel 170 y 171; LM 8,7; 8,8; 8,11.

[16] TC 35.- Cf. V. Casas, Entre la violencia y el pacifismo. Francisco, profeta de la paz, en Vida Religiosa 60 (1986) 260-273.

[17] Cf. V. Casas, Una espiritualidad bíblica de los laicos, en Verdad y Vida 45 (1987) 61-81.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XVIII, núm. 52 (1989)131-147]

 


Volver