DIRECTORIO FRANCISCANO

Espiritualidad franciscana


DIOS EL BIEN, FUENTE DE TODO BIEN,
SEGÚN SAN FRANCISCO

por Lázaro Iriarte, OFMCap

 

[Título original: Dios el Bien, fuente de todo bien, según S. Francisco, en Laurentianum 23 (1982) 77-101]

Entre los conceptos personales de Francisco de Asís, pocos tan suyos y tan profundos como los que se refieren al bien, ya sea al Bien esencial, que es Dios, ya a los bienes comunicados a cada persona humana o diseminados en los seres creados. No sólo hace del sumo Bien el centro de su amor y de su gozo, sino que se complace en descubrir en sí mismo, en cada hermano, en cada creatura, cuanto hay de bueno y de amable, sabiendo, eso sí, que todo procede de ese Dios que es el solo Bueno y, por lo mismo, todo debe atribuirse a Él y tornar a Él. Diríase que es como la clave de la concepción cristiana del Poverello sobre el flujo salvífico de Dios al hombre y del hombre a Dios, fruto de una ascensión de fe a partir del despojo total, exterior e interior, llevado a cabo al dictado de dama pobreza y hecho experiencia mística: ¡Dios es el bien total!

Decir «concepto personal» no significa que Francisco lo hubiera inventado. No tuvo el prurito de ser original. Como vamos a ver, eran nociones filosóficas y derivaciones bíblicas que venían transmitiéndose, aun con términos idénticos, desde muy antiguo. Pero estamos seguros de que ninguna corriente de pensamiento influyó en sus expresiones; no era un hombre de escuela. Era, sí, un contemplador de la Palabra revelada y de las realidades humanas y cósmicas que le rodeaban. Se abrió sin reservas al mensaje del Altísimo y se dejó invadir e iluminar por Él.

I. INSPIRACIÓN BÍBLICA
DE LA DOCTRINA DE SAN FRANCISCO

Miguel Ángel, Dios Creador

Del A. T. el libro más conocido, y aun memorizado, de Francisco es el Salterio. Lo recitaba no sólo como tributo diario al Altísimo, elemento primario del munus clerical, sino como cauce de su piedad personal. Su Oficio de 1a Pasión pone de manifiesto en qué grado había llegado a hacer suyas las expresiones de los salmos y aun a «cristianizarlas», introduciendo en ellos elementos del N. T. El Dios celebrado e invocado en el salterio es, para Francisco, el Padre de Jesús y Padre nuestro, que nos ha dado y nos da de continuo a su propio Hijo en prueba de su amor eterno.

Ahora bien, en los salmos resuena sin cesar, sobre todo en la versión latina entonces en uso, la bondad de Yahvé para con su pueblo Israel y aun para con todas las gentes y todos los seres. Debía ser particularmente grata al Poverello la invitación, tan repetida: Confitemini Domino, quoniam bonus («Demos gracias al Señor, porque es bueno») (Sal 105,1; 106,1; 117,1.29; 135,1; Dan 3,89), y las exclamaciones en que el salmista pondera la bondad de Dios: Quam bonus Israel Deus! («¡Cuán bueno es Dios para Israel!») (Sal 72,1; 118,68). Y no menos asimiló los versículos en que ese Dios es presentado como el generoso bienhechor que derrama sus bienes sin tasa y sacia las aspiraciones de los que esperan en Él (Sal 3,3; 12,6; 15,2; 26,13; 33,11; 64,5; 102,5; 103,28; 106,9; 118,68).

A la luz de los textos evangélicos pudo profundizar en el sentido de la salmodia. En ella debió de llamarle la atención una afirmación, que hallará también en san Pablo: No hay nadie que haga el bien, ni uno siquiera (Sal 13,1.3; 52,4; Rom 3,12). La cita explícitamente en la Admonición 8.

Es la corroboración, en sentido positivo, de un texto evangélico particularmente caro a Francisco: Nadie es bueno sino uno solo, Dios (Mt 19,17; Lc 18,19).

Hay cuatro citas explícitas en sus escritos personales: dos en la Regla no bulada (1 R 17,18; 23,9), una en la Carta a los fieles (2CtaF 62), una en la oración final de las Alabanzas para cada hora (AlHor 11). Y aún puede añadirse el apelativo «buen Señor» del Cántico del hermano Sol (Cánt 1).

Por una noticia de la Leyenda de Perusa sabemos, además, la importancia que daba a esa sentencia de Jesús aun en las relaciones humanas. Al médico de Arezzo, de nombre Buongiovanni, lo llamaba sencillamente «hermano Juan», porque «no quería designar por su nombre a los que se llamaban "Bueno", por respeto al Señor, que dijo: Nadie es bueno sino uno solo, Dios» (LP 65). Según el Espejo de Perfección, Francisco habría modificado el nombre a su amigo llamándolo Benvegnate (Finiato, según otros manuscritos) (EP 122).

Por lo demás, del conjunto de las enseñanzas de Jesús sobre el Padre, todo bondad y misericordia, «que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos y pecadores» (Mt 5,45), así como de numerosos textos de san Pablo, que hablan de «las riquezas de esa misma bondad» del Dios que salva (cf. Rom 2,4; 11,22; Ef 2,7), fue formándose Francisco la idea cabal del sumo y único Bien.

II. DIOS, EL BIEN, EN EL PENSAMIENTO CRISTIANO

Francisco ignoraba las raíces filosóficas de esa concepción, como las ignoraban, sin duda, los predicadores que le pudieron haber proporcionado la terminología. Pero lo cierto es que ésta y su contenido se hallaban fuertemente insertos en la cultura teológica y mística desde siglos atrás.

«Dios es esencialmente el Bien», había enseñado Platón categóricamente. Y añadía: «Dios es la causa de todo el bien existente, de todo lo bueno que se hace. A él se deben atribuir todos los bienes. Por el contrario, el mal existente hay que atribuirlo a otra causa».

A pesar de las precisaciones de Aristóteles, que no admitía esa prioridad del bien sobre el ser, si bien lo reconocía como inmanente al ser, el concepto platónico se perpetuó y llegó a los pensadores cristianos a través de los filósofos neoplatónicos. Orígenes no tiene reparo en adoptar el principio de Platón, afirmando que en Dios «ser bueno y existir es la misma cosa» y que la creación es obra de la bondad de Dios: «No tuvo otra razón para crear sino a sí mismo, es decir, su bondad» (Peri Archon, 2, 9, 6; MG 5,169).

Y no fueron sólo los maestros alejandrinos, más allegados a la corriente neoplatónica, sino la mayoría de los grandes escritores eclesiásticos de la antigüedad. «Bueno por naturaleza es Dios solo», escribe Tertuliano, y lo van repitiendo otros; más aún, es corriente entre los padres griegos fundamentar filosóficamente el texto evangélico citado -Nadie es bueno sino uno solo, Dios- en el sentido de que la bondad pertenece a Dios por esencia. Entre los occidentales es ya conocida la expresión del papa san León: Deus, cuius natura bonitas («Dios, cuya naturaleza es la bondad). San Agustín, que escribió un tratado especial titulado De natura boni («Sobre la naturaleza del bien»), cristianiza definitivamente la tradición platónica, purificándola del riesgo que comporta: Dios es el Bien por esencia, el Bien de todos los bienes; y llega a decir: Quia Deus bonus, est summus («Porque Dios es bueno, es sumo»). Y también: Sola bonitate fecit Deus quod factum est («Por sola su bondad creó Dios lo que ha sido creado). Más tarde escribirá, asimismo, san Isidoro de Sevilla un tratado De summo bono («Sobre el sumo bien), razonando por qué corresponde a Dios, y únicamente a él, la denominación de sumo Bien.[1]

Particularmente adquiere carta de naturaleza en los santos padres el principio de que Dios ha creado «porque es bueno» y no hay otra razón satisfactoria del hecho de la creación sino la bondad del Creador, o como lo había expresado ya san Ireneo en el siglo II: «la necesidad de tener alguien a quien comunicar sus beneficios».[2]

Pero quien más a fondo teologizó el pensamiento platónico y mayor influjo ejerció en los escritores de la edad media fue el Pseudo-Dionisio Areopagita. En su libro De divinis nominibus («Sobre los nombres divinos») asigna a Dios, como primario y esencial, el nombre de to agathon («el bien»). Dios es el Bien sustancial; la bondad es la misma esencia divina, la razón de ser de la divinidad; y, por eso, como el sol difunde la luz, Dios difunde la bondad en todo lo existente. Todos los seres proceden de esa bondad fontal. Y Dios es el «Bien supremo de todos las bienes», el «sumo Bien». Como causa universal que es, «por razón de la excelencia de su bondad, ama todas las cosas, crea todo, perfecciona todo, contiene todo, atrae todo a sí; es el mismo amor de Dios, bondad de bondad, bien para el bien».[3]

Pasando por alto otros escritores medievales, deudores en mayor o menor grado a la tradición patrística, interesa recoger las ideas y las expresiones de dos que ciertamente dejaron su huella en la época precursora del franciscanismo: Hugo de San Víctor († 1114) y san Bernardo de Claraval († 1153).

El místico de la escuela de San Víctor, en varias de sus elucubraciones características, mitad especulación y mitad contemplación, habla de Dios como bien, y se expresa en términos idénticos a los que vamos a encontrar en los escritos de san Francisco. Dios es ipsum bonum, universale bonum, omne bonum, omne verum bonum; summum bonum, in quo est omne bonum et totum et solum bonum; simplex bonum, quod est omne bonum, et satis est.[4]

El abad de Claraval formula, como algo definitivamente sentado, el principio platónico-patrístico de que «para Dios es lo mismo ser que ser el bien»; y añade: «Sólo Dios es bueno, porque es bueno por sí mismo». Y lo llama reiteradamente omne bonum et summum bonum.[5]

Pero lo que más cerca le coloca de la enseñanza de san Francisco es su insistencia en que, siendo Dios la fuente de todo bien, a él debemos atribuir todo el bien que hallamos en nosotros, «ya sea de naturaleza ya sea de gracia». No hay, por lo tanto, motivo para gloriarse en ningún caso por el bien que realizamos (lo repite especialmente en sus cartas). «Nadie desee ser alabado en esta vida, ya que robas a Dios todo cuanto aquí lo atribuyes a ti sin referirlo a Dios». En consecuencia, hay que alegrarse más del bien ajeno que del propio.[6]

Un anticipo textual de las Admoniciones 21 y 28 podemos ver en esta sentencia de san Bernardo: «Es más útil esconder que manifestar el bien que quizá tenemos».[7]

He indicado el precedente peligroso sentado por Platón al soslayar el problema del mal y abrir la puerta a la solución, cómoda pero trágica, de contraponer al principio bueno, que es Dios, un principio malo, causante del mal. En efecto, el dualismo ha venido acechando al cristianismo ya desde el comienzo, no obstante el principio inequívoco proclamado por san Pablo: «Todo lo que Dios ha creado es bueno» (1 Tim 4,4), y el artículo profesado por los bautizados desde la época apostólica: Dios creador de todo cuanto existe.

Esa concepción extracristiana, que se infiltró en el siglo segundo con el gnosticismo y en el siglo cuarto con el priscilianismo y el maniqueísmo, volvió a rebrotar en el siglo doce con el catarismo, presente en mayor o menor grado en los varios movimientos carismáticos de ese tiempo, especialmente en los albigenses y valdenses.

En 1215, Inocencio III hizo insertar en el capítulo primero del concilio IV de Letrán el contenido fundamental de la profesión de fe que venía exigiéndose a los valdenses arrepentidos en el acto de abjuración de la herejía: Dios es el creador único de todos los seres del cielo y de la tierra, visibles e invisibles, corporales y espirituales; y todo lo ha hecho bueno, sin excluir a los demonios; éstos se hicieron malos por sí mismos.[8]

Francisco, con su fe dócil y sin complicaciones, no hallará dificultad en adherirse a esa verdad eminentemente cristiana, que iluminará su actitud positiva y serena ante la bondad fundamental de cada hombre y ante la creación de Dios, creada por él buena y limpia. Es sólo el abuso del don de la libertad humana, violentando el designio amoroso de Dios, lo que introduce el mal en el mundo (cf. Adm 2 y 5).

III. EL RITORNELLO DE SAN FRANCISCO

 Greco: EstigmatizaciónLo que pudo ser intuición de inteligencias privilegiadas, en otros tiempos, fue en Francisco de Asís experiencia de contemplación mística. Lo habría expresado él mismo en el razonamiento que pone en sus labios san Buenaventura con ocasión de la consulta hecha a Silvestre y a Clara sobre si debía darse al retiro o a la predicación: «En la oración se purifican los afectos interiores y se experimenta la unión con el único, verdadero y sumo Bien» (LM 12,1).

Es la culminación de un proceso de descubrimientos fascinadores que el Poverello fue realizando progresivamente desde el día que optó por seguir a Cristo en desasimiento total, la comprobación de que los que llama bienes el común de los hombres no merecen el nombre de tales: el verdadero Bien es Dios. Por eso, cuando expresa sus sentimientos ante el Altísimo le brota del corazón, como un ritornello ineludible, la proclamación de esa verdad en forma vibrante. Veamos algunos ejemplos.

«Devolvamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos los bienes son de Él... De Él es todo el bien, Él es el único bueno (omne bonum, solus est bonus)» (1 R 17,17-18).

«Ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra cosa ambicionemos... sino el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, bien total, verdadero y sumo bien, Él, que es el solo bueno (qui est plenum bonum, omne bonum, totum bonum, verum et summum bonum, qui solus est bonus)» (1 R 23,9).

«A este Dios, que tantos bienes nos ha comunicado y nos ha de comunicar en el futuro, toda creatura tribútele gloria...; porque Él es el solo bueno (qui est solus bonus)» (2CtaF 61-62).

«Que estás en los cielos... Tú, Señor, eres el sumo bien, eterno bien, del cual procede todo bien, sin el cual no hay ningún bien (summum bonum, aeternum bonum, a quo omne bonum, sine quo nullum bonum)» (ParPN 2).

«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, todo bien, sumo bien, total bien, tú que eres el solo bueno (omne bonum, summum bonum, totum bonum, qui solus est bonus)» (AlHor 11).

«Tú eres el bien, todo bien, sumo bien (tu es bonum, omne bonum, summum bonum)» (AlD 3).>

Es claro, por los textos citados, que toda esta agathonomia, como diría el Pseudo-Dionisio, no reconoce otro origen, en Francisco, que la contemplación amorosa de la palabra de Jesús: Dios es el solo bueno (Lc 18,19).

No hay por qué detenerse a precisar qué es lo que Francisco quiere expresar con cada uno de los adjetivos aplicados al Bien: omne, totum, plenum, summum (todo, total, pleno, sumo). Sería ocioso alambicar el sentido, no ya filosófico, sino aun gramatical, de esa sucesión, que viene a decir todo a un mismo tiempo: plenitud, universalidad, totalidad, supremacía. De semejantes series de sinónimos, referidos a Dios, hay varios ejemplos en los escritos del Santo: «piadoso, manso, suave, dulce»; «justo, veraz, santo y recto»; «inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable» (1 R 23,9.11).

IV. ES LA META DEL ITINERARIO
QUE TIENE POR GUÍA LA POBREZA

Antes de su conversión, el joven Francisco había comprobado hasta dónde tienden los hombres a absolutizar los bienes de que disponen o que ambicionan. Es cierto que le daba en rostro aquel culto que su padre Pietro Bernardone daba al dinero. Pero él mismo, en sus prodigalidades, absolutizaba otros valores, que también esclavizan: las diversiones, la vanidad, la popularidad, la gloria.

El relato de los Tres Compañeros, que recoge los recuerdos personales de Francisco, contiene un toque bien significativo: desde el día en que se quedó ensimismado en la ronda con los amigos en fuerza «de la dulzura indecible que le llenaba el corazón», y sintió que algo fundamental se había modificado en su vida:

«... dejó de adorarse a sí mismo, y vio que, ante él, iban perdiendo interés las cosas que antes amaba..., se iba desvinculando de la superficialidad de las sugestiones mundanas... La gracia divina lo había mudado profundamente» (TC 8 y 10).

Siguiendo adelante en la experiencia de aquel proceso de conversión, añade la misma fuente:

«Un día que estaba orando fervorosamente al Señor, oyó que se le decía: ¡Francisco!, si quieres conocer mi voluntad, debes despreciar y odiar todo lo que has amado y has deseado poseer mundanamente. Cuando te hayas decidido a hacerlo así, se te hará insoportable y amargo todo lo que anteriormente se te hacía atrayente y dulce; por el contrario, las cosas que antes aborrecías te proporcionarán dulzura grande e inmensa suavidad» (TC 11).

Es patente la identidad de este recuerdo con la experiencia que el mismo Francisco ha consignado en su Testamento: «Lo que antes se me hacía amargo se me cambió en dulcedumbre del espíritu y del cuerpo» (Test 3). Se trata de una trasposición, no de los valores en sí, sino de su misma manera de situarse ante ellos. Los valores siguen siendo los mismos -belleza, amistad, alegría, libertad...-; pero es él quien ha cambiado. Antes se abandonaba al goce egoísta de esos bienes; ahora los mira con respeto, con limpidez, con la nueva libertad del corazón pobre, desasido, sin afán de apropiación, descubre la autonomía de los seres creados frente al hombre, señor de la creación, y descubre al mismo tiempo que, si hay bondad y belleza en el mundo, es porque hay un Bienhechor infinito, que derrama el beneficio de su amor con liberalidad y «cortesía».

La primera verificación de semejante cambio no dejó de desconcertarle. Lo refiere Tomás de Celano:

«Un día, convaleciente de su enfermedad, salió a contemplar la campiña que se extendía a su vista; pero halló que todo lo que tanto solía complacerle -la belleza de los campos, la amenidad de los viñedos- le dejaba insensible. Quedó atónito ante una mutación tan repentina, y tuvo por necios a todos los que ponen el corazón en tales bienes» (1 Cel 3).

La persuasión de que Dios solo basta la vivió intensamente el convertido al hacer su renuncia total en manos de su padre, quedando desnudo y libre: «De ahora en adelante podré decir a boca llena Padre nuestro que estás en los cielos» (2 Cel 12; TC 20).

Precisamente aquella libertad de espíritu, fruto de la pobreza exterior, le hizo comprender muy pronto que hay otra renuncia más valiosa, sin la cual de poco sirve abandonar los bienes materiales: es la pobreza interior, que afecta a la raíz misma del mal.

Así es como fue descubriendo la relación, profundamente teológica, entre pecado y apropiación, entre salvación y desapropio, hasta desarrollar toda una doctrina y una pedagogía interna sumamente coherente.[9]

Ve en el pecado de origen, el de Adán, una apropiación abusiva del bien máximo recibido de Dios, la voluntad libre (Adm 2). Y vigila en sí mismo toda manifestación de ese instinto de posesión egoísta y de propia complacencia. La mayor parte de las exhortaciones a los hermanos -las Admoniciones- tiene como tema ese desapropio interior -vivere sine proprio-, más importante y más dificultoso que la renuncia externa. Es el que crea el clima más apto para las mutuas relaciones entre los hermanos y el que da eficacia a la acción externa entre los hombres. Afecta a la voluntad personal, a las cualidades, a la preparación intelectual, al cargo que se desempeña en el servicio de los hermanos, al ministerio de la predicación, al éxito de las buenas obras, a las luces y gracias de Dios, a las glorias de la fraternidad... Es una liberación, en toda la línea, de esos bienes, por lo mismo que lo son, haciendo el vacío del propio yo.

El instinto de apropiación, enseña Francisco, procede de la carne, que designa las tendencias egoístas, mientras que el espíritu del Señor nos lleva a vivir desprendidos, en pureza y sencillez (cf. 1 R 17,9-14).

Francisco temía caer en el pecado de apropiación, sobre todo, instrumentalizando a las personas o a cualquier ser creado en provecho propio, y ello aun en cosas que dicen relación a Dios. «Ama a tus hermanos como son -escribió a un superior- y no pretendas que sean mejores cristianos para ti» (CtaM 7). «Nuestra carne se está gloriando en la hermana cigarra», dijo al ver que los hermanos comenzaban a manipular el caso (2 Cel 171; LP 84).

Como sucede en todos los grandes místicos, cuanto más se veía inundado de luz infusa, mayor era el conocimiento inefable del sumo Bien y, por contraste, más profundamente se confundía en su propia realidad, en su propia pequeñez. Su oración habitual llegó a ser: «¿Quién eres tú... y quién soy yo?» (Flor Consid. 3).

Se sentía más que nunca pobre y mendigo; pero seguro, porque poseía al que es «toda riqueza a saciedad» (AlD 6). Mirándolo desde el hondo de su pequeñez, el sumo Bien se le manifestaba cada día más inaccesible, pero no distante. Y entonces surgía de su espíritu con sinceridad la oración del amante: «Que podamos, por sola tu gracia, llegar hasta ti, oh Altísimo» (CtaO 52).

Y también aquí el Poverello recelaba de sí mismo. Cabe, en efecto, también con relación a Dios la apropiación. Ciertas formas de piedad dan fácilmente en actitudes tendentes a instrumentalizar a Dios en provecho propio, ya sea reclamando su ayuda omnipotente como remedio de las necesidades humanas, quizá de los propios yerros, ya sea buscando la satisfacción sensible en la comunicación íntima con él. En todo hombre late una voluntad de posesión que va más allá de los bienes externos e inferiores y puede tener como mira la apropiación de lo divino. Dios se reduce, entonces, al tamaño del proyecto del hombre y de sus aspiraciones.

El padre E. Leclerc ha puesto de relieve, muy acertadamente, la actitud de auténtico pobre de espíritu que toma Francisco ante esa posible deformación de las relaciones con Dios. Y, con instinto bíblico, se acoge al sentimiento reverencial ante el Altísimo, «cuyo nombre no somos dignos de pronunciar nosotros miserables y pecadores» (1 R 23,5) y «ningún hombre es digno de hacer de él mención» (Cánt 2).[10]

Si examinamos con atención las oraciones personales de Francisco, veremos que todas son de alabanza, de bendición, de acción de gracias. Casi nunca de petición; y aun cuando pide, se olvida de sí. Es una oración de fe teologal en que todo lo humano se relativiza: sólo cuenta el Altísimo, su gloria, su voluntad santa, su éxito de Creador y de Salvador.

Es que sólo Dios es el Bien. Las personas pueden ser buenas y pueden servir de instrumentos del bien; las cosas son buenas, bellas y útiles...; pero el Bien es únicamente Dios, bueno por esencia.

V. TODO BIEN VIENE DE DIOS,
ES DE DIOS Y DEBE TORNAR A DIOS

Giotto: Francisco renuncia a los bienesLa piedad de Francisco, repitámoslo, es una perenne actitud de admiración y de gratitud para con ese Dios, dador de todo bien.

El beneficio primero, el más estimable, que bastaría para mantenernos eternamente en hacimiento de gracias, es Él mismo: «Omnipotente, santísimo, altísimo, sumo Dios, Padre santo y justo, Señor, rey del cielo y de la tierra: te damos gracias por ti mismo» (1 R 23,1). Después sigue en importancia el don del Hijo y del Espíritu Santo, el don de la Virgen María, de la Iglesia, de cada hombre y de cada mujer, de cada cosa creada..., según la enumeración del grandioso capítulo 23 de la primera Regla. Sólo el Señor Jesucristo, junto con el Espíritu Santo, puede ofrecer al Padre la debida acción de gracias por los bienes que de él hemos recibido y recibimos (1 R 23,5.8).

Descubrir y valorar los bienes que cada uno halla en su persona no es contrario a la humildad cristiana; al contrario, es aprecio de los dones de Dios y lealtad para con él. Pero es fatuidad orgullosa y manipulación desleal envanecerse de tales bienes como si fuesen propios.

«Suplico en la caridad, que es Dios, a todos mis hermanos que predican, oran y trabajan, que hagan por humillarse en todo, sin vanagloriarse ni complacerse de sí mismos ni envanecerse interiormente de las palabras y obras buenas, más aún, de bien alguno que Dios hace, o dice o realiza, tal vez, en ellos y por medio de ellos» (1 R 17,5-6).

He aquí formulado un principio que el fundador pondrá por delante siempre que quiere prevenir contra la afirmación inconsiderada del propio yo: es Dios el autor de todo bien, es Dios quien realiza todo bien en mí y por medio de mí, en mi hermano y por medio de mi hermano.

«Amemos con todo el corazón... al Señor Dios, que a todos nosotros nos ha dado y nos da todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, que nos ha creado, nos ha redimido y, por sola su misericordia, nos salvará, que nos ha hecho y nos hace todo bien...» (1 R 23,8).

«Enorgullecerse de los bienes que Dios dice y realiza» en uno, es un pecado de apropiación y equivale a convertir, como hizo Adán, «el árbol de la ciencia del bien en árbol de la ciencia del mal» (Adm 2).

En el lado opuesto del dualismo maniqueo, Francisco afirma que el mal no existe en las realidades creadas mientras el hombre no lo hace presente con su orgullo, su egoísmo, su violencia.

La antítesis de Dios, el Bien, no es el demonio, como tiende a suponer cierta concepción cristiana demasiado corriente, sino el pecado, único mal verdadero, único legítimo motivo de tristeza (cf. LP 97). Es muy cómodo, enseñaba Francisco, «culpar al demonio o al prójimo cuando uno comete el pecado»; pero es más leal y conforme a verdad culparse a sí mismo, sin pensar en «enemigos visibles o invisibles» (Adm 10). Repite incesantemente la doctrina evangélica: «los pecados y vicios nacen del corazón del hombre» (cf. 1 R 17,7; 22,6s; 2CtaF 32, 37, 64-69).

Grande es la excelencia del hombre; pero él solo, entre todas las criaturas, tiene en su mano el uso bueno o malo de los bienes recibidos.

« ¿De qué te puedes gloriar? Aunque fueses tan ingenioso y tan sabio que poseyeras todas las ciencias...; aunque fueses más hermoso y más rico que nadie, y aunque hicieses cosas maravillosas..., nada de ello te pertenece ni puedes gloriarte de esto» (Adm 5,1-5.7).

Recelaba, en modo particular, del peligro de apropiarse los bienes intelectuales, que son los que más sutilmente llevan a la autosuficiencia, constituyendo un tipo de riqueza interior difícil de reconocer y, por lo mismo, de renunciar. Para enseñar a los estudiosos de la sagrada Escritura cómo habían de procurar no atarse a la letra, que mata, al apropiársela por utilidades humanas, decía:

«El espíritu de la Escritura divina da vida a los que no atribuyen al cuerpo (a sí propios) la letra que saben o desean saber, por mucha que sea, sino que la devuelven, con la palabra y con el ejemplo, al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien» (Adm 7).

Es el criterio más certero para conocer cuándo un hermano se deja llevar del espíritu del Señor y no del egoísmo: «si no se engríe por el bien que el Señor obra por medio de él» (Adm 12).

Francisco vigilaba en sí mismo todo asomo de vanagloria, y sufría cuando los demás lo elogiaban; confesaba abiertamente sus sentimientos íntimos de complacencia propia. «Si somos servidores fieles -enseñaba-, hemos de dar a Dios la gloria que le corresponde a él y atribuirle todos los bienes que nos concede. El peor enemigo del hombre es su propia carne (el propio yo). Ella usurpa para sí y convierte en propia gloria lo que no le corresponde» (2 Cel 130-134).

Si es absurdo envanecerse por los bienes y éxitos personales, más reprobable todavía es abrigar sentimientos de envidia para con el hermano bien dotado o bien aceptado:

«Todo aquel que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice y obra en él, incurre en pecado de blasfemia, porque envidia al mismo Altísimo, que es quien dice y obra todo bien» (Adm 8,3).

Cuando el espíritu pobre alcanza la madurez evangélica, se alegra siempre del bien, venga de donde venga, hágalo quien lo haga, sin ceder ni a la vanagloria cuando lo hace él ni a la envidia cuando lo hace otro:

«Bienaventurado aquel siervo que no se enaltece más por el bien que el Señor dice y obra por medio de él, que por el que dice y obra por medio de otro» (Adm 17).

Descubrir en cada hermano las buenas cualidades y alegrarse de que las posea es, para Francisco, un acto de justicia para con Dios que se las ha dado; por el contrario, ve una especie de apropiación odiosa en la intransigencia para con el culpable, mientras que vive desapropiado -sine proprio- el que no se altera por la conducta ajena, «devolviendo al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios (Mt 22,21)» (Adm 11). El juicio sobre las acciones del prójimo y, sobre todo, el juicio sobre los clérigos, es un derecho que Dios se ha reservado para sí, y que no debemos usurpárselo (Adm 26; cf. 1 R 11,10).

Los bienes naturales, por lo tanto, son don de la liberalidad del Creador, que sigue siendo dueño de los mismos. Pero esto vale, con mayor razón, de los bienes de la gracia. Pueden ser objeto de apropiación, bien reteniéndolos egoístamente, bien manifestándolos ligeramente; corresponde al mismo Altísimo, que los ha concedido, darlos a conocer cuando lo juzgue conveniente, sobre todo por medio de las buenas obras de quien los recibe (Adm 21 y 28).

Aquí es donde, más que en otros bienes, Francisco adopta y pide a los demás una disposición de aceptación humilde, sin gestos de autosuficiencia ni de seguridad. Se conoce limitado, débil, sujeto a sus estados de ánimo; se complace en presentarse, ante Dios y ante los hombres, como «pequeñuelo», «simple e ignorante», «hombre caduco», verdadero pobre, verdadero menor. En el Testamento reconoce la necesidad de tener al lado un clérigo que le ayude a «rezar el oficio divino en conformidad con la regla», porque no está seguro de hacerlo como se debe, «simple y enfermo como es» (Test 29). En la Carta a toda la Orden, tan rica en expresiones de humildad, hace la confesión de todo cuanto ha faltado en la observancia de la regla y en el rezo del oficio divino, «ya por descuido y por causa de mi enfermedad, ya también porque soy ignorante e indocto»; y promete ser más cuidadoso en adelante, «en la medida que Dios me conceda su gracia».

Y educaba en esa conciencia de la propia pequeñez a los hermanos en todo lo que dice relación a la santidad: «Tengamos por cierto que no nos pertenecen a nosotros sino los vicios y pecados» (1 R 17,7). Numerosas expresiones de las dos Reglas corresponden a la misma persuasión de la limitación humana:

«El candidato venda todas sus cosas y procure repartir todo entre los pobres, si así lo desea y si lo puede hacer, movido del espíritu, sin obstáculo» (1 R 2,4). «Procuren distribuirlo a los pobres; mas, si no lo pudieren hacer, les basta la buena voluntad» (2 R 2,5-6).

«No desprecien ni juzguen a las personas que vieren usar vestiduras muelles y vistosas, tomar manjares y bebidas delicados, más bien júzguese y despréciese cada cual a sí mismo» (2 R 2,17).

En la misma línea están las «libertades» para calzarse cuando la necesidad lo aconseje, para adaptarse a la gente en los alimentos, etc. Francisco sabía que el orgullo suele apoderarse muy fácilmente de las personas que se consideran en «estado de perfección».

«Guárdense todos los hermanos de alterarse por la falta de un hermano; más bien ayúdenle espiritualmente, como mejor puedan...» (1 R 5,7s).

«Cada uno ame y alimente a su hermano... con los recursos para los que el Señor le dé gracia» (1 R 9,11).

«Hagan por guardar silencio, en la medida que Dios les conceda esta gracia» (1 R 11,2). Casi la misma expresión en el Reglamento para los eremitorios (cf. REr 3).

En la Carta a los fieles recuerda el precepto de «amar al prójimo como a nosotros mismos»; pero piensa que no siempre resulta fácil ponerlo en práctica, por eso añade: «Pero si alguno no quiere, o no puede, amarlo como a sí mismo, al menos no trate de hacerle mal, sino hágale bien» (2CtaF 26s).

Francisco tenía a los demás por mejores que él, habituado como estaba a respetar en cada uno la moción del Espíritu y el camino peculiar por donde Dios lo conducía. Temía obstaculizar ese impulso divino. Es lo que trae a la memoria en la carta a un superior, ya citada:

«Aunque te azotaran, todo lo debes considerar como una gracia. Y así lo has de querer y no de otra manera... Ama a los que se portan así contigo. Y no pretendas de ellos nada más de lo que el Señor te conceda obtener de ellos. Y ámalos tal como son...» (CtaM 2-7).

A los hermanos seguros de sí y exigentes con los demás va dirigida la Admonición 17: «Peca el que exige de su prójimo más de lo que él mismo está dispuesto a dar de sí al Señor Dios».

VI. TODO ES «GRACIA» DE DIOS

La gratuidad es nota esencial en los dones de Dios, ya que es efecto de su bondad el hecho de la creación y todo cuanto constituye y adorna a los seres creados. Pero es el hombre la única creatura que posee el don, recibido asimismo de Dios, de poder descubrir en sí e individuar cada una de las gracias de que es deudor.

A Francisco le agrada designar con ese nombre las aptitudes de cada uno de los hermanos. Se las reconoce y se las respeta, al mismo tiempo que les enseña a no tenerlas ociosas.

Comenzando por los bienes de fortuna, Francisco se mueve dentro de la mentalidad feudal de la época y elabora una teología, por decirlo así, del alto dominio de Dios sobre las cosas temporales. Dios, rey y dueño universal, concede los bienes en feudo temporal. El hombre, mero feudatario ante Dios, ha de devolverle todo lo que posee, o voluntariamente durante la vida, o por no poder menos a la hora de la muerte. «Todo lo que el Padre del cielo ha creado para utilidad de los hombres -añadía- continúa dándolo gratuitamente aun después del pecado, lo mismo a dignos que a indignos, este grande limosnero, por el amor con que ama a su Hijo querido» (2 Cel 72-74.77; LM 7,7.10; LP 60s). Y aquí fundamenta el derecho de los pobres voluntarios a recurrir a la mendicación en caso de necesidad. «La limosna, en efecto, es herencia que, por justicia, se debe a los pobres por haberla adquirido para nosotros nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,8).

Es el modo concreto de restituir a Dios los bienes de él recibidos. Cuando Bernardo, el primer seguidor, le preguntó qué debe hacer aquel que, poseyendo por muchos años los bienes de su señor feudal, decide desprenderse de ellos, le contestó Francisco: «Debe restituirlos al Señor». A lo que repuso Bernardo: «Exacto. Dime, pues, la mejor manera de desprenderme de todos mis bienes temporales por amor de mi Señor que me los ha dado». Siguió después la consulta al Evangelio y la distribución total de los haberes de Bernardo a los pobres.[11]

Y con esa lógica peculiarísima del Poverello, se sentía obligado a restituir aun las cosas necesarias cada vez que hallaba otro más pobre que él. «Hermano, hemos de restituir el manto a este pobrecito; le pertenece. Nosotros lo hemos tenido en préstamo hasta que encontráramos otro más pobre. No quiero ser ladrón de lo que no me pertenece», dijo una vez al compañero de regreso de Siena. El mismo argumento empleó con el guardián estando en Rieti (2 Cel 87 y 92; LP 52).

No es otro el principio evangélico aplicado a los bienes internos de todo orden: restituirlos a Dios, de quien los hemos recibido, prodigándolos en beneficio de los demás. Y ello en virtud de ese desapropio permanente que impone el espíritu pobre.

¡Cómo se complacía Francisco en descubrir y apreciar en cada hermano esas gracias particulares recibidas de Dios, diferentes en cada uno y, por eso mismo, más enriquecedoras para el grupo! Es lo que aparece en la conocida página del Espejo de Perfección, única fuente que nos ha transmitido una enseñanza tan valiosa. Es el arte de ver en el hermano el lado positivo, ignorando voluntariamente lo que hay también de negativo: la fe de fray Bernardo y su amor a la pobreza, la sencillez y pureza de fray León, los finos modales de fray Ángel, la apostura y don de gentes de fray Maseo, el don de contemplación de fray Gil, el espíritu de oración de fray Rufino, la capacidad de fray Junípero para el sufrimiento, la robustez física y espiritual de fray Juan de Lodi, la caridad solícita de fray Rogerio y la movilidad de fray Lúcido (EP 85).

Maseo, a juzgar por la imagen que de él nos han transmitido las Florecillas, estaba humanamente bien dotado: buena presencia, gracia para hablar, discreción, nobleza de espíritu; todo ello realizado por las virtudes evangélicas, en las que era muy aventajado. «San Francisco lo amaba mucho»; pero vigilaba sobre él para que «no se le subiera la vanagloria por causa de los muchos dones y gracias que el Señor le concedía». Por ello, en una ocasión, le hizo poner en juego todas sus habilidades en servicio de los hermanos del eremitorio: atender a la puerta, ir por la limosna, hacer la cocina. Así ellos podían entregarse con toda paz a la contemplación, según la gracia que Dios les había dado (Flor 12). En realidad le encomendó el oficio de madre, tal como prescribía el reglamento de los eremitorios.

Los dones de naturaleza, por sí solos, nos obligan a amar a Dios con ánimo agradecido, «ya que nos ha dado a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida» (1 R 23,8). Nos da la salud; pero también la enfermedad es don suyo. Por ello «el hermano enfermo ha de dar gracias al Creador por todo, deseando estar tal como el Señor le quiere, sano o enfermo...» (1 R 10,3). Es lo que hacía al Poverello conservarse en paz y gozo inalterable en medio de sus males físicos.

Entre las cualidades morales Francisco apreciaba, de manera especial, aquellas que disponen el espíritu para vivir según el evangelio: la sinceridad, la sencillez, la cortesía, la alegría, la liberalidad... Mostraba preferencia por las personas adornadas de tales dones de Dios.

Para la vida en fraternidad eran preciosas esas cualidades humanas. También lo era la gracia de servir a los hermanos, que no todos tenían en el mismo grado (cf. 1 R 9,11).

Y, muy importante, la gracia de trabajar (2 R 5,1). Todo hermano está obligado a darse al trabajo para colaborar al bien de todos y evitar la ociosidad; pero Francisco considera don de Dios muy de estimar la disposición y preparación personal para el trabajo, el saber un oficio. Cada hermano debe seguir ejercitando el que tenía cuando Dios lo llamó a la fraternidad; y los que no saben ninguno, deben aprenderlo (1 R 7,3; Test 20s). Claro está que, además del trabajo manual, forman parte de esa misma «gracia» otras ocupaciones y servicios: el trabajo espiritual del contemplativo, el trabajo intelectual del hombre de estudio, el trabajo ministerial (1 R 17,5; CtaSA 2). Y es también «trabajo» el ir por la limosna (1 R 9,9).

La gracia de trabajar estaba en relación con el don del tiempo, del cual hacía gran aprecio Francisco: «Estaba atento a utilizar todos los retazos de tiempo sin perder uno solo» (2 Cel 97 y 159). Detestaba la ociosidad y no podía tolerar ociosos en la fraternidad (2 Cel 159-162).

Y no descartaba entre los dones preciosos otorgados por el dador de todo bien los consuelos del arte y, por lo tanto, de los instrumentos músicos. Es cierto que los hombres -razonaba- les dan muchas veces un destino indebido, pero eso no cambia la finalidad del Creador (LP 24).

Ese mismo saber situarse, en cada coyuntura de la vida, con ánimo ecuánime y maduro, sin zozobras ni ansiedades, es también un don precioso: «En tiempo de manifiesta necesidad, echen mano todos los hermanos de cuanto necesiten, en la forma que el Señor les dé su gracia» (1 R 9,16).

Es un don que habitúa a cada hermano a dejarse guiar por el espíritu y no por el observantismo literal, por ejemplo en la guarda del silencio (1 R 11,1).

Con mayor razón Francisco daba el nombre de gracia de Dios a todo lo que derivaba de la gracia fundamental de la vocación propia y de cada uno de los hermanos; y con la vocación, la perseverancia. Recibía a cada hermano como un don del Señor (Test 14; 1 Cel 24; LP 86 y 107).

La fraternidad se constituye, así, con el don recíproco de los hermanos y con la fidelidad de cada uno de ellos al don recibido. Incluso la fidelidad a los compromisos más importantes es don y gracia de Dios. «Entre otras gracias que me ha dispensado el Altísimo, una es ésta: obedecería al novicio entrado hoy mismo en la orden, si me lo pusieran de guardián, lo mismo que al primero y más antiguo de los hermanos» (LP 106) .

Entre los hermanos hay quienes han recibido de manera especial la gracia de la predicación, otros más bien la gracia de la oración; entre éstos se consideraba Francisco mismo (1 R 17,5; LM 12,1; Flor 12). Y no excluía la gracia del estudio de la teología, si bien no ocultaba su preocupación acerca del desapropio interior de los hombres de letras, como ya he dicho (Test 13; CtaSA; 2 Cel 163).

La correspondencia a la gracia de la oración abre el espíritu progresivamente a gracias y comunicaciones cada vez más estimables; son esos secretos de Dios que el que los recibe no debe exhibir ligeramente, en busca de admiración humana (Adm 21 y 28), sino que, como todos los demás dones, y con mayor razón, debe atribuir y devolver al Señor. Ante todo, Francisco «no dejaba pasar ninguna visitación del Espíritu; cuando se le presentaba, la acogía y gozaba de la dulzura que le era concedida, hasta que el Señor se lo permitía...; procuraba no recibir la gracia de Dios en vano» (2 Cel 95). Y lo propio enseñaba a los demás: «Cuando el siervo de Dios, en la oración, es visitado por el Señor con alguna nueva consolación, debe decirle: Tú, Señor, me has mandado del cielo esta dulce consolación a mí, indigno pecador; yo te 1a restituyo para que me la guardes, porque yo soy ladrón de tu tesoro». También solía orar: «Señor, quítame el bien tuyo en este mundo y consérvamelo para el futuro». Sucede a veces -añadía- que «por una merced de poco valor se pierde un bien inestimable y es causa de que nuestro bienhechor no nos lo dé ya» (2 Cel 99).

Existen, además, las gracias carismáticas: expulsión de demonios, curaciones, milagros. Pero el pobre de Cristo no debe poner en ellas su complacencia, ya que Dios puede servirse para realizar tales obras aun de un pecador (Adm 5,7; VerAl 6; 2 Cel 134).

De lo que sí vale la pena gloriarse es de «las propias debilidades y de cargar cada día con la cruz de Cristo» (Adm 5,8; 14,4). Por lo mismo, son gracia de Dios la persecución, la oposición de los propios hermanos, las contrariedades (1 R 16,10-21; 2 R 10,9-12; Adm 3,8s; 9,1; 6,2; CtaM 2.5); y hasta los malos tratos de los demonios (2 Cel 119; LP 92).

Francisco reconoce haber recibido de Dios gracias excepcionales; pero le desagrada profundamente verse honrado y alabado por ellas. «Aún puedo tener hijos e hijas», decía; y lo razonaba: «En cualquier momento que el Señor quisiera quitarme su tesoro, que me lo ha dado de préstamo, ¿qué otra cosa me quedaría sino el cuerpo y el alma, común también a los infieles? Más aún, estoy convencido de que, si el Señor hubiera concedido a un ladrón o a un incrédulo las gracias que me ha concedido a mí, serían más fieles que yo al Señor» (LP 104; 2 Cel 133).

VII. EL DON DE LA CREACIÓN

San Francisco y Sta. Clara, vidrieraAbierto a las bellezas creadas ya antes de su conversión, fue purificando y enriqueciendo después su mirada de creyente, y ésta le hizo mirar la creación entera llena de la bondad del sumo Bien.

Contemplaba, rebosante de dulzura, la sabiduría, el poder y la bondad del Creador en las creaturas. Cuando miraba el sol, la luna, las estrellas del firmamento, su alma se llenaba de gozo. «No cesaba de glorificar, alabar y bendecir, en todos los elementos y en todas las creaturas, al Creador y gobernador de todas las cosas» (1 Cel 80).

Comprendemos así la exhortación lírica intercalada en la Carta a todos los fieles, sirviéndose de expresiones del Apocalipsis (5,12):

«Así, pues, a este Dios,
que tanto ha soportado por nosotros,
que tantos bienes nos ha comunicado
y nos ha de comunicar en el futuro:

toda creatura que existe en los cielos, en la tierra,
en el mar y en los abismos,
tribútele gloria, honor y bendición» (2CtaF 61).

Idéntica invitación, en las Alabanzas para cada hora (AlHor 8).

Hubiera deseado que las creaturas irracionales poseyeran la capacidad de descubrir los dones recibidos de Dios y de tributarle por ellos agradecimiento y alabanza. El sermón a los pájaros no es sino un desahogo de esa voluntad de sintonizar con las creaturas en un canto permanente de bendición al Creador: «Hermanas avecillas, debéis alabar de continuo a vuestro Creador, porque os ha dado plumas para vestiros, alas para volar...» (1 Cel 58).

Se complacía en especificar, con su sentido de concretez y de vecindad, las peculiaridades de cada creatura que Dios le había dado como hermana. Así lo hizo en el Cántico de las Creaturas, con el alma inundada de gozo, en medio de sus sufrimientos, pensando en los beneficios recibidos del Altísimo: «Cada día usamos de las creaturas -dijo a los hermanos al enseñarles el Cántico- y sin ellas no podemos vivir; y en ellas el género humano ofende mucho al Creador. Cada día nos portamos con ingratitud por este grande beneficio, y no damos las gracias, como es nuestro deber, a nuestro Creador y dador de todo bien» (LP 43; EP 100).

Enseñaba a los hermanos a tratar con respeto aun a los seres insensibles, a los árboles, a las hierbas y flores, porque «cada creatura nos está susurrando: Dios me ha hecho para ti, oh hombre» (LP 51).

Tomás de Celano traduce los sentimientos de Francisco en expresiones doctas:

«Miraba el mundo como un espejo tersísimo de la bondad de Dios. En cada obra alababa al Artífice; todo cuanto hallaba en las creaturas lo refería al Hacedor. Exultaba de alegría en todas las obras de las manos del Señor... En las cosas bellas reconocía a la Belleza suma; cada uno de los seres que para él son buenos siente que le dice: El que nos ha creado es infinitamente bueno... En todas las cosas se le manifestaba ya con claridad esa Bondad fontal, que un día será todo en todos» (2 Cel 165).

VIII. SAN FRANCISCO FORMÓ ESCUELA

He indicado ya cómo el Poverello se esforzó por comunicar a sus hermanos, y aun a los fieles que entraban en su radio de acción penitencial, lo que en él era experiencia de fe y consecuencia de la postura adoptada ante Dios. Por las fuentes biográficas vemos en qué grado logró formar una verdadera mentalidad espiritual en torno a la idea de Dios como Bien supremo y al sentido de los bienes internos y externos.

Nadie supo captar, en esto como en otros aspectos, la enseñanza del fundador, aun en los matices más finamente evangélicos, como santa Clara. Transcribe, de la Regla de san Francisco, sus expresiones sobre la vocación como don e «inspiración» del Señor (c. 2); y en el Testamento se extiende en la ponderación del gran beneficio de la misma vocación, «uno de los mayores que hemos recibido y estamos recibiendo cada día de la liberalidad divina». Lo mismo que Francisco, ve en su propia «conversión» la absoluta iniciativa de Dios, y en cada hermana un don de la divina bondad. También ella habla de la «gracia de trabajara y de servir a la utilidad común; y de la gracia de difundir al exterior del monasterio el testimonio de una vida escondida: «No por nuestros méritos, sino por la misericordia y gracia del dador de todo bien, que es el Padre de las misericordias, difundirán las hermanas el buen olor de su fama...» (TestCl 58). Exhorta a las hermanas a devolver a Dios el talento recibido (TestCl 18); se alegra de los bienes ajenos: «Doy gracias al dador de toda gracia, de quien sabemos que procede toda dádiva preciosa y todo don perfecto (Sant 1,17), porque te ha adornado con tantas muestras de virtud... Todas gozamos con los bienes que el Señor obra en ti con su gracia», escribe a Inés de Praga (2CtaCla 3.25). También Clara celebra al Altísimo, que es riqueza y bondad plena a satisfacción (3CtaCla 27; 4CtaCla 12).

Otro discípulo, buen asimilador de las ideas y sentimientos de san Francisco, es Gil de Asís, cuyas sentencias, sazonadas de luz divina y de buen sentido, eran recogidas con avidez.

Llama a Dios el Bien de todos los bienes: «Todos los ángeles del cielo no son capaces de consolar a quien lo ha perdido». De él nos vienen todos los bienes, y en él están todos los que deseamos tener o a nosotros nos faltan: «Cualquier bien que tú no tienes lo has de considerar en Aquel que lo tiene, admirarlo y engrandecerlo en Él; y una vez que lo hayas recibido, lo debes seguir mirando y poseyéndolo más en Él que en ti».

El Dador de todo bien distribuye de manera diferente, conforme a su beneplácito, los dones de naturaleza. Y también los dones de gracia. Lo que importa es no dejar ocioso el don de Dios: «Hemos de ser muy solícitos en guardar la gracia recibida y en trabajar con ella fielmente; no nos suceda perder el fruto por causa del follaje. Dios da a algunos el fruto y no les da follaje; a otros, les da ambas cosas; a otros, ni fruto ni follaje... Bienaventurado aquel que hace producir a su cuerpo por amor del Altísimo y no se preocupa de obtener recompensa alguna bajo el cielo». Uno de los mayores bienes recibidos de Dios es acertar a «guardar la gracia de Dios y hacerla fructificar en buenas obras». Explica en ese sentido el Negociad hasta mi vuelta de la parábola (Lc 19,13).

Y repite la enseñanza de Francisco: devolver a Dios los bienes de Él recibidos: «Para despojarse de los bienes que Dios obra en cada uno, ante todo hay que devolver los bienes del Señor únicamente al Señor, de quien son». A la pregunta: «¿qué es humildad?», responde: «¡Devolver lo ajeno!».

En consecuencia, ni envanecerse del bien propio ni sentir envidia del bien ajeno, sino al contrario: «En la medida que uno se alegra más del bien que Dios obra en el otro que del que obra en él, hace suyo ese mismo bien, a condición de que sepa hacerlo fructificar y producir; ya que el bien no es del hombre, sino de Dios». Y añadía: «Si no amo suficientemente y no me gozo del bien del otro, y no me entristezco de su mal..., falto a la caridad y en mí disminuye el bien».

Fray Gil repite un concepto, que puede tener cierto matiz ascético negativo, como algunas de sus sentencias sobre otros temas: «Has de pedir a Dios que no te conceda muchos bienes en esta vida, para que no te veas envuelto en duras luchas y pierdas el premio mayor». «Hemos de estar más temerosos de los bienes que de los males, dada nuestra propensión al mal y nuestra resistencia al bien».[12]

Salimbene recoge en su Crónica un dicho de fray Gil en relación con esa prevención sobre el peligro de envanecerse de los bienes o de abusar de ellos: «Grande gracia es no tener gracia alguna».[13] Ciertamente, en esto, no había asimilado el fondo evangélico de las enseñanzas de Francisco, tan agradecido a los dones de Dios en sí y en los demás.

Con san Buenaventura es la teología la que viene a quedar enriquecida con la contemplación franciscana del sumo Bien. Es difícil, ciertamente, deslindar en los escritos del doctor seráfico lo que le viene de la tradición platónica, a través de san Agustín, del Pseudo-Dionisio y de la escuela de San Víctor, de lo que es fruto de su contemplación personal y del clima espiritual creado por san Francisco; pero la sintonía con los conceptos de éste es completa. En la estructura filosófica bonaventuriana el Bien esencial se identifica con el ser; es unum, verum, pulchrum; y no puede menos de ser summum y totale.

Dios es el Bien, el sumo Bien (lo repite muchas veces), todo bien, bien de todos los bienes, el solo bueno, plenitud y suficiencia de bien, causa y fin de cuanto bien existe, autor y fuente de todo bien.

Es la bondad. Siendo el Bien diffusivum sui, esa Bondad fontal se difunde a los seres en fuerza de una expansión voluntaria, «imprime bondad en cada cosa». Las creaturas son todas buenas en sí mismas, pero no por sí mismas, sino «buenas por participación», en cuanto proceden de Dios, ya que «toda bondad viene de Dios».

Toca al hombre libre reconocer esa verdad y dar a los bienes interiores y exteriores el debido sentido. Y, desde el momento que todo bien es comunicación voluntaria y amorosa del Creador, «los bienes terrenos no son nuestros», nos han sido dados «en forma transitoria». En consecuencia, se debe atribuir a Dios todo bien, debe volver a él todo el bien que tenemos y todo el bien que realizamos; no hemos de reservarlo egoístamente para nosotros ni inutilizarlo, sino que «lo hemos de enderezar a los demás».[14]

No es del caso seguir ese magisterio de Francisco en los escritores posteriores, especialmente en los místicos. Ninguno de ellos ha expresado con mayor precisión las ideas del Poverello, sin haberlo leído, que santa Verónica Giuliani († 1727). En cada página de su Diario da a Dios el nombre de sumo Bien. Y acumula expresiones idénticas a las de los escritos de san Francisco: sumo y único Bien, eterno Bien, todo el Bien, Bien de todos los bienes, plenitud de bien; «no hay otro bien que Dios, todo bien viene de Dios, es de Dios y debe tornar a Dios».[15]

* * *

N O T A S :

[1] Véase A. Gardeil, Bien (Le), en Dict. Théol. Cath., II, París 1910, 825-836.

[2] Adv. haereses, 4,14, 1: MG 7,1010. Véase Hilario, In psal. 2,15: ML 9,269; Gregorio Naz., Orationes 38,9: MG 36,320; Agustín, De civ. Dei 11,24: ML 41,338; Gennadio, Lib. eccles. dogmatum 10: ML 58,983; Juan Damasceno, De fide orthod.: MG 94,864.

[3] De div. nominibus IV: MG 3,693-708.

[4] De spiritu et anima 63; De sacramentis I, 4; De bono summo et non summo. Miscell. 186: ML 40,827-829 (entre las obras atribuidas a S. Agustín); 176,241s; 177,582s.

[5] De natura et dignitate amoris 5; In antiph. Salve Regina 1,5; Sermo de miseria humana 5: ML 184, 388, 1064, 1113, 1203.

[6] Epistolae: ML 182 (ver Indice); Serm. in Cantica: ML 183, 833, 836s, 1019.

[7] Serm. de Adventu Domini IV: ML 183,48.

[8] Denzinger, Enchiridion symbolorum, n. 790, 800.

[9] Véase mi estudio «Appropriatio» et «expropriatio» in doctrina sancti Francisci, en Laurentianum 11 (1970) 3-35.

[10] E. Leclerc, El Cántico de las criaturas, Aránzazu 1977, 59-65.

[11] TC 28; 2 Cel 15. El mismo razonamiento hallamos en el caballero cortés, que Francisco conquistó para la fraternidad según las Florecillas, 37.

[12] Dicta beati Aegidii. Ed. Quaracchi 1905, págs. 25s, 92-94, 97s, 99, 102, 104, 119.

[13] Crónica. Ed. MGH SS XXXII, 184.

[14] Dada la multitud de textos, remito solamente a los más significativos: Opera omnia, Quaracchi 1882-1891, I, 40s, 44, 53, 746; II, 26s, 44, 51, 114, 191, 690, 700, 811, 817; III, 595, 630; IV, 7, 33s, 76, 108, 117, 442; VII, 151, 422, 461, 464; VIII, 6, 7, 14, 110, 189; IX, 332, 479s, 516, 596, 694.

[15] S. Veronica Giuliani, Un tesoro nascosto ossia Diario... Ed. O. Fiorucci, Città di Castello 1969-1974; 5 vols.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, núm. 34 (1983) 41-62]

 


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