DIRECTORIO FRANCISCANOEspiritualidad franciscana |
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[Título original: Comment saint François a-t-il conçu et vécu l'annonce du Saint Évangile?, en Évangile Aujord'hui n. 100 (1978) 37-43] ¡Cuántas voces nuevas se levantaban ya en el siglo XIII! ¡Cómo empezaba a patinar ya el lenguaje tradicional de la Iglesia en el universo cultural nuevo que estaba surgiendo! ¡Cuántas debilidades de la Iglesia debían embotar la palabra del predicador! La tentación de callarse debía irse infiltrando en el corazón de no pocos creyentes... La gente se preguntaba ya sobre las ambigüedades de un anuncio semejante: ¿Es el de una iglesia determinada, el de una «civilización cristiana», o el del Evangelio? Lo cierto es que no bastaba ya repetir enérgicamente un «pensamiento ortodoxo» o reformar las estructuras para convencer y evangelizar. La cuestión estaba ya planteada: ¿Cómo anunciar una Buena Nueva que sigue siendo una esperanza activa, un poder de vida que dinamiza a quienes la reciben?... Francisco de Asís apareció como una respuesta viva a estas preguntas para sus contemporáneos; pero, ¿puede todavía hoy ayudarnos a resolver estos interrogantes en un contexto cultural diferente? Vamos a intentar probar que sus intuiciones en este campo fueron tan profundas, que han adquirido una verdadera permanencia universal, aun cuando tengamos que re-inventar aplicaciones propias de nuestro tiempo. I. Su intuición fundamental: anunciar el Evangelio En Francisco, la experiencia personal precede siempre a la reflexión. Así, la dimensión «misionera» de su vida evangélica sólo emerge verdaderamente después de tres largos años de conversión personal a la Buena Nueva. Todo el mundo conoce el episodio decisivo del Evangelio del «envío a misión» en la Porciúncula. San Francisco entiende inmediatamente, durante la misa de los apóstoles, esa «carta» del misionero (Mt 10), en la que el Evangelio se convierte en «una Buena Nueva que hay que anunciar» (LM 3,1-2). Lo que impresiona a Francisco es, ante todo, una manera evangélica de vivir en medio de los hombres. No es la predicación explícita de los apóstoles lo que, en primer lugar, le seduce, sino su género de vida. Él se da cuenta de inmediato de que el enviado es la expresión viva de su mensaje. La vida misma del apóstol constituye la primera «Palabra» explícita del Reino... Esta intuición es decisiva. Francisco comprende que ser «enviado» no consiste primariamente en hablar, sino en comprometer toda su existencia en el Misterio de la Salvación, en revivir la existencia de Cristo Jesús, en identificarse con su misión. Como la mayor parte de sus intuiciones espirituales, ésta se enraíza en una percepción casi visual del misterio de la Encarnación. Él «ve» que el Hijo único de Dios, el Enviado, el Misionero por excelencia, el Anunciador privilegiado, deja la gloria del Padre para venir a nosotros. Esto es lo que le conmueve: ese misterioso movimiento de la Encarnación del Amor Salvador que arrastra a Dios a caminar entre los hombres. Su concepción de la misión y del «Anuncio» brota de esa experiencia mística fundamental. Anunciar el Evangelio no es, primariamente, predicar un mensaje, sino participar en ese movimiento permanente del Amor que se da, revivir esa «andadura misionera» de la Encarnación redentora. En adelante, la única justificación de su comportamiento apostólico será: «El señor dice..., el Señor hizo...». Francisco contempla a Cristo, y el famoso dilema «¿hay que decir o hay que hacer?», se desvanece por sí mismo. Su mirada interior capta de golpe la unidad del Anuncio del Evangelio. El anuncio de la Salvación hecho carne en Jesús es a la vez un ejemplo de vida, una palabra proclamada y la sangre derramada. La misión de Cristo es a la vez un misterio de presencia discreta, silenciosa y laboriosa entre nosotros, durante treinta años; durante tres años, una manifestación pública en signos y en palabras; durante tres días, una vida entregada hasta el don de la sangre. Treinta años, tres años, tres días. Ahí tenemos las tres modalidades de la misión en que Jesús anuncia y salva. Tres modalidades que los enviados deberán revivir, más o menos, según las llamadas del Espíritu y los acontecimientos exteriores. Francisco captó tan bien este misterio único de la misión que jamás disociará esas tres dimensiones del Anuncio del Evangelio. Su intuición cambia de arriba abajo la concepción de su tiempo, que mezclaba siempre el anuncio y su sueño de conquista o de cruzada. Por eso, Francisco considera explícitamente la misión para sus hermanos bajo esas tres modalidades crísticas. ¡Por primera vez en la Iglesia se inserta en una regla de vida religiosa un capítulo especial referente a la misión! II. Una presencia discreta y laboriosa «Y los hermanos que van (entre infieles), pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos modos. Uno, que no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos» (1 R 16,5-6). Francisco considera, pues, como «anuncio del Evangelio» esa prolongación directa del misterio de la Encarnación de Cristo. Esta «misión de Nazaret» será descubierta de nuevo por un Charles de Foucauld, que tanto debe a san Francisco en este aspecto. El comportamiento de Jesús es una Buena Nueva, tan decisiva como su enseñanza. ¡Sería extraño hablar de anuncio del Evangelio olvidando que Aquel que dijo: «He venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo!» (Lc 12,49), pasó treinta de sus treinta y tres años de vida terrestre en el silencio de lo cotidiano del hombre! ¡Estas son las prisas de Dios! ¡Con tantos carpinteros como había en su tiempo! Esta proximidad sorprendente de Dios que se infiltra suavemente en el tejido de las cosas simples de la vida de los hombres es un «anuncio» revolucionario. La Palabra hecha carne no se manifestó durante treinta años más que en la trama de las relaciones humanas: visitas a los vecinos, a los parientes; presencia en las fiestas del pueblo, en los acontecimientos familiares, religiosos; participación en las oraciones que se hacían en la sinagoga del pueblo los sábados, en la peregrinación anual a Jerusalén... Esta proximidad es tan grande que el día en que Jesús manifestará su divinidad, los que le rodeaban se quedarán profundamente sorprendidos (Mc 6,3). Jesús es una revelación sorprendente del Anuncio del Evangelio. Esta manera de ser de una vida evangélica fue una de las modalidades esenciales de anuncio para los primeros hermanos menores. Estén ocupados en los trabajos de la temporada dentro del medio ambiente o en las leproserías, la importancia que san Francisco da en las Reglas a la cuestión del trabajo en el exterior es un testimonio evidente de ello. Señalemos de paso que Francisco no envió a sus hermanos a trabajar en casas de terceros para invitar a los hombres a tomar en serio ese trabajo -tenían ya tendencia a trabajar en demasía-, sino para introducir en la vida de trabajo el santo Evangelio y la vida del Espíritu. Lo más notable es que Francisco considera esta presencia fraterna como una «función espiritual» entre los mismos infieles y no sólo en el seno de la cristiandad. Porque «confesar que uno es cristiano», tampoco es callarse en una vida anónima, anulada, inodora e insípida en el espesor de lo humano. Vivir como hermanos, invitar a los hombres a reconocerse «hermanos» es un anuncio misionero fundamental. Esta Buena Nueva es tan enorme que se basta a sí misma como «función espiritual». Es, por lo demás, el único signo de «reconocimiento» de su presencia actual entre los hombres que Cristo resucitado deja a su Iglesia: «En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os amáis unos a otros» (Jn 13,35). Ahora bien, esta fraternidad evangélica vivida y compartida es lo contrario de un silencio. Ella será necesariamente un riesgo, una provocación y siempre un combate. Invitar a los hombres a descubrir que son hermanos es un «anuncio» que, a veces, costará caro en compromisos dolorosos. ¡No basta estar insertados para estar próximos, no basta estar próximos para estar presentes! Confesar que soy cristiano en medio de los «infieles», significa en todo caso arriesgar mucho. Cada uno puede fácilmente situar esto en los contextos culturales actuales. Los primeros compañeros de Francisco, si bien compartían los trabajos de sus contemporáneos, estaban lejos de encontrarse «tranquilamente» insertos, ¡causaban incluso escándalo! Paradójicamente, estaban más marginados que integrados en su sociedad. Su «anuncio» silencioso tenía aires de rupturas que estallaban como palabras provocativas. Este tiempo de la amistad compartida, del amor sembrado, del grano enterrado es, por tanto, una forma de «palabra» tenida en cuenta por Francisco y sus hermanos. No se trata sólo de hablar del Reino, sino de vivirlo ya un poco, de proclamar con la propia vida que se poseen ya algunas semillas y algunos bienes: la paz, la alegría, la justicia, el amor, los frutos del Espíritu de las Bienaventuranzas. Los hombres deben presentir, por el anuncio de nuestra vida, los secretos de ese mundo nuevo. En el fondo, Francisco captó fuertemente que el Reino no es una realidad que se demuestra, sino que se muestra. Una de las características de este anuncio es el respeto a las personas, virtud evangélica y franciscana fundamental. Esta amistad verdadera, sin cálculos, invita por sí misma a compartir lo que cada uno tiene de más profundo y mejor. A veces, y con más frecuencia de lo que se piensa -he sido a menudo testigo de ello en país musulmán-, se nos puede presentar la ocasión de compartir lo que constituye el corazón de nuestra vida: yo hablaré de mi Señor, a quien amo, y él me hablará de sus convicciones, sencillamente, libremente, respetuosamente, porque cada uno sabe que el otro no trata de recuperarlo, de enrolarlo en su sistema, puesto que se ama y se tiene un respeto mutuo. Según Francisco, para vivir esta clase de «anuncio», era necesario recibir el llamamiento del Espíritu del Señor y estar enteramente habitado por su presencia. Porque hace falta saber callarse y escuchar largo tiempo para discernir y anunciar los pasos de Dios en una realidad humana. Escuchar y compartir, intercambiar mutuamente nuestros puntos de vista para ver las huellas de Dios que cruzan los pasos de los hombres, supone hermanos convencidos, como Francisco, de que el amor de Dios nos precede por todas partes, activo en la vida de las personas y de los grupos, a pesar de las ambigüedades y del pecado. Y este «Espíritu que continúa su obra en el mundo y consuma toda santificación» no se discierne más que junto a lo más profundo de las realidades de cada día. Atreverse a anunciar la Buena Nueva de Jesucristo, requiere que ella resuene en lo más profundo de nuestras solidaridades. Gritar a Jesús como un eslogan publicitario, pegado en el exterior (pienso en esas singulares pegatinas), encargado de realizar el milagro de la felicidad, es una falta de fe en el Cristo encarnado y una falta de respeto a las personas. El anuncio de Jesucristo resuena en «una historia de salvación». Tal anuncio brota de Dios, pero en medio de los hombres. «Anunciar» en el interior de todos los grupos humanos, es vivir a Cristo que quiso él mismo estar vinculado a una condición social y cultural determinada; esto no es recortar la Buena Nueva, sino darle su «encarnación». Francisco lo presintió ya perfectamente. III. Una manifestación pública «Otro modo, que, cuando les parezca que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios para que crean en Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y se hagan cristianos» (1 R 16,7). Este anuncio público y explícito de Cristo por los caminos de Palestina fue para Francisco, después de algunos años de trabajo manual y de servicio en las leproserías, el modelo de anuncio que adoptó. Apenas trabajará ya con sus manos. Su «anuncio» misionero tomará ese ritmo binario tan característico de su espiritualidad. Vivirá más de la mitad de su tiempo retirado, en la oración contemplativa gratuita, y la otra mitad estará consagrada a la predicación-exhortación itinerante. Desde los orígenes de la Orden, ese tipo de «anuncio» del santo Evangelio es evidente: invitación apremiante a la penitencia, a la conversión del corazón para acoger la Buena Nueva, los bienes del Reino, el precio de la Salvación ofrecido por Cristo. Apenas rodeado de siete compañeros, «Francisco les manifestó su proyecto de enviarles a las cuatro partes del mundo... como trazando una inmensa señal de la cruz... "Marchad, les dijo, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados"» (LM 3,7; 1 Cel 23 y 29). Su sentido universal, católico, de ese anuncio se desborda en sus Cartas, como, por ejemplo, la dirigida «a las autoridades de los pueblos», con el empleo tan frecuente de la palabra «todo». Muy pronto los compañeros podrán escribir: «Los hermanos fueron enviados a casi todas las partes del mundo» (TC 62). Esta dimensión misionera del anuncio explícito y universal es fundamental para la familia franciscana. ¿Incoherencia? ¿Contradicción entre estas dos formas de «anuncio» queridas por Francisco mismo? No. Por el contrario, intuición unificadora del misterio de la misión permanente y actual de Cristo. ¡Francisco es capaz de planear para sus hermanos un tipo de «anuncio» que él personalmente no vivirá! A lo largo de nuestra historia franciscana, ha sido privilegiado uno u otro «anuncio» del santo Evangelio. Cada época, cada país tiene necesidades imperiosas que postulan el uno o el otro. El peligro está en la exclusión sistemática del uno o del otro, por costumbre, por falta de audacia o por reducción inconsciente de la visión amplia de san Francisco. Lo más extraño sería ver a unos hermanos cerrarse a los que tienen que vivir el anuncio que es complementario del que ellos mismos viven, cuando la misión franciscana exige para ser completa, tal como Francisco la quiso, la permanencia de esos dos tipos de anuncio del santo Evangelio. Una vez más, aquí, la vida evangélica franciscana no puede ni debe ser encarnada por un solo tipo de hermano, ni siquiera por un solo tipo de fraternidad. Es verdad, sin embargo, que cada hermano menor, y cada fraternidad, deberá interrogarse siempre sobre su opción y sobre la verdad del tipo de «anuncio» que el Señor o la Iglesia le ha confiado. Ninguno de los dos funciona automáticamente; cada uno de ellos necesita plantearse periódicamente unos interrogantes valientes. ¿Anuncia mi vida el Evangelio? ¿Qué queda en mi vida personal, en mi vida comunitaria, de aquel soplo misionero universal que animaba a Francisco y a sus hermanos? IV. Conclusión Recordemos, finalmente, para no traicionar la intuición de Francisco, que concluye su capítulo sobre la misión entre los infieles diciendo: «Y todos los hermanos, dondequiera que estén -cualquiera que sea el tipo de anuncio vivido-, recuerden que se dieron y abandonaron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos tanto visibles como invisibles...» (1 R 16,10-11). Y termina este capítulo misionero con doce citas evangélicas cuya ilación es la persecución y las pruebas. Está claro para Francisco que todos los hermanos deben participar en los sufrimientos y en la misión redentora de Cristo. Para él, las dificultades, las pruebas no constituyen un deplorable obstáculo para la misión, sino que ellas son un elemento constitutivo de la misma. Por otro lado, él consideró siempre el envío a misión como un don de la propia vida. Francisco «partirá» siempre para vivir el «martirio» como un testimonio, un «anuncio». Para Francisco, por último, ser un enviado, un testigo que «anuncia», es, ante todo, revivir en sí mismo todo el misterio, todos los actos salvíficos de Cristo. Anunciar es entregar la propia vida mediante una presencia evangélica en medio de los hombres, es un anuncio público y explícito de la Salvación y, a veces, es una sangre derramada. Este don por amor es el que constituye la unidad de la misión bajo esas tres modalidades, y el que salva. Sólo el amor es misionero, salvador. La misión es una participación en ese amor de Cristo que salva amando. Para Francisco de Asís, «anunciar» el santo Evangelio es siempre comprometer la propia vida en la Pascua del Señor. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. VIII, núm. 22 (1979) 89-94] |
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