DIRECTORIO FRANCISCANO
ENCICLOPEDIA FRANCISCANA

MASEO DE MARIGNANO,
COMPAÑERO DE SAN FRANCISCO

por Daniel Elcid, o.f.m.

.

 

Fray Maseo es una de las figuras más populares y castizas del primitivo franciscanismo. Entró en la fraternidad en 1210 ó 1211. De porte airoso y de maneras gentiles, era preferido por Francisco por su decir agradable, por su prudencia y porque se daba arte para protegerle a él de la indiscreción de la gente en sus raptos. Por lo mismo que era humanamente bien dotado, trabajó durante toda su vida por adquirir la virtud de la humildad; en ocasiones le ayudaba el Santo en ese empeño, ejercitándolo intencionadamente. Murió nonagenario en 1280, venerado como preciada reliquia de los tiempos heroicos (L. Iriarte).


El hermano Maseo era natural de Marignano, «pequeña población del condado de Asís» (Fortini). Fue también uno de los primeros compañeros de San Francisco, pues entró en la Orden el mismo año que Junípero, en 1210. Y uno de los frailes de su mayor confianza.


¿El menos hecho para la humildad?

En la etopeya o descripción ideal del verdadero hermano menor hecha por San Francisco (EP 85), Maseo es propuesto, sobre todo, por la simpatía de sus buenas prendas humanas: «Su presencia agradable y sus finos modales, junto con su conversación elegante y devota». Era un real mozo, gallardo, suelto, simpático; y «tenía el rostro siempre sonriente». Poseía también buenas cualidades del espíritu, y por éstas -para perfeccionarlas- se adhirió al grupo inicial del Pobrecillo, y perseveró santamente hasta el fin. ¿Fueron en él tantas y tan buenas prendas una dificultad para ser franciscanamente humilde? Por de pronto, «era muy diferente del simplicísimo hermano Junípero» (Cuthbert), y como su contrapunto temperamental. Y el hecho es que Francisco «tuvo especial empeño en establecerlo sobre la base de la humildad, para curarlo de toda vanagloria».

Pronto llegó a destacar por sus buenas dotes espirituales. Como era tan notable en lo físico y en lo temperamental, los otros se fijaban en él, y lo observaban, de día y de noche. Comía una sola vez en cada jornada, y eso al atardecer. Se retiraba luego a la celda para un breve sueño. Se levantaba a la media noche, y el resto nocturno lo pasaba en vela, orando con fervor y pronunciando una y otra vez, con abundantes lágrimas, estas palabras: «Señor mío Jesucristo, concédeme un verdadero dolor de mis pecados, y la gracia de repararlos y enmendar mi vida según tu voluntad»; y ésta era su oración para alcanzar humildad hacia abajo. Al amanecer, participaba en la Eucaristía, regresaba a su celda y se ponía a cantar a media voz: «Señor, Dios mío, haz que te conozca, y te reverencie, y te ame de todo corazón»; y ésta era su oración para alcanzar humildad hacia arriba.

En ese tono de la humildad iban también sus sencillas conversaciones. Con una preferencia distinta del hermano Gil, aconsejaba: «Es mejor visitar a los santos vivos que a los santos muertos. Los santos vivos te enseñarán con su experiencia a superar los peligros y a vencer las tentaciones del cuerpo y del espíritu». Afirmaba: «Allí hay mayor ganancia donde hay mayor utilidad»; a mí me gusta decir lo mismo en esta forma: «Para cada uno, lo mejor es aquello que más bien le hace». Y, por esa doble gracia de su buen talante y de su virtud, este hombre bien plantado era también un bien pensado. En el convento de Cibotola contaban los frailes con un señor que les ayudaba en todo gustosa y desinteresadamente. Pero tenía un defecto: era muy murmurador, y metía en el convento los chismes de fuera, especialmente los escándalos de los sacerdotes. Y eso al cortés y bondadoso hermano Maseo le disgustaba. Un día lo tomó por su cuenta y le aconsejó:

-- Hijo, te ruego que pienses siempre en las buenas obras de los hombres y de las personas consagradas, y, así, de malo te harás bueno, y de bueno óptimo. Pero, si estás siempre fijándote en las cosas malas, y dándoles vueltas en tu mente, y contándoselas a los demás, de bueno te harás malo, y de malo pésimo.

Este hermano Maseo fue uno de los preferidos de Francisco para compañero de sus andanzas. Se lo llevó con él a Roma en un viaje histórico, en que el cielo le confirmó su vocación de pobreza evangélica; con él y con el hermano Ángel iba cuando el original y famoso sermón a las hermanas avecillas, maravilla poética, que -según Fortini- «el hermano Maseo confirmó con un testimonio posterior»; y con él se lo llevó a predicar a Francia, cuando repartió el mundo por parejas, entre los pocos que eran; y Wadingo y Fortini afirman que lo tomó de par cuando se presentó ante Honorio III en 1221 para que le confirmara el extraordinario privilegio del Perdón de Asís o de la Porciúncula. Y se sirvió de él para devolverle la paz con unas palabras de amor al turbado hermano Ricerio. Y como recadero de su confianza para consultar con el hermano Silvestre y la hermana Clara la solución de su crisis vocacional: si dedicar su vida al apostolado o a la contemplación. Por el voto de los dos consultados, transmitido por Maseo, ganó el apostolado -y ganamos todos-, pero a Francisco le quedó para siempre una querencia tensa a retirarse para dialogar a solas con Dios. Y, cuando se recogía en algún eremitorio para esos largos paréntesis de oración, se llevaba consigo al hermano Maseo. Y las gentes acudían a Francisco también allí, como moscas a la miel. Pero el hermano Maseo se daba tal destreza, con sus palabras amables y su buen porte, que lograba que le dejaran al Pobrecillo en la paz de su soledad dialogante con Dios, y que los importunos se volvieran a sus casas contentos y ejemplarizados (1).


Las pruebas

He informado antes de que Francisco se dedicó a probar al hermano Maseo para curarle hasta del peligro de la vanagloria; en otras palabras, a ejercitarlo en la humildad. He aquí las pruebas, bonitas y eficaces. La primera viene narrada en la Vida y en las Florecillas. Sucedió a los comienzos de la Orden. En las Florecillas se titula así: Cómo San Francisco quiso humillar al hermano Maseo. Tan bella es, que voy a transcribirla sin cambiarle un ápice:

«San Francisco gustaba de humillar al hermano Maseo, con el fin de que los muchos dones y gracias que Dios le daba no le hiciesen envanecerse, sino, más bien, le hiciesen crecer de virtud en virtud a base de humildad. Una vez que se hallaba en un eremitorio con sus primeros compañeros, verdaderos santos, entre los que estaba el hermano Maseo, dijo un día a éste delante de todos:

-- Hermano Maseo, todos estos compañeros tuyos tienen la gracia de la contemplación y de la oración; tú, en cambio, tienes la gracia de la predicación y el don de agradar a la gente. Quiero, pues, que, para que ellos puedan darse a la contemplación, te encargues tú de atender a la puerta, a la limosna y a la cocina. Cuando los demás hermanos estén comiendo, tú comerás a la puerta del convento, de manera que los que vengan, ya antes de llamar, reciban de ti algunas buenas palabras de Dios, y así no haya necesidad de que ningún otro vaya a recibirlos. Y esto lo harás por el mérito de la santa obediencia.

El hermano Maseo se quitó la capucha, inclinó la cabeza y recibió con humildad esta obediencia, y la fue cumpliendo durante varios días, atendiendo juntamente a la puerta, a la limosna y a la cocina.

Pero los compañeros, siendo como eran hombres iluminados por Dios, comenzaron a sentir en sus corazones gran remordimiento al ver que el hermano Maseo, hombre de tanta o más perfección que ellos, tenía que correr con todo el peso del eremitorio, mientras ellos estaban libres. Movidos, pues, por un mismo impulso, fueron a rogar al padre santo que tuviera a bien distribuir entre ellos aquellos oficios, ya que en manera alguna podían soportar sus conciencias que el hermano Maseo tuviera que sobrellevar tantas fatigas. Al oírles, San Francisco dio crédito a sus consejos y accedió a lo que pedían. Llamó al hermano Maseo y le dijo:

-- Hermano Maseo, tus compañeros quieren compartir contigo los oficios que te he encomendado; quiero, pues, que esos oficios se repartan entre todos.

-- Padre -dijo el hermano Maseo con gran humildad y paciencia-, lo que tú dispones, en todo o en parte, yo lo acepto como venido de Dios.

Entonces, San Francisco, viendo la caridad de aquellos hermanos y la humildad del hermano Maseo, les dirigió una plática admirable sobre la santísima humildad, enseñándoles que cuanto mayores son los dones y las gracias que Dios nos da, tanto más humildes debemos ser; porque, sin humildad, ninguna virtud es acepta a Dios. Y, hecha la plática, distribuyó los oficios con grandísima caridad.

En alabanza de Cristo. Amén» (Flor 12).

La segunda prueba es todavía más simpáticamente chocante. También la voy a copiar de las Florecillas, no por mi comodidad, sino por darla en su belleza primitiva:

«Yendo de camino un día San Francisco con el hermano Maseo, éste caminaba un poco adelantado, y, al llegar a un cruce del que se podía llegar a Siena, a Florencia y a Arezzo, dijo el hermano Maseo:

-- Padre, ¿qué camino hemos de seguir?

-- El que Dios quiera -respondió San Francisco.

-- Y ¿cómo podremos saber cuál es la voluntad de Dios? -repuso el hermano Maseo.

-- Por la señal que ahora verás -dijo San Francisco-. Te mando, pues, por el mérito de la santa obediencia, que en ese cruce, en el mismo sitio donde tienes los pies, te pongas a dar vueltas en redondo, como hacen los niños, y no dejes de dar vueltas hasta que yo te diga.

El hermano Maseo comenzó a dar vueltas sobre sí mismo; y tantas dio, que cayó varias veces al suelo por el vértigo de la cabeza, como es común en semejante juego; pero, como San Francisco no le decía que parase y él quería obedecer puntualmente, volvía a levantarse y seguía dando vueltas. Finalmente, cuando giraba más aprisa, dijo San Francisco:

-- Párate y no te muevas.

El se quedó quieto. Y San Francisco:

-- ¿Hacia qué parte tienes vuelta la cara?

-- Hacia Siena -respondió el hermano Maseo.

-- Ese es el camino que Dios quiere que sigamos -dijo San Francisco.

Marchando por aquel camino, el hermano Maseo no salía de su asombro, porque San Francisco le había obligado a hacer, a la vista de la gente que pasaba, lo que hacen los chiquillos; pero, por respeto, no se atrevió a decir nada al padre santo.

Cuando se hallaban cerca de Siena, los habitantes, al saber la llegada del santo, le salieron al encuentro y, con muestras de devoción, los llevaron en volandas, a él y a su compañero, hasta el palacio del obispo, sin dejarles tocar la tierra con los pies. En aquel mismo momento, algunos hombres de Siena estaban combatiendo entre sí, y habían muerto ya dos de ellos; llegando San Francisco, les predicó con tal devoción y fervor, que los indujo a hacer las paces y a vivir en grande unidad y concordia. Sabedor el obispo de Siena de la santa obra que había realizado San Francisco, le invitó a su casa y le recibió con grandísimo honor, reteniéndolo aquel día y también la noche. A la mañana siguiente, San Francisco, que, como verdadero humilde, no se buscaba a sí mismo en sus acciones, sino la gloria de Dios, se levantó temprano con su compañero y partió sin saberlo el obispo.

Esto le hacía al hermano Maseo ir murmurando en su interior por el camino: "¿Qué es lo que ha hecho este buen hombre? Me ha mandado dar vueltas como a un chiquillo, y luego al obispo, que lo ha tratado con tanta honra, no le ha dirigido siquiera una palabra de agradecimiento". Y le parecía al hermano Maseo que San Francisco se había comportado con poca discreción.

Pero luego, entrando dentro de sí bajo la inspiración divina, comenzó a reprenderse en su corazón: "Eres demasiado soberbio, hermano Maseo, al juzgar las obras divinas, y mereces el infierno por tu indiscreta soberbia; porque ayer hizo San Francisco tan santas acciones, que no hubieran sido más admirables si las hubiera hecho un ángel de Dios. Por lo tanto, aunque te mandase tirar piedras, deberías obedecerle; lo que él ha hecho en este viaje ha sido efecto de la bondad divina, como lo muestra el buen resultado que se ha seguido, ya que, de no haber puesto en paz a los que luchaban entre sí, no sólo hubieran perecido a cuchillo muchos cuerpos, como ya se había comenzado, sino que el diablo habría arrastrado también muchas almas al infierno. Así, pues, tú eres muy necio y muy orgulloso al murmurar de lo que viene manifiestamente de la voluntad de Dios".

Y todas estas cosas que iba diciendo el hermano Maseo en su interior mientras caminaba delante, fueron reveladas por Dios a San Francisco. Por lo cual, acercándose a él, le dijo:

-- Procura atenerte a las cosas que estás pensando ahora, porque son buenas y provechosas e inspiradas por Dios; pero aquella primera murmuración que traías antes era ciega, vana y orgullosa, y fue el demonio quien te la puso en el ánimo» (Flor 11).

La Vida concluye la narración así: «Y el hermano Maseo quedó admirado, y, humildemente, se reconoció culpable delante de San Francisco».

Pasemos a otra prueba. Aquí es cómo el hermano Maseo, que seguía en sus dificultades para comprender la humildad, aunque procuraba practicarla, quiso poner a prueba la humildad de su maestro. Es una de las páginas franciscanas más conocidas, y se ha citado y se seguirá citando como una de las más logradas de la literatura cristiana, al tratar de la verdadera humildad. Voy a evitar el comentario, aunque se pinta por sí oportuno, para no salirme de mi plan narrativo. El texto es, en su expresión original, tan breve, redondo y perfecto, que me recuerda la frase del poeta: «No la toquéis, que así es la rosa». Así es esta Florecilla:

«Se hallaba San Francisco en el lugar de la Porciúncula con el hermano Maseo de Marignano, hombre de gran santidad y discreción y dotado de gracia para hablar de Dios; por ello lo amaba mucho San Francisco. Un día, al volver San Francisco del bosque, donde había ido a orar, el hermano Maseo quiso probar hasta dónde llegaba su humildad; le salió al encuentro y le dijo en tono de reproche:

-- ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?

-- ¿Qué quieres decir con eso? -repuso San Francisco.

Y el hermano Maseo:

-- Me pregunto: ¿por qué todo el mundo va detrás de ti, y no parece sino que todos pugnan por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble. Y, entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?

Al oír esto, San Francisco sintió una grande alegría de espíritu, y estuvo por largo espacio vuelto el rostro al cielo y elevada la mente en Dios. Después, con gran fervor de espíritu, se dirigió al hermano Maseo y le dijo:

-- ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a buenos y malos; y esos ojos santísimos no han visto, entre todos los pecadores, ninguno más vil, ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y, como no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que quede patente que de El, y no de criatura alguna, proviene toda virtud y todo bien, y nadie puede gloriarse en presencia de El, sino quien se gloría, ha de gloriarse en el Señor (1 Cor 1,27-31), a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre.

El hermano Maseo, ante respuesta tan humilde y dicha con tanto fervor, quedó lleno de asombro, y comprobó con certeza que San Francisco estaba bien cimentado en la verdadera humildad.

En alabanza de Cristo. Amén» (Flor 10).

Y vayamos con la última prueba. Otra lindeza literaria y espiritual. Debía figurar sin excepción en todo tratado sobre la ecología, como una lección de su Patrono, San Francisco. Por mi parte, venzo la tentación de presentarla floreadamente en lenguaje moderno, y, dejando también aquí el texto de la Vida, doy la versión de las Florecillas. Y trate el lector de que el placer de leer esta belleza no le estorbe mirar a nuestro hermano Maseo ejercitando una vez más su difícil humildad.

«El admirable siervo y seguidor de Cristo messer San Francisco, para conformarse en todo perfectamente a Cristo, quien, como dice el Evangelio (Mc 6,7; Lc 11,3), envió a sus discípulos de dos en dos a todas las ciudades y lugares a donde él debía ir, una vez que, a ejemplo de Cristo, hubo reunido doce compañeros, los mandó de dos en dos por el mundo a predicar. Y, para darles ejemplo de verdadera obediencia, se puso él mismo en camino, a ejemplo de Cristo, que comenzó a obrar antes que a enseñar (Hech 1,1). Habiendo asignado a los compañeros las otras partes del mundo, él tomó al hermano Maseo por compañero y se dirigió a tierras de Francia.

Al llegar un día muy hambrientos a una aldea, fueron, según la Regla, a pedir de limosna el pan por amor de Dios. San Francisco fue por un barrio y el hermano Maseo por otro. Pero, como San Francisco era de aspecto despreciable y pequeño de estatura, por lo que daba la impresión, a quien no le conocía, de ser un pordiosero vil, no recogió sino algunos mendrugos y desperdicios de pan seco. Al hermano Maseo, en cambio, por ser tipo gallardo y de buena presencia, le dieron buenos y grandes trozos, y aun panes enteros.

Terminado el recorrido, se juntaron los dos en las afueras del pueblo para comer en un lugar donde había una hermosa fuente, y, cerca de la fuente, una hermosa piedra, ancha, sobre la cual cada uno colocó la limosna que había recibido. Y, viendo San Francisco que los trozos de pan del hermano Maseo eran más numerosos y más hermosos y grandes que los suyos, no cabía en sí de alegría, y exclamó:

-- ¡Oh hermano Maseo, no somos dignos de un tesoro como éste!

Y, como repitiese varias veces estas palabras, le dijo el hermano Maseo:

-- Padre carísimo, ¿cómo se puede hablar de tesoro donde hay tanta pobreza y donde falta lo necesario? Aquí no hay ni mantel, ni cuchillo, ni tajadores, ni platos, ni casa, ni mesa, ni criado, ni criada.

-- Esto es precisamente lo que yo considero gran tesoro -respondió San Francisco-: el que no haya aquí cosa alguna preparada por industria humana, sino que todo lo que hay nos lo ha preparado la santa providencia de Dios, como lo demuestra claramente el pan obtenido de limosna, la mesa tan hermosa de piedra y una fuente tan clara. Por eso quiero que pidamos a Dios que nos haga amar de todo corazón el tesoro de la santa pobreza, tan noble, que tiene por servidor al mismo Dios.

Dichas estas palabras, y habiendo hecho oración y tomado la refección corporal con aquellos trozos de pan y aquella agua, reanudaron el camino hacia Francia» (Flor 13).

Y suspendo aquí la narración, pues lo que sigue nos viene mejor para el apartado siguiente.


El premio

Tanta paciencia para adquirir la humildad tuvo su premio, y múltiple.

El primero -preciadísimo- fue la confianza que puso en él San Francisco. Ya la hemos visto en las páginas anteriores. Esa confianza de privilegio le acompañó hasta el fin. Cuando el Pobrecillo subió al Alverna para la ascensión más alta de su vida mística, se llevó a tres de sus más íntimos: los hermanos Ángel, León y Maseo.

Y a éste le dijo, camino del monte:

-- Tú, hermano Maseo, serás nuestro guardián y nuestro superior en este viaje, mientras caminemos y estemos juntos...

Y, después que el Pobrecillo quedó allí prodigiosamente transfigurado en Cristo Crucificado, «se dispuso a regresar a Santa María de los Ángeles. Llamó a los hermanos Maseo y Ángel, y, después de muchas palabras y santas enseñanzas, les recomendó aquel monte santo con todo el encarecimiento que pudo, y les dijo que le convenía volver, juntamente con el hermano León, a Santa María de los Ángeles. Dicho esto, se despidió de ellos, los bendijo en nombre de Jesucristo Crucificado, y, condescendiendo con sus ruegos, les tendió sus santísimas manos, adornadas de las gloriosas llagas, para que las vieran, tocaran y besaran. Dejándolos así consolados, se despidió de ellos y emprendió el descenso de la montaña santa».

Compartir con él aquella cumbre, ver y tocar y besar sus benditos estigmas, confiar a su cuidado la guarda de aquella reliquia de monte, Calvario y Tabor de Francisco... ¡Inefable premio, como para colmar de felicidad toda su vida! (Ll 1 y 4).

En esa larga confianza excepcional le vinieron a nuestro hermano Maseo toda una serie de premios. Cada jornada pasada en compañía de Francisco era un verdadero regalo, y fueron muchísimas. Voy a recordar una. Sucedió a seguida de esa delicia con que terminaba el apartado precedente. Lo narran también la Vida y las Florecillas. Por esta vez, prefiero el texto de la Vida:

«Siguiendo su camino hacia Francia, dieron con una iglesia y entraron en ella. El bienaventurado Francisco se puso a orar detrás del altar. Y le visitó el Señor con tal exceso de fervor, inflamándolo totalmente en el amor a la pobreza, que parecía que su rostro, y particularmente su boca, despedía llamas de amor. Y, saliendo adonde estaba su compañero, así, con sus labios llameantes, le decía:

-- ¡Ah, ah, ah, hermano Maseo, date a mí!

Se lo dijo por tres veces. A la tercera, el hermano Maseo, estupefacto con aquella maravilla de fervor, se echó en sus brazos. Y entonces San Francisco redobló su aliento de fuego inflamado por el Espíritu Santo, y, repitiendo su «¡Ah, ah, ah!», levantó y arrojó delante de sí al hermano Maseo como a la altura y la distancia de una lanza. El hermano Maseo quedó maravillosamente atónito. Contó luego a otros compañeros que había experimentado en aquel ímpetu tanta dulzura y consuelo del Señor cual nunca en su vida la había conocido». Wadingo añade que lo recordó y lo refirió él muchas veces.

Este precioso relato tiene un sentido altamente simbólico: la asidua compañía de Francisco -compartiendo con él caminos, conversaciones y experiencias místicas- fue elevándole con él hacia las más altas cumbres del espíritu.

Cierto. Pero murió el Pobrecillo, y el hermano Maseo, que había aprendido tan bien de él el amor a la pobreza y a la oración, no acababa de aprender la humildad. Así lo creía él, y sufría, como con una vieja herida no restañada. Llegó a muy anciano. Y los años no hacían sino acrecentarle el complejo de no lograr ser lo que quería. Un día, el grupo de frailes de su convento hablaba del Señor y de sus cosas. Y a uno se le ocurrió comentar:

-- Conozco a un amigo de Dios admirable: posee la doble gracia del apostolado y de la contemplación, y, además, una humildad tan profunda, que se considera el mayor pecador del mundo. Y esa humildad es la que le santifica, y le confirma y le hace crecer en las demás virtudes; tanto, que, gracias a ella, Dios no permite que caiga en ningún pecado.

Ese elogio le dejó a nuestro hermano Maseo tan asombrado, que se propuso redoblar sus deseos y súplicas para alcanzar la humildad. Elevando al cielo fijamente su rostro, hizo voto de no alegrarse en nada hasta conocer y experimentar en sí esa gracia de la humildad. Con tal propósito, se encerraba en su celda, se quejaba ante Dios con lamentos inenarrables, y se consideraba digno del infierno mientras no fuera verdaderamente humilde. Y con eso andaba triste, y a sus lamentos añadía ayunos y otras mortificaciones, con las que daba la impresión de que se estaba matando. Y aconteció un día que se metió en el bosque, y allí, caminando por entre los árboles, se desahogaba llorando, suspirando, clamando, rogándole al Señor que le otorgara la gracia de la humildad. Y el Señor le escuchó. El hermano Maseo oyó una voz de lo alto que le decía:

-- ¡Hermano Maseo, hermano Maseo!

Conoció él que era la voz de Dios, y respondió:

-- ¡Señor mío!

Y el Señor prosiguió:

-- ¿Qué darías tú, dime, qué darías tú para obtener esa gracia?

-- Mi Señor, daría los ojos de mi cara.

-- Pues yo quiero -concluyó la voz- que tengas los ojos y también la gracia.

Desde aquel momento el hermano Maseo fue otro: se veía como el más vil de los hombres y vivía en una permanente alegría espiritual. Tanta, que no podía contenerse, y le dio por desahogarse entonando una canción en la que repetía como estribillo el uh, uh, uh del arrullo de la paloma. Un buen compañero suyo, oyéndole una y otra vez desahogar su júbilo con la misma cantinela, le dijo:

-- ¿Por qué no cambias el verso y la música? (Hoy diríamos que por qué no cambiaba de disco.)

Y el hermano Maseo le contestó:

-- Hermano: cuando en una cosa se encuentra todo bien, no conviene mudar.

¡Qué simple principio precioso! Yo vi en mi juventud esa frase puesta como lema en un libro de versos, de una exquisita poetisa uruguaya, cuyo nombre siento no recordar. Es buen lema para toda belleza espiritual. Y no dudo de que como sostén de esa belleza estaría siempre la humildad. Como afirma Fortini: «Hoy y siempre, la humildad es la suprema consejera».

El hermano Maseo murió más que octogenario, en 1280. Está sepultado en la gran basílica de Asís, junto a San Francisco. No hubiera escogido él para su descanso mejor compañía.



NOTA:

1) Vida del hermano Maseo de Marignano, varón perfectísimo; texto original latino en la Crónica de los veinticuatro Generales, en Analecta Franciscana, T. III, pp. 115-121 (Quaracchi 1907).- N.B.: En esta versión omitimos las notas o citas que lleva el texto original.


[Daniel Elcid, O.F.M., El hermano Maseo o la humildad, en Idem, Compañeros primitivos de San Francisco. Madrid, BAC Popular 102, 1993, pp. 127-138]

.