DIRECTORIO FRANCISCANO
ENCICLOPEDIA FRANCISCANA

JUNÍPERO DE ASÍS
COMPAÑERO DE SAN FRANCISCO

por Daniel Elcid, o.f.m.

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Fray Junípero, uno de los primeros compañeros de San Francisco, ha pasado a la posteridad como el personaje bufo de la epopeya franciscana. Sus extravagancias daban en rostro a los prudentes; pero San Francisco, que respetaba la «gracia» particular de cada hermano y sabía descubrir la veta de la auténtica santidad, solía decir: «¡Quién me diera un bosque de estos juníperos!» Entró en la fraternidad en 1210. Santa Clara, que lo apodaba el «juglar de Dios», lo quiso a su cabecera a la hora de su muerte en 1253. Falleció en Roma en 1258. También puede verse la Vida de fray Junípero, con ilustraciones de J. Segrelles, que va unida a las Florecillas de San Francisco.


Colguemos en la galería el retrato más llamativo.

Entre todos los compañeros primitivos de San Francisco, el más original -en el sentido de insólito- fue sin duda el hermano Junípero. Es, también, el fraile que más ha hecho reír en el mundo.

Pero sucede con él como con el Quijote: hay que saber leerlo. No lo conoce, el Quijote, quien lo toma sólo como un libro para la risotada, sin penetrar su entraña cálidamente humana ni su inspiración altamente idealista. También desconoce al hermano Junípero quien lo ve sólo como un simple bufón, jocosamente ridículo. Para entenderle, hay que saber y apreciar la simplicidad franciscana; a la inversa, él enseña como pocos a descubrir esa simplicidad, que es sublimación y santificación de la simple simpleza. El Pobrecillo Francisco fue un dechado perfecto de esa simplicidad, y los suyos auténticos -cada cual a su modo- se la copiaron, y, hasta hoy, el mundo entero goza con ella y se la agradece.

Hay en el franciscanismo primitivo otro caso paradigmático de simplicidad extrema. Se le llamó «el hermano Juan el Simple». A Francisco le encantó desde que lo recibió en la Orden, por la pronta espontaneidad con que hacía cuanto se le aconsejaba; su anhelo fue ser en todo como Francisco. Llegó al extremo, con unas aficiones mímicas como las de un niño: «Si San Francisco estaba meditando -donde fuera-, Juan el Simple remedaba todos sus gestos y posturas; si el Santo escupía, él escupía; si tosía, tosía él; sincronizaba suspiros con suspiros, llanto con llanto; cuando el Santo levantaba las manos al cielo, las levantaba igualmente él. Lo observaba en todo con atención, como a su modelo, y reproducía cuanto él hacía. Francisco, con mucha alegría, comenzó a reprenderle de tales simplezas. Pero el hermano Juan le respondía:

-- Hermano, yo prometí hacer lo que tú haces, y he de ajustarme a ti en todo. Sería para mí un peligro no copiarte en algo.

Francisco, aunque admirado y regocijado de tal sencillez y pureza de alma, se lo llegó a prohibir. Murió al poco tiempo de esa prohibición. Y el hecho es que había ido progresando tanto en sus virtudes y modales, que el Pobrecillo y los otros se maravillaban de su gran perfección. Francisco lo citaba frecuentemente en su conversación, y, con muchísimo regocijo, lo proponía como modelo de santa y pura simplicidad. Y no lo llamaba "hermano Juan", sino "San Juan"» (2 Cel 190).

Escribía Bernanos que en cada cosa hay un sacramento. Aquí también. Los gestos de Francisco, reproducidos seriamente por este hermano Juan, eran como unos signos sacramentales: la gracia -la santidad- estaba en el espíritu con que ambos -original uno, copista el otro- los realizaban.


El individuo que forjó su nombre

Pero vengamos ya al prototipo, el hermano Junípero. Su primera originalidad consistió en imponerse él mismo su nombre al ingresar en la Orden, como enseña de su nueva vida. Su nombre es en italiano «Ginepro», en castellano «Enebro», en botánica «Juníperus», una apreciada especie de pino, de madera resistente. Wadingo juega literariamente con él y la patrística -y estos datos descriptivos los reitera hoy Fortini-: «San Isidoro afirma que la ceniza del enebro mantiene mucho tiempo ardiendo los carbones del mismo árbol; también el hermano Junípero guardaba largamente el fuego del amor en su pecho. Y San jerónimo, refiriéndose a este árbol que se autodefiende con púas espinosas, dice que da permanentemente flores y frutos, y nunca pierde su verdor; lo mismo, el hermano Junípero fomentaba en sí la lozanía del amor a Dios y a los demás, con la guarda vigilante de su vida penitencial». El Anónimo de Perusa lo califica de «uno de los más selectos discípulos primitivos de Francisco». Tanto llegó a apreciarlo éste, que solía repetir:

-- ¡Ah, quien me diera un bosque de Juníperos!

Y tanto o más le apreciaba Santa Clara, que gozaba teniéndolo junto a ella en su lecho de enferma y moribunda, y lo apellidaba con un vocablo que Cuthbert traduce «Juguetillo de Dios», Fortini como «Juglar de Dios» (de Joculator Domini) y Omaechevarría como «Saetero de Dios» (de Jaculator Domini), por sus jaculatorias ardientes, inesperadas, célebres; en realidad, nuestro héroe fue esas tres cosas. Y esa estima que le profesaron las dos máximas figuras del franciscanismo nos está avisando de que no estamos ante un payaso, sino ante una personalidad apreciable. Sus anécdotas son ciertamente de lo más divertido, pero también de lo más ejemplar que se puede leer. Es «el loco del poema heroico del franciscanismo» (Fortini). El más loco y el más niño, pero de los que dice el refrán: los locos y los niños cantan las verdades.

En el retrato «robot» del hermano menor, Francisco inserta a este hermano Junípero por «su paciencia, que llegó al grado perfecto por el conocimiento de la propia vileza -que tenía siempre ante sus ojos- y por el supremo deseo de imitar a Cristo en el camino de la cruz» (EP 85). Pues Francisco lo vio así, eso es lo primero y principal que debemos mirar y admirar nosotros en él: su paciencia, su humildad y su amor a la cruz. Y lo hemos de ver en cuantas páginas siguen. Pero tenemos que poner también por delante esto otro: que lo importante y originalísimo es la forma en que este hermano Junípero ejercitó en su vida esas virtudes. Quede aquí expresado este rasgo con esta nota de Wadingo: «Nadie habrá tan ávido de honores como él de vituperios. Cuando alguno se los dirigía -y no fueron pocos-, se quitaba de un vuelo la capa, la abría ahuecada ante él y le decía:

-- Amigo, echa aquí con generosidad. Llena esta falda de piedras preciosas».


La intimidad de un extravertido

Para entender lo de fuera, hay que conocer bien lo de dentro. Asomémonos a su espíritu, antes de que nos sorprendan sus acciones.

El espíritu del hermano Junípero era medularmente contemplativo. Fortini lo pone a la par con el hermano Gil -y ya es afirmar-: «Gil y Junípero son, en la leyenda franciscana, semejantes a las águilas, que del infinito cielo bajan como un rayo a tomar parte en la batalla terrestre. De igual modo el caballero místico y el loco de Cristo pasan rápidamente de la contemplación a la acción. Por eso la alegría franciscana reverbera en ellos con su más inflamado esplendor».

Y, como contemplativo nato, era amantísimo del recogimiento y del silencio, que cultivaba de modo original. Una vez se pasó medio año sin pronunciar una sola palabra: el primer día se comprometió a no hablar con nadie en honor de Dios Padre; el segundo día, en honor de Dios Hijo; el tercero, en honor de Dios Espíritu Santo; el cuarto, como obsequio amoroso a la bienaventurada Virgen María; y el siguiente, y el otro, y el otro, y el otro, en honra de uno y otro santo de su devoción. Se le acabó la letanía antes que las ganas de no hablar. Pero no era callar por callar, sino artimaña suya para dedicarse íntegramente a la contemplación. Yo me acordé de él cuando leí estas palabras que Kazantzakis pone como arenga de San Francisco a los suyos: «Predicad sobre todo con vuestra vida y vuestras obras. ¿Qué hay por encima de la palabra? La acción. ¿Y por encima de la acción? El silencio. Subid hasta el último escalón».

Estando en alta contemplación, y como contrapunto de la misma, un día le dio por pensar en las buenas prendas que el Señor le había dado. Y le pareció ver en el aire una mano misteriosa, y oír una voz que le decía:

-- Sin esta mano no puedes hacer nada.

Y salió del lugar de su oración, y, con los ojos en alto, recorrió el convento clamando:

-- ¡Qué verdad es, Señor, qué verdad es!

Y no paró en mucho tiempo de andar y de exclamarlo.

Otro día quedó extáticamente traspuesto durante la misa conventual. Acabada ésta, los hermanos se salieron, dejándolo en su endiosamiento. Cuando volvió en sí, fue donde ellos y les dijo:

-- ¿Qué persona noble, en todo el mundo, no iría de buena gana por ahí llevando sobre su cabeza una cesta de estiércol, si supiera que por eso le iban a dar un palacio colmado de oro?

Y concluyó:

-- ¡Ay de mí! ¿Por qué nos negamos a soportar un poco de deshonor, para lucrar la vida eterna?

Y, otro día, estaba él con los hermanos Gil, Rufino y Simón. Y se le ocurrió al hermano Gil preguntar:

-- ¿Qué hacéis vosotros cuando sentís la tentación carnal?

Se lo pensaron. Y el hermano Rufino contestó:

-- Yo me encomiendo a Dios y a la bienaventurada Virgen María, y me echo a tierra cuan largo soy.

Le dijo el hermano Gil:

-- Te comprendo. Y tú, hermano Simón, ¿qué haces?

-- Pienso en la torpeza del acto carnal, y huyo.

-- También a ti te entiendo. Y tú, ¿hermano Junípero?

-- Pues yo, en cuanto me atacan malos pensamientos o deseos, digo: «¡Lejos, lejos, que la hospedería está ocupada!» Y ni les abro la puerta. Y ellos no tienen más remedio que irse, como vencidos en todo el frente de batalla.

-- Contigo me quedo, hermano Junípero -remató el hermano Gil-. Con este vicio, lo más seguro es luchar evitando el combate, pues si se cuela dentro un traidor, por los sentidos entra todo un ejército de enemigos. Y entonces la batalla será fuerte, y difícil la victoria (1).

Tanto como le gustaba a él orar, quería que también los otros orasen. Y ese empeño suyo dio origen a una de sus más simpáticas anécdotas. Residía por entonces nuestro Junípero en un conventillo con algunos hermanos. Llegó un día en que tuvieron que salir -del guardián para abajo- todos menos él. Y le pidieron que para la vuelta les tuviera preparado algo que comer.

-- A mi cuenta, hermanos -contestó él con alegre disponibilidad.

En cuanto se vio solo, empezó a darle vueltas a su magín sobre cómo cumplir mejor ese oficio de cocinero. Y filosofó para sí mismo:

-- Pero ¿qué es esto? ¿A qué tiene que estar todos los días ocupado un hermano en cocinar, en vez de dedicarse tranquilamente a la oración? Voy a preparar hoy tantos manjares, que basten a todos para comer durante dos semanas.

Pensado y hecho. Sale del convento, se va al pueblo, consigue de prestado unas perolas y ollas grandes, y logra de limosna huevos, gallinas, y abundantes y variadas hortalizas. Y así, bien pertrechado, regresa al convento. Amontona una buena cantidad de ramas y leños, y les prende fuego. Llena de agua los recipientes, mete en ellos -todo junto- los huevos con su cáscara, las gallinas sin desplumar, las legumbres de diversa clase sin seleccionar; y pone todas las cacerolas sobre el fuego.

Resultó que, a mitad de la faena, llegó al convento un compañero, que trataba y apreciaba mucho a nuestro héroe, y habitualmente veía con gusto y gozo sus salidas excéntricas. Le chocaron todas aquellas ollas bullendo, y pensó: «Aquí tenemos otra hazaña de nuestro Junípero». Y se sentó a mediana distancia de la fogata, y, sin abrir la boca, fue observando atentamente sus diligencias y sus gestos.

Iba con agilidad de olla en olla, revolviendo con un madero el contenido, metía ramas aquí y maderos allá, soplaba el fuego a pleno pulmón... Como se abrasaba de tanto arrimarse a las llamas, se hizo con una gran tabla para servirse de ella como de escudo; buscó y encontró unas cuerdas, y con ellas se ciñó el vuelo del hábito, para librarlo de las brasas, y siguió su faena cocineril hasta que le pareció que los manjares estaban ya en su punto.

Apartó las perolas, y esperó la vuelta de los frailes. Cuando éstos regresaron, allí estaba Junípero, a la puerta del comedor, diciéndoles:

-- Comamos bastante, hermanos, y, después, vayamos a orar. Y que nadie se preocupe de cocinar en quince días, pues yo he preparado suficiente para todos ellos.

Se sientan los frailes. Junípero les va sirviendo las fuentes: los huevos sin descascarillar, las gallinas a medio pelar, y sueltas por los platos las plumas que se habían soltado en la cocción. Y, para remate del espectáculo, ven que Junípero toma en sus manos una de esas gallinas plumíferas, y, para animarles el apetito, empieza a comérsela relamiéndose los labios y diciendo:

-- Esta parte es buena para fortalecer el cerebro. Y esta otra me mantendrá ágil el cuerpo...

Los frailes le aprecian. Los frailes están pasmados. Los frailes, en aquel momento, no saben si aquello es simplicidad o fatuidad. Y el hermano guardián se cree en el deber de dirigirle una corrección, y se la da con claridad y crudeza. Y el hermano Junípero se percata entonces de su disparate, se arrodilla ante todos y confiesa su culpa, llamándose mal hombre y recordando públicamente con dolor los pecados que había cometido antes de ingresar en la Orden. Y les decía:

-- Conocí a uno a quien, como castigo de sus crímenes, le sacaron los ojos; con más razón me deberían cegar a mí. Conocí a otro a quien le ahorcaron; con mayor causa me deberían colgar a mí por mis malas obras, y porque he desbaratado tantos bienes de Dios y de la Orden.

Y se retiró a un rincón a llorar su dolor, y en el resto del día no se atrevió a mostrarse ante los frailes. Al cabo, el guardián dijo:

-- A gusto aprobaría yo que este hermano malgastara cada día tanto como hoy, si lo tuviéramos, por recibir también cada día el fruto de su edificación (Vida).


Los tres grados ignacianos de la humildad

¡Quién le iba a profetizar a nuestro héroe -el inventor de las «juniperadas»- que llegaría un día como hoy en que podía ser presentado -y con todas las de la ley- como un ejemplo excelente de los tres grados de humildad que propuso San Ignacio de Loyola en un punto básico de sus Ejercicios!. Sin embargo, así es, y con una originalidad única. He aquí esos grados ignacianos, reducidos en su texto a lo que ahora nos importa: «La primera manera de humildad es necesaria para la salud eterna; es a saber: que así me baje y así me humille cuanto en mí sea posible... La segunda es más perfecta humildad que la primera; es a saber: si yo me hallo en tal punto que no quiero ni afecto (me aficiono) más a tener riqueza que pobreza; a querer honor, que deshonor... La tercera es humildad perfectísima; es a saber: cuando, incluyendo la primera y segunda (...), por imitar, y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre, que riqueza; oprobios con Cristo lleno de ellos, que honores; y desear más ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que sabio ni prudente en este mundo».

Si alguno quisiera, en esta «era de la imagen», bien podría escenificar esa lección ignaciana en unas cuantas sesiones de «vídeo», con nuestro Junípero como protagonista. Serían divertidas, atractivas, sugerentes, aleccionadoras.

En la definición poliédrica que da el Pobrecillo sobre el verdadero hermano menor, ya hemos visto que la figura de este Junípero se dibuja así: «Llegó al grado perfectísimo de paciencia por el perfecto conocimiento de su propia vileza -que tenía siempre presente ante sus ojos- y por el supremo deseo de imitar a Cristo en el camino de la cruz». He subrayado esas palabras para que se pueda comprobar su correspondencia con las de San Ignacio. Si hay alguna diferencia -que sí la hay-, se da en el segundo grado: lo que allí es la célebre «indiferencia ignaciana», en nuestro fraile es una balanza con el peso vencido hacia la pobreza y el deshonor. Pero las palabras-clave son las mismas: humildad, paciencia, amor a la cruz. Y todo -en uno y en otro- como respuesta al amor extremo de Jesús. Narra la leyenda que, una vez, nuestro hermano Junípero se mortificó tanto que llegó a echar sangre por la boca. En su simplicidad enamorada, corrió a postrarse a los pies del Crucifijo, y exclamó con el acento de su dolor:

-- Mira, Señor mío, lo que yo soporto por amarte.

Y -¡oh prodigio!- Jesús se desclavó una mano de la cruz, se la colocó sobre la llaga de su costado, y le contestó:

-- Y yo, ¿qué no soporté por ti?

Y, desde aquel momento, el hermano Junípero quedó cambiado en otro hombre: ya no sufría; exultaba de gozo cuando otros lo tomaban como objeto de desprecio.


* * *

Empecemos por la primera forma de humildad: «Así me baje y así me humille cuanto en mí sea posible». No entenderá a este hermano Junípero quien no acierte a mirarlo con esta óptica: «lo que otros juzgaban memez o fatuidad, él lo vivía como desprecio de sí mismo», apunta su biógrafo. Al entrar en el convento se decía:

-- ¡Oh inútil! ¿Con qué cara vuelves a tus hermanos? ¿Qué título tienes para que te admitan? Sólo con darte cobijo, y un poco de pan y un vaso de agua, te darían mucho, y muy por encima de tus méritos. Mereces que te echen, como indigno de su compañía.

Un día le dio por quedarse «descalzo desde los pies hasta la coronilla» -que escribiría un periodista de hoy-, y así, como Dios lo puso en el mundo, se dirigió a Asís, y lo atravesó de punta a punta, y dio la vuelta y regresó a la Porciúncula. El escándalo fue sonado, pues era fecha con gran afluencia de gentes; y el bochorno de los frailes, mayúsculo. El Ministro General le reprendió de lo lindo, y, como remate de su filípica, le preguntó:

-- ¿Qué penitencia te pondré?

-- Que me dejes volver igual por donde he venido -contestó imperturbable el amonestado.

Hasta muerto y después de muerto quería que le dieran gusto a su ansia de humillación. Cierta vez le preguntó él a un fraile:

-- ¿Cómo querrías morir tú?

Y el fraile le respondió:

-- Me gustaría morir en un convento en que hubiera muchos hermanos, para que todos rezaran al Señor por mi salvación.

Y nuestro hombre le comentó:

-- Pues yo preferiría acabar con una enfermedad tan hedionda, que ningún hermano se me pudiese acercar; y que, al fin, me sacasen del convento y me tirasen en una hoya del campo, y morir allí solo y despreciado, y que ni siquiera me dieran sepultura, abandonado a que me coman los perros».


* * *

Pasemos a la segunda forma de humildad, ese fiel de la balanza sobrenatural que tiene ya un nombre en la historia, la indiferencia ignaciana: «No querer ni buscar gustosamente más riqueza que pobreza, más honor que deshonor». Esta regla sería hasta incomprensible para nuestro hombre, el cual -al decir de su biógrafo- «huía de los honores como de la peste». Pero tal exageración, vivida por él jubilosamente como un descompás extremoso del fiel de la balanza ignaciana, está muy cerca de este encomio del apóstol: Por eso saltarán de gozo, si hace falta ahora sufrir por algún tiempo diversas pruebas; de esa manera los quilates de vuestra fe resultan más preciosos que el oro perecedero, el cual, sin embarro, se aquilata a fuego, y alcanzará premio, gloria y honor cuando se revele Jesucristo (1 Pe 1,6-7).

Por este camino hay que buscarle a nuestro héroe, para encontrarle y entenderlo: por el que menosprecia el oropel mundano por el oro puro celestial, las riquezas transitorias por las eternas.

Hemos conocido al hermano Gil, ejemplo y admiración de extáticos. Pues aquella vez se cambiaron los papeles. Por entonces residían juntos Gil y Junípero. Y fue a éste a quien le raptó el Señor. Y, al salir de su celeste arrebato, exclamó:

-- ¡Oh qué grande y hermoso es el Reino de Dios, en el que gozan los ángeles con Cristo! ¡Y qué poco o nada hacemos por alcanzarlo! ¿Qué no darían los mayores próceres por conseguir un reino, si se lo ofrecieran? Y por este celeste, eterno, gozosísimo, ¿no queremos nosotros padecer un poco de molestia y de vergüenza?

Y el bendito Gil, al oírle ese desahogo místico, lloraba de devoción.

Tenían los frailes por amigo a un gran señor, al cual le había llegado la fama del hermano Junípero. Y le entró el deseo de hospedarlo algunos días en su casa, para honrarlo y por escucharle unas palabras santas. Le pasó su invitación, pero Junípero se negó en redondo. El gran señor y amigo devoto de la Orden acudió al hermano guardián, y éste le mandó por obediencia que aceptara tan cortés invitación. Y allá se fue nuestro Junípero. El gran señor, la familia, la servidumbre, le recibieron con un aplauso general, de contentos que estaban con su llegada, y se deshicieron en atenciones y requiebros obsequiosos..., que a él le supieron a rejalgar; los tomó como ofensas, y respondía con ademanes de menosprecio. Y no pudieron sacarle ni una palabra buena ni un gesto especial de devoción. Extrañado el señor de aquellas reacciones, pensó que estaría fatigado del camino, y que querría descansar. Y lo llevó al aposento que le había preparado, con una hermosa cama de finas sábanas y colcha primorosa. Y allí lo dejaron, para que reposara. En cuanto se vio solo, en lugar de acostarse para dormir ricamente, hizo despectivamente de sábanas y colcha un guiñapo. Y, antes de salir el sol, se salió él furtivamente de aquel cuarto y de aquella casa, y regresó a su convento. No tardaron en llegar a éste las quejas y el escándalo airado del señor. Y los frailes se lo recriminaron a Junípero acerbamente, y él recibía los regaños de los suyos y el desprecio del señor con muestras de alegría, como si fueran unas honrosas felicitaciones.

No es esa conducta juniperiana para imitar, ni siquiera para admirar, ciertamente; pero, en él, es otra irrefragable prueba del menosprecio de sí mismo, «por el conocimiento de su propia vileza» -que ponderaba en él San Francisco- y por el «así me baje y así me humille cuanto en mí sea posible» -que enseñó San Ignacio como primera manera de humildad.

Tampoco lo entendieron los protagonistas de la siguiente escena deliciosa. La obediencia destinó a Roma a nuestro Junípero. Fortini dice que «quizá fue el mismo papa Inocencio IV quien propuso a los superiores ese destino, pensando que su presencia podría incrementar la devoción de la urbe a la Orden. El pontífice y el fraile se habían encontrado en Asís en 1253, y ciertamente se habían comprendido, y se amaban».

Antes que él había llegado a la Ciudad Eterna su fama de santo y la noticia de que estaba a punto de arribar. Y espontáneamente se formó una nutrida procesión de gentes que anhelaban darle la bienvenida y expresarle sus devotos respetos. Junípero los vio venir, y con el primer golpe de vista adivinó sus intenciones, y, a su estilo repentino, decidió cambiar aquella devoción popular en vilipendio suyo personal. Allí mismo, junto a la calzada, dos chiquillos se divertían en un columpio. Voló Junípero, desbancó del columpio a uno de ellos, y se puso a balancearse con el otro, columpio arriba, columpio abajo. Se acercó la comitiva de devotos, y, al verlo divirtiéndose así, como un arrapiezo, y que él no dejaba el juego, sino que se absorbía en él más y más, redoblando su regocijo -columpio arriba, columpio abajo-, algunos empezaron a cansarse y a despreciarlo, otros quisieron pensar bien de él, por su buena fama, y todos acabaron por dar la vuelta y regresar a la ciudad. Junípero, en cuanto no divisó a nadie en lontananza, dio fin a su juego y se coló de tapadillo en la gran urbe, alegre vencedor de sí mismo y de su honra. Nunca un héroe victorioso entró más contento en una ciudad conquistada.


* * *


Con lo dicho, nos podíamos ahorrar el presentar a nuestro hombre en la tercera manera ignaciana de humildad: «Por imitar, y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza; oprobios con Cristo lleno de ellos que honores; y desear más ser estimado por vano y loco por Cristo -que primero fue tenido por tal- que por sabio ni prudente en este mundo». Porque todo el Junípero que ya conocemos es así: pobre de todo y de sí mismo, afanoso buscador de su deshonra, rompiendo con sus conscientes excentricidades todos los esquemas de la sabiduría y la prudencia de la humana sociedad.

Mas, por que no quede este párrafo de la tercera forma de humildad sin algo biográfico y juniperescamente hilarante, voy a transcribir de su Vida una anécdota. La narración del biógrafo posee el encanto de una Florecilla, con los ribetes floreados de la leyenda. Y empieza como parodiando a San Juan en el relato de la Ultima Cena: El diablo le había metido a Judas en la cabeza entregar a Jesús (Jn 13,2).

Queriendo el diablo levantarle al hermano Junípero una tribulación como ninguna otra, se llegó a cierto tirano, señor de horca y cuchillo, cruel entre los crueles de la época. Se llamaba Nicolás, poseía una ciudad-castillo cerca de Viterbo, y mantenía con esta ciudad una guerra a muerte. El diablo, pues, se acercó a este Nicolás y le dijo:

-- Señor, está a punto de venir un traidor enviado por los de Viterbo, para matarte de un golpe e incendiar tu castillo. Lo conocerás por estas señales: trae el vestido roto y pobrísimo, y el capucho revuelto y agujereado; y lleva consigo un punzón para matarte y un mechero para darle fuego a tu fortaleza, con la complicidad de la noche. El tirano Nicolás se quedó estupefacto, aterrorizado. Mandó de inmediato vigilar cuidadosamente el castillo, y que, si asomara por allí alguien con tales indicios, lo apresaran y se lo trajeran.

El hermano Junípero moraba en el convento de Viterbo. Y de Viterbo salió porque así le pareció, pues tenía permiso del Ministro General para ir donde quisiera y sin compañero. Y se dirigió hacia aquella ciudadela, en la que había otro conventillo de la Orden. Y en el camino se cruzó con un grupo de mozalbetes irrespetuosos y atrevidos, que se metieron con él, lo zarandearon, y se divirtieron con la mala broma de destrozarle el hábito y acribillarle la capucha. Y el bendito fraile, en vez de defenderse, hasta les animaba y ayudaba a que la gozaran con sus fechorías. Hasta que se cansaron, y lo dejaron que parecía todo menos un fraile menor.

De esa traza se acercó al castillo. Los vigilantes, que estaban al acecho, en cuanto lo tuvieron a su alcance, se apoderaron violentamente de él, y lo condujeron a la presencia del tirano. Este le registró de pies a cabeza, y le encontró un punzón -que llevaba para arreglarse las sandalias- y un mechero -del que se servía cuando se encontraba solo por esos mundos de Dios para hacerse una fogata y calentarse-. ¡Justo los instrumentos que le delataban! El tirano Nicolás mandó en seguida que le pusieran una soga al cuello; y se la apretaron tanto, que por poco lo ahogan. Y le colocaron en el potro de tormentos para obligarle a confesar, estirándolo hasta el punto de que casi lo desbaratan. Y el tirano le interrogó con rabia:

-- ¿Quién eres tú?

-- Soy el mayor de los traidores, indigno de todo bien -respondió Junípero con su humilde veracidad.

-- ¿Y es cierto que venías a matar con tu punzón a un tal Nicolás, y a quemar su castillo?

-- Aún peores cosas haría, si Dios no me tuviera de su mano.

No necesitaba más el tirano, y lo condenó a morir en la horca. Mandó que le cubrieran la cabeza con un lino basto, según costumbre, y que lo ataran a la cola de un caballo, y lo arrastraran por todos los lugares de la fortaleza, hasta el patíbulo, y lo colgaran en él sin demora. Al escuchar su condena, el hermano Junípero no se inmutó, y hasta se mostró alegre. Y empezó a ejecutarse la sentencia. La noticia concentró de inmediato a todo el pueblo. Un buen hombre corrió al convento de los frailes y le dijo al hermano guardián:

-- Llevan a un traidor a colgarlo de la horca, y a él parece que no le importa confesarse ni salvar su alma. Ven corriendo para moverlo al arrepentimiento y confesarlo.

Y el hermano guardián, un buen fraile voluminoso, se apresuró cuanto pudo. Según se acercaba, oyó que el condenado gritaba:

-- ¡Desgraciados! ¡No tiréis tanto, que este cordel me está rompiendo la pierna!

Al escuchar esa voz, al hermano guardián le dio al corazón si no sería el hermano Junípero, y, abriéndose paso por el muro de gente que se apretujaba junto al reo vociferando injurias, le arrancó de la cabeza aquel paño infamante, y se quedó lívido de espanto, al comprobar que, efectivamente, era el hermano Junípero. El cual, al verle, olvidado de los insultos y de su tormento, le saludó sonriente:

-- ¡Hermano guardián, de veras que estás un tanto gordito!

Pero el guardián, dolorido y llorando, no estaba para bromas.

Se empeñó en darle su hábito, pero el hermano Junípero lo rehusó:

-- Infeliz, tú estás grueso, y no parecerías muy bien sin hábito. No lo quiero.

Y entonces el guardián suplicó a los que lo arrastraban y al pueblo que se detuvieran, mientras él hablaba con el señor del castillo para evitar que la sentencia se llevara a cabo. Accedieron, pensando compasivamente que el reo sería alguno de su parentela. El guardián corrió al tirano Nicolás, y, llorando a todo llorar, suplicó y amenazó, explicándole cómo aquel a quien llevaban para ajusticiar era uno de los frailes más santos que había en la Orden, y que se llamaba Junípero.

El tirano Nicolás cambió su furia en terror. Ya había oído hablar de ese fraile y de esa santidad. Con las alas del pavor en los pies, voló donde estaba el hermano Junípero, se arrodilló ante él, y le pidió humildemente perdón. El reo se lo concedió de muy buena gana. Lo soltaron. Y el tirano confesó:

-- Ahora sí que se acerca el fin de todos mis males, con el término de mis días. Pues he tratado tan cruelmente a este santo, aunque por ignorancia, Dios no me soportará más a mí, y moriré de mala muerte.

Y el hermano Junípero se fue con el hermano guardián. Y el déspota Nicolás, al poco tiempo, acabó atrozmente, atravesado por una espada. Nosotros, olvidémonos aquí del infame Nicolás, y quedémonos con el hermano Junípero. Fortini presenta esta anécdota como una ejemplificación extrema de «la perfecta alegría» de San Francisco, «al llevar hasta el absurdo la paciencia y el gozo de ser maltratado».

Si alguien concluyera la lectura de este apartado con un rictus de escándalo, por parear a un fraile tan simple con el autor de los Ejercicios Espirituales, le diría, para remate, que también lo podíamos traer a propósito del famoso agenda contra del mismo de Loyola: vivir contrariando las instintivas inclinaciones naturales. Se lo diría, sin más explicación -que ya está dada en las páginas precedentes-, con este refrán del hermano Gil: «Si te vences a ti mismo, date cuenta que has vencido a todos tus enemigos». Y en esto el hermano Junípero fue un maestro. Yo no lo dudo. El ascético agendo contra, tan recomendado como típico de San Ignacio, viene en el texto original expresado así: «Haciendo contra su propia sensibilidad y contra su amor carnal y mundano», y está seguido de una oración a Jesucristo que recuerda la tercera manera de humildad: «Quiero (...) imitaros en pasar todas injurias, y todo vituperio, y toda pobreza, así actual como espiritual». Como se ve, un texto, también, bastante juniperiano.


Libertad y felicidad envidiables

Pero si el lector, por encima de las risas o las carcajadas que provocan sus salidas nada comunes, ha acertado a captar el espíritu que las anima, se habrá percatado de que en este hombre original respiran una libertad y una felicidad envidiables. «Era impulsivo, obedecía a la idea del momento, pero jamás pensaba en sí mismo» (Cuthbert), y este olvido de sí es el mejor trampolín psicológico y espiritual para lanzarse a los aires de la libertad y la alegría. Gozó él con ser así, más y mejor que gozamos nosotros con él, que es tanto.

El alma de sus actuaciones era el amor. El amor y la fidelidad al Evangelio, entendido como quería su padre y maestro, el Pobrecillo: «sencillamente y sin glosa». Francisco había trasladado a su regla no bulada -que refleja más nítidamente su ideal- estas normas evangélicas: Cuando los hermanos van por el mundo, nada lleven para el camino (cf. Lc 9,3). No resistan al mal, sino, al que les pegue en una mejilla, vuélvanle también la otra (Mt 5,39). Y, a quien les quite la capa, no le impidan que se lleve también la túnica (cf. Lc 6,29-30). Así lo hizo el maestro Pobrecillo, y así lo hizo también este su discípulo, cada uno de los dos a su estilo personal inconfundible.

El hermano Junípero amaba tanto a los pobres que, si alguna vez se cruzaba en el camino con otro peor vestido que él, se arrancaba la capucha, o una manga, o lo que podía, y se lo daba. Y, a veces, el hábito entero. En una de sus residencias, el guardián se lo prohibió terminantemente: ¡ni todo, ni parte, ni nada! Mas al poco se topó con un mendigo que le pedía limosna, y él, incapaz de negarse a la compasión, le dijo:

-- Mira, querido: no llevo encima de mí nada más que el hábito, y ni aun esto te puedo dar, porque me lo han prohibido con mandato de obediencia. Pero, si tú me lo quitas, allá tú.

Y el mendigo, ni corto ni perezoso, le desvistió en un santiamén y se fue con su hábito. Cuando regresó al convento con sus carnes al aire, y antes de que le viniera la reprimenda, les dijo a los frailes:

-- Un hombre me lo ha arrebatado.

Esa compasión como innata creó en él una generosidad irresistible. Venían los pobres al convento, y, si no encontraba otra cosa, les daba los libros de uso común, o las servilletas, y hasta los manteles del altar. Los frailes le temían, y por eso, en cuanto veían que alguien venía a limosnear al hermano Junípero, levantaban y escondían a toda prisa cuanto pudiera estar al alcance de su mano.

Y no valían ocasiones excepcionales. Como aquella de una Navidad, en el convento de Asís. El hermano sacristán había adornado el altar mayor como se merecía la fiesta, con lo mejor que tenía; entre otros ornatos, con un precioso frontal, del que pendían unas campanillas de plata. El hermano Junípero oraba cerca del altar. Y el hermano sacristán tuvo que irse a tomar algún bocado, y le encargó al hermano Junípero que se lo vigilara, hasta que él volviese. Pero antes que él vino una mujer pobrecilla, y, al ver al hermano Junípero, le pidió limosna. Junípero le dijo:

-- Ven, y veamos si en este altar con tanto adorno hay algo que te pueda dar.

Y miró el altar de arriba abajo, y de izquierda a derecha. Y, al ver las campanillas colgantes, comentó:

-- ¿Qué pintan aquí estas campanillas? Son un ornato superfluo.

Y con un cuchillo las cortó y se las dio a la pobre.

Aquellas campanillas iban a ser sonadas. En el ínterin, al sacristán, al poco de empezar a comer, le asaltó la idea de la manía regaladora del hermano Junípero, se acordó de su precioso altar, y con el bocado en la boca corrió a la iglesia, temeroso de que le hubiera hecho ya alguna de las suyas. Revisó el altar con un golpe de vista rápido, y se percató de que ya no estaban allí las campanillas de plata. Miró con susto y angustia al hermano Junípero, y éste, sin darle tiempo de hablar, le dijo:

-- No pierdas la calma, hermano, por aquellas campanillas. Se las he dado a una pobrecilla mujer, muy necesitada. Después de todo, no eran sino una ostentación de vanidad.

El hermano sacristán se enfureció, salió volando en busca de la mujer, no dio con ella, y volvió con su ira redoblada. Quitó el frontal, y con él, como con el cuerpo del delito, se fue a dar la queja al Ministro General, el hermano Juan Parenti, varón prudente y piadoso:

-- Mira cómo ha destrozado ese hermano Junípero este precioso frontal, arrancándole las campanillas de plata para darlas de limosna.

Le replicó el hermano General:

-- La culpa no es de él sino de tu fatuidad, por confiarle a él la vigilancia. ¿No conoces sus mañas y manías? Hasta me extraña que no le haya dado más. Pero descuida, que me va a oír una buena corrección.

Y así fue. Acabado el rezo de vísperas, el Ministro General convocó a todos los frailes a capítulo, y ante todos recriminó al hermano Junípero el estropicio del hermoso frontal y el regalo inconsulto de aquellas campanillas de plata. Y continuó regañándolo duramente, a ver si así entraba en razón. Tanto forzó la voz, que le empezó a sonar algo ronca. Y en eso se fijó el hermano Junípero, y se compadeció de él, pues lo otro -la fuerte diatriba- le hacía feliz, al oírse humillado ante los demás frailes. No había acabado aún la reunión capitular, y ya él estaba planeando el remedio de aquella ronquera. Salió a la vecindad, encargó a una persona conocida que le preparase una escudilla con flor de harina y manteca. Cuando la tuvo, que era bien de noche, se fue, con su escudilla en una mano y con una vela encendida en la otra, a la celda del Ministro General, llamó a la puerta, y éste le abrió. Al verlo en la sombra con la escudilla y la vela, le interrogó:

-- ¿Qué quieres de mí a estas horas?

-- Hermano -le contestó Junípero-, cuando me reprendías en el capítulo, me di cuenta de que estabas ronco. Y he hecho preparar para ti esta harina fina de manteca. Cómetela, que te vendrá muy bien.

El General se negó, y le mandó que se fuera y le dejara en paz. Pero Junípero le insistía en que se lo comiera. Se airó más el General y le reprochó:

-- ¡Anda, necio! ¿Piensas que voy yo a comer nada a estas horas?

Entonces Junípero, persuadido de que no le iba a convencer, le dijo:

-- Hermano, ya que tú no lo quieres tomar, tenme la vela y me lo comeré yo.

El General quedó desarmado. Hombre piadoso como era, se dejó ganar por aquella simplicidad animada por el amor, y le dijo, recobrando la dulzura:

-- Hermano, ya que lo quieres, comeremos los dos.

Y yantaron los dos, saboreando más el amor mutuo que aquella flor de harina con manteca.

En otra ocasión hizo famosa una pata de cerdo. Es el primer episodio que nos cuenta su biógrafo, y el último que voy a narrar yo.

Cae un día nuestro fraile por la Porciúncula. Y se entera de que, entre los muchos que moraban en el convento, había uno gravemente enfermo. Va a visitarle, y le ve tan mal, que, todo compasivo, le pregunta:

-- ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Qué te gustaría comer?

El otro, sin fuerza ni en la voz, le sale con este capricho:

-- Comería a gusto pata de cerdo, si la tuviera.

-- Eso, a mi cuenta -replica rápido nuestro Junípero-. Te la procuraré. Y te la cocinaré a tu placer.

Y se hace con un gran cuchillo, y sale del convento, y recorre los terrenos colindantes, hasta que da con una numerosa piara de cerdos que pastan en el campo. Se lanza a la piara, y se le escapa uno, y coge y se le escurre otro, pero al fin agarra a uno por la pata, y se la corta con una buena porción de pernil, dejándolo en un chillido, y cojo. Y vuelve al convento con alegre prisa, y cocina la pata, y se la lleva al enfermo, y el enfermo se la come con sabrosa avidez, mientras Junípero le contempla con aire felicísimo.

Otros aires corren por el campo de la piara. El guarda había corrido a informar al amo, el amo había volado a asegurarse del desaguisado. Y se dispara hacia el convento, en el que entra borbotando injurias.

-- ¡Ladrones, hipócritas, malandrines!... Me habéis deshecho malvadamente un puerco.

En la Porciúncula está en esos momentos el hermano Francisco. Al oír tales gritos en aquel lugar en el que se guardaba un absoluto silencio, se dirige a este hombre, acompañado de otros hermanos, y le presenta mansa y humildemente sus excusas:

-- Te aseguro que no sé nada de esto, y te prometo que te daré la satisfacción que desees.

No está el hombre para palabras. Descontrolado por la ira, sigue profiriendo denuestos y amenazas, mentando una y otra vez la pata de su cerdo. Y cuantas más excusas le presentan los frailes, ofensas de mayor calibre brotan de su boca. Hasta que opta por irse, con su furia y su escándalo.

El hermano Francisco, mientras dura aquella pavorosa tormenta conventual, se está acordando del hermano Junípero: «¿No habrá hecho alguna de las suyas?» Y lo hace llamar, y le pregunta:

-- ¿Has cortado tú por ahí la pata a un cerdo?

-- Sí, hermano -responde él con la euforia de su hazaña caritativa.

Y le cuenta, con regodeo verbal en los detalles, su visita al enfermo, la súplica de éste, y lo que le ha costado complacerle, y lo a gusto que ha comido. Al remate del cuento, Francisco, con tono de pena y de reprensión, le dice:

-- Oh hermano Junípero, ¡menudo escándalo que nos has armado! Ese hombre está frenético, y con toda razón. Y seguramente ha de ir ahora por toda la ciudad, gritando a todos nuestra infamia. Te mando por obediencia que corras tras él, y te pongas ante él de rodillas, y le pidas perdón, y le prometas compensarle el perjuicio, y que procures compensarle el daño lo mejor que puedas. A ver si así se calma, y queda sin motivo para quejarse de nosotros.

Y Junípero se extraña de que el hermano Francisco le hable así, y de que el hombre aquel se haya enfurecido tanto por una cosa de la que se debería alegrar, pues todos los bienes temporales no valen nada sino en cuanto sirven para el amor. Y le asegura al hermano Francisco:

-- No lo dudes, padre, yo calmaré en seguida a ese buen señor. ¿Por qué se ha de enfadar por una cosa que ha hecho tanto bien, y que, además, era de Dios más que suya?

Y sale corriendo, y alcanza al hombre, y se pone a explicarle minuciosamente el motivo y la matrera de la pata cortada, tratando de convencerle de que con ello le había hecho un gran servicio, por el que hasta le debería recompensar. Era como echar leña al fuego. Cada palabra provoca más su ira, y le grita:

-- ¡Tonto, loco, malandrín!...

Y Junípero, ante esos apodos, se alegra en cuanto con ellos le regala Dios con su humillación. Pero piensa que este hombre no le ha entendido bien, y vuelve a su explicación fervorosa y pormenorizada, y le abraza, y le invita a que se goce con él del mucho bien que había proporcionado aquella pata de su cerdo... Y se da lo inesperado: como si una lluvia mansa y copiosa hubiera ido calando la tierra hirsuta de su ira, este hombre empieza a pensar en el amor, en el amor compasivo. Y regresa con el hermano Junípero al convento, y pide disculpas a los frailes por sus voces desorbitadas, y se acusa de avaro, y de ingrato a tantos bienes que ha recibido del Señor. Y va, y mata a su puerco malparado, y lo adereza lo más exquisitamente que sabe, y se lo envía a los frailes para que se lo coman, como reparación de sus palabras injuriosas.

Y es entonces cuando el hermano Francisco, admirando la simplicidad caritativa y apostólica del hermano Junípero, y su paciencia con las injurias, proclama ante los frailes esta frase que ha pasado a la historia:

-- Hermanos míos, hermanos míos, ¡ojalá tuviera yo un bosque de estos Juníperos!

¡Qué fácil y grata solución tendría el problema social si, en el código de la propiedad y del trabajo, la primera cláusula fuera el amor y no el interés, y la conciencia de la fraternidad universal, como hijos todos del mismo Padre celestial (cf. Mt 23,8-9). Bien sé que eso está por encima de las más puras utopías. Pero nuestro Junípero, a su estilo concreto y radical, lo hizo realidad.


* * *


Despidámonos de él, de la simplicidad franciscana que encarnó él. Ella es superación de los egoísmos, pervivencia del candor infantil, sublimación de la sencillez, autenticidad en sus quilates más puros. Es, pues, un valor que no se encuentra mucho en este mercado de disimulos o hipocresías que es tantas veces nuestra vida social, esa selva de intereses encontrados, en la que no nos vendría mal que hubiera algunos ejemplares de esta especie de juníperos. Esa simplicidad es sinónimo de la paz en el corazón y de la libertad en la conducta, y esa paz en libertad es el mejor nombre de la felicidad. Realmente, la suya fue una felicidad envidiable: la dicha de su paz inalterable -«nadie le vio jamás turbado», certifica el biógrafo- y el júbilo de su libertad libérrima, sana y santamente incontrolable. Pienso que, aunque Francisco lo elogió antonomásticamente por su paciencia, su humildad y su amor a la cruz, le amó y gozó con él especialmente por esa simplicidad extrema, que él mismo vivió -y hasta personificó- tan encantadoramente; y bien pudo cantar para este su discípulo la primera estrofa de su Saludo a las Virtudes: «¡Salve, Reina Sabiduría!, el Señor te salve con tu hermana la santa simplicidad». Después de todo, el poeta Pobrecillo expresaba así líricamente lo que el mismo Señor exclamó con fervor en el Evangelio: Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, si has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien (Mt 11,25-26). Anota Garrido: «He abierto la Sagrada Escritura para escuchar qué nos dice Dios acerca de su Sabiduría. Y me ha parecido comprender que su Sabiduría es Simplicidad».

A este hermano Junípero se le puede aplicar muy particularmente el juicio de Gemelli sobre aquella generación franciscana primitiva: «La gente Poverella rompe los puentes con el mundo, no con la humanidad. No desprecia a nadie; prefiere ser despreciada. En este querer ser despreciado entra como ingrediente una despreocupación que a cualquier seglar puede parecerle menosprecio o provocación; pero los franciscanos no la perciben, porque se sienten enviados humilde y fraternalmente a una humanidad que funciona en el pecado».

Nuestro hermano Junípero falleció el 6 de enero de 1258; había entrado en la Orden en 1210; fueron cuarenta y ocho años de puro franciscanismo primitivo.

Y falleció en Roma, y en la cúspide más alta de «la Ciudad de las siete colinas». Inocencio IV había construido en aquella cima, con las ofrendas de toda la urbe, lo que hoy llamaríamos un complejo monumental: además de un convento para los frailes, una magnífica basílica, bajo el título de «Nuestra Señora de Araceli». Allí se reunían las representaciones del Consejo Mayor y Menor de la Ciudad, allí se deliberaba sobre la paz y sobre la guerra, allí tenía también su sede el Colegio de los jueces de Roma. Y allí llegó a tener un tiempo su residencia oficial el Ministro General de los hermanos menores. Inocencio IV se lo confió a los franciscanos «como castillo de la fe y umbral del paraíso».

Allí murió nuestro héroe, en aquel marco tan impropio para «el loco de la pobreza y de la cruz». Murió en paz, «como si se durmiese», pasando de aquel «umbral del paraíso» al paraíso radiante y eterno. Lo sepultaron, respetando su voluntad, en el rincón más escondido del templo: quien había escogido para vivir el nombre de un árbol humilde, escogió para su sepultura la tierra del rincón más oscuro de aquella basílica. Pero el que se humilla será exaltado (Lc 14,11). Hoy sus restos descansan en la parte inferior de una alta columna de esta Santa María de Araceli, a la izquierda de la capilla mayor: en el cogollo de la Ciudad Eterna, cerca del Capitolio y por encima de él.


NOTA:

1) Vida del hermano Junípero; texto original latino en la Crónica de los veinticuatro Generales, en Analecta Franciscana, T. III, pp. 54-64 (Quaracchi 1907).- N.B.: En esta versión omitimos las notas o citas que lleva el texto original.


[Daniel Elcid, O.F.M., El hermano Junípero o la simplicidad, en Idem, Compañeros primitivos de San Francisco. Madrid, BAC Popular 102, 1993, pp. 103-124]

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