DIRECTORIO FRANCISCANO
ENCICLOPEDIA FRANCISCANA

SIMPLICIDAD Y COMPLEJIDAD DE LA ORACIÓN: SAN FRANCISCO
por Olegario González de Cardedal

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Como todos los procesos esenciales para la vida humana, la oración es una realidad a la vez muy simple y muy compleja; afecta a la más íntima subjetividad y se fundamenta, sin embargo, en la realidad objetiva. Tiene que orar siempre el hombre; y el hombre tiene que orar siempre a Dios, delante de Dios, según Dios. Quien ha aprendido a respirar, ése no necesita hacer nada especial. Respira viviendo; integra en su organismo algo que se convierte en sustancia propia. Quien ha aprendido a estar delante de Dios, acogiendo la existencia como fruto de su amor y devolviéndosela como expresión de nuestro amor, ése se vive todo entero votivamente, como una única palabra toda ella agradecida, laudativa, expectativa. Su oración entonces, más y antes que palabras, es el acto mismo de existir, ejerciéndose como una lámpara que arde o un árbol que crece.

Y sin embargo, lo mismo que la vida, la oración puede volverse profundamente complicada. Desplegar la vida natural y espiritual en unidad armónica es un signo de sanidad y de vitalidad creadora. Pero esto no siempre es fácil o posible. Obstáculos externos o dificultades internas pueden impedir ese despliegue ensanchador y pacificador de la vida, dejando al hombre reseco y aislándolo de las fuentes de la vida. La oración se vuelve entonces difícil, como un cauce de agua que se seca o que no llega hasta el cántaro, a los que estaba destinada.

En ciertas situaciones no sabemos cómo orar o qué pedir. ¿Pero es posible que el hombre en algún momento no sepa lo que necesita? En eso precisamente consisten las crisis más agudas del espíritu. Tendríamos la mitad del camino andado, si supiéramos siempre con claridad qué es aquello de que carecemos, y qué aquello que necesitamos. Perplejos estamos a veces en medio de la vida, adivinando cuál es nuestra senda particular, aun cuando estemos en claro sobre la meta a la que queremos llegar. Perplejos y frenados otras veces, porque fuerzas y apetencias nos frenan en la marcha, o desvían hacia otros destinos, que no sólo no nos encaminan sino que positivamente nos desvían del propio destino al que Dios nos llama. Por eso pedimos lo que no necesitamos, y rechazamos aquello que nos es sanador y encaminador.

Jesús tuvo que reprochar a sus amigos cercanos el haber vivido tanto tiempo con él y no conocerle, hasta el punto de pedir cosas que eran contradictorias con su tarea mesiánica, porque tendían a la consecución de honor y poder, cuando su misión era el servicio en la solidaridad que asume y vence al dolor: «¡No sabéis lo que pedís! ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con que yo he de ser bautizado?... El Hijo del hombre no ha venido a ser servido si no a servir y dar su vida para redención de muchos» (Mc 10,35-45). Por eso Jesús, sabiendo que la oración es la intérprete de la esperanza, y que el hombre vive mientras la esperanza alienta, a fin de que la nueva vida y esperanza no se nos agostasen nunca, nos prometió el Espíritu, que nos enseña cómo orar y supera nuestra debilidad para orar realmente: «El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables, y el que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede por los santos según Dios» (Rm 8,26-27).

El hombre delante de Dios unas veces tendrá que desgranar todas sus necesidades, una a una, enumerar cada uno de sus pesares; proponer sus incertidumbres y perplejidades. Mas no desgrana, enumera y propone como informando a quien no sabe, o como llamando la atención de quien vive despreocupado por el hombre. Su grito no es el del ebrio que vocifera sino el de quien en dolor derrama su corazón ante el rostro amigo:

«Mientras Ana rezaba y rezaba al Señor, Elí observaba sus labios. Y como Ana hablaba para sí, y no se oía su voz aunque movía los labios, Elí la creyó borracha y le dijo:

-- ¿Hasta cuándo te va a durar la borrachera? A ver si te pasa el efecto del vino.

Ana respondió:

-- No es así, señor. Soy una mujer que sufre. No he bebido vino ni licor; estaba desahogándome ante el Señor. No creas que esta sierva tuya es una descarada; si he estado hablando hasta ahora, ha sido de pura congoja y aflicción.

Entonces, Elí le dijo:

-- Vete en paz. Que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido» (1 Sam 1,12-17).


No ora el hombre porque piense que Dios está lejano y haya que tornarle cercano con los gritos, o volverle atento a nuestras necesidades, como si él las desconociese. «Vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes de que se las pidáis» (Mt 6,8). Sabe el hombre que él, pese a su maldad de corazón, puede compadecerse y socorrer al hermano. Y ¿cómo no lo haría el que es bueno, la bondad misma, la misericordia entrañada? «Si pues vosotros siendo malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre, que está en los cielos dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11,13). Por eso ora el hombre y trae ante la presencia del Padre todo en súplica, todo en ofrenda, todo en esperanza. Traemos nuestro mal espíritu para que él nos lo cambie y nos lo intercambie con el Santo Espíritu. Esas «buenas cosas» (Mt 7,11) que el Padre siempre nos da en su Santo Espíritu (Lc 11,13). Cuando san Juan escribe: «Yo les he dado la gloria que tú me has dado a mí para que sean uno como nosotros somos uno» (Jn 17,22-23), san Gregorio de Nisa comenta: Esa gloria que Jesús nos ha dado es el Espíritu Santo.

Esa minuciosa enumeración orante, que no acrecienta la angustia sino el amor, puede alargarse horas y días, en lentos recitados y en nocturnas vigilias. Pero puede también expresarse en sencillas jaculatorias, que concentran la totalidad en lo esencial; exhalaciones del corazón que resumen toda la complejidad en lo único necesario (Lc 10,42). «Señor, ten misericordia de mí». «Kyrie, eleyson». «Jesús, sé para mí Jesús». «Señor, heme aquí». «Hágase en mí según tu palabra». «Hinnení». «Padre, en tus manos están mis azares». «Abba». «Hágase según tu voluntad». «Padre, retira de mí este cáliz; mas no se haga mi voluntad sino la tuya». «Padre, perdóname y recibe mi espíritu».

No sabemos qué pedir ni cómo pedir, porque no sabemos dónde están nuestras últimas fuentes y nuestras últimas necesidades. Al desconocerle a él, o de él alejarnos, olvidamos que «todas nuestras fuentes están en ti; en ti está la fuente de la vida y en tu luz vemos la luz» (Sal 26,10). Sólo «volviéndonos a Él seremos iluminados y nuestros rostros no serán confundidos» (Sal 34,6). ¡Grande gracia del Espíritu es saber por qué ocultamos nuestros pecados, de qué puesto de vigilancia huimos o qué omisión de fidelidad estamos cometiendo! Por eso oramos al Señor que nos perdone nuestros pecados desconocidos, que son resultado de un ocultamiento previo, de una ignorancia culpable y de una forma de vida en la que no ejercitamos el deseo, la atención y el acogimiento de Dios y del hermano.

Los santos han llegado por manuducción del Espíritu a esa forma de oración serena y objetiva que, pasando por la propia subjetividad, la integra decantándola; y reconociendo sus fronteras la propone con amor sereno delante de Dios. Su forma de oración es ya un esclarecimiento de los problemas del hombre, por concentración en los dones de Dios. Quienes han sabido amar y servir, han sabido orar. Su forma de vida creó en ellos un nuevo instinto y hábito de oración, que fueron a su vez transformando la vida entera. Por eso orar con ellos y como ellos es descubrir el camino de lo esencial; y al ponernos en cercanía consenciente al Dios vivo, sentir el peso de su Gloria y la lumbre de su Santidad.

En compañía de los santos sabemos cómo responder a la llamada de Dios y cómo dar cauce a los deseos, que él suscita en nuestro corazón. Dios nos ha dejado un doble género de ayudas, de acuerdo a lo que es nuestra naturaleza humana, plegada hacia adentro y desplegada hacia afuera. Hacia adentro Dios nos ha dejado el Espíritu Santo que viene en ayuda de nuestra debilidad y nos ayuda a clamar: «Abba, Padre» (Gál 4,6). La interioridad y espiritualidad cristiana por tanto consisten esencialmente en la audición, acogimiento y connaturalización con ese Espíritu que nos recuerda la palabra de Jesús y nos abre hacia el Padre. Hacia afuera Jesús nos ha enviado los apóstoles y nos suscita los santos; resonadores unos y actualizadores otros de su palabra, de él mismo como personal Palabra del Padre.

Me gustaría ir ofreciendo algunas de esas oraciones que nos han legado los grandes santos como suma y proyecto de su alma, reflejo de su trayectoria orante y ejemplo para nosotros de cómo podemos responder con objetividad y alegría a Dios. Ellos lograron la superación de la complejidad farragosa por un lado y de la simplificación silenciosa por otro. Aquellos versos de santa Teresa: «Nada te turbe...», ¿no contienen una admirable suma de sosiego y de esperanza, de silencio y de palabra, de anhelo de mujer y de promesa de Dios?


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Hoy transcribimos la primera oración que nos queda de san Francisco de Asís. Es la respuesta que el Santo da a la voz del Crucificado que en San Damián le manda reparar la iglesia en ruinas. Él comenzará reparando la iglesia aun sabiendo que la gran reconstrucción que el Señor le manda y urge no es del edificio de piedra sino del templo de piedras vivas en el Santo Espíritu, su Cuerpo. El Santo contesta en esta oración, con su disponibilidad para cavar cimientos, enterrar sillares, colocar tejas. No se para a considerar o encarecer la iglesia derruida, ni pregunta por los culpables, ni se escandaliza de los hechos. Porque también él mismo se siente piedra caída, teja vana, cuartón quebrado; y necesita ser reconstruido por el propio Señor de la Iglesia. Como María ante la propuesta del ángel, él se reconoce incapaz para tal misión, desprovisto de los medios proporcionados para conseguir dicho fin. Pero sabe que todo eso bien lo sabe quien le envía. Por eso toda su respuesta es esta oración, en la que devuelve como petición la palabra que como encargo ha oído de Dios.

El Santo ora al Dios de la gloria desde la debilidad de su vida; al que es la luz desde las tinieblas de su corazón; al que es justicia, verdad y santidad desde su pobre vida pecadora. Ora al que es fundamento firme, eternidad que envuelve nuestro pasado en amor y nuestro futuro en esperanza; amor y esperanza desde los que marchamos a la misión encargada. Nuestro quehacer supremo será identificarnos con su santa voluntad y abrazarnos a un mandato, que tiene toda la fuerza de lo verdadero y de lo divino.


«Sumo, glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta,
sentido y conocimiento,
Señor,
para cumplir tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD).

Como todas las creaciones geniales, esta oración es original por concentración en lo esencial, por afincamiento en las grandes realidades de la revelación de Dios: su alteza y su gloria; su luz y nuestras tinieblas; su santidad y nuestro pecado. Y le pide lo esencial para una vida cristiana: Dios mismo; al que sólo pueden recibir una fe derecha, una esperanza entera y una caridad, que ensanchan ante él los ojos y no los guiñan ante los ídolos. Pide el Santo a Dios que, iluminado el corazón, le haga sensible y senciente, y tenga así capacidad para sentirle y conocerle a él como Dios, para sentir y conocer a los hombre todos como hermanos. Por ello, pide a la vez realidades objetivas (Dios mismo) y realidades subjetivas (un hombre capaz de experiencia y sentimiento nuevos). Para terminar finalmente con una mirada tendida hacia la vida de cada día: cumplir sus mandamientos. De esta forma la oración, que había comenzado dirigiéndose a Dios en su divinidad y gloria, que había pedido luz de corazón para poder ver, transformación del ser entero para poder recibir a Dios mismo, sentimiento de entrañas para poder saber de él, se cierra llegando hasta la acción y el comportamiento de la voluntad. El hombre entero: corazón, inteligencia, sentimiento, voluntad y manos activas, han sido así llevados delante de Dios. Y una vez presentados delante de él, Francisco abandona la capilla y marcha a reconstruir la Iglesia.

Ante cualquier llamada del Señor enviándonos a una tierra nueva; ante la reafirmación del proyecto que él nos confió en años jóvenes y que en el calor del mediodía y del consiguiente demonio meridiano repetimos; ante la lenta y acostumbrada tarea de cada día, que edifica la Iglesia o la rehace derruida; ante el tránsito a nuevas situaciones espirituales o materiales que nos dejan sin respiración por lo insospechadas o difíciles: esta oración de san Francisco puede ser nuestra oración. Con ella nos vendrá la fuerza de Dios y la fraternal ayuda de quien se asemejó tanto al Redentor, que se dijo de él que era el Cristo viviente de la Edad Media.

Entre el largo recitar de quien le expone una a una al Señor todas las dificultades o esperanzas; y entre el simplificado orar de quien sólo sabe decir ya: «Señor, heme aquí»; entre la oración objetiva que pone los ojos en Dios, su revelación y su gloria, y entre la acongojada pena de quien no es capaz de salir de sí y de sus tremedales: entre uno y otro modo de orar está el milagro de esta oración tan sencilla y tan compleja, tan cristiana y tan humana. Tras orar así, san Francisco inicia su gesta admirable, con la que le devolvió la alegría a toda una cultura, con la que redescubrió el evangelio a la Iglesia y alumbró el rostro vivo de Cristo a generaciones enteras.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 46 (1987) 59-64]

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