DIRECTORIO FRANCISCANO
Documentos Pontificios

VISITA PASTORAL
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A ASÍS
CON MOTIVO DEL VIII CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO
(17 de junio de 2007)

 

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Con motivo del VIII centenario de la conversión de san Francisco, Benedicto XVI realizó una visita pastoral a Asís el domingo 17 de junio de 2007. El Papa salió del Vaticano en helicóptero a las 7.30 de la mañana y aterrizó a las 8.20 en el campo de deportes de Rivotorto, a las puertas de Asís. En coche se trasladó hasta el cercano santuario de Rivotorto, primera etapa de su peregrinación. Esta zona era muy familiar para san Francisco porque en ella su familia poseía tierras y aquí tuvieron lugar episodios vinculados a su conversión y a los comienzos de la Orden franciscana. Benedicto XVI hizo una visita en privado al santuario y oró de rodillas ante el Santísimo. Luego visitó el llamado «sacro tugurio», el tugurio abandonado en aquel tiempo, donde san Francisco se reunía con sus primeros compañeros.

Desde allí, el Santo Padre se dirigió en coche al cercano santuario de San Damián, pasando cerca de la iglesia de Santa María Magdalena, recuerdo del servicio de san Francisco a los leprosos. Llegó al santuario a las 8.50. Esta es una de las metas del espíritu más significativas del primitivo Franciscanismo, morada de santa Clara y las primeras clarisas de 1211 a 1253. El Santo Padre hizo una visita privada al santuario: oró ante el Santísimo y luego saludó a la comunidad, compuesta por siete religiosos y ocho novicios.

Concluida la visita, el Santo Padre se trasladó a la basílica de Santa Clara, en el corazón antiguo de Asís. Allí las clarisas conservan el Crucifijo que habló a san Francisco y ante el cual vivió su opción definitiva y radical por el Señor: «Ve y repara mi casa». Benedicto XVI se arrodilló ante el Santísimo y veneró el Crucifijo de San Damián (fue trasladado aquí en 1259); después saludó con gran afecto a las clarisas, a quienes dirigió las palabras que ofrecemos a continuación y les impartió la bendición. Este encuentro estuvo acompañado por algunos cantos que manifestaron la belleza del estilo de vida y del carisma de esta fraternidad.

En la plaza del Ayuntamiento recibió el homenaje del alcalde y de la ciudad a través del tradicional sonido de los clarines. El Papa continuó en coche hasta la curia provincial de los Frailes Menores Capuchinos, donde se revistió de los ornamentos sagrados para presidir la concelebración eucarística en la plaza inferior de San Francisco, donde estaba colocado el altar.

La concelebración eucarística comenzó a las 10.00 de la mañana en una plaza rebosante de gente. Dominaba el altar una copia del Crucifijo de San Damián, para recordar el VIII centenario de la conversión de san Francisco, el hombre evangélico. Muchas personas participaron en la misa a través de las grandes pantallas colocadas en la plaza superior.

Al comienzo de la misa, Mons. Sorrentino dirigió al Papa unas palabras de agradecimiento. El Santo Padre introdujo el rito con las siguientes palabras: «La celebración de la misa dominical nos hace experimentar una vez más la presencia de Jesús resucitado entre nosotros. Hace ocho siglos, en esta ciudad de Asís, donde incluso las piedras cantan al Altísimo omnipotente y buen Señor, san Francisco comenzó su camino de conversión, acogiendo las palabras del Crucifijo de San Damián: "Francisco, ve y repara mi casa". Se hizo pobre y humilde, y comenzó a seguir a Cristo convirtiéndose en modelo de santidad para toda la Iglesia. Tras sus huellas, invoquemos con confianza a Dios, nuestro Padre, para que, con la fuerza del Espíritu Santo, nos haga abrirnos al amor de su Hijo y convertirnos a él con todo el corazón». Durante la liturgia de la Palabra el Papa pronunció la homilía que publicamos luego.

Al final de la misa, antes del rezo del Ángelus, el Papa pronunció la meditación mariana, en la que hizo un llamamiento en favor de la paz, que también publicamos más adelante.

El Santo Padre saludó a las personas que habían participado en la celebración y entró en el Sacro Convento. Bajó a la cripta de la basílica para orar ante la tumba de san Francisco. El Papa encendió la lámpara que le presentó el padre custodio del santuario y que desde ahora arderá ante la tumba de san Francisco.

En el refectorio del Sacro Convento, Benedicto XVI compartió la comida con la comunidad conventual y con algunos huéspedes.

Por la tarde, a las 16.00, en la sala capitular del Sacro Convento, recibió a las treinta religiosas Clarisas Capuchinas alemanas, que desde hace veinte años han hospedado varias veces al cardenal Joseph Ratzinger en su monasterio de la Santa Cruz de Asís. De sus visitas con su hermana María y su hermano Georg conservan el recuerdo de su bondad y su cordialidad, su respuesta a todas sus cartas, etc. El Papa les dirigió en alemán el discurso que ofrecemos también y les regaló un icono de la Virgen. Ellas, por su parte, le ofrecieron un ramo de flores y un canto.

En la Basílica superior de San Francisco se reunió con los participantes en el Capítulo general de la Orden de Frailes Menores Conventuales y con la comunidad del Sacro Convento y les entregó el mensaje que ofrecemos más abajo.

A continuación, fue a la catedral de Asís, dedicada a San Rufino, donde se habían congregado los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y las religiosas: representaban a cerca de diez institutos masculinos y cincuenta femeninos; estaban también presentes los superiores y alumnos del Pontificio Seminario regional umbro. Al entrar en la catedral y acercarse a la capilla del Santísimo, contempló la fuente bautismal en la que, según la tradición, fueron bautizados san Francisco, santa Clara, su hermana santa Inés, san Gabriel de la Dolorosa, otros santos y personalidades ilustres, como el que fue emperador Federico II de Suecia. El encuentro se inició con unas palabras de Mons. Sorrentino. Su Santidad pronunció el discurso que publicamos más abajo.

Terminado el encuentro, se dirigió a la Basílica de Santa María de los Ángeles, a donde llegó en torno a las 18.00. Entró en el templo y visitó la Porciúncula y la capilla del Tránsito de san Francisco.

El último encuentro en Asís fue con los jóvenes, que lo acogieron con gran entusiasmo en la plaza delante de la Basílica. Eran más de diez mil, procedentes de todas las diócesis de Umbría; había también de Las Marcas, de Toscana y de otras diócesis de Italia. Mientras esperaban al Papa, los jóvenes de la diócesis de Gubbio hicieron una representación teatral titulada «Ve y repara mi casa», en la que propusieron los momentos más sobresalientes de la vida de san Francisco: tomaron también parte en la representación 180 muchachos, entre ellos un grupo de baile de Rivotorto y músicos de Città di Castello.

Durante una hora, los jóvenes y el Vicario de Cristo mantuvieron un diálogo directo, claro, luminoso, rico de ideas y propuestas, compromisos y esperanza; lleno de amor y de fe. Al comienzo, dos jóvenes, Marco Giuliani e Ilaria Perticoni, dirigieron al Papa unas palabras. Su Santidad pidió que uno de los jóvenes cantase un canto en el que expresara el camino espiritual franciscano en las nuevas generaciones: fue Paolo Armadori, de la diócesis de Orvieto-Todi, quien ejecutó el canto «Con mi voz»: doctor en química, animador y catequista, apasionado por la música, escribió esta canción sobre la conversión partiendo de su experiencia personal.

Benedicto XVI dirigió a los jóvenes el discurso que publicamos más adelante. Al final, el Santo Padre saludó a una representación de jóvenes y se despidió con la bendición.

Seguidamente el Santo Padre se trasladó en coche hasta el campo de deportes «Migaghelli». A las 19.30 el helicóptero partió de Asís, y aterrizó en el helipuerto vaticano a las 20.30.

ALOCUCIÓN A LAS MONJAS CLARISAS
Basílica de Santa Clara

Gracias por este canto tan hermoso. Es un canto de acompañamiento a la espera de la llegada del Señor. Pero el Señor siempre está llegando. Por tanto, se trata de un canto de bienvenida al Señor. Nosotros mismos estamos yendo al encuentro del Señor.

Este encuentro me hace pensar en encuentros análogos de los tiempos pasados: encuentros muy hermosos, que llevo muy profundamente grabados en mi memoria. Para mí siempre es una gran inspiración, un gran aliento, volver a ver esta vida de amor al Señor, esta vida de María, totalmente a la escucha del Señor y así a la escucha de la palabra de Dios para la humanidad de hoy.

Estamos celebrando el VIII centenario de la conversión de san Francisco. Conversión no es sólo un momento, un instante de la vida; es un camino. Y vosotras camináis, nos precedéis en el camino de la conversión, un camino que a veces resulta muy arduo, pero siempre va acompañado de las alegrías del Señor. Y esperamos que hoy sea un día así, vivido en la alegría del Señor. Un día en que el sol de Dios, tan bien cantado por san Francisco, sea realmente también nuestro «centro» e ilumine nuestro corazón y nuestra vida.

Ahora no estoy preparado para decir más cosas, pero de corazón os doy las gracias por todo. Para mí Asís siempre es un punto de referencia interior, porque sé que es una gran fuerza de oración, una fuerza para el Papa en su misión de estar al timón de la barca de Pedro, de la barca de Cristo.

Entonces, caminemos con el Señor. Yo oro por vosotras y vosotras orad por mí. Así, a pesar de la distancia exterior, estamos profundamente unidos.

Gracias de nuevo.

HOMILÍA EN CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
Plaza inferior de la Basílica de San Francisco

Queridos hermanos y hermanas:

¿Qué nos dice hoy el Señor, mientras celebramos la Eucaristía en el sugestivo escenario de esta plaza, en la que convergen ocho siglos de santidad, de devoción, de arte y de cultura, vinculados al nombre de san Francisco de Asís? Hoy aquí todo habla de conversión, como nos ha recordado monseñor Domenico Sorrentino, a quien agradezco de corazón las amables palabras que me ha dirigido.

Saludo también a toda la Iglesia de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino, así como a los pastores de las Iglesias de Umbría. Saludo y expreso mi agradecimiento al cardenal Attilio Nicora, mi legado para las dos basílicas papales de esta ciudad. Dirijo un saludo afectuoso a los hijos de san Francisco, aquí presentes con sus ministros generales de las diversas Órdenes. Saludo asimismo al presidente del Gobierno y a todas las autoridades civiles que han querido honrarnos con su presencia.

Hablar de conversión significa penetrar en el núcleo del mensaje cristiano y a la vez en las raíces de la existencia humana. La palabra de Dios que se acaba de proclamar nos ilumina, poniéndonos ante los ojos tres figuras de convertidos.

La primera es la de David. El pasaje que se refiere a él, tomado del segundo libro de Samuel (12,7-10.13), nos presenta uno de los diálogos más dramáticos del Antiguo Testamento. En el centro de este diálogo está un veredicto tajante, con el que la palabra de Dios, proferida por el profeta Natán, pone al descubierto a un rey que había alcanzado la cumbre de su éxito político, pero que había caído también en lo más bajo de su vida moral.

Para captar la tensión dramática de este diálogo, es preciso tener presente el horizonte histórico y teológico en el que se sitúa. Se trata de un horizonte marcado por la historia de amor con la que Dios elige a Israel como su pueblo, entablando con él una alianza y preocupándose de asegurarle tierra y libertad. David es un eslabón de esta historia de solicitud constante de Dios por su pueblo. Es elegido en un momento difícil y es puesto al lado del rey Saúl, para convertirse en su sucesor. El plan de Dios atañe también a su descendencia, vinculada al proyecto mesiánico, que tendrá en Cristo, «hijo de David», su plena realización.

De este modo, la figura de David es imagen de grandeza histórica y a la vez religiosa. Por eso, con esa grandeza contrasta mucho más la bajeza en la que cae cuando, cegado de pasión por Bersabé, se la arrebata a su esposo, uno de sus más fieles guerreros, y ordena fríamente que sea asesinado. Es un acto estremecedor: ¿cómo puede un elegido de Dios caer tan bajo? Realmente, el hombre es grandeza y miseria. Es grandeza, porque lleva en sí la imagen de Dios y es objeto de su amor; y es miseria, porque puede hacer mal uso de la libertad, su gran privilegio, acabando por volverse contra su Creador.

El veredicto de Dios sobre David, pronunciado por Natán, ilumina las fibras íntimas de la conciencia, donde no cuentan los ejércitos, el poder, la opinión pública, sino donde estamos a solas con Dios. «Tú eres ese hombre». Estas palabras desvelan a David su culpabilidad. Profundamente afectado por estas palabras, el rey siente un arrepentimiento sincero y se abre al ofrecimiento de la misericordia. Es el camino de la conversión.

Hoy es san Francisco quien nos invita a seguir este camino, como David. Por lo que narran sus biógrafos, en sus años juveniles nada permite pensar en caídas tan graves como la del antiguo rey de Israel. Pero el mismo Francisco, en el Testamento redactado en los últimos meses de su vida, considera sus primeros veinticinco años como un tiempo en que «vivía en pecados» (cf. Test 1). Más allá de las expresiones concretas, consideraba pecado concebir su vida y organizarla totalmente centrada en él mismo, siguiendo vanos sueños de gloria terrena. Cuando era el «rey de las fiestas» entre los jóvenes de Asís (cf. 2 Cel 7), no le faltaba una natural generosidad de espíritu. Pero esa generosidad estaba muy lejos del amor cristiano que se entrega sin reservas a los demás.

Como él mismo recuerda, le resultaba amargo ver a los leprosos. El pecado le impedía vencer la repugnancia física para reconocer en ellos a hermanos que era preciso amar. La conversión lo llevó a practicar la misericordia y a la vez le alcanzó misericordia. Servir a los leprosos, llegando incluso a besarlos, no sólo fue un gesto de filantropía, una conversión -por decirlo así- «social», sino una auténtica experiencia religiosa, nacida de la iniciativa de la gracia y del amor de Dios: «El Señor -dice- me llevó hasta ellos» (Test 2). Fue entonces cuando la amargura se transformó en «dulzura de alma y de cuerpo» (Test 3).

Sí, mis queridos hermanos y hermanas, convertirnos al amor es pasar de la amargura a la «dulzura», de la tristeza a la alegría verdadera. El hombre es realmente él mismo, y se realiza plenamente, en la medida en que vive con Dios y de Dios, reconociéndolo y amándolo en sus hermanos.

En el pasaje de la Carta a los Gálatas (2,16.19-21) destaca otro aspecto del camino de conversión. Nos lo explica otro gran convertido, el apóstol san Pablo. El contexto de sus palabras es el debate que surgió en la comunidad primitiva: en ella muchos cristianos procedentes del judaísmo tendían a unir la salvación a la realización de las obras de la antigua Ley, desvirtuando así la novedad de Cristo y la universalidad de su mensaje.

San Pablo se sitúa como testigo y pregonero de la gracia. En el camino de Damasco, el rostro resplandeciente y la voz fuerte de Cristo lo habían arrancado de su celo violento de perseguidor y habían encendido en él un nuevo celo por el Crucificado, que reconcilia en su cruz a los que están cerca y a los que están lejos (cf. Ef 2,11-22). San Pablo había comprendido que en Cristo toda la ley está cumplida y que quien sigue a Cristo se une a él y cumple la ley. Llevar a Cristo, y con Cristo al único Dios, a todas las naciones se había convertido en su misión. En efecto, Cristo «es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba...» (Ef 2,14)

Su personalísima confesión de amor expresa al mismo tiempo la esencia común de la vida cristiana: «La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20). Y ¿cómo se puede responder a este amor sino abrazando a Cristo crucificado, hasta vivir de su misma vida? «Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,19-20).

Al decir que está crucificado con Cristo, san Pablo no sólo alude a su nuevo nacimiento en el bautismo, sino a toda su vida al servicio de Cristo. Este nexo con su vida apostólica se pone claramente de manifiesto en las palabras conclusivas de su defensa de la libertad cristiana al final de la Carta a los Gálatas: «En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo los estigmas de Jesús» (Ga 6,17).

Es la primera vez, en la historia del cristianismo, que aparecen las palabras «estigmas de Jesús». En la disputa sobre el modo correcto de ver y de vivir el Evangelio, al final, no deciden los argumentos de nuestro pensamiento; lo que decide es la realidad de la vida, la comunión vivida y sufrida con Jesús, no sólo en las ideas o en las palabras, sino hasta en lo más profundo de la existencia, implicando también el cuerpo, la carne.

Los cardenales recibidos en una larga historia de pasión son el testimonio de la presencia de la cruz de Jesús en el cuerpo de san Pablo, son sus estigmas. Así puede decir que no es la circuncisión la que lo salva: los estigmas son la consecuencia de su bautismo, la expresión de su morir con Jesús día a día, la señal segura de ser una nueva criatura (cf. Ga 6,15).

Por lo demás, al utilizar la palabra «estigmas», san Pablo alude a la costumbre antigua de grabar en la piel del esclavo el sello de su propietario. Así el esclavo era «estigmatizado» como propiedad de su amo y quedaba bajo su protección. La señal de la cruz, grabada en largas pasiones en la piel de san Pablo, es su orgullo: lo legitima como verdadero esclavo de Jesús, protegido por el amor del Señor.

Queridos amigos, san Francisco de Asís nos repite hoy todas estas palabras de san Pablo con la fuerza de su testimonio. Desde que el rostro de los leprosos, amados por amor a Dios, le hizo intuir de algún modo el misterio de la «kénosis» (cf. Flp 2,7), el abajamiento de Dios en la carne del Hijo del hombre, y desde que la voz del Crucifijo de San Damián le puso en su corazón el programa de su vida: «Ve, Francisco, y repara mi casa» (2 Cel 10), su camino no fue más que el esfuerzo diario de configurarse con Cristo. Se enamoró de Cristo. Las llagas del Crucificado hirieron su corazón, antes de marcar su cuerpo en La Verna. Por eso pudo decir con san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20).

Llegamos ahora al corazón evangélico de la palabra de Dios de hoy. Jesús mismo, en el pasaje del evangelio de san Lucas que se acaba de leer (Lc 7,36-8,3), nos explica el dinamismo de la auténtica conversión, señalándonos como modelo a la mujer pecadora rescatada por el amor. Se debe reconocer que esta mujer actuó con gran osadía. Su modo de comportarse ante Jesús, bañando con lágrimas sus pies y secándolos con sus cabellos, besándolos y ungiéndolos con perfume, tenía que escandalizar a quienes contemplaban a personas de su condición con la mirada despiadada de un juez.

Impresiona, por el contrario, la ternura con que Jesús trata a esta mujer, a la que tantos explotaban y todos juzgaban. Ella encontró, por fin, en Jesús unos ojos puros, un corazón capaz de amar sin explotar. En la mirada y en el corazón de Jesús recibió la revelación de Dios Amor.

Para evitar equívocos, conviene notar que la misericordia de Jesús no se manifiesta poniendo entre paréntesis la ley moral. Para Jesús el bien es bien y el mal es mal. La misericordia no cambia la naturaleza del pecado, pero lo quema en un fuego de amor. Este efecto purificador y sanador se realiza si hay en el hombre una correspondencia de amor, que implica el reconocimiento de la ley de Dios, el arrepentimiento sincero, el propósito de una vida nueva. A la pecadora del Evangelio se le perdonó mucho porque amó mucho. En Jesús Dios viene a darnos amor y a pedirnos amor.

Queridos hermanos y hermanas, ¿qué fue la vida de Francisco convertido sino un gran acto de amor? Lo manifiestan sus fervientes oraciones, llenas de contemplación y de alabanza, su tierno abrazo al Niño divino en Greccio, su contemplación de la pasión en La Verna, su «vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14), su elección de la pobreza y su búsqueda de Cristo en el rostro de los pobres.

Esta es su conversión a Cristo, hasta el deseo de «transformarse» en él, llegando a ser su imagen acabada, que explica su manera típica de vivir, en virtud de la cual se nos presenta tan actual, incluso respecto de los grandes temas de nuestro tiempo, como la búsqueda de la paz, la salvaguardia de la naturaleza y la promoción del diálogo entre todos los hombres. San Francisco es un auténtico maestro en estas cosas. Pero lo es a partir de Cristo, pues Cristo es «nuestra paz» (cf. Ef 2,14). Cristo es el principio mismo del cosmos, porque en él todo ha sido hecho (cf. Jn 1,3). Cristo es la verdad divina, el «Logos» eterno, en el que todo «dia-logos» en el tiempo tiene su último fundamento. San Francisco encarna profundamente esta verdad «cristológica» que está en la raíz de la existencia humana, del cosmos y de la historia.

No puedo olvidar, en este contexto, la iniciativa de mi predecesor, de santa memoria, Juan Pablo II, el cual quiso reunir aquí, en 1986, a los representantes de las confesiones cristianas y de las diversas religiones del mundo, para un encuentro de oración por la paz. Fue una intuición profética y un momento de gracia, como reafirmé hace algunos meses en mi carta al obispo de esta ciudad con ocasión del vigésimo aniversario de ese acontecimiento.

La decisión de celebrar ese encuentro en Asís estaba sugerida precisamente por el testimonio de san Francisco como hombre de paz, al que tantos miran con simpatía incluso desde otras posiciones culturales y religiosas. Al mismo tiempo, la luz del Poverello sobre esa iniciativa era una garantía de autenticidad cristiana, ya que su vida y su mensaje se apoyan tan visiblemente en la opción de Cristo, que rechazan a priori cualquier tentación de indiferentismo religioso, que no tiene nada que ver con el auténtico diálogo interreligioso.

El «espíritu de Asís», que desde ese acontecimiento se sigue difundiendo por el mundo, se opone al espíritu de violencia, al abuso de la religión como pretexto para la violencia. Asís nos dice que la fidelidad a la propia convicción religiosa, sobre todo la fidelidad a Cristo crucificado y resucitado, no se manifiesta con violencia e intolerancia, sino con un sincero respeto a los demás, con el diálogo, con un anuncio que apela a la libertad y a la razón, con el compromiso por la paz y la reconciliación.

No podría ser actitud evangélica ni franciscana no lograr conjugar la acogida, el diálogo y el respeto a todos con la certeza de fe que todo cristiano, al igual que el santo de Asís, debe cultivar, anunciando a Cristo como camino, verdad y vida del hombre (cf. Jn 14,6), único Salvador del mundo.

Que san Francisco de Asís obtenga a esta Iglesia particular, a las Iglesias que están en Umbría, a toda la Iglesia que está en Italia, de la que él, juntamente con santa Catalina de Siena, es patrono, y a todos los que en el mundo se remiten a él, la gracia de una auténtica y plena conversión al amor de Cristo.

ÁNGELUS
Plaza inferior de la Basílica de San Francisco

Queridos hermanos y hermanas:

Hace ocho siglos, la ciudad de Asís difícilmente habría podido imaginar el papel que la Providencia le asignaba, un papel que hoy la convierte en una ciudad tan famosa en el mundo, un verdadero «lugar del alma». Le dio este carácter el acontecimiento que tuvo lugar aquí y que le imprimió un signo indeleble. Me refiero a la conversión del joven Francisco, que después de veinticinco años de vida mediocre y soñadora, centrada en la búsqueda de alegrías y éxitos mundanos, se abrió a la gracia, volvió a entrar en sí mismo y gradualmente reconoció en Cristo el ideal de su vida. Mi peregrinación de hoy a Asís quiere recordar aquel acontecimiento, para revivir su significado y su alcance.

Me he detenido con particular emoción en la iglesita de San Damián, en la que san Francisco escuchó del Crucifijo estas palabras programáticas: «Ve, Francisco, y repara mi casa» (2 Cel 10). Era una misión que comenzaba con la plena conversión de su corazón, para transformarse después en levadura evangélica distribuida a manos llenas en la Iglesia y en la sociedad.

En Rivotorto he visto el lugar donde, según la tradición, estaban relegados aquellos leprosos a quienes el santo se acercó con misericordia, iniciando así su vida de penitente, y también el santuario donde se evoca la pobre morada de san Francisco y de sus primeros hermanos. He pasado por la basílica de Santa Clara, la «plantita» de san Francisco, y esta tarde, después de la visita a la catedral de Asís, iré a la Porciúncula, desde donde san Francisco guió, a la sombra de María, los pasos de su fraternidad en expansión, y donde exhaló su último suspiro. Allí me encontraré con los jóvenes, para que el joven Francisco, convertido a Cristo, hable a su corazón.

En este momento, desde la basílica de San Francisco, donde descansan sus restos mortales, deseo hacer mías sobre todo sus palabras de alabanza: «Altísimo, Omnipotente, buen Señor, tuyas son la alabanza, la gloria y el honor y toda bendición» (Cántico del hermano sol 1). San Francisco de Asís es un gran educador de nuestra fe y de nuestra alabanza. Al enamorarse de Jesucristo, encontró el rostro de Dios-Amor, y se convirtió en su cantor apasionado, como verdadero «juglar de Dios». A la luz de las bienaventuranzas evangélicas se comprende la bondad con que supo vivir las relaciones con los demás, presentándose a todos con humildad y haciéndose testigo y constructor de paz.

Desde esta ciudad de la paz deseo enviar un saludo a los exponentes de las demás confesiones cristianas y de las otras religiones, que en 1986 aceptaron la invitación de mi venerado predecesor a vivir aquí, en la patria de san Francisco, una Jornada mundial de oración por la paz.

Considero mi deber dirigir desde aquí un apremiante y urgente llamamiento para que cesen todos los conflictos armados que ensangrientan la tierra, para que callen las armas y por doquier el odio ceda al amor, la ofensa al perdón y la discordia a la unión. Sentimos espiritualmente presentes aquí a todos los que lloran, sufren y mueren a causa de la guerra y de sus trágicas consecuencias, en cualquier parte del mundo. Nuestro pensamiento va particularmente a Tierra Santa, tan amada por san Francisco, a Irak, a Líbano, a todo el Oriente Próximo. Las poblaciones de esos países sufren, desde hace demasiado tiempo, los horrores de los combates, del terrorismo, de la violencia ciega; la falsa esperanza de que con la fuerza se puedan resolver los conflictos; y la negativa a escuchar las razones de los demás y de hacerles justicia. Sólo un diálogo responsable y sincero, sostenido por el apoyo generoso de la comunidad internacional, podrá poner fin a tanto dolor y dar de nuevo vida y dignidad a personas, instituciones y pueblos.

San Francisco, hombre de paz, nos obtenga del Señor que sean cada vez más los que aceptan convertirse en «instrumentos de su paz», a través de miles de pequeños gestos de la vida diaria; que a cuantos desempeñan papeles de responsabilidad los impulsen un amor apasionado por la paz y una voluntad inquebrantable de alcanzarla, eligiendo medios adecuados para obtenerla.

La Virgen santísima, a quien el Poverello amó con ternura y cantó con palabras inspiradas, nos ayude a descubrir el secreto de la paz en el milagro de amor que se realizó en su seno con la encarnación del Hijo de Dios.

ALOCUCIÓN A LAS CLARISAS CAPUCHINAS
Sala Capitular del Sacro Convento

Queridas hermanas:

Cuando monseñor Sorrentino y yo planeábamos esta visita, dije inmediatamente: «Debo encontrarme con las Capuchinas de Baviera, las Capuchinas alemanas». Para mí forman parte profundamente de Asís y conservo muchos recuerdos gratos de los encuentros que he tenido con ellas en su casa, antes y después del terremoto; para mí una visita a Asís sin un encuentro con las Capuchinas alemanas sería una experiencia incompleta de Asís.

Por eso, me alegra que estemos aquí juntos, casi como si estuviéramos en vuestro convento. Agradezco y me alegra mucho que la Providencia haya querido que, hace siglos, se fundara este convento, que siga viviendo, que de Alemania, y especialmente de Baviera, sigan llegando muchachas jóvenes para recorrer, en comunión con san Francisco, el camino del Señor: un camino de pobreza, castidad, obediencia, y sobre todo un camino de amor a Cristo y a su Iglesia.

Sé que oráis mucho por mí y por toda la Iglesia. Saber que detrás de mí hay muchas personas que oran, muchas queridas religiosas que oran y sostienen mi actividad desde dentro, constituye para mí un consuelo constante. Por eso, siento la necesidad de agradecer su oración.

Este año celebramos la conversión de san Francisco. Sabemos que siempre tenemos necesidad de conversión. Sabemos que toda la vida es una ascensión, a menudo fatigosa pero siempre hermosa, de sucesivas conversiones. Sabemos que, de este modo, día tras día, nos acercamos cada vez más al Señor.

San Francisco nos muestra también que en su vida, desde su primer encuentro profundo con el Crucifijo de San Damián, progresó cada vez más en la comunión con Cristo, hasta llegar a ser uno con él recibiendo los estigmas. Por eso buscamos, por eso luchamos: para escuchar cada vez mejor su voz, para que su voz penetre cada vez más en nuestro corazón, para que modele cada vez más nuestra vida, de forma que lleguemos a ser desde dentro semejantes a él y la Iglesia sea viva en nosotros.

Del mismo modo que María era una Iglesia viva, así vosotras, orando, creyendo, esperando y amando os transformáis en Iglesia viva y de este modo llegáis a ser una sola cosa con el único Señor. Gracias por todo. Agradezco verdaderamente al Señor que hayamos podido encontrarnos.

Tenemos un pequeño regalo -naturalmente, os agradezco las flores-. Hemos traído una imagen de la Virgen, que recordará esta visita, durante la cual nos hemos encontrado.

Creo que puedo escuchar todavía otro canto (en este momento las monjas cantan de nuevo). Gracias. Es un canto que entonábamos a menudo en el seminario de Traunstein y que me recuerda mi juventud, haciéndome sentir una gran alegría por el Señor y por la Madre de Dios, que, ahora como entonces, llevamos en nuestro corazón.

Ahora os imparto mi bendición.

MENSAJE A LOS PARTICIPANTES
EN EL CAPÍTULO GENERAL DE LA ORDEN
DE LOS FRAILES MENORES CONVENTUALES
Y A LA COMUNIDAD DEL SACRO CONVENTO
Basílica superior de San Francisco

Al reverendísimo Padre MARCO TASCA, Ministro general de la Orden de Frailes Menores Conventuales.

Con gran alegría lo saludo a usted, reverendísimo padre, y a todos los Frailes Menores Conventuales, reunidos en Asís para el 199 Capítulo general. Me alegra hacerlo en esta Basílica papal, en la que espléndidas obras de arte narran las maravillas de gracia que el Señor realizó en san Francisco.

Considero providencial que este encuentro tenga lugar en el contexto del VIII centenario de la conversión de san Francisco. Con esta visita he querido poner de relieve el significado de ese acontecimiento, al que es preciso volver siempre, para comprender a san Francisco y su mensaje. Él mismo, sintetizando en una sola palabra toda su vivencia interior, no encontró un concepto más denso que el de «penitencia»: «El Señor me concedió a mí, fray Francisco, comenzar a hacer penitencia así» (Test 1). Por tanto, se sintió esencialmente como un «penitente», por decirlo así, en estado de conversión permanente. Abandonándose a la acción del Espíritu, san Francisco se convirtió cada vez más a Cristo, transformándose en imagen viva de él, por el camino de la pobreza, la caridad y la misión.

Así, vosotros tenéis la misión de testimoniar con celo y coherencia su mensaje. Estáis llamados a hacerlo con la sintonía eclesial que caracterizó a san Francisco en su relación con el Vicario de Cristo y con todos los pastores de la Iglesia. A este respecto, os agradezco la obediencia pronta con que, juntamente con los Frailes Menores, correspondiendo al especial vínculo de afecto que os une desde siempre a la Sede apostólica, habéis acogido las disposiciones del motu proprio Totius orbis sobre las nuevas relaciones de las dos Basílicas papales de San Francisco y de Santa María de los Ángeles con esta Iglesia particular, en la que nació el Poverello y que tuvo tanta importancia en su vida.

Un saludo especial le dirijo a usted, fray Marco Tasca, a quien la confianza de sus hermanos ha llamado a la ardua tarea de Ministro general. Es de buen auspicio la coincidencia con la celebración del 750 aniversario de la elección de san Buenaventura como ministro de la Orden. Le deseo que, a ejemplo de san Francisco y de san Buenaventura, juntamente con los definidores elegidos, guíe con sabia prudencia la gran familia de la Orden en la fidelidad a las raíces de la experiencia franciscana, prestando atención a los «signos de los tiempos».

En el Capítulo general se han reunido frailes procedentes de muchos países y culturas diversas, para escucharse y hablarse mutuamente con el único lenguaje del Espíritu, reviviendo así el recuerdo de la santidad de san Francisco. Esta es una ocasión realmente extraordinaria para compartir las «maravillas» que Dios sigue realizando también hoy a través de los hijos del Poverello esparcidos por el mundo.

Por tanto, deseo que los religiosos capitulares, además de dar gracias a Dios por el desarrollo de la Orden sobre todo en los países de misión, aprovechen esta ocasión para interrogarse sobre lo que el Espíritu les pide para seguir anunciando con pasión, tras las huellas del Seráfico Padre, el reino de Dios en este tramo inicial del tercer milenio cristiano.

Me ha complacido saber que, como tema central de reflexión durante los días de la asamblea capitular, se ha elegido la formación para la misión, subrayando que esa formación no se da de una vez para siempre, sino que se debe considerar más bien como un camino permanente. En efecto, se trata de un itinerario con múltiples dimensiones, pero centrado en la capacidad de dejarse modelar por el Espíritu, a fin de estar dispuestos a ir a cualquier lugar a donde él llame. En la base no puede por menos de estar la escucha de la Palabra en un clima de intensa y continua oración. Sólo con esta condición se pueden captar las verdaderas necesidades de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, dándoles respuestas basadas en la sabiduría de Dios y anunciando lo que se ha experimentado profundamente en la propia vida.

Es necesario que la gran familia de los Frailes Menores Conventuales se deje impulsar por las palabras que el Crucifijo de San Damián dirigió a san Francisco: «Ve y repara mi casa» (2 Cel 10). Por tanto, cada fraile ha de ser un auténtico contemplativo, con la mirada fija en los ojos de Cristo. Cada uno ha de ser capaz de ver, como san Francisco en el leproso, el rostro de Cristo en los hermanos que sufren, llevando a todos el anuncio de la paz. Con este fin, deberá hacer suyo el camino de configuración con el Señor Jesús que san Francisco vivió en los diversos lugares-símbolo de su itinerario de santidad: desde San Damián hasta Rivotorto, desde Santa María de los Ángeles hasta La Verna.

Por consiguiente, cada hijo de san Francisco ha de tener como principio firme el que el Poverello expresó con las sencillas palabras: «La Regla y vida de los frailes menores es observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1). A este propósito, me alegra saber que también los Frailes Menores Conventuales, juntamente con toda la gran familia franciscana, están comprometidos a revivir las etapas que llevaron a san Francisco a formular el «propositum vitae» confirmado por Inocencio III alrededor del año 1209.

El Poverello, llamado a vivir «según la forma del santo Evangelio» (Test 14), se comprendió a sí mismo a la luz del Evangelio. Precisamente de aquí nace la perenne actualidad de su testimonio. Su «profecía» enseña a hacer del Evangelio el criterio para afrontar los desafíos de todos los tiempos, incluido el nuestro, resistiendo a la engañosa fascinación de modas pasajeras, para arraigarse en el plan de Dios y discernir así las auténticas necesidades de los hombres. Mi deseo es que los frailes sepan acoger con renovado impulso y con valentía este «programa», confiando en la fuerza que viene de lo alto.

A los Frailes Menores Conventuales se les pide, ante todo, que anuncien a Cristo: que se acerquen a todos con mansedumbre y confianza, con una actitud de diálogo, pero dando siempre un testimonio ardiente del único Salvador. Que sean testigos de la «belleza» de Dios, que san Francisco supo cantar contemplando las maravillas de la creación: entre los estupendos ciclos pictóricos que adornan esta basílica y en todos los demás lugares del maravilloso templo que es la naturaleza, se debe elevar de sus labios la oración que san Francisco pronunció después del éxtasis místico de La Verna, y que le hizo exclamar dos veces: «Tú eres la belleza» (Alabanzas al Dios altísimo, vv. 4 y 5).

Sí, san Francisco es un gran maestro de la «via pulchritudinis». Los frailes deben imitarlo irradiando la belleza que salva; y lo deben hacer de modo especial en esta estupenda basílica, no sólo con el gozo de los tesoros de arte que se conservan en ella, sino también y sobre todo con la intensidad y el decoro de la liturgia, y con el ferviente anuncio del misterio cristiano.

A los religiosos capitulares les deseo que vuelvan a sus respectivas comunidades llevando la lozanía y la actualidad del mensaje franciscano. A todos digo: llevad a vuestros hermanos la experiencia de fraternidad de estos días como luz y fuerza, capaz de iluminar el horizonte, no siempre exento de nubes, de la vida diaria; llevad a cada persona la paz recibida y donada.

Con el pensamiento dirigido a la Virgen Inmaculada, la «Tota pulchra», e implorando la intercesión de san Francisco y de santa Clara, a los que encomiendo el éxito de los trabajos de este capítulo general, le imparto a usted, reverendísimo padre, a los religiosos capitulares y a todos los miembros de la Orden, como prenda de especial afecto, la bendición apostólica.

DISCURSO DURANTE EL ENCUENTRO
CON LOS SACERDOTES Y LOS RELIGIOSOS
Catedral de San Rufino

Amadísimos sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas:

Os puedo asegurar con sinceridad que deseaba vivamente encontrarme con vosotros en esta antigua catedral, en la que normalmente se congrega, en torno al obispo, la Iglesia diocesana. Esta mañana estuve en medio del pueblo de Dios, en sus diferentes componentes, durante la celebración eucarística en la basílica de San Francisco y me pareció conveniente reservaros a vosotros un encuentro particular, teniendo en cuenta, entre otras cosas, el gran número de personas consagradas que hay en esta diócesis.

Doy las gracias a monseñor Domenico Sorrentino, pastor de esta Iglesia, por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos de comunión y afecto. Y he sentido inmediatamente vuestro afecto. Expreso de corazón mi agradecimiento al obispo emérito, monseñor Sergio Goretti, que, como hemos escuchado, durante veinticinco años gobernó esta Iglesia, ilustre por tanta historia de santidad. Recuerdo los numerosos encuentros que tuvimos precisamente aquí, en Asís. ¡Gracias, excelencia!

Como sabéis, y como ha recordado Mons. Sorrentino, la ocasión que me ha traído hoy a Asís es la conmemoración del VIII centenario de la conversión de san Francisco. También yo me he hecho peregrino. Ya siendo estudiante, y después cuando me preparaba para una cátedra, estudié a san Buenaventura y, por consiguiente, también a san Francisco. Peregriné espiritualmente a Asís mucho antes de llegar aquí físicamente. Así, en esta larga peregrinación de mi vida, hoy me alegra estar en la catedral con vosotros, sacerdotes, religiosos y religiosas.

Dado que he venido tras las huellas del Poverello, al hablar, mi punto de partida será él. Pero, precisamente en el contexto de esta catedral, no puedo menos de recordar a los demás santos que han ilustrado la vida de esta Iglesia, desde su patrono san Rufino, a quien se añaden san Rinaldo y el beato Ángel. Es evidente que junto a san Francisco se encuentra santa Clara, cuya casa estaba precisamente al lado de esta catedral. Hace poco he podido ver el baptisterio en el que, según la tradición, recibieron el bautismo tanto san Francisco como santa Clara, y después san Gabriel de la Dolorosa.

Este hecho me brinda la ocasión para hacer una primera reflexión. Hoy hablamos de la conversión de san Francisco, pensando en la opción radical de vida que hizo desde su juventud; sin embargo, no podemos olvidar que su primera «conversión» tuvo lugar con el don del bautismo. La respuesta plena que dio siendo adulto no fue más que la maduración del germen de santidad que recibió entonces.

Es importante que en nuestra vida y en la propuesta pastoral tomemos cada vez mayor conciencia de la dimensión bautismal de la santidad. Es don y tarea para todos los bautizados. A esta dimensión hacía referencia mi venerado y amado predecesor en la carta apostólica Novo millenio ineunte cuando escribió: «Preguntar a un catecúmeno, "¿quieres recibir el bautismo?", significa al mismo tiempo preguntarle: "¿quieres ser santo?"» (n. 31).

A los millones de peregrinos que pasan por estas calles atraídos por el carisma de san Francisco es necesario ayudarles a captar el núcleo esencial de la vida cristiana y a tender a su «alto grado», que es precisamente la santidad. No basta que admiren a san Francisco: a través de él deben encontrar a Cristo, para confesarlo y amarlo con «fe firme, esperanza cierta y caridad perfecta» (Oración de san Francisco ante el Crucifijo de San Damián).

Los cristianos de nuestro tiempo tienen que afrontar cada vez con mayor frecuencia la tendencia a aceptar un Cristo disminuido, admirado en su humanidad extraordinaria, pero rechazado en el misterio profundo de su divinidad. El mismo san Francisco sufre una especie de mutilación cuando se lo cita como testigo de valores, ciertamente importantes, apreciados por la cultura moderna, pero olvidando que la opción profunda, podríamos decir el corazón de su vida, es la opción por Cristo.

En Asís es necesaria, hoy más que nunca, una línea pastoral de alto perfil. Con este fin hace falta que vosotros, sacerdotes y diáconos, y vosotras, personas de vida consagrada, sintáis fuertemente el privilegio y la responsabilidad de vivir en este territorio de gracia. Es verdad que todos los que pasan por esta ciudad reciben un mensaje benéfico incluso sólo de sus «piedras» y de su historia. Hablan radicalmente las piedras, pero eso no os exime de una propuesta espiritual fuerte, que ayude también a afrontar las numerosas seducciones del relativismo, que caracteriza a la cultura de nuestro tiempo.

Asís tiene el don de atraer a personas de muchas culturas y religiones, en nombre de un diálogo que constituye un valor irrenunciable. Juan Pablo II unió su nombre a esta imagen de Asís como ciudad del diálogo y de la paz. A este respecto, me complace que hayáis querido honrar la memoria de su relación especial con esta ciudad también dedicándole una sala con cuadros que lo representan precisamente al lado de esta catedral. Para Juan Pablo II era claro que la vocación de Asís al diálogo está vinculada al mensaje de san Francisco, y debe seguir estando muy arraigada en los pilares de su espiritualidad.

En san Francisco todo parte de Dios y vuelve a Dios. Sus Alabanzas al Dios altísimo manifiestan un alma en diálogo constante con la Trinidad. Su relación con Cristo encuentra en la Eucaristía su lugar más significativo. Incluso el amor al prójimo se desarrolla a partir de la experiencia y del amor a Dios. Cuando, en el Testamento, recuerda cómo su acercamiento a los leprosos fue el inicio de su conversión, subraya que a ese abrazo de misericordia fue llevado por Dios mismo (cf. Test 2).

Los diversos testimonios biográficos concuerdan en describir su conversión como un progresivo abrirse a la Palabra que viene de lo alto. Aplica la misma lógica cuando pide y da limosna con la motivación del amor a Dios (cf. 2 Cel 77). Su mirada a la naturaleza es, en realidad, una contemplación del Creador en la belleza de las criaturas. Incluso su deseo de paz toma forma de oración, ya que le fue revelado el modo como debía formularlo: «El Señor te dé la paz» (Test 23). San Francisco es un hombre para los demás, porque en el fondo es un hombre de Dios. Querer separar, en su mensaje, la dimensión «horizontal» de la «vertical» significa hacer irreconocible a san Francisco.

A vosotros, ministros del Evangelio y del altar; a vosotros, religiosos y religiosas, os corresponde la tarea de llevar a cabo un anuncio de la fe cristiana a la altura de los desafíos actuales. Tenéis una gran historia y deseo expresar mi aprecio por lo que ya hacéis. Aunque hoy vuelvo a Asís como Papa, vosotros sabéis que no es la primera vez que visito esta ciudad, y que siempre me he llevado una buena impresión de ella. Es necesario que vuestra tradición espiritual y pastoral siga arraigada en sus valores perennes y al mismo tiempo se renueve para dar una respuesta auténtica a los nuevos interrogantes.

Por eso, deseo animaros a seguir con confianza el plan pastoral que vuestro obispo os ha propuesto. En él se señalan las grandes y exigentes perspectivas de la comunión, la caridad, la misión, subrayando que hunden sus raíces en una auténtica conversión a Cristo. La lectio divina, el carácter central de la Eucaristía, la liturgia de las Horas y la adoración eucarística, la contemplación de los misterios de Cristo desde la perspectiva mariana del rosario, aseguran el clima y la tensión espiritual sin los cuales todos los compromisos pastorales, la vida fraterna, incluso el compromiso en favor de los pobres, correrían el peligro de naufragar a causa de nuestras fragilidades y de nuestro cansancio.

¡Ánimo, queridos hermanos! A esta ciudad, a esta comunidad eclesial, mira con particular simpatía la Iglesia desde todas las regiones del mundo. El nombre de san Francisco, acompañado por el de santa Clara, requiere que esta ciudad se distinga por un particular impulso misionero. Pero, precisamente por esto, también es necesario que esta Iglesia viva de una intensa experiencia de comunión.

En esta perspectiva se sitúa el motu proprio Totius orbis con el que, como ha mencionado vuestro obispo, establecí que las dos grandes basílicas papales, la de San Francisco y la de Santa María de los Ángeles, aunque sigan gozando de una atención especial de la Santa Sede a través del legado pontificio, desde el punto de vista pastoral entren en la jurisdicción del obispo de esta Iglesia. Me alegra mucho saber que el nuevo camino se comenzó con una gran disponibilidad y colaboración, y estoy seguro de que producirá abundantes frutos.

En realidad, era un camino ya maduro por varias razones. Lo sugería el nuevo impulso que el concilio Vaticano II dio a la teología de la Iglesia particular, mostrando cómo en ella se expresa el misterio de la Iglesia universal. En efecto, las Iglesias particulares «están formadas a imagen de la Iglesia universal: en ellas y a partir de ellas (in quibus et ex quibus) existe la Iglesia católica, una y única» (Lumen gentium, 23). Hay una relación mutua interior entre lo universal y lo particular. Las Iglesias particulares, precisamente mientras viven su identidad de «porciones» del pueblo de Dios, expresan también una comunión y una «diaconía» con respecto a la Iglesia universal esparcida por el mundo, animada por el Espíritu y servida por el ministerio de unidad del Sucesor de Pedro.

Esta apertura «católica» es propia de cada diócesis y marca, de algún modo, todas las dimensiones de su vida, pero se acentúa cuando una Iglesia dispone de un carisma que atrae y actúa más allá de sus confines. Y ¿cómo negar que ese es el carisma de san Francisco y de su mensaje? Los numerosos peregrinos que vienen a Asís estimulan a esta Iglesia a ir más allá de sí misma. Por otra parte, es indiscutible que san Francisco tiene una relación especial con su ciudad. En cierto modo, Asís forma un cuerpo con el camino de santidad de este gran hijo suyo. Lo demuestra la misma peregrinación que estoy realizando, en la que estoy recorriendo muchos lugares -ciertamente no todos- de la vida de san Francisco en esta ciudad.

Asimismo, quiero subrayar que la espiritualidad de san Francisco de Asís ayuda mucho, tanto para captar la universalidad de la Iglesia, que él expresó en una particular devoción al Vicario de Cristo, como para comprender el valor de la Iglesia particular, dado que fue fuerte y filial su vínculo con el obispo de Asís. Es preciso redescubrir el valor no sólo biográfico, sino también «eclesiológico», del encuentro del joven Francisco con el obispo Guido, a cuyo discernimiento y en cuyas manos entregó su opción de vida por Cristo, despojándose de todo (cf. 1 Cel 14-15).

La conveniencia de una gestión unitaria, como quedó establecida por el motu proprio, se apoyaba también en la necesidad de una acción pastoral más coordinada y eficaz. El concilio Vaticano II y el Magisterio sucesivo subrayaron la necesidad de que las personas y las comunidades de vida consagrada, incluso las de derecho pontificio, se inserten de modo orgánico, de acuerdo con sus Constituciones y con las leyes de la Iglesia, en la vida de la Iglesia particular (cf. Christus Dominus, 33-35; Código de derecho canónico, cc. 678-680). Esas comunidades, aunque tienen derecho a esperar que se acoja y respete su carisma, han de evitar vivir como «islas»; deben integrarse con convicción y generosidad en el servicio y en el plan pastoral adoptado por el obispo para toda la comunidad diocesana.

Pienso en particular en vosotros, amadísimos sacerdotes, comprometidos cada día, juntamente con los diáconos, al servicio del pueblo de Dios. Vuestro entusiasmo, vuestra comunión, vuestra vida de oración y vuestro generoso ministerio son indispensables. Puede suceder que sintáis cansancio o miedo ante las nuevas exigencias y las nuevas dificultades, pero debemos confiar en que el Señor nos dará la fuerza necesaria para realizar lo que nos pide. Él -oramos y estamos seguros- no permitirá que falten vocaciones, si las imploramos con la oración y a la vez nos preocupamos de buscarlas y conservarlas con una pastoral juvenil y vocacional llena de ardor e inventiva, capaz de mostrar la belleza del ministerio sacerdotal. En este contexto, también saludo cordialmente a los superiores y a los alumnos del Pontificio Seminario regional de Umbría.

Vosotras, personas consagradas, con vuestra vida dad razón de la esperanza que habéis puesto en Cristo. Para esta Iglesia constituís una gran riqueza, tanto en el ámbito de la pastoral parroquial como en beneficio de tantos peregrinos que vienen a menudo a pediros hospitalidad, esperando también un testimonio espiritual.

En particular vosotras, las monjas de clausura, mantened elevada la antorcha de la contemplación. A cada una de vosotras deseo repetir las palabras que santa Clara escribió en una carta a santa Inés de Bohemia, pidiéndole que hiciera de Cristo su «espejo»: «Mira cada día este espejo, oh reina esposa de Jesucristo, y en él contempla continuamente tu rostro...» (4CtaCl 15).

Vuestra vida de ocultamiento y oración no os aleja del dinamismo misionero de la Iglesia; al contrario, os sitúa en su corazón. Cuanto más grandes son los desafíos apostólicos, tanto mayor es la necesidad de vuestro carisma. Sed signos del amor de Cristo, al que puedan mirar todos los demás hermanos y hermanas expuestos a las fatigas de la vida apostólica y del compromiso laical en el mundo.

A la vez que os confirmo mi afecto, lleno de confianza, y os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen María y de vuestros santos, comenzando por san Francisco y santa Clara, imparto a todos una especial bendición apostólica.

DISCURSO DURANTE EL ENCUENTRO
CON LOS JÓVENES ANTE LA BASÍLICA
DE SANTA MARÍA DE LOS ÁNGELES

Queridos jóvenes:

Gracias por vuestra acogida tan entusiasta. Percibo en vosotros la fe, percibo la alegría de ser cristianos católicos. Gracias por las afectuosas palabras y por las importantes preguntas que me han dirigido vuestros dos representantes. Espero decir algo, durante este encuentro, sobre esas preguntas, que atañen a la vida. No puedo dar ahora una respuesta exhaustiva, pero trataré de decir algo.

En primer lugar os saludo a todos vosotros, jóvenes de esta diócesis de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino, con vuestro obispo, Mons. Domenico Sorrentino. Os saludo a vosotros, jóvenes de todas las diócesis de Umbría, que os habéis dado cita aquí con vuestros pastores. Naturalmente, también os saludo a vosotros, jóvenes que habéis venido de las demás regiones de Italia, acompañados por vuestros animadores franciscanos. Dirijo un cordial saludo al cardenal Attilio Nicora, mi legado para las basílicas papales de Asís, y a los ministros generales de las diversas Órdenes franciscanas.

Nos acoge aquí, con san Francisco, el corazón de la Madre, la «Virgen hecha Iglesia», como él solía invocarla (cf. Saludo a la santísima Virgen María, 1). San Francisco sentía un cariño especial por la iglesita de la Porciúncula, que se conserva en esta basílica de Santa María de los Ángeles. Fue una de las iglesias que él se encargó de reparar en los primeros años de su conversión y donde escuchó y meditó el Evangelio de la misión (cf. 1 Cel 22). Después de los primeros pasos de Rivotorto, puso aquí el «cuartel general» de la Orden, donde los frailes pudieran resguardarse casi como en el seno materno, para renovarse y volver a partir llenos de impulso apostólico. Aquí obtuvo para todos un manantial de misericordia en la experiencia del «gran perdón», que todos necesitamos. Por último, aquí vivió su encuentro con la «hermana muerte».

Queridos jóvenes, ya sabéis que el motivo que me ha traído a Asís ha sido el deseo de revivir el camino interior de san Francisco, con ocasión del VIII centenario de su conversión. Este momento de mi peregrinación tiene un significado particular y he pensado en él como en la cumbre de mi jornada. San Francisco habla a todos, pero sé que para vosotros, los jóvenes, tiene un atractivo especial. Me lo confirma vuestra presencia tan numerosa, así como las preguntas que habéis formulado. Su conversión sucedió cuando estaba en la plenitud de su vitalidad, de sus experiencias, de sus sueños. Había pasado veinticinco años sin encontrar el sentido de su vida. Pocos meses antes de morir recordará ese período como el tiempo en que «vivía en pecados» (cf. Test 1).

¿En qué pensaba san Francisco al hablar de «pecado»? Con los datos que nos dan las biografías, todas ellas con matices diferentes, no es fácil determinarlo. Un buen retrato de su estilo de vida se encuentra en la Leyenda de los tres compañeros, donde se lee: «Francisco era muy alegre y generoso, dado a juegos y cantares, de ronda noche y día por las calles de Asís con un grupo de compañeros; era tan pródigo en gastar, que cuanto podía tener y ganar lo empleaba en comilonas y otras cosas» (TC 2).

¿De cuántos muchachos de nuestro tiempo no se podría decir algo semejante? Además, hoy existe la posibilidad de ir a divertirse lejos de la propia ciudad. En las iniciativas de diversión durante los fines de semana participan numerosos jóvenes. Se puede «vagar» también virtualmente «navegando» en internet, buscando informaciones o contactos de todo tipo. Por desgracia, no faltan -más aún, son muchos, demasiados- los jóvenes que buscan paisajes mentales tan fatuos como destructores en los paraísos artificiales de la droga.

¿Cómo negar que son muchos los jóvenes, y no jóvenes, que sienten la tentación de seguir de cerca la vida del joven Francisco antes de su conversión? En ese estilo de vida se esconde el deseo de felicidad que existe en el corazón humano. ¿Pero esa vida podía dar la alegría verdadera? Ciertamente, Francisco no la encontró. Vosotros mismos, queridos jóvenes, podéis comprobarlo a partir de vuestra propia experiencia. La verdad es que las cosas finitas pueden dar briznas de alegría, pero sólo lo Infinito puede llenar el corazón. Lo dijo otro gran convertido, san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones I, 1).

El mismo texto biográfico nos refiere que Francisco era más bien vanidoso. Le gustaba vestir con elegancia y buscaba la originalidad (cf. TC 2). En cierto modo, todos nos sentimos atraídos hacia la vanidad, hacia la búsqueda de originalidad. Hoy se suele hablar de «cuidar la imagen» o de «tratar de dar buena imagen». Para poder tener éxito, aunque sea mínimo, necesitamos ganar crédito a los ojos de los demás con algo inédito, original. En cierto aspecto, esto puede poner de manifiesto un inocente deseo de ser bien acogidos. Pero a menudo se infiltra el orgullo, la búsqueda desmesurada de nosotros mismos, el egoísmo y el afán de dominio. En realidad, centrar la vida en nosotros mismos es una trampa mortal: sólo podemos ser nosotros mismos si nos abrimos en el amor, amando a Dios y a nuestros hermanos.

Un aspecto que impresionaba a los contemporáneos de Francisco era también su ambición, su sed de gloria y de aventura. Esto fue lo que lo llevó al campo de batalla, acabando prisionero durante un año en Perusa. Una vez libre, esa misma sed de gloria lo habría llevado a Pulla, en una nueva expedición militar, pero precisamente en esa circunstancia, en Espoleto, el Señor se hizo presente en su corazón, lo indujo a volver sobre sus pasos, y a ponerse seriamente a la escucha de su Palabra.

Es interesante observar cómo el Señor conquistó a Francisco cogiéndole las vueltas, su deseo de afirmación, para señalarle el camino de una santa ambición, proyectada hacia el infinito: «¿Quién puede serte más útil, el señor o el siervo?» (TC 6), fue la pregunta que sintió resonar en su corazón. Equivale a decir: ¿por qué contentarse con depender de los hombres, cuando hay un Dios dispuesto a acogerte en su casa, a su servicio regio?

Queridos jóvenes, me habéis hablado de algunos problemas de la condición juvenil, de lo difícil que os resulta construiros un futuro, y sobre todo de la dificultad que encontráis para discernir la verdad.

En el relato de la pasión de Cristo encontramos la pregunta de Pilato: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18,38). Es la pregunta de un escéptico, que dice: «Tú afirmas que eres la verdad, pero ¿qué es la verdad?». Así, suponiendo que la verdad no se puede reconocer, Pilato da a entender: «hagamos lo que sea más práctico, lo que tenga más éxito, en vez de buscar la verdad». Luego condena a muerte a Jesús, porque actúa con pragmatismo, buscando el éxito, su propia fortuna.

También hoy muchos dicen: «¿Qué es la verdad? Podemos encontrar sus fragmentos, pero ¿cómo podemos encontrar la verdad?». Resulta realmente arduo creer que Jesucristo es la verdad, la verdadera Vida, la brújula de nuestra vida. Y, sin embargo, si caemos en la gran tentación de comenzar a vivir únicamente según las posibilidades del momento, sin la verdad, realmente perdemos el criterio y también el fundamento de la paz común, que sólo puede ser la verdad. Y esta verdad es Cristo. La verdad de Cristo se ha verificado en la vida de los santos de todos los siglos. Los santos son la gran estela de luz que en la historia atestigua: ésta es la vida, éste es el camino, ésta es la verdad. Por eso, tengamos el valor de decir sí a Jesucristo: «Tu verdad se ha verificado en la vida de tantos santos. Te seguimos».

Queridos jóvenes, mientras venía de la basílica del Sacro Convento, pensaba que no convenía hablar casi una hora yo solo. Por eso, creo que ahora sería oportuno hacer una pausa, para un canto. Sé que habéis preparado muchos cantos; tal vez me podéis cantar uno en este momento.

Bien, el canto nos ha recordado que san Francisco escuchó la voz de Cristo en su corazón. Y ¿qué sucede? Sucede que comprende que debe ponerse al servicio de los hermanos, sobre todo de los que más sufren. Esta es la consecuencia de su primer encuentro con la voz de Cristo.

Esta mañana, al pasar por Rivotorto, contemplé el lugar en donde, según la tradición, se hallaban segregados los leprosos -los últimos, los marginados-, con respecto a los cuales Francisco sentía una repugnancia irresistible. Tocado por la gracia, les abrió su corazón. Y no sólo lo hizo con un gesto piadoso de limosna, pues hubiera sido demasiado poco, sino también besándolos y sirviéndolos. Él mismo confiesa que lo que antes le resultaba amargo, se transformó para él en «dulzura de alma y de cuerpo» (Test 3).

Así pues, la gracia comienza a modelar a Francisco. Se fue haciendo cada vez más capaz de fijar su mirada en el rostro de Cristo y de escuchar su voz. Fue entonces cuando el Crucifijo de San Damián le dirigió la palabra, invitándolo a una valiente misión: «Ve, Francisco, repara mi casa, que, como ves, está totalmente en ruinas» (2 Cel 10).

Al visitar esta mañana San Damián, y luego la basílica de Santa Clara, donde se conserva el Crucifijo original que habló a san Francisco, también yo fijé mi mirada en los ojos de Cristo. Es la imagen de Cristo crucificado y resucitado, vida de la Iglesia, que, si estamos atentos, nos habla también a nosotros, como habló hace dos mil años a sus Apóstoles y hace ochocientos años a san Francisco. La Iglesia vive continuamente de este encuentro.

Sí, queridos jóvenes: dejemos que Cristo se encuentre con nosotros. Fiémonos de él, escuchemos su palabra. Él no sólo es un ser humano fascinante. Desde luego, es plenamente hombre, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 4,15). Pero también es mucho más: Dios se hizo hombre en él y, por tanto, es el único Salvador, como dice su nombre mismo: Jesús, o sea, «Dios salva».

A Asís se viene para aprender de san Francisco el secreto para reconocer a Jesucristo y hacer experiencia de Él. Según lo que narra su primer biógrafo, esto es lo que sentía Francisco por Jesús: «Siempre llevaba a Jesús en el corazón. Llevaba a Jesús en los labios, llevaba a Jesús en los oídos, llevaba a Jesús en las manos, llevaba a Jesús en todos los demás miembros... Más aún, muchas veces, encontrándose de viaje, al meditar o cantar a Jesús, se olvidaba que estaba de viaje y se detenía a invitar a todas las criaturas a alabar a Jesús» (1 Cel 115). Así vemos cómo la comunión con Jesús abre también el corazón y los ojos a la creación.

En definitiva, san Francisco era un auténtico enamorado de Jesús. Lo encontraba en la palabra de Dios, en los hermanos, en la naturaleza, pero sobre todo en su presencia eucarística. A este propósito, escribe en su Testamento: «Del mismo altísimo Hijo de Dios no veo corporalmente nada más que su santísimo Cuerpo y su santísima Sangre» (Test 10). La Navidad de Greccio manifiesta la necesidad de contemplarlo en su tierna humanidad de niño (cf. 1 Cel 85-86). La experiencia de La Verna, donde recibió los estigmas, muestra hasta qué grado de intimidad había llegado en su relación con Cristo crucificado. Realmente pudo decir con san Pablo: «Para mí vivir es Cristo» (Flp 1,21). Si se desprende de todo y elige la pobreza, el motivo de todo esto es Cristo, y sólo Cristo. Jesús es su todo, y le basta.

Precisamente porque es de Cristo, san Francisco es también hombre de Iglesia. El Crucifijo de San Damián le había pedido que reparara la casa de Cristo, es decir, la Iglesia. Entre Cristo y la Iglesia existe una relación íntima e indisoluble. Ciertamente, en la misión de Francisco, ser llamado a repararla implicaba algo propio y original. Al mismo tiempo, en el fondo, esa tarea no era más que la responsabilidad que Cristo atribuye a todo bautizado. También a cada uno de nosotros nos dice: «Ve y repara mi casa». Todos estamos llamados a reparar, en cada generación, la casa de Cristo, la Iglesia. Y sólo actuando así, la Iglesia vive y se embellece. Como sabemos, hay muchas maneras de reparar, de edificar, de construir la casa de Dios, la Iglesia. Se edifica con las diferentes vocaciones, desde la laical y familiar hasta la vida de especial consagración y la vocación sacerdotal.

En este punto, quiero decir algo precisamente sobre esta última vocación. San Francisco, que fue diácono, no sacerdote (cf. 1 Cel 86), sentía gran veneración por los sacerdotes. Aun sabiendo que incluso en los ministros de Dios hay mucha pobreza y fragilidad, los veía como ministros del Cuerpo de Cristo, y eso le bastaba para despertar en sí mismo un sentido de amor, de reverencia y de obediencia (cf. Test 6-10). Su amor a los sacerdotes es una invitación a redescubrir la belleza de esta vocación, vital para el pueblo de Dios.

Queridos jóvenes, rodead de amor y gratitud a vuestros sacerdotes. Si el Señor llamara a alguno de vosotros a este gran ministerio, o a alguna forma de vida consagrada, no dudéis en decirle «sí». No es fácil, pero es hermoso ser ministros del Señor, es hermoso gastar la vida por él.

El joven Francisco sintió un afecto realmente filial hacia su obispo, y en sus manos, despojándose de todo, hizo la profesión de una vida ya totalmente consagrada al Señor (cf. 1 Cel 15). Sintió de modo especial la misión del Vicario de Cristo, al que sometió su Regla y encomendó su Orden. En cierto sentido, el gran afecto que los Papas han manifestado a Asís a lo largo de la historia es una respuesta al afecto que san Francisco sintió por el Papa. Queridos jóvenes, a mí me alegra estar aquí, siguiendo las huellas de mis predecesores, y en particular del amigo, del amado Papa Juan Pablo II.

Como en círculos concéntricos, el amor de san Francisco a Jesús no sólo se extiende a la Iglesia sino también a todas las cosas, vistas en Cristo y por Cristo. De aquí nace el Cántico de las criaturas, en el que los ojos descansan en el esplendor de la creación: desde el hermano sol hasta la hermana luna, desde la hermana agua hasta el hermano fuego. Su mirada interior se hizo tan pura y penetrante, que descubrió la belleza del Creador en la hermosura de las criaturas. El Cántico del hermano sol, antes de ser una altísima página de poesía y una invitación implícita a respetar la creación, es una oración, una alabanza dirigida al Señor, al Creador de todo.

A la luz de la oración se ha de ver también el compromiso de san Francisco en favor de la paz. Este aspecto de su vida es de gran actualidad en un mundo que tiene tanta necesidad de paz y no logra encontrar el camino para alcanzarla. San Francisco fue un hombre de paz y un constructor de paz. Lo pone de manifiesto también mediante la bondad con que trató, aunque sin ocultar nunca su fe, con hombres de otras creencias, como lo atestigua su encuentro con el Sultán (cf. 1 Cel 57).

Si hoy el diálogo interreligioso, especialmente después del Concilio Vaticano II, ha llegado a ser patrimonio común e irrenunciable de la sensibilidad cristiana, san Francisco nos puede ayudar a dialogar auténticamente, sin caer en una actitud de indiferencia ante la verdad o en el debilitamiento de nuestro anuncio cristiano. Su actitud de hombre de paz, de tolerancia, de diálogo, nacía siempre de la experiencia de Dios-Amor. No es casualidad que su saludo de paz fuera una oración: «El Señor te dé la paz» (Test 23).

Queridos jóvenes, vuestra presencia aquí en tan gran número demuestra que la figura de san Francisco habla a vuestro corazón. De buen grado os vuelvo a presentar su mensaje, pero sobre todo su vida y su testimonio. Es tiempo de jóvenes que, como Francisco, se lo tomen en serio y sepan entrar en una relación personal con Jesús. Es tiempo de mirar a la historia de este tercer milenio, recién comenzado, como a una historia que necesita más que nunca ser fermentada por el Evangelio.

Hago mía, una vez más, la invitación que mi amado predecesor Juan Pablo II solía dirigir, especialmente a los jóvenes: «Abrid las puertas a Cristo». Abridlas como hizo san Francisco, sin miedo, sin cálculos, sin medida. Queridos jóvenes, sed mi alegría, como lo habéis sido para Juan Pablo II. Desde esta basílica dedicada a Santa María de los Ángeles os doy cita en la Santa Casa de Loreto, a principios de septiembre, para el Ágora de los jóvenes italianos.

A todos os imparto mi bendición. Gracias por todo, por vuestra presencia y por vuestra oración.

[L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 29-VI-2007]

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