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S. S. Pablo
VI
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¡Paz a vosotros, en Jesucristo Nuestro Señor! A vosotros, hijos e hijas de san Francisco, reunidos en Asís para celebrar juntos, cerca de la tumba de vuestro Seráfico Padre, el setecientos cincuenta aniversario de su santa muerte y para renovar en vosotros el espíritu de su bienaventurada vida. Hemos recibido con emoción y gratitud la invitación que nos habéis hecho de participar en este exultante y significativo encuentro; pero en la imposibilidad de corresponder a ella con nuestra presencia personal, deseamos con más razón aún estar entre vosotros, con nuestro espíritu, mediante esta nuestra bendición apostólica. Sí, hermanos Ministros generales y provinciales de las cuatro familias franciscanas de la primera orden, todas vosotras, las representantes de la orden segunda, hijas de santa Clara, y vosotros, exponentes de la tercera orden franciscana, y cuantos os habéis reunido en el nombre de san Francisco para revivir su espíritu, estudiar su historia, seguir sus ejemplos, invocar su protección: ¡dichosos, sí, todos vosotros! ¡Dichosos por este encuentro conmemorativo, profesión de ejemplar fidelidad a la memoria y al amor del Santo incomparable, que proyecta sobre vosotros su nombre y califica vuestra profesión religiosa! ¡Dichosos por la fraternal armonía, que esta reunión demuestra y afianza entre vuestras diversas ramificaciones de la única raíz franciscana! Dichosos por la ejemplar concordia y por la mutua colaboración con la que vuestras diferentes denominaciones franciscanas procuran victoriosamente dar testimonio en nuestro tiempo de la misma palpitante caridad cristiana, ante sus respectivos miembros, ante la santa Iglesia y ante el mundo. Dichosos, también, por los sabios objetivos espirituales, penitenciales y apostólicos que han puesto en movimiento vuestros pasos hasta encontrarse en Asís para inaugurar juntos las celebraciones conmemorativas de vuestro antiguo y siempre sugerente fundador. ¡Gloria, sí, a san Francisco! Y dichosos vosotros que celebráis su memoria y perpetuáis su ardua y alegre escuela evangélica. Y la paradoja de la pobreza cristiana: él, «el Poverello», seguidor del Señor de toda riqueza que se hizo pobre por nosotros, hoy todavía lo sigue presentando y actualizando, enderezando el eje de nuestra mentalidad humana, torcido por haber dado la primacía a los bienes temporales, y lo dirige hacia el reino de los cielos, hacia la economía de la caridad y la riqueza del espíritu (cf. 2 Cor 8,9). Francisco, además, libre como pájaro que encuentra de nuevo el espacio del cielo, contempla desde lo alto la belleza inocente de las criaturas, que ya no acechan, sino que sostienen su trayectoria celeste; y a todas, él las saluda cantando con amistosa poesía, grande como el cosmos fraterno, humilde como toda hermana cosa terrena. Y peregrino sigue su curso y camina y sube... Dichosos vosotros, seguidores de su ascensión, que llegáis al monte de la visión, en el que Cristo crucificado marca sus estigmas dolorosos y gloriosos en el privilegiado discípulo contemplador, convertido ya en emblema de vuestra heroica escuela de penitente dolor y de inflamado amor. Dichosos vosotros, hijos de tan singular familia, que desde hace siglos acompaña apasionadamente a la historia, cada vez más agitada y cambiable, y sigue su rápido paso, sin cansarse y sin pararse. «¡Mirad, hermanos, vuestra vocación!» (1 Cor 1,26), ¡viviéndola y anunciándola! Vosotros no representáis un ascetismo anacrónico en este mundo moderno, que aspira a lo que considera la cumbre suprema del esfuerzo civilizador: convertir las piedras en alimento para la existencia humana; vosotros sois los discípulos del Evangelio eterno, hechos libres en el espíritu por la búsqueda predominante y por vosotros preferida del reino de Dios, del que todo necesario y justo alimento temporal puede derivar de la abundancia de la justicia y de la caridad. Dichosos vosotros, hijos e hijas de san Francisco, por la vestidura real de vuestra humildad y por la aureola popular de vuestra alegría, que también hoy sabréis descender en medio de las muchedumbres del mundo del trabajo y os atreveréis de nuevo a haceros amigos de los pobres, de los enfermos, de los desheredados, de los huérfanos, de los encarcelados, de los perdidos en los callejones marginales de las espléndidas e infelices avenidas de la riqueza y del placer. Dichosos vosotros, evangelistas de la palabra de Cristo, maestros de la sabiduría cristiana, modelos de las virtudes de la oración y del sacrificio, que hacen santa a la Iglesia: defended el silencio y el aislamiento de vuestros refugios conventuales; y salid después una vez más a saludar y a convertir al mundo anunciando de nuevo, sin cesar, vuestro «Paz y Bien», llevando con vosotros a vuestro inmortal san Francisco, con nuestra bendición apostólica. [Cf. texto italiano, en AAS 68 (1976) 613-615, y en http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/speeches/1976/index_sp.htm Texto español en Selecciones de Franciscanismo, vol. V, núm 15 (1976) 334-335; y en Enchiridion OFM, I, Roma 2010, pp. 528-530] |
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