DIRECTORIO FRANCISCANO
Documentos Pontificios

S. S. Juan Pablo II
SAN BERNARDINO DE SIENA (1380-1444)
Carta al obispo y fieles de la diócesis
de Massa Marittima, Italia,
con ocasión del VI centenario
del nacimiento de San Bernardino (6-IX-1980)

 

.

Venerado hermano y queridísimos hijos:

1. En mi reciente peregrinación a la tierra de los Abruzos tuve la alegría de arrodillarme ante la urna que, en Áquila, conserva el cuerpo incorrupto de San Bernardino de Siena; vuestra ciudad se gloría de que haya nacido en ella hace exactamente seis siglos: allí en Áquila, recordé de nuevo la figura y la obra apostólica de vuestro gran conciudadano.

En la presente circunstancia quisiera reanudar con vosotros el tema comenzado entonces, con el deseo de desarrollar mejor la reflexión sobre el testimonio de fidelidad al Evangelio, que este insigne Santo nos ha dejado. En Bernardino tenemos delante un modelo acabado de hombre, de religioso, de apóstol, a quien también nuestro tiempo puede mirar para sacar orientación para las oportunas soluciones a tantos problemas que lo agobian.

2. Ante todo el hombre. De mente abierta a la fascinación de la verdad y del bien, vivamente sensible a las sugestiones de la belleza, Bernardino dio prueba de una singular riqueza de cualidades humanas, fundidas entre sí en un equilibrio tan perfecto, que suscitaba la admiración concorde de los contemporáneos. Esta armoniosa personalidad, por lo demás, no fue sólo el fruto de un venturoso concurso de circunstancias casuales. Había en la base un compromiso ascético, al que sostenía una clara visión antropológica.

El hombre es imagen de Dios, proclama Bernardino, guiado por la Biblia. Como tal, debe conformarse a Dios en todas sus acciones, pero sobre todo en las intenciones profundas de su corazón (cf. S. Bernardini Senensis. Opera Omnia, Quaracchi, 1950-1959, vol. II, pág. 300). «Dios ha creado todas las criaturas para el hombre, y al hombre para sí», repite nuestro Santo con Agustín (cf. op. cit., pág. 161). Sin embargo, aun siendo el más noble de los animales, es también el más ingrato: «¡Grande es la ingratitud y la ignorancia ciega de los hombres! Los demás animales se domestican con los beneficios: sólo los corazones de los hombres se endurecen y se ciegan con los beneficios de Dios» (Opera Omnia, cit., vol. III, pág. 347).

Por esto el hombre es una criatura que necesita disciplina más que las otras: «Los hombres son incomparablemente más nobles y más valiosos que los demás animales, pero también están más inclinados al mal y son más nocivos por las malas costumbres y perturban mucho más la paz civil; por tanto deben ser vigilados con mayor disciplina, cuidados y frenados por la justicia» (Opera Omnia, cit., vol. III, pág. 300). Sin embargo, todo esfuerzo humano resultaría inútil sin la ayuda continua de la gracia de Dios, «porque sin su ayuda no se puede hacer resistencia alguna a la batalla del demonio, del mundo y de la carne» (cf. Prediche volgari, ed. del p. Ciro Cannarozzi, o.f.m., Florencia, 1940, vol. III. pág. 224).

Para fortuna suya, el hombre no está solo en esta lucha: junto a él está Dios, que no se cansa de ofrecerle el apoyo de su mano salvadora: una mano que, si a veces hiere, sin embargo siempre está movida por el amor (cf. ib., págs. 242-257).

Este es, en sustancia, el mensaje que Bernardino propone a sus oyentes, articulando su contenido según las exigencias específicas de las diversas clases. Se dirige a los casados, a los jóvenes, a los adolescentes y a los niños, a los mercaderes, a los estudiantes, a los gobernantes, a los súbditos, a los laicos y al clero. Habla tomando sus pensamientos de la Sagrada Escritura, de los ejemplos de los Santos, de los dichos de los poetas: teólogos y juristas, filósofos y artistas están siempre en sus labios, como testimonio del largo aprendizaje que tuvo para prepararse al ministerio de la predicación.

3. De no menor interés es el testimonio que Bernardino nos ofrece como religioso. A los 22 años, después de una experiencia de compromiso social y caritativo con otros pocos jóvenes de Siena, durante la peste que estaba despoblando la ciudad, pidió ingresar en los Hermanos Menores. Eligió el grupo que estaba ya renovando la Orden, con el retorno a la observancia rígida y austera, que florecía de nuevo en Brogliano con fray Pauliccio Trinci de Foligno, y luego con fray Giovanni de Stroncone. Su experiencia heroica de caridad entre los apestados y el instintivo servicio de «constructor de la paz» y de custodio ejemplar de la castidad entre los jóvenes de Siena, en la universidad de la ciudad y en la Compañía de «Santa Maria della Scala», fueron la mejor carta de presentación para obtener la aceptación entre los franciscanos.

Sabemos por sus biógrafos que casi inmediatamente comenzó a dirigir a sus hermanos como superior local y provincial, en Toscana y Umbría, hasta que coronó su «servicio a los hermanos» como vicario general de la observancia. Fueron cerca de 300 conventos los que él renovó o aceptó entre los observantes, acá y allá por Italia.

Lo mismo que de seglar había estimulado a los amigos a las obras de caridad y de heroica asistencia social, así también como religioso supo infundir en los hermanos el ardor de su celo en seguir las huellas del «Poverello» por el camino del radicalismo evangélico. La fascinación de su personalidad conquistaba a cuantos se le acercaban. Cuanto más clara era la presentación que hacía de las exigencias austeras de la regla, tanto mayor era el fervor con que corrían tras el maestro, con el deseo de emular sus virtudes (cf. Holzapfel H., Manuale historiae O.F.M., Friburgo de Brisgovia, 1909, págs. 81-85).

De este modo el movimiento de la observancia, que comenzó con los hermanos laicos, se convierte con San Bernardino en una nueva fuerza de espiritualidad y de cultura, que estimula a todo el franciscanismo a vencer las debilidades humanas, los cansancios de la rutina, y favorece su nuevo florecimiento con un nutrido número de jóvenes estudiantes universitarios, comprometidos en el estudio de la teología, de la moral, del derecho, y en el apostolado popular en toda Italia. Entre éstos destacan los amigos íntimos de Bernardino: San Juan de Capistrano, San Jaime de la Marca, el Beato Alberto de Sarteano y otros muchos, en Umbría, en Toscana, en las Marcas, en Italia y fuera de Italia. Los observantes serán llamados «bernardinos» en algunas regiones de Europa, como por ejemplo, en mi patria, Polonia.

4. Bernardino, hombre excelente y religioso ejemplar, permanece en la historia de la cristiandad sobre todo como apóstol. Predicador itinerante, como Cristo, como los Apóstoles, hizo del púlpito su cátedra.

Fue el más grande predicador popular de la época, de tal manera que el siglo XV fue definido «el siglo de San Bernardino». En muchas partes de Italia central y septentrional surgen altares, oratorios, templos erigidos en memoria de sus predicaciones y de sus milagros. Admirado por los sencillos como por los sabios, por los magistrados como por los hombres de Iglesia, Bernardino fue pedido como obispo en Siena, en Ferrara, en Urbino. Rehusó siempre, para mantener la libertad de llevar su palabra dondequiera que fuese solicitado, estando íntimamente convencido de haber recibido de Dios la llamada para este ministerio y no para otro.

Su ejemplo y su palabra, oral o escrita, renovaron la predicación italiana. Quedan documentos de ello en los volúmenes de su «Prediche volgari», tenidas en Florencia y en Siena, en los esquemas de sermones latinos, que él mismo o sus discípulos recogieron para servicio de otros predicadores, en las obras de teología moral o ascética, escritas para la escuela o para la vida de sus hermanos.

5. Bernardino de Siena permanece en la historia de la predicación, de la teología y de la ascética sobre todo como apóstol del Nombre de Jesús. Profundamente afectado por la advertencia de Cristo: «Lo que pidiereis en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13), no se cansa de hacerse eco de ella: pedir al Padre en el nombre del Hijo es reconocer el designio de Dios, que ha querido servirse del Verbo encarnado para salvarnos. Nosotros podemos y debemos santificarnos por medio de la invocación del Hijo, cuya mediación nos abre el camino de acceso al Padre. El nombre de Cristo, pues, significa misericordia para los pecadores, fuerza para vencer en la lucha, salud para los enfermos, alegría y exultación para quien lo invoca con devoción en las diversas circunstancias de la vida, gloria y honor para cuantos creen en Él, conversión de la tibieza al fervor de la caridad, certidumbre de ser escuchado quien lo invoca, dulzura para quien lo medita devotamente, suavidad inebriante para quien penetra su misterio en la contemplación, fecundidad de méritos para quien todavía es peregrino, glorificación y bienaventuranza para quien ya ha llegado a la meta.

El nombre de Jesús fue la bandera, blandiendo la cual San Bernardino afrontó las situaciones más difíciles, saliendo triunfador de ellas: en ese Nombre obtuvo la pacificación de las facciones rivales, el mejoramiento de las costumbres, el enardecimiento de la fe, el incremento de la práctica cristiana.

6. Tema fundamental de la predicación de nuestro Santo fue también la devoción a la Virgen María, considerada sobre todo como Madre de Dios y Mediadora de perdón y de gracia. San Bernardino medita y saborea las páginas del Evangelio que hablan de la Virgen, conmemora sus fiestas, comenta sus títulos, ilustra sus misterios, comenzando por el de su Inmaculada Concepción, hasta el de su gloriosa Asunción al cielo.

Los ejemplos de su vida le ofrecen el punto de partida para siempre nuevas aplicaciones morales, que propone a las varias clases de personas, pero en particular a los jóvenes y a las muchachas, con tal fervor de sentimientos y con tal vivacidad de palabras y de imágenes, que suscita la adhesión entusiasta del auditorio. A todos pide con insistencia que recurran confiadamente a la materna intercesión de María, cuya palabra puede tanto sobre el corazón de Dios: «Pidámosle, pues, a Ella que ruegue a su dulce Hijo Jesús para que, por sus méritos, nos dé la gracia en este mundo, para que después en el otro nos dé la gloria infinita» (Prediche volgari, cit. vol. II, pág. 420).

Me agrada poner esta exhortación al final del presente mensaje, ya que en la asidua invocación a la Virgen Santa y en la generosa imitación de sus virtudes está el secreto de esa profunda renovación de mentalidad y de vida, que fue el ideal perseguido con celo infatigable por vuestro santo conciudadano.

Al renovar la expresión de los sentimientos de paterno afecto que siento por esta comunidad, en la que se encendió, hace seis siglos, la estrella que había de brillar imperecedera en el cielo de la Iglesia, concedo gustosamente a cada uno de sus miembros y a su venerado Pastor mi bendición apostólica, propiciadora de todo deseado don divino.

Vaticano, 6 de septiembre de 1980, II año de mi pontificado.

.