DIRECTORIO FRANCISCANODocumentos Pontificios |
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Queridos hermanos: 1. Es para mí motivo de verdadera alegría acogeros en esta audiencia especial, después del Capítulo general que habéis celebrado en San Diego, con ocasión del V Centenario de la evangelización de las Américas. ¡Sed bienvenidos! Dirijo un saludo cordial al nuevo Ministro general, fray Hermann Schalück, a los miembros del nuevo Definitorio, a los participantes en el Capítulo y a toda la querida familia de los Frailes Menores quienes, amando la vocación manifestada en la Regla de Francisco, se comprometen a profesarla con fidelidad generosa. Habéis venido para expresar al Sucesor de Pedro vuestro deseo de vivir el vínculo especial que Francisco quiso establecer con «el señor Papa» (2 R 1,2), a fin de defender y apoyar la vida de los Frailes Menores. 2. Al tiempo que le agradezco las palabras que me ha dirigido, manifiesto mis mejores deseos al Ministro general con motivo de la nueva tarea a la que ha sido llamado. Tiene la responsabilidad de proseguir la obra de Francisco entre sus hermanos. Confío en que en su tarea cuente con el apoyo valioso de todos los que comparten la misma misión. El Espíritu Santo, que como decía san Francisco es el verdadero Ministro general de la Orden (cf. 2 Cel 193), os inspire y sostenga a todos, a fin de que la alegría de la salvación y la comunión de los corazones estén en cada uno de los hermanos que el Señor os da (cf. Test 14). Os encomiendo también a vosotros, como lo encomendé antes al Capítulo general, el trabajo y el compromiso urgente de la «nueva evangelización», fundado en la conciencia cada vez más profunda de la palabra de Dios en la adhesión plena al Magisterio auténtico de la Iglesia. Esa nueva evangelización ha de encontrar a los frailes disponibles y preparados mediante un estudio atento y profundo de las disciplinas teológicas, adquirido a la luz de la verdad que es Cristo. Además, tiene que estar animada por una auténtica santidad de vida. Sólo así «se podrá anunciar la Buena Nueva a los pobres» (cf. Lc 4,18) y se alabará y glorificará al Altísimo, Omnipotente y Buen Señor (Cánt 1), puesto que se le ofrecerá el culto de vuestra vida (cf. Rom 12,1). Ojalá que el ejemplo de los numerosos hermanos que también en estos últimos años han padecido la muerte por el Evangelio, os aliente en la común vocación de discípulos y testigos del divino Maestro. 3. En el documento final del Capítulo habéis querido confirmar la idea, típicamente franciscana, de que la evangelización no consiste en un conjunto de palabras, sino que se lleva a cabo expresando con la propia vida la vida de nuestro Señor Jesucristo, tal como nos la transmite el Evangelio. Esto lo afirman con claridad también vuestras Constituciones generales (cap. V; art. 87). Precisamente esta verdad evangélica, vivida en fraternidad, es signo y anticipación de la comunión de los santos. Esa vida, si está en conformidad con el modelo de Cristo, es anuncio y promesa del mundo nuevo, garantía de relaciones pacíficas entre las personas y entre los pueblos, y signo de un don que viene de arriba. No renunciéis jamás a vuestro estilo de vida: sois pobres y menores. Acoged a todos, estad cercanos a todos; interceded por todos, llevad a todos la buena nueva del amor del Señor; haced que el Amor sea amado. Tened siempre fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe (cf. Heb 12,2), y en sus misterios, tan queridos por Francisco que, precisamente en virtud de la gracia de la contemplación, alcanzó el signo de los estigmas de la redención. Haced vuestra la oración atribuida a Francisco: «Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en mi vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida de lo posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores» (Ll 3; BAC, p. 910). Ojalá que este fuego de amor sea la base de la formación y del estudio, de la preparación y del apostolado de toda la Orden, y que sostenga especialmente a los frailes en las nuevas tareas que les esperan en los países donde se han restaurado las Provincias después de muchos años de persecución. Podéis y debéis anunciar y hacer revivir ese «gran amor», si queréis consideraros amigos de Jesús y servir a las almas según la medida de su amor. Que vuestra presencia no busque el éxito fácil, sino hacer crecer el amor a Dios y a la Iglesia. 4. La formación completa de los educadores, de los ministros y los guardianes es otro compromiso que en el transcurso del Capítulo habéis considerado prioritario para el camino de la Orden. Una verdadera formación franciscana, cuando esté bien enraizada y fundada en el ánimo de los frailes, permitirá la difusión del Evangelio en su integridad y pureza, «con la santidad y la sinceridad que vienen de Dios» (2 Cor 1,12). Bien enraizados en esa santidad, encontraréis la fuerza para guiar a las comunidades hacia la perfecta comunión eclesial y para defender el gran bien de la unidad; por otra parte, guiados por la sinceridad propia de los discípulos de Jesús, podréis seguir, sin ningún tipo de engaño, la libertad legítima que el Espíritu os ha dado, ejerciendo con gran sentido de responsabilidad el discernimiento para elegir siempre sólo lo que edifica y guiar a los hermanos en la búsqueda del Único Sumo Bien. Ministro general y hermanos definidores, tened la certeza de mi interés y de mi solicitud por el auténtico bien de la Orden franciscana, para la que formulo votos de fidelidad plena a las promesas hechas solemnemente al Señor, así como a la catolicidad. Llevad a todos los hermanos la bendición del Señor y la mía; decidles que vivan el ardor evangélico de Francisco, su amor a la comunión eclesial y su empeño en la santidad de vida. Con vosotros bendigo a las religiosas de la Orden de santa Clara, confiadas a vuestro cuidado, y a todos los que en la vida consagrada o en el estado seglar viven el espíritu de san Francisco. [Selecciones de Franciscanismo, vol. XX, n. 60 (1991) 464-466] |
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