DIRECTORIO FRANCISCANODocumentos Pontificios |
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«PAZ Y BIEN» Señor alcalde: 1. Le doy las gracias por su cortesía y por las nobles palabras, que he apreciado mucho. Se ha hecho Vd. verdaderamente digno intérprete de los sentimientos de hospitalidad humana y de veneración cristiana que son propios -estoy seguro- de toda la buena población de Rieti, del Reatino y de la entera Sabina. Mi agradecimiento se dirige, pues, a todos aquellos que Vd. representa hoy y, en primer lugar, a todas las autoridades locales, de cualquier orden y grado, aquí presentes. Al mismo tiempo quiero expresar mi alegría por haber podido volver, después de algunos años, entre estas gentes, a una tierra tan ilustre y tan querida para mí. Clausura del Centenario franciscano 2. La ocasión inmediata de mi viaje se debe, como sabéis, a la clausura del Año franciscano, celebrativo del VIII centenario del nacimiento del Poverello de Asís. Y aquí, alrededor de Rieti, hay cuatro célebres lugares franciscanos: Poggio Bustone, particularmente querido por el Santo, quien se dirigía a sus habitantes con el gentil saludo: «Buenos días, buena gente», como haciéndose uno de ellos; está, además, Greccio, donde Francisco, la noche de Navidad del año 1223, ideó y realizó el primer Belén de la historia; además, Fonte Colombo, cuyo silencio inviolable y místico permitió al Santo la redacción de la regla, que él quiso que fuera sin glosa; y, finalmente, el santuario de Santa María de la Foresta, que acogió a Francisco durante los últimos años de su vida, enfermo de la vista, y donde, según algunos estudiosos, resonaron por vez primera los inigualables acentos del Cántico de las criaturas. ¡Cómo no gozarse ante tantos recuerdos de fe y de arte, arraigados aquí, en esta tierra, y que desde aquí han irradiado hacia todo el mundo el fascinante ideal franciscano, haciendo célebre e ilustre el nombre de Rieti! Los grandes valores de la tradición cristiana 3. Pero, si Francisco de Asís tuvo predilección por este Valle y por sus gentes, es también porque encontró aquí valores particulares de antigua tradición. Sé que las poblaciones del Reatino se caracterizan por un espíritu de auténtica laboriosidad, austeridad y religiosidad. Ya Tito Livio testimoniaba la solera de la integridad de las gentes sabinas: «Quo genere nullum quondam incorruptius fuit» (Hist. 1, 18); y a ellas les cabe el honor de haber dado a la historia, por lo demás, al doctísimo Varrón y a la familia imperial de los Flavios. Pero las antiguas virtudes están vivas todavía hoy y yo deseo que ellas distingan siempre a los habitantes de estas tierras, ya que constituyen un sólido sustrato humano, buen fundamento para regir y asimilar sin traumas los numerosos cambios históricos y sociales, más evidentes todavía en nuestro tiempo. Con mi visita quiero estimular el empeño por la salvaguarda y desarrollo de estos valores. El Papa ha venido para anunciar, como siempre y en primer lugar, el Evangelio, el cual es también la primera y más válida condición de promoción humana. El mismo Francisco, proclamando el Evangelio no hizo otra cosa que elevar al hombre, realizando una armonía tal entre la fe cristiana y los valores humanos que se convirtió no sólo en modelo ejemplar de cristiano auténtico y de santo, sino también en punto luminoso de referencia para un tipo de hombre, profundamente hermanado con el prójimo y plenamente reconciliado con la naturaleza. El Evangelio, en efecto, cuando es acogido y vivido genuinamente, no puede por menos de resultar ventajoso para la persona humana en su integridad. El mismo nacimiento de Jesús, que hemos celebrado hace pocos días, nos revela precisamente lo que el Apóstol Pablo llama «el amor de Dios a los hombres». Con este anuncio, la Iglesia en su conjunto y cada uno de los cristianos colaboran de modo insustituible en la edificación de la ciudad terrena. Un ejemplo, quizás secundario, pero relacionado con estos lugares, puede ser el de mi predecesor Clemente VIII, quien, en 1598, vino aquí para animar los trabajos de saneamiento de la «cascata delle Marmore». Esto significa que no se puede creer en Cristo, desinteresándose del contexto material de la vida del hombre, ya que, por el contrario, Cristo es «Redentor del hombre», y los dos polos son inseparables. 4. ¡Queridísimos! Esta tierra, además de ser ilustre, tiene para mí motivos que me la hacen especialmente querida, ya que fue meta de peregrinaciones y excursiones desde mi juventud. En efecto, en el ya lejano 1946, siendo joven estudiante en el Ateneo «Angelicum» de Roma, hice un recorrido por los santuarios franciscanos de esta zona. Y todavía llevo en mis ojos los estupendos paisajes, y sobre todo en el corazón, las emociones indecibles que me suscitaron. Por segunda vez vine, como arzobispo de Cracovia, y, por lo demás, siempre me ha gustado vuestro soberbio Terminillo. Hoy, por tanto, no vengo aquí como forastero, ya que vuelvo a encontrar no sólo una parte de mi vida pasada, sino sobre todo os encuentro a vosotros, queridos reatinos, que sois el primer título de gloria para esta tierra. Doy gracias, pues, al Señor y a todos vosotros por esta acogida festiva. Por mi parte, os aseguro un especial recuerdo en mis oraciones, para que disfrutéis de una vida tranquila, mediante la superación de las diferentes dificultades del momento y el logro de una seguridad material y espiritual. Sí. A todos os llevo en el corazón, y al mismo tiempo que estimulo a todos a continuar por el camino del bien, me alegra poder impartiros a todos, autoridades y ciudadanos, así como a vuestros seres queridos, la bendición apostólica, como prenda de copiosos favores del cielo para una vida plenamente humana y cristiana.
CRISTO, REDENTOR DEL HOMBRE, 1. «Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti» (Is 60,1). Queridísimos hermanos y hermanas: La invitación de la liturgia de hoy, solemnidad de la Epifanía, nos traslada con la mente y el corazón a aquella noche, hace ya tantos años, cuando en este Valle, por iniciativa de san Francisco de Asís, se representó visiblemente, por primera vez, el misterio del Nacimiento. En aquella ocasión -según la narración de su primer biógrafo- se reunieron en Greccio hombres y mujeres de esta vuestra región, «prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas para iluminar aquella noche que, con su estrella centelleante, iluminó todos los días y años» (1 Cel 85). Se cumplía de aquel modo un deseo que Francisco anhelaba desde hacía tiempo: «Celebrar la memoria del Niño que nació en Belén y contemplar de alguna manera con sus ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno» (1 Cel 84). 2. También nosotros estamos reunidos hoy aquí para meditar en el misterio inaudito de un Dios hecho hombre por nuestro amor; también nosotros estamos aquí para reconocer que aquel Niño pequeño, incapaz de hablar, es la Palabra increada del Padre, Aquel que posee la respuesta capaz de satisfacer todas nuestras preguntas existenciales; también nosotros estamos aquí para adorar la inefable condescendencia de Dios tres veces Santo, que no nos ha dejado en nuestra miseria, sino que, traspasando el abismo de su trascendencia, se ha hecho uno de nosotros para caminar a nuestro lado e indicarnos con el ejemplo la senda de la salvación. Este pensamiento y la profunda lección de espiritualidad evangélica que dimana de la escena tan sugestiva del pesebre, nos llenan el corazón de alegría y nos hacen comprender por qué san Francisco pedía para la Navidad «mayor reverencia que para cualquier otra fiesta del Señor» (LP 14). Fue precisamente «el día de su nacimiento -como él decía- cuando el Señor se comprometió a salvarnos» (LP 14), comenzando la iniciativa que se concluyó en la humillación y la gloria del misterio pascual. Siguiendo el testimonio del Poverello he emprendido esta peregrinación natalicia y he venido a los lugares que le fueron tan queridos, para hacerme eco de sus palabras y para repetir a las generaciones contemporáneas que la verdadera «luz de las gentes» es Cristo, Él, el Verbo encarnado, el Redentor del hombre. Que se abran los corazones para acoger este anuncio y que cada uno camine hacia el pesebre de Belén, donde yace «el Niño con María su Madre» y, como hicieron los Magos guiados por la estrella, «postrándose, lo adore» (Mt 2,11). 3. Queridísimos hermanos y hermanas de la comunidad eclesial reatina, reunidos en esta plaza, sobre la que domina la espléndida torre del campanario y luce la majestuosa catedral, consagrada por el Papa Honorio III, el 9 de septiembre de 1225, cuando todavía vivía san Francisco. Yo os digo: ¡En el centro de la historia del mundo está Cristo! Con Él se descubre el sentido de la vida; en Él se encuentra el fundamento de la comunidad; por Él vive la Iglesia. Es preciso que su luz resplandezca por todas partes: --en cada uno, para orientar las opciones determinantes de la vida cristiana; --en las familias, para suscitar su fidelidad sin reservas, el amor fecundo, el culto por la vida; --en las parroquias, estructuras fundamentales de la comunidad eclesial, para que el Pueblo de Dios pueda recibir en ellas la fuerza de la Palabra y el apoyo de la Eucaristía, en la alegría de la comunión fraterna; --en las experiencias asociativas eclesiales, tan variadas en cuanto a métodos y diversificadas en cuanto a metas, para que en ellas cada uno pueda llegar a una progresiva maduración en la fe y en el compromiso de adhesión activa al mensaje del Evangelio. 4. En este momento, mi pensamiento y mi afecto se dirigen de modo especial a vosotros, sacerdotes, a vosotros párrocos, a vosotros religiosos y religiosas, que gastáis vuestras energías en esta querida diócesis de Rieti. Pienso dedicaros unas palabras especiales en el Ángelus. Aquí quiero dirigirme sobre todo a vosotros, laicos, que por vocación específica estáis en medio del mundo para animar cristianamente la realidad, que es compleja. La participación y la responsabilidad en la acción eclesial no son monopolio o peso reservado solamente a algunos; el apostolado es vocación y compromiso de todos. Una comunidad madura debe saber sacar de su mismo seno las energías humanas necesarias para una oportuna y eficaz presencia en el mundo contemporáneo. Os exhorto, pues, a tener siempre una clara conciencia de la misión que Cristo os confía y que la Iglesia os confirma: en el vasto y múltiple campo de «lo profano», vosotros debéis ser los testigos de la verdad plena sobre el hombre, contestando toda visión errada o reducida de su destino, y rechazando, por tanto, de manera particular, aquellas interpretaciones que no salvan la dimensión trascendente. Me dirijo especialmente a vosotros, jóvenes, que sois el mañana prometedor para la Iglesia y la sociedad: ¡No cerréis vuestro corazón a Cristo! No encontraréis en otros la respuesta que quizás estáis todavía buscando. Demasiadas voces resuenan a vuestro alrededor, demasiadas promesas, demasiados halagos. No os dejéis encantar, no os dejéis aturdir. Conquistad espacios de silencio, en los que os sea posible entrar en vosotros mismos y poneros a la escucha. Cristo tiene una palabra que deciros, una palabra personal, directa, en la que está escondido el secreto de vuestro presente y de vuestro futuro. Si lográis acogerla, podréis caminar seguros y alegres al encuentro de vuestro mañana. 5. Queridísimos fieles del Valle Reatino: Estamos en el comienzo de un año nuevo, en el que cada uno espera la realización de muchas esperanzas, que han quedado incumplidas en 1982. Será también el año en el que se iniciará el Jubileo de la Redención. ¿Qué mejor deseo os podría dirigir el Papa que aquel que fue tan querido para san Francisco y que ha quedado como emblema para todos sus hijos? «¡Paz y Bien!». En esta antigua plaza en la que el Poverello estuvo, en este «Valle Santo» que sus pies desnudos recorrieron, como nos lo recuerdan los santuarios célebres y venerados, os repito el deseo en el que todos los demás encuentran expresión y cumplimiento: «¡Paz y Bien!». Paz en el interior de las conciencias y en las relaciones interpersonales; paz entre los individuos y las naciones que pueblan la tierra. ¡Y Bien! Todo bien: el bien espiritual, ante todo, que es la luz de la verdad y la alegría del amor; y el bien temporal, además, que es la salud, el trabajo, lo necesario para una vida digna de seres humanos e hijos de Dios. Habéis celebrado durante el centenario franciscano la misión diocesana promovida con solicitud pastoral por vuestro obispo, el querido hermano Mons. Francesco Amadio, para redescubrir y repetir la Palabra eterna de Cristo en respuesta a las preguntas existenciales y a los interrogantes propios del hombre de hoy, siguiendo la huella de la experiencia franciscana. La misión -que tenía como lema las palabras: «En el nombre del Padre» y en la que tantos habéis participado- ha hecho resonar el Evangelio con la riqueza de sus contenidos y mediante la generosa tarea de los predicadores franciscanos, y así ha resplandecido una luz como aquella que brilló en la montaña de Greccio, la Navidad de 1223. Pues bien, queridísimos, que os quede siempre grabada en el corazón la certeza de que hay un único Padre en el cielo «que ha amado tanto al mundo que envió a su único Hijo, a fin de que quien cree en Él no muera, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Este es el misterio que hemos contemplado durante estos días de Navidad. Es el misterio que iluminó la vida de san Francisco. Si esta certeza de fe continúa guiando a las gentes del Valle Reatino, inspirando sus palabras y obras, entonces se podrán decir también de esta tierra las palabras que hemos escuchado de labios del Profeta Isaías en esta solemnidad anticipada de la Epifanía: Sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti (60, 2). Pueblo del «Valle Santo», que resplandezca siempre sobre ti la gloria del Señor y que su luz guíe siempre tus pasos. PRESENCIA CRISTIANA EN EL MUNDO MODERNO Amados hermanos y hermanas de la ciudad y diócesis de Rieti: 1. Dos palabras tan sencillas como significativas me vienen espontáneamente a los labios en este momento, después de escuchar las amables expresiones de vuestro «portavoz», el cual no sólo como presidente de la provincia, sino también y sobre todo en cuanto presidente del comité de los actos centenarios franciscanos, ostenta títulos especiales para ser intérprete autorizado de los sentimientos de todos vosotros. ¡Gracias! es mi primera palabra; gracias por el saludo de pleitesía escuchado ahora, en el que he sentido vibrar el corazón de la fuerte y generosa «gens reatina». Gracias asimismo del recibimiento acogedor y cordial que todos habéis querido brindarme en esta visita pastoral a la noble tierra de la Sabina, que a los valores de vetustez y generosidad de la tradición itálica más genuina, une los valores más altos de la fe religiosa y de la tradición cristiana. La segunda palabra es ¡bienvenidos! Sí, os doy la bienvenida a este histórico palacio; bienvenidos a este «Salón de los Papas». ¿Por qué? Lo sabéis mejor que yo; a la antigüedad de la sede episcopal (prueba también de la fe edificada aquí por la Iglesia de Roma), se ha unido a lo largo de los siglos, y en particular en la Edad Media, la presencia a veces prolongada de no pocos Pontífices romanos que, por razones varias, eligieron Rieti para domicilio temporal, y así establecieron relación de unión preferencial con la ciudad y población por la hospitalidad que en ella recibieron. A este propósito baste recordar los grandes nombres de Inocencio III, Honorio III y Gregorio IX; este último, siendo cardenal había invitado y acogido aquí a san Francisco enfermo. Desde este punto de vista podría decirse que la visita de hoy es un retorno ideal a una sede pontificia donde no por títulos de dominación terrena o atribuciones de carácter temporal, sino por razón de la misión universal propia del Sucesor de Pedro (cf. San León Magno, Sermón 82, 1) y por el antecedente histórico de los hechos mencionados, me complazco en saludaros, daros una bienvenida sincera y felicitaros a cada uno de los congregados aquí en nombre de toda la comunidad civil y eclesial reatina. 2. Bien sé, como acaba de decir el señor presidente, que me encuentro ante una vasta, varia y cualificada representación de la ciudad y diócesis, tan llenas de vitalidad. En efecto, entre vosotros están las autoridades de la ciudad y provincia con los dirigentes de las distintas asociaciones culturales o de otro tipo, están los profesionales y empleados, los trabajadores propietarios y los de empresas de la zona industrial no lejana. Podría decirse, pues, que vuestra asamblea es una agregación; pero no es así, y si lo fuera lo sería sólo en su aspecto externo. Pues en realidad el motivo mismo de haber acudido aquí constituye una prueba e impulso a la vez de estar unidos o, mejor, de construir unidad. Aquí os ha traído no sólo la intención de rendir pleitesía al Sucesor de Pedro; aquí os ha traído sobre todo la fe en Cristo que tenéis todos en común y que os enseña a reconocer la función del Papa en la Iglesia. En verdad, precisamente mirando a esta fe y sus implicaciones y dándole el relieve que le corresponde en todo el itinerario de la vida cristiana a partir ya del momento del santo bautismo, vosotros todos formáis en Cristo y con Cristo una unidad efectiva a nivel sobrenatural. Todos los aquí congregados sois una porción elegida de la Iglesia de Dios que está en Rieti. De tal modo que mi presencia hoy y aquí en medio de vosotros aparece como una presencia que confirma y estimula esta unidad eclesial, y todos juntos -vosotros en cuanto hermanos cristianos y yo como hermano entre los hermanos- estamos celebrando en realidad el misterio de nuestra comunión espiritual. Por ello me complace referir y aplicar a vosotros las inspiradas palabras de san Francisco en su Carta a los fieles: «A todos los cristianos, religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres; a cuantos habitan en el mundo entero, el hermano Francisco, su siervo y súbdito: mis respetos con reverencia, paz verdadera del cielo y caridad sincera en el Señor. Puesto que soy siervo de todos, a todos estoy obligado a servir y a suministrar las fragantes palabras de mi Señor» (2CtaF 1-2). Son expresiones muy adecuadas a vosotros; pero adecuadas -quisiera añadir- también a mí que por el ministerio universal que se me ha confiado debo ser realmente «siervo de todos» y soy llamado «siervo de los siervos de Dios» con una fórmula tradicional y nada retórica. 3. Si la vinculación existente entre nosotros se denomina y es comunión o, mejor, realidad de comunión, en el plano de relaciones ordinarias y vida asociada en general es y debe ser solidaridad. Ya de por sí esta palabra da idea de consistencia y solidez; viendo en este salón a un conjunto de representantes de los diversos ámbitos y sectores de la vida ciudadana y diocesana, ¿cómo podría dejar de aludir a este valor y de recomendarlo? Hablando en Ginebra en junio último en la sede de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), tuve la oportunidad de recordar la naturaleza e importancia de la solidaridad, y quise dar relieve especial a su incidencia particular en el mundo del trabajo: «En la problemática del trabajo hay una característica que es al mismo tiempo exigencia y programa... la solidaridad» (n. 5). Si ésta se halla inscrita a nivel natural en la vida humana a causa de la situación fundamental de todos los hombres sobre la tierra por la «suerte» que tienen en común, es preciso pensar además que el trabajo posee virtualidad concreta para crearla y hacerla progresar. «En sus dimensiones profundas -dije precisamente en aquella circunstancia-, la realidad del trabajo es la misma en cualquier punto del globo terrestre, en todos los países y en cada continente... La realidad del trabajo es la misma dentro de la multiplicidad de formas de trabajo manual e intelectual, trabajo agrícola y trabajo en la industria... Sin ocultar las diferencias específicas que existen y diversifican de forma bastante radical a veces a los hombres y mujeres que desempeñan estas tareas múltiples, el trabajo crea unión entre todos en una actividad que tiene un mismo significado y una misma fuente» (n. 6). Ya veis, hermanos y hermanas queridísimos, cómo de esta realidad hondamente humana del trabajo, que es «para todos necesidad, deber y tarea» (Ibid.), debe salir más firme y fuerte vuestro espíritu de cohesión natural y sobrenatural en el que se unen y subliman los dos preciados dones de la solidaridad y la comunión. A mantener siempre vivo este espíritu quisiera exhortaros, y también proponeros, en recuerdo peculiar de nuestro encuentro que transmitiréis a todos los miembros de la comunidad reatina, una frase lapidaria del Concilio sacada del documento que más insiste en las razones y modos de presencia cristiana en los tiempos modernos: «En virtud de la misión que tiene la Iglesia de iluminar al orbe entero con el mensaje evangélico... ésta se convierte en signo de fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero» (cf. Gaudium et spes, 92). El mensaje de S. Francisco de Asís 4. Pero habiendo venido a los lugares santificados en otro tiempo por san Francisco y contemplando de nuevo este valle tan ameno denominado «Valle Santo», me es fácil y a la vez obligado volver a él al terminar. Si el punto general de referencia de este viaje es vuestra hermosa ciudad, el punto focal es Greccio por el recuerdo siempre vivo y conocido universalmente que ocupa en la historia de la espiritualidad cristiana. Podríamos decir que Greccio es el «locus inventionis», es el pueblecito que por su sencillez sugirió al Santo y le motivó la humanísima representación del Nacimiento en el tiempo y entre los hombres del mismo Hijo de Dios. Greccio es como un segundo Belén, y, con ser pequeño como éste, no era «ciertamente el más pequeño entre los príncipes de Judá, porque de él debía salir un Jefe que apacentaría al Pueblo de Dios, Israel» (cf. Mt 2,6; Miq 5,1); asimismo Greccio, custodia de dicha expresión original de arte y fe, lejos de ser desconocido, tiene una grandeza propia que lo hace famoso y amado en todo el mundo cristiano. En el clima estimulante de las fiestas navideñas que todavía perdura -ya que hoy la liturgia nos recuerda la estrella que condujo a los Magos hasta el pesebre-, me agrada y complace dirigir a cada uno la felicitación cordial que el Santo de Asís sacó y recogió de la antigua escena verificada en Belén y reconstruida por él en Greccio: «Paz y Bien». A vosotros, a vuestros seres queridos y a todos los diocesanos, con el favor de san Francisco os repito ahora «Paz y Bien», invocando de corazón las bendiciones del Señor. LAS RELIGIOSAS DE CLAUSURA Muy amadas hermanas en el Señor: Veneración y amor de san Francisco al Papa 1. En esta circunstancia gozosa de mi visita a Greccio y en la mística atmósfera de este lugar tan íntimamente franciscano y, por tanto, cristiano, me proporciona mucha alegría dirigiros un saludo muy cordial a las religiosas de clausura aquí congregadas para encontrarse conmigo, recordando bien e imitando el amor y veneración al Romano Pontífice que siempre sintió y enseñó san Francisco. Con emoción os doy las gracias de vuestra presencia afectuosa y significativa, y deseo reiteraros yo también los sentimientos que suscita en mí vuestra consagración total a la vida contemplativa. Esta donación vuestra al Absoluto, que exige una vocación y tiene por ideal únicamente el Amor, es un modo típico de ser Iglesia, vivir en la Iglesia y cumplir la misión iluminadora y salvadora de la Iglesia. Quiero subrayar con fuerza el valor esencial de vuestra presencia en el designio providencial de la redención y confirmaros la validez de vuestros propósitos de oración y penitencia por la salvación de la humanidad. La vida contemplativa, signo para nuestro tiempo 2. Vuestro ideal es en primer lugar un «signo» para el hombre moderno, absorbido por mil problemas y atormentado por tantos acontecimientos sociales y políticos. Con su vida de oración y austeridad, las monjas de clausura proponen al mundo las palabras de Jesús: «Buscad su reino, y todo eso se os dará por añadidura» (Lc 12,31), y las de la Carta a los Hebreos: «No tenemos aquí ciudad permanente, antes buscamos la futura» (Heb 13,14). Vuestro ejemplo real y concreto se convierte en exhortación e invitación al hombre para que entre en sí mismo y deje la superficialidad, dispersión y eficientismo, a fin de experimentar que nuestro corazón está hecho realmente -como decía san Agustín- para el Infinito y sólo en Él halla paz y reposo. También para vosotras son válidas las palabras de santa Teresa en su autografía: «Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien ni me ocupase...» (Vida 37, 4). Es éste el desafío que ofrecéis continuamente al mundo con vuestra opción. Testimonio y fidelidad 3. Vuestra consagración total al Amor es asimismo una advertencia para todos los cristianos; para los sacerdotes, religiosos, teólogos y responsables de la Iglesia. Claro está que para el anuncio del Evangelio y para la salvación de las almas son necesarios los varios medios de apostolado, búsqueda de métodos nuevos, creatividad, novedad, dinamismo operativo, renovación de ideas y propuestas... Pero la oración personal, la petición de luz y fuerza para sí y para el mundo entero, sigue siendo esencial, de la misma manera que la preocupación fundamental debe continuar siendo siempre el mantenimiento y defensa del «depósito» de verdades que Jesús ha revelado naciendo en Belén y ha confiado después a la Iglesia. Oración 4. Pocos meses antes de comenzar el Jubileo conmemorativo de la Redención de Cristo, queridísimas monjas de clausura, os encomiendo el feliz éxito de esta empresa que considero tan necesaria para la reflexión y la conversión. Encomiendo a vuestras oraciones y fervor espiritual el Año Jubilar entero y, en particular, los dos acontecimientos en que tengo más interés: el Congreso Eucarístico nacional italiano y el Sínodo de los Obispos sobre el tema «La reconciliación y la penitencia». Os colme el Salvador divino de la alegría que experimentó aquí san Francisco de Asís. Os acompañen con su protección celestial la Virgen Santísima y san José. Y os sirva de ayuda también mi bendición apostólica que os imparto con todo el corazón. CENTRAR LA VIDA EN JESÚS Y SU EVANGELIO Amados hermanos y hermanas: 1. Mi peregrinación de hoy al valle reatino llega a su cumbre en este santuario de Greccio situado entre ásperas rocas y bosques solitarios, construido con piedras sagradas y gastadas por la presencia y oración de generaciones ininterrumpidas de peregrinos en busca de paz y de alegría franciscanas. Quiero concluir aquí la solemne celebración del VIII centenario del nacimiento de san Francisco de Asís que, a lo largo del año pasado, ha dado lugar en todas partes a una gran floración de acertadas iniciativas que dieron nuevos impulsos a la vida de toda la Iglesia y, en especial, a la de los seguidores más inmediatos del Santo. 2. Doy gracias en primer lugar al señor Ministro Darida por su presencia y las palabras que me ha dirigido en nombre del Gobierno italiano, y expreso mi agradecimiento al superior general de la Orden de Hermanos Menores que acaba de interpretar los sentimientos de las familias franciscanas. Dedico un saludo asimismo al cardenal Antonelli y al obispo de Rieti; y también os saludo con toda cordialidad a vosotros, habitantes de Greccio, y en especial a las autoridades, a vuestro alcalde sobre todo, y al consejo consistorial, dirigiendo a todos el deseo de «Paz y Bien» tan repetido en este Valle Santo, «resonancia de silencio y serenidad», por los mismos labios del hombre de Asís, que dejó en esta tierra huella singular de su alma de santo, de apóstol y también de legislador. Han pasado muchos siglos, la historia ha escrito páginas abundantes, pero en los vetustos conventos del Valle de Rieti se notan con viveza los recuerdos del Pobrecillo que aquí predicó, oró, hizo penitencia y obró prodigios. El nombre de Greccio saltó a la historia desde la Navidad de 1223, es decir, cuando san Francisco construyó aquí el primer nacimiento, intuición mística y popular que se extendió por todo el mundo suscitando fermentos de vida cristiana. También al hombre de hoy, lanzado felizmente al espacio y rodeado a la vez de un vacío inquietante de valores y certezas, Greccio, «Belén franciscano», dirige un mensaje de salvación y de paz: el Verbo encarnado, el Niño divino quiere alcanzar y convertir también los corazones de esta generación, y les invita a hacer experiencia de un amor infinito que llegó hasta revestirse de nuestra carne mortal para ser fuente de perdón y nueva vida. Además, san Francisco tenía predilección por los habitantes de Greccio a causa de la pobreza y sencillez de éstos, y llegó a decir: «En ninguna ciudad grande he visto tantas conversiones como en este pequeño lugar de Greccio». Es éste un testimonio válido también para el presente y se refiere a las virtudes de la parquedad y el desprendimiento encaminadas a recobrar el verdadero señorío sobre las cosas y, mejor aún, a estar más cerca de quienes sufren indigencia extrema en una sociedad opulenta y, por ello, a menudo injusta. Reviven de este modo la fraternidad y el sentido de solidaridad universal inmanentes en la espiritualidad franciscana y sumamente necesarias para que la humanidad descubra de nuevo en la libertad auténtica la capacidad de entonar un canto de alabanza y agradecimiento a Dios con la creación entera. Por ello terminaré mi saludo a vosotros, gente de Greccio, con las palabras del Santo: «Toda criatura del cielo, de la tierra y del mar... rinda a Dios alabanza, gloria, honor y bendición; porque Él solo es omnipotente, admirable, glorioso, y el solo santo, laudable y bendito por los infinitos siglos de los siglos» (2CtaF 61-62). 3. Y ahora, desde el santuario que simboliza en cierto modo la doble dimensión contemplativa y apostólica de la vocación franciscana, quiero dirigirme en particular a los seguidores más inmediatos del Santo de Asís, a los religiosos de sus cuatro familias, y dedicarles un mensaje al final del mencionado centenario. Jesucristo, encarnado y muerto por el hombre, figura en el centro de la espiritualidad de Francisco. Los misterios de la Encarnación y la Redención lo son todo para él, que quiere unirse al Maestro con una imitación tan literal que es contestada incluso por los suyos. Pasando por alto todo el lenguaje simbólico, nota dominante de la cultura medieval, su relación con Cristo es directa y prescinde de excesivas mediaciones doctrinales. Para él, Dios es verdaderamente «el que es»; y Jesús, Hijo unigénito del Padre e Hijo de María, es maestro y compañero de la aventura humana que de la redención saca certeza y alegría. Francisco está en diálogo continuo con Jesucristo, le hace intervenir en las discusiones sobre la Regla, le pide consejo, fuerza, ayuda. Puede decirse que vive continuamente en su presencia. Es preciso ver en este estilo franciscano una fuente de autenticidad evangélica perenne, una escuela que mira siempre a los orígenes, a la esencia, a la verdad de la vida cristiana. En este momento acuden a la mente las palabras sobrias e incisivas a un tiempo de Tomás de Celano sobre el Santo: «La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón» (1 Cel 84). Ello mereció a Francisco el título de «nuevo evangelista», pues puso el Evangelio por fundamento de su legislación y vida espiritual, y a su luz resolvió todos los problemas que se le presentaron en el camino. 4. Queridos hermanos de las cuatro grandes familias franciscanas: pertenecéis a órdenes distintas, de las cuales compartís las finalidades particulares y las orientaciones formativas especiales; pero todos juntos formáis la gran familia de los hijos de san Francisco, que se proponen profesar su carisma e ideal evangélico. Tenéis conciencia creciente de vivir en una hora semejante en muchos aspectos a la del Santo, apremiantemente necesitada de testimonios de autenticidad genuina y radicalismo cristiano para poder salir de la espiral sofocante del «humanismo horizontal» que, por haber vaciado su interior de valores trascendentes, corre peligro de precipitar a toda la sociedad a la autodestrucción. Es tiempo de testimoniar el Evangelio con nuevo tesón y predicarlo «sine glossa», sin glosa. El único camino para llegar a la alegría, libertad, amor fraterno y paz, metas ansiadas también por la generación actual, es el indicado en el Evangelio. Éste constituye para cada hombre el camino hacia Dios, camino que nos lleva a encontrar la paternidad divina; camino que conduce hacia uno mismo para redescubrir la propia dignidad y hacia el prójimo para poner por obra la fraternidad verdadera. La alegría, la libertad, la paz y el amor, valores eminentemente franciscanos, no se reunieron en el Santo por excepción o pura casualidad, sino que fueron fruto de un proceso dramático que él condensa en la expresión más frecuente en sus labios de «hacer penitencia», que se corresponde con la pronunciada por Jesús al comienzo de su predicación: «Arrepentíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Llegó a la alegría a través del sufrimiento, a la libertad mediante la obediencia, al amor de las criaturas por la victoria sobre el egoísmo. En él todo está modelado según Cristo crucificado; incluso su pobreza radical tiene por móvil último el seguimiento del Crucificado. De este modo Francisco llega a ser seguidor auténtico y sublime de Cristo y participa de su fuerza de atracción universal. 5. A una sociedad como la nuestra, toda proyectada a la superación del sufrimiento, esclavitud, violencia y guerra, y al mismo tiempo sumida en la angustia ante la terrorífica inutilidad de sus esfuerzos, es necesario predicar el Evangelio con toda mansedumbre después de haberlo testimoniado del mismo modo (2 R 3,10-13); pero también con santa valentía para convencer a los cristianos de que no nos transformamos en hombres nuevos que saboreen la alegría, la libertad y la paz, si no se reconoce en primer lugar el pecado que hay en nosotros, para pasar luego, mediante un verdadero arrepentimiento, a dar «frutos dignos de penitencia» (cf. Lc 3,8). En efecto, el rechazo de Dios, el ateísmo erigido en sistema teorético y práctico o vivido sencillamente en la sociedad de consumo, se encuentra en la raíz de todos los males presentes, desde la destrucción de la vida, incluso incipiente, hasta todas las injusticias sociales, pasando por la pérdida del sentido de toda moralidad. El tema de la penitencia, en cuanto condición de la experiencia viva del amor misericordioso del Señor en todos los niveles de la condición humana, es tema de actualidad suma en esta expectación del Año Jubilar de la Redención. 6. Desde este santuario de Greccio, a los que estáis llamados a ser hombres del Evangelio como vuestro padre Francisco, os repito que urge acercarse a los hombres de hoy asumiendo sus vicisitudes, problemas y sufrimientos, pero sobre todo para convencerles de que en el Evangelio se halla la senda segura de salvación y que todo otro camino es arduo, inseguro, insuficiente y con frecuencia no conduce a nada. Llevad a nuestra época la Buena Noticia que es anuncio de esperanza, reconciliación y paz; resucitad a Cristo en el corazón de los hombres angustiados y oprimidos; para todos sed custodios y testigos de la esperanza que no defrauda. Como Francisco, sed los «heraldos del gran Rey» (1 Cel 16). Ocasión propicia para dar nuevo vigor a vuestra misión de evangelizadores e intensificar vuestro valioso servicio a la Iglesia, os la ofrece el Año Jubilar que nos aprestamos a celebrar en este último retazo del milenio para encender de nuevo en los corazones el sentido gozoso y seguro de la redención perenne, fuente de todo bien para la humanidad (cf. 1 Cor 8,6). Hijos de san Francisco: confiando en vuestra docilidad de hombres del Evangelio, de quienes el Espíritu pueda disponer libremente para la construcción del Reino, seguro de vuestra fidelidad a los sucesores de Inocencio III y de Honorio III, a quienes vuestro Seráfico Padre prometió obediencia, también en nombre de las futuras generaciones de Hermanos Menores, invoco para cada uno abundantes gracias de franciscana y perfecta alegría y de fecundo apostolado evangélico, a la vez que os imparto mi bendición apostólica. [Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, núm. 34 (1983) 143-158] |
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