DIRECTORIO FRANCISCANODocumentos Pontificios |
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Queridísimos hermanos y hermanas: 1. ¡Bienvenidos a la casa del Papa, del Obispo de Roma! Con espíritu rebosante de alegría os dirijo mi cordial saludo en este encuentro que, por las circunstancias en que se desarrolla, reviste particularísima importancia. Habéis comenzado la «misión al pueblo» de la Urbe. Las familias franciscanas de Italia no podían ofrecer un don más grato a esta diócesis y a mi persona, con ocasión del VIII centenario del nacimiento de san Francisco de Asís. Emprendéis una fatiga pastoral que, por su gran amplitud y por la metodología con que es llevada, se impone a la atención asombrada de todos los que se interesan por la vida cristiana de Roma. De esta generosa y genial iniciativa vuestra surgirán ciertamente orientaciones útiles para la evangelización de nuestra Iglesia local. 2. Vuestro «don» es un «gesto profético» de exquisito sabor franciscano. Retorna a la mente una maravillosa página de la historia de vuestra Orden y de la historia de la Iglesia. Cuando, el año 1210, san Francisco fue a ver a Inocencio III para la aprobación de su «forma de vida», el Papa recordó un sueño que había tenido pocos días antes, e, iluminado por el Espíritu Santo, afirmó que se había realizado precisamente en él. Efectivamente, había soñado que la basílica de Letrán estaba para derrumbarse y que un religioso, pequeño y despreciable, la apuntalaba con sus hombros, para que no cayese. «Ciertamente -dijo- es éste quien con obras y enseñanzas sostendrá la Iglesia de Cristo» (2 Cel 17). 3. Vuestro «don» se inserta en el constante compromiso de evangelización que, en estos últimos años, con mayor incisividad y entusiasmo, está desarrollando la Iglesia, «enviada por Dios a las gentes para ser "sacramento universal de salvación"» (Ad gentes, 1). Testimonio vivo y elocuente de ello son, entre otras cosas, la III Asamblea General del Sínodo de los Obispos (27 sept. - 26 oct. de 1974), reunida para estudiar el problema de la evangelización en el mundo contemporáneo; la IV Asamblea General del mismo Sínodo de los Obispos (octubre de 1977), que afrontó el tema de la catequesis dirigida sobre todo a los niños y a los jóvenes; la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi de mi venerado predecesor Pablo VI; la Catechesi tradendae [de Juan Pablo II], que nació de idéntica solicitud pastoral. Vuestra iniciativa es un testimonio concreto de este camino misionero de la Iglesia Anunciar a Cristo «y a éste crucificado» 4. Las misiones al pueblo, como sabéis, tienen páginas fúlgidas de belleza en la historia de la Iglesia, escritas por figuras geniales, como san Carlos Borromeo, san Ignacio de Loyola, san Vicente de Paúl, san Leonardo de Porto Mauricio, san Pablo de la Cruz, san Gaspar del Búfalo, san Alfonso María de Ligorio, el beato Eugenio De Mazenod y por tantos otros apóstoles infatigables. La Iglesia debe mucho a las órdenes y a las Congregaciones que promueven este tipo de evangelización. Las misiones tradicionales, «tantas veces abandonadas con excesiva prisa», como he observado en la Catechesi tradendae, son en realidad «insustituibles para una renovación periódica y vigorosa de la vida cristiana: hay que reanudarlas y remozarlas» (núm. 47), y «proponerlas de nuevo con métodos y criterios actualizados y adaptados en las diócesis y en las parroquias, de acuerdo con las Iglesias locales» (Discurso a los participantes en el congreso de «Misiones al pueblo para los años 80», en L'Oss. Rom., ed. esp., 8-III-81, pág. 2). Sin embargo, debe quedar clara una cosa: en la tarea catequética no se trata de adaptar el Evangelio a la «sabiduría del mundo» (cf. 1 Cor 2,6). Esto es, no son los análisis de la realidad, o el uso de las ciencias sociales o el empleo de las estadísticas, o la perfección de los métodos y técnicas organizativas -medios ciertamente útiles- los que han de determinar los contenidos del Evangelio recibido y profesado. Debéis anunciar a Cristo Jesús «y a éste crucificado». Que vuestras palabras no se basen «en persuasivos discursos de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y del poder» (1 Cor 2,4). «El método y el lenguaje utilizados deben seguir siendo verdaderamente instrumentos para comunicar la totalidad y no una parte de las "palabras de vida eterna" (Jn 6,69) o del "camino de la vida" (Hch 2,28)» (Catechesi tradendae, 31). La familia, «iglesia doméstica» 5. Una indicación clara para la incisiva acción pastoral de las misiones en nuestros días es la opción por la familia, «iglesia doméstica» (Lumen gentium, 11; Apostolicam actuositatem, 11), como lugar privilegiado para el anuncio del Evangelio. Decía Pablo VI en la Evangelii nuntiandi: «La familia, al igual que la Iglesia, debe ser un espacio donde el Evangelio es transmitido y desde donde éste se irradia. Dentro, pues, de una familia consciente de esta misión, todos los miembros de la misma evangelizan y son evangelizados. Los padres no sólo comunican a los hijos el Evangelio, sino que pueden a su vez recibir de ellos este mismo Evangelio profundamente vivido... Una familia así se hace evangelizadora de otras muchas familias y del ambiente en que ella vive» (núm. 71). También la parte de Iglesia donde vosotros anunciáis la Buena Nueva, mi querida diócesis de Roma, está haciendo todo esfuerzo por la pastoral familiar, como testimonia el «Congreso unitario diocesano», que se celebró los días 18-20 del pasado mes de octubre sobre el tema «La familia, signo e instrumento de comunión para la comunidad». Ante la situación de muchos cristianos de hoy, tentados por el agnosticismo, el racionalismo, el hedonismo, el consumismo, un cristianismo sociológico sin dogmas y sin moral objetiva, «la acción catequética de la familia tiene un carácter peculiar y en cierto sentido insustituible» (Catechesi tradendae, 68). El «espacio sagrado» más idóneo para la psicología del hombre moderno parece ser la casa, como en los tiempos apostólicos, cuando los Apóstoles «en el templo y en las casas no cesaban todo el día de enseñar y anunciar a Cristo Jesús» (Hch 5,42; cf. Hch 12,12; 20,20). Hay que buscar las raíces de la «iglesia doméstica» precisamente en la actividad misionera de Jesús, que no tenía casa propia (cf. Mt 8,20), pero frecuentemente visitaba las casas para conversar con sus oyentes sobre la Palabra de Dios (cf. Lc 19,9-10; 5,19; 10,38; 7,36). Lo mismo que la casa sigue siendo el lugar ideal para salvaguardar en el plan humano la dignidad de la persona contra la invasión indiscreta y frecuentemente funesta de una sociedad de consumo, así también pueden convertirse en espacio idóneo para reavivar la fe las «paredes domésticas», donde los padres, conscientes de su sacerdocio común, deben ser para sus hijos, con las palabras y el ejemplo, «los primeros predicadores de la fe» (Lumen gentium, 11). «La catequesis familiar precede, pues, acompaña y enriquece toda otra forma de catequesis» (Catechesi tradendae, 68). «En cualquier casa que entréis, decid primero: La paz sea con esta casa. Si hubiera allí un hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; si no, se volverá a vosotros» (Lc 10,5-6). En el clima familiar se puede entablar un «diálogo» espontáneo, que puede partir de lejos y tomar itinerarios imprevisibles, pero al fin llega siempre a establecer una confrontación con la Palabra de Dios y frecuentemente se transforma en oración ferviente, cuando los presentes se vuelven a descubrir como Pueblo de Dios, dispuestos a insertarse de nuevo, renovados, en la comunidad parroquial, que «debe seguir siendo la animadora de la catequesis... (y) una referencia importante para el pueblo cristiano, incluso para los no practicantes» (Catechesi tradendae, 67). En la parroquia se realiza la síntesis, indispensable para la salvación, entre evangelización y sacramentos: «La vida sacramental se empobrece y se convierte muy pronto en ritualismo vacío, si no se funda en un conocimiento serio del significado de los sacramentos. Y la catequesis se intelectualiza, si no cobra vida en la práctica sacramental» (Catechesi tradendae, 23). 6. Hijos queridísimos, no os quedéis sólo en las casas, sino ampliad vuestro apostolado a espacios universales, como quiere el Señor: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15); sed conscientes de que «el esfuerzo para anunciar el Evangelio a los hombres de nuestro tiempo, sostenidos por la esperanza pero, a la vez, perturbados con frecuencia por el temor y la angustia, es sin duda alguna un servicio que se presta a la comunidad cristiana e incluso a toda la humanidad» (Evangelii nuntiandi, 1). Id hacia ese «gran número de personas que recibieron el bautismo pero viven al margen de la vida cristiana» (Ibid., 52). Id a «revelar a Jesucristo y su Evangelio a los que no los conocen» (Ibid., 51). Id, vosotros que sois los «hermanos del pueblo», al corazón de las masas, a esas multitudes dispersas y extenuadas «como ovejas sin pastor», de las que Jesús sentía compasión (Mt 9,36). Vuestro seráfico Padre predicó ante el Papa, los cardenales (1 Cel 73), los sarracenos (1 Cel 55) e incluso a los pájaros (1 Cel 58-59) y a las extensiones de los prados y a las flores (1 Cel 81), e invitaba a todas las criaturas a alabar a Dios. Id, pues, también vosotros a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. ¡No esperéis a que vengan a vosotros! ¡Intentad vosotros mismos alcanzarlos! El amor de Cristo nos impulsa a esto. El amor debe buscar. «Caritas Christi urget nos» (2 Cor 5,14), «La caridad de Cristo nos impulsa». Toda la Iglesia os lo agradecerá. Evangelización itinerante marcada por la «alegría franciscana» 7. Las palabras de Jesús: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), que confieren a la evangelización una universalidad sin fronteras, encuentran una respuesta admirable incluso en vuestra espiritualidad, caracterizada por el estilo itinerante. San Francisco, apasionado imitador de Jesús, prefirió la «itinerancia» evangélica a la estructura tradicional de la vida religiosa de su tiempo, fundada sobre el eje de la «stabilitas loci», la estabilidad del lugar. «Obtenida la investidura por parte del Papa, Francisco, yendo por ciudades y pueblos, comenzó a predicar en todas partes» (cf. TC 54; 1 Cel 62; 2 Cel 17), y envió a sus hermanos por el mundo como «peregrinos y forasteros» (cf. 2 R 6; EP 10). Que vuestra evangelización itinerante esté marcada por la inconfundible «alegría franciscana». Recordad cómo vuestro seráfico Padre tuvo por sumo y principal afán «disfrutar continuamente de la alegría espiritual interior y exterior aun fuera de la oración y del oficio divino. Y lo mismo quería de modo especial en sus hermanos; incluso los reprendía muchas veces cuando los veía exteriormente tristes y de mal humor», porque al siervo de Dios no le corresponde mostrar melancolía o un aspecto afligido ante sus hermanos o ante los demás (cf. EP 95). Repetid en vuestra predicación las palabras del Apóstol: «Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os lo digo: alegraos. Vuestra amabilidad sea notoria a todos los hombres» (Flp 4,4-5). Sed testigos de esto con vuestro comportamiento. Que vuestra vida sea «testimonio de vuestro gozo, un gozo que se lea en los ojos y en la actitud, además de en las palabras, y que ponga de manifiesto claramente ante quien os ve, vuestra seguridad de que poseéis el "tesoro escondido", "la piedra preciosa", cuya adquisición no admite lamentos por haber renunciado a todo, según el consejo evangélico (cf. Mt 13,44-45)» (Discurso de Juan Pablo II a las religiosas de Roma, 10-XI-1978). «La sociedad tecnológica ha podido multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría, porque la alegría tiene otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos», notaba Pablo VI en la Exhortación Apostólica Gaudete in Domino, 1. La Virgen María, Madre de la Palabra, que vio a Jesús «crecer en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52), os ayude a «formar a Cristo» (Gál 4,19) en las almas de los que se acerquen a vosotros. Que os acompañe para ello mi afectuosa y propiciadora bendición. [Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, núm 34 (1983) 136-140] |
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