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Instrucción sobre algunas cuestiones relativas a la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes
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PRINCIPIOS TEOLÓGICOS 1. El sacerdocio común y el sacerdocio ministerial Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, ha deseado que su único e indivisible sacerdocio fuese participado a su Iglesia. Ésta es el pueblo de la nueva alianza, en el cual, los bautizados, por el «nuevo nacimiento y la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo, para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó a su luz admirable (cf. 1 P 2,4-10)» (19). «El pueblo elegido de Dios es, por tanto, uno: "Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (Ef 4,5). Los miembros tienen la misma dignidad por su nuevo nacimiento en Cristo, la misma gracia de hijos, la misma vocación a la perfección» (20). Vigente entre todos «una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y a la actividad común para todos los fieles en la construcción del Cuerpo de Cristo», algunos son constituidos, por voluntad de Cristo, «maestros, administradores de los misterios y pastores de los demás» (21). Tanto el sacerdocio común de los fieles, como el sacerdocio ministerial o jerárquico, «están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia, sin embargo, es esencial y no sólo de grado» (22). Entre ellos se da una unidad eficaz, porque el Espíritu Santo unifica la Iglesia en la comunión y en el servicio y la provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos» (23). La diferencia esencial entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial no se encuentra, por tanto, en el sacerdocio de Cristo, que permanece siempre único e indivisible, ni tampoco en la santidad a la que todos los fieles están llamados: «En efecto, el sacerdocio ministerial no significa de por sí un mayor grado de santidad respecto al sacerdocio común de los fieles; pero, por medio de él, los presbíteros reciben de Cristo en el Espíritu un don particular, para que puedan ayudar al pueblo de Dios a realizar con fidelidad y plenitud el sacerdocio común que les ha sido conferido» (24). En la edificación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, está vigente la diversidad de miembros y de funciones, pero uno solo es el Espíritu, que distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y las necesidades de los servicios (cf. 1 Co 12,1-11) (25). La diversidad está en relación con el modo de participación en el sacerdocio de Cristo y es esencial en el sentido de que «mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal -vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu-, el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos» (26). En consecuencia, el sacerdocio ministerial «difiere esencialmente del sacerdocio común de los fieles porque confiere un poder sagrado para el servicio de los fieles» (27). Con este fin se exhorta al sacerdote «a crecer en la conciencia de la profunda comunión que lo vincula al pueblo de Dios» para «suscitar y desarrollar la corresponsabilidad en la común y única misión de salvación, con la diligente y cordial valoración de todos los carismas y tareas que el Espíritu otorga a los creyentes para la edificación de la Iglesia» (28). Las características que diferencian el sacerdocio ministerial de los obispos y de los presbíteros del sacerdocio común de los fieles, y delinean en consecuencia los confines de la colaboración de éstos en el sagrado ministerio, se pueden sintetizar así: a) El sacerdocio ministerial tiene su raíz en la sucesión apostólica y está dotado de una potestad sagrada (29), la cual consiste en la facultad y responsabilidad de obrar en persona de Cristo, cabeza y pastor (30); b) Esto es lo que hace de los sagrados ministros servidores de Cristo y de la Iglesia, por medio de la proclamación autorizada de la palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y de la guía pastoral de los fieles (31). Poner el fundamento del ministerio ordenado en la sucesión apostólica, en cuanto ese ministerio continúa la misión recibida de Cristo por los Apóstoles, es punto esencial de la doctrina eclesiológica católica (32). El ministerio ordenado, por tanto, está constituido sobre el fundamento de los Apóstoles para la edificación de la Iglesia (33): «Está totalmente al servicio de la Iglesia» (34). «El carácter de servicio del ministerio eclesial está intrínsecamente vinculado a la naturaleza sacramental. En efecto, enteramente dependientes de Cristo que les confiere misión y autoridad, los ministros son verdaderamente "esclavos de Cristo" (Rm 1,1), a imagen de Cristo que libremente ha tomado por nosotros "la forma de esclavo" (Flp 2,7). Como la palabra y la gracia, de las que son ministros, no son de ellos sino de Cristo que se las ha confiado para los otros, ellos se harán libremente esclavos de todos» (35). 2. Unidad y diversidad en las funciones ministeriales Las funciones del ministerio ordenado, tomadas en su conjunto, constituyen, en razón de su único fundamento (36), una unidad indivisible. Una y única, en efecto, como en Cristo (37), es la raíz de acción salvífica, significada y realizada por el ministro en el desarrollo de las funciones de enseñar, santificar y gobernar a los fieles. Esta unidad califica esencialmente el ejercicio de las funciones del sagrado ministerio, que son siempre ejercicio, bajo diversas perspectivas, de la función de Cristo, cabeza de la Iglesia. Si, por tanto, el ejercicio del munus docendi, sanctificandi et regendi [la función de magisterio, de santificación y de gobierno] por parte del ministro ordenado constituye la sustancia del ministerio pastoral, las diferentes funciones de los sagrados ministros, formando una unidad indivisible, no se pueden entender separadamente las unas de las otras; al contrario, se deben considerar en su mutua correspondencia y complementariedad. Sólo en algunas de esas, y en cierta medida, pueden colaborar con los pastores otros fieles no ordenados, si son llamados a dicha colaboración por la legítima autoridad y de la forma debida. «Él distribuye sin cesar los dones de los ministerios en su cuerpo, en la Iglesia. Con ellos, gracias al poder de Cristo, nos ayudamos mutuamente a salvarnos» (38). «El ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor. En realidad, no es la tarea lo que constituye el ministro, sino la ordenación sacramental. Sólo el sacramento del orden atribuye al ministerio ordenado de los obispos y presbíteros una peculiar participación en el oficio de Cristo, cabeza y pastor, y en su sacerdocio eterno. La tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación, -formal e inmediatamente- en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica» (39). Es necesario reafirmar esta doctrina porque algunas prácticas encaminadas a suplir las carencias numéricas de ministros ordenados en el seno de la comunidad, en algunos casos, han podido influir en una idea de sacerdocio común de los fieles que tergiversa su índole y significado específico, favoreciendo, entre otras cosas, la disminución de los candidatos al sacerdocio y oscureciendo la especificidad del seminario como lugar propio para la formación del ministro ordenado. Se trata de fenómenos íntimamente relacionados, sobre cuya interdependencia se deberá oportunamente reflexionar para llegar a sabias conclusiones prácticas. 3. Insustituibilidad del ministerio ordenado Una comunidad de fieles, para ser llamada Iglesia y para serlo verdaderamente, no puede derivar su guía de criterios organizativos de naturaleza asociativa o política. Cada Iglesia particular debe a Cristo su guía, porque es él fundamentalmente quien ha concedido a la misma Iglesia el ministerio apostólico, por lo que ninguna comunidad tiene el poder de dárselo a sí misma (40) o de establecerlo por medio de una delegación. El ejercicio del munus de magisterio y de gobierno exige, en efecto, la determinación canónica o jurídica por parte de la autoridad jerárquica (41). El sacerdocio ministerial, por tanto, es necesario para la existencia misma de la comunidad como Iglesia: «De ahí que no se deba pensar en el sacerdocio ordenado (...) como si fuera posterior a la comunidad eclesial, como si ésta pudiera concebirse como constituida ya sin este sacerdocio» (42). En efecto, si en la comunidad llega a faltar el sacerdote, se encuentra privada de la presencia y de la función sacramental de Cristo, cabeza y pastor, esencial para la vida misma de la comunidad eclesial. El sacerdocio ministerial es, por tanto, absolutamente insustituible. De aquí se deduce inmediatamente la necesidad de una pastoral vocacional diligente, bien organizada y permanente, para dar a la Iglesia los necesarios ministros, así como la necesidad de dar una cuidadosa formación a cuantos, en los seminarios, se preparan para recibir el presbiterado. Otra solución para afrontar los problemas que se derivan de la carencia de sagrados ministros resultaría precaria. «Toda la comunidad cristiana tiene el deber de fomentar las vocaciones sacerdotales, y debe procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana» (43). Todos los fieles tienen el deber de contribuir a fortalecer las respuestas positivas a la vocación sacerdotal, con una fidelidad cada vez mayor en el seguimiento de Cristo, superando la indiferencia del ambiente, sobre todo en las sociedades fuertemente marcadas por el materialismo. 4. La colaboración de los fieles no ordenados en el ministerio pastoral En los documentos conciliares, entre los varios aspectos de la participación de los fieles no revestidos del carácter del orden en la misión de la Iglesia, se considera su directa colaboración en las tareas específicas de los pastores (44). En efecto, «cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exija, los pastores, según las normas establecidas por el derecho universal, pueden confiar a los fieles laicos algunas tareas que, si bien están conectadas a su propio ministerio de pastores, no exigen, sin embargo, el carácter del orden» (45). Esta colaboración ha sido sucesivamente regulada por la legislación posconciliar y, de modo particular, por el nuevo Código de derecho canónico. Éste, después de haberse referido a las obligaciones y los derechos de todos los fíeles (46), en el título sucesivo, dedicado a las obligaciones y derechos de los fieles laicos, trata no sólo de aquello que específicamente les compete, teniendo presente su condición secular (47), sino también de otras tareas o funciones que en realidad no son exclusivamente de ellos. De éstas, algunas corresponderían a cualquier fiel, sea o no ordenado (48); otras, por el contrario, se sitúan en la línea de servicio directo en el sagrado ministerio de los fieles ordenados (49). Respecto a estas últimas tareas o funciones, los fieles no ordenados no poseen un derecho a ejercerlas, pero «los laicos que sean considerados idóneos tienen capacidad de ser llamados por los sagrados pastores para aquellos oficios eclesiásticos y encargos que pueden cumplir según las prescripciones del derecho» (50), o también «donde no haya ministros (...) pueden suplirles en algunas de sus funciones (...) según las prescripciones del derecho» (51). A fin de que esa colaboración se pueda insertar armónicamente en la pastoral ministerial, es necesario que, para evitar desviaciones pastorales y abusos disciplinares, los principios doctrinales sean claros y que, en consecuencia, con coherente determinación, se promueva en toda la Iglesia una atenta y leal aplicación de las disposiciones vigentes, sin alargar, abusivamente, los límites de excepcionalidad a aquellos casos que no pueden ser juzgados como «excepcionales». Cuando, en algún lugar, se den abusos o prácticas transgresivas, los pastores adopten todos los medios necesarios y oportunos para impedir a tiempo su difusión y para evitar que se altere la correcta comprensión de la naturaleza misma de la Iglesia. En particular, apliquen las normas disciplinares establecidas, que enseñan a conocer y respetar realmente la distinción y complementariedad de funciones que son vitales para la comunión eclesial. En donde tales prácticas abusivas estén ya difundidas, es absolutamente indispensable la intervención responsable de quien tiene la autoridad de hacerlo, convirtiéndose así en verdadero artífice de comunión, la cual sólo se puede constituir en torno a la verdad. Comunión, verdad, justicia, paz y caridad son términos interdependientes (52). A la luz de los principios que acabamos de recordar se señalan a continuación los oportunos remedios para afrontar los abusos señalados a nuestros dicasterios. Las disposiciones que siguen están tomadas de las normas de la Iglesia. 19) Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, n. 10. 20) Ibid., n. 32. 21) Ibid. 22) Ibid., n. 10. 23) Cfr. ibid., n. 4. 24) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), n. 17: AAS 84 (1992) 684. 25) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 7. 26) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1547. 27) Ibid., n. 1592. 28) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, n. 74: l.c., p. 788. 29) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium nn. 10, 18, 27, 28; Decr. Presbyterorum ordinis nn. 2 y 6; Catecismo de la Iglesia Católica nn. 1538, 1576. 30) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, n. 15: l.c., p. 680; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 875. 31) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, n. 16: l.c., pp. 681-684; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1592. 32) Cfr. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, nn. 14-16: l.c., pp. 678-684; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium ministeriale (6 de agosto de 1983), III, 2-3: AAS 75 (1983) 1004-1005. 33) Cfr. Ef 2,20; Ap 21,14. 34) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, n. 16: l.c., p. 681. 35) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 876. 36) Cfr. ibid., n. 1581. 37) Cfr. Juan Pablo II, Carta Novo incipiente (8 de abril de 1979), n. 3: AAS 71 (1979) 397. 38) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 7. 39) Juan Pablo II, Exhort. ap. Chritifidelis laici, n. 23: l.c., p. 430. 40) Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium ministeriale, III, 2: l.c., p. 1004. 41) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium. Nota explicativa previa, n. 2. 42) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, n. 16: l.c., p. 682. 43) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Optatam totius, n. 2. 44) Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. Apostolicam actuositatem, n. 24. 45) Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici, n. 23: l.c., p. 429. 46) Cfr. C.I.C., cánones 208-223. 47) Cfr. ibid., cc. 225, § 2; 226; 227; 231, § 2. 48) Cfr. ibid., cc. 225, § 1; 228, § 2; 229; 231, § 1. 49) Cfr. ibid., can. 230, §§ 2-3, en lo relacionado con el ámbito litúrgico; can. 228, § 1, en relación a otros campos del sagrado ministerio; este último parágrafo se extiende también a otros ámbitos fuera del ministerio de los clérigos. 50) Ibid., can. 228, § 1. 51) Ibid., can. 230, § 3; cfr. 517, § 2; 776; 861, § 2; 910, § 2; 1112. 52) Cfr. Sagrada Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Inst. Inaestimabile donum (3 de abril de 1980), proemio: AAS 72 (1980) 331-333. |
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