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| DÍA 16 DE NOVIEMBRE
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* * * San Agustín y Santa Felicidad. Fueron martirizados en Capua (Campania, Italia) hacia el año 250, en tiempo del emperador de Decio. San Edmundo Rich. Nació en Abingdon (Inglaterra) hacia el año 1170 en una familia acomodada. Estudió en Oxford y París. Se ordenó de sacerdote y enseñó teología en Oxford. En 1233 fue elegido arzobispo de Canterbury. Como pastor trató de ser fiel al Evangelio que predicaba sin descanso. Por defender los derechos de la Iglesia tuvo serios y continuados conflictos con el rey Enrique III, por lo que decidió dejar Inglaterra y pasar a Francia. Vivió santamente entre los monjes cistercienses del monasterio de Pontigny, donde murió el año 1240. San Euquerio. Nació en el seno de una familia de Lyon perteneciente al rango senatorial, que lo educó esmeradamente. Siendo ya senador contrajo matrimonio, del que tuvo varios hijos. El año 422 se retiró con su mujer y sus hijos a la isla de Lerins para llevar vida eremítica. Hacia el 435 lo eligieron obispo de Lyon y fue un pastor entregado a su ministerio. Escribió algunas obras y en particular numerosas «pasiones» de santos mártires. Murió el año 449. Santos Leocadio y Lusor. En Dol, territorio de Bourges (Francia), se conmemora hoy a estos dos santos, de los que nos habla san Gregorio de Tours. Leocadio era un noble senador de la provincia romana de Lyon. Cuando todavía era pagano acogió a los primeros predicadores de la fe cristiana en Bourges, convirtió la casa que tenía en esta ciudad en iglesia y les dio parte de sus bienes. Lusor era hijo de Leocadio, y dejó este mundo cuando aún llevaba las blancas vestiduras de los recién bautizados. Su historia se sitúa en el siglo IV. San Otmaro. Nació en la región alemana del lago de Constanza, se educó en Chur y, recibida la ordenación sacerdotal, se hizo cargo de la iglesia de San Florino. Se le encargó que renovara el eremitorio construido por san Gall un siglo antes. Él levantó allí el monasterio de San Gall (Suiza), que puso bajo la Regla de San Benito y que pronto floreció. Se distinguió especialmente por su caridad con los pobres y enfermos. Erigió un albergue para enfermos incurables y un lazareto en el que él mismo atendía a los leprosos. Acusado falsamente de adulterio por un monje, fue depuesto y relegado a la isla de Werd, donde vivió en soledad y murió el año 759. Cinco años después, el obispo lo rehabilitó. Beato Eduardo Osbaldeston. Nació en Osbaldeston (Inglaterra) hacia 1560. Para seguir su vocación sacerdotal estudió en el Colegio de los Ingleses de Reims (Francia), y allí se ordenó de sacerdote en 1585. Volvió a Inglaterra en 1589 y estuvo trabajando clandestinamente, con muchas limitaciones y grandes riesgos, en Yorkshire. Fue arrestado cuando lo delató un sacerdote apóstata. Lo trasladaron al castillo de York y lo condenaron por ser sacerdote católico ordenado en el extranjero y vuelto a Inglaterra para ejercer su ministerio. Fue ahorcado, destripado y descuartizado en York el año 1594, en tiempo de la reina Isabel I. Beato Simeón. Fue abad del monasterio benedictino de Cava dei Tirreni (Campania, Italia) y murió hacia el año 1141.
PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN Pensamiento bíblico: Dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,9-11). Pensamiento franciscano: Admonición de san Francisco: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9). El siervo de Dios no puede conocer cuánta paciencia y humildad tiene en sí, mientras todo le suceda a su satisfacción. Pero cuando venga el tiempo en que aquellos que deberían causarle satisfacción, le hagan lo contrario, cuanta paciencia y humildad tenga entonces, tanta tiene y no más» (Adm 13). Orar con la Iglesia: Invoquemos a Dios nuestro Padre, que nos ofrece un signo de su ternura hacia los pecadores en el corazón materno de María. -Haz, Señor, que tu Iglesia, con el sentido materno de María, fije su mirada misericordiosa en todos sus hijos necesitados de cariño y de perdón. -Tú que has enviado a tu Hijo para curar toda enfermedad, crea en nosotros un corazón nuevo capaz de ver y socorrer a nuestros hermanos. -Tú que cada día esperas el retorno de tus hijos y preparar para ellos una gran fiesta, enciende en todos los pecadores la nostalgia de tu casa. -Tú que revelas tu poder sobre todo usando de misericordia, haz que, reconciliados contigo, seamos, como María, dispensadores de perdón y de paz. Oración: Tú, Señor, no quieres la muerte del pecador, sino que se convierta y viva; acoge la oración que la Madre de tu Hijo y madre nuestra te dirige, para que ninguno de tus hijos falte al banquete que nos ofreces. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén. * * * SANTA GERTRUDIS LA
GRANDE Santa Gertrudis es una de las místicas más famosas, la única mujer de Alemania que recibió el apelativo de «Grande», por su talla cultural y evangélica: con su vida y su pensamiento influyó de modo singular en la espiritualidad cristiana. Es una mujer excepcional, dotada de particulares talentos naturales y de extraordinarios dones de gracia, de profundísima humildad y ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con Dios en la contemplación y de prontitud a la hora de socorrer a los necesitados. Nace el 6 de enero de 1256, pero no se sabe nada ni de sus padres ni del lugar de su nacimiento. A los cinco años de edad entra en el monasterio de Helfta, como era habitual en aquella época, para la formación y el estudio. Allí transcurre toda su existencia. De estudiante pasa a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante veinte años no sucede nada excepcional: el estudio y la oración son su actividad principal. Destaca entre sus hermanas por sus dotes; es tenaz en consolidar su cultura en varios campos. Pero durante el Adviento de 1280 comienza a sentir disgusto de todo esto, se percata de su vanidad y el 27 de enero de 1281 el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación que Gertrudis ve incluso como un don de Dios «para abatir esa torre de vanidad y de curiosidad que, aun llevando -¡ay de mí!- el nombre y el hábito de religiosa, yo había ido levantando con mi soberbia, a fin de que pudiera encontrar así al menos el camino para mostrarme tu salvación». Tiene la visión de un joven que la guía a superar la maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En aquella mano Gertrudis reconoce «la preciosa huella de las llagas que han anulado todos los actos de acusación de nuestros enemigos», reconoce a Aquel que en la cruz nos salvó con su sangre, Jesús. Desde ese momento se intensifica su vida de comunión íntima con el Señor, sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos -Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen- incluso cuando no podía acudir al coro por estar enferma. Su biógrafa indica dos direcciones de la que podríamos definir su particular «conversión»: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de la vida que ella define negligente a la vida de oración intensa, mística, con un excepcional celo misionero. El Señor, que la había elegido desde el seno materno y desde pequeña la había hecho participar en el banquete de la vida monástica, la llama con su gracia «de las cosas externas a la vida interior y de las ocupaciones terrenas al amor de las cosas espirituales». Gertrudis comprende que estaba alejada de él, en la región de la desemejanza, como dice ella siguiendo a san Agustín; que se ha dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría; conducida ahora al monte de la contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del nuevo. Estima en particular dos favores, más que cualquier otro, como Gertrudis misma escribe: «Los estigmas de tus salutíferas llagas que me imprimiste, como joyas preciosas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con la que lo marcaste. Tú me inundaste con tus dones de tanta dicha que, aunque tuviera que vivir mil años sin ninguna consolación ni interna ni externa, su recuerdo bastaría para confortarme, iluminarme y colmarme de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad de tu amistad, abriéndome de distintos modos el sagrario nobilísimo de tu divinidad que es tu Corazón divino ( ). A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada a la santísima Virgen María, Madre tuya, y de haberme encomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría encomendar a su propia madre a su amada esposa». Concluye su vida terrena el 17 de noviembre de 1301 ó 1302, a la edad de cerca de 46 años. En el séptimo Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis escribe: «Oh Jesús, a quien amo inmensamente, quédate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de división y tú bendigas mi tránsito, para que mi espíritu, liberado de los lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar descanso en ti. Amén». * * * TUVISTE SOBRE MÍ
DESIGNIOS DE PAZ Que mi alma te bendiga, Dios y Señor, mi creador, que mi alma te bendiga y, de lo más íntimo de mi ser, te alabe por tus misericordias, con las que inmerecidamente me ha colmado tu bondad. Te doy gracias, con todo mi corazón, por tu inmensa misericordia y alabo, al mismo tiempo, tu paciente bondad, la cual puse a prueba durante los años de mi infancia y niñez, de mi adolescencia y juventud, hasta la edad de casi veintiséis años, ya que pasé todo este tiempo ofuscada y demente, pensando, hablando y obrando, siempre que podía, según me venía en gana -ahora me doy cuenta de ello-, sin ningún remordimiento de conciencia, sin tenerte en cuenta a ti, dejándome llevar tan sólo por mi natural detestación del mal y atracción hacia el bien, o por las advertencias de los que me rodeaban, como si fuera una pagana entre paganos, como si nunca hubiera comprendido que tú, Dios mío, premias el bien y castigas el mal; y ello a pesar de que desde mi infancia, concretamente desde la edad de cinco años, me elegiste para entrar a formar parte de tus íntimos en la vida religiosa. Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la cruz, dando un fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora. Llena de gratitud, me sumerjo en el abismo profundísimo de mi pequeñez y alabo y adoro, junto con tu misericordia, que está por encima de todo, aquella dulcísima benignidad con la que tú, Padre de misericordia, tuviste sobre mí, que vivía tan descarriada, designios de paz y no de aflicción, es decir, la manera como me levantaste con la multitud y magnitud de tus beneficios. Y no te contentaste con esto, sino que me hiciste el don inestimable de tu amistad y familiaridad, abriéndome el arca nobilísima de la divinidad, a saber, tu corazón divino, en el que hallo todas mis delicias. Más aún, atrajiste mi alma con tales promesas, referentes a los beneficios que quieres hacerme en la muerte y después de la muerte, que, aunque fuese éste el único don recibido de ti, sería suficiente para que mi corazón te anhelara constantemente con una viva esperanza. * * * SAN FRANCISCO, UN HOMBRE
COMUNIÓN A LA PAZ DESDE LA GUERRA: EN EL SENO DE LA FRATERNIDAD (I) Pero la paz, también en tiempo de Francisco, había que vivirla junto a caminos erizados de tensiones y fronteras. Que por eso había no sólo que anunciarla y desearla, sino también hacerla. Los tiempos no estaban para otra cosa. Francisco nació en la época que Henri Focillon llama, hablando de la arquitectura de entonces, de las «grandes experiencias». Se anunciaba ya, lejana si se quiere, una nueva época, que despuntaba en múltiples detalles de los que el mismo Francisco será un exponente cimero. Piénsese en el movimiento de las comunas del sur de Francia y norte de Italia, en la lucha de los campesinos por la libertad, en el radicalismo de los movimientos religiosos más o menos heterodoxos, en la creciente valoración del laico en la Iglesia, en la oposición a la institucionalización subyacente a los movimientos citados anteriormente, etc. Bastan estos datos para percatarse de que los caminos, todos, los del corazón y los de las ideas, lo mismo que los que surcaban las tierras, eran difíciles fronteras de reconciliación. Francisco, empero, escogió la paz al pasarse al Evangelio. La anunció y la sembró. Fue además de un reconciliado, un reconciliador. Y lo fue, única y exclusivamente, desde el Evangelio. Y a su estilo. Que no quiere decir que por el aire y las nubes de las ideas y buenos deseos, sino en la trama concreta del mundo y de la sociedad que le tocó vivir. Quizá, nadie ha sabido mejor que la vida es un camino, que la vida está por hacer, que nada hay definitivamente conseguido porque uno es pobre y con Dios no se acaba de empezar nunca, ni sabes con certeza dónde te llevará el llamar hermano a todo lo creado. Y a andar se hizo. Que eso fue lo suyo, caminar. Y al paso del cansancio y del horizonte, fue anunciando la paz. Nadie hubiera pensado que el gozo de Francisco al recibir a los hermanos que el Señor le dio, se teñiría de tristeza. Pero así fue. La Fraternidad creció y con ello vinieron las necesarias adaptaciones y las diversas «ideas» sobre la misma. La crisis, la división entre hermanos ahí estaba: Francisco se encontró un buen día con hermanos que se le oponían, que le contradecían en lo que él veía ser voluntad de Dios. Fue su noche oscura, lo que más debió costarle y hacerle sufrir. Porque su vocación, «el camino que el Señor me mostró», era por supuesto un don y una gracia del Altísimo, pero era también respuesta suya entrañable y entrañada. Aquella Vida y Regla era también de Él. Tocarla era romper venas de ilusión, el ideal de una vida. ¿Con qué se quedaría entonces, con su ideal evangélico, la sencillez, la pobreza, la humildad, la oración, el trabajo manual, el ir por limosna, etc., o con sus hermanos? ¿Era posible conciliar ambas cosas? Teóricamente la opción no era, como no es, fácil. En la práctica Francisco mantuvo el corazón fiel a su vocación evangélica y abierto a la compañía, a la «familiaridad» con sus hermanos. Con el ejemplo y con la palabra proclamaba su fidelidad a la revelación del Señor de vivir según la forma del santo Evangelio, al camino de la sencillez. A esto no renunció nunca. Reconciliar no significaba para él claudicar, ceder. Él lo sabía, reconciliar no es igual a conciliar. Y no cedió. Pero su tenacidad no le impidió el amor. Amaba a sus hermanos «como puedo», decía en frase que revela su espontáneo realismo y la lucha de la que triunfaba el amor. Un amor esperado, sorpresa de Dios que llaga en el momento que Él sabe y quiere. Porque la expresión «como puedo» no sólo descubre el esfuerzo de la voluntad de Francisco por amar a sus hermanos, revela también la certeza, su fe de que no se tiene más amor que el que el Señor da. La frase citada es una de tantas de las que Francisco emplea para subrayar la acción de Dios, equivalente a las expresiones: «toda la voluntad, en cuanto la gracia la ayude, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor en persona» (CtaO 15), «Y no quieras de tus hermanos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos en esto» (CtaM 6-7). [Cf. Selecciones de Franciscanismo, n. 11 (1975) 154-166]
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