DIRECTORIO FRANCISCANO
Año Cristiano Franciscano

DÍA 25 DE OCTUBRE

 

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BEATAS MARÍA TERESA FERRAGUD Y SUS CUATRO HIJAS MÁRTIRES. María Teresa Ferragud Roig nació en Algemesí, provincia de Valencia en España, el año 1853. Contrajo matrimonio con Vicente Masiá y crearon una familia de nueve hijos. María Teresaera de misa diaria, muy devota de la Eucaristía, de la Virgen y del Corazón de Jesús, y promovió en la parroquia actividades caritativas. De entre sus hijas, Masiá Ferragud, María Jesús (1882), María Verónica (1884) y María Felicidad (1890) ingresaron en las clarisas capuchinas de Agullent (Valencia), mientras que Josefa de la Purificación (1897) ingresó en las agustinas descalzas de Benigánim (Valencia). Cuando estalló en España la persecución religiosa de 1936, las cuatro monjas contemplativas tuvieron que dejar sus conventos y se refugiaron en casa de su madre, viuda. El 18 de octubre de aquel año, cuando los milicianos detuvieron a las monjas, la madre se empeñó en correr la misma suerte que sus hijas, y las cinco fueron encarceladas. El 25 de octubre de 1936 las fusilaron, primero a las hijas y después a su anciana madre, en la Cruz Cubierta de Alzira (Valencia). Como una nueva madre de los Macabeos, María Teresa animó a sus hijas al ser detenidas, permaneció a su lado aun cuando los guardias le insistían que se marchara a su casa, y les infundió ánimos al afrontar la muerte. Fueron beatificadas por Juan Pablo II, junto con otros mártires valencianos, en 2001.

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San Bernardo Calbó. Nació en Mas Calbó (Tarragona, España) el año 1180. Estudió derecho y ejerció el cargo de juez, pero en 1214, a raíz de una grave enfermedad, decidió abrazar la vida religiosa e ingresó en el monasterio cisterciense de Santes Creus. Ordenado de sacerdote, ejerció el ministerio de la predicación, y no tardaron en elegirlo abad. En 1233 fue elegido obispo de Vich. Promovió con empeño la verdadera doctrina, la instrucción catequética y la predicación. Recorrió varias veces la diócesis. El papa Gregorio IX lo nombró inquisidor de la Corona de Aragón, y él animó a los caballeros a continuar la reconquista. Fue generoso con los pobres y procuró la paz entre sus fieles. Murió en Vich el año 1243.

Santos Crisanto y Daría. Martirizados en la vía Salaria Nueva de Roma el año 253. El papa san Dámaso los ensalzó.

Santos Crispín y Crispiniano. Al parecer eran de oficio zapateros. Sufrieron el martirio en Soissons (Francia) en el siglo III.

San Frontón. Es considerado como el primer evangelizador de la ciudad de Périgueux en Aquitania (Francia), en el siglo III.

San Frutos. Según la tradición, Frutos nació en Segovia (España) en el seno de una familia noble. En la segunda mitad del siglo VII, junto con sus hermanos Valentín y Engracia, vendió sus bienes, los distribuyó a los pobres y se retiró a vivir como ermitaño en las cercanías de Segovia, en una zona de montañas escarpadas, donde murió hacia el año 715.

San Gaudencio de Brescia. Joven de grandes cualidades, fue educado por san Filastrio de Brescia (Italia). Peregrinó a Tierra Santa y, al pasar por Cesarea de Capadocia, unos familiares de san Basilio le dieron reliquias de los mártires de Sebaste. Cuando murió san Filastrio, lo eligieron obispo de Brescia muy contra su voluntad. Lo consagró san Ambrosio de Milán el año 390. Brilló entre los prelados de su tiempo por su doctrina y sus virtudes, instruyó al pueblo de palabra y con sus escritos, y construyó una basílica a la que llamó «Concilio de los Santos». Murió el año 410. Se conservan algunos de los tratados que escribió.

San Hilario. Fue obispo de Mende, en la región de Languedoc-Rosellón (Francia), en el siglo VI.

Santos Martirio y Marciano. Los dos pertenecían al clero de la iglesia de Santa Sofía en Constantinopla, Martirio era subdiácono y Marciano lector. Fueron martirizados en Constantinopla el año 351, siendo emperador Constanzo, por defender la fe católica contra los arrianos.

San Mauro. Hombre de sólida formación eclesiástica, fue monje y abad del monasterio benedictino de San Martín en Pannonhalma (Hungría). Casi toda su vida fue maestro de elocuencia sagrada. Lo eligieron obispo de Pécs en Hungría, y murió el año 1070.

San Miniato. Sufrió el martirio en Florencia (Italia) a mediados del siglo III. Es el titular de la famosa abadía situada en las cercanías de la capital toscana y llamada San Miniato al Monte.

Beato Recaredo Centelles Abad. Nació en Vall de Uxó (Castellón, España) el año 1904. Pronto se decidió por el sacerdocio e ingresó en el Colegio de San José, de Tortosa. En 1928, siendo ya clérigo, ingresó en la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, y al año siguiente recibió la ordenación sacerdotal. En los distintos centros de su Hermandad a los que lo destinaron, dio pruebas de ser un gran educador de jóvenes y de aspirantes al sacerdocio. Al estallar la persecución religiosa de 1936, se retiró a casa de familiares. El 2 de octubre los milicianos asesinaron a su hermano Vicente, y el 25 lo fusilaron a él en Nules (Castellón). No cayó muerto y aún pudo bendecir a sus verdugos. Luego le dieron el tiro de gracia en un ojo.

Beato Tadeo Machar. Nació en Cork (Irlanda) el año 1445. Estudió en París y se ordenó de sacerdote. Hizo un viaje a Roma y en 1482 el papa Sixto IV lo ordenó obispo de Ross, y años después lo nombraron obispo de Cork y Cloyne. Se encontró con muchas contrariedades para tomar posesión de sus sedes. A la vuelta de una visita a Roma para solucionar los problemas, llegó al hospicio de Borgo San Antonio, junto a Ivrea (Piamonte, Italia), vestido como peregrino y de incógnito. Pasó el día en oración en la catedral, se acostó y amaneció muerto; entonces descubrieron que era obispo. Era el año 1492.

PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN

Pensamiento bíblico:

«El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que le temen; porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (Salmo 102,8-10.13-14).

Pensamiento franciscano:

Dice san Francisco en su Paráfrasis del Padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas: por tu misericordia inefable, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo y por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus elegidos. Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden: y lo que no perdonamos plenamente, haz tú, Señor, que lo perdonemos plenamente, para que, por ti, amemos verdaderamente a los enemigos, y ante ti por ellos devotamente intercedamos, no devolviendo a nadie mal por mal, y nos apliquemos a ser provechosos para todos en ti» (ParPN 7-8).

Orar con la Iglesia:

Oremos al Señor Jesús que nos acompaña en nuestro caminar por la vida, nos ayuda a comprender la palabra de Dios y nos ofrece su amor y su misericordia.

-Por la Iglesia: para que, caminando al paso de la humanidad, lleve a todos la esperanza gozosa de la acogida y perdón del Señor.

-Por los que reconocemos a Cristo en la Palabra y en la fracción del pan: para que también lo reconozcamos en nuestros compañeros de camino desesperanzados, y sepamos explicarles los planes de Dios.

-Por los que viven sin fe, sin esperanza, decepcionados: para que el Señor Jesús camine junto a ellos, abra sus ojos y encienda sus corazones.

-Por los creyentes: para que, desde la Escritura y la Eucaristía, seamos capaces de reconocer a Cristo en el prójimo que camina a nuestro lado.

Oración: Padre todopoderoso, haz de nosotros hombres nuevos por la fe en la ternura y misericordia de tu Hijo. Él que vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén.

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CONVERSIÓN DE ZAQUEO, EL PUBLICANO
Benedicto XVI, Ángelus del día 31-X-2010

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelista san Lucas presta una atención particular al tema de la misericordia de Jesús. De hecho, en su narración encontramos algunos episodios que ponen de relieve el amor misericordioso de Dios y de Cristo, el cual afirma que no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores (cf. Lc 5,32). Entre los relatos típicos de san Lucas se encuentra el de la conversión de Zaqueo, que se lee en la liturgia de este domingo (XXXI-C).

Zaqueo es un «publicano», más aún, el jefe de los publicanos de Jericó, importante ciudad situada junto al río Jordán. Los publicanos eran los recaudadores de los impuestos que los judíos debían pagar al emperador romano y, por este motivo, ya eran considerados pecadores públicos. Además, aprovechaban con frecuencia su posición para sacar dinero a la gente mediante chantaje. Por eso Zaqueo era muy rico, pero sus conciudadanos lo despreciaban. Así, cuando Jesús, al atravesar Jericó, se detuvo precisamente en casa de Zaqueo, suscitó un escándalo general, pero el Señor sabía muy bien lo que hacía. Por decirlo así, quiso arriesgar y ganó la apuesta: Zaqueo, profundamente impresionado por la visita de Jesús, decide cambiar de vida, y promete restituir el cuádruplo de lo que ha robado. «Hoy ha llegado la salvación a esta casa», dice Jesús y concluye: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».

Dios no excluye a nadie, ni a pobres y ni a ricos. Dios no se deja condicionar por nuestros prejuicios humanos, sino que ve en cada uno un alma que es preciso salvar, y le atraen especialmente aquellas almas a las que se considera perdidas y que así lo piensan ellas mismas. Jesucristo, encarnación de Dios, demostró esta inmensa misericordia, que no quita nada a la gravedad del pecado, sino que busca siempre salvar al pecador, ofrecerle la posibilidad de rescatarse, de volver a comenzar, de convertirse. En otro pasaje del Evangelio Jesús afirma que es muy difícil para un rico entrar en el reino de los cielos (cf. Mt 19,23). En el caso de Zaqueo vemos precisamente que lo que parece imposible se realiza: «Él -comenta san Jerónimo- entregó su riqueza e inmediatamente la sustituyó con la riqueza del reino de los cielos». Y san Máximo de Turín añade: «Para los necios, las riquezas son un alimento para la deshonestidad; sin embargo, para los sabios son una ayuda para la virtud; a estos se les ofrece una oportunidad para la salvación; a aquellos se les provoca un tropiezo que los arruina».

Queridos amigos, Zaqueo acogió a Jesús y se convirtió, porque Jesús lo había acogido antes a él. No lo había condenado, sino que había respondido a su deseo de salvación. Pidamos a la Virgen María, modelo perfecto de comunión con Jesús, que también nosotros experimentemos la alegría de recibir la visita del Hijo de Dios, de quedar renovados por su amor y transmitir a los demás su misericordia.

[Después del Ángelus] Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. Os animo a salir al encuentro de Jesús que, como nos ha enseñado el evangelio de este domingo con el ejemplo de Zaqueo, quiere llenarnos de alegría y darnos la salvación. Delante de Dios no hay nadie demasiado pequeño. Todos podemos acoger al Señor en nuestras vidas y dejarnos transformar por él. Que la Virgen María nos ayude a intensificar nuestro amor a Dios.

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MI SACRIFICIO ES UN ESPÍRITU QUEBRANTADO
San Agustín, Sermón 19,2-3

Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.

¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propicio. Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación? ¿Que dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios.

Si te ofreciera un holocausto -dice-, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Éste es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro hay que quebrantar antes el impuro.

Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.

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APRENDER A ORAR
CON FRANCISCO Y CLARA DE ASÍS

por Michel Hubaut, OFM

Señora santa Clara: un deseo apasionado de Dios

Clara, hija del señor Favarone de Offreduccio, toma un itinerario algo diferente del de Francisco. Pero con una intuición muy femenina adivinará el deseo profundo del joven convertido y encontrará en él como el eco de su propio deseo. Porque, desde su juventud, todos sus deseos están ya polarizados por la búsqueda de Dios, que la fascina. Deberá, sin embargo, resistir valerosamente a los proyectos bien humanos de su noble familia. Tendrá que defender su deseo de Dios en un medio familiar para el que los privilegios de la fortuna y de la notoriedad son una dicha ampliamente suficiente. Ni la violencia ni la cólera de los suyos lograrán desviar a la jovencita de dieciocho años de su deseo de Dios. A diferencia de Francisco, escribió poco, pero las pocas cartas que nos han llegado atestiguan una determinación fuera de lo común.

Clara se guardará de atribuirse nada. Su deseo de seguir el camino de Cristo la arraiga en la llamada gratuita de Dios, cuyo mediador será Francisco. Su «vocación», tan tenazmente defendida, será toda su vida el motivo esencial de su reconocimiento. En su Testamento, que, como el de Francisco, es una acción de gracias por los dones de Dios, comienza escribiendo: «Entre los otros beneficios que hemos recibido y recibimos cada día de nuestro espléndido benefactor el Padre de las misericordias, y por los que más debemos dar gracias al Padre glorioso de Cristo, está el de nuestra vocación, por la que, cuanto más perfecta y mayor es, más y más deudoras le somos».

Así, todos sus más legítimos deseos de mujer estarán unificados por la llamada gratuita del amor. El deseo de la verdadera dicha es el resorte profundo de la vida de Clara. Ella ha liberado en su corazón amante el deseo del Espíritu. Francisco, desde sus primeras conversaciones con esta joven noble, percibió en ella un alma hermana «habitada» por el mismo poderoso deseo de Dios.

Ricos con semejante experiencia, se comprende que Francisco y Clara hagan de la acogida del Espíritu del Señor el único programa, el ideal de sus vidas y de las de sus hermanos y hermanas. En sus respectivas Reglas mantendrán esta invitación apremiante: «Atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad». Han encontrado la clave de la dicha. Su única solicitud será transmitirla a todos. Sólo el Espíritu del Señor puede hacer del hombre un «buscador de Dios» en toda sencillez y pureza de intención, con un corazón puro y recto. Sólo el Espíritu es capaz de dinamizar y orientar toda nuestra vida a lo único necesario, la dicha absoluta, la patria del amor. Sólo el Espíritu-Amor puede unificar todas nuestras facultades humanas y espirituales, poniéndolas al servicio del deseo de Dios, es decir, del deseo de la verdadera dicha. ¿No lo escribe Francisco en su comentario del Padrenuestro?: « Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo: para que te amemos con todo el corazón, pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti...».

Por eso, las actividades de los hermanos y de las hermanas deben estar subordinadas a la acogida del Espíritu, único camino que conduce a la dicha: «No apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, a cuyo servicio deben estar las demás cosas temporales», dice san Francisco hablando del modo de trabajar. Nada debe «extinguir» en nosotros el Espíritu, el fuego de la oración que orienta nuestras acciones, ilumina nuestro discernimiento, esclarece nuestra opción y enardece nuestro corazón. Francisco y Clara, dos auténticos «carismáticos» en el sentido fuerte de la palabra, han dejado en sus escritos una verdadera teología vivida del Espíritu Santo, fundamento de toda vida cristiana.

El Espíritu nos libera de todo artificio, de toda máscara social o religiosa. Nos libra del estúpido orgullo, de la vana gloria y de la religión sólo formal. Es el dueño de la verdadera sabiduría: la del amor. Francisco opone el deseo-sabiduría del Espíritu al deseo-sabiduría del mundo. ¡Sabiduría de Dios, Sabiduría del Espíritu, Sabiduría de Cristo!, constituyen la verdadera sabiduría, como dice Francisco en su carta a los fieles (vv. 65-67). Otra manera admirable de asociar a las tres divinas personas.

Notemos que, para Francisco, la humildad y la simplicidad de corazón son los primeros signos de la presencia de esta sabiduría en nosotros. Para él, por otra parte, el pecado es apropiarse su voluntad, atribuirse orgullosamente el bien que se hace, mientras que, en realidad, es el Señor en nosotros quien lo realiza en palabras y obras. Finalmente, la obra esencial del Espíritu es descentrarnos, desapropiarnos de nosotros mismos, a fin de poder seguir libremente las huellas de Cristo. Los primeros compañeros resumen bien el comportamiento de Francisco, diciendo: «Se desenvolvía no apoyado en doctas sentencias de la humana sabiduría, sino en la demostración y fuerza del Espíritu» (AP 9).

[Cf. M. Hubaut, Cristo nuestra dicha. Aprender a orar con Francisco y Clara de Asís. Aránzazu, 1990, pp. 9-26]

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